53 HOMILÍAS PARA EL DOMINGO DE RESURRECCIÓN
19-27

19.

«Dinos, María, ¿qué has visto en el camino?»

Una de las piezas maestras del canto gregoriano es, sin duda, la secuencia de la fiesta de hoy: Victimae paschali laudes, «Alabanzas a la víctima pascual». Con anterioridad al concilio de Trento existían numerosas secuencias litúrgicas medievales, un canto que precedía a la proclamación del evangelio. Desde ese Concilio, quedan sólo unas pocas en la liturgia que tienen una gran calidad musical: recordemos, por ejemplo, el famoso Veni Creator del día de Pentecostés, el Stabat Mater del Viernes de Dolores, o el Dies irae de la misa de difuntos.

El texto latino de la secuencia de hoy, que es del siglo Xl, no tiene especial valor, pero incluye un diálogo lleno de lirismo e ingenuidad con María Magdalena. La traducción oficial española lo versifica con dignidad: "¿Qué has visto de camino, María en la mañana?". Y María responde: «A mi Señor glorioso, la tumba abandonada, los ángeles testigos, sudarios y mortaja. ¡Resucitó de veras mi amor y mi esperanza! Venid a Galilea, allí el Señor aguarda; allí veréis los suyos la gloria de la pascua».

María Magdalena, la que los cuatro evangelios presentan al pie de la cruz, es la gran protagonista de las primeras apariciones del Resucitado. Su nombre está recogido por los tres sinópticos dentro del grupo de mujeres que fueron a embalsamar el cuerpo de Jesús y se encontraron con la tumba vacía y el anuncio de que Jesús había resucitado. En el evangelio de Juan, María Magdalena acude sola al sepulcro, lo encuentra vacío y vuelve corriendo a comunicarlo a los discípulos, como hemos escuchado en el relato de hoy. Inmediatamente después continúa con la aparición de Jesús a Magdalena en la que ésta le confunde con el hortelano.

MAGDALENA/QUIEN-FUE: ¿Quién fue María Magdalena? Los datos que tenemos claros son los siguientes: aparece dentro del grupo de mujeres que acompañaban a Jesús y le ayudaban con sus bienes. De María Magdalena dirá Lucas que Jesús había expulsado siete demonios. Y, como indicábamos antes, Magdalena tiene un puesto muy importante, tanto al pie de la cruz, como en las primeras apariciones del Resucitado. Estos son los datos claros sobre María Magdalena procedentes de los evangelios.

Es probable también que hubiese nacido en la población galilea de Magdala. Hay que añadir además que la tradición cristiana ha hecho coincidir a María Magdalena con aquella mujer, pecadora pública, que irrumpe durante la comida de Jesús con el fariseo Simón y a la que se le perdonan sus muchos pecados porque amaba mucho. Y también se la ha hecho coincidir con María, la hermana de Lázaro y Marta. Sería también, por tanto, la que escuchaba a los pies de Jesús mientras su hermana Marta se afanaba en el trabajo doméstico, la que fue testigo de la resurrección de su hermano y, también la que vertió, ante el escándalo de Judas, una libra de perfume de nardo puro sobre los pies de Jesús. Pero notemos que, según los evangelios, no es claro que se dé esta coincidencia. Según esta interpretación Magdalena sería una conversa a la que Jesús había cambiado la vida, que se mantiene fiel cuando han huido atemorizados los discípulos y que es testigo privilegiado de las primeras apariciones del Resucitado.

Últimamente se han construido sobre la figura de María Magdalena otras hipótesis que carecen de fundamento en los evangelios: recordemos desde lo que podía insinuar Jesucristo Superstar hasta La última tentación de Cristo de Martín Scorsesse. Sin que se pueda probar la imagen global de María Magdalena, que ha sido acentuada por la tradición cristiana, hay que reconocer que esa interpretación es bella y ajustada al mensaje del evangelio.

María Magdalena pudo haber sido aquella mujer que experimentó, en aquella comida convencional ofrecida por el fariseo al maestro, que nadie la había mirado con tanta pureza y comprensión y nadie había sabido reconocer la existencia de su mucho amor en su corazón como lo hizo el maestro. Y fue ese amor nuevo, que la limpieza de Jesús había hecho surgir dentro de su ser, el que le empujó a derramar aquella libra de nardo puro, intuyendo de alguna manera que no lo iba a poder hacer en el día de su sepultura. Y aquella mujer nueva, que amaba mucho porque sentía que se la había perdonado mucho, será la que estará firme junto a la cruz y la protagonista del anuncio inesperado de que el maestro había resucitado.

