53 HOMILÍAS PARA EL DOMINGO DE RESURRECCIÓN
10-18

 

10. EL DÍA QUE HIZO EL SEÑOR: /SAL/117/24

Este es el DÍA que hizo el Señor, canta gozosa la Iglesia en el Día de Pascua. Este DÍA de triunfo, de gloria, de promesas cumplidas, es el DÍA que hizo el Señor, es el DÍA por antonomasia de los cristianos. No lo son el Jueves ni el Viernes Santos, días en los que Cristo dio la medida exacta de su talla gigantesca. No. El DÍA que no necesita calificativos ni apellidos (como son ahora los hombres famosos a los que se les conoce sólo por el nombre e incluso por las iniciales) es el Domingo de Resurrección. Hoy.

Este DÍA irrumpe sin que nada ni nadie pueda detenerlo en el horizonte de la vida cristiana para que, como decía San Pablo, no seamos los más miserables de los hombres ni sea vana nuestra fe. El sepulcro vacío, sin cadáver, es una llamada a la esperanza y a lo que debe ser el estilo de vida cristiano, un estilo de vida que tiene por norte un HOMBRE RESUCITADO, porque el Dios cristiano no es un Dios de muertos, sino de vivos, un Dios que quiere que los hombres sean felices y gocen y rían; un Dios que quiere que los hombres sean hombres de verdad, capaces de comprender al hombre, de compartir con él la alegría y el dolor, la escasez y la abundancia, los proyectos y las decepciones; un Dios que quiere que vivamos en una espléndida libertad porque El murió y vivió precisamente para que seamos libres, con una libertad como nada ni nadie puede darnos, porque está apoyada en la verdad. Lo dijo El en su vida pública con toda rotundidad.

Es inconcebible cómo teniendo este DÍA como quicio en el que se apoya nuestra fe, y por consiguiente nuestra vida, hayamos dado al mundo, en tantas ocasiones, el espectáculo de un cristianismo duro, aburrido, intolerante y hasta cruel. Es incomprensible pero es funesta costumbre no arrumbada del todo. En buena lógica no podría haber en el mundo hombres más equilibrados que los cristianos, quizá porque tenemos como fundamento de nuestra vida la resurrección que supone el triunfo definitivo sobre lo que resulta más doloroso e inexplicable: la muerte.

Hoy es un DÍA de buenas noticias y el mundo está necesitando sin duda que le lluevan noticias favorables, noticias que le descubran lo mucho que hay en el hombre de bueno si es capaz de vivir, como dice hoy San Pablo en su carta, buscando las cosas del cielo y no las de la tierra. Naturalmente que lo dice para aquéllos que, creyendo en la resurrección, se sienten ya resucitados con Cristo. Esta postura de Pablo, que la hizo vida de su vida, supone un estilo que apenas tiene nada que ver con el estilo al uso, pero hay que advertir que buscar las cosas del cielo no es, ni mucho menos, vivir un angelismo desencarnado y simplista (algo así como el famoso «opio del pueblo»). Buscar las cosas del cielo es vivir conociendo perfectamente las de la tierra para ordenarlas debidamente según una jerarquía de valores y cuando llegue la hora de elegir, que llegará en algún momento, lo hagamos desde una fe que se fortalece hoy: la fe en Cristo resucitado.

Creer en Cristo resucitado tiene que producir en los cristianos, en todos nosotros, un cambio que -repito- resume San Pablo en la Epístola de hoy de modo tan conciso: buscar las cosas del cielo para hacerlas realidad en la tierra, que es donde vivimos y donde tenemos que hacer que Cristo viva para que los hombres crean de verdad que ha resucitado y camina con nosotros en el día a día que, a veces, resulta un tanto fatigoso. El DÍA que hizo el Señor, hoy, es un reto importante en nuestra vida. Es un DÍA que no puede acabar cuando hayamos cantado con especial énfasis el Gloria y el Aleluya que la liturgia pone como demostración comunitaria de alegría, sino que tiene que ser el origen de un cambio profundo para que quienes nos vean adivinen nuestra fe en la resurrección y perciban la impronta de esa buena noticia que tenemos y que no pretendemos guardar avaramente, sino darla a los demás, porque comprendemos que haciéndolo servimos al hombre y le indicamos, con toda sencillez, el camino que conduce a Dios, un Dios que ha vencido a la muerte precisamente para que el hombre no mate ni muera, sino que viva con la mayor intensidad posible.

La resurrección necesitó testigos en su momento; los necesita hoy también: los cristianos. Pero sólo según vivamos, nuestro testimonio será fiable.

ANA MARÍA CORTÉS
DABAR 1993, 24


11.

1. El acontecimiento pascual, sacramentalmente celebrado en la eucaristía, no se reduce sólo a Cristo y a la Iglesia, sino que tiene relación con el mundo y con la historia. La eucaristía pascual es promesa de la Pascua del universo, una vez cumplida la totalidad de la justicia que exige el reino. Todo está llamado a compartir la Pascua del Señor, que, celebrada en comunidad, anticipa la reconciliación con Dios y la fraternidad universal.

2. En el día pascual de la resurrección, Jesús se apareció a las «mujeres», a los discípulos de Emaús y a los Once en el cenáculo. Comió con todos ellos. Son comidas transitorias entre la resurrección y la venida del Espíritu. Estas comidas expresan el perdón a los discípulos y la fe en la resurrección. Enlazan las comidas prepascuales de Jesús con la eucaristía.

3. Denominada «fracción del pan» por Lucas y «cena del Señor» por Pablo, se celebraba al atardecer, a la hora de la comida principal. Había desde el principio un servicio eucarístico (mesa del Señor) y un servicio caritativo (mesa de los pobres). Se festejaba el «primer día de la semana», con un ritmo celosamente observado. Surge así la celebración del día del Señor (pascua semanal), y poco después la celebración anual de la Pascua.

REFLEXIÓN CRISTIANA:

¿Vivimos un cristianismo gozosamente pascual?

CASIANO FLORISTAN
DE DOMINGO A DOMINGO
EL EVANGELIO EN LOS TRES CICLOS LITURGICOS
SAL TERRAE.SANTANDER 1993.Pág. 194


12.

1. El amor nos hace ver a Jesús

El evangelio de hoy es una alegoría de Juan que nos hace descubrir qué necesitamos para «ver» a Jesús en su nuevo dimensión de Hombre Nuevo.

Es el primer día de la semana, aún de madrugada, casi a oscuras, cuando la fe aún no ha iluminado nuestro día. Estamos, como la Magdalena, confusos y llorosos, mirando con miedo el vacío de una tumba. Ese vacío interior que a veces nos invade: cansancio de vivir, acciones sin sentido, rutina. El vacío que se nos produce cuando estamos en crisis y los esquemas antiguos ya no tienen respuesta; cuando sentimos que tal acontecimiento o nueva doctrina nos quita eso seguro a lo que estábamos aferrados.

Cuando tomamos conciencia de ello, nos asustamos, creyendo que se derrumba nuestro mundo bien armado.

¿Y Jesús? Nos lo han robado, justamente a nosotros que creíamos tenerlo tan seguro, tan bien «conservado».

Habíamos casado a Jesús con cierto modo muy definido de vivir, como si el tiempo se hubiera detenido para que nosotros pudiéramos gozar y recrearnos indefinidamente en ese mundo ya hecho y terminado.

Pero sobreviene la crisis, cae ese mundo y Cristo desaparece... Entonces pedimos ayuda, y Pedro y Juan comienzan a correr... ¿Será posible que Jesús no esté allí donde lo habíamos dejado debajo de una pesada piedra para que no escapara?

Es la pregunta de la comunidad cristiana, atónita cuando algo nuevo sucede en el mundo o en la Iglesia, y debe recomponer sus esquemas. Pedro y Juan se largan a la carrera. Pedro, lo institucional de la Iglesia. Juan, el amor, el aspecto íntimo. El amor corre más ligero y llega antes, pero deja paso a la autoridad para que investigue y averigüe qué ha pasado. Pedro observa con detenimiento todo, pero no comprende nada. Mas Juan, el discípulo «a quien Jesús amaba», el que había estado a los pies de la cruz en el momento en que todos abandonaron al maestro, el que vio cómo de su corazón salía sangre y agua, el que recibió a María como madre..., el Juan que compartió el dolor de Cristo, «vio y creyó». Intuyó lo que había pasado porque el amor lo había abierto más al pensamiento de Jesús. Pedro siempre había resistido a la cruz y al camino de la humillación; el orgullo lo había obcecado y no se decidía a romper sus esquemas galileos. Pero tiempo más tarde, cuando junto al lago de Genesaret Jesús le exija el triple testimonio de amor: "¿Me amas más que éstos?", y le proponga seguirlo por el mismo derrotero que conduce a la cruz, entonces Pedro será recuperado y no solamente creerá, sino que -como hemos leído en la primera lectura- dará testimonio de ese Cristo resucitado que "había comido y bebido con él después de la resurrección".

La lección del Evangelio es clara: sólo el amor puede hacernos ver a Jesús en su nueva dimensión; sólo quien primero acepta su camino de renuncia y de entrega, puede compartir su vida nueva.

Inútil es, como Pedro, investigar, hurgar entre los lienzos, buscar explicaciones. La fe en la Pascua es una experiencia sólo accesible a quienes escuchan el Evangelio del amor y lo llevan a la práctica.

El grano de trigo debe morir para dar fruto. Si no amamos, esta Pascua es vacía como aquella tumba. Si esta Pascua no nos hace más hermanos, sus palabras son mentirosas. Si esta comunidad no vive y crece en el amor, si no pasa «haciendo el bien y curando a los oprimidos» (primera lectura), ¿cómo pretenderá dar testimonio de Cristo? ¿Y cómo lo podrá ver y encontrar si Cristo sólo está donde "dos o tres se reúnen en mi nombre"?

2. La Pascua, levadura del mundo

El breve mensaje de Pablo (segunda lectura) sirve de magnífico cierre para estas reflexiones de cuaresma y semana santa. «Basta un poco de levadura para fermentar toda la masa.» No nos preguntemos con los técnicos de estadísticas cuántos somos los cristianos en el mundo, es decir, los bautizados por el agua. Lo que importa es cómo vivimos esa fe -y aquí no podemos hacer estadísticas-, si como levadura vieja o nueva. Hace dos mil años, un pequeño grupo de hombres, conscientes de la Presencia viva de Cristo y llenos de su Espíritu, se metieron sigilosamente en la gran masa humana, colocando en ella la nueva levadura de la Pascua. Ya conocemos los resultados.

