Predicador del Papa en el Viernes Santo: Cristo, «vencedor porque es víctima»

Homilía del padre Raniero Cantalamessa en la celebración de la Pasión del Señor

CIUDAD DEL VATICANO, viernes, 9 abril 2004 (ZENIT.org).- Publicamos la homilía que pronunció el padre Raniero Cantalamessa, predicador de la Casa Pontificia, en la celebración de la Pasión del Señor de este Viernes Santo en la Basílica de San Pedro, en el Vaticano, en presencia de Juan Pablo II.


 

Predicación del Viernes Santo 2004
P. Raniero Cantalamessa

VICTOR QUIA VICTIMA
Vencedor porque es víctima



Escuchemos de nuevo las palabras sobre el Siervo de Yahveh cantadas en latín en la primera lectura, a la luz de la historia de la Pasión recién proclamada. El fragmento está construido según un esquema sencillísimo: se abre con un prólogo divino en el cielo; prosigue un largo monólogo de una multitud que, como hace el coro en las tragedias griegas, reflexiona sobre los hechos y saca de ellos sus propias conclusiones; concluye con Dios, que retoma la palabra para emitir su veredicto final.

La situación es tal que no puede ser comprendida adecuadamente más que partiendo de su epílogo; por esto Dios anticipa desde el inicio el resultado final: «He aquí que prosperará mi Siervo; será enaltecido, levantado y ensalzado sobremanera». Se alude a algo que nunca antes había sucedido, a pueblos que se maravillan, a reyes que cierran su boca: el horizonte se dilata hasta una absolutidad y universalidad que ninguna narración histórica, ni siquiera la de los Evangelios, sería capaz de producir, determinada como está por el tiempo y el espacio. Es la fuerza propia de la profecía que la hace querida e indispensable incluso después de que conozcamos su cumplimiento.

 

* * *



Toma la palabra la multitud. Antes de todo, casi para excusar la propia ceguera, aquella describe la irreconocibilidad del siervo. «No tenía apariencia ni presencia: ¿cómo podíamos reconocer “la mano de Dios” en lo que veíamos?».

Despreciable y deshecho de hombres,
varón de dolores y sabedor de dolencias,
como uno ante quien se oculta el rostro,
despreciable, y no le tuvimos en cuenta.


¡Pero he aquí la reflexión, la «revelación»! Asistimos al surgimiento de la fe en su «estado naciente».

¡Y con todo eran nuestras dolencias las que él llevaba
y nuestros dolores los que soportaba!
Nosotros le tuvimos por azotado,
herido de Dios y humillado.
Él ha sido herido por nuestras rebeldías,
molido por nuestras culpas.
Él soportó el castigo que nos trae la paz,
y con sus cardenales hemos sido curados.


Para comprender lo que sucede en este momento en la multitud, volvamos a pensar en lo que ocurre cuando la profecía se hace realidad. Por algo de tiempo, después de la muerte de Cristo, la única certeza sobre Él era que había muerto, y muerto en la cruz; que era «el maldito de Dios» porque estaba escrito: «Maldito todo el que está colgado de un madero» (Cf. Dt 21, 23; Ga 3, 13). Vino el Espíritu Santo, «convenció al mundo de pecado» y he aquí que brota la fe pascual de la Iglesia: «¡Cristo murió por nuestros pecados!» (Cf. Rm 4, 25); «Él, sobre el madero, llevó nuestros pecados en su cuerpo» (1 P 2, 24).

Nadie puede ser situado en el lugar del Siervo; por un lado está él, por otro «todos nosotros».

Todos nosotros como ovejas erramos,
cada uno marchó por su camino,
y Yahveh descargó sobre Él
la culpa de todos nosotros.


El profeta mismo que escribe se sitúa dentro de ese «nosotros». ¿Cómo se puede pensar que el Siervo sea una colectividad, un pueblo, si es justamente por los pecados de “su” pueblo que él es golpeado hasta la muerte (Cf. Is 53, 8)? El apóstol Pablo despejará toda duda al respecto: «Tanto judíos como griegos, están todos bajo el pecado... No hay diferencia alguna; todos pecaron y están privados de la gloria de Dios» (Rm 3,9.22-23).

La Biblia conoce un criterio privilegiado para distinguir la verdadera de la falsa profecía: su cumplimiento. Es verdadera profecía la que se verificará, falsa profecía la que no tendrá cumplimiento (Cf. Dt 18, 21 s; Jr 28, 9). ¿Pero dónde, cuándo o en quién, se ha llevado a cabo lo que se dice de este Siervo de Dios? ¿No se puede pensar que el profeta hable de sí o de algún personaje del pasado, sin reducir todo el canto a un conjunto de piadosas exageraciones?

¿En qué desconocido personaje del tiempo se ha realizado “la cosa inaudita” que aquel narra? ¿Dónde están las multitudes justificadas y los reyes que cierran su boca? ¿De qué persona, fuera de Cristo, miles de millones de seres humanos dicen, sin vacilación, desde hace veinte siglos: “¡Él es mi salvación!” “¡Por sus llagas he sido sanado!”?

 

* * *



Retoma la palabra Dios:

Por las fatigas de su alma,
Verá luz, se saciará.
Por su conocimiento justificará mi Siervo a muchos
Y las culpas de ellos él soportará.


La mayor novedad, en todo el canto, no es que el Siervo permanezca como cordero manso y no invoque justicia y venganza de Dios, como hacían Job, Jeremías y muchos salmistas. La novedad mayor es que ni siquiera Dios trata de vengar al Siervo y hacerle justicia. Es más, la justicia que Él hace al Siervo no consiste en castigar a los perseguidores, sino en salvarlos; ¡no en hacer justicia a los pecadores, sino en hacer justos a los pecadores! «Justificará mi Siervo a muchos».

Este es el hecho «nunca oído» que el apóstol Pablo vio realizado en Cristo y proclama triunfalmente en la Carta a los Romanos: «Todos pecaron y están privados de la gloria de Dios, y son justificados por el don de su gracia en virtud de la redención realizada en Cristo Jesús» (Rm 3, 24-25).

Persiste, es cierto, una sombra oscura sobre la actuación de este Dios. «El Señor ha querido abatirlo con dolores». Nos horrorizamos ante el pensamiento de un Dios que «se complace» con hacer sufrir a su propio Hijo y, en general, a cualquier criatura. ¡No ha querido el medio, sino el fin! No el sufrimiento del Siervo, sino la salvación de muchos. «Non mors placuit sed voluntas sponte morienti», explica San Bernardo [1]; no le complace la muerte del Hijo, sino su voluntad de morir espontáneamente para la salvación del mundo.

Por eso le daré su parte entre los grandes
Y con poderosos repartirá despojos,
ya que indefenso se entregó a la muerte
y con los rebeldes fue contado,
cuando él llevó el pecado de muchos,
e intercedió por los rebeldes.


Esto es lo que le ha agradado verdaderamente a Dios, lo que Él hizo con sumo gozo. Nos lo ha recordado el apóstol Pablo con aquel texto que hemos escuchado como aclamación del Evangelio y que hace de nexo entre la profecía de Isaías y el relato de la Pasión:

Cristo se hizo por nosotros obediente hasta la muerte
y muerte de cruz.
Por lo cual Dios le exaltó
y le otorgó el Nombre,
que está sobre todo nombre (Flp 2, 8-9)


 

* * *



La pasión de Cristo, descrita proféticamente en Isaías e históricamente en los Evangelios tiene un mensaje especial para los tiempos que estamos viviendo. El mensaje es: ¡No a la violencia! El Siervo «no ha cometido violencia», si bien sobre Él se ha concentrado toda la violencia del mundo: fue golpeado, traspasado, maltratado, aplastado, condenado, quitado de en medio y finalmente arrojado en una fosa común («se le dio sepultura entre los impíos»). En todo ello no abrió la boca, se comportó como cordero manso llevado al matadero, no amenazó con venganza, se ofreció a sí mismo en expiación e «intercedió» por los que le daban muerte: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen». (Lc 23,34).

Así venció a la violencia; la venció no oponiendo a ésta una violencia mayor, sino sufriéndola y mostrando toda su injusticia e inutilidad. Ha inaugurado un nuevo tipo de victoria que San Agustín ha condensado en tres palabras: «Victor quia victima»: vencedor porque es víctima [2].

El problema de la violencia nos angustia, nos escandaliza, actualmente que ésta ha inventado atemorizantes formas nuevas de crueldad y de obtusidad y ha invadido hasta los terrenos donde debería ser un remedio contra la violencia: el deporte, el arte, el amor. Nosotros, los cristianos, reaccionamos horrorizados a la idea de que se pueda hacer violencia y matar en nombre de Dios. Hay quien objeta sin embargo: ¿pero no está la misma Biblia llena de historias de violencia? ¿No es Dios llamado «el Dios de los ejércitos»? ¿No se le atribuye a Él la orden de destinar al exterminio ciudades enteras? ¿No es Él quien prescribe, en la Ley mosaica, numerosos casos de pena de muerte?

Si hubiera dirigido a Jesús, durante su vida, la misma objeción, con seguridad le habría respondido lo que dijo a propósito del divorcio: «Moisés, teniendo en cuenta la dureza de vuestro corazón, os permitió repudiar a vuestras mujeres, pero al principio no fue así» (Mt 19, 8). También a propósito de la violencia, «al principio no fue así». El primer capítulo del Génesis nos presenta un mundo donde no es ni siquiera pensable la violencia, ni de los seres humanos entre sí, ni entre los hombres y los animales. Ni siquiera para vengar la muerte de Abel es lícito matar (Cf. Gn 4, 15).

