CARTA DEL ARZOBISPO

 

1.

A la paz, por el perdón

Escribo bajo la impresión positiva y sanante que ha dejado en mi espíritu la lectura del  mensaje de Juan Pablo II para la Jornada Mundial de la Paz, del 1 de enero de 1997.  Establecida por Pablo VI hace un cuarto de siglo, esta Jornada nos trae desde entonces,  como regalo pontificio de Año Nuevo, un documento ilustrativo sobre la visión cristiana de la  paz. El de 1997, reviste, os lo confieso, una hondura y una vibración religiosa tan intensas,  que sacuden la conciencia y empujan a la conversión. Léanlo y lo comprobarán (en  "Ecclesia", "Vida Nueva" o "Palabra") o, al menos, en el resumen que, sin espacio para más,  figura en la página 5 de esta revista.

Al Papa, como a usted y a mí, lo mismo que a cualquier hombre o mujer con unas gotas  de humanidad en sus entrañas, le estremecen los vendavales del odio en su secuela de  guerras sangrientas y violencias atroces, que manchan hoy y han ennegrecido siempre la  historia doliente de nuestra especie; y que nos avergüenzan y deprimen como miembros de  la misma. ¿Se trata de un sino fatídico, del que no nos sea dado escapar? No, por cierto,  porque la paz también existe y se consigue, con el esfuerzo sacrificado de los mejores, con  el imperio de la ley y de la justicia, con el cultivo de los valores nobles en el corazón de los  seres humanos.

El Papa proclama con fuerza el camino del perdón. Esto es lo que se llama ir en directo a  las raíces, garantizando de antemano que no buscamos componendas fáciles, ni cicatrices  en falso, para evitar de cuajo que nadie vuelva más tarde a las andadas. Oigamos al Papa:  "Soy plenamente consciente de que el perdón puede parecer contrario a la lógica humana,  que obedece con frecuencia a la dinámica de la contestación y la revancha. Sin embargo, el  perdón se inspira en la lógica del amor, de aquel amor que Dios le tiene a cada hombre y  mujer, a cada pueblo y nación, así como a toda la familia humana". 

La ley, sí, pero no la del Talión

Esto, así sin más, podría malentenderse como un "borrón y cuenta nueva" ante cualquier  crimen terrorista, o genocidio atroz, o fechoría abominable de las que se perpetran cada día  contra seres inocentes por algunos de nuestros semejantes, carentes del más elemental  respeto a la persona humana y a sus derechos sagrados e inalienables. Pero, ¡atención!  Aquellos que se degradan a sí mismos hasta semejantes barbaridades, ¿porqué lo hacen?  ¿De dónde brotaron en ellos la crueldad, el envilecimiento, la monstruosidad inclusive? No,  desde luego, del amor ni del perdón. Ya ven ustedes, entonces, hasta dónde conducen la  carencia de amor y la ausencia absoluta de la misericordia hacia el prójimo.

¿Qué hacer, me pregunto? ¿Responder al mal con el mal, ojo por ojo y diente por diente,  el que a hierro mata, a hierro muere, a la pura y dura ley del Talión?¿Inventamos el Gal y  asunto terminado? Contra el crimen, es claro, la ley justa y la condena judicial apropiada;  en nombre, no del odio, sino de la defensa de los débiles y de la ejemplaridad del bien. Sin  embargo, ni en los delitos comunes, ni en los atentados terroristas, ni en las luchas tribales,  suelen acabar los problemas con la sanción final del culpable. Y, menos, en las guerras, por  el reconocimiento por los vencidos de las razones de los vencedores. Lo más común es que  los perdedores queden resentidos, se sientan injustamente tratados y busquen con saña el  momento de la venganza.