En este día de pascua en que, como dice la vieja secuencia, los cristianos presentan «ofrendas de alabanza», nos dirigimos a esta mujer que fue primer testigo del centro de nuestra fe: la muerte y la resurrección de Cristo. Y, podemos preguntarle también con esa vieja e ingenua secuencia de pascua: «¿Qué has visto de camino, María, en la mañana?». Ojalá nuestra fe nos pueda decir, en esta mañana de la pascua siempre florida -porque el grano de trigo ha comenzado a dar vida- lo que sintió aquella mujer que quizá había sido pecadora, de cuyo corazón Jesús había expulsado muchos demonios y que, fue fiel a su Señor en la cruz y en la resurrección.

«Dinos, María», en esta mañana de pascua, que nadie hablaba tan de verdad al corazón como aquel a quien tú escuchabas sentada a sus pies. Dinos que tenemos que trabajar, que entregarnos a la lucha de la vida, a las personas a las que queremos... Pero que nunca nos olvidemos de lo que es últimamente lo único necesario: estar a la escucha de nuestro yo, en donde pueda resonar la palabra del Señor resucitado.

«Dinos, María», que Jesús resucitado puede expulsar de nosotros todos esos demonios que están como agarrados a nuestro corazón; que él puede cambiar nuestro corazón de piedra por uno de carne y hacer que nos nazca una carne nueva sobre nuestra carne vieja y podrida.

«Dinos, María», lo que sentiste cuando Jesús te miraba a los ojos y al corazón en aquella fría comida del fariseo. Dinos que podemos encontrar en Jesús a alguien que nos mira siempre con limpieza; que espera de nosotros lo mejor; que sabe descubrir en los escondrijos de nuestro ser y de nuestra vida ese poso de bondad que todos llevamos dentro. Dinos que es más importante amar mucho que errar mucho, que al que mucho se le perdona, mucho ama. Dínoslo hoy, María, al corazón...

"Dinos, María", que cuando se vive en el amor se está más allá de esas lógicas fariseas que siempre calculan todo; que la fuerza del amor es inseparable del riesgo y la generosidad, hasta de cierta locura... Es lo que tú hiciste derramando sobre los pies de Jesús esa libra de nardo puro.

"Dinos, María", que valió la pena estar junto a la cruz del Señor, intentándole dar aunque sólo sea tu compañía y tu amor, y que el seguidor del maestro tiene que estar junto a las cruces del hombre de nuestro tiempo.

Y «dinos, sobre todo, María», en esta mañana de pascua, que podemos sentir que Cristo resucitado nos llama por nuestro propio nombre y nos dice siempre al corazón una palabra de aliento y esperanza. Dinos que hay siempre una Galilea, una patria de bondad, en la que Cristo nos aguarda. Dinos que Cristo debe ser nuestro amor y nuestra esperanza. Dinos que ese Cristo resucitó de veras que sigue hoy vivo ante mi propia vida. «Dinos, María», que ha resucitado Cristo nuestra esperanza y nos llama por nuestro nombre, con el mismo cariño con el que pronunció el tuyo; que el amor es más fuerte que el pecado y la vida más fuerte que la muerte.

«Dinos, María», en esta mañana de pascua, lo que decía la vieja secuencia medieval: "¡Resucitó de veras mi amor y mi esperanza! Venid a Galilea, allí el Señor aguarda; allí veréis los suyos la gloria de la pascua.

JAVIER GAFO
DIOS A LA VISTA
Homilías ciclo C
Madris 1994.Pág. 142 ss.


20.

- El hecho.

El evangelista Juan nos relata dos hechos. María Magdalena, la más madrugadora, va al sepulcro y se encuentra la losa quitada, el sepulcro vacío. No creyó. Se limitó a contar lo que le pareció más razonable: "se han llevado al Señor y no sabemos dónde lo han puesto". El segundo hecho es la visita temprana de Pedro y Juan, avisados por las palabras de María Magdalena. Salen corriendo. Naturalmente corre más y llega antes Juan, pero espera a que Pedro llegue y entre. Pedro ve el sepulcro vacío, pero también las vendas por el suelo y el sudario, cuidadosamente plegado y puesto aparte. Juan vio lo mismo. Vio y creyó. Vio la tumba vacía y las vendas y el sudario aparte, y creyó que Jesús había resucitado. Y creyeron en las Escrituras y en las palabras de Jesús, que había anunciado su muerte y resurrección.

-El evangelio.

El evangelio es la Buena Noticia de la resurrección de Jesús. Más que un hecho, es un acontecimiento que cambia la vida y el mundo. Pues si Cristo ha resucitado, también nosotros resucitaremos. Por eso es una buena noticia, la mejor para los seres mortales. En el evangelio se anuncia lo imposible, sí, pero también lo irrenunciable, la resurrección, la vida después de la vida, el triunfo y desmitificación contra la muerte. Morir ya no es morir, es sólo un paso, el tránsito hacia la vida perdurable y feliz. Así lo entendieron los apóstoles. No entendieron sólo que la causa de Jesús perduraba, ni que Jesús pasaba a la historia de los inmortales. Entendieron que Jesús estaba vivo. Y comprendieron que su promesa de vida eterna era una promesa que se cumpliría a pesar de todo.

