21 HOMILÍAS PARA EL CICLO A DE LA FIESTA DE LA ASCENSIÓN
1-8

 

1.

Yo me imagino que los Apóstoles, después de la angustia del Viernes Santo, debían vivir gozosos los días siguientes a la Resurrección disfrutando de la presencia del Señor, recordando con El momentos y acontecimientos de su vida pasada, sintiendo su cercanía, asimilando sus enseñanzas y anhelando el cumplimiento de sus promesas. Es seguro que aquellos hombres no olvidarían nunca los momentos vividos juntos al Resucitado y que, cuando los vivieron, debieron desear que no acabasen.

Pero no se puede vivir de nostalgias. Aquellos hombres no estaban previstos desde toda la eternidad para estar siempre quietos alrededor del Maestro, oyéndole y comiendo con El el pescado que había preparado amorosamente para ellos. Cristo se encarga de sacarlos de su ensimismamiento y, en vísperas de su marcha definitiva, les da una "orden terminante": Id al mundo. Es una llamada de atención que los orienta hacia su verdadero destino, que les deja claro lo que tiene que ser su principal foco de atención: los hombres.

Todo lo que habían vivido, lo que habían oído, lo que habían presenciado, todo lo que se les prometía, no les era dado para ellos solos, para que lo guardaran en el fondo de su corazón o en los entresijos de su memoria; les había sido dado para que lo transmitieran a los hombres, a todos los hombres. Y para eso tenían que vivir con los hombres, ser como ellos, participar activamente de sus problemas, de sus inquietudes, sus esperanzas y sus desasosiegos; tenían que estar al lado de los hombres compartiendo con ellos lo que verdaderamente les interesa, aquello para y por lo que viven, aquello que da sentido a su existencia. De ninguna manera se puede concebir a un cristiano viviendo al margen de los hombres y por eso no puede justificarse la imagen, común hasta hace poco e incluso en nuestros días, del cristiano indiferente ante los acontecimientos vitales de su tiempo, empequeñecido ante la evolución del mundo, miedoso ante las novedades, esquivo ante la marcha de la historia. Un cristiano así no ha entendido su misión y, desde luego, nunca podrá ser semilla, fermento, luz y sal. De ninguna manera.

Parece evidente que hay que ir al mundo. Lo dice claramente Cristo. Y además dice para qué hemos de ir: para hacer discípulos. Atención a la palabra: discípulos, no prosélitos.

Prosélitos hacían los fariseos y en su fanatismo eran capaces de recorrer el mar para conseguir un solo prosélito. Pero cuando lo conseguían convertían al prosélito en un ser desgraciado, agobiado con las pesadas cargas que echaban sobre sus hombros, atado al carro de la Ley. Nada tiene esto que ver con el mandato de Cristo. El Señor quiere discípulos, no prosélitos; discípulos que respiren el aura de libertad que El trajo a la tierra; que sean como el Maestro. Quiere discípulos que, como El, digan que hay que ocupar los últimos puestos y los ocupen; que digan que hay que servir a los hombres y que los sirvan de verdad; que digan que Dios es amor y se lo crean y lo vivan; que digan que hay que perdonar y perdonen; que digan que los pobres y los que sufren y los que no saben son los preferidos de Dios y sean también sus preferidos. Hay que ir al mundo para conseguir discípulos de un Maestro que vivió todo cuanto dijo. Conseguir esta clase de discípulos es fundamental para el cristianismo porque los hombres podrán discutir las palabras e incluso las ideas pero difícilmente discuten la vida, los hechos, las realidades contantes y sonantes. De ahí que los cristianos no seremos eficaces, sobrenaturalmente hablando, si no somos capaces, individual y colectivamente (como Iglesia) de vivir lo que decimos creer.

Es fundamental adquirir ese estilo de vida, reflejo práctico de la fe si queremos cumplir fielmente el mandato del Señor que hoy nos recuerda expresivamente el Evangelio. Y para que podamos cumplirlo, el propio Evangelio recoge hoy una espléndida promesa de Cristo: "Y sabed que Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo". Es una promesa que deberíamos recordar "todos los días". El que manda a los suyos al mundo con la misión de descubrirle a Dios no es ningún muerto ni un gran ausente, es un ser vivo que está respirando al lado de cada uno de los suyos, todos los días. Si los cristianos podemos ir al mundo sin miedo y sin complejos es porque sabemos que no vamos solos, que junto a nosotros está realmente el Maestro, tan realmente como estaba con aquellos once que les oían sus últimas palabras sobre la tierra. Es importante que nos creamos esto y que lo vivamos, porque ahí radicará nuestra fuerza. Es muy posible que en nuestra salida al mundo sintamos frecuentemente la tentación de abandonar el intento, de refugiarnos en nuestros cuarteles de invierno para huir de la responsabilidad o para luchar contra el desaliento o la impotencia. Nada de esto sucederá de forma definitiva, aunque sintamos la tentación, si estamos convencidos de la verdad que encierra la promesa que hoy nos hace Cristo; si de verdad creemos que a nuestro lado, participando de nuestras dudas, decisiones, avances y retrocesos, está Cristo vivo.

Hay que pensar en este Día de la Ascensión cómo cumplimos el mandato de ir al mundo, de salir de nosotros y de nuestra cómoda indiferencia; hay que pensar hasta que punto cumplimos el mandato de Cristo y vivimos junto a los hombres enseñándoles cómo se practica todo lo que El enseñó; hasta qué punto estamos convencidos de que tenemos en la mano la mejor solución para el mundo, que cambiaría radicalmente si se aproximara a la autentica doctrina de Cristo basada fundamentalmente en una gran verdad: que Dios es Padre y todos los hombres hermanos. El mundo nuestro, a pesar de sus ampulosas declaraciones, está falto de la voz que le lleve el eco de Cristo y le haga reaccionar ante tanta promesa incumplida y tanto deseo insatisfecho.

DABAR 1987/31


2. AMBIENTACIÓN GENERAL

1. La Ascensión se celebra el domingo anterior a Pentecostés. Han quedado acumuladas así dos fiestas, separadas tradicionalmente por un domingo que era preparación y espera para la venida del Espíritu Santo. Al mismo tiempo, se rompe la precisión del esquema temporal de los escritos de Lucas.

2. La Ascensión es un doble de la Pascua: ésta subraya que el crucificado vive y no ha abandonado a los suyos; aquella, que fue exaltado a la derecha del Padre, al ámbito de Dios. No celebramos una partida o una despedida: a la partida de Jesús asistíamos conmovidos el viernes santo y su despedida la celebrábamos el jueves, con la Cena. Jesús nos "deja" como nos dejamos todos nosotros: por la muerte. La Ascensión no tiene nada de sentimiento; todo es en ella alegría exultante, porque celebramos la exaltación del crucificado.

3. En este sentido habrá que corregir el esquema espacio-temporal de la primera lectura, tan conocida: "Jesús fue haciendo y enseñando hasta el día en que... ascendió al cielo..., lo vieron levantarse hasta que una nube lo quitó de la vista". La predicación popular añadía, además, una comida de despedida, después de la cual fueron al monte de los olivos donde Jesús se elevó físicamente. No se trata de dedicar la homilía a "combatir" nada; pero hay que velar por el lenguaje y los acentos y no favorecer en nada esta escenografía.

4. Por eso son útiles la segunda lectura ("resucitándolo de entre los muertos y sentándolo a su derecha en el cielo": todo en un único movimiento) y el evangelio: el encuentro de los discípulos con el Resucitado en el monte, en la Galilea, escena hacia la que converge y termina el evangelio de Mateo. Jesús proclama su soberanía absoluta ("Se me ha dado pleno poder en el cielo y en la tierra") y envía a los discípulos en misión universal ("Id"). No es una "ascensión" o una "partida" sino un "descenso" parecido a la teofanía del Sinaí: el Resucitado es el Señor de la gloria.

5. La exaltación de Jesús sobrepasa toda grandeza creada: "por encima de todo principado, potestad, fuerza y dominación, y por encima de todo nombre conocido" (segunda lectura). Pues bien, "donde nos ha precedido él, que es nuestra cabeza, esperamos llegar también nosotros" (oración colecta).

ALGUNAS INDICACIONES CONCRETAS 

1. La Ascensión. Ascensión significa subida: hacemos una ascensión al pico de Aneto o al Montblanc. Jesús "sube" a la derecha del Padre "por encima de todo nombre conocido". Uno de nosotros ha sido introducido en el mismo ámbito de Dios: ¡claro que está por encima de todas las grandezas que los hombres ambicionamos: fama, autoridad, influencia...! 

2. Y subió al cielo y está sentado a la derecha del Padre. Jesús no se elevó como los globos que entusiasman a los pequeños, como un avión o una nave espacial (el Columbia). Así como la tierra es nuestra casa, llamamos cielo a la "casa" de Dios: "Padre nuestro que estás en los cielos". Modos de decir: Dios no tiene una casa y una patria; está presente en todas partes. Jesús no fue arriba ni abajo ni adentro. Murió (con la muerte dejó, como cada uno de nosotros, nuestro mundo: este modo de vivir y de amar que conocemos y experimentamos) y pasó al modo de vivir y de amar de Dios, que está muy por encima de nuestras realidades. Por eso decimos que "subió al cielo". Y añadimos "está sentado a la derecha del Padre" para indicar que el Padre lo asocia íntimamente a su vida y a su gloria.

