EL ESPÍRITU SANTO EN LOS PADRES DE LA IGLESIA (15)

SAN JUAN CRISÓSTOMO

 

De las homilías de san Juan Crisóstomo, obispo, sobre el 
evangelio de san Juan 
(Homilía 19,1: PG 59,120-121):
Andrés, después de permanecer con Jesús y de aprender de él 
muchas cosas, no escondió el tesoro para sí solo, sino que corrió 
presuroso en busca de su hermano, para hacerle partícipe de su 
descubrimiento. Fíjate en lo que dice a su hermano : Hemos 
encontrado al Mesías, que significa Cristo. ¿Ves de qué manera 
manifiesta todo lo que había aprendido en tan breve espacio de 
tiempo? Pues, por, por una parte, manifiesta el poder del Maestro, 
que les ha convencido de esto mismo, y, por otra, el interés y la 
aplicación de los discípulos, quienes ya desde el principio se 
preocupaban de estas cosas. Son las palabras de un alma que 
desea ardientemente la venida del Señor, que espera al que 
vendrá del cielo, que exulta de gozo cuando se ha manifestado y. 
que se apresura a comunicar a los demás tan excelsa noticia. 
Comunicarse mutuamente las cosas espirituales es señal de amor 
fraterno, de entrañable parentesco y de sincero afecto.Pero 
advierte también, y ya desde el principio la actitud dócil y sencilla de 
Pedro. Acude sin tardanza: Y lo llevó a Jesús, afirma el evangelio. 
Pero que nadie lo acuse de ligereza por aceptar el anuncio sin una 
detenida consideración. Lo más probable es que su hermano le 
contase más cosas detalladamente, pues los evangelistas resumen 
muchas veces los hechos, por razones de brevedad. Además, no 
afirma que Pedro creyera al momento, sino que lo llevó a Jesús, y a 
él se lo confió, para que del mismo Jesús aprendiera todas las 
cosas. Pues había también otro discípulo que tenía los mismos 
sentimientos.Si Juan Bautista, cuando afirma: Éste es el Cordero, y: 
Bautiza con Espíritu Santo, deja que sea Cristo mismo quien 
exponga con mayor claridad estas verdades, mucho más hizo 
Andrés, quien, no juzgándose capaz para explicarlo todo, condujo a 
su hermano a la misma fuente luz, tan contento y presuroso, que su 
hermano no ni un instante en acudir a ella. 
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De las homilías de san Juan Crisóstomo, obispo (Suplemento, 
Homilía 6 sobre la oración: PG 64, 462-466):

El sumo bien está en la plegaria y en el diálogo con Dios, porque 
equivale a una íntima unión con él: y así como los ojos del cuerpo 
se iluminan cuando contemplan la luz, así también el alma dirigida 
hacia Dios se ilumina con su inefable luz. Una plegaria, por 
supuesto, que no sea de rutina, sino hecha de corazón; que no 
esté limitada a un tiempo concreto o a unas horas determinadas, 
sino que se prolongue día y noche sin interrupción.

Conviene, en efecto, que elevemos la mente a Dios no sólo 
cuando nos dedicamos expresamente a la oración, sino también 
cuando atendemos a otras ocupaciones, como el cuidado de los 
pobres o las útiles tareas de la munificencia, en todas las cuales 
debemos mezclar el anhelo y el recuerdo de Dios, de modo que 
todas nuestras obras, como si estuvieran condimentadas con la sal 
del amor de Dios, se conviertan en un alimento dulcísimo para el 
Señor. Pero sólo podremos disfrutar perpetuamente de la 
abundancia que de Dios brota, si le dedicamos mucho tiempo.

La oración es luz del alma, verdadero conocimiento de Dios, 
mediadora entre Dios y los hombres. Hace que el alma se eleve 
hasta el cielo y abrace a Dios con inefables abrazos, apeteciendo la 
leche divina, como el niño que, llorando, llama a su madre; por la 
oración, el alma expone sus propios deseos y recibe dones mejores 
que toda la naturaleza visible.

Pues la oración se presenta ante Dios como venerable 
intermediaria, alegra nuestro espíritu y tranquiliza sus afectos. Me 
estoy refiriendo a la oración de verdad, no a las simples palabras: 
la oración que es un deseo de Dios, una inefable piedad, no 
otorgada por los hombres, sino concedida por la gracia divina, de la 
que también dice el Apóstol: Nosotros no sabemos pedir lo que nos 
conviene, pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con 
gemidos inefables.

El don de semejante súplica, cuando Dios lo otorga a alguien, es 
una riqueza inagotable y un alimento celestial que satura el alma; 
quien lo saborea se enciende en un deseo indeficiente del Señor, 
como en un fuego ardiente que inflama su alma.

Cuando quieras reconstruir en ti aquella morada que Dios se 
edificó en el primer hombre, adórnate con la modestia y la humildad 
y hazte resplandeciente con la luz de la justicia; decora tu ser con 
buenas obras, como con oro acrisolado, y embellécelo con la fe y la 
grandeza de alma, a manera de muros y piedras; y, por encima de 
todo, como quien pone la cúspide para coronar un edificio, coloca 
la oración, a fin de preparar a Dios una casa perfecta y poderle 
recibir en ella como si fuera una mansión regia y espléndida, ya 
que, por la gracia divina, es como si poseyeras la misma imagen de 
Dios colocada en el templo del alma. 
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De las catequesis de san Juan Crisóstomo, obispo (Catequesis 3, 
24-27: SC 50,165-167):

Los judíos pudieron contemplar milagros. Tú los verás también, y 
más grandes todavía, más fulgurantes que cuando los judíos 
salieron de Egipto. No viste al Faraón ahogado con sus ejércitos, 
pero has visto al demonio sumergido con los suyos. Los judíos 
traspasaron el mar; tú has traspasado la muerte. Ellos se liberaron 
de los egipcios; tú te has visto libre del maligno. Ellos escaparon de 
la esclavitud en un país extranjero; tú has huido de la esclavitud del 
pecado, mucho más penosa todavía.

Quieres conocer de otra manera cómo has sido honrado con 
mayores favores? Los judíos no pudieron, entonces, mirar de frente 
el rostro glorificado de Moisés, siendo así que no era más que un 
hombre al servicio del mismo Señor que ellos; tú, en cambio, has 
visto el rostro de Cristo en su gloria. Y Pablo afirma: Nosotros 
todos, que llevamos la cara descubierta, reflejamos la gloria del 
Señor.

Ellos tenían entonces a Cristo que los seguía; con mucha más 
razón; nos sigue él ahora. Porque, entonces, el Señor los 
acompañaba en atención a Moisés; a nosotros, en cambio, no nos 
acompaña solamente en atención a Moisés, sino también por 
nuestra propia docilidad. Para los judíos, después de Egipto, 
estaba el desierto; para ti, después del éxodo de esta vida, está el 
cielo. Ellos tenían, en la persona de Moisés, un guía y un jefe 
excelente; nosotros tenemos otro Moisés, Dios mismo, que nos guía 
y nos gobierna.

Cuál era, en efecto, la característica de Moisés? Moisés -dice la 
Escritura- era el hombre más sufrido del mundo. Pues bien, esta 
cualidad puede muy bien atribuírsele a nuestro Moisés, ya que se 
encuentra asistido por el dulcísimo Espíritu que le es íntimamente 
consubstancial. Moisés levantó, en aquel tiempo, sus manos hacia 
el cielo e hizo descender el pan de los ángeles, el maná; nuestro 
Moisés levanta hacia el cielo sus manos y nos consigue un alimento 
eterno. Aquél golpeó la roca e hizo correr un manantial; éste toca la 
mesa, golpea la mesa espiritual y hace que broten las aguas del 
Espíritu. Por esta razón, la mesa se halla situada en medio, como 
una fuente, con el fin de que los rebaños puedan, desde cualquier 
parte, afluir a ella y abrevarse con sus corrientes salvadoras.