-La evangelización.

Y así lo proclamaron a los cuatro vientos, haciendo hincapié en su experiencia: nosotros somos testigos, lo hemos visto todo. Hemos vivido con él, hemos asistido atónitos a su muerte y, cuando todo parecía acabado en la frialdad de la tumba, la tumba está vacía y el muerto ha resucitado. Y nosotros con él. Evangelizar es siempre eso, anunciar la Buena Noticia, proclamar la resurrección del Señor, anunciar a todos que la muerte ha sido vencida, que la muerte no es el final, que la vida sigue más allá de la muerte. Jesús ha derribado de una vez por todas el muro de la desesperación humana. Ya hay camino hacia una nueva humanidad, porque lo imposible ya es posible por la gracia y con la gracia de Dios. ¿Lo creemos?

-La fe que vence al mundo.

Creer en la resurrección de Jesús no es sólo tener por cierta su resurrección, sino resucitar, como nos dice san Pablo. Creer es realizar en la vida la misma experiencia de la vida de Jesús. Es ponernos en su camino y en el camino de nuestra exaltación, resueltamente y sin echar marcha atrás. Jesús entendió su exaltación como subida a la cruz, como servicio y entrega por todos, dando su vida hasta la muerte. El que ama y va entregando su vida con amor, va ganando la vida y verifica ante el mundo la fuerza de la resurrección, porque en "ésto hemos conocido que hemos pasado de la muerte a la vida, en que amamos a los hermanos", en que estamos dispuestos a dar la vida y no a quitarla. Sólo esta fe viva, esta experiencia de la nueva vida inaugurada por el Resucitado, puede discutir a la muerte y a la violencia su dominio. Sin esa experiencia, nada de lo que digamos sobre la resurrección podrá convencer a los otros. Tenemos que ser testigos de la resurrección, resucitando y ayudando a alumbrar la nueva vida.

-El testimonio.

Creer es ser testigos de la resurrección. Creer es resucitar, vencer ya en esta vida por la esperanza la desesperación de la muerte. La fe en la resurrección de Jesús es la única fuerza capaz de disputar a la muerte, y a los ejecutores de la muerte, sus dominios. La muerte es el gran enemigo, el mayor enemigo del hombre. El poder de la muerte se evidencia en el hambre, en las enfermedades y catástrofes, en la violencia y el terrorismo, en la explotación, en la marginación, en las injusticias, en todo cuanto mortifica a los hombres y a los pueblos. Creer en la resurrección es sublevarse ya contra ese dominio de muerte. Es trabajar por la vida, por la convivencia en paz. Es trabajar y apoyar a los pobres y marginados, a los desprotegidos, a los oprimidos. Y debe ser también plantar cara a los partidarios de la muerte, a los asesinos, a los violentos, a los explotadores, a los racistas y extremistas. Porque sólo trabajando para la vida puede resultar creíble la fe en una vida eterna y feliz.

EUCARISTÍA 1995, 19


21.

1. Iglesia de hombres, Iglesia de mujeres.

En el evangelio, María Magdalena, la primera que ha visto la losa quitada del sepulcro, corre a informar del hecho a los dos discípulos más importantes, Pedro, el ministerio eclesial, y Juan, el amor eclesial. Se dice que los dos discípulos corrían «juntos» camino del sepulcro, pero no llegaron a la vez: el amor es más rápido, tiene menos preocupaciones y está por así decirlo más liberado que el ministerio, que debe ocuparse de múltiples cosas. Pero el amor deja que sea el ministerio el que dictamine sobre la situación: es Pedro el primero que entra, ve el sudario enrollado y comprende que no puede tratarse de un robo.

Esto basta para dejar entrar también al amor, que «ve y cree» no en la resurrección propiamente dicha, sino en la verdad de todo lo que ha sucedido con Jesús. Hasta aquí llegan los dos representantes simbólicos de la Iglesia: lo que sucedió era verdad y la fe está justificada a pesar de toda la oscuridad de la situación. En los primeros momentos esta fe se convertirá en verdadera fe en la resurrección sólo en María Magdalena, que no «se vuelve a casa», sino que se queda junto al sepulcro donde había estado el cuerpo de Jesús y se asoma con la esperanza de encontrarlo. El sitio vacío se torna ahora luminoso, delimitado por dos ángeles, uno a la cabecera y otro a los pies. Pero el vacío luminoso no es suficiente para el amor de la Iglesia (aquí la mujer antes pecadora y ya reconciliada, María Magdalena, ocupa sin duda el lugar de la mujer por excelencia, María, la Madre): debe tener a su único amado. Ella le reconoce en la llamada de Jesús: ¡María! Con esto todo se colma, el cadáver buscado es ahora el eterno Viviente. Pero no hay que tocarle, pues está de camino hacia el Padre: la tierra no debe retenerle, sino decir sí; como en el momento de su encarnación, también ahora, cuando vuelve al Padre, hay que decir sí. Este sí se convierte en la dicha de la misión a los hermanos: dar es más bienaventurado que conservar para sí. La Iglesia es en lo más profundo de sí misma mujer, y como mujer abraza tanto al ministerio eclesial como al amor eclesial, que son inseparables: «La hembra abrazará al varón» (Jr 31,22).

2. El ministerio predica.

Pedro predica, en la primera lectura, sobre toda la actividad de Jesús; el apóstol puede predicar de esta manera tan solemne, meditada y triunfante sólo a partir del acontecimiento de la resurrección. Esta arroja la luz decisiva sobre todo lo precedente: por el bautismo Jesús, ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo, se ha convertido en el bienhechor y salvador de todos; la pasión aparece casi como un interludio para lo más importante: el testimonio de la resurrección; pues testimonio debe ser, ya que la aparición del Glorificado no debía ser un espectáculo para «todo el pueblo» sino un encargo, confiado a los testigos «que él había designado» de antemano, de «predicar al pueblo» el acontecimiento, que tiene un doble resultado: para los que creen en él, el Señor es «el perdón de los pecados»; y para todos será el «juez de vivos y muertos» nombrado por Dios. La predicación del Papa es la sustancia de la Buena Nueva y la síntesis de la doctrina magisterial.

3. El apóstol explica.

En la segunda lectura Pablo saca la conclusión para la vida cristiana. La muerte y resurrección de Cristo, acontecimientos ambos que han tenido lugar por nosotros, nos han introducido realmente en su vida: «Habéis muerto», «habéis resucitado con Cristo». Como todo tiene en él su consistencia (Col 1,17), todo se mueve y vive con él. Pero al igual que el ser de Cristo estaba determinado por su obediencia al Padre, así también nuestro ser es inseparable de nuestro deber. Nuestro ser consiste en que nuestra vida está escondida con Cristo en Dios, ha sido sustraída al mundo y por tanto ahora no es visible; sólo cuando aparezca Cristo, «vida nuestra», podrá salir también a la luz, juntamente con él, nuestra verdad escondida. Pero como nuestro ser es también nuestro deber, tenemos que aspirar ante todo a las cosas celestes, a las cosas de arriba; aunque tengamos que realizar tareas terrestres, no podemos permanecer atados a ellas, sino que hemos de tender a lo que no solamente después de la muerte sino ya ahora constituye nuestra verdad más profunda. En el don de Pascua se encuentra también la exigencia de Pascua, que es asimismo un puro regalo.

HANS URS von BALTHASAR
LUZ DE LA PALABRA
Comentarios a las lecturas dominicales A-B-C
Ediciones ENCUENTRO.MADRID-1994.Pág. 59 s.


22.

«ESTE ES EL DÍA»

Este es el día que hizo el Señor. Un día que empezó aquella madrugada del sábado al lunes de hace dos mil años y que perdurará para siempre. De lo que ocurrió ese día arranca «todo» para el cristiano.

Es verdad que, como dijo Pedro, «la cosa empezó en Galilea», concretamente en Nazaret, cuando el ángel se llegó a María y le dijo: «Dios te salve, llena de gracia...». Pero, cuando las cosas empezaron a «tener sentido de verdad» fue aquella mañana de resurrección. Es decir, hoy.

Porque daos cuenta. La muerte de Jesús cortó por lo sano todas las ilusiones de los apóstoles y de sus seguidores. ¿Quiénes eran los apóstoles? Gentes que «lo habían dejado todo y le seguían». ¿Por qué? Porque «una rara virtud salía de El y curaba a todos». Porque «tenía palabras de vida eterna». O porque, como los de Emaús, «esperaban que fuera el futuro libertador de Israel». Lo cierto es que «a aquel profeta poderoso en obras y palabras, los sumos sacerdotes y los jefes lo condenaron a muerte y lo crucificaron». Y entonces, a todos sus seguidores, se les hundió el mundo. Y sobre sus vidas y sobre su corazón, cayó una losa, tan grande y fría como la que cayó sobre el sepulcro de Jesús. «Causa finita». Fin.

Pero no. Más bien: Principio, Aurora definitiva. Día «octavo» de la Creación. «La primavera ha venido. Y todos sabemos cómo ha sido». Leed despacio el evangelio de hoy, y el de ayer-noche, y el de todo este tiempo. Y veréis cómo van «resucitando» todos: la Magdalena, los de Emaús, y los apóstoles desconcertados. Escuchad su grito estremecido que se les sube por los entresijos del alma: «Era verdad, ha resucitado y se ha aparecido a Simón».

