SALMO 8

9.

Eres grande, Dios, porque el hombre no es pequeño

¿Fuera del tema? Vamos de sorpresa en sorpresa. El salmista establece un tema preciso: la gloria de Dios.

Ensalzaste tu majestad sobre los cielos (v. 2).

El modo de abordar el tema resulta seductor. Es un grito de estupor:

¡Señor, dueño nuestro, qué admirable es tu nombre en toda la tierra! (v. 2).

Después parece que el autor, en un momento, pierde el hilo conductor. En términos escolares se diría: se ha salido del tema. En realidad, en vez de hablar de la gloria de Dios, se entretiene hablando de la grandeza del hombre. En vez de cantar las hazañas del Señor se queda en ilustrar el puesto eminente que el hombre ocupa en el universo. Se tiene casi la impresión de que Dios, poco a poco, desaparece de la escena para dejar el puesto a otro protagonista, que se va agigantando cada vez más. Una cosa es clara, que precisamente en el salmo en que se quiere cantar la «majestad» de Dios, se termina por dar un gran espacio a la grandeza del hombre. Los mismos términos que indican la soberanía, la majestad del Señor, son aplicados, sin titubear al hombre.

Lo coronaste de gloria y dignidad (v. 6).

La desviación del tema original se verifica en un punto preciso:

Cuando contemplo el cielo, obra de tus dedos, la luna y las estrellas que has creado (v. 4).

Precisamente aquí el salmista «salta» a tratar la figura de aquel que ha sido hecho «poco inferior a los ángeles» (v. 6). ¿Fuera del tema? Modestamente soy del parecer que el autor ha hecho voluntariamente este salto sorprendente de vías. Me atrevería a decir: bendito descarrilamiento. Lo necesitamos.

Bendito descarrilamiento

De este modo ha sido desenmascarado un prejuicio tenaz, que ha contagiado, con efectos nefastos, millones de páginas de espiritualidad. El prejuicio según el cual la gloria del hombre estaría en competencia con la gloria de Dios, las empresas y éxitos humanos representarían un atentado a la «majestad» de Dios. El equívoco según el cual para consolidar el pedestal de la grandeza de Dios, bastaría rebajar la estatura del hombre. Como si rebajar al hombre equivaliese automáticamente a ensalzar el trono de Dios. Aquí se afirma exactamente lo contrario. Se cancela la idea estúpida de la competencia, de la rivalidad. Y la grandeza de los dos presuntos protagonistas, en vez de ser amenazada por una u otra parte, es reforzada y alimentada recíprocamente. Por tanto, nada de competencia, sino dependencia.

Sin duda no se pueden poner en el mismo plano los dos protagonistas. Aunque sea «poco inferior a los ángeles», el hombre está separado de su creador por un gran abismo. Dios es —según la expresión de K. Barth— el «totalmente otro». Acepto incluso el axioma de que «Dios es Dios y el hombre no es Dios» De acuerdo.

Pero nadie sueña aquí con poner en discusión la trascendencia divina. Simplemente se quiere alejar el intento —demasiado claro en cierta espiritualidad— de aplastar al hombre y de despreciar sus títulos de grandeza, como si sólo de este modo pudiese ganar la gloria de Dios.

Muy oportunamente ha sido recordado que «el más grande resultado de la revelación judía ha sido el de dar a la criatura el máximo grado de consistencia, de importancia y de valor ante el amor de Dios, incluso sabiéndose y proclamándose —con dolor o con alegría, según las circunstancias— un fetiche de paja en sus manos o una mota de polvo perdida en el infinito» (M.-D. Molinié).

El mismo autor subraya que la importancia de la criatura es «mucho más extraña y desconcertante que la trascendencia de Dios». Y resalta vigorosamente cómo la adoración enseñada a los judíos es «un punto de convergencia en el que la trascendencia divina y la consistencia del hombre, lejos de estar en oposición, se refuerzan mutuamente. La trascendencia del creador es la que da consistencia a la criatura... El homenaje más perfecto que nosotros podemos rendir a la omnipotencia de Dios, es precisamente el de afirmar nuestra consistencia ante él».

Por tanto no debemos hacer las cosas a la mitad, no debemos medir con parsimonia la importancia concedida por Dios al hombre, sino subrayar al mismo tiempo la trascendencia de Dios y la importancia del hombre. No una a pesar de la otra, sino más bien una a causa de la otra. Ahora bien, en el momento en que la adoración proclama la nulidad de la criatura ante la infinidad del creador, aquélla proclama con su misma existencia el valor de la adoración y, por motivo de la criatura que adora, una realidad que constituye una paradoja singular: si sólo Dios es importante, ¿por qué es importante que el hombre lo reconozca? Porque el hombre tiene valor a los ojos de Dios precisamente en cuanto lo adora. No se puede adorar auténticamente si no se adquiere el sentido de Dios, pero también el sentido de la criatura, de su consistencia y de su valor.

El certificado de grandeza del hombre ha sido concedido de una vez para siempre por Dios: «Tú eres precioso a mis ojos» (Is 43, 4). Y si ciertos pseudomaestros de espiritualidad, enojados quizá por no haber sido consultados, tienen protestas, sólo tienen que dirigirse para pedir las oportunas explicaciones a quien ha extendido ese certificado...

El hombre «partner» del creador

¿Qué es el hombre? (v. 5).

Todo el salmo se esfuerza por responder a esta pregunta. Alguien ha escrito: «No existe Dios, ni universo, ni raza humana, ni vida terrestre, ni cielo, ni infierno. Todo es un sueño grotesco y absurdo. Solamente existes tú. Y tú eres solamente un pensamiento, un pensamiento perdido, un pensamiento inútil, un pensamiento huérfano que vaga solitario en las eternidades vacías». Mark Twain, autor de estas líneas, probablemente se olvidó de leer las primeras páginas de la Biblia:

Díjose entonces Dios: «Hagamos al hombre a nuestra imagen y a nuestra semejanza, para que domine sobre los peces del mar, sobre las aves del cielo, sobre los ganados y sobre todas las bestias de la tierra y sobre cuantos animales se mueven sobre ella». Y creó Dios el hombre a imagen suya (Gén 1. 26-27).

Crear al hombre a imagen y semejanza de Dios, significa hacerle un rey, y además un rey vencedor (M. Mannati). Ya hemos subrayado cómo todos los términos empleados por este salmo van en tal dirección. El hombre no sólo explota, utiliza la naturaleza, que Dios ha puesto a su disposición, sino que la domina. Dios ha puesto todas las cosas a sus pies. El salmo 8 nos trae a la memoria el significado de la primera página de la Biblia:

Le diste el mando sobre las obras de tus manos,
todo lo sometiste bajo sus pies:
rebaños de ovejas y toros,
y hasta las bestias del campo,
las aves del cielo,
los peces del mar,
que trazan sendas por el mar (v. 7-9).

El hombre, señor del universo.

El hombre, partner del creador.

CREACION/H-TERMINA: Para descubrir el fundamento de estas verdades, para deducir consecuencias, es necesario partir de una idea dinámica, abierta de la creación. Es decir la creación no es un episodio inicial, ya concluido. No es algo «ya hecho». La creación es algo que continúa, que se hace, se desarrolla y progresa. El hombre está llamado a colaborar en esta empresa, a llevarla a término. Su acción sobre la naturaleza es participación divina, grávida de responsabilidad, de grandeza y de riesgos. «Dios descansó después de cuanto había hecho» (/Gn/02/02) y confía al hombre la responsabilidad de la creación.

Después de haber creado al hombre, Dios puede finalmente «descansar» porque hay alguien capaz de continuar libremente, con inteligencia y voluntad su obra.

El hombre, pues, según el plan de Dios, es el responsable de la naturaleza y de su evolución. Dios deja de trabajar, y este reposo sabático divino impulsa al hombre a caminar por la ruta normal, despojada de fantasmas y de misterios. Aceptar a Dios para el creyente bíblico, no es aprovecharse de él para dispensarse de la fatiga y dei trabajo. Todo lo contrario: es, entre otras cosas, adorar al Señor-que-reposa 1.

Por tanto, verdad y grandeza del trabajo. A través de él, de la trasformación de la materia y del dominio de la naturaleza, el hombre se convierte en co-creador, co-fabricador del mundo. El hombre que trabaja es partner del creador. Adora al Dios-que-reposa.

La gloria de Dios gritada por el trabajo

La perspectiva exultante de este salmo nos ofrece un sólido fundamento para una espiritualidad del éxito. Especialmente en el campo del trabajo. Precisamente porque es aquí donde repercute negativamente el influjo de una cierta mística del fracaso.

El fundamento de la esperanza de Dios no está en nuestro fracaso, sino en nuestro éxito. Dios no es creador sólo allí donde nuestras iniciativas se muestran impotentes y en la medida de su impotencia, al contrario, también donde yo soy plenamente eficaz. Cuanto más trabajo, más es Dios creador, en el ser mismo que me da, al punto de hacerme libre y señor de este ser que él me da (D.-M. Chenu).

Con frecuencia se apela a la llamada mística del fracaso para encubrir la pereza, la incompetencia, la incapacidad, la poca seriedad y los más ridículos remiendos. No. El vértice de la espiritualidad del trabajo está en lo contrario, precisamente en el trabajo bien hecho, en el trabajo con éxito, en la empresa felizmente acabada. La gloria de Dios no viene dada por el fracaso, sino gritada por el trabajo hecho con seriedad, competencia y éxito.

El obrero grita la gloria de Dios con su pieza rematada y perfecta.

El arquitecto con su proyecto audaz.
La mujer con su casa limpia.
El payaso con sus chistes más graciosos.
El cirujano con el éxito de la operación.
El periodista con su artículo documentado.
La telefonista con una comunicación rápida y precisa.
El empleado con su tarea escrupulosamente realizada.
El estudiante con su libro manoseado y repasado.
El labrador con sus tierras bien labradas.
El deportista con sus mejores records.
El contable con sus cuentas bien hechas.
La mecanógrafa con la rapidez y pulcritud de su tecleo.
El actor con su interpretación apasionada.
El escolar con su redacción sin faltas de ortografía.
El abogado con su causa ganada.
El fotógrafo con su imagen nítida.
El alpinista con su pie en la cima conquistada.
El infraescrito —si me permitís— con su página «limpia».

Por tanto, mi trabajo tiene la posibilidad de engrandecer o empequeñecer el nombre de Dios en esta tierra.

¡Señor, dueño nuestro,
qué admirable es tu nombre
en toda la tierra! (v. 10).

Para poder recitar estos versículos según la atrayente y comprometida lógica del salmo 8, no es necesario abrir la boca.

Basta mirarse las manos...

¡Qué rompecabezas!

Algunas lineas de esté salmo constituyen un rompecabezas, incluso para los expertos más diestros. Se trata de la segunda parte del v. 2 y del v. 3, que nos han llegado corrompidos, en un texto incierto, que deja abierta la puerta a varias interpretaciones:

Ensalzaste tu majestad sobre los cielos.

De la boca de los niños de pecho
has sacado una alabanza contra tus enemigos,
para reprimir al adversario y al rebelde (v. 2-3).

Empecemos por el final, por los últimos versos. Estamos en el momento de la creación. Dios, con su fuerza creadora y ordenadora, ha tenido razón sobre sus «adversarios». ¿Quiénes son estos adversarios? Obviamente, las fuerzas rebeldes, caóticas, tumultuosas —en otras partes son designadas con varios nombres: mar, dragón, Leviatán, Rahab—, que Dios reduce al silencio y «reprime», disciplinándolas e imponiendo leyes precisas al firmamento y a todo el universo.

Estas fuerzas adversas simbolizan con sus resistencias, el orgullo. Sobre todo el orgullo del enemigo de Dios y del vengativo, es decir, de quien busca vengarse de no ser Dios, incapaz de igualar su poder creador.

Dios ha dominado las fuerzas adversas, ha establecido las leyes armoniosas que regulan el movimiento de los astros.

Nos queda por resolver el problema de la «alabanza» en boca de «los niños de pecho». No todos están de acuerdo sobre la identidad de estos niños. Lo que es indudable es que comienzan muy pronto a dar quebraderos de cabeza...

Una de las hipótesis más atrayente me parece la que se funda sobre el examen de un texto de Ras-Shamra 2, «el poema de los graciosos y bellos», que son llamados precisamente «niños de pecho». Sin duda se trata de la estrella de la mañana y de la tarde, que son también denominados «hijos del canto».

Por tanto, según la poesía cananea, nos encontramos ante un mito de la creación, en el que los astros, recién nacidos, gritan y cantan su alegría por existir. En relación con esta hipótesis 3 hay un pasaje análogo en el libro de Job:

Dios dirigió a Job su palabra en medio de un torbellino diciendo: «...¿Dónde estabas al fundar yo la tierra?

¿Sobre qué descansan sus cimientos?
o ¿quién asentó su piedra angular
entre las aclamaciones de los astros matutinos
y los aplausos de todos los hijos de Dios?» (Job 38, 1-7).

De cualquier modo, independientemente de la viabilidad o no de la solución propuesta, la escena es particularmente sugestiva. Estamos en el alba de la creación. Los astros, recién nacidos, entonan un canto de alabanza y de acción de gracias a Dios, rey victorioso, que ha «reprimido» las fuerzas caóticas. Es como si aplaudiesen la victoria de Dios. Y gritasen su entusiasmo, su felicidad de existir, su alegría por obedecer a esta maravillosa armonía que ha sido instaurada.

Si se acepta esta hipótesis, la traducción podría quedar así: «Quiero ensalzar tu majestad sobre los cielos con alabanza más brillante que la de los niños de pecho (los astros recién nacidos)».

Es decir, mi canto personal quiere ser más grandioso que el empezado por las estrellas en el alba de la creación. El hombre, en definitiva, supera la alabanza al creador de los seres inanimados.

Un Dios insatisfecho

Dios queda insatisfecho. No se contenta con las aclamaciones y los aplausos de los «recién nacidos». No se contenta con que los astros se inserten con precisión en el orden por él establecido y que respeten rígidamente las leyes

Todo va hacia la perfección. Nadie se sale de esta estupenda armonía. Las órdenes, me quedo sin decirlo, son cumplidas:

El que manda a la luz, que luego se pone en marcha;
la llama él, y ella le obedece temblando.
Los astros brillan en sus atalayas y en ello se complacen.
Los llama él y contestan: Henos aquí.
Lucen alegremente en honor de quien los hizo (Bar 3, 33-35).