3. Pascua y Ascensión. Estrictamente hablando, la Ascensión no añade nada a la Pascua. El hecho de que Jesús resucitara no significa que reviviera como Lázaro o como uno que "vuelve a nacer" después de muchos días en estado de coma. Significa que, después de la muerte, continúa viviendo de un modo rico y pleno: como Dios; que ha sido transfigurado a imagen y semejanza del Padre. Celebramos la Pascua durante siete semanas. Hasta ese momento poníamos el acento en el hecho de que Jesús vive -es el Viviente por excelencia-, que no nos ha dejado, que está con nosotros. La Ascensión subraya su glorificación. La primera lectura lo explica como una gran "representación teatral"; la segunda lectura afirma: el Padre resucitó a Cristo de entre los muertos y lo sentó a su derecha (Resurrección y Ascensión constituyen un único acontecimiento); el evangelio presenta al Señor de la gloria ejerciendo su soberanía: "Se me ha dado pleno poder en el cielo y en la tierra".

4. La Ascensión de Cristo es también nuestra elevación. En la Pascua celebrábamos la resurrección de Cristo y la nuestra; hoy, su exaltación y la nuestra: él es totalmente para nosotros, los hombres. Los cristianos fuimos incorporados a él por el bautismo. La segunda lectura lo afirma claramente: "la extraordinaria grandeza de su poder (del Padre) para nosotros, los que creemos, según la eficacia de su fuerza poderosa, que desplegó en Cristo resucitándolo de entre los muertos y sentándolo a su derecha". Estas celebraciones son fuente de vida, de gozo y de esperanza inagotables.

5. ¿Qué hacéis ahí plantados mirando al cielo? Id y haced discípulos de todos los pueblos. La Ascensión no nos evade de la vida cotidiana. No debemos embelesarnos mirando al cielo ni encerrarnos en la propia intimidad y gozar egoísticamente del don de Dios. "El mismo Jesús volverá" y nos llevará con él.

Entretanto debemos ser testigos de lo que vivimos y proclamar las maravillas que hizo Dios para que más gente de todas partes se hagan discípulos de Cristo.

JOSEP M TOTOSAUS
MISA DOMINICAL 1981/11


3.

-A los cuarenta días. Durante seis semanas, cuarenta días, venimos reflexionando sobre el misterio de nuestra fe, la razón de nuestra esperanza, que es la resurrección de Jesús. Porque si Cristo no ha resucitado, dice san Pablo, vana es nuestra fe y nosotros no somos más que unos pobres ilusos. Pero Cristo ha resucitado. Hay testigos. En estas últimas semanas, desde Pascua, hemos escuchado el testimonio de Pedro y Juan, el de María Magdalena, el de los discípulos de Emaús, el de Tomás, el de los once. Y el testimonio de los apóstoles nos merece crédito. Por eso nuestra fe es apostólica. Y ahora nos toca a nosotros ser testigos y acreditar ante el mundo este acontecimiento revolucionario de la resurrección. Porque si la vida sigue más allá de la muerte y a pesar de la muerte, ni la muerte es lo que parece y tememos ni esta vida es la vida. Al menos no es todo en la vida, pues hay más vida que esta que vivimos de momento. Y esta fe, este convencimiento, es suficientemente subversivo como para cambiar radicalmente nuestras vidas, si creemos, y la vida del mundo, si somos capaces de contagiar nuestra esperanza y nuestro modo de vida en la caridad.

-La ascensión de Jesús. Tiene esta doble consideración. De una parte, confirmar nuestra fe en la resurrección de Jesús, que vive y sube al cielo y se sienta junto al Padre. Así es como podemos expresar lo inexplicable. Lo que aún no sabemos, pero creemos y esperamos. De otra parte, convencernos que ésta es nuestra hora, la de nuestra responsabilidad. Jesús sube al cielo, para que nosotros estemos en la tierra. Se va al Padre, para que nosotros estemos con los hermanos. Termina, para que nosotros empecemos y continuemos su obra. Mejor dicho, hace como el que se va, para que no nos confiemos, para que no permanezcamos pasivos, pensando que él lo va a hacer todo. Se va y se queda para infundirnos su espíritu y enrolarnos en su causa.

-¿Qué hacéis mirando al cielo? No es hora de andar con contemplaciones. Es la hora de salir a la plaza pública, de recorrer los caminos y las ciudades para dar a todos la Gran Noticia. La oración y la contemplación, indispensables en la vida cristiana, sólo tienen sentido como alimento de la fe, para que nuestras obras sean las obras de la fe, y no la de los intereses o conveniencias. En todo caso, la oración y la liturgia son el sostén de la esperanza, para que no nos cansemos en la empresa. Son como el Tabor, cuyo sentido apunta a la cruz, al servicio, al amor y a la solidaridad.

-Id y haced discípulos. Pero la gran tarea que surge con la ascensión del Señor, es la de ir al mundo y hacer discípulos. Ese es el encargo que recoge Mateo. Y es también el que transmite Lucas, que empieza los Hechos describiendo la ascensión, para centrarse enteramente en la predicación de Pedro y Pablo y los apóstoles. El mundo es nuestra responsabilidad y los hombres son nuestros interlocutores. La Iglesia no es un círculo de creyentes, sino un movimiento de acercamiento a todos para que puedan creer. Lo importante de la Iglesia no es ella, sino Jesús, y la misión confiada por Jesús. Y esa misión es evangelizadora, animadora, motivadora.

Frente a tanta mala noticia, el hombre necesita más que nunca la Buena Noticia. No se trata de censurar a los otros, ni de condenar a nadie, sino de hacer posible y gozosa la salvación de todos.

Como Jesús hacía con sus parábolas, así debemos hacer nosotros, ayudando a todos a descubrir en el mundo y en la vida la huella de Dios. Quizá haya que denunciar el mal y la cizaña, pero sobre todo hay que señalar todo lo bueno, lo justo, lo noble, lo hermoso de la vida, para que crezca en todos la esperanza de una vida mejor, de un mundo más feliz, de una humanidad solidaria y en paz, como una familia.

-¿Qué podemos hacer? Esa es siempre la gran pregunta. Pero esa es también, a veces, la gran coartada para no hacer nada y justificar nuestra indolencia. Porque Jesús no nos abandona. Nos deja su espíritu para que nos ayude a conocer la gran revelación, para que nos ayude a comprender la gran esperanza, para que nos haga ver el poder de Dios que se manifiesta en Jesús. Con ese espíritu no tenemos nada que temer. Dejemos que se exprese libremente en nuestra vida. Y aún más, tenemos la Iglesia, que es como el cuerpo de Jesús, su continuación. En la Iglesia y a través de ella podemos encauzar nuestras iniciativas y encontrar aliento en nuestros esfuerzos. Solos podemos hacer bien poco, pero como Iglesia y en la Iglesia podemos hacer muchísimo. La estructura y las organizaciones y movimientos eclesiales pueden y deben ser los vehículos que canalicen todos nuestros esfuerzos.

No podemos hacer todos todo, pero entre todos, con todos, podemos hacer todo Io que Jesús nos ha encomendado.

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-¿Seguimos plantados mirando al cielo? ¿Miramos alguna vez al cielo? ¿Somos activos o contemplativos? ¿Por qué no somos cristianos sólo?

-Si estamos bautizados, ¿por qué no estamos dispuestos a realizar la tarea de la fe? ¿Por qué no pasamos del rito al reto del Reino?

-¿Buscamos el Reino de Dios y su justicia? ¿Somos heraldos del Reino? ¿Qué anunciamos, qué dicen nuestras obras, nuestras palabras, nuestras ilusiones, nuestras expectativas?

-¿Vamos a la Iglesia? ¿Estamos en la Iglesia? ¿Pero la Iglesia no es el templo? ¿Qué hacemos en y con la Iglesia?

-¿Participamos en la misión de la Iglesia? ¿En qué colaboramos con nuestra parroquia? ¿Estamos activos en sus organizaciones? ¿Damos algo más en el voluntariado?, ¿o lo dejamos todo para profesionales? ¿Cómo, entonces, profesamos nuestra fe?

EUCARISTÍA 1993/26


4.

-La fiesta de la Ascensión

Cada domingo lo repetimos: "Subió al cielo, está sentado a la derecha del Padre". Son palabras de nuestra profesión de fe, palabras del Credo, que nos recuerdan lo que celebramos hoy, en este domingo de la Ascensión.

Hoy, en este día de la Ascensión, celebramos que Jesús es nuestro Señor, el que nos precede. Jesús es aquel que es hombre como nosotros y que vive por siempre la vida de Dios.

-Jesús, hombre como nosotros, nos precede y nos sentimos orgullosos de él ¿Recordáis la noche de Pascua, la celebración de la Vigilia pascual? En medio de la noche, en medio de la oscuridad, encendíamos una luz. Y aquella luz nos precedía, y nosotros la seguíamos, y encendíamos nuestras velas en la llama de aquel cirio. Y así significábamos que era Jesús quien nos iluminaba, Jesús vivo, Jesús vencedor de todo mal y de la muerte.