Hoy los cristianos somos un escaso grupo, aunque numéricamente grande, en proporción al mundo moderno y sus problemas. Pero no es esa la cuestión que debe preocuparnos. El interrogante es otro: ¿Qué significamos para el mundo de hoy? ¿Qué nueva levadura aportamos? ¿Qué representará para los hombres de este 1978 el que nosotros hayamos celebrado una Pascua más? Pablo nos invita a celebrarla «con los panes ácimos de la sinceridad y la verdad». Quizá sea éste nuestro camino y el mejor aporte a un mundo corrompido por la mentira. Predicarles el mensaje de la verdad con una vida nueva, amasada de sinceridad... Bastará un poco. y con el tiempo fermentará toda la masa.

SANTOS BENETTI
CRUZAR LA FRONTERA. Ciclo A.2º
EDICIONES PAULINAS.MADRID 1977.Págs. 186 ss.


13.

1. La Resurrección, signo del Reino

Es muy común considerar la resurrección de Jesús como un simple milagro biológico por el cual un cadáver tomó nuevamente vida para no abandonarla. O bien centrar toda la atención en la crónica de los relatos evangélicos como si éstos trataran de una descripción minuciosa de hechos que hubiesen sido presenciados por testigos oculares, algo así como hacen nuestros periodistas modernos.

Si todo se redujera a esto llegaríamos a una muy confusa conclusión, ya que si leemos los diversos relatos tanto de los evangelistas como de Pablo, nos encontraríamos con que existen evidentes contradicciones entre ellos, tanto acerca de la presencia de las mujeres, como de los apóstoles, del ángel y otras circunstancias más.

Si, en cambio, partimos de que para la primitiva comunidad cristiana la resurrección de Jesús es el acontecimiento fundamental de su fe y de que los relatos tratan de ahondar en el sentido de ese acontecimiento, nos encontramos con que nuestros ojos deben estar muy abiertos para saber descubrir el significado o los significados profundos de ese signo llamado «resurrección», que será siempre para la ciencia y para la historia un verdadero enigma.

En efecto, la resurrección no se instala en el más acá de la historia, sino en el más allá, pues es Ia misma puerta de entrada al Reino definitivo de Dios y su manifestación suprema. Comprender o pretender comprender la resurrección con un criterio biologista o simplemente historicista es lo mismo que querer abarcar el misterio del Reino desde esos mismos ángulos. Si toda la vida de Jesús no fue sino el abrirse del Reino tanto por sus palabras como por sus actos (signos), su resurrección fue la irrupción plena del Reino en el mundo, como si se anticipara en Cristo a fin de que los demás hombres nos aferráramos a él con segura confianza. Es así como Pablo pudo decirles a los corintios que dudaban del significado de la resurrección: "si Cristo no ha resucitado, nuestra fe es inútil" (1 Cor 15,14).

Quizá todo esto pueda sorprendernos, pero no nos debiera sorprender si pensamos que el Reino no es el establecimiento de cierta institución religiosa en el mundo (tal como pensaban los judíos) sino el advenimiento de la liberación total a un hombre que se siente pobre, ciego, oprimido, en lágrimas o muerto.

La palabra "resurrección", que de por sí sólo significa «levantarse», es la expresión evangélica de que en Cristo el Reino es ya una plena realidad. Cristo -como recuerda Rom 6,3-11- es el primero en ser liberado radicalmente de toda forma humana de servidumbre (servidumbre a la ley, al pecado y a la muerte, según Pablo) para surgir como un hombre que sólo ahora puede llamarse con propiedad «nuevo» porque no tiene ejemplar alguno similar en la raza humana adamítica.

Y siendo Cristo la cabeza de una nueva raza de hombres, el primero entre todos, su resurrección no se cierra en él como una aureola particular, sino que pasa a ser en la esperanza el patrimonio de toda la humanidad creyente.

Creer en la resurrección de Cristo es mucho más que afirmar que él fue sacado por Dios de la tumba; es reconocer que el proyecto de Dios se realiza en cada hombre, ahora sólo entre luchas y como primicias, mañana como total realidad. Por esto, la resurrección es la garantía de nuestro sentido de trascendencia. Los cristianos creemos --o debiéramos creer, por lo menos- que si hoy reina en el mundo la opresión bajo variadas formas, si nuestra historia se rige por la ley del más fuerte o astuto, si el odio y la ambición funcionan como motores de muchas gestas humanas, también estamos convencidos de que esa triste realidad puede cambiar y debe cambiar, no sólo relativamente sino absolutamente.

En síntesis: la palabra o el concepto de «resurrección» pretende significar que el Reino triunfa sobre el mundo tenebroso. El triunfo del Reino es la victoria de la vida en cuanto tal, la victoria sobre las limitaciones humanas, sobre los conflictos que prostituyen al hombre, sobre los obstáculos que se oponen a una liberación plena. Subrayamos la palabra «plena» porque el Reino de por sí, por ser de Dios, es plenitud de vida. En Cristo está esa plenitud, por eso él es nuestra plenitud, y en él vemos como anticipadamente cuál es la última intención de Dios sobre el hombre.

Jesús alcanza la resurrección después de pasar por la puerta estrecha de la muerte. En este sentido su resurrección nos muestra que morir como murió Cristo, en libertad y por amor, no es algo sin sentido, que su muerte no fue inútil ni el trágico desenlace que nos puede emocionar pero que sigue siendo un hecho «irreparable», tal como sucede en los cementerios donde encontramos lápidas que rezan la «irreparable pérdida que los deudos lloran acongojados».