Pero Dios queda insatisfecho. La mecánica celeste funciona perfectamente. La humana mucho menos. Cuando pasa revista a los ejércitos de los astros, encuentra que «guardan las órdenes del Santo, y no se cansan de hacer la centinela» (Eclo 43, 11). Pero cuando llama a quien ha coronado «con gloria y dignidad» no le encuentra

Oyeron al Señor que se paseaba por el jardín a la hora de la brisa, el hombre y su mujer se escondieron de la vista del Señor Dios entre los árboles del jardín (Gn 3, 8).

Los hombres, desde entonces, han aprendido a pararse y a extraviarse. Se han hecho cómplices de las fuerzas caóticas y rebeldes. El grito inicial de Dios: ¿«dónde estás»? no ha logrado pararle en su huida:

Cuando le llamaba, él se alejaba (Os 11, 2).

Y Dios deberá comprobar con tristeza:
Mi pueblo es propenso a rebelarse contra mí (Os 11, 7).

Parece que a lo largo de la historia, el hombre no ha hecho otra cosa que especializarse en desviarse del camino trazado por el Señor. Siempre es válida la amarga observación hecha por Dios a Moisés, inmediatamente después de la ruptura de la alianza en el Sinaí:

Pronto se han desviado del camino que yo les habla señalado (Ex 32, 8).

El gusto de enfilar un camino distinto del indicado, ha permanecido en el hombre desde el momento que probó por primera vez el fruto prohibido. Un típico representante de nuestro tiempo no duda en admitir, dirigiéndose directamente a Dios: «Siembro el desorden en el pequeño ángulo del mundo en que tú me has colocado tan amablemente y —seamos justos— tan ingeniosamente. Desobedezco, toco todo, mato, pienso, hago trampas..., llevo mi perversidad hasta adivinar alguna de tus intenciones —naturalmente para llevar la contraria—» (R. Escarpit).

Por una parte, los astros que se comportan según sus órdenes. Por otra, el hombre, que ha sido hecho «poco inferior a los ángeles», es extremadamente reacio a insertarse en la armonía universal, propenso en cambio a desencaminarse.

Por esto Dios está insatisfecho.

No le es suficiente el alegre canto de los astros recién nacidos. Falta la nota más importante. Porque es la nota libre.

La adhesión entusiasta de las estrellas no se puede comparar, a los ojos del creador, con el consentimiento amoroso de un corazón que se da libremente. Sin la nota del hombre el canto de la creación resulta incompleto y triste. De hecho el hombre —según el salmo 8— aparece como el rey de la creación, y como cantor y sacerdote de esta creación:

¡Señor, dueño nuestro,
qué admirable es tu nombre
en toda la tierra!
Ensalzaste tu majestad sobre los cielos (v. 21.

«Es el hombre quien trasforma en alabanza consciente, amorosa, la belleza y el orden armónico del cosmos» (M. Mannati).

Si el hombre no presta su voz, mejor, su corazón, su voluntad, su libre decisión, cesan los aplausos y cunde sobre el universo un desolado silencio. Y todos se sienten traicionados por el rey de la creación.

Finalmente la nota tan esperada

No sé si habría estrellas aquella noche. Lo cierto es que en Getsemaní había un hombre que lo volvía a poner todo en su sitio, que enderezaba todos los «descarrilamientos», las noches descontroladas, las huidas de sus hermanos: «Padre, no se haga mi voluntad, sino la tuya» (Lc 22, 42).

En aquel momento se daba la nota justa, tan esperada, que se unía al canto de los astros «recién nacidos». Una nota dolorosa, pagada a precio de sangre. Pero necesaria para que el canto volviese a ser alegre y perfecto.

Hemos partido de un problema aparentemente árido, que parecía iba a interesar exclusivamente a los eruditos. En cambio, nos hemos dado cuenta de que nos afecta más bien a nosotros, a nuestra vida y a nuestra conducta.

Es el cuadro poético de los astros que, en el alba del mundo, aplauden al creador. El cuadro de un Dios que espera una nota especial, insustituible, esencial porque es libre. La mía, precisamente. «Mira, voy a hacer tu voluntad» (Heb 10, 9).

Todas las veces que expreso de este modo mi «¡presente!» a Dios que me llama, es como si me uniese al canto iniciado en aquella mañana.

Son mis aplausos, que quieren expresar mi alegría de vivir. Y mi alegría de obedecerle. A su pregunta: «¿dónde estás?», respondo: «aquí estoy». Y entonces el viejo mundo, retardado por tantas desgracias, chirriante por tantos achaques, parece empezar a girar como debe.

Lo que no me es difícil admitir

Esta es la pregunta fundamental del salmo:

¿qué es el hombre? (v. 5).

Las respuestas que nos da el mismo salmo son varias. Una —la examinada en el capítulo «Eres grande, Dios, porque el hombre no es pequeño»— no me es difícil admitirla:

Le diste el mando sobre las obras de tus manos,
todo lo sometiste bajo sus pies (v. 7).

El hombre, señor del universo, partner del creador. Acepto sin reservas estas definiciones.