Aquel Jesús muerto por amor y resucitado por la fuerza del Padre, aquel Jesús que llenó el mundo de su Buena Nueva capaz de trasformarlo todo, aquel Jesús que compartió nuestra condición humana tan débil, aquel Jesús... aquel Jesús que nos ha abierto a todos, a cada creyente, y a cada hombre y cada mujer del mundo entero, un camino capaz de llenarnos de esperanza, de fuerza, de gozo, de confianza.

Hoy miramos a Jesús y nos sentimos orgullosos de él. Es uno como nosotros, un compañero nuestro, un amigo nuestro, que ha vivido como nosotros desearíamos vivir, que ha amado como nosotros querríamos amar, que ha entregado su vida como nosotros desearíamos saber entregarla. Y porque ha vivido así, porque ha amado así, porque ha entregado su vida así, ahora lo podemos reconocer como Señor, como camino, como verdad, como vida para todos.

Él mismo lo decía en el evangelio, despidiéndose de sus discípulos: "Se me ha dado pleno poder en el cielo y en la tierra". Que quiere decir: "Todo lo que Dios es, todo lo que Dios quiere mostrar a los hombres, el camino que Dios quiere que los hombres y mujeres de este mundo sigan, y la tierra entera siga, se encuentra en mí, en la manera como yo he vivido, en la manera como yo he amado, en la manera como yo he entregado la vida". Ahora, el poder de Dios es Jesús, la vida de Jesús, la muerte y la resurrección de Jesús.

-Cada hombre y cada mujer somos de la misma raza que Jesús, la raza de Dios Nosotros estamos orgullosos por él. Y a la vez que nos sentimos orgullosos de Jesús, me atrevería a decir que nos podemos sentir también orgullosos de nosotros mismos, de nuestra condición humana. Porque ser hombre y ser mujer en este mundo, quiere decir ser de la misma raza que Jesús, de la misma especie que Jesús, de la misma familia que Jesús. Hoy, cuando nos demos la paz y miremos a nuestros vecinos de asiento, y cuando salgamos a la calle y miremos los rostros de la gente que nos vamos encontrando a nuestro paso, fijémonos bien en ellos y démonos cuenta de que son de la misma raza y de la misma familia que Jesús. Y sintámonos orgullosos de ello. Y cuando lleguemos a casa, mirémonos en el espejo y démonos cuenta de que cada uno de nosotros es de la misma raza y de la misma familia que Jesús. Y sintámonos orgullosos de ello también.

Porque nuestra condición humana, la de cada uno de nosotros, la de nuestra familia, la de nuestros amigos, compañeros y vecinos, la de la gente desconocida que nos encontramos por la calle, tanto si tienen buena pinta como si no, y la de cualquier hombre y cualquier mujer, es la misma condición de Jesús. Y es -y es lo que celebramos hoy- la misma condición de Dios. Nuestra condición humana es la misma condición de Dios. Nuestra raza es la raza de Dios.

-La fiesta de la Ascensión nos invita a vivir como Jesús Celebramos hoy la fiesta de la Ascensi6n con ganas de vivir nuestra vida con la misma intensidad con que Jesús la ha vivido, con que Dios la ha vivido. Con el mismo amor, con la misma fidelidad, con la misma entrega. Porque, ¿cómo podría ser de otro modo? ¡No seríamos felices si no tuviéramos ganas de vivir así!

El domingo que viene acabaremos las fiestas de Pascua celebrando el don del Espíritu Santo. Es el don que Jesús prometió a sus discípulos cuando se iba al cielo. El don que da fuerza para ser testigos de la Buena Nueva de Jesús, continuadores de la obra del amor de Dios que hemos conocido en Jesús. Preparémonos para ello de todo corazón.

J. LLIGADAS
MISA DOMINICAL 1993/07


5.

Lo sagrado y lo profano

Con la recuperación del Antiguo Testamento ha de superarse el rechazo de lo sagrado y la ficción de la profanidad. Naturalmente, el cristianismo es fermento y levadura, de manera que lo sagrado no es algo cerrado y ya completo, sino que es una realidad dinámica. El sacerdote ha recibido el mandato: «Id al mundo y haced de los hombres discípulos míos» (/Mt/28/19). Pero este dinamismo de la misión, esta apertura interior y amplitud del Evangelio, no puede traducirse de esta manera: «Id al mundo y haceos también vosotros mundo. Id al mundo y confirmadlo en su profanidad». Todo lo contrario. Lo que realmente cuenta es el misterio santo de Dios, el grano de mostaza del Evangelio, que no se identifica con el mundo, sino que está destinado a hacer fermentar el mundo entero. Es necesario, pues, que hallemos de nuevo el valor de volver a lo sagrado, el valor del discernimiento de la realidad cristiana, no para establecer fronteras, sino para transformar, para ser verdaderamente dinámicos. Eugenio ·Ionesco-E, uno de los padres del teatro del absurdo, en una entrevista que tuvo lugar en 1975, expresó lo mismo con toda la pasión de un hombre de nuestro tiempo que busca y tiene sed de verdad. Me limito a citar unas cuantas frases: «La Iglesia no quiere perder su clientela, quiere conquistar nuevos adeptos. Esto provoca una especie de secularización, que es realmente deplorable». «El mundo se pierde, la Iglesia se pierde en el mundo, los párrocos son estúpidos y mediocres; se sienten felices de ser tan sólo hombres mediocres como los demás, de ser pequeños proletarios de izquierda. En una Iglesia he escuchado a un párroco que decía: Alegrémonos todos juntos, estrechémonos las manos... ¡Jesús os desea jovialmente un hermoso día, un buen día! Dentro de poco, en el momento de la comunión, se preparará un bar con pan y vino y se ofrecerán sandwiches y beaujolais. Me parece de una estupidez increíble, de una absoluta falta de espíritu. Fraternidad no es mediocridad ni simple camaradería. Tenemos necesidad de lo eterno, porque ¿qué otra cosa es la religión o, si se quiere, lo Santo? No nos queda nada, nada hay estable, todo está en movimiento. Y, sin embargo, tenemos necesidad de una roca» (E. IONESCO, Antidotes. París 1977). En este contexto me vienen también a la memoria algunas de las frases incitantes que se leen en la reciente obra de Peter Handke Sobre los pueblos. Escribe este autor: «Nadie nos quiere, nadie nos ha querido nunca... Nuestras habitaciones son vacíos espaldares de desesperación... No es que vayamos por un camino equivocado, es que no vamos por camino alguno. ¡Qué abandonada está la humanidad!» (P. Handke es un joven poeta austríaco muy conocido en Alemania). Creo que si escuchamos las voces de hombres que, como éstos, son plenamente conscientes de vivir en el mundo, entonces veremos con claridad que no se puede servir a este mundo con una adocenada actitud condescendiente. El mundo no tiene necesidad de aquiescencia, sino de transformación, de radicalidad evangélica.

Por último, quiero referirme al texto de /Mc/10/28-31. Es ese pasaje en el que Pedro dice a Jesús: «Pues nosotros hemos dejado todas las cosas y te hemos seguido». Mateo explicita el sentido de la pregunta añadiendo: «¿Qué tendremos?» (Mt 19,27). Hemos hablado ya del abandono de todas las cosas. Es un elemento indispensable de la espiritualidad apostólica y sacerdotal. Consideremos ahora la respuesta de Jesús, que es realmente sorprendente. Jesús no rechaza en modo alguno la pregunta de Pedro porque éste espere una recompensa, sino que le da la razón: «En verdad os digo que no hay nadie que, habiendo dejado casa, o hermanos, o hermanas, o madre, o padre, o hijos, o campos, por amor de mí y del Evangelio, no reciba el céntuplo ahora en este tiempo en casas, hermanos, hermanas, madre e hijos y campos, con persecuciones, y la vida eterna en el siglo venidero» (Mc 10,29-30). Dios es magnánimo; si examinamos sinceramente nuestra vida, sabemos bien que cualquier cosa que hayamos abandonado nos la devuelve el Señor acrecentada con el ciento por uno. No deja que le ganemos en generosidad. No espera a la otra vida para darnos la recompensa, sino que nos da el céntuplo desde ahora mismo, a pesar de que este mundo siga siendo un mundo de persecuciones, de dolor, de sufrimiento. Santa Teresa de Jesús (·TEREJ) resume este pensamiento con esta sencilla frase: «Aun en esta vida da Dios ciento por uno» (Libro de la Vida 22,15). A nosotros nos corresponde únicamente tener el valor de ser los primeros en dar el uno, como Pedro, que, fiado en la palabra del Señor, no duda en bogar mar adentro a la mañana: entrega uno y recibe cien. También hoy nos invita el Señor a bogar mar adentro, y estoy seguro de que tendremos la misma sorpresa que Pedro; la pesca será abundante, porque el Señor permanece en la barca de Pedro, que ha venido a ser su cátedra y su trono de misericordia.

JOSEPH RATZINGER
EL CAMINO PASCUAL
BAC POPULAR MADRID-1990.Págs. 187-189


6.

Con estos textos terminan los evangelios sinópticos. La conclusión de un evangelio es importante porque ayuda a profundizar en todas sus páginas y, a la vez, supone la lectura íntegra de ellas para comprender mejor su desenlace.

Mateo destaca la conciencia que tenían las primeras comunidades cristianas de su misión en el mundo y de su relación con el Resucitado, presente en medio de ellos. En su última aparición, Jesús da algunas instrucciones a sus discípulos sobre cómo deben proseguir su obra, siempre en comunión con él. Tres son los temas que trata el primer evangelio en su final: la plena potestad del Hijo, la misión universal de la Iglesia y la presencia del Señor resucitado en su comunidad "hasta el fin del mundo". Los exegetas modernos están de acuerdo en afirmar que el evangelio original de Marcos termina en el versículo 8 de este capítulo, y que los versículos 9-20 son un añadido posterior hecho por otra mano, posiblemente por alguna comunidad cristiana del siglo I o II. Pero ninguno niega su canonicidad. Jesús se aparece "a los once", aunque sean incrédulos, no para consolarles, sino para confiarles la responsabilidad de continuar su misión y para darles los medios necesarios para dominar las fuerzas hostiles a la venida del reino. El tema central es la fe; una fe que debe ser respuesta a una proclamación anterior del mensaje y que debe sellarse con el compromiso bautismal.

Lucas es el más esquemático de los tres. Insiste en un hecho: finaliza una página de la historia evangélica. La experiencia que tuvieron algunos discípulos de la cercanía inmediata y visible de Jesús ha terminado. A partir de ahora estará "ausente". Nadie volverá a verle ni a oírle. Jesús no volverá ya a acercarse a ninguno de sus amigos. En su primer libro, Lucas insiste sobre todo en la partida de Jesús, en el final de su misión visible entre nosotros. En su libro de los Hechos destacará el comienzo de la tarea de la Iglesia.

1. Una muy saludable incredulidad

¿Dónde tuvo lugar la despedida definitiva? Mateo nos dice que en un monte de Galilea, Marcos no indica nada y Lucas precisa que cerca de Betania, lugar próximo a Jerusalén. En los dos primeros es la única vez que los discípulos tienen experiencia personal del Resucitado. Es posible que los relatos se refieran a distintas experiencias o descubrimientos realizados por los discípulos a lo largo de los cuarenta días que, según Lucas (He 1,3), se les manifestó Jesús después de su resurrección.

Mateo la sitúa en Galilea, probablemente para significar que Jerusalén había dejado de ser el centro del culto y de la religiosidad. Desde ahora el verdadero templo no estará circunscrito a un lugar, sino a la persona de Jesús. El monte es mencionado únicamente por razón de su simbolismo: es el lugar de la cercanía de Dios, de la revelación del Padre; representa la esfera divina, la del Espíritu. Desde él va a enviar Jesús a los suyos al mundo.

"Al verlo ellos se postraron, pero algunos vacilaban" (Mateo). Se postran al aceptarlo como Señor. A la vez vacilan porque aún no tienen la fe suficiente para asumir el destino de Jesús con todas sus imprevisibles consecuencias. Es la duda constante que embarga a los cristianos sobre el sentido de la presencia de Jesús y sobre su acción en la Iglesia. Marcos subraya una vez más la incredulidad de los discípulos, su actitud refractaria a abrirse a los acontecimientos: "Por último, se apareció Jesús a los once, cuando estaban a la mesa, y les echó en cara su incredulidad y dureza de corazón, porque no habían creído a los que le habían visto resucitado". Es verdad que la resurrección es un misterio inasequible e increíble desde la lógica humana; pero ellos debieron aceptarla después de la experiencia que tenían de él, adquirida durante los tres años de convivencia y de sus repetidos anuncios.

Los apóstoles no disimularon nunca su incredulidad ante las palabras de Jesús. Reconocen que no entienden nada de sus planteamientos. Su conducta sincera nos debería liberar a nosotros de tantas comedias piadosas, de tanto convencionalismo inútil y tantas devociones vacías. Nuestra torpeza en creer es evidente; se va haciendo natural, e incluso tranquilizante, a medida que van apareciendo nuestras encarnizadas resistencias a todo lo espiritual, nuestra impermeabilidad a todo lo verdaderamente divino.

"Mis planes no son vuestros planes, vuestros caminos no son mis caminos. Como el cielo es más alto que la tierra, mis caminos son más altos que los vuestros, mis planes, que vuestros planes". (Is 55,8-9)

Los apóstoles habían compartido su vida durante unos años con Jesús, habían sido testigos de sus enseñanzas, de sus milagros, de toda su vida. A pesar de ello, nunca comprendían nada: les tenía que explicar el significado de las parábolas más sencillas, interpretaban de un modo material las enseñanzas más espirituales, intentaban servirse de él incluso pensando que le hacían un favor, se escandalizaban cuando les anunciaba su trágico final... ¡Cuántas dificultades encontraron para creer en la resurrección! ¡Qué lentos fueron en rendirse ante lo evidente! ¡Qué ciegos ante las más claras manifestaciones! Pero al menos no pusieron caras de intelectuales, de haber comprendido perfectamente, de saberlo ya todo, de regocijo... Fueron sinceros, se manifestaron tal como eran, y por eso las palabras de Jesús llegaron a penetrar en sus vidas para siempre.

Los cristianos damos la impresión de ser unos seres superdotados al lado de aquella pobre gente tan pesada y lenta. Pero cada paso que daban los apóstoles hacia adelante era un paso de verdad. Y así, su fe llegó a ser tan sincera como sincera había sido antes su incredulidad. Nosotros ya creemos totalmente desde la catequesis para la primera comunión... ¿La rodearemos por eso de tanto folclore? ¿Cómo va a dudar de su propia fe un sacerdote o un obispo? ¡No faltaría más!... ¡Así nos va!

2. Continuadores de la misión de Jesús

"Se me ha dado pleno poder en el cielo y en la tierra" (Mateo). Jesús resucitado ha recibido del Padre "pleno poder" sobre toda la realidad, fruto de su entrega total. Un poder que es servicio, porque se fundamenta en el amor. Este poder universal y absoluto del Resucitado es la raíz de donde brota el universalismo de la misión. El breve discurso de Jesús en Mateo y Marcos está dominado por la idea de plenitud y universalidad. En Mateo, "todo" aparece cuatro veces.

"Id y haced discípulos de todos los pueblos" (Mateo). "Id al mundo entero y proclamad el evangelio a toda la creación" (Marcos). Los discípulos deben tomar el relevo de su obra. Jesús ya no está visible para anunciar su buena noticia a los hombres. Somos los que creemos en él los que debemos hacerlo, los que debemos proclamar que hay un Dios que es amor, un Dios que quiere que los hombres vivamos en plenitud. Esta es la única razón de la Iglesia: continuar con fidelidad el camino marcado por Jesús. E Iglesia somos todos. La misión a la que envía Jesús a sus seguidores es universal, y consiste en "hacer discípulos". No se trata de ofrecer un mensaje, sino de establecer entre los hombres y Jesús resucitado una relación personal y un seguimiento. Lo fundamental es posibilitar el encuentro con Jesús, no la doctrina, para que el hombre se comprometa a compartir su proyecto de vida.

BAU/TRINIDAD:"Bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo" (Mateo). El bautismo en el nombre de la Trinidad nos indica la relación personal que cada bautizado debe establecer con cada persona, que el creyente entra en el ámbito de comunión y de vida que se da entre ellas. Es el texto bíblico más claro sobre la Trinidad de personas en Dios.

Lo primero será anunciar el mensaje de Jesús, después su aceptación y, finalmente, el bautismo, que implica necesariamente el seguimiento de Jesús durante toda la vida. Sin entrar en si estas palabras son del mismo Jesús o una fórmula posterior introducida como síntesis de la fe cristiana y fórmula bautismal al mismo tiempo, vamos a procurar ahondar en el significado de un bautismo realizado en el nombre de tres personas, que tienen tanto que ver con nuestra vida.

El bautismo cristiano se realiza, en primer lugar, "en el nombre del Padre". Jesús, que soslayó ciertas características divinas -poder, majestad...-, nos presentó a Dios como un Padre que busca la verdadera vida para sus hijos, a los que cuida y alimenta con singular cariño (Mt 6,25-34).

Esta palabra entraña sus dificultades, ya que hay muchas maneras de ser padre y madre, y cada edad los ve de una manera distinta. No es lo mismo el padre para un niño pequeño que para un adolescente o para un adulto. Por otra parte, en cada cultura han asumido los padres funciones y características muy distintas. De aquí que llamar a Dios "Padre" puede significar mucho o nada, según la idea concreta que pueda tener esta palabra en cada edad y en cada cultura.