Es decir, tras el aparente fracaso de Cristo crucificado, que da al traste con todas sus ilusiones, la resurrección trajo un cambio radical en su mente y en su vida. Dio «sentido» a todo lo que los discípulos antes no habían entendido: al valor de la humillación, del dolor, de la pobreza; comprendieron aquella obsesión de Jesús por el Padre, la fuerza del «mandamiento nuevo», distinto, imprescindible. Todo lo entendieron.

Y así, la resurrección se convirtió para ellos en la piedra fundamental de su fe, en el convencimiento de la divinidad de Jesús, y en el núcleo de toda su predicación. Eso. Ya no pensaron en otra cosa. Esa fue su chaladura: declarar oportuna e inoportunamente que «ellos eran testigos de la muerte y de la resurrección de Jesús». Y que «creer eso, era entrar en la salvación». Ese fue su pregón. Y ésa debe ser la única predicación de la Iglesia.

Lo que ocurre es que, a partir de ahí, los hombre se dividen en dos: los que no creen y piensan que todo acaba con la muerte. Y prefieren no pensar en ella, aunque la ven cabalgando por todos lados, de un modo inevitable. Y se agarran a la «filosofía de la dicha», ya que el tiempo corre que vuela. Y proclamen como Camús: «No hay que avergonzarse de ser dichosos». Y, segundo los que creemos, a pesar del tormento de la duda y la humillante caducidad de las cosas. Los que hemos aceptado el kerigma de Cristo resucitado. Porque algo nos dice en nuestro interior que no pueden quedar fallidas nuestras ansias de inmortalidad. Y, sobre todo, porque como dirá Pablo: «Si Cristo no hubiera resucitado, seríamos los seres más desdichados». Por eso, dejadme que os repita: «La primavera ha venido. Y todos sabemos cómo ha sido».

ELVIRA-1.Págs. 33 s.


23.«LA PRIMAVERA HA VENIDO»

No hace falta ser profeta, ni experto en sociologías y sicologías, para reconocer que la vida del hombre es un tejer y un destejer, una línea ascendente de ilusiones y proyectos, y otra descendente, en la que todos terminamos cantando aquello de «las ilusiones perdidas, hojas son, ¡ay! desprendidas, del árbol del corazón».

Cada uno hemos escalado una vereda de primaveras diciendo que «la vida es bella». Y cada uno también, de pronto, nos hemos encontrado en una niebla de tristezas, quebrantos y soledades. Añadid el despojo que hacen los años... Y entenderéis al poeta: «Todo el mundo es otoño, corazones desiertos..., palomares vacíos de las blancas palomas que anidaron ayer». Sí, con los años, después de combatir en mil batallas, hacemos el recuento de las «bajas» y nos llenamos de melancolía; acaso, de desolación.

Pero, ¡ojo!, yo no quería salpicaros de pesimismo. Al contrario. Esta noche he leído muy atentamente los textos litúrgicos. Y muchos de mis «cables cruzados» se han puesto en orden. Os subrayaré algo:

EL SEPULCRO VACÍO.-He aquí una primera realidad reconfortante. ¡Qué malo hubiera sido que María Magdalena hubiera descorrido la piedra y hubiera embalsamado a Jesús! A estas horas sus seguidores, si quedábamos, estaríamos diciendo: «Ni contigo, ni sin ti, tienen mis males remedio». Pero, no. Encontró el sepulcro «vacío». Y tuvo que comprender que sus ungüentos eran regalos inútiles, alivios ridículos para un cuerpo inmortal. «¡No estaba allí! ¡Había resucitado!» Allá sólo estaban las reliquias de la muerte: «unas vendas, un sudario». Constataciones de un dolor superado y redentor. Agua pasada. Banderas de la muerte, humilladas por el huracán de la Vida.

Por eso, comprendió -y nosotros con ella- muchas cosas. Por ejemplo:

1.° Las sagradas escrituras.-«Era verdad», dijeron los de Emaús. Y «era verdad» es lo que nos vemos obligados a decir todos los que creemos. -Y nos referimos a todo lo que anunciaron los profetas, a todo lo que predijo Jesús. Desde entonces, el creyente sabe que la muerte y resurrección de Jesús son el broche final de toda la obra salvadora de Dios. La Creación, el pecado, las vicisitudes del pueblo de Israel, la Encarnación, la Cruz..., encuentran su culmen en la «Resurrección». ¡Aleluia!

2.° Comprendemos también «nuestra incorporación a Cristo». San Pablo lo pregona en la segunda lectura de hoy: «Si hemos muerto con Cristo, también viviremos con El, pues sabemos que Cristo, una vez resucitado, ya no muere más...». Lo dice de mil maneras: «Si nuestra existencia está unida a El en una muerte como la suya, lo estará también en una resurrección como la suya». ¡Aleluia, Aleluia!