El viernes santo veíamos en la muerte de Jesús la muerte brutal, anónima, silenciosa o heroica de millones de hombres sacrificados al ritmo de una historia manejada por las manos de los poderosos. Pues bien, esas muertes no son un absurdo ni una pérdida definitiva. Desde la resurrección de Cristo, ellas aparecen como una positiva contribución a la caída definitiva de toda estructura opresora -sea del signo que sea- que impida al hombre llegar a ser aquello para lo que fue llamado: la imagen de Dios, del Dios de la vida.

Que tal resurrección sea una utopía o un sueño de niños ingenuos no es algo que debamos discutir hoy. El cristiano no se avergüenza de creer en esta utopía, pues lo es, ya que «no tiene cabida aquí entre nosotros todavía».

Porque creemos en esta utopía -la utopia del Reino- aún podemos llamarnos cristianos. Y a eso le damos el nombre de esperanza. Y esta esperanza es al fin y al cabo la palanca que mueve la historia.

2. La Resurrección, fruto de la lucha diaria

La resurrección del domingo de Pascua no puede ser entendida si la desconectamos de toda la vida de Jesús. En efecto, Cristo no se encontró de repente y sorpresivamente con la resurrección que le ofrecía Dios; en realidad, recogió en su muerte lo que había sembrado durante toda su vida. Jesús luchó por la pervivencia del Reino entre los hombres; lo anunció, pero también lo hizo efectivo: dio de comer a los hambrientos, curó a los enfermos, se enfrentó con las autoridades, rebatió sus esquemas religiosos, criticó duramente la actitud de zorros de algunos y la voracidad de otros, sin pensar en ningún momento que todo se iba a resolver buenamente en la otra vida. No fue un piadoso idealista, un romántico de la revolución social o un poeta de la utopía. De ello dan testimonio todos los evangelios.

Sin embargo, no siempre el cristiano entendió que la esperanza del Reino -o de la resurrección- no podía limitarse a cruzar los brazos para que con la muerte todo se solucionara. Esta actitud fue definida en el siglo pasado como «opio del pueblo», como cortina de humo que impide al hombre asumir toda su responsabilidad en la liberación de los pueblos y de sí mismo. El cristianismo -como se desprende de los relatos de la resurrección- no es la religión de los muertos. «No busquéis entre los muertos al que está vivo...» No anuncia que la muerte todo lo resuelve y que es mejor estar en el cementerio con Dios que aquí entre los hombres. Por todo ello, nuestra fe en la resurrección implica por su misma esencia un compromiso cotidiano y real para que la liberación del Reino se haga presente aquí y ahora, si bien reconocemos de antemano que tal liberación podrá no ser completa y definitiva. Pero menos podrá ser completa si nos desentendemos de los conflictos que hoy vive la humanidad para refugiarnos en la religión del sopor y de la mentira.

La crisis de fe que atraviesa el mundo moderno no tiene por motivo la persona de Jesucristo ni la validez de su evangelio sino precisamente la ausencia de Cristo y del evangelio en el cristianismo tal como se lo vive. No es de fe de lo que se nos acusa sino de pereza y cobardía, dos vicios que son el anti-cristo por antonomasia. Decíamos que la resurrección del hombre y de la historia debe ser sembrada con hechos concretos. Los cristianos hemos pecado de idealismo y de buenas palabras. Tampoco bastan las buenas intenciones, ni siquiera las oraciones que hacemos por la paz, por los pobres y por cuanta necesidad hay en el mundo. Se necesitan estructuras concretas -perdonen si insistimos en esta palabra «concreta»- para que todo el esfuerzo que se derrocha en palabras durante todos los domingos del año se transforme en acciones mancomunadas, organizadas, pensadas, evaluadas, criticadas y superadas con un esfuerzo constante.

Por eso decíamos al principio que no se puede entender la resurrección de Jesús si no se la relaciona con toda su vida. Cuando Jesús dio su último aliento, terminó de triunfar en él la vida; pero ese triunfo comenzó cuando prefirió la pobreza de Belén, la oscuridad de Nazaret, la compañía de publicanos y prostitutas, el mal aliento de los leprosos, el hambre de los pobres, el dolor de los enfermos, etc.

Signo de este inteligente esfuerzo de Jesús es la creación de una comunidad que continúa en el tiempo y en el espacio la obra iniciada por él. Si él se limitó más bien a las ovejas perdidas de Israel y no traspasó los confines de su patria, envió a los suyos a proclamar el evangelio del Reino hasta los confines del mundo y hasta el final de los tiempos.

Por eso resucitó Jesús: para que hasta ese final, hasta la plenitud de la historia los hombres contáramos con su presencia, acicate y exigencia de una lucha que dentro o fuera del cristianismo no se puede detener...

3. La Resurrección, eclosión del Espíritu Pascua es «la fiesta» cristiana por antonomasia; es «el día del Señor», que se prolonga a lo largo de todo el año en cada domingo, pequeña pascua semanal. Pero es la fiesta de una comunidad renovada por el Espíritu de la vida. Según Pablo, fue el Espíritu Santo el que dio vida al cuerpo de Jesús transformándolo en el Señor y la cabeza de la Iglesia (Rom 8,11).

Pues bien, la Pascua -tan íntimamente relacionada con Pentecostés por lo que acabamos de decir, de tal forma que conforma con ella una sola solemnidad- adquiere sentido desde una comunidad cristiana que se renueva permanentemente a impulsos del Espíritu. Si la Nueva Alianza es la obra del Espíritu que graba en nuestros corazones la ley del amor, la Pascua es la eclosión e irrupción de ese Espíritu en hombres dispuestos a decirle sí a la vida.

Una de las experiencias más tristes del cristianismo es la de haber perdido la frescura del Espíritu, el permanente rebrotar de la primavera. Nunca podemos olvidarnos de que Jesús resucita en la luna llena de la primavera, como si toda la naturaleza que despierta de la muerte invernal fuese el preludio de un renacimiento universal, tanto de los hombres como del universo entero, como interpreta Pablo (Rom 8,19-23).

Pues bien -aunque en los domingos del tiempo pascual vamos a tener la oportunidad de reflexionar más detenidamente sobre este tema-, es importante que hoy tomemos conciencia de que una Pascua que no suponga la renovación de la comunidad es una pascua vacía. Es cierto que el empuje de una comunidad no puede ser constante y supone sus altibajos; por eso cada año surge la Pascua, cíclicamente, como una llamada a despertar y revitalizar lo que se ha transformado con el tiempo en rutina, tedio, cansancio, aburrimiento e indiferencia.

Vivir esta Pascua supone, por ejemplo, el esfuerzo por cambiar, por pensar de nuevo las cosas como si hoy mismo comenzáramos a hacerlas, como si todo lo ya hecho fuese sólo un peldaño en el ascenso hacia el Reino, plenitud de la vida.

La Pascua nos urge a profundizar en el significado de los textos bíblicos -tal como hace Jesús con los discípulos de Emaús- para aprender a ver con nuevos ojos cosas que antes no veíamos o veíamos de un modo imperfecto.

La Pascua no exige hoy preguntarnos por la marcha de esta comunidad, para ver si todo lo que se hace en ella está orientado al proyecto de Cristo, para encontrar los motivos de ciertos fracasos o para revisar por qué cierto esfuerzo no logra sus objetivos. Es inútil que hoy digamos celebrar la Pascua si la vida de nuestra comunidad no acusa cambio positivo alguno, si todo sigue con el mismo ritmo de inercia. Cierta quietud y perezosa estabilidad de nuestras comunidades suenan más a sábado que a domingo de Pascua.

El mejor testimonio de la resurrección de Jesús no son los textos bíblicos sino la renovación de la Iglesia, su constante rejuvenecimiento, su permanente búsqueda, su incansable acción.

En este sentido, hoy podemos preguntarnos: ¿Cuál es la pascua o «paso» que debemos dar este año? ¿Trabajamos en la comunidad con alegría, con espíritu de comprensión, con respeto mutuo, con espíritu de diálogo, con ganas de aportar sentimiento, pensamiento y acción al proyecto común? ¿No hay aspectos en los cuales nos hemos quedado dormidos, o no existen ciertas estructuras que más parecen una tumba vacía sobre la que nos inclinamos a llorar como aquellas mujeres del relato bíblico? Es triste constatar cómo muchos feligreses abandonan sus parroquias porque allí «no pasa nada» (no hay pascua), no se dan oportunidades o se coartan las iniciativas. Y, sin embargo, suele suceder... Pascua no es una palabra; es acción, es la fuerza del Espíritu. No es un orden estático sino el constante movimiento de la historia; es urgencia por pensar, por aportar, por mejorar. Es apertura a las nuevas ideas, a la sangre joven, a arriesgadas iniciativas... Podemos también hoy preguntarnos. ¿Por qué los varones y en general los jóvenes no se suelen sentir identificados con la Iglesia, y esa misma gente que nada pudo o supo hacer en su comunidad cristiana es capaz de hacer tantas cosas y con tanto sacrificio en un sindicato, en un partido político o en una organización de barrio? ¿O no será que tampoco creemos en la presencia del Espíritu en la gente de nuestro pueblo, que es lo mismo que negar que «todos hemos resucitado con Cristo»? La Pascua cuestiona hoy a toda la Iglesia para que se mire a sí misma con sinceridad y se pregunte si el abandono masivo de tantos cristianos no se debe precisamente a que la resurrección sólo es una palabra ritual, pero no la fuerza que dinamiza la vida de la sociedad.

La Pascua es el centro de la vida cristiana, de la liturgia, de la catequesis. Y esta Pascua debe ser anunciada. Pero anunciar la Pascua no es solamente decir que «Cristo resucitó»... Es creer, es tener confianza en el futuro, es vivir con optimismo, es derrochar energía y alegría. Hoy se necesitan, como ayer, testigos de la resurrección, pero ¿en qué consiste este testimonio que debe estar acorde con los tiempos que vivimos y con nuestra situación cultural y política?

En síntesis: hoy debemos interiorizar la Pascua, traducir el testimonio de los textos evangélicos en una forma de vida capaz de ilusionar y esperanzar a cuantos viven en esta coyuntura histórica.

Los apóstoles -como veremos en los próximos domingos- fueron testigos de una experiencia que transformó sus vidas. Pues bien, ¿cuál es esta experiencia nueva que debemos vivir y testificar? ¿Qué implica el dicho de Pablo de que «todos hemos resucitado con Cristo»? ¿De qué resucitamos y a qué resucitamos? Si Cristo es la primavera del mundo..., ¿cuáles son los brotes de esa primavera?

SANTOS BENETTI
EL PROYECTO CRISTIANO. Ciclo B.2º
EDICIONES PAULINAS.MADRID 1978.Págs. 178 ss.