¿Qué camino seguir en estos casos, sobre todo en las guerras tribales, en los rencores  fundamentalistas, en los nacionalismos exasperados, en la lucha revolucionaria de clases?  Quienes aspiren a erradicar estas plagas, cuando menos a medio y a largo plazo, no  debieran desoir las advertencias del Papa, de que se vaya sustituyendo en la educación de  la familia, de la Escuela y de las Iglesias, la llamada lógica del odio (que desemboca tantas  veces en la locura) por la lógica del perdón. Esta supone una búsqueda sincera y recíproca  de la verdad mútua, porque nadie tiene la exclusiva de la razón ni de la justicia.

Los enemigos entre sí se niegan a buscar la verdad. Pero, cuánto bien hacen los agentes  de la paz, los negociadores, los políticos de raza, a escala local, nacional e internacional.  Hasta que se llegue al reconocimiento mútuo de los errores y al acuerdo por ambas  partes de olvidar los agravios del pasado, aprendiendo sus lecciones, no estará garantizada  la paz. Y, aún después, habrá que seguir construyéndola con materiales de respeto y de  tolerancia, sin complejos para hablar de perdón, en sentido activo o pasivo.

Pasarse de listos

Hablando para cristianos, y no sólo en tiempos de guerra, sino en las relaciones  humanas ordinarias, al interior y al exterior de la Iglesia, sí que resulta ineludible entrar a  corazón abierto en la dinámica del perdón. "Todos, dice la Carta de Santiago, nos  ofendemos los unos a los otros en múltiples cosas". (3,2). Por algo Jesús le recomendó a  san Pedro lo de las setenta veces siete (Mt. 18,22) y nos ofreció a todos en el Padrenuestro  el perdón de nuestras deudas, si perdonamos las ajenas (Cf. ibid, 6,12).

La hondura del mandamiento del perdón va incluso más allá de la pura reciprocidad. Ya  resulta noble aquella fórmula de un Cabildo catedral, en la sesión de Venia del Viernes  Santo: Perdono y pido perdón, para que Dios me perdone. Lo que ocurre es que en todo  acto de perdón, alguien tiene que pasarse de bueno, porque ahí es donde la misericordia  se muestra, como gran atributo de Dios, superior a la justicia. "Haced bien a los que os  aborrecen", "pon la otra mejilla". Ahí está precisamente el signo del amor cristiano, pues  también los paganos devuelven bien por bien.

O perdón, o catástrofe

Perdonar por sistema y dar más de lo que corresponde, no son puros consejos  evangélicos, de los que adornan, con fulgores de belleza moral, la vida privada de un  hombre justo, de una mujer santa. No!

Perdonar es una exigencia obligada para la Iglesia y para el mundo, si queremos impedir  que la historia se nos pudra, que este planeta admirable del Tercer Milenio cristiano y del  Internet, estalle de mala manera y nos arroje perdidos por el cosmos.

Hay que perdonar las deudas del Tercer Mundo, los agravios históricos de los países  europeos, entre sí y con sus antiguos pueblos coloniales; las guerras de religión del pasado  y los conflictos Norte-Sur de nuestra época. Repito con el Papa: No se trata de adoptar  aires de perdonavidas o de exigir que el otro dé siempre el primer paso o se pliegue por  fuerza a mis planteamientos. Es la cultura de la sinceridad, del respeto, de la tolerancia, del  pacto, y, en no pocos casos, del perdón pedido y otorgado a las dos bandas.

¿Cómo hacerlo sin educar el corazón?, ¿sin remitirnos al Dios misericordioso, a la  oblación gratuita de Cristo, a la sabiduría de las Bienaventuranzas? Todo esto es aplicable,  aunque suene a voluntarismo piadoso, a la ONU, a la OTAN y a la Liga Arabe. Y mucho  más, claro, a la familia, convento, parroquia u Obispado, donde discurre nuestra existencia  normal.

Antonio Montero
Arzobispo de Mérida-Badajoz


 

2.

Los bellos propósitos

Los ya entrados en años, y muchos que aún no lo estáis, compartimos la impresión de  que, al igual que de las grandes cenas suelen llenar las sepulturas, ocurre también que, en  el baúl de los recuerdos, se van acumulando, año tras año, y en número incontable, los  santos e incumplidos propósitos de mejora y de santidad, engendrados siempre en nuestro  espíritu en los primeros días de enero.