3.° No ha lugar al pesimismo.-Efectivamente, vistas desde esta panorámica, todas las tristezas y quebrantos que el hombre va acumulando, todas las enfermedades y soledades, todas las incomprensiones y frustraciones, empiezan a «tener sentido». Si al final de la vida el hombre tiene la sensación de que todo se le vuelve «otoño», con la resurrección de Jesús, tiene la certeza de que todo es primavera. Eterna primavera. Los árboles del «cielo nuevo y la tierra nueva» que ya no acabarán. Antesala del «séptimo día». O mejor, amanecer del Día Primero. Día sin ocaso. Ocasión propicia para escuchar a Pablo: «Ya que habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de arriba». Y volver a cantar: «¡Aleluia, aleluia, aleluia!»

ELVIRA-1.Págs. 132 s.


24. EL «PASO» Y LOS «PASOS»

Durante esta semana que acaba de terminar, las calles más típicas de nuestras viejas ciudades, a pesar del clima de secularización reinante, han visto desfilar escenas bellísimas y entrañables, memoriales de nuestra fe, escultura dolorida y procesional de la Pasión del Señor, catequesis vivas -de hoy, de ayer y de mañana-, para quienes se quieran dejar interpelar. Joyas del arte y de las creencias de nuestro pueblo. Celebración popular de estos extremos de amor, por los que quiso «pasar» el Hijo de Dios. Son «los pasos» de la Pasión. Todos ellos -la entrada en Jerusalén, la cena, el prendimiento, la flagelación, la crucifixión, el descendimiento, los cristos yacentes- son «pasos hacia la muerte».

Pero he aquí que, en esta noche recién terminada, ha cambiado la decoración. Han desaparecido los «pasos de la muerte» y sólo contemplamos el «Paso hacia la Vida»: la PASCUA. El gran PASO con mayúscula y definitivo. La Vigilia que ayer noche celebrábamos nos ha introducido en ese Paso ya para siempre. Y ésa es nuestra Vida. Repasad la liturgia de esta madrugada. Y veréis que todos los símbolos que en ella vemos expuestos, todas las lecturas que hemos proclamado, todas las aclamaciones que hemos cantado, dicen lo mismo: «El Señor no es un Dios de muertos, sino de vivos». Eso eran las lecturas del A.T. Hablan del Dios que es «creador», del Dios que «libera a Israel», del Dios que, con el diluvio, «hace brotar una naturaleza nueva». Es decir, un Dios que desborda vida. Y la bendición del fuego, el desfile del cirio pascual por entre las tinieblas del templo, el canto del pregón pascual, el gloria a toque de campanillas, lo mismo. Son proclamaciones de que el Hijo de Dios ha vencido a la muerte, tal y como lo anunció: «Yo soy la resurrección y la vida».

Yo no sé cómo los cristianos no vibramos más y nos dejamos arrastrar más por esta noticia, válida por sí sola para que hagamos cada uno nuestro verdadero «paso» hacia la Vida única. Quizá por esta razón, los obispos de nuestra tierra, siguiendo esa buena costumbre de ofrecernos cada cuaresma un alimento de primera calidad, nos han brindado esa magnífica carta-pastoral titulada «Al servicio de una vida más humana». ¿La habéis leído? ¿No? A mí, más que pastoral de cuaresma, me parece pastoral de Pascua. Si la leéis, llegaréis a convenceros de tres cosas «clave» por lo menos:

Una. Aunque todos, hoy, parecemos proclamar el derecho a la vida y hemos avanzado asombrosamente en logros médicos increíbles, sin embargo, paradójicamente, vamos inventando más descarados sofismas para aparcar de la vida a muchos seres, generalmente indefensos, absolutamente menesterosos, juzgando de esta manera que esas vidas no eran necesarias.

Dos. Aunque hemos conseguido cotas indiscutibles en cuanto a nivel de vida y a calidad de existencia, es posible, casi seguro, que esa «calidad» la hemos centrado únicamente en la vertiente material del hombre, en sus posibilidades de confort y de consumismo; y no en su dimensión espiritual.

Y tres. Frente a todas las ofertas de «vida efímera» que nos brindan por ahí, la Fuente de «vida verdadera» sigue siendo Dios. El, «a través del sufrimiento liberador del crucificado» y de la «resurrección con Cristo», nos regala la oportunidad de «vivir una Vida Nueva». Por eso decimos que «nuestra Pascua es Cristo». Porque, frente a todos los «pasos de la muerte» nos ha traído el «PASO HACIA LA VIDA».

ELVIRA-1.Págs. 214 s.


25.