14.

AMENAZADOS DE RESURRECCIÓN

él había resucitado de entre los muertos.

Cada vez es más intenso el afán de todos por estrujar la vida, reduciéndola al disfrute intenso e ilimitado del presente. Es la consigna que encuentra cada vez más adictos: «Lo queremos todo y lo queremos ahora».

No dominamos el porvernir y, por ello, es cada vez más tentador vivir sin futuro, actuar sin proyectos, organizar sólo el presente. La incertidumbre de un futuro demasiado oscuro parece empujarnos a vivir el instante presente de manera absoluta y sin horizonte. No parece ya tan importantes los valores, los criterios de actuación o la construcción del mañana. El mañana todavía no existe. Hay que vivir el presente.

Sin embargo, cada uno de nosotros vive más o menos conscientemente con un interrogante en su corazón. Podemos distraernos estrenando nuevo modelo de coche, disfrutando intensamente unas vacaciones, sumergiéndonos en nuestro trabajo diario, encerrándonos en la comodidad del hogar. Pero, todos sabemos que estamos "amenazados de muerte".

En el interior de la felicidad más transparente se esconde siempre la insatisfacción de no poder evitar su fugacidad ni poder saborearla sin la amenaza de la ruptura y la muerte. Y aunque no todos sentimos con la misma fuerza la tragedia de tener que morir un día, todos entendemos la verdad que encierra el grito de Miguel de ·Unamuno-M: «No quiero morirme, no, no, no quiero ni puedo quererlo; quiero vivir siempre, siempre, siempre, y vivir yo, este pobre yo que soy y me siento ser ahora y aquí».

Este pobre hombre que somos todos y cuyas pequeñas esperanzas se ven tarde o temprano malogradas e, incluso, completamente destrozadas, necesita descubrir en el interior mismo de su vivir un horizonte que ponga luz y alegría a su existencia. Felices los que esta mañana de Pascua puedan comprender desde lo hondo de su ser, las palabras de aquel periodista guatemalteco que, amenazado de muerte, expresaba así su esperanza cristiana:

«Dicen que estoy amenazado de muerte... ¿Quién no está amenazado de muerte? Lo estamos todos desde que nacemos... Pero hay en la advertencia un error conceptual. Ni yo ni nadie estamos amenazados de muerte. Estamos amenazados de vida, amenazados de esperanza, amenazados de amor.

Estamos equivocados. Los cristianos no estamos amenazados de muerte. Estamos «amenazados» de resurrección. Porque además del Camino y la Verdad, él es la Vida, aunque esté crucificada en la cumbre del basurero del Mundo».

JOSE ANTONIO PAGOLA
BUENAS NOTICIAS
NAVARRA 1985.Pág. 47 s.


15

DIOS LO HA RESUCITADO

Vio y creyó...

Pocos escritores han logrado hacernos intuir el vacío inmenso de un universo sin Dios, como el poeta alemán Jean Paul en su escalofriante "Discurso de Cristo muerto" escrito en 1795. Jean Paul nos describe una visión terrible y desgarradora. El mundo aparece al descubierto. Los sepulcros se resquebrajan y los muertos avanzan hacia la resurrección. Aparece en el cielo un Cristo muerto. Los hombres corren a su encuentro con un terrible interrogante: ¿No hay Dios? y Cristo muerto les responde: No lo hay. Entonces les cuenta la experiencia de su propia muerte: «He recorrido los mundos, he subido por encima de los soles, he volado con la vía láctea a través de las inmensidades desiertas de los cielos. Pues bien, no hay Dios. He bajado hasta lo más hondo a donde el ser proyecta su sombra, he mirado dentro del abismo y he gritado allí: ¡Padre! ¿Dónde estás? Sólo escuché como respuesta el ruido del huracán eterno a quien nadie gobierna... Y cuando busqué en el mundo inmenso el ojo de Dios, se fijó en mí una órbita vacía y sin fondo...».

Entonces los niños muertos se acercan y le preguntan: Jesús, ¿ya no tenemos Padre? Y él contestó entre un río de lágrimas: Todos somos huérfanos. Vosotros y yo. ¡Todos estamos sin Padre!...».

Después Cristo mira el vacío inmenso y la nada eterna. Sus ojos se llenan de lágrimas y dice llorando: «En un tiempo viví en la tierra. Entonces todavía era feliz. Tenía un Padre infinito y podía oprimir mi pecho contra su rostro acariciante y gritarle en la muerte amarga: ¡Padre! saca a tu hijo de este cuerpo sangriento y levántalo a tu corazón. Ay, vosotros, felices habitantes de la tierra que todavía creéis en El. Después de la muerte, vuestras heridas no se cerrarán. No hay mano que nos cure. No hay Padre...».

Cuando el poeta despierta de esta terrible pesadilla, dice así. «Mi alma lloró de alegría al poder adorar de nuevo a Dios. Mi gozo, mi llanto y mi fe en El fueron mi plegaria». Cristianos habitados por una fe rutinaria y superficial, ¿no deberíamos sentir algo semejante en esta mañana de Pascua? Alegría. Alegría incontenible. Gozo y agradecimiento. «Hay Dios. En el interior mismo de la muerte ha esperado a Jesús para resucitarlo. Tenemos un Padre. No estamos huérfanos. Alguien nos ama para siempre». Y si ante Cristo resucitado, sentimos que nuestro corazón vacila y duda, seamos sinceros. Invoquemos con confianza a Dios. Sigamos buscándole con humildad. No lo sustituyamos por cualquier cosa. Dios está cerca. Mucho más cerca de lo que sospechamos.

JOSE ANTONIO PAGOLA
BUENAS NOTICIAS
NAVARRA 1985.Pág. 165 s.


16.

Para este proyecto he optado, en las misas de la mañana, por el evangelio de Marcos, el mismo de la Vigilia, por ser él el "evangelista del año". Para las misas vespertinas, por el de Lucas (Emaús): en este caso se sustituye el primer párrafo por el segundo. Como segunda lectura he elegido la de Colosenses.

• (La mejor noticia del año)

(En las misas de la mañana: Alegraos, hermanos. El ángel nos lo ha anunciado también a nosotros, no sólo a las mujeres que acudieron al sepulcro: "¿Buscáis a Jesús el Nazareno, el crucificado? No está aquí. Ha resucitado").

(En las misas de la tarde: Alegraos, hermanos. Los apóstoles nos han asegurado también a nosotros, como a los dos discípulos de Emaús: "¡Era verdad: ha resucitado el Señor!". Y los que venían de Emaús, a su vez, contaron a todos la experiencia que habían tenido al reconocer al Señor Resucitado en la fracción del pan).

Fue el acontecimiento que cambió la vida de aquellos primeros discípulos de Jesús. Y que nos llena de alegría también a nosotros. Tenemos todo motivo para cantar, como hemos hecho hace un momento: "Este es el día en que actuó el Señor: sea nuestra alegría y nuestro gozo".

Algunos de nosotros ya lo hemos celebrado esta noche pasada, en la solemne Vigilia Pascual. Y miles y miles de comunidades cristianas lo están celebrando en todo el mundo, en este domingo que es el más importante de los domingos del año y también el momento central del Año Santo del Jubileo. Por eso hemos encendido este hermoso Cirio Pascual, que arderá en las misas de las siete semanas del Tiempo Pascual que empieza hoy, 23 de abril, hasta el día 11 de junio, el domingo de Pentecostés. Como símbolo silencioso pero expresivo de la presencia viva del Señor Resucitado.

• (Cristo ha iniciado su Vida Nueva; nosotros también)

Las lecturas nos ayudan a darnos cuenta de la importancia de esta fiesta: Cristo Jesús, después del trágico camino de la cruz y de la muerte, ha sido resucitado a una Vida Nueva por la fuerza de Dios.

¿Os habéis dado cuenta del valiente testimonio que ha dado Pedro, el que había negado cobardemente a Jesús? Ahora, como hemos leído en la primera lectura, delante de todos declara: "A Jesús de Nazaret lo mataron colgándolo de un madero. Pero Dios lo resucitó al tercer día y nos lo hizo ver a nosotros, que hemos comido y bebido con él después de su resurrección". A partir de ahora nadie podrá hacer callar a Pedro. Ni a los demás discípulos, que irán anunciando a todos la buena noticia: "Dios ha nombrado a Jesús juez de vivos y muertos. Los que creen en él reciben, por su nombre, el perdón de los pecados".

Si creemos esta buena noticia, algo tiene que cambiar en nuestra vida. Ante todo, se nos ha invitado a vivir pascualmente, o sea, según el estilo de vida de Jesús. Pablo, en la segunda lectura, nos ha propuesto, a los que hemos sido bautizados en Cristo Jesús, un programa muy dinámico y exigente: "Ya que habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de allá arriba... aspirad a los bienes de arriba, no a los de la tierra". Todos entendemos qué diferencia hay entre vivir según los criterios de este mundo, que se obsesiona con los intereses de aquí abajo, y vivir según los criterios de Jesús, que nos incita a poner los ojos en los valores definitivos. Vivir según la Pascua significa vivir en alegría, sin perezas, sin cobardías ni medias tintas. La Pascua de Cristo tiene que llegar a ser también nuestra Pascua. Para que nuestra vida sea más enérgica, más claramente inspirada en la alegría del Resucitado.

• (Saber anunciar a otros la noticia de la Pascua)

Pero además tendríamos que anunciara los que nos rodean nuestra fe pascual. La comunidad cristiana, siguiendo el ejemplo de aquellos primeros discípulos, y sobre todo de Pedro, hace ya dos mil años que proclama ante el mundo este acontecimiento que ha cambiado la historia. Entonces decía Pedro: "Nosotros somos testigos... nos encargó predicar, dando solemne testimonio, su resurrección". Las mujeres, después del susto inicial, fueron también las primeras anunciadoras de la noticia. Los de Emaús corrieron a decírsela a los demás discípulos.

¿Y nosotros? Todos podemos ser misioneros y mensajeros, no tanto con discursos sino con nuestro estilo de vida, de la noticia de la Pascua, de la convicción de que la salvación está en Cristo Jesús, que él es quien da sentido a nuestra existencia, que vale la pena seguir su camino porque ahí está la verdadera felicidad. Cada uno en su ambiente: en nuestra familia (los padres a los hijos y los hijos a los padres), en nuestra sociedad (en el mundo del trabajo o de las amistades o de la escuela o de las distintas actividades), en la comunidad cristiana (con la catequesis, con la colaboración en la vida parroquial)...

Si celebramos bien la Eucaristía, nuestro encuentro con el Resucitado, en que él nos comunica su vida, tendremos ánimos para ser, en la historia de cada día, unas personas "pascuales", que contagian a todos la alegría de su fe.

