32 HOMILÍAS PARA EL DOMINGO V DE PASCUA
11-20


11.

LA SEÑAL

como yo os he amado

Pocas veces se habrá hablado tanto del amor y se habrá falseado al mismo tiempo tanto su contenido más hondo y humano.

Hay revistas de amor, canciones de amor, películas de amor, citas de amor, cartas de amor, técnicas para «hacer el amor»... Pero, ¿qué es el amor? ¿cómo se vive y se alimenta el amor?

Cualquier observador sereno de nuestra sociedad sabe que tantas cosas a las que se llama hoy «amor» no son en realidad sino otras tantas formas de desintegrar el verdadero amor.

Hay quienes llaman amor al contacto fugaz y trivial de dos personas que se «disfrutan» mutuamente vacías de ternura, afecto y mutua entrega.

Para otros, amor no es sino una hábil manera de someter a otro a sus intereses ocultos y sus satisfacciones egoístas.

No pocos creen vivir el amor cuando sólo buscan en realidad un refugio y un remedio para una sensación de soledad que, de otro modo, les resultaría insoportable. Bastantes creen encontrar el amor en una relación satisfactoria donde la mutua tolerancia y el intercambio de satisfacciones los une frente a un mundo hostil y amenazador. Pero en esta sociedad donde se corre con frecuencia tras ese ideal descrito por A. Huxley del hombre bien alimentado, bien vestido, sexualmente satisfecho y con posibilidad de divertirse intensamente, son ya bastante los que experimentan la verdad de la fina observación de A. Saint-Exupéry: «Los hombres compran cosas hechas a los mercaderes. Pero, como no existen mercaderes de amigos, los hombres ya no tienen amigos». En en esta sociedad donde los creyentes hemos de escuchar la actualidad de las palabras de Jesús: «Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros como yo os he amado. La señal por la que conocerán que sois discípulos míos, será que os amáis unos a otros».

Los cristianos estamos llamados a distinguirnos no por un saber particular, por una doctrina ni por la observancia de unos ritos o unas leyes. Nuestra verdadera identidad y distintivo se basa en nuestro modo de amar.

Se nos tiene que conocer por nuestro estilo de amar que tiene como criterio y punto de referencia el modo de amar de Jesús.

Un amor, por tanto, desinteresado, que sabe acoger y ponerse al servicio del otro, sin límites ni discriminaciones. Un amor que sabe afirmar la vida, el crecimiento, la libertad y la felicidad de los demás.

Esta es la tarea gozosa del creyente en esta sociedad donde se falsifica tanto el amor. Desarrollar nuestra capacidad de amar siguiendo el estilo de Jesús. El que se adentre por este camino descubrirá que sólo el amor hace que la vida merezca ser vivida y que sólo desde el verdadero amor es posible experimentar la gran alegría de vivir.

JOSE ANTONIO PAGOLA
BUENAS NOTICIAS
NAVARRA 1985.Pág. 291 s.


12.

1. «Me queda poco de estar con vosotros».

El evangelio de hoy anuncia ya la ascensión del Señor, el tiempo en el que Jesús ya no estará presente visiblemente en su Iglesia. Pero Jesús enseña ya a sus discípulos cómo deberán comportarse entonces para que él permanezca a su lado de un modo invisible, pero eficaz y vivo. Esta enseñanza es tan breve como clara: «Que os améis unos a otros como yo os he amado». Es lo que Jesús llama «un mandamiento nuevo», porque aunque en el Antiguo Testamento había muchos mandamientos, éste aún no podía haber sido formulado porque Jesús todavía no se había presentado como modelo del amor al prójimo. Ahora basta con mirarle a él para conocer y guardar el único mandamiento que nos da y que vale por todos. Ciertamente este mandamiento exige todo de nosotros: al igual que Jesús da su vida por nosotros, sus amigos, así también nosotros debemos poner toda nuestra vida al servicio del prójimo, que debe ser nuestro amigo. Pero este mandamiento nuevo y que vale por todos es también, como quintaesencia del cristianismo, el que le garantiza su permanencia: ésta será «la señal por la que conocerán que sois discípulos míos». Esta y solamente ésta. Ninguna otra peculiaridad de la Iglesia puede convencer al mundo de la verdad y de la necesidad de la persona y de la doctrina de Cristo. El amor vivido y repartido por los cristianos será la demostración de todas las doctrinas, de todos los dogmas y de todas las normas morales de la Iglesia de Cristo.

2. «Hay que pasar mucho».

La primera lectura muestra que precisamente es este mandamiento nuevo de Jesús el que hace que la Iglesia que predica el evangelio tenga que «pasar mucho». Los hombres no están preparados para esto: porque buscan por lo general su propio interés espiritual o material, conocen ciertamente también algo que se asemeja al amor, pero que en la mayoría de los casos lleva en sí la marca del egoísmo y por eso mismo está rodeado de limitaciones y reservas. Pablo había tenido ocasión de constatarlo, en el viaje apostólico del que acaba de regresar, especialmente entre los judíos, que, para mantener sus fronteras, le habían cerrado la puerta. A su regreso puede contar que, por el contrario, «Dios había abierto a los gentiles la puerta de la fe». La apertura de la puerta, la renuncia a la delimitación del amor, se describe aquí como una acción de la gracia divina, sin la que el hombre no tiene ninguna posibilidad de superar su limitación. Pero debe salir realmente de sí mismo a través de la puerta abierta para él.