D/PADRE:¿Qué significa para los cristianos que Dios es Padre? Es Padre porque engendra a la vida, sacando a los seres de la nada, de la esclavitud y de la muerte. En primer lugar, es Padre porque creó el universo de la nada -la primera materia-. El Dios-Padre de la Biblia es un Dios que interviene en favor del hombre oprimido, tanto por yugos exteriores como por el yugo interior del pecado. Los israelitas tomaron conciencia de la paternidad de Dios cuando se sintieron oprimidos en Egipto, cuando fueron obligados a trabajos forzados, cuando se encontraron errantes y en peligro en el desierto... Dios se les reveló como una fuerza que los liberaba de la servidumbre para conducirlos a la libertad. También es Padre porque nos libra de la muerte, como demostró con Jesús. De aquí que sea Padre porque, además de engendrarnos a la vida, nos conduce hacia su madurez y plenitud. Quiere que sus hijos sean libres y responsables. A ese nuevo nacimiento eterno es al que nos engendra el bautismo recibido en el nombre del Padre.

Si Dios Padre quiere para sus hijos una vida plena y para siempre, el Hijo es el camino que debemos seguir para conseguirla. El bautismo en el nombre "del Hijo" nos compromete a permanecer unidos a sus palabras, a seguir su testimonio de vida, a imitar su amor. El bautismo en nombre "del Espíritu Santo" nos obliga a vivir abiertos a sus constantes insinuaciones, a dejarle que nos guíe a la verdad total (Jn 16,13).

FAM/TRINIDAD: La Trinidad nos debe hacer cada vez más conscientes de la condición comunitaria de cada persona, de la obligación que todos tenemos de ser solidarios con la familia humana universal. Cada hombre, como Dios mismo, no es un ser individualista, sino un ser comunitario, un miembro de la humanidad, que debe vivir responsablemente como tal. Bastaría ser conscientes de la imposibilidad radical que tenemos de hacer algo solos para decidirnos a dar un paso decisivo hacia la verdadera vida que Dios quiere para todos. Preguntémonos: ¿Cuántas personas colaboran para que podamos comer cada día -labradores, vendedores...-, vestir, divertirnos, estudiar...? ¿Alguien nació solo?... Si estamos creados para vivir juntos, para compartir, para apoyarnos..., ¿por qué nos empeñamos en vivir para nosotros mismos? Las tres personas divinas están íntimamente relacionadas con el proceso liberador-salvador del hombre como individuo y como comunidad. Dios es amor que se realiza en la comunicación plena entre el Padre, el Hijo y el Espíritu; comunión tan total que les hace ser uno. Hemos sido creados a imagen de esta comunidad de amor (Gen 1,26), llamados a vivir en comunión con ella.

3. Los sacramentos no tienen nada que ver con la magia

SACRAMENTOS/MAGIA:"El que crea y se bautice, se salvará; el que se resista a creer, será condenado" (Marcos). La salvación no es automática: los sacramentos nada tienen que ver con la magia. La fe es previa al bautismo; una fe con obras. No es el bautismo el que salva, sino la fe-obras que el bautismo expresa y alienta.

Hemos creído demasiado en la acción de los sacramentos, olvidando lamentablemente las obligaciones que implican en el hombre que los recibe. Los sacramentos son fuente de gracia, ayuda eficaz en el caminar, pero con la condición de que se reciban con esa fe que lleva a la conversión y al amor. De otra forma son estériles, como no es difícil comprobar con sólo abrir un poco los ojos. ¿Qué vale más, la fe-obras sin bautismo o el bautismo sin fe?, ¿el amor sin matrimonio o el matrimonio sin amor?, ¿la misa sin comunidad o la comunidad sin misa?... La verdadera pastoral, dejando de lado estas preguntas de clara respuesta, debe unir las dos cosas.

Todos los que oigan la predicación del evangelio deben sentirse cuestionados, interrogados personalmente. La respuesta positiva es la fe-obras, que se expresa en el bautismo. El rechazo del mensaje supone excluirse de la salvación-liberación ofrecida por Dios a todos los hombres. El texto no dice que el que no se bautiza se condena, sino solamente que serán condenados los que se nieguen a creer, es decir, los que se nieguen a vivir una vida solidaria. Claramente se está pensando en esa obstinación culpable frente a la fe, que la Biblia llama riquezas (Mt 6,24). Evidentemente, no se refiere a los ateos o agnósticos que vivan una vida solidaria con los demás; pero sí incluye a los cristianos que vivan para sí mismos.

"Enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado" (Mateo). La fe es un don al que hay que permanecer fieles. Los cristianos tenemos que vivir en permanente recuerdo-presencia de la persona, palabras y acciones de Jesús. Su Espíritu nos ha sido dado para ello. Jesús es origen, camino y meta de toda nuestra vida. La vitalidad de la Iglesia, de cada comunidad y de cada cristiano, será proporcional a la fidelidad con que escuche la voz del Espíritu y la siga. Voz que quiere llevarnos siempre a Jesús, para que, reencontrándonos a nosotros mismos mediante la contemplación amorosa del Hijo, la meditación atenta y asidua de su palabra y la encarnación arriesgada de su mensaje, nos renovemos incesantemente.

Jesús no encarga a sus discípulos únicamente que enseñen una doctrina, sino que animen a practicarla. Deben enseñar su mensaje completo a través de sus propias vidas, de su propia fidelidad a las palabras de Jesús. Es la vida de las comunidades cristianas la escuela donde se inician los nuevos creyentes. Deben enseñar sabiendo que no son maestros, sino discípulos del único Maestro; que no enseñan algo propio. Su enseñanza debe tener la fidelidad y la dependencia más absolutas de la de Jesús. Nace de una escucha.

Marcos señala unos signos que acompañarán "a los que crean". La lista no es completa. Enumera cinco en un lenguaje acomodado a la mentalidad mágica de entonces. Viene a decirnos que la fe hará posible la total superación del mal-pecado y vivir una vida distinta, edificada sobre el amor.

4. El final de Mateo

"Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo". Son el final del evangelio de Mateo. La ausencia física de Jesús ayudó a los discípulos a recapacitar y a darse cuenta de la gran promesa-realidad que les había ofrecido. Antes lo tenían junto a ellos, ahora lo tienen dentro. En su misión en el mundo no van a estar solos. Jesús les acompañará constantemente; estará presente en sus seguidores de todos los tiempos a través del Espíritu que ha penetrado en sus corazones. Porque es Señor, porque está vivo, porque está más allá del espacio y del tiempo, podemos experimentar su presencia en todas las épocas y lugares. Una presencia que apunta hacia la plenitud escatológica. PRESENCIA/AUSENCIA: Debemos superar su ausencia física creyendo que sigue vivo entre nosotros cuando nos reunimos para la fracción del pan, cuando vivimos su amor y anunciamos al mundo su mensaje de vida para siempre. Nos convenía que se marchara físicamente (Jn 16,7), para que pudiéramos encontrar por todas partes su presencia. El cristianismo surgió como anuncio y celebración de la alegría de una presencia: la de Jesús resucitado. El Resucitado no vive entre nosotros únicamente a través de su recuerdo histórico y de su mensaje liberador. Está presente en medio del mundo con una vida que supera totalmente las limitaciones humanas.

Jesús resucitado está presente y activo en todos aquellos que llevan su causa adelante, independientemente de su ideología o religión. En todo hombre que busca el bien, el amor, la libertad, la justicia..., podemos decir, con toda certeza, que el Resucitado está presente porque su causa está siendo llevada adelante, aun cuando no haga referencia explícita a su persona. Está presente de forma cualificada en los creyentes que intentan comportarse en su vida como Jesús se comportó en la suya, en los que poseen su misma actitud y su mismo Espíritu.

5. La ascensión

El final será una ascensión. Todo lo que acontece aquí abajo es provisional: los fracasos, los sufrimientos, las tristezas... También todas las alegrías que existen en este mundo son provisionales: esos momentos que nos gustaría eternizar... No existe más que un lugar definitivo, un sitio en que nos juntaremos todos para siempre. Y ese sitio no está aquí, en esta tierra. También nuestros bienes, todo lo que poseemos, es provisional. No nos podremos llevar nada con nosotros, a no ser que lo hayamos confiado a ese famoso "banco" que da el ciento por uno, pero que tiene tan pocos clientes (Mt 19,29). ¡Todo lo que no compartamos con los demás lo perderemos! Todo lo que guardemos para nosotros solos, todo lo que intentemos conservar con nuestras propias fuerzas, se deshará en nuestras manos. Todo lo que conservamos con cariño, todo lo que consideramos más valioso de nuestra vida..., lo perderemos si no lo ponemos al servicio de los hermanos: bienes materiales, tiempo, conocimientos...

Nuestra vida sobre la tierra debe ser una constante superación, un progreso, una maduración. Vivir es dar pasos adelante, alcanzar nuevas metas, acercarse a la plenitud. Las imágenes que indican las posibilidades de la vida humana son la semilla que crece, el camino que se recorre, la meta que se espera...

Sin embargo, el ser humano nunca llega a alcanzar la madurez que persigue. La vida es un proyecto que se va perfilando, pero que nunca se acaba. Para ello, para mantener la esperanza, la ilusión, es necesario tener siempre presente la meta que queremos alcanzar. Una esperanza que no se limita a anhelar algo lejano que se intuye, sino que nos lanza a un quehacer, a un compromiso actual.

El futuro que se espera llena de contenido el presente que se vive. La ascensión de Jesús nos revela que la plenitud humana solamente la alcanzaremos al final del camino y que, además, es un don de Dios. También nos revela que todas las ilusiones, esperanzas, proyectos de plenitud y de infinito de los hombres, serán un día realidad. Jesús glorificado -llegado a plenitud- es la garantía de la promesa que esperamos. Y es, a la vez, un proyecto inmediato de acción, un quehacer, una tarea en favor del reino proclamado por Jesús.