Año nuevo, vida nueva, repetimos con delicioso candor y con enorme desparpajo. ¿Qué  ocasión mejor que ésta para ordenar mi mundo interior, encauzar de nuevo las prácticas de  oración, sacudir en mi espíritu, de una vez por todas, el polvo de la rutina? Es hora,  decimos, de apretar las tuercas contra la inercia en el trabajo y acabar con la ley del menor  esfuerzo. Y, ¿qué hacer de esta proyección sobre mí mismo que me cierra el paso a los  demás? Te prometo, Dios mío, abrirme de par en par a mis semejantes y, de paso, acabar  con las reyertas familiares o los piques domésticos, que emponzoñan estúpidamente mi  vida. Estoy decidido, en resumen, a no bajar la guardia contra ninguna de mis pasiones.

Ni mentir ni engañarse

Al experimentar y expresar estos sentimientos, ya sea ante un cuaderno íntimo, ya en  reflexión solitaria o en diálogo espontáneo con Dios, ¿no estaremos, quizá, mintiendo  tontamente? Pienso que no tanto; ni tan siquiera cuando compartimos estos desahogos  personales con un guía espiritual, con un amigo o amiga, hermanos en la fe. ¿Razones? La  primera, porque una cosa es mentir y otra engañarse uno a sí mismo. Sobre esto último se  requiere, creo, una atención más detenida, un análisis más riguroso. Veamos.

A la vista está, lo reconozco, que comparados así, de bulto, los propósitos que hacemos  con los que cumplimos, el espectáculo es penoso y los resultados dejan en solfa las  promesas. ¿Será, piensa uno, porque éstas eran tan emocionantes como equivocadas?Así  las cosas, se llegaría a la conclusión de que lo más acertado es, quizá, dejarse de  propósitos y compromisos e ir haciendo buenamente lo que se tercie en cada momento. Tente, amigo. Por poco que uno sepa de moral cristiana y de espiritualidad evangélica,  se está al tanto de que la bondad o la malicia de nuestras acciones están supeditadas a las  intenciones y actitudes del propio corazón. Sí, ya se sabe que "con la intención no basta",  pero una voluntad sincera de ser mejor, un ideal, aunque sea utópico, de hacer el bien, son  algo muy valioso, por sí mismo, para el Dios que "mira el corazón" (1 Sam. 16,7). Ahogar los  santos deseos, los bellos y nobles propósitos, porque puedan resultar poco eficaces, es  matar a la gallina.

Pienso que, en la senda de la santidad, frente a la incoherencia y la inconstancia ya  denunciadas, nos acecha en esto de los propósitos y por el polo opuesto el temor al propio  ridículo. No proponiendo, no fracaso. A lo peor, nos desagrada demasiado quedar mal ante  nosotros mismos y asumir las propias frustraciones. El entusiasmo primerizo es vanidoso,  pero el desengaño posterior, falsamente adulto, es orgulloso. Tal vez nos importa más  nuestro fracaso, que fallarle a Dios en la palabra dada.

El afán por ser mejores

Parece, pues, algo claro que este asunto es algo oscuro. Sigamos buscando luz. Quien  ni siquiera lo desea, a buen seguro que no dará el primer paso en el compromiso cristiano,  en la conducta evangélica. "Bienaventurados" llama Jesús a los que tienen hambre y sed  de justicia (Mt. 5,6). Esto, leído en términos de hoy, puede y debe entenderse como  inquietud social, si bien, en el lenguaje bíblico y teológico, nos abre a un más ancho  horizonte: sentir un inmenso anhelo de ser justos, esto es, santos; aquellos que ansían con  todo su ser dar a Dios y a sus semejantes lo que le es debido a cada cual.