El genuino pensamiento de Dios está expresado por el mandamiento «No matar», más que por las excepciones hechas a éste en la Ley, que son concesiones hechas a la «dureza del corazón» y de las costumbres de los hombres. La violencia forma parte ya de la vida, y la Biblia, que refleja la vida, intenta por lo menos con su legislación y la misma pena de muerte canalizar y contener la violencia para que no degenere en arbitrio personal y no se despedacen recíprocamente [3].

Pablo habla de un tiempo caracterizado por la «tolerancia» de Dios (Rm 3, 25). Dios tolera la violencia, como tolera la poligamia, el divorcio y otras cosas, pero va educando al pueblo hacia un tiempo en que su plan originario será «recapitulado» y nuevamente enaltecido, como para una nueva creación. Este tiempo llega con Jesús, que sobre el monte proclama: «Habéis oído que se dijo: Ojo por ojo y diente por diente. Pues yo os digo: no resistáis al mal; antes bien, al que te abofetee en la mejilla derecha ofrécele también la otra... Habéis oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo. Pues yo os digo: Amad a vuestros enemigos y rogad por los que os persigan» (Mt 5, 38-39; 43-44).

Dios pronuncia en Cristo un definitivo y perentorio «No» a la violencia, oponiendo a ésta no simplemente la no-violencia, sino, más, el perdón, la benignidad, la dulzura: «Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón» (Mt 11, 29). El verdadero sermón de la montaña, sin embargo, no es el que Jesús pronunció un día sobre una colina de Galilea; es el que pronuncia ahora desde lo alto de la cruz, en el monte Calvario, ya no con palabras, sino silenciosamente y con los hechos.

Si hay aún violencia, ya no podrá ni remotamente motivarse en Dios y recubrirse de su autoridad. Hacerlo significa hacer retroceder la idea de Dios a épocas primitivas, superadas por la conciencia religiosas y civil de la humanidad.

No se podrá ni siquiera justificar la violencia en nombre del progreso. «La violencia –dijo alguien— es la comadrona de la historia» (Marx y Engels). En parte es verdad. Es cierto que órdenes sociales nuevos y más justos son resultados a veces de revoluciones y guerras, como es verdad también lo contrario: que injusticias y males peores son resultado de aquellas. Pero justamente eso revela el estado de desorden en que se encuentra el mundo: el hecho de que sea necesario acudir a la violencia para enderezar el mal, que no se pueda obtener el bien si no haciendo el mal. Incluso aquellos que en un tiempo estaban convencidos de que la violencia es la comadrona de la historia han cambiado de parecer y hoy marchan ensalzando la paz. La violencia es comadrona sólo de más violencia.

Reflexionando sobre los acontecimientos que en 1989 llevaron a la caída de los regímenes totalitarios del Este sin derramamiento de sangre, en la encíclica Centesimus annus Juan Pablo II veía ahí el resultado de la acción de hombres y mujeres que habían sabido dar testimonio de la verdad sin recurrir a la violencia. Concluía formulando un deseo que, a quince años de distancia, resuena hoy más urgente que nunca: «Ojalá los hombres aprendan a luchar por la justicia sin violencia» [4]. Este deseo queremos ahora transformar en oración:

«Señor Jesucristo, no te pedimos que aniquiles a los violentos y a aquellos que se ensalzan infundiendo terror, sino que cambies su corazón y los conviertas. Ayúdanos a decir también nosotros: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”. Rompe esta cadena de violencia y de venganza que tiene al mundo entero con el aliento contenido. Tú has creado la tierra en la armonía y en la paz; que deje de ser “el jardín que nos hace tan feroces”».

En el mundo hay innumerables seres humanos que, como tú en la Pasión, «no tienen ni apariencia ni presencia, despreciados y rechazados, hombres y mujeres que conocen el padecimiento»: enséñanos a no cubrirnos el rostro ante ellos, a no huir de ellos, sino a hacernos cargo de su dolor y de su soledad.

María, «sufriendo con tu Hijo que moría en la cruz, tú has cooperado de forma del todo especial en la obra del Salvador con la obediencia, la fe, la esperanza y la ardiente caridad» [5]: inspira a los hombres y a las mujeres de nuestro tiempo pensamientos de paz y de perdón. Así sea.

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[1] Bernardo de Claraval, De errore Abelardi, 8, 21 (PL 182, 1070).
[2] San Agustín, Confesiones, X,43.
[3] Cf. R. Girard, Des choses cachées depuis la fondation du monde, II, L’Ecriture judéo-chrétienne, París 1981.
[4] Juan Pablo II, Centesimus annus, III, 23.
[5] Lumen gentium, 61.


[Traducción del original italiano realizada por Zenit.org]
ZS04040904