Lucas nos ha transmitido dos relatos de la ascensión de Jesús: uno al final de su evangelio y otro al comienzo de su segundo libro, en el que nos habla de la historia de la primitiva comunidad cristiana en los primeros treinta años.

"Mientras los bendecía, se separó de ellos subiendo hacia el cielo" (Lucas). "Después de hablarles, ascendió al cielo y se sentó a la derecha de Dios" (Marcos). Se inicia la época histórica de encontrar a Jesús resucitado en todo lo que es crecimiento y liberación humanos. No tenemos que buscar a Jesús ya directamente en su cuerpo palpable. Su corporeidad es otra -muy real-, tan grande y activa como la sociedad que vamos construyendo. Para esta tarea nos ha dejado su Espíritu.

Es evidente que las narraciones referidas a la ascensión de Jesús no fueron escritas como quien describe un fenómeno científico, ni siquiera un hecho histórico palpable por los sentidos. Tan cierto es esto, que los relatos varían muchísimo entre un evangelista y los demás. Más aún, Juan ni la trae: nos insinúa que la ascensión está implícita en la resurrección (Jn 20,17). Pretenden expresar, con un lenguaje mitológico, una realidad que no pertenece a la experiencia sensible, sino a la visión de la fe. Es inútil preguntarnos si Jesús subió a los cielos en Galilea -como afirma Mateo- o en Betania -como dice Lucas-. Son lugares simbólicos que obedecen a las intenciones de cada evangelista.

Hemos de intentar desentrañar, más que el relato exterior de la ascensión, su sentido interior, lo que se esconde detrás de estas narraciones, eso que está oculto por el velo de las palabras, siempre inadecuadas cuando intentan interpretar el misterio profundo de la vida. Porque del misterio de la vida tenemos que hablar si queremos comprender de un modo aproximado el sentido de la ascensión de Jesús a los cielos.

MITO/QUE-ES CIELO/QUÉ-ES Si repasamos los escritos religiosos y mitológicos de muchos pueblos de la antigüedad, veremos que "subir al cielo" fue la máxima aspiración del hombre antiguo. Escritos que no son cuentos vulgares ni fantasías tontas, sino expresiones, en un lenguaje simbólico, de la sed de trascendencia total que anida en el corazón humano.

"Subir al cielo" es lo mismo que alcanzar el objetivo supremo de la vida humana, objetivo que puede variar según las diversas religiones o filosofías, pero que siempre, de una u otra forma, se refiere a eso que hoy llamamos trascendencia.

Poco importa que el cielo esté arriba o abajo, aquí o allá, dentro o fuera; poco importa que debamos cambiar nuestra visión del cosmos, que las palabras de los antiguos puedan ser hoy traducidas por otras más adaptadas... Lo importante, ayer y siempre, es el hombre y su problema fundamental: el sentido de su vida, su sed de infinito y plenitud.

Desde esta perspectiva, la ascensión significa que Jesús ha llegado a la culminación de su proceso. Rubrica el sentido de la resurrección, subrayando un aspecto particular de ella: la total liberación del hombre de las pasadas contingencias terrenas. El reino de Dios madura en esta liberación que se va dando poco a poco y con esfuerzo a lo largo de la vida para rematar en la escatología.

Considerada así la ascensión de Jesús, prototipo de la nuestra y modelo ejemplar, nada tiene que ver con el infantilismo con que se consideró muchas veces y que tanto perjudicó a la imagen del cristianismo ante el mundo moderno y científico. Una vez más nos hemos quedado con el ropaje exterior, con los detalles anecdóticos de las narraciones, con un estilo literario propio de una época y cultura, sin hacer el esfuerzo necesario por acercarnos a su contenido antropológico y religioso, que está en la misma esencia del hombre. Detrás del mito de la ascensión está la gran pregunta de todo hombre: ¿Qué es el hombre? ¿De dónde viene y adónde va? Según los evangelios, Jesús viene del Padre y vuelve al Padre; viene del Amor y vuelve al Amor.

6. El final de Marcos y Lucas

"Ellos fueron y proclamaron el evangelio por todas partes, y el Señor actuaba con ellos y confirmaba la Palabra con los signos que los acompañaban". Con estas palabras finaliza Marcos su relato sobre la vida de Jesús.

Jesús había terminado su misión visible en el mundo y había subido al cielo como garantía de la ascensión final de toda la humanidad. Pero mientras llega ese momento, los discípulos tienen -tenemos- que continuar la misión por él comenzada, ser testigos de su resurrección. Un testimonio que sólo es posible por la fe. Sólo el verdadero creyente y seguidor de Jesús puede testificar convencido de que él es la verdadera solución de todos los problemas de la humanidad, la plenitud de todo lo humano.

EVAR/QUÉ-ES Evangelizar es ponerlo todo al servicio de la causa del hombre: hechos y palabras. Es poner nuestras personas y bienes al servicio de la paz, de la justa distribución de las riquezas, de un progreso al alcance de todos, del respeto a los derechos humanos... Es luchar por valores más verdaderos que el dinero, el sexo y la comodidad. Es denunciar la opresión de los poderosos y de sus estructuras sociales, políticas e incluso religiosas, los gastos en armamentos y en ejércitos... Es trabajar por mejorar este mundo, porque los cristianos no creemos en "otra" vida, sino en ésta eternizada y plenificada. Y siempre empleando un lenguaje actual para que el hombre moderno nos entienda, respondiendo a sus interrogantes e inquietudes, sabiendo lo que decimos y haciendo lo que creemos. Nada que sea verdadero, justo y beneficioso para el hombre es ajeno al mensaje evangélico proclamado por Jesús y seguido por sus verdaderos fieles. Revisemos nuestras instituciones, congregaciones, estructuras... No nos quedemos plantados mirando al cielo (He 1,11), mientras otros toman en sus manos las exigencias evangélicas que nosotros decimos profesar y que tan a rastras llevamos.

Jesús, al subir al cielo, nos dejó físicamente para estar más cerca de nosotros en el tiempo y en el espacio. Porque se fue, lo tenemos ahora aquí, presente entre nosotros, muy cerca de nuestro corazón. Nos basta abrir los ojos de la fe para verlo, para encontramos con él.

Los discípulos no empezaron a darse cuenta de quién era Jesús hasta que desapareció visiblemente de sus vidas y vino sobre ellos el Espíritu Santo a recordarles lo que él les había enseñado (/Jn/16/13). Descubrieron que Jesús les escuchaba mejor desde que se había ido al lado del Padre: obtenían todo lo que pedían en su nombre. Jamás lo habían sentido tan presente, tan fuerte, tan cariñoso.

Jesús, desde su subida al cielo, rompió los límites a que nos tiene sujetos este cuerpo y extendió su presencia por el mundo entero: en todos los lugares del mundo podemos entablar contacto con él por el amor a los hermanos -son Jesús (Mt 25,31- 46)-, por la oración, por los sacramentos.

Adonde iban los discípulos, él los acompañaba y ayudaba. Y fueron comprendiendo que Jesús, que no había abandonado al Padre al venir a la tierra -como Hijo-, tampoco se había separado de ellos al volver al Padre. En el mismo momento en que se imaginaban que lo habían perdido empezaron a experimentarlo de verdad en sus vidas y en los frutos de su labor, a reconocerlo en su verdadera realidad. Por eso no sintieron pena de haber perdido su presencia corporal.

"Ellos se volvieron a Jerusalén con gran alegría; y estaban siempre en el templo bendiciendo a Dios". Lucas, que comenzó su evangelio en el templo con el oficio sacerdotal de Zacarías, lo termina igualmente en el templo, con la asidua oración de los apóstoles. El cristianismo no rompió de golpe con ciertas prácticas religiosas judías. El templo, lugar de oración, siguió siendo lugar de reunión constante de los discípulos, que se preparaban así para recibir al Espíritu Santo prometido.

¿Cómo pueden alegrarse cuando se ha ido Jesús? Porque han comprendido el verdadero sentido de la vida humana: que su desaparición es consecuencia de haber alcanzado la plenitud y, además, ha dejado sitio a otra presencia libre de las limitaciones a que nos tiene sujetos este cuerpo mortal. Esta presencia nueva, en el Espíritu, va a cambiar la vida de los discípulos. Hay ausentes cuyo aparente alejamiento es más elocuente que su presencia visible. Jesús es uno de ellos; y más que ningún otro.

FRANCISCO BARTOLOME GONZALEZ
ACERCAMIENTO A JESUS DE NAZARET- 4 PAULINAS/MADRID 1986.Págs. 377-388


7.

1. Jesucristo, el Señor

Dos son las ideas entrelazadas que nos han de guiar en esta reflexión: mientras el Señor desaparece visiblemente y es constituido como Señor y Cabeza de la Iglesia, los cristianos están llamados a prolongar su misión salvadora, anunciando la Buena Nueva a todos los hombres. La Ascensión, como preparándonos a la celebración de Pentecostés el próximo domingo, marca el inicio de la responsabilidad de la Iglesia, Cuerpo de Cristo. Este es su tiempo, tiempo de evangelizar...

Sabemos ya que Pascua, Ascensión y Pentecostés forman en realidad un único misterio de fe, que comporta tres elementos esenciales: Jesús resucita, sube hasta el Padre y nos envía el Espíritu.

Sin embargo, Lucas, con fines litúrgicos y pedagógicos, separa los tres aspectos para que comprendamos mejor el alcance de cada uno de ellos. Así, mientras en la resurrección se subraya la victoria sobre la muerte, en la ascensión se enfatiza la entronización de Jesús como Salvador y Señor, y en pentecostés se inaugura oficialmente el tiempo de la Iglesia con la recepción del Espíritu Santo.

De ahí que los evangelistas no coincidan en los detalles exteriores de la narración de la ascensión, fenómeno idéntico al que ya vimos con relación a Pascua.

Según Lucas, Jesús asciende al cielo después de una comida y sobre el monte de los olivos, en la misma Jerusalén; según Mateo, lo hace en un monte de Galilea. Mas estos detalles poca importancia tienen si nos atenemos al género literario de estos relatos que no tienen más preocupación que expresar la fe de la Iglesia.

Era costumbre en la antigüedad que, después de la muerte de un rey, su heredero comenzara su gobierno en el momento de ser entronizado, coronando su cabeza y asumiendo el cetro. Es así como los cristianos, conocedores de estas costumbres, concibieron el reinado de Cristo como una ascensión a su trono para recibir del Padre todo el poder. Pero, más allá de esta coreografía cultural, importa descubrir el sentido que tiene para la fe y para la vida comunitaria la ascensión del Señor.

En su narración Lucas, al igual que Mateo, insiste en un detalle: si bien Jesús ha resucitado, y por lo tanto se ha hecho invisible, sin embargo «está con nosotros» como si se sentara a la mesa y comiera con nosotros.

Tal es el sentido de esos misteriosos cuarenta días durante los cuales se manifestó a los discípulos y comió con ellos. Estos cuarenta días, número simbólico en la Biblia, representan el gran tiempo de la Iglesia en el cual, si bien parece que Cristo está ausente, en realidad es quien dirige el timón de la comunidad.

Durante este tiempo, la Iglesia debe superar el trauma de la muerte y de la ausencia física de Jesús, comprendiendo que sigue vivo en la medida en que una comunidad se sienta en la mesa de la Eucaristía, practica el amor y anuncia el Evangelio. Si hoy sentimos la «ausencia» de Jesús cuando arrecian las crisis, podemos imaginarnos lo que fue para los Doce y los demás discípulos reemprender el camino sin la presencia física de Jesús y con la tragedia de su muerte a cuestas, tragedia para tantos ideales mesiánicos truncados.

De ahí que todo el Nuevo Testamento, tanto los evangelios como las cartas, se esfuercen por subrayar no solamente la presencia de Jesús, sino la fuerza y dinamicidad de esa presencia. Todos hablan de la nube que lo cubrió, signo de la presencia de Dios, como asimismo del nuevo título con que ahora es distinguido por el Padre: «Señor». Sabemos que Señor o Kyrios era el título reservado únicamente para el rey o emperador; los cristianos, aludiendo al salmo 110, introducen aquella expresión que forma parte de nuestro credo: «Subió a los cielos y está sentado a la derecha de Dios.» Alguien podrá sorprenderse de que se le den a Jesucristo estos altisonantes títulos, cuando él mismo siempre los rechazó y sólo se refirió a sí mismo como «el Hijo del Hombre». La explicación es clara: después de su muerte y resurrección ya no existe peligro en emplear estos títulos, pues se descarta toda interpretación política o guerrera, como asimismo el acento nacionalista, cosa que pone de relieve el relato de Lucas en los Hechos.

J/SEÑOR:A Jesús se le llama «Señor» o rey, no por su poder político sobre los pueblos, sino por ser el triunfador sobre las formas de muerte. Es el Señor que sirve a la humanidad a través de la ofrenda de sí mismo. Por lo tanto, su dominio sobre los hombres no es sino la vigencia de un estilo de vida, fundamentado en la solidaridad y en la paz. Es este estilo de vida aquel del que debe dar testimonio la Iglesia durante este largo período que dura su paso por la historia.

Pero hay algo más aún: al reconocer a Jesucristo como Señor, la comunidad declara a Jesús, con palabras tomadas de la época, como el fundamento y la razón última de ser de la comunidad. Jesucristo inaugura un tiempo nuevo, una comunidad nueva y un culto nuevo; tan cierto es esto que, en el siglo Vl, el año del nacimiento de Jesús fue declarado año primero de la nueva era.

Vemos, pues, que ya para mediados del siglo segundo, fecha de la Carta a los efesios, la Iglesia, empleando una vez más una expresión propia de la época, considera a Jesús como «la. cabeza» de esta gran comunidad que crece incesantemente, la Iglesia, «cuerpo de Cristo».

Como toda cabeza, dirige, orienta y da cohesión a los miembros. O como dice la Carta de Pedro: Jesucristo es la piedra fundamental que fue desechada por los constructores judíos, pero que fue elegida por Dios como fundamento del templo del Espíritu.

J/CENTRO:Más allá de todas estas comparaciones, podemos sintetizar nuestro primer punto de reflexión de esta forma: comenzamos a ser cristianos en el momento en que reconocemos que Jesucristo es el hecho primordial de la historia del mundo y de nuestra historia personal. Podremos estar de acuerdo con sus criterios o no; pero si nos llamamos cristianos no podemos elaborar una visión de la vida sin tener en cuenta el hecho-Cristo. Al entronizarlo con la ascensión, los cristianos interpretamos a Jesús como el ideal supremo del hombre, como el arquetipo de una nueva raza, fundada no en la sangre sino en un concepto nuevo sobre la vida. Al mismo tiempo, entendemos que ninguno de nosotros es el dueño de la comunidad; ninguno puede obrar a su talante y gusto, prescindiendo del punto de vista de «Nuestro Señor Jesucristo».

Es esto lo que nos diferencia de las demás religiones e ideologías: nuestro punto de partida es la persona y el pensamiento de Cristo. A partir de ahí, elaboramos nuestro proyecto de hombre y de historia.

Celebrar hoy la fiesta de la ascensión es darle a cada uno su nombre y su lugar: el nombre de Jesús es Señor y su lugar es la cabeza de la comunidad. A partir de ahí, no hay otra norma sino la de ser coherentes con nosotros mismos. Esta coherencia nos lleva a la segunda reflexión.

2. Los cristianos, testigos del Señor

La Ascensión representa el comienzo de nuestro tiempo existencial: ser testigos del Señor Jesús y anunciar su Buena Nueva.

En el relato de Lucas hay un detalle muy significativo: los apóstoles se quedan con la mirada fija en el cielo como queriendo escapar de sus responsabilidades que estaban aquí en la tierra, por lo que la voz del cielo les increpa con dureza: "¿Qué hacéis ahí plantados mirando al cielo?" FE/ALIENACION: Es la típica actitud cristiana: pretendemos evadirnos del aquí y ahora de nuestro compromiso, esperando del cielo lo que el cielo espera de nosotros. La Ascensión de Jesús no es un escapar o un huir de nuestras responsabilidades.

Lamentablemente muchas veces hemos hecho del cristianismo una elegante forma de desligarnos de los hombres y de la historia, bajo pretexto de buscar el camino del cielo. Nos olvidamos de que la ascensión es la coronación de la encarnación y de la pasión, y que el mismo Espíritu que impulsó a Jesús a predicar y a ser testigo del Padre, es el que ahora nos es dado como fuerza propulsora:

«Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo y seréis mis testigos hasta los confines de la tierra...» Como vemos, la misma fe que afirma el poder salvador de Cristo, afirma también y con la misma insistencia el compromiso cristiano impulsado por la fuerza del Espíritu. De ahí que no podamos separar la ascensión de Pentecostés: la ascensión nos señala el camino; Pentecostés es la fuerza para emprender el camino y para no abandonarlo. ¿En qué consiste este testimonio al que somos llamados? Marcos nos dice que se trata de «anunciar el Evangelio, predicándolo por todas partes»; Mateo: «Id y haced discípulos de todos los pueblos...»; Lucas: «Sed mis testigos.» En resumen: nuestro compromiso y testimonio es la evangelización.

Observemos, en primer lugar, que el Evangelio no es, como primera cosa, un libro. Es, en cambio, el anuncio de un acontecimiento feliz para el hombre. Ese acontecimiento es, nada más y nada menos, que la total liberación del hombre; o, como hemos venido reflexionando durante todo este tiempo, la posibilidad de cruzar las fronteras de la muerte hacia la vida nueva. Bien lo había dicho Jesús: «Mi verdad os hará libres» (Jn 8,12).