Lo mejor será, por tanto, estar siempre husmeando el horizonte, buscando por doquier las  huellas del bien, que son las de Cristo, y salir incansables en su busca. Y, a la par, percibir  hondamente la propia mediocridad, con cierta desazón de espíritu y con mal sabor de boca,  pero con un sincero empeño de reforma y un empinado afán de superación. Poner mientras  tanto la confianza en el Padre, la mirada en los pasos de Jesús y el anhelo en la gracia de  su Espíritu. En ese horno se cuecen los mejores propósitos de cualquier aprendiz de  santo.

Pisando tierra de nuevo, ¿hay, o no, en definitiva, que hacer algunos propósitos? De lo  dicho se infiere que sí, pero con discernimiento. Cada uno de nosotros conoce su historial  clínico en la conducta cristiana. A poco que uno lo repase, comprobará que, así como no es  posible caminar sin rumbo en el bosque o en la montaña, tampoco lo será en los caminos  del Espíritu, so pena de aburrirnos o despistarnos y mandar todo a paseo. Todas las  órdenes religiosas, todas las asociaciones laicales para la perfección cristiana, tienen su  propia Regla de vida. E incluso los y las que esto profesan, necesitan para conducirse a sí  mismos de proyectos personales a corto plazo, con exámenes, evaluaciones y nuevos  impulsos. Propósitos, en suma, primero formulados y después cumplidos.

Apoyarse en los demás

"Tú no hagas muchos propósitos ante Dios y ante ti mismo. Que, como Él no se queja, te  los saltas a tu antojo", me decía, (¡ay!) aquel llorado amigo, que tanto significó en mi vida,  Lamberto de Echeverría, sacerdote inmenso: Yo lo que hago, añadía, es comprometerme  con otros a cosas buenas: apuntarme a cursillos, ejercicios, peregrinaciones, servicios de  toda índole; y luego, por vergüenza torera , tengo que cumplir todo eso "con harto provecho  de mi ánima", como decía santa Teresa.

Comprometerse a algo con otros, ya sea el confesor, la pareja matrimonial, los miembros  de la propia comunidad religiosa, el equipo o grupo sacerdotal, los socios de un movimiento  laical, es multiplicar la garantía de su cumplimiento. Juntos somos más constantes, nos  sostenemos mutuamente en nuestra flaqueza, recibimos el ejemplo y el empujón de los  demás. El francotirador, el solitario, el autónomo en todo, o bien carece de objetivos, o no  acierta al definirlos, o se engríe cuando los logra, o se hunde cuando los abandona.

Queda, lo sé, la respuesta del millón. Y, ¿qué hacer cuando una y otra vez se te cruzan,  en tu fidelidad al compromiso, el despiste, la propia pequeñez, la tentación maligna, el mal  ejemplo ajeno, el cansancio de la vida? Pues, hijo, paciencia y sacramentos. Dime en qué  empresa nos admitirían de nuevo, si malcumpliéramos setenta veces siete. Pues aquí pasa  eso. Entonces, nos quejamos de vicio.

Antonio Montero
Arzobispo de Mérida-Badajoz


 

3.

El misterio del mal

No debemos confundir un cristianismo iluminado por la esperanza con un horizonte rosa  de la vida humana y del comportamiento cristiano. Edifican sobre arena todos aquellos que,  para animarse a sí mismos o encaminar a otros por una senda de paz y de bien, perfilan un  diseño bonito de nuestro paso por la tierra, ya sea el zigzag biográfico de cada indivíduo, ya  el rumbo histórico de toda la sociedad. Se equivocan, ¡qué pena! La verdad monda y  lironda es muy otra. Todos lloramos al nacer e, incluso antes de ese trance, estamos, como  David, marcados por el signo del mal: "Pecador me concibió mi madre" (Sal. 50).

Habrá quien piense: Acabamos de cantar los últimos villancicos, hemos entrado animosos  en el año nuevo y aún se perfilan en el horizonte los camellos de los Magos en su retorno a  Oriente. ¿A qué viene, tan pronto, este jarro de agua, este sentimiento trágico de la vida?  Una primera respuesta a esa observación tan humana sería que la Navidad misma lleva en  su entraña un sesgo doliente, con la matanza de inocentes y la huida a Egipto, sin olvidar el  hueco inhóspito del pesebre, tan idealizado por nuestros belenes. Tanto quienes  contemplan el Evangelio de la Infancia en sus escenas literales, como quienes buscan el  meollo del mensaje, todos deducen que Jesús probó, cató desde un principio, el pan  amargo de la condición humana. No hay más remedio que preguntarse: Si ésta no fuera tan  áspera y ambígua, ¿para qué nos hacía falta que viniera un Salvador?

Nuestra doble vida

Ea pues; entremos sin miedo en el tema, donde nos introducen las secciones de  sucesos en la prensa y en la tele, amargándonos tanto los dulces de la Navidad, que hasta  tenemos la impresión de que esta época del año es la más señalada por catástrofes  naturales, accidentes aéreos, naufragios en el mar, crimenes horrendos, masacres  terroristas. Cierto que el invierno es la estación de las borrascas; que el tráfico rodado y  aéreo se multiplica por muchos enteros en los períodos de vacaciones; y que las malas  noticias en jornadas de fiesta nos resultan, por ello mismo, más crueles y dolorosas.

Me ahorro otras descripciones trágicas, para remontarme a una reflexión creyente sobre  el mal y nosotros, con el intento de articular, hasta donde yo sepa y aquí quepan, las piezas  del puzle. Da lo mismo el tiempo de la Navidad que las fiestas de agosto, el frío polar que el  calor de los trópicos, a la hora de percibir la hermosa y trágica grandeza de la vida humana,  según el testamento de Pablo VI. A simple vista y sin muchas filosofías, cualquier  observador del género humano descubre en su pasado y en su presente una zona  iluminada y una cara de sombras. Bienes de cultura, de salud, de desarrollo, de arte, de  técnicas, de abundancia. Males de hambre, de desnudez, de analfabetismo, de  enfermedades, de raquitismo, de mortalidad precoz. Aunque todo eso resulte tan terrible y  contradictorio, no entro ahora en los males físicos, contra los que luchan la medicina, la  economía, la sicología y la política, mejorando año tras año la suerte de la humanidad, con  saltos muchas veces espectaculares. Para arreglar todo eso, es una condición previa y  concomitante, mejorar a los seres humanos que protagonizamos los procesos. Hablo ahora  y aquí, no de males y de bienes, sino de buenos y de malos, refiriéndome a personas, o,  yendo aun más al fondo, del bien y del mal como tales.

La lista anterior de los males y los bienes, sería ahora sobre hombres y mujeres: la de los  egoístas, los indiferentes, los duros de corazón, los carentes de entrañas, por un lado; y,  frente a ellos, los hombres rectos, las mujeres sacrificadas y generosas, las gentes de bién,  los héroes anónimos. Mas, para esquivar el maniqueísmo, no haremos dos bloques  compactos, el uno de mujeres y de hombres perversos y satánicos; mientras otro se  compone de personas angelicales, sin mezcla de mal alguno. No; hablamos de la pasta  humana, en todos con los dos elementos, pero no en la misma proporción ni sin  responsabilidades personales.

A la luz de la fe

En la antropología cristiana, hoy se habla con la misma naturalidad del misterio de Dios y  del misterio del hombre. Sigue flotando en la conciencia humana la misma pregunta  estremecedora, desde el origen de los tiempos: ¿Porqué, Dios mío, sentimos la atracción  del abismo, la tentación del mal? ¿Porqué podemos hacer daño a otros y recibirlo de ellos?  ¿Porqué podemos volverte las espaldas, negar tu existencia, ofenderte con descaro? 

Pisamos esta línea divisoria, como un cable de alta tensión, como un campo de minas, entre la fe y la increencia, entre la confianza y la desesperación, entre el vacío y el sentido. ¿Cómo no comprender, respetar y compadecer el espanto de quienes son víctimas  permanentes del mal y de la injusticia, y también de quienes sofocan en su conciencia los  sentimientos humanos y los latidos religiosos? No es que los creyentes seamos de otra  arcilla y estemos vacunados para siempre contra el abismo y la infidelidad. Pero; ¡cuánto  vale sabernos criaturas, imagen e hijos de Dios! ¡Cuanto, el conocer las tentaciones del  paraíso, el misterio de la libertad, del pecado y del perdón! ¡Cuánto alumbra, cuánto  consuela y sostiene el contrapeso en nosotros al "misterio de la iniquidad" -demonio,  tentación, pasiones, pecado, perdición- con el poder redentor de Jesucristo, con la gracia  bautismal, reconciliadora y eucarística de la Iglesia!

La lucha contra el mal

La existencia cristiana es, por definición, agónica (no agonizante, no angustiosa, sino  combatiente, en el sentido de Unamuno); "milicia, aseveró Job (7,1), es la vida del hombre  sobre la tierra" . El Reino de los cielos, sentenciaría Jesús, "se consigue por la fuerza y los  violentos lo conquistan" (Mt. 11,12). Violencia bien aclarada por el propio Maestro con  palabras definitivas: "El que quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y  sígame". El cristiano ha de combatir el mal en lo más hondo de su ser, no por masoquismo,  sino para despejar el camino a la acción del Espíritu, para quitar las piedras en el  seguimiento del Señor. Un combate, por último, que san Pablo, con cierto alarde  escenográfico, describe en estos términos: "No es esta lucha nuestra contra la sangre y la  carne, sino contra los principados, los poderes y dominadores de este mundo tenebroso,  contra los espíritus malos de los aires" (Ef. 6,12). De nuevo aletea aquí la sombra del  misterio del mal, que no podemos descartar nunca en una visión creyente de la condición  humana.

Si tuviéramos que acometer a cuerpo limpio y corazón descubierto esta lucha contra el  mal propio y ajeno, personal y estructural, sin la gracia de Cristo y la asistencia del Espíritu,  vano intento sería el nuestro. La prueba la tenemos cuando descuidamos las armas de la fe  o hacemos caso omiso de la vida sacramental. Y, por contra, ¿cómo no?, ahí tenemos a la  vista, en los dos Testamentos bíblicos, en la Iglesia de ayer y de siempre, el blanco ejército  de los mártires, vírgenes, pastores, esposos, que lavaron sus túnicas en la sangre del  Cordero y siguen sus huellas en este mundo que pasa.

Antonio Montero
Arzobispo de Mérida-Badajoz


 

4.

LA MADRE DE DIOS

Durante miles de años, Dios contempló la Historia de los hombres. Aquella Historia de  deslealtades y guerras, de buenas intenciones y fracasos, de muerte y sufrimiento, fue  observada por el Creador con una atención especialísima. No es la atención de un simple  espectador, que se limita a aprobar o reprobar desde el patio de butacas la interpretación  de los actores, pero con quien, a fin de cuentas, no va nada de lo que sucede en el  escenario. Tampoco se trataba de la mirada de un Dios frío, insensible, que se limita a  entretener su eternidad ociosa dirigiendo la vista al gran teatro del mundo. Sé que la  necedad humana, que no se recata ni cuando se trata de juzgar a su Hacedor, muchas  veces lo ha entendido así. Pero basta leer la Sagrada Escritura para entender que ese  juicio, como los demás juicios humanos, conlleva una enorme injusticia. 

La mirada de Dios sobre la Historia durante todos esos años fue una mirada apasionada.  Como espectador, era incapaz de permanecer quieto en su butaca: se levantaba, lloraba y  reía; incapaz de permanecer impasible, hacía estremecer el escenario: era capaz de  abandonar el palco y esconderse detrás de una zarza para hablar con Moisés. Si su pueblo  querido parecía estar a punto de perecer a manos de los egipcios, Dios soplaba desde su  asiento y abría portentosamente el mar rojo en dos partes, para que sus elegidos pudiesen  cruzar al otro lado. A través de los profetas, abucheaba a los actores, y otras veces les  aplaudía a rabiar, haciendo temblar los corazones de aquellos hombres. Se ocultaba y se  dejaba sentir... ¡Dios nervioso! Creador del escenario, autor del guión, incapaz por voluntad  propia de controlar la voluntad de los actores, parece querer llevar la obra a su término por  todos los medios a su alcance. Y, sin embargo, infidelidad tras infidelidad, el hombre se  niega a dejarse dirigir.

No me resisto a situarme ante el misterio de la Encarnación sin pensar que Dios se ha  cansado de ser Espectador, por activo que fuera. Su divina pasión no le permite  permanecer por más tiempo en el patio de butacas, o dando vueltas al escenario, ni  escondiéndose detrás de zarzas o del playback de los profetas: Dios ha decidido, al fin,  irrumpir en la escena, descargar de una vez todos los sentimientos que aquella  representación está produciendo en su divino Corazón: quiere leer su papel.

Sb 18, 14 Cuando un sosegado silencio todo lo envolvía y la noche se encontraba en la  mitad de su carrera, tu Palabra omnipotente, cual implacable guerrero, saltó del cielo, desde  el trono real.

Observando lo que fue su comportamiento hasta entonces, el de un espectador que no  es capaz de permanecer quieto, y teniendo en cuenta que hablamos de Dios, cualquiera  hubiera podido pensar que esta irrupción del Creador en la Historia de los hombres se  llevaría a cabo estrepitosamente: Dios se ha cansado. Se acabó la chapuza. Paralizados  los actores, boquiabierto y estremecido el público angélico. Yahweh quiere estar a la  cabeza en los títulos de crédito, llenar la escena y desalojar a los chapuceros.

Y, sin embargo, cuando Dios decide entrar en la Historia de los hombres lo hace pidiendo  permiso. Se arrodilla ante una hermosísima joven nazarena, y le pide su consentimiento.  Nadie se entera. No tiembla el suelo ni se agitan las bambalinas. La joven dice sí, y el Autor  está en su obra, aunque de incógnito. Se ha hecho pequeño como un embrión y se ha  introducido a hurtadillas en el vientre de aquella mujer que ha pasado a ser el Cielo en la  tierra, o, si lo preferimos, el trono real (‘sede de la Sabiduría’) desde el que saltará al mundo  la Palabra de Dios, según el texto del libro de la Sabiduría citado arriba.

Y, tras un embarazo de nueve meses, como los demás, María de Nazaret tendrá en sus  brazos a un niño como los demás. No sabe hablar, está indefenso ante el frío, el hambre y  la enfermedad; y, como todo recién nacido, está necesitado especialmente de cariño. Sólo  la fe le asegura, con una certeza indestructible, que es Dios.

Dios tiene la extraña virtud de desconcertar como nadie puede hacerlo, y si el hombre no  se recupera pronto del desconcierto, acabará sumido en la más profunda confusión. Ante la  multitud de nuestros pecados y el hastío que le provocaba nuestra desobediencia, la  respuesta divina es deponer totalmente las armas, quemar las defensas que su  omnipotencia le proporcionaba, y, haciéndose el más pequeño de los hombres, ponerse  inerme en manos de su criatura. A un joven matrimonio nazareno les pedirá que le enseñen  a hablar, que le vistan, le alimenten, y le cubran de cariño. Y, lo más grave de todo ello, es  que ese comportamiento responde a un plan que redimirá la Historia. Es cierto que de  manos de María y de José no recibió más que cariño, calor, protección, y todo el homenaje  que una criatura puede rendir a su Creador; pero, con la misma indefensión, se puso en  manos de Herodes y se pone cada día en las mías... Y, desde luego, la respuesta en este  caso no ha sido precisamente la misma.

Y, de este modo, aquella joven nazarena a quien nadie conocía, se ha visto convertida en  Madre de Dios, y nadie lo sabe más que su esposo. Tiene en sus brazos al Autor de la vida,  y tendrá que defenderle de la muerte. Tiene en sus brazos al Verbo del Altísimo, y tendrá  que enseñarle a hablar. Tiene en sus brazos a quien viste a los lirios del campo, y tendrá  que cubrirle con pañales...

Al hacerse hombre, el Hijo de Dios asumió en Sí las leyes de la providencia divina  ordinaria como cualquiera de nosotros. Esta providencia ordinaria se lleva a cabo  normalmente a través de causas segundas: Dios nos sana sirviéndose de las manos del  médico, nos alimenta cuando somos niños sirviéndose del cariño de nuestros padres, nos  muestra su Amor a través del amor de otros hombres... Cualquiera de nosotros, si somos  fieles, somos instrumentos de la Providencia. Pero, en el caso de María, su situación es  muy especial. El flujo del Amor divino mana del Padre como de su origen y, a través del  Hijo, se derrama sobre los hombres, que hemos de hacerlo correr con nuestra obediencia.  Sin embargo, María de Nazaret, llena por anticipado del Espíritu Santo - que es el Amor  divino - , será, de algún modo, mediadora entre Padre e Hijo. Cuando tiene al Niño en sus  brazos, el Hijo está recibiendo el Amor del Padre a través de los brazos de una mujer, que  ha sido elevada como no lo fue ni lo será jamás hombre o ángel alguno.

Y nadie lo sabe. Ni tiembla la tierra, ni se desploma el escenario. Los corazones habrán  de irse rindiendo lentamente, lentamente... Y, tras José, e Isabel y Zacarías, vendrán  aquellos pastores que, acostumbrados a no entender a la primera, conservan su capacidad  de asombro. En su obediencia sin límites, y de una forma no consciente, la Santísima  Virgen está cumpliendo una profecía muy antigua, pronunciada para ella: "Si no lo sabes,  ¡oh la más bella de las mujeres! sigue las huellas de las ovejas y lleva a pacer tus cabritas  junto al jacal de los pastores" (Ct 1, 8). ¿A quién si no es a ella puede llamarse ‘la más bella  de las mujeres’? Allí, buscando sin buscarla la compañía de los pastores, nos ha llevado a  los hombres a pacer un Pasto que es el Pastor convertido en alimento. El profeta Jeremías,  que también sin saberlo contempló la escena por anticipado, comparará a aquella mujer  que tiene en brazos a su Hijo con una pradera a la que acuden los pastores para alimentar  un ganado hambriento. La profecía, en este caso, es bellísima:

"¿Acaso a una deliciosa pradera te comparas, Hija de Sión? A ella vienen pastores con  sus rebaños, han montado las tiendas, junto a ella en derredor, y apacienta cada cual su  manada" (Jer 6, 2-3)

Y es que, como todo en esta historia, también sin saberlo, los pastores de ovejas se han  convertido en pastores de hombres, pues nos han señalado a nosotros el camino que  conduce a Pastos de vida eterna. Cuantos acudimos gozosos y cansados al establo de  Belén, acudimos como ovejas guiados por aquellos hombres que llevaban tras de sí, por  supuesto sin saberlo, a toda una Humanidad. Y sucedió, sin embargo, en silencio y de  noche, porque ese Dios apasionado y nervioso es, sin embargo, sumamente recatado, y el  pudor de aquella Virgen, el esplendor del varón casto, y la Luz que nace de lo alto, lo hacen  "sin que hablen, sin que pronuncien, sin que resuene su voz" (Sal 18, 4).

Y así, en silencio, aquella jovencita de Nazaret se ha convertido en la Madre de Dios y en  la dispensadora, para la Humanidad entera, del único alimento que puede saciar su hambre  de eternidad. Como una fuente silenciosa, de sus brazos, como antes de su vientre, manará  el agua de la Vida que un día habrá de derramarse sobre la tierra desde un costado abierto  por una lanza. Y todo ello, en silencio, porque es tiempo de adorar...

Antonio Montero
Arzobispo de Mérida-Badajoz