Frase evangélica: «El primer día de la semana»

Tema de predicación: EL DÍA DE LA RESURRECCIÓN

1. Después de la muerte de Jesús en el «último día», el evangelio de Juan presenta el «primer día», tiempo de la nueva Pascua y de la nueva Creación. De este modo culminan la obra de Jesús y el proyecto creador de Dios. Comienza el día por un «amanecer», aunque todavía «oscuro», porque el pensamiento de María Magdalena está en el sepulcro, en el cadáver de Jesús.

2. El evangelio del Domingo de Resurrección descubre la búsqueda de Jesús por parte de los discípulos: una mujer (la Magdalena) y dos hombres (Pedro y Juan). La mujer se adelantó, y por su testimonio corrieron «juntos» los dos hombres. Los discípulos reconocen los signos: la losa retirada (roto el sello mortal), los lienzos aparte (el cuerpo desatado) y el sudario enrollado en otro sitio (la muerte superada). La muerte no tiene la última palabra: ha sido vencida por la vida.

3. Pedro, a pesar de su negaciones, pasa el primero, después de seguir a Juan, el cual se había adelantado por ser testigo de la cruz y por su experiencia de amor. La Escritura y la decisión de encontrar al Señor contribuyen a creer que Jesús «resucitó de entre los muertos».

REFLEXIÓN CRISTIANA:

¿Sabemos comprobar los signos de muerte?

¿Transcendemos estos signos hasta constituir muestras de vida?

CASIANO FLORISTAN
DE DOMINGO A DOMINGO
EL EVANGELIO EN LOS TRES CICLOS LITURGICOS
SAL TERRAE.SANTANDER 1993.Pág. 265


26.

Frase evangélica: «Él había de resucitar de entre los muertos»

Tema de predicación: LA VIDA DESDE LA MUERTE

1. El tesoro más apreciado por el ser humano es la vida. Símbolo bíblico de la vida es el árbol -de por sí resistente- de la vida plena. Por ser don de Dios, es sagrada; por ser la suprema riqueza del ser humano, es inapreciable; y por estar amenazada por la enfermedad y la muerte, es frágil. De hecho, el dolor -sobre todo el injustamente infligido- domina la vida. Hay una distancia considerable entre la vida ideal y la fatigosa (y a menudo injusta) vida real. Pero todos deseamos y buscamos una vida placentera y plena, a pesar de estar tan sometidos y condicionados por influencias de todo tipo. Ciertamente, hoy se conocen y dominan muchos aspectos de la vida, pero se corre el peligro de desconocer el sentido de la vida. Se da esta paradoja: al crecer los medios de vida, decrecen las razones para vivir: en el «primer mundo» abundan dichos medios, mientras que en el «tercer mundo» sobreabundan las mencionadas razones.

2. El ser humano ha recibido de Dios la vida, no simplemente para vivirla, sino para realizarla. Y sólo se realiza con una vida ética y, en el caso del creyente, con la práctica de la palabra de Dios. Una vida alejada de los hermanos y de Dios es la muerte, precisamente porque Dios es la síntesis de la vida. Por pertenecer a la vida el cuerpo y el espíritu, no hay vida sin cuerpo: de ahí la necesidad de prestar atención a los cuerpos desnutridos de vida. En suma, la vida espiritual no es vida abstraída del mundo, sino fuente de toda vida, con misericordia y con justicia.

3. Frente a la vida presente -en continuidad y, a la vez, en ruptura- está la vida plena futura. Ésta sobreviene, no por la inmortalidad del alma, sino por la resurrección de los muertos con la intervención de Dios. Según el Nuevo Testamento, dicha vida está determinada por la resurrección de Jesucristo y es comunión con Dios, vencedor de la muerte. El creyente vive ya una vida nueva por la fuerza del Espíritu, entre el ya y el todavía no: es realidad presente con dimensiones de futuro. Será plena cuando sea vencido el último enemigo, que es la muerte, con todas sus actuales mortandades.

REFLEXIÓN CRISTIANA:

¿Hacemos algo en beneficio de la vida de los demás?

¿Cómo entendemos los cristianos la calidad de la vida?

CASIANO FLORISTAN
DE DOMINGO A DOMINGO
EL EVANGELIO EN LOS TRES CICLOS LITURGICOS
SAL TERRAE.SANTANDER 1993.Pág. 118 s.


27.