Puesto que tenemos a nuestra disposición una fuente semejante, 
un manantial de vida como éste, y puesto que la mesa rebosa de 
bienes innumerables y nos inunda de espirituales favores, 
acerquémonos con un corazón sincero y una conciencia pura, a fin 
de recibir gracia y piedad que nos socorran en el momento 
oportuno. Por la gracia y la misericordia del Hijo único de Dios, 
nuestro Señor y salvador Jesucristo, por quien sean dados al 
Padre, con el Espíritu Santo, gloria, honor y poder, ahora y siempre 
y por los siglos de los siglos. Amén. 
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De las catequesis de san Juan Crisóstomo, obispo (Catequesis 3, 
13-19: SC 50, 174-177):

¿Quieres saber el valor de la sangre de Cristo? Remontémonos a 
las figuras que la profetizaron y recorramos las antiguas Escrituras
Inmolad -dice Moisés- un cordero de un año; tomad su sangre y 
rociad las dos jambas y el dintel de la casa. ´¿Qué dices, Moisés? 
La sangre de un cordero irracional, ¿puede salvar a los hombres 
dotados de razón? ´Sin duda -responde Moisés-: no porque se trate 
de sangre, sino porque en esta sangre se contiene una profecía de 
la sangre del Señor.
Si hoy, pues, el enemigo, en lugar de ver las puertas rociadas 
con sangre simbólica, ve brillar en los labios de los fieles, puertas 
de los templos de Cristo, la sangre del verdadero Cordero, huirá 
todavía más lejos.
¿Deseas descubrir aún por otro medio el valor de esta sangre? 
Mira de dónde brotó y cuál sea su fuente. Empezó a brotar de la 
misma cruz y su fuente fue el costado del Señor. Pues muerto ya el 
Señor, dice el Evangelio, uno de los soldados se acercó con la 
lanza y le traspasó el costado, y al punto salió agua y sangre: agua, 
como símbolo del bautismo; sangre, como figura de la eucaristía. El 
soldado le traspasó el costado, abrió una brecha en el muro del 
templo santo, y yo encuentro el tesoro escondido y me alegro con 
la riqueza hallada. Esto fue lo que ocurrió con el cordero: los judíos 
sacrificaron el cordero, recibo el fruto del sacrificio.
Del costado salió sangre y agua. No quiero, amable oyente, que 
pases con indiferencia ante tan gran misterio pues me falta 
explicarte aún otra interpretación mística. He dicho que esta agua y 
esta sangre eran símbolos bautismo y de la eucaristía. Pues bien, 
con estos dos sacramentos se edifica la Iglesia: con el agua de la 
regeneración y con la renovación del Espíritu Santo, es decir, con 
el bautismo y la eucaristía, que han brotado ambas del costado. Del 
costado de Jesús se formó, pues, la Iglesia, como del costado de 
Adán fue formada Eva.
Por esta misma razón, afirma san Pablo: Somos miembros de su 
cuerpo, formados de sus huesos, aludiendo ello al costado de 
Cristo. Pues del mismo modo que hizo a la mujer del costado de 
Adán, de igual manera Jesucristo nos dio el agua y la sangre salida 
de su costado para edificar la Iglesia. Y de la misma manera que 
entonces Dios tomó la costilla de Adán, mientras éste dormía así 
también nos dio el agua y la sangre después que Cristo hubo 
muerto.
Mirad de qué manera Cristo se ha unido a su esposa, considerad 
con qué alimento la nutre. Con un mismo alimento hemos nacido y 
nos alimentamos. De la misma manera que la mujer se siente 
impulsada por su misma naturaleza a alimentar con su propia 
sangre y con leche a aquel a quien ha dado a luz, así también 
Cristo alimenta siempre con su sangre a aquellos a quienes él 
mismo ha hecho renacer.