COMENTARIOS A LA SEGUNDA LECTURA

 

1. En este texto el autor nos habla del binomio "carne/espíritu", insistiendo en la prioridad de la acción de Dios en la santificación del hombre. No son las obras de la "carne" las que nos salvan, sino la presencia del Espíritu en el hombre que le orienta hacia una existencia nueva.

Los versículos de la lectura litúrgica del día de hoy describen los ejes fundamentales en que se basa esta existencia.

* * *

a) La primera dimensión de esta existencia es la de hijo de Dios (vv. 14-15). Dios ha dado al hombre su Espíritu para que este acceda a la casa paterna. Por tanto, el hombre no debe dejarse dominar por un espíritu de temor -espíritu normal para quien cree que la benevolencia divina depende de su propio esfuerzo; se trata simplemente de vivir en unas relaciones filiales que, por sí mismas, ahuyentan el temor.

El privilegio del hijo de Dios consiste en poder llamar a Dios Padre (Abba alude, quizá, a la oración de Padre Nuestro, que quizá algunos de los interlocutores de Pablo conocían en arameo: v. 15). El hijo de Dios no tiene que fabricarse una religión en que, como sucede en la religión judía, sería necesario contabilizar los esfuerzos ante un Dios-Juez, o, como en la religión pagana, acumular los ritos para ganarse la benevolencia de un Dios terrible. El cristiano puede llamar Padre a su Dios, con todo lo que esto supone de familiaridad y, sobre todo, de iniciativa misericordiosa por parte de Dios.

b) La segunda dimensión de esta existencia es la de heredero de Dios (v. 17). Al ser hijo, el hombre tiene derecho a una vida de familia y dispone de los bienes de la casa. El término "heredero" no debe comprenderse aquí en el sentido moderno (el que dispone de los bienes del padre, después de la muerte de este), sino en el sentido hebreo de "tomar posesión" (Is 60, 21; 61, 7; Mt 19, 29; 1 Cor 6, 9). El pensamiento de Pablo se asocia a la concepción que el Antiguo Testamento se hacía de la herencia, pero la completa al unirla a la idea de la filiación. Los hombres adquieren de ahora en adelante la herencia, en relación a su unión al Hijo por excelencia, el único que goza, efectivamente, de todos los bienes divinos, por su naturaleza. Efectivamente, el hijo de Dios hereda la gloria divina, irradiación de la vida de Dios en la persona de Cristo.

Pero la herencia sólo se obtiene mediante el sufrimiento. Se hereda con Cristo si se sufre con El. El sufrimiento conduce a la gloria, no como condición meritoria, sino como signo de vida-en-Cristo, prenda de herencia de la gloria con El.

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Por tanto, toda la Trinidad actúa en la justificación del hombre: el Padre aporta su amor para hacer de los hombres hijos suyos; el Espíritu viene a cada uno de ellos a dominar su miedo e iniciarlos paulatinamente en un comportamiento filial; finalmente, el Hijo, el único Hijo por naturaleza, el único heredero de derecho, viene a la tierra a hacer de la condición humana y del sufrimiento el camino de acceso a la filiación, revelando así a sus hermanos las condiciones de la herencia.

Este nuevo estado del hombre, hijo y heredero, elimina todos los temores alienantes (v. 15). No se trata solamente del temor de los judíos ante la retribución de un juez, o del pánico de los paganos ante las fatalidades y los determinismos: la condición de hijo permite al cristiano vencer todos los miedos actuales, modernos, y rechazar las falsas seguridades que ellas originan: las seguridades de las instituciones y de las fórmulas hechas, las del poder y de las jerarquías.

El miedo desaparece por la presencia del Espíritu que inspira a cada uno el amor a los hermanos y lo hace capaz de triunfar sobre su propio miedo cuando están en juego la vida y la libertad de otro. Porque el Espíritu libera al hombre de la autosuficiencia y le da las armas para luchar victoriosamente contra las obras de la "carne". La venida del Espíritu está asociada a los sufrimientos y a la resurrección de Jesús. Precisamente porque es el Hijo de Dios, este hombre ha respondido perfectamente a la iniciativa previsora del Padre y ha decidido enviar al Espíritu sobre todos aquellos a quienes Dios llama a la adopción filial.

En la vinculación viva con Jesucristo, que le ofrece la Iglesia, el hombre se convierte en hijo de Dios y obtiene una participación en los bienes de la familia del Padre propuestos en la Eucaristía.

MAERTENS-FRISQUE
NUEVA GUIA DE LA ASAMBLEA CRISTIANA IV
MAROVA MADRID 1969, Pág. 294 ss.


 

2.

Pablo se ha referido anteriormente a los que se dejan llevar de la "carne", esto, es de las tendencias contrarias a la voluntad de Dios (v. 7). Para librarnos de esas tendencias que nos esclavizan necesitamos un nuevo espíritu, el Espíritu de Dios que habita en nosotros (vv. 9 y 11). Los que se dejan llevar por ese Espíritu escapan a la influencia de la "carne" y son efectivamente hijos de Dios. Como tales participarán en su día en la herencia de los hijos de Dios y serán coherederos con Cristo, "el primogénito entre muchos hermanos" (Rm 8, 29).

El Espíritu que hemos recibido no es un espíritu de esclavos, sino el Espíritu de Cristo y de los hijos de Dios. Por lo tanto, no estamos ya bajo la ley del temor. Este Espíritu es el que nos incita a llamar a Dios "Padre". De manera que nuestras relaciones con Dios han cambiado radicalmente y sería una inconsecuencia si todavía anduviéramos interesados en contabilizar obras y méritos para exigir recompensas como si fuéramos unos asalariados.

El que tiene espíritu de siervo no hace más de lo exigido por las generales de la ley y se limita a cumplir por temor al castigo o por el deseo de recompensa. