SAN AGUSTÍN COMENTA EL EVANGELIO


Jn 21,1-19:
¿Pensáis, acaso, que el Señor no nos hace la misma pregunta a nosotros?

Ved que el Señor, apareciéndose a los discípulos por segunda vez después de la resurrección, somete al apóstol Pedro a un interrogatorio, y obliga a confesarle su amor por triplicado a quien le negó otras tres veces. Cristo resucitó en la carne, y Pedro en el espíritu, pues como Cristo había muerto en su pasión, así Pedro en su negación. Cristo el Señor resucita de entre los muertos, y con su amor resucitó a Pedro. Averiguó el amor de quien lo confesaba, y le encomendó sus ovejas. ¿Qué daba Pedro a Cristo al amarlo? Si Cristo te ama, el provecho es para ti, no para Cristo; y, si amas tú a Cristo, el provecho es también para ti, no para Cristo.

No obstante, queriendo indicar Cristo el Señor dónde han de mostrar los hombres que aman a Cristo, le encomendó sus ovejas. Esto lo dejó bastante claro: -¿Me amas? -Te amo. -Apacienta mis ovejas (Jn 21,15-17). Y así, una, dos y tres veces. Él no respondió otra cosa sino que lo amaba; el Señor sólo le preguntaba por su amor y a quien le respondió afirmativamente no le confió otra cosa que sus ovejas. Amémoslas nosotros, y así amamos a Cristo. Cristo, en efecto, Dios desde siempre, nació como hombre en el tiempo. Como hombre nacido de hombres se apareció a los hombres; en cuanto Dios en el hombre, hizo frecuentes obras maravillosas. Como hombre sufrió muchos males de manos de los hombres; en cuanto Dios en el hombre, resucitó después de la muerte. Como hombre vivió en la tierra durante cuarenta días con los hombres; en cuanto Dios en el hombre, subió a los cielos en su presencia y está sentado a la derecha del Padre.

Todo esto no lo vemos, sino que lo creemos; y se nos ordena amar a Cristo el Señor a quien no vemos. Todos proclamamos y decimos: «Yo amo a Cristo». Si no amas al hermano a quien ves, ¿cómo puedes amar a Dios a quien no ves? Demuestra que tienes amor al pastor amando a las ovejas, pues también las ovejas son miembros del pastor. Para que las ovejas se convirtieran en miembros suyos; fue conducido al sacrificio como una oveja (Is 53,7); para que las ovejas se hiciesen miembros suyos, se dijo de él: He aquí el cordero de Dios que quita el pecado del mundo (Jn 1,29). Pero grande es la fortaleza de este cordero. ¿Quieres conocer cuánta fortaleza mostró poseer? Fue crucificado el cordero y resultó vencido el león. Ved y considerad con cuánto poder rige el mundo Cristo el Señor, si con su muerte venció al diablo.

Amémosle, pues; nada tengamos en mayor aprecio. ¿Pensáis acaso que el Señor no nos hace la misma pregunta a nosotros? ¿Sólo Pedro, y no nosotros, mereció ser sometido a aquel interrogatorio? Cuando se lee esta lectura, cada cristiano sufre el interrogatorio en su corazón. En consecuencia, cuando escuchas al Señor que dice: Pedro, ¿me amas?, piensa en él como en un espejo y mírate. Pues ¿qué era Pedro, sino una figura de la Iglesia? Por tanto, cuando el Señor interrogaba a Pedro, nos interrogaba a nosotros, interrogaba a la Iglesia. Para que advirtáis que Pedro era figura de la Iglesia, recordad aquel texto evangélico: Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no la vencerán; te daré las llaves del reino de los cielos. Es un hombre sólo quien las recibe.

Qué son las llaves del reino de los cielos lo indicó él mismo: Lo que atéis en la tierra quedará atado en el cielo también, y lo que desatéis en la tierra quedará desatado también en el cielo (Mt 16,18-19). Si esto se dijo a un único Pedro, sólo Pedro lo realizó; una vez muerto o partido él, ¿quién ata, quién desata? Me atrevo a decir que estas llaves las tenemos también nosotros. ¿Qué estoy diciendo? ¿Que también nosotros atamos y desatamos? También vosotros atáis y desatáis, pues quien es atado es separado de vuestra compañía, y cuando es separado de vuestra compañía es atado por vosotros. Del mismo modo, cuando se reconcilia, es desatado por vosotros, puesto que también vosotros rogáis a Dios por él.

Todos, pues, amamos a Cristo y somos miembros suyos. Cuando él confía las ovejas a los pastores, el número total de los pastores se reduce al cuerpo del único pastor. Pedro es ciertamente pastor, pastor sin duda; pastor es también Pablo, pastor sin duda; pastor es Juan, Santiago, Andrés; pastores son los restantes apóstoles. Todos los obispos santos son ciertamente pastores, nadie lo duda. ¿Y cómo es cierto eso: Y habrá un solo rebaño y un solo pastor? (Jn 10,16). Si es cierto que habrá un solo rebaño y un solo pastor, todo el número incontable de pastores se reduce al cuerpo del único pastor. Pero en él estáis también vosotros; sois sus miembros. Sus miembros pisoteaba aquel Saulo, primero perseguidor luego predicador, ansioso de matar y de destruir la fe, cuando la cabeza clamaba en favor de sus miembros. Todo su furor fue quebrado con una sola frase. ¿Cuál? Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? (Hch 9,4). ¿Acaso podía Pablo lanzar aunque sólo fuera una piedra al cielo, donde está sentado Jesús? Concedamos que Saulo hubiese estado entre la muchedumbre cuando Jesús pendía del madero. Admitamos que también Saulo hubiese gritado con el gentío: ¡Crucifícalo, crucifícalo! (Lc 23,21); y que se contase entre los que, meneando la cabeza insultándole, decían: Si es Dios, que baje de la cruz (Mt 27,40-42). Admitido todo eso, ¿qué hacía a quien estaba sentado en el cielo? ¿Qué palabra podía dañarle, qué grito, qué madero, qué lanza? Nada se le podía hacer ya, y, no obstante, clamaba: ¿Por qué me persigues? Cuando clamaba ¿Por qué me persigues? estaba indicando que nosotros somos sus miembros.

Así, pues, el amor de Cristo, a quien amamos en vosotros; el amor de Cristo, a quien vosotros amáis también en nosotros en medio de tentaciones, fatigas, sudores, preocupaciones, miserias y gemidos, nos conducirá al lugar donde no hay ninguna fatiga, ninguna miseria, ningún gemido, ningún suspiro, ninguna molestia; donde nadie nace, nadie muere, nadie teme la ira de los poderosos adhiriéndose al rostro del todopoderoso.

Sermón 229 N.