3. «Acamparé entre ellos».

La segunda lectura muestra cómo el mandamiento nuevo que el Señor nos dejó produce su efecto allí donde un día determinará nuestra existencia. Si en el evangelio el amor mutuo es el testamento del Señor, al que le queda ya poco de estar con sus discípulos, y que mediante el amor permanece en su Iglesia de forma invisible, esta presencia se hace ahora visible. La ciudad santa, que desciende del cielo a la tierra, no es más que la manifestación visible de este eterno estar de Dios con el hombre: «Esta es la morada de Dios con los hombres». Los hombres no realizarán jamás por sí mismos esta convivencia, nunca conseguirán el paraíso en la tierra. Al igual que el amor desinteresado es ya un regalo que Dios nos hace, así también la manifestación definitiva de este amor mostrará que Dios y el hombre están unidos en él, del mismo modo que ya en Cristo la divinidad y la humanidad formaban una unidad, como él demostró con su amor: «Como yo os he amado».

HANS URS von BALTHASAR
LUZ DE LA PALABRA
Comentarios a las lecturas dominicales A-B-C
Ediciones ENCUENTRO.MADRID-1994.Pág. 246 ss.


13. A/DIFICIL:

El discípulo amado

Uno de los autores que más ha escrito sobre la verdad del hombre y del mundo actual es, sin duda, Erich Fromm. Hablando del amor, esa palabra que llena tantas páginas en la vida del hombre, decía: «La gente capaz de amar, en el sistema actual, constituye por fuerza la excepción; el amor es inevitablemente un fenómeno marginal en la sociedad occidental contemporánea». Precisamente la expresión «amar», junto a la de «glorificar», es central en el breve texto evangélico de hoy, en el que Jesús nos dice en su discurso de despedida en la última Cena que «la señal por la que conocerán que sois discípulos míos será que os amáis unos a otros».

En este recorrido por las figuras de la resurrección del Señor que estamos haciendo durante estos domingos de pascua, hoy podemos centrarnos en el «discípulo amado», a quien se atribuye, tanto el cuarto evangelio como el libro del Apocalipsis, de los que hemos escuchado hoy fragmentos.

Juan, junto con su hermano Santiago. «los hijos de Zebedeo», tienen un papel importante en los evangelios. La tradición de la Iglesia ha identificado a Juan con uno de los dos discípulos del Bautista que siguieron a Jesús y se quedaron con él en aquellas inolvidables «cuatro de la tarde», que aún recuerda Juan en su ancianidad.

Después se nos contará cómo sigue a Jesús con su hermano Santiago, el patrono de España, dejando las redes y a su padre Zebedeo. Los dos hermanos, junto con Pedro, serán especiales testigos de algunos hechos excepcionales de la vida de Jesús, como la transfiguración, la resurrección de la hija de Jairo y la agonía del maestro en el huerto de Getsemaní. En la última Cena parece ser Juan el discípulo amado que reclina confiadamente la cabeza sobre el pecho del maestro. Como los otros discípulos, abandona a su Señor al ser apresado, aunque después el cuarto evangelio le presenta junto a María y el grupo de mujeres al pie de la cruz de Jesús.

En los relatos conservados de la resurrección, tiene un puesto muy importante: no sólo está presente en las apariciones a los once, sino que corre con Pedro al sepulcro, y al ver las vendas esparcidas por el suelo, «vio y creyó». En el episodio de la pesca milagrosa, que escuchamos hace dos semanas, es el que reconoce a Jesús en ese desconocido que les espera junto a la orilla: «¡Es el Señor!».

El primer testimonio de que Juan es el autor del cuarto evangelio procede de Ireneo de Lyon, hacia el 180. También una antigua tradición le atribuye la autoría de tres cartas y del libro del Apocalipsis. Su evangelio es el más distante cronológicamente a la vida de Jesús, el más cargado de simbolismos y reflexiones teológicas. El mismo dirá que los hechos que relata están escritos no de forma aséptica y descomprometida sino «para que creáis». De forma muy sumaria. podemos subrayar dos rasgos de este evangelio: en primer lugar es el que más insiste en la palabra "amor", como señal y distintivo del cristiano, convirtiendo el precepto del amor en «el mandamiento», que sintetiza el mensaje del maestro.

CZ/GLORIFICACION: Un segundo rasgo muy importante del evangelio de Juan es que ve y relata la pasión de Jesús desde la perspectiva de la resurrección e iluminada por esta. Para Juan, la pasión es una auténtica glorificación de Jesús: en este punto es importante subrayar que el término «glorificar», que aparece cinco veces seguidas en el breve relato de hoy, tiene también el sentido de «manifestar a Jesús tal como él es». Así se entiende mejor el texto de hoy: Jesús pide al Padre que en su pasión se manifieste tal como él es y, al mismo tiempo, que manifieste al Padre tal como este es. Con cierta frecuencia, las representaciones pictóricas han dado a la figura de Juan no sólo un aspecto juvenil, sino también un tanto acaramelado. Sin embargo estas representaciones olvidan que él, junto con su hermano, recibieron, de labios del mismo Jesús, el sobrenombre de «Boanerges», los hijos del trueno. Y que, además, hay otros pasajes evangélicos que nos muestran una imagen menos idealizada del «discípulo amado». Junto con Santiago, pide a Jesús que se envíe fuego del cielo contra las ciudades de Samaría que no quieren convertirse. Y, siempre con su hermano, cae en algo tan actual como el tráfico de influencias, cuando piden a Jesús ocupar los primeros puestos en su Reino -aunque Mateo pone esta petición en labios de su madre-. Finalmente, él sólo, sin su inseparable hermano, es el que se muestra exclusivista y molesto porque hay otros, que no pertenecen al grupo de Jesús y que expulsan demonios en su nombre.

Todo ello nos lleva a cuestionar esa imagen angélica de Juan: debía ser también un hombre de carácter, apasionado, nacionalista, «hijo del trueno». No podemos olvidar que al final es el único discípulo que aparece junto a la cruz, cuando Pedro seguía llorando después de sus bravuconadas y Simón se escondía, a pesar de haber sido un revolucionario zelota.

¿Qué nos puede decir hoy Juan, como figura de la resurrección? Se ha subrayado que, en el episodio de la pesca milagrosa en el mar de Galilea, fue Juan el que tuvo los ojos limpios para saber descubrir que Jesús era aquel desconocido que esperaba a los pescadores a la orilla del lago. El evangelio no dice nada de que Juan no estuviese casado -como parece que lo estaban los otros discípulos- ni tampoco ofrece fundamento para pensar que la virginidad sea mejor camino para reconocer al maestro que la vida matrimonial. Es gratuito afirmar que, cuando entra en el sepulcro vacío después de correr con Pedro, fuese su virginidad la que le llevase a la fe en la resurrección: «Vio y creyó». No sabemos qué llevó a Juan a creer en la resurrección antes que Pedro o a reconocer al Señor en el lago. Pero hay una palabra y una vivencia, la del amor, que es la que más pone en camino para afirmar que Jesús sigue viviendo más allá de la muerte; que bien podría ser que se estuviese ya abriendo en él esa convicción que luego iba a plasmar en su evangelio: que la vivencia del amor es camino privilegiado para poder afirmar que el amor es más fuerte que la muerte, que el Resucitado sigue viviendo más allá de su muerte. Yo no sé si el amor es un fenómeno tan marginal en la sociedad occidental como afirmaba Fromm, porque uno está convencido de que muchas personas anónimas escriben todos los días páginas admirables de amor que pasan desapercibidas. Pero ciertamente los cristianos nos tenemos que preguntar hasta qué punto el amor es la señal de nuestra fe, hasta qué punto comprendemos que el camino del amor es también camino para la fe, camino para afirmar que Jesús vive y ha resucitado para mí. ¿De qué nos vale nuestra ortodoxa fe en la resurrección si esa fe no nos empuja a vivir en el amor, a hacer realidad «el mandamiento» que nos recuerda machaconamente el que había sido hijo del trueno y es ahora hijo del amor y de la ternura: «Amaos unos a otros»?

«Yo, Juan, vi un cielo nuevo y una tierra nueva»: nos lo decía hoy el texto del Apocalipsis. Juan se refiere al reino definitivo de Dios en el que ya no habrá llanto, ni luto, ni lágrimas, ni dolor, porque nuestro viejo mundo, donde el amor es quizá excepción y marginal, ya ha pasado, y el mar de nuestros egoísmos ya no existe. Es el cielo nuevo y la nueva tierra que construyen aquellos que han convertido el amor en señal y distintivo de su condición cristiana. ¡Cuántas veces necesitamos el testimonio de otros hermanos nuestros, que viven sacrificadamente la verdad del amor, para poder gritar, como Juan: «¡Es el Señor!».

Una estrofa de un canto de resurrección dice así: «Que si hoy nos queremos es porque él resucitó». Ese es el cielo nuevo y la nueva tierra que Juan quería construir desde el distintivo y la señal del amor. Nos sobran demasiados «hijos del trueno», demasiados aspirantes a los primeros puestos y a pedir que descienda fuego del cielo contra los otros. Lo que nos hacen falta son hombres y mujeres que vivan la bella y sacrificada realidad del amor.

JAVIER GAFO
DIOS A LA VISTA
Homilías ciclo C
Madris 1994.Pág. 162 ss.


14.

-Andando el camino pascual

Estamos celebrando la Pascua, estamos viviendo la Salvación de Jesucristo, estamos alimentando nuestra fiesta y nuestra vida con las lecturas de aquellos primeros hechos de los apóstoles (que eran fundacionales para la Iglesia) y de aquel hecho de la irrupción de Jesucristo en nuestra historia (que fue, y sigue siendo, una transformación radical para toda la humanidad).

-Los apóstoles organizan la Iglesia

En la primera lectura contemplamos a Pablo y Bernabé recorriendo centenares de kilómetros en unas condiciones que hoy diríamos precarias. Habían experimentado el nuevo sentido de sus vidas y no podían guardárselo para ellos. Así los vemos confortar a los convertidos, sobre todo a los más noveles: de tal modo que les presentaban la llegada del Reino como perspectiva de su fidelidad y les pedían perseverancia en las tribulaciones. Mientras ordenaban presbíteros y organizaban las comunidades, lanzados a una actividad apostólica generosa de la cual dan razón a la propia comunidad.