J. ALDAZÁBAL
MISA DOMINICAL 2000, 6, 17-18


17.

SI A LA VIDA

Cuando uno es cogido por la fuerza de la resurrección de Jesús, comienza a entender a Dios de una manera nueva, como un Padre "apasionado por la vida" de los hombres, y comienza a amar la vida de una manera diferente.

La razón es sencilla. La resurrección de Jesús nos descubre, antes que nada, que Dios es alguien que pone vida donde los hombres ponemos muerte. Alguien que genera vida donde los hombres la destruimos.

Tal vez nunca la humanidad, amenazada de muerte desde tantos frentes y por tantos peligros que ella misma ha desencadenado, ha necesitado tanto como hoy hombres y mujeres comprometidos incondicionalmente y de manera radical en la defensa de la vida. Esta lucha por la vida debemos iniciarla en nuestro propio corazón, «campo de batalla en el que dos tendencias se disputan la primacía: el amor a la vida y el amor a la muerte» (E. Fromm).

Desde el interior mismo de nuestro corazón vamos decidiendo el sentido de nuestra existencia. O nos orientamos hacia la vida por los caminos de un amor creador, una entrega generosa a los demás, una solidaridad generadora de vida... O nos adentramos por caminos de muerte, instalándonos en un egoísmo estéril y decadente, una utilización parasitaria de los otros, una apatía e indiferencia total ante el sufrimiento ajeno. Es en su propio corazón donde el creyente, animado por su fe en el resucitado debe vivificar su existencia, resucitar todo lo que se le ha muerto y orientar decididamente sus energías hacia la vida, superando cobardías, perezas, desgastes y cansancios que nos podrían encerrar en una muerte anticipada.

Pero no se trata solamente de revivir personalmente sino de poner vida donde tantos ponen muerte.

La «pasión por la vida» propia del que cree en la resurrección, debe impulsarnos a hacernos presentes allí donde «se produce muerte», para luchar con todas nuestras fuerzas frente a cualquier ataque a la vida.

Esta actitud de defensa de la vida nace de la fe en un Dios resucitador y «amigo de la vida» y debe ser firme y coherente en todos los frentes.

Quizás sea ésta la pregunta que debamos hacernos esta mañana de Pascua: ¿Sabemos defender la vida con firmeza en todos los frentes? ¿Cuál es nuestra postura personal ante las muertes violentas, el aborto, la destrucción lenta de los marginados, el genocidio de tantos pueblos, la instalación de armas mortíferas sobre las naciones, el deterioro creciente de la naturaleza?

JOSE ANTONIO PAGOLA
BUENAS NOTICIAS
NAVARRA 1985.Pág. 283 s.


18.

Los cristianos hablamos casi siempre de la resurrección de Cristo como de un acontecimiento que constituye el fundamento de nuestra propia resurrección y es promesa de vida eterna, más allá de la muerte. Pero, muchas veces, se nos olvida que esta resurrección de Cristo es, al mismo tiempo, el punto de partida para vivir ya desde ahora de manera renovada y con un dinamismo nuevo. Quien ha entendido un poco lo que significa la resurrección del Señor, se siente urgido a vivir ya esta vida como «un proceso de resurrección», muriendo al pecado y a todo aquello que nos deshumaniza, y resucitando a una vida nueva, más humana y más plena.

No hemos de olvidar que el pecado no es sólo ofensa a Dios. Al mismo tiempo, es algo que paga siempre con la muerte, pues mata en nosotros el amor, oscurece la verdad en nuestra conciencia, apaga la alegría interior, arruina nuestra dignidad humana. Por eso, vivir «resucitando» es hacer crecer en nosotros la vida, liberarnos del egoísmo estéril y parasitario, iluminar nuestra existencia con una luz nueva, reavivar en nosotros la capacidad de amar y de crear vida.

Tal vez, el primer signo de esta vida renovada es la alegría. Esa alegría de los discípulos «al ver al Señor». Una alegría que no proviene de la satisfacción de nuestros deseos ni del placer que producen las cosas poseídas ni del éxito que vamos logrando en la vida. Una alegría diferente que nos inunda desde dentro y que tiene su origen en la confianza total en ese Dios que nos ama por encima de todo, incluso, por encima de la muerte.

Hablando de esta alegría, Macario el Grande dice que, a veces, a los creyentes «se les inunda el espíritu de una alegría y de un amor tal que, si fuera posible, acogerían a todos los hombres en su corazón, sin distinguir entre buenos y malos». Es cierto. Esta alegría pascual impulsa al creyente a perdonar y acoger a todos los hombres, incluso a los más enemigos, porque nosotros mismos hemos sido acogidos y perdonados por Dios.

Por otra parte, de esta experiencia pascual nace una actitud nueva de esperanza frente a todas las adversidades y sufrimientos de la vida, una serenidad diferente ante los conflictos y problemas diarios, una paciencia grande con cualquier persona.

FE/EXP-PASCUAL: Esta experiencia pascual es tan central para la vida cristiana que puede decirse sin exagerar que ser cristiano es, precisamente, hacer esta experiencia y desgranarla luego en vivencias, actitudes y comportamiento a lo largo de la vida.

JOSE ANTONIO PAGOLA
SIN PERDER LA DIRECCION
Escuchando a S.Lucas. Ciclo C
SAN SEBASTIAN 1944.Pág. 41 s.