Los cristianos orientales tienen una manera muy bella y teológica de hablar de la resurrección. Dicen que el ateísmo es no creer en la resurrección. Sólo se puede creer en Dios si hay resurrección: la de Jesús y la nuestra. Porque si Dios permanece impasible e impotente en su bienaventuranza celeste, contemplando la historia de las injusticias, opresiones y asesinatos que es la historia humana, si ve cómo los injustos y malvados casi siempre triunfan, mientras que los justos e inocentes padecen en sus manos, y no hace nada, este Dios no es creíble. Pensemos sólo en los seis millones de judíos deportados y exterminados cruelmente en los campos de concentración nazis, o en los millares de "desaparecidos" bajo los regímenes militares sudamericanos, o de "campesinos" asesinados en Centroamérica, o de negros de Sudáfrica... Ante esta injusticia radical, si Dios no actúa, no es Dios, sino un monstruo o un impotente. Sólo un Dios que pueda resucitar a los muertos es digno de fe. Si no podemos creer en la resurrección, no podemos creer en Dios. La resurrección es el gran acto de justicia de Dios hacia su Hijo JC, y esperamos que también, hacia sus otros hijos que han sufrido absurdamente, que han padecido inocentemente.

Esto es esencial. La palabra definitiva de Dios no puede ser el oscuro silencio del Calvario, sino la luz resplandeciente de la Pascua.

La Pascua es la protesta de Dios contra la malicia e injusticia de los hombres. La resurrección es el acto de protesta de Dios contra la injusticia que mata a su Hijo inocente, la protesta de Dios contra la maldad de los hombres que se matan unos a otros. Si la resurrección no ha acaecido "vana es nuestra fe" (1Co 15, 14). Se ha de poder creer en un Dios que hace justicia, y la justicia es que el inocente injustamente aplastado sea restablecido a la vida. Por eso la resurrección es realmente la llave de la Historia. Parece que los justos e inocentes son abandonados y que el mal siempre triunfa. Los malvados odian, engañan, hacen violencia, explotan, matan al débil, al pobre, al indefenso, y Dios parece que no hace nada para impedirlo. "Esta es vuestra hora y el poder de las tinieblas" (Lc 22, 53). Como si Dios no se entrometiera en este mundo.

Es que éste es el mundo de nuestra responsabilidad, de nuestra libertad. Aquí hay que recurrir a lo que Jesús nos quiso decir con las parábolas del Reino de Dios. Dios es aquel señor de las parábolas que se fue a tierras lejanas (Lc 19. 11-27). Dejó a sus administradores a cargo de sus bienes, y ellos los malgastaron. Pero el Señor volvió. La resurrección es el momento en que el Señor vuelve, o en que nosotros volvemos al Señor y le tenemos que dar cuentas. Si no hubiese este momento, este señor que se va y deja que los otros hagan lo que quieran y no se preocupa de nada no es un Señor de verdad. Por eso la resurrección es la clave de nuestra vida cristiana. Creer en la resurrección no es sólo creer una doctrina. Se ha de creer en la resurrección con la vida; no sólo con la cabeza. Tenemos que hacer nuestra la resurrección haciendo nuestro el juicio de Dios contra el mal. Dios no tolera impasible el mal de los oprimidos, y nosotros tampoco lo debemos tolerar. Sólo cree en la resurrección el que no está conforme con el mundo tal como es.

Tenemos que creer en la resurrección con nuestra actitud y nuestras obras. Tenemos que hacer resurrección. Tenemos que preguntarnos si nuestra vida, nuestra existencia, es causa de vida o causa de muerte a nuestro alrededor, si es causa de crucifixión o de resurrección para los que nos rodean. Esto es importante, porque quizá podemos pasarnos la vida cantando el misterio pascual y "haciendo la pascua" a todo el mundo. Podríamos decir que nosotros somos como colaboradores de la resurrección. "Tenemos que completar lo que falta a la pasión de Cristo" (Col 1, 24).

Y tenemos que completar también lo que falta a la resurrección de Cristo. Los Santos Padres decían que Cristo no está todavía totalmente resucitado y, según como se entienda, hay en esto cierta verdad.

Cristo no posee el pleno gozo de la resurrección mientras haya alguien que sufra. No le dejamos, por así decir, ser plenamente resucitado, porque se ha identificado con todos nosotros. Si engañamos, si explotamos, si hacemos violencia, si estamos con las fuerzas del mal y de la muerte contra la resurrección, continuamos la pasión de Cristo y atrasamos la Pascua total. Si, por el contrario, amamos, servimos, compartimos, ayudamos, estamos con Dios contra el padecimiento del justo y a favor de la resurrección, hacemos resplandecer la gloria de la resurrección. La resurrección no es algo del último día, sino que la vamos haciendo. San Pablo lo dice de manera muy bella: Cristo es las primicias (1Co 15, 20), el primer fruto, el comienzo de una abundante y espléndida cosecha. Cristo ha resucitado ya, ciertamente. Pero nosotros vamos haciendo nuestra resurrección y la de los otros a medida que vamos madurando en el amor.

JOSEP VIVES
CREER EL CREDO EDIT. SAL TERRAE 
COL. ALCANCE 37
SANTANDER 1986.Págs. 137-152