Nos podríamos preguntar: ¿A qué responde este trabajo decidido y constante? ¿Quién se ha apoderado de sus vidas que les da tanta fecundidad?

-Su fuerza y su fecundidad

La respuesta está en el evangelio que acabamos de proclamar -y que durante estos tres últimos domingos del tiempo pascual está tomado de los discursos de Jesús en la última cena-. La respuesta es el amor a los hermanos, con aquella frescura y aquella grandeza del mismo amor con que Jesús nos ha amado.

Durante la última cena -la «santa cena»- al irse Judas empieza la «hora» de la redención. El ambiente es el de la máxima intimidad con el Maestro, el cual como testamento y revelación, como paso previo hacia la glorificación pascual, como despedida de los amigos que tanto ha amado, les da el mandamiento nuevo y absoluto, el último y definitivo, que no pide otro: «Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros». ¿La medida de este amor? Tal como el mismo Jesús nos ha amado. Esta es la razón y la medida absoluta que en lo sucesivo identificará a sus discípulos.

-Todo se reduce a amar como Jesucristo

La contemplación de Jesucristo glorificado lleva a amar como entrega, como consagración total y definitiva. Esta actividad es la que salva, pero no por nuestra fuerza voluntarista, sino por la fe en aquel que ha sido entronizado en la gloria de Dios. San Juan, en la segunda lectura, nos indica quién es ese que enjugará las lágrimas de nuestros ojos, es el mismo Dios que está con nosotros, es el que hará que las cosas de antes pasen -muerte, luto, llanto, dolor-, es el que hará que todo sea nuevo: Jesucristo, el que posee la gloria del Padre.

Amar, pues, según el mandamiento nuevo de Jesucristo, significa administrar el pan a quien no tiene; significa administrar el pan que alimenta el cuerpo, pero también el que alimenta la fe. Amar significa amor entre los hermanos, los discípulos de Jesús; significa amor a los de fuera e incluso a los enemigos -cada uno de nosotros podría decir hasta dónde llegan las fronteras de su gente-. Amar significa llevar el amor hasta los límites a los que Jesús lo llevó, internándose en campo contrario en solitario y con valentía; significa ser signo creíble de la Iglesia de Jesucristo -como lo fueron Pablo y Bernabé para su generación-. Amar significa gozar desde ahora del gozo pascual de quien vive el Evangelio de nuestro Señor Jesucristo, y está impregnado de él, en él cimienta su vida y en él se inspira para servir y darse a los demás. Amén.

P. FARRIOL
MISA DOMINICAL 1995, 7


15.

SEÑALES DE IDENTIDAD

Todo hombre, en algún momento fuerte de su vida, reflexiona seriamente sobre cuál es su identidad, su razón de ser, su verdad. La búsqueda de la propia identidad origina siempre movimientos de renovación y profundización. Buscar algo supone, es algo similar a recuperar algo que se ha perdido. Los cristianos también andamos preocupados por nuestra identidad cristiana. Surgen a menudo congresos, asambleas, seminarios que intentan dar una respuesta a nuestras preocupaciones de cristianos comprometidos, a lo que constituye el ser y la esencia del ser cristiano. ¿Cuál es la auténtica identidad cristiana? ¿Dónde está la barrera de lo cristiano y lo no cristiano?

El hombre cristiano vive, lucha y ama porque se siente hermano del hombre de tal manera y con tal fuerza que esta fraternidad dimana de la universal paternidad de Dios. Un cristiano que se desengancha del Amor, de la fraternidad, está perdiendo a chorros su identidad cristiana. La liturgia de este domingo nos trae la respuesta de los labios del mismo Jesús: «Esta es la señal del cristiano: que os améis». Los cristianos no necesitamos campañas de imagen. Más allá de las campañas de imagen. Al corazón del hombre solamente se llega a través de una imagen no comercializable: la verdad del Amor.

El Dios de Jesús tiene otro rostro: EL ROSTRO DEL AMOR. El amor fraterno es el verdadero "test" para verificar la autenticidad de un cristiano, de una comunidad que quiera ser la comunidad de Jesús. La imagen, la señal, la estrella, la identidad está en el mismo corazón del hombre que cada mañana apuesta fuerte por el amor. Olvidar el amor es perderse, es entrar por caminos no cristianos, es deformarlo todo y desvirtuar al cristianismo desde su raíz. Sólo hay una forma de profundizar en nuestra identidad cristiana: El Amor.

La Pascua ya va llegando a su final. La explosión de vida del Resucitado recorre hasta las últimas puntas de las cosas. El misterio de la Pascua ilumina toda nuestra existencia cristiana en una permanente recreación y renovación. La Iglesia, en estos domingos anteriores a la Ascensión, nos propone a los creyentes y a las comunidades nacidas de la fe en la Resurrección, sus últimas palabras, su testamento, en el que se condensan sus enseñanzas fundamentales. El corazón mismo de la fe cristiana. La Pascua nos lleva a la esencia misma del mensaje de Jesús. El amor de Jesús que ha traspasado mares, montañas y caminos para fundirse en las terminales del cielo, un cielo adelantado al aquí y al ahora mediante la transformación de las realidades humanas. Hoy parece como si todas las cosas traspasadas por la realidad transformadora de la Pascua tuvieran una nueva dimensión.

El amor es la gran realidad de la Pascua. El amor es una palabra de Pascua, como una nueva y gozosa realidad de cada día para llevar al hombre desde la libertad hacia su plenitud. Los sueños y las búsquedas de otros mares y otros cielos, que se hacen realidad desde la transformación pequeña, lenta y continuada del amor de cada día. Cuando se vive el amor con el trasfondo de la Resurrección se afirman más las realidades humanas, y las propias deficiencias y limitaciones se abren en un grito de gozosa esperanza. El cristiano es el hombre que está firmemente comprometido en el amor de Jesús, con la conciencia de que está actuando en el mundo como una fuerza de radical transformación.

En el amor radica la originalidad del cristianismo y el amor es lo que le confiere al cristiano su identidad. Con la muerte y resurrección de Cristo se ha inaugurado una nueva etapa de la humanidad: el reencuentro de todos los hombres en el amor de Jesús. Dios manifiesta totalmente su amor a los hombres y estos lo manifiestan en el servicio a sus hermanos.

Más cerca del amor como actitud y como forma de vida. El amor cristiano es un comportamiento activo y creador que toma en serio las necesidades del hermano y se atreve a hacer por él todo lo que sea necesario para ayudarle a vivir, como verdadero hombre. Son las necesidades de nuestros hermanos las que nos indicarán las actitudes que debemos adoptar en cada situación.

Vivir en el amor es apostar por la Pascua. El amor hecho realidad en el día a día es una fuerza transformadora de resurrección. El amor de cada día es una permanente flor de Pascua.

FELIPE BORAU
DABAR 1995, 29


16.UNO DE LOS NUESTROS

¿En qué quedamos, Señor: te vas a quedar? Tú habías dicho con toda solemnidad: «Yo estaré con vosotros todos los días hasta el final de los tiempos». Y, de pronto, en el evangelio de hoy, jugando un poco a logomaquias, y después de decir que «Dios va a glorificar a su hijo», al mismo tiempo que «el Padre va a ser glorificado en El», añades: «Hijos míos, me queda poco de estar con vosotros». Lo repito: «¿Te vas o te quedas?»

-Porque verás: mal que bien, entendemos que Dios está aquí y allá en toda «la Creación», en todo el devenir del cosmos, en todo el desarrollo de la historia. Aunque sea memorísticamente, en nuestros libros estudiantiles aprendimos que Dios está en el universo «por esencia, por presencia y por potencia». Sin ser Juan de la Cruz, uno ha comprobado que «mil gracias derramando, pasó por estos sotos con presura, y, yéndolos mirando, vestidos los dejó de su hermosura». Y constantemente uno recita el salmo: «Los cielos proclaman la gloria de Dios y el universo la obra de sus manos».

-Creo también en tu presencia real «en la eucaristía». Me arrodillo ante el sagrario y, cuando entro en el templo, me digo: «Esta es la morada de Dios entre los hombres». A los niños que mañana van a hacer su primera comunión les hemos inculcado muy tenazmente que Tú estás presente en esa forma blanca que van a recibir. Y, cada día, cuando celebro la eucaristía, procuro centrarme bien al coger el pan entre mis manos, porque sé que, ante las cuatro palabras misteriosas, Tú estarás allí: «Dios está aquí».

-Pero hay otra presencia tuya que, hoy, tus palabras me inculcan de una manera inequívoca: «Os doy un mandamiento: que os améis unos a otros como yo os he amado. En eso conocerán que sois mis discípulos». O, con otras palabras: «Aunque te vas, te quedas». Te quedas «en los otros». En «ellos» te hemos de encontrar. Por eso aclaraste: «Cualquier cosa que les hagáis, a mí me la hacéis».

Esa es la presencia tuya que hoy nos predicas. Ese es el ejercicio visual y operativo al que ya, para siempre, me sometes. Tendré que ajustar bien las «niñas de mis ojos» hacia cada próximo mío. Tendré que centrar bien la imagen de cada uno de los seres con quienes convivo, hasta que desaparezcan de ellos las posibles sombras, las insignificantes «motas», hasta conseguir ver en ellos, nítidamente, tu imagen. Habré de graduar a cada paso y con mucho esmero los ojos de mi corazón, eliminando fobias. Hasta conseguir «adivinarte» en todos: en el amigo y en el enemigo, en mis vecinos y conocidos. Incluso, en los que, «sin figura atrayente», me vaya encontrando a lo largo del camino.

Cuentan que a algunos hombres les hiciste esa merced. Cuando estaban realizando algún meritorio acto de amor en favor de algún desgraciado, dejaste traslucir tu «rostro resplandeciente» en la cara de aquel enfermo. Algo así le pasó a San Juan de Dios, cuando lavaba los pies llagados y sucios de un enfermo. Algo así le ocurrió igualmente a San Cristóbal, cuando se puso a llevar a un niño sobre sus hombros para que atravesara al otro lado de un río. Algo así...

Está claro, Señor. Aunque digas que «te vas», es una manera de hablar. Aunque nos soliviantes diciendo: «me queda poco para estar con vosotros», la verdad es que no te irás nunca. Tú te has hecho, ya para siempre, uno de los nuestros.

ELVIRA-1.Págs. 220 s.


17.

Frase evangélica: «Os doy un mandamiento nuevo»

Tema de predicación: EL AMOR MUTUO

1. El estatuto fundamental de la nueva comunidad cristiana que sustituye al de Moisés y su alianza, es el mandamiento nuevo de la caridad. Es nuevo (amar como amó Jesús) frente a los preceptos antiguos (amar «como a sí mismo»); es mandamiento personalizado desde dentro (somos hijos de Dios), no precepto impuesto desde fuera (no somos esclavos); es constitución de la comunidad cristiana en el mundo, su norma de conducta y su criterio de identidad (amando al hermano se ama a Dios).

2. El amor de Cristo es más fuerte que la muerte: es servicio hasta dar la vida (lavatorio de pies); es más fuerte que el odio, porque ama al enemigo (traición de Judas). El evangelio de este domingo empieza con el recuerdo de la traición de Judas, quien decide que muera Jesús; por eso sale fuera de la comunidad, es decir, sale de noche, se pasa al enemigo, deja el amor y acepta el odio. Jesús respeta su decisión, no coacciona su libertad, le ofrece su amistad. En resumen, el amor de Cristo -el amor cristiano- respeta la libertad, no conoce límites, incluye al enemigo y excluye toda violencia. Quien vive en el amor vive en la gloria. La gloria, en el evangelio de Juan, es doble: la que corresponde al amor de Dios al hombre y la que expresa el amor de Jesús a Dios.

3. El gran mandamiento del amor a Dios va unido en el evangelio al mandamiento del amor al prójimo; el segundo mandamiento es un signo del primero. «Prójimo», en la Biblia, es sinónimo de «hermano», con el que se tiene una relación amistosa o amorosa. Pero la proximidad del prójimo no es sólo física, sino de justicia y caridad. «Prójimo» es, en el evangelio, el hermano desvalido al que se ayuda. Por eso, quien cumple con el amor del prójimo cumple con toda la ley. Jesús promulga el nuevo mandamiento en sustitución del de Moisés: no se trata de amar como se ama uno a sí mismo, sino como nos ama Cristo.

REFLEXIÓN CRISTIANA:

¿Cuándo hacemos realidad el mandamiento nuevo?

¿Qué reacción nos produce comprobar que hay personas que cumplen con el mandamiento nuevo?

CASIANO FLORISTAN
DE DOMINGO A DOMINGO
EL EVANGELIO EN LOS TRES CICLOS LITURGICOS
SAL TERRAE.SANTANDER 1993.Pág. 270 s.


18.

1, PROSEGUIMOS LA CELEBRACIÓN DE LA PASCUA

En las misas de estos domingos, ante todo, con la ornamentación, la música, las moniciones, hay que mantener el tono vibrante de la alegría pascual. El quinto domingo nos subraya especialmente la vertiente de la glorificación de Jesús y de la vida nueva, que tiene su inicio en el Señor victorioso del pecado y de la muerte y que somos llamados a compartir mientras todavía estamos en esta tierra. Son dos temas verdaderamente pascuales que nos hacen ser conscientes de nuestra participación en el triunfo del Resucitado. La glorificación de Jesús será el tema principal de la fiesta de la Ascensión.

2. EL MANDAMIENTO NUEVO

La celebración de la Pascua anual debe inculcarnos a fondo la convicción de que "hemos resucitado con Cristo". Ésta es la única manera de celebrar la Pascua como verdaderos creyentes en Cristo: compartir su nueva vida, habiendo vencido la muerte; habiendo crucificado al hombre viejo con Cristo para participar de su resurrección. Por la fe y el bautismo hemos sido hechos miembros del segundo Adán, el hombre nuevo. Ya desde ahora vivimos la vida del Resucitado, que se ha de reflejar en nuestro comportamiento cotidiano.

Es desde esta perspectiva que en el quinto domingo de Pascua, guiados por la palabra evangélica de Jesús, el Señor, tenemos que escuchar, tenemos que acoger, tenemos que predicar y tenemos que practicar el mandamiento nuevo: que os améis unos a otros, como yo os he amado.

Sabemos cómo nos ha amado Jesús, hasta el extremo, hasta dar la vida; muriendo por aquellos que amaba. Éste es el núcleo y el mensaje de la Pascua: Jesús pasó de la muerte a la vida nueva dando la vida por los hermanos. Igualmente a imitación de Cristo, su discípulo sabe que ha pasado de la muerte a la vida si ama a los hermanos: "Quien no ama, continúa muerto" (1 Jn 3,14).

Desde esta visión pascual tenemos que predicar hoy otra vez el mandamiento nuevo. Amar a los hermanos es compartir desde ahora la vida nueva, la glorificación de Jesús. Amar a los demás tal como Jesús nos ha amado significa formar parte ya, mientras dura el peregrinaje por este mundo de pecado y muerte, del nuevo Reino de Dios, abierto por la Pascua del Señor. Este Reino no tiene otro mandamiento que el del amor.

3. LA NUEVA JERUSALÉN

En la segunda lectura, contemplamos la desaparición del mundo viejo, "el primer cielo y la primera tierra", el mar tenebroso de la muerte; todo lo viejo ha dejado paso al "cielo nuevo y la tierra nueva". Entonces baja del cielo la nueva Jerusalén, la morada donde Dios se encontrará con los hombres. El Dios que está con nosotros, Emmanuel, acampa en medio del pueblo que ha entrado en la vida nueva. Todo es nuevo. La muerte, que es el odio, que es la cerrazón egoísta ante el hermano, especialmente el que sufre, ha sido engullida, vencida para siempre por el amor de aquél que ha dado la vida por los demás, por todos. Quien, por la fe y el bautismo, forma una sola cosa con el Vencedor del pecado y de la muerte, ha de vivir amando; ya desde ahora vive por el amor fraterno en la nueva Jerusalén, en la ciudad nueva, donde Dios convive con los hombres.

La comunidad de los que han pasado de la muerte a la vida porque, como Cristo, aman a los hermanos, hace que la vida terrena, la ciudad antigua donde domina el enfrentamiento del egoísmo, del odio, comience a florecer la semilla de la ciudad nueva. Los cristianos somos llamados a transformar las relaciones humanas de la sociedad en la que vivimos con el ofrecimiento del amor sin límites, un amor entregado y sacrificado como el de Jesús. Aportando el ideal y la vivencia del amor fraterno, del mandamiento nuevo, haremos que comience ya a bajar en nuestra tierra la ciudad nueva, la del cielo, la Esposa amada: la humanidad redimida. Si vivimos amando, hagamos que el cielo baje a la tierra.

4. MANTENERSE FIEL A LA FE, A PESAR DE LAS TRIBULACIONES

La contemplación del cielo, que hoy nos ha abierto el libro del Apocalipsis, no nos ha de crear la ilusión de que ya estamos en él: hay que poner los pies sobre la tierra. La fe cristiana empuja al creyente, comprometido en la edificación de la ciudad donde habita, a una labor que ha de ir cumpliendo en medio de muchas tribulaciones. El discípulo de Cristo sabe que lleva a cabo esta tarea con la gracia de Dios, apoyado en la ayuda del que, de verdad, establece su Reino en nuestro mundo: lo establece él junto con nosotros, ya que siempre cuenta con nuestra colaboración. Lo sabían perfectamente los apóstoles que no paraban de anunciar la palabra, de establecer comunidades, de ordenar presbíteros -dirigentes y responsables de éstas-, de abrir a todos las puertas de la fe, a pesar de las tribulaciones que hay que pasar para entrar en el Reino de Dios.

P. LLABRÉS
MISA DOMINICAL 1998, 7, 11-12


19.

-¿Un cielo nuevo y una tierra nueva?

En más de una ocasión hemos tildado de soñadores a los que hacen afirmaciones parecidas a la de "Juan", quien en el libro del Apocalipsis nos ha dicho que "vi un cielo nuevo y una tierra nueva". Nos parece utópico, y más si añadimos lo que se afirma después sobre ese lugar en que "ya no habrá muerte, ni luto, ni llanto, ni dolor".

Por supuesto es muy importante tener los pies en el suelo y ser realistas. Saber en qué mundo vivimos y qué realidad nos rodea. Y ser conscientes de que eso no se cambia de la noche a la mañana. Pero para los que somos cristianos, no es menos importante tener puesta la mirada, también, en aquel que nos ha dicho, en la misma lectura del Apocalipsis: "Todo lo hago nuevo".

¿Acaso pensamos que Jesús era un soñador? ¿No es creíble la esperanza de Jesús, el proyecto de quien se lo jugó todo anunciando la llegada del Reino de Dios? Demasiado a menudo los que nos llamamos cristianos hemos pensado, e incluso hemos afirmado, que el mensaje de Jesús es muy bonito pero imposible de llevar a cabo. O, a lo máximo, hemos creído o hemos dicho que afecta a la otra vida. Quizás por eso nos pasa tanto aquello que ya Jesús criticaba en los fariseos: "Dicen y no hacen". Y nosotros hemos asistido a la misa pero sin el convencimiento de que después debemos llevar a la práctica lo que hemos celebrado. De hecho, muchos asistían a misa, forzados, por miedo al "qué dirán". Y cuando se deja de ir a la iglesia, muchos tienen la cara de afirmar que lo importante es la vida, y no la misa. Cuando de hecho no se había descubierto el valor de la misa porque no se vivía con sentido la vida.

-Lo que Dios había hecho por medio de ellos

Pablo y Bernabé daban testimonio, en la primera lectura, de que Dios actuaba junto a ellos. Esta es la experiencia de mucha gente. Quizás la de muchos de los que aquí estamos, que nos hemos abierto a la fe en Jesucristo quien ya, ahora y aquí, hace crecer el Reino de Dios. Los que se percatan de que Dios actúa por medio de ellos.

Y es que resulta que el cielo nuevo y la tierra nueva no son para después ni pertenecen a otro mundo. Se trata, a la luz del Espíritu que hemos recibido, de plantearlo de otra manera. Se trata de poner en práctica, como Jesús hizo, las cosas que creemos. Y, hemos de reconocerlo, no es posible hacerlo si no estamos dispuestos, como Jesús, como Pablo, como Francisco de Asís, como Oscar Romero ... a vivir de una manera determinada; lo que supone, y ahí está la dificultad, abandonar otro modo de vida. De hacerlo así, el Reino de Dios ya no es una utopía. Quien se deja cambiar por aquel que "todo lo hace nuevo" empieza a comprobar que Dios actúa. Y empieza a ver esa vieja tierra como nueva, creada buena por Dios y en la que puede crecer el Reino.