No se trata, por lo tanto, de un simple anuncio de palabras, o de mera propaganda o publicidad evangélica, como muchas veces se lo interpreta. Jesús no hizo publicidad de su salvación: sencillamente curó a los enfermos, dio vista a los ciegos, perdonó a los pecadores, promocionó a los pobres; hizo el bien a todos y murió en la cruz por la salud de todos. Su Evangelio fue, antes que nada, un acontecimiento palpable, concreto, visible. Introdujo en la historia una nueva visión de las cosas, estableció el reinado de la paz y de la justicia; propuso la soberanía del amor y le rindió pleitesía hasta el último momento. También hoy evangelizar es mucho más que decir: «Jesús ha resucitado, alegrémonos.» Se necesita presentar ante el mundo el testimonio de una comunidad que vive liberada de su egoísmo, que tiene otro estilo de conducta, que se empeña hasta lo imposible por el bien de los hermanos.

Anunciar el Evangelio es luchar para que haya menos pobres y menos enfermos, menos odios y menos guerras; menos diferencias sociales y un auténtico progreso al alcance de todos, justa distribución de las riquezas y amplio respeto por los derechos humanos. Es, también, luchar por valores más absolutos que el dinero, el sexo, la comodidad y el poder. Es denunciar con fuerza la opresión del pecado enquistado, no ya en los actos de los hombres, sino en sus mismas estructuras sociales, políticas e incluso religiosas. En una palabra: es poner nuestras personas, bienes y recursos al servicio de una paz duradera, de una justicia total, de un modo distinto de convivencia. No hay tarea humana digna que escape a este compromiso y testimonio de Cristo. Por eso, a partir de hoy, la pereza constituye nuestro pecado capital, y esa pereza metafísica por la que nos negamos al avance integral de la historia es apostatar de nuestra fe en el poder de Dios que resucitó a Jesús del dominio de la muerte.

¿Por qué seguimos ahí plantados mirando al cielo? ¿Por qué no organizamos la comunidad para que su estructura sea funcional y responda al Evangelio respondiendo a los hombres de hoy? ¿Por qué seguimos fijados en viejas polémicas, mientras el mundo moderno nos propone cuestiones nuevas y candentes? Evangelizar es ponerlo todo al servicio de la causa del hombre: hechos y palabras. Hablemos con el lenguaje del hombre moderno para que nos entienda; hablemos usando todos los medios de comunicación social; hablemos abiertamente y con valentía; hablemos sabiendo lo que decimos y haciendo lo que pensamos. Hablemos preguntándole al hombre qué es lo que le preocupa y preocupémonos de lo que le preguntamos. Revisemos nuestras instituciones, congregaciones religiosas, estructuras y organigramas: no nos quedemos ahí plantados en el tiempo o en las nubes mientras otros toman en sus manos las banderas del Evangelio que nosotros llevamos a la rastra...

En fin, la fiesta de la Ascensión, no solamente es la síntesis de la teología cristiana, sino que es la expresión de la totalidad de una tarea que comenzó hace dos mil años y que hoy está en nuestras manos. No es una fiesta triunfalista ni la oportunidad para hacer alardes teológicos o para llenarnos la boca con bonitas frases sobre Jesús. Ya pasó, felizmente, ese tiempo. Vivimos en el siglo veinte, exactamente 1978 años después de alguien que marcó el año cero de nuestra era. Nuestra responsabilidad es justificar ante la historia por qué este año es el de 1978...

SANTOS BENETTI
CRUZAR LA FRONTERA. Ciclo A.2º
EDICIONES PAULINAS.MADRID 1977.Págs. 269 ss.


8.

-A los cuarenta días.

Durante seis semanas, cuarenta días, venimos reflexionando sobre el misterio de nuestra fe, la razón de nuestra esperanza, que es la resurrección de Jesús. Porque si Cristo no ha resucitadlo, dice san Pablo, vana es nuestra fe y nosotros no somos más que unos pobres ilusos. Pero Cristo ha resucitado. Hay testigos. En estas últimas semanas, desde Pascua, hemos escuchado el testimonio de Pedro y Juan, el de María Magdalena, el de los discípulos de Emaús, el de Tomás, el de los once. Y el testimonio de los apóstoles nos merece crédito. Por eso nuestra fe es apostólica. Y ahora nos toca a nosotros ser testigos y acreditar ante el mundo este acontecimiento revolucionario de la resurrección. Porque si la vida sigue más allá de la muerte y a pesar de la muerte, ni la muerte es lo que parece y tenemos ni esta vida es la vida. Al menos no es todo en la vida, pues hay más vida que esta que vivimos de momento. Y esta fe, este convencimiento, es suficientemente subversivo como para cambiar radicalmente nuestras vidas, si creemos, y la vida del mundo, si somos capaces de contagiar nuestra esperanza y nuestro modo de vida en la caridad.

-La Ascensión de Jesús.

Tiene esta doble consideración. De una parte, confirmar nuestra fe en la resurrección de Jesús, que vive y sube al cielo y se sienta junto al Padre. Así es como podemos expresar lo inexplicable. Lo que aún no sabemos, pero creemos y esperamos. De otra parte, convencernos de que esta es nuestra hora, la de nuestra responsabilidad. Jesús sube al cielo, para que nosotros estemos en la tierra. Se va al Padre, para que nosotros estemos con los hermanos. Termina, para que nosotros empecemos y continuemos su obra. Mejor dicho, hace como el que se va, para que no nos confiemos, para que no permanezcamos pasivos, pensando que él lo va a hacer todo. Se va y se queda para infundirnos su espíritu y enrolarnos en su causa.

-¿Que hacéis mirando al cielo?

No es hora de andar con contemplaciones. Es la hora de salir a la plaza pública, de recorrer los caminos y las ciudades para dar a todos la Gran Noticia. La oración y la contemplación, indispensables en la vida cristiana, sólo tienen sentido como alimento de la fe, para que nuestras obras sean las obras de la fe, y no la de los intereses o conveniencias. En todo caso, la oración y la liturgia son el sostén de la esperanza, para que no nos cansemos en la empresa. Son como el Tabor, cuyo sentido apunta a la cruz, al servicio, al amor y a la solidaridad.

-Id y haced discípulos.

Pero la gran tarea que surge con la ascensión del Señor, es la de ir al mundo y hacer discípulos. Ese es el encargo que recoge Mateo. Y es también el que transmite Lucas, que empieza los Hechos describiendo la ascensión, para centrarse enteramente en la predicación de Pedro y Pablo y los apóstoles. El mundo es nuestra responsabilidad y los hombres son nuestros interlocutores. La Iglesia no es un círculo de creyentes, sino un movimiento de acercamiento a todos para que puedan creer. Lo importante de la Iglesia no es ella, sino Jesús, y la misión confiada por Jesús. Y esa misión es evangelizadora, animadora, motivadora. Frente a tanta mala noticia, el hombre necesita más que nunca la Buena Noticia. No se trata de censurar a los otros, ni de condenar a nadie, sino de hacer posible y gozosa la salvación de todos. Como Jesús hacía con sus parábolas, así debemos hacer nosotros, ayudando a todos a descubrir en el mundo y en la vida la huella de Dios. Quizá haya que denunciar el mal y la cizaña, pero sobre todo hay que señalar todo lo bueno, lo justo, lo noble, lo hermoso de la vida, para que crezca en todos la esperanza de una vida mejor, de un mundo más feliz, de una humanidad solidaria y en paz, como una familia.

-¿Qué podemos hacer?

Esa es siempre la gran pregunta. Pero esa es también, a veces, la gran coartada para no hacer nada y justificar nuestra indolencia. Porque Jesús no nos abandona. Nos deja su espíritu para que nos ayude a conocer la gran revelación, para que nos ayude a comprender la gran esperanza, para que nos haga ver el poder de Dios que se manifiesta en Jesús. Con ese espíritu no tenemos nada que temer. Dejemos que se exprese libremente en nuestra vida. Y aún más, tenemos la Iglesia, que es como el cuerpo de Jesús, su continuación. En la Iglesia y a través de ella podemos encauzar nuestras iniciativas y encontrar aliento en nuestros esfuerzos. Solos podemos hacer bien poco, pero como Iglesia y en la Iglesia podemos hacer muchísimo. La estructura y las organizaciones y movimientos eclesiales pueden y deben ser los vehículos que canalicen todos nuestros esfuerzos. No podemos hacer todos todo, pero entre todos, con todos, podemos hacer todo lo que Jesús nos ha encomendado.

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¿Seguimos plantados mirando al cielo? ¿Miramos alguna vez al cielo? ¿Somos activos o contemplativos? ¿Por qué no somos cristianos sólo?

Si estamos bautizados, ¿por qué no estamos dispuestos a realizar la tarea de la fe? ¿Por que no pasamos del rito al reto del Reino?

¿Buscamos el Reino de Dios y su justicia? ¿Somos heraldos del Reino? ¿Qué anunciamos, qué dicen nuestras obras, nuestras palabras, nuestras ilusiones, nuestras expectativas?

¿Vamos a la Iglesia? ¿Estamos en la Iglesia? ¿Pero la Iglesia no es el templo? ¿Que hacemos en y con la Iglesia?

¿Participamos en la misión de la Iglesia? ¿En qué colaboramos con nuestra parroquia?

¿Estamos activos en sus organizaciones? ¿Damos algo más en el voluntariado?, ¿o lo dejamos todo para profesionales? ¿Cómo, entonces, profesamos nuestra fe?

EUCARISTÍA 1993/26