He subido en uno de los 62 ascensores a la azotea del Empire State Building, para ser azotado por el viento de los 379 metros de altura del más grande rascacielos del mundo.

He subido a un Jumbo-Jet que trasporta por el cielo cientos de pasajeros.

He quedado admirado ante las vertiginosas arquitecturas del japonés Kenzo Tange

He podido admirar el periódico del futuro, que me vendrá impreso en fotos a domiciÍio, ahorrándome el trabajo de ir a buscarlo al kiosco.

He visto en la Expo de Osaka, a los automóviles conducidos por ordenadores electrónicos.

No, no me cuesta admitir esta definición. Así como tampoco me cuesta reconocer que el hombre está llamado a prestar su voz a toda la creación para cantar la «majestad» de Dios:

qué admirable es tu nombre
en toda la tierra (v. 2).

También esta definición —examinada en el capítulo anterior— la admito perfectamente.

Lo que tengo atragantado

Una sola definición desencadena en mí un montón de reservas:

Lo hiciste poco inferior a los ángeles (v. 6).

Me resulta duro pronunciar estas palabras.

Todavía tengo en mi garganta el humo acre de los hornos crematorios.

Tengo ante los ojos el resplandor de las bombas de napalm.

No soy capaz de apartar la imagen de los «esqueletos andantes» en los campos de Auschwitz y de Buchenwald. Ni tampoco la de las fosas de Katyn.

Sueño por las noches con un montón de juguetes y muñecas de trapo, caídos de las manos de los niños masacrados «por órdenes superiores».

En mis oídos de niño resuena aún el eco de la metralleta que acribillaba los cuerpos de diez campesinos y de su párroco, en la plaza de un pequeño pueblo de labradores. Era cerca de mediodía.

Abro los libros de la historia reciente. Me doy cuenta de que todas las naciones poseen una alucinante colección de «esqueletos en el armario». Y basta con entreabrir la puerta un instante para sentir un disgusto inenarrable.

Los soldados que en la India descansan de las fatigas de la guerra practicando un deporte «excitante»: atan a los prisioneros más indóciles a las bocas de los cañones y luego disparan.

O aquellos otros que lanzan al aire a los niños y después los cogen con la punta de las bayonetas.

O el hongo de Hirosima.

O los bombardeos de Dresde y Hamburgo.

O Grosseto, en donde los pilotos de los «cazas» americanos ametrallaron a los niños en el «tiovivo» de la plaza.

O la exclamación del marine: «Ahora haré una papilla con estos feos rostros amarillos».

Hojeo el periódico esta mañana y me encuentro con la noticia del padre que después de haber atado a un árbol a su propia hija de 10 años la pega hasta hacerle sangrar porque había dejado escapar algunas ovejas del rebaño que tenía que guardar.

O también la noticia de las incursiones de bombarderos israelitas sobre «bases estratégicas» en territorio egipcio. Y entre estas «bases estratégicas», había una escuela... Junto con los libros son abrasados 30 niños.

O también la noticia de un niño de seis años estrangulado, después de haber sido torturado por un «salvaje»...

Después de todo esto, es natural que esa definición: «poco inferior a los ángeles», no sea capaz de pronunciarla. Se me atraganta. No puedo decirla.

O quizá podría completarla de este modo: «Lo hiciste poco inferior a los ángeles», y él hace todo lo posible para convertirse en poco menos que un monstruo...

Tú le has creado a tu imagen y semejanza y él pasa los años y los siglos desfigurándose del rostro esa marca divina.

Bertrand Russel escribió: «Desde que el hombre bajó de los árboles ha recorrido, con fatiga y peligro, un desierto vasto y árido... Finalmente ha salido del desierto para entrar en una tierra risueña». Sólo que de vez en cuando este hombre deja esa «tierra risueña» para volver a los árboles y a las cavernas...

Al hombre coronado «de gloria y dignidad», le gusta presentar su propia imagen en la que aparece como «un gorila con fusil».

Citando estos dos versos de Lino Cursi:

Si, cuántos recuerdos,
para ser un hombre,

Marotta comentaba amargamente: «Y cuánto, cuánto olvido, para no deshacerlo».

A pocos meses de distancia

Cada vez resulta más inquietante la pregunta: «¿qué es el hombre?».

El hombre es Armstrong y Aldrin, que el 20 de julio de 1969, descienden del Lem que se ha posado sobre la superficie lunar y dan los primeros pasos sobre la luna.

Pero el hombre es también aquel grupo de soldados que, unos meses antes, dirigen sus pasos en la aldea vietnamita de Song My. Esta vez no está la televisión para «inmortalizar» la escena. Pero hay un muchacho que al volver a casa a América, no puede dormir hasta contarlo todo. Y hay un fotógrafo militar que nos refiere los hechos como testigo ocular:

Todo duró unos treinta minutos, nada más. Junto a mí algunos soldados pegaban fuego a las casas. Un viejo vino hacia nosotros trayendo dos niños en brazos. El mayor decía «no, no». Se oyó una ráfaga de metralleta. Los tres cayeron. Así empezó. Después encontramos un grupo de mujeres y niños. Un soldado se adelantó y cogió a una muchacha de unos trece años. Empezó a desnudarla. La madre corría gritando pero los soldados la inmovilizaron a ella y a las otras mujeres. Comprendí que iban a matarlas y grité que se estuviesen quietos; tomo una foto. Escapé. Antes de oír los disparos no resistí y volví la cabeza. Después me fue imposible tomar una fotografía del montón de cadáveres. Trajeron otro grupo. También mujeres y niños. El soldado que apuntaba con la ametralladora estaba a mi derecha; al lado, en pie, el hombre que pasaba los carretes. De una choza trajeron dos niños; el más pequeño de unos cuatro años. Cuando dispararon el mayor se arrojó sobre el pequeño para protegerlo con su cuerpo. Estaban ya muertos, les dispararon seis tiros por la espalda. Me impresionó la despreocupación, la rutina. Después vino otro grupo numeroso en el que también había hombres.

Mientras esperaban otros carretes, los soldados disparaban con las lanzagranadas. Los cuerpos se desintegraban, se veían los huesos saltar por el aire.

Desde una choza salió un niño arrastrando un pie herido, en dirección de un montón de cadáveres.

Daba vueltas de un lado para otro, llorando, como si buscase a alguien.

Un soldado se puso de rodillas, apuntando con cuidado. Disparó y se echó a reír. Dejé caer la máquina de fotografiar y vomité 4.

¿Qué es el hombre?

Si pienso en Armstrong y Aldrin que dan los primeros pasos vacilantes sobre la luna, me viene espontánea la respuesta:

Lo hiciste poco inferior a los ángeles (v 6).

Si pienso en el soldado que encuadra en el teleobjetivo al niño que avanza arrastrando el pie herido -y ese niño en el teleobjetivo, pierde todas las coordenadas humanas y se convierte simplemente en un «rostro amarillo»- entonces esa respuesta me parece una blasfemia y pienso en la actitud final del fotógrafo.

En definitiva, ¿qué es el hombre?

¿El astronauta que trae a la tierra un maletín lleno de piedras lunares, o el campesino del nordeste brasileño que lucha inútilmente para obtener sus «siete pies de tierra», no para cultivar, sino para su propia tumba? 5.

¿Las líneas futuristas de Kenzo Tange o la línea —poco futurista, por desgracia— del vientre pavorosamente abultado del niño que está muriendo de hambre en una acera de Calcuta?

¿El que conquista el espacio o el que no es capaz de conquistar un mínimo de dignidad y de libertad?

¿El que «rompe las distancias» o el que excava abismos de prejuicios, de incomprensión o de hostilidad?

¿El que camina sobre la luna o el que no se decide a dar ni siquiera tímidos pasos sobre el suelo (terrestre) de la justicia?

¿El que ha traspasado la «barrera del sonido» o el que se para ante la barrera del color de la piel?

¿El que arranca poco a poco todos los secretos de la naturaleza o el que no conoce —ni le importa nada— ni siquiera al vecino que va con él en el mismo ascensor?

¿El que ha aprendido a «ir adelante», especialmente en la vía del progreso tecnológico o el que rechaza «ir hacia arriba»?

Y me quedo sin respuesta a mi pregunta:

¿Qué es el hombre? (v. 5).

Cuándo dejaré de emborronar

Quizá mi pretensión de encontrar una respuesta general que valga para todos y para siempre, es ingenua y equivocada.

El salmo me propone personalmente esa pregunta. La respuesta va referida exclusivamente a mi persona. Soy yo quien debe examinar si esas definiciones —si la definición sobre todo «poco inferior a los ángeles»- me atañen o no. Inútil mirar en torno. Debo más bien mirarme dentro.

Soy hijo del hombre y de la mujer,
según me dicen.
Esto me maravilla...
Creía ser algo más (Lautréamont).

Tenía razón, no hay duda. Soy «algo más». Mejor: puedo ser «algo más». Puedo ser «poco inferior a los ángeles», coronado «de gloria y dignidad». Animo, por tanto. Abramos el armario de nuestra vida. Hagamos el inventario de nuestros pensamientos y de nuestras acciones.

Después, podré dar una respuesta para mí a la pregunta:

¿Qué es el hombre? (v. 5).

Podré decir si soy algo mas o algo menos. Si he aprendido sencillamente a «ir adelante» o también a «ir hacia arriba». Si la imagen y la semejanza divinas han resistido mis borrones...

Repasemos el carnet le identidad

Este salmo 8, que se proponía documentarnos sobre la «majestad» de Dios, en realidad, como ya hemos subrayado, nos presenta el carnet de identidad del hombre. Hemos leído ya tres datos de filiación:

1. Grandeza: el hombre, señor del universo; con su trabajo se convierte en colaborador del creador.

2. Vocación (burocráticamente: profesión): llamado a cantar la gloria de Dios, a unirse libremente a los aplausos y, sobre todo, a la armonía de toda la creación.

3. Aptitudes: puede llegar a ser «poco inferior a los ángeles», o reducirse a poco más de un monstruo, emborronando en su rostro la impronta de la imagen y de la semejanza originales.

Nos queda un dato por anotar en este carnet de identidad:

4. Material de construcción: tierra. Al cual se puede añadir:

5. Signo característico: fragilidad.

Todo esto es indicado en una expresión muy concisa del v. 5: «ser humano».

Inmediatamente culpable

Estamos en presencia del mortal, del ser humano, hecho de tierra (adamah). Ciertamente esta figura de tierra ha recibido el «soplo» divino. Pero el material de construcción permanece como es, es decir, algo muy precario.

Entonces el Señor Dios modeló al hombre de arcilla del suelo, sopló en su nariz aliento de vida, y el hombre se convirtió en ser vivo (Gén 2, 7).

Como la materia prima es la «arcilla del suelo», una de las características peculiares del hombre es la fragilidad y uno de sus riesgos el «romperse». Y le sucedió inmediatamente. Fue suficiente el atractivo del fruto prohibido para provocar la desgracia: «...y el comió» (Gén 3, 6).

La figura de arcilla se ha desfigurado al primer choque con la serpiente. Todos sabemos las consecuencias: ruptura con Dios, ruptura consigo mismo, ruptura con la creación.

Dios le dijo al hombre: «Porque le hiciste caso a tu mujer y comiste del árbol del que te prohibí comer, maldito el suelo por tu culpa: comerás de él con fatiga mientras vivas; brotarán para ti cardos y espinas, y comerás yerba del campo. Con sudor de tu frente comerás el pan, hasta que vuelvas a la tierra, porque de ella te sacaron; pues eres polvo y al polvo irás» (Gén 3, 17-19).

El ser humano ha sido fabricado con tierra y por eso es frágil. Por eso fue inmediatamente culpable.

El «recuerdo» como frontera entre dos mundos Por eso Dios debe tener atenciones particulares con este ser efímero, minúsculo y rebelde. Ahora comprendemos en toda su intensidad la frase:

¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él,
el ser humano para darle poder; (v 5).

Dios reserva al «ser humano» una atención de la que no tiene necesidad la mecánica celeste. Se coloca precisamente aquí la frontera entre dos órdenes: por una parte, un mundo que «gira» maravillosamente sin necesidad de una intervención especial del constructor; por otra, un mundo que requiere una atención y preocupaciones especiales. Quisiera decir —sin aparecer irreverente— que Dios «remedia» la precariedad del material empleado para la fabricación con su recuerdo vigilante.

¿De qué modo se acuerda el Señor del hombre? Ciertamente no como yo me acuerdo por las noches de dar cuerda al reloj. Ni siquiera como la enfermera, que de vez en cuando se asoma a la habitación del enfermo para ver «cómo está».

El hombre está constantemente presente en el pensamiento de Dios, que se «preocupa» por él, le ama personalmente, le llama «por su nombre», establece con él una relación de amistad y le propone continuamente su alianza.

Y sobre todo le va al encuentro. No episódicamente. Sino para permanecer siempre juntos. Para realizar el viaje en su compañía. «Y la palabra se hizo carne y habitó entre nosotros» (Jn 1, 14). Una traducción que puntualiza mejor nuestra condición de peregrinos, de nómadas sobre esta tierra dice: «Ha plantado su tienda en medio de nosotros»

Ellos le dijeron: Rabbi (que significa «maestro»), ¿dónde vives? Les dijo él: Venid y veréis. Fueron entonces a ver dónde paraba... (Jn I, 38-39).

Por fin podemos dar una respuesta convincente a la pregunta que nos ha acompañado a lo largo de los últimos capítulos:

¿Qué es el hombre? (v. 5).

Cristo, nuestra conciencia

El hombre es la condición que ha querido asumir el hijo de Dios. Y Pilato fue profeta cuando en tono solemne, ante la turba que voceaba, anunció: «Mirad al hombre» (Jn 19, 5).

En aquel momento era presentado el «nuevo Adán», el hijo de Adán «rehecho» después de la ruptura. Ahora ya poseemos el modelo al que conformarnos, la imagen original a que referirnos para nuestra reconstrucción. Cristo se convierte en la norma, la ley, la inspiración de todos los momentos de nuestra existencia.

Cuando Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre, se convierte en el centro de unidad de mi existencia, la conciencia permanece todavía como la voz que nace de mi ser auténtico y me llama a la unidad conmigo mismo, pero tal unidad no se puede realizar por la vuelta a mi propia autonomía que vive de la ley, sino sólo en comunión con Jesucristo. Cristo se convierte en mi conciencia (Dietrich Bonhoeffer).

Por tanto mi recuperación depende de él, de ensimismarme en él, de tomar su forma. Hablábamos al principio del carnet de identidad del hombre. ¡Es tan fácil —y para alguno, cómodo— el perderlo! Pero en este caso no hay que preocuparse ni rezar a san Antonio para encontrarlo. Basta con mirar a Cristo, la palabra hecha carne, el hijo de Dios convertido en hijo de Adán.

«Mirad al hombre». En él encuentro mi identidad precisa.

De vez en cuando algún semejante nuestro nos permite caminar con la cabeza alta

¿Qué es el hombre, para que te acuerdes de él?

Dios no se acuerda o se preocupa del hombre solamente mandando su Hijo para compartir nuestra suerte, regalándonos este incomparable compañero de viaje. Se acuerda de nosotros enviándonos de vez en cuando algún semejante nuestro, también él construido con polvo del suelo, pero que rescata el egoísmo, la crueldad, la miseria, las locuras homicidas de tantos semejantes nuestros. Aludíamos en el capítulo anterior a algún ejemplar de «ser humano» que nos hace avergonzarnos del nombre de hombre. Para ser honrados hay que completar ese cuadro. Afortunadamente hay otros «seres humanos» que no han despreciado su corona «de gloria y dignidad». Gracias a éstos podemos caminar con la cabeza alta.

Para no salirnos de nuestros días pienso en aquellos dos jóvenes casados, los dos con las carreras acabadas, que se han ido a vivir a las favelas de una ciudad americana. Pienso en Vinoba, que recorre incansable las aldeas de la India —más de ciento cinco mil— como «agente de los pobres», para convencer a los propietarios para que distribuyan sus tierras entre quienes no las tienen.

Pienso en una monja incomparable, que pasa todo el día en un «pabellón de cancerosos» en contacto con cuerpos destrozados, llagas repugnantes, sufrimientos inauditos, dramas inenarrables. Y que gracias a su corazón inmenso lleva a todos alivio. «Estoy contenta aunque a veces mis ojos se llenan de lágrimas ante tanto sufrimiento y me pregunto: ¿por qué? Contenta aunque por las noches los pies me duelen después de tantos kilómetros hechos para allá y para acá...».

Pienso en aquel joven que cada dos meses hacía un safari a África. Al final fue a parar a una leprosería. Allí está. No es capaz de salir de allí. Ha olvidado la caza mayor y su abultada cuenta corriente. Solamente el domingo va a pescar al río. Escoltado por un grupo de niños, hijos de leprosos.

Pienso en mi amigo, don Valerio, que se ha marchado a Argentina. Ha dejado las montañas de su tierra por los senderos impracticables de la cordillera andina. Se ha hecho indio con los indios. Y por la noche tiene sus botas por almohada.

Pienso en aquel pequeño-gran cura francés que eligió vivir entre los refugiados palestinos, en sus barracas, desarmadas por el viento.

Pienso en muchas otras personas incapaces de masticar ellos solos el propio pedazo de felicidad burguesa, y que comparten la suerte de las víctimas de la injusticia y de la explotación humanas.

Gracias a éstos, estoy convencido de que el salmo 8 tiene razón y no me engaña. Que Dios realmente se acuerda y se preocupa del «ser humano».

Un corazón de carne para la firmeza de la construcción

El hombre, lleno de títulos de grandeza.

El hombre «llamado» a dar su propia nota, libre, en el canto del universo.

El hombre que puede elegir entre «ser más» y «ser menos».

Finalmente el hombre objeto de atención, de recuerdo y de preocupación por parte de su constructor.

Un recuerdo concreto, siempre actual. Que es también un remedio contra la fragilidad de la materia prima empleada en su fabricación (que no ha resistido la prueba). Este es el secreto: un corazón de carne. Y el «ser humano», hecho con polvo del suelo, se hace sólido.

Un corazón de carne. Y esta criatura frágil no se rompe ya. Y también brota hacia fuera la voz robusta. sin cortes:

¡Señor, dueño nuestro,
qué admirable es tu nombre
en toda la tierra! (v. 2).

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1. J. M. González Ruiz, Dios es gratuito, pero no superfluo, Madrid 1970, 43.

2. Lugar de Siria correspondiente a la antigua ciudad de Ugarit, donde se han descubierto hacia 1930 nume- rosos textos cuneiformes, que se remontan al siglo XIV a. C. En algunos salmos se encuentran expresiones típicas de textos ugaríticos.

3. No existe ninguna dificultad por el hecho de que Cristo haya dado otro significado a estos versículos. Pudo muy bien usar el sentido acomodaticio, difundido en su tiempo.

4. Apareció en el periódico Plain Dealer, de Cleveland (Ohio), el 20 de noviembre de 1969.

5. Hasta hoy en aquel país los pobres no tienen ni siquiera derecho a una tumba. Son descargados en una fosa común, desde un ataúd que sirve para otros cadáveres.

ALESSANDRO PRONZATO
FUERZA PARA GRITAR
Edic. SÍGUEME.SALAMANCA-198O .Págs. 174-187