-El amor que nos tenemos hace creíble la fe que decimos tener

El "mandamiento nuevo" que Jesús nos da en el evangelio de hoy es, al fin y al cabo, la clave de la renovación que él realiza. Sólo el amor es en verdad fuerza renovadora. Quien ha recibido amor, sabrá darlo. Cuando somos amados, algo nuevo nace en nuestro interior.

La definición del discípulo de Jesús, del cristiano, es ésta: el que ama como él ha sido amado. El que cree, por tanto, que Dios le ama a él y a todos y, ya que lo cree, lo vive, se sabe amado, y lo comunica a su vez amando a los demás. Y Jesús nos interpela. Nos hace caer en la cuenta de que no nos podemos llamar Iglesia, comunidad de sus hermanos y hermanas -creyentes, por tanto-, si no nos amamos, si nos cuesta darnos la paz antes de comulgar, si hacemos comentarios desfavorables de los demás, si no buscamos el bien de aquel que no lo merece...

Dejemos, esta semana, que la Buena Nueva que hoy hemos recibido, nos transforme, nos llene de amor y nos haga capaces de amar. Tomemos en serio lo que ahora celebramos, y no lo separemos nunca más de la vida que nos toca vivir.

EQUIPO-MD
MISA DOMINICAL 1998, 7, 15-16


20. EL AMOR MÁS GRANDE

Siendo mañana el V domingo de Pascua, cabría esperar en el Evangelio de la misa una más de las bellas y radiantes apariciones de Cristo glorioso. La hemos ido recorriendo con deleite en los últimos domingos, saboreando así el misterio entrañable de la Resurrección del Señor. ¿Por qué ahora la liturgia pascual gira el botón hacia atrás y recupera en pantalla la noche de la Cena de Jesús y en ella, el Mandamiento nuevo: «Amaos los unos a los otros como yo os he amado»?

Será, quizá, porque fueron tantos y tan sabrosos los mensajes del Jueves Santo (lavatorio de los pies, oración sacerdotal, institución de la Eucaristía, agonía de Getsemaní) que nuestro espíritu, tan reducido y pequeño como nuestro estómago, no alcanzó entonces a digerir suficientemente el Mandamiento del amor. Ahora ya, en la llanura iluminada y serena de los domingos pascuales, volveremos a escuchar mañana, con todas las asambleas eucarísticas de la cristiandad, las palabras testamentarias del Maestro y con esta coletilla: «En esto conocerán que sois mis discípulos, en que os amáis los unos a los otros». ¿Es nuevo verdaderamente el mandamiento cristiano del amor? Reconozcamos que, a simple vista, la práctica del amor al prójimo es tan antigua como el hombre, incluso desde la ferocidad de las cavernas donde seguro que se amaban los padres y los hijos, los hermanos entre sí y otros miembros de las tribus primitivas. Y nos consta que todas las religiones, todas las filosofías de rostro humano de la historia, han hecho bandera siempre del amor a los semejantes.

¿Dónde, Señor, reside entonces, me interrogo, la novedad de tu mandato de amarnos? Una primera respuesta nos la das tú mismo en el texto transcrito: Amaos, como yo os he amado. No basta, pues, simplemente con quererse bien y ya está. Jesús pronunció estas palabras después de lavarles los pies a sus discípulos. Una escena impresionante donde las haya.

Amar al prójimo como Jesús nos amó a nosotros, es ponerse de rodillas delante de la humanidad, como quien pide perdón por haber hecho el bien. Es condimentar el amor con la humildad y con el espíritu de servicio. Amar, como Cristo nos amó, es más, mucho más que eso. Él mismo lo comentó en la Cena: «Nadie tiene amor más grande que el que entrega la vida por sus amigos». Y no sólo por estos; en la misma Santa Cena, al instituir la Eucaristía, ofreció el pan de su cuerpo y el cáliz de su sangre, que al día siguiente en el Calvario, serán entregados «por vosotros y por todos los hombres».

Amaros como Él nos ama, lo había explicado Jesús con meridiana claridad en el Sermón de la Montaña: «Amad a vuestros enemigos y orad por los que os persiguen... Porque si sólo amáis a los que os aman, ¿qué mérito tendréis? ¿No hacen esto los publicanos? (Mt, 5,44 es)... «Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto». ¿Qué más cabe decir? Pues, lo que Cristo a Nicodemo: «Tanto amó Dios al mundo que le dio a su hijo único para que el que crea en Él no perezca, sino que tenga vida eterna». Cada hombre creyente, cada hijo de Dios es un puntillo de luz en la galaxia del amor de Dios, del amor de Cristo, que nos inundan por los cuatro costados. «Dios es amor y el que permanece en el amor, permanece en Dios». ¿Hay quien dé más?

Monseñor ANTONIO MONTERO
ABC/DIARIO SÁBADO 9-5-98 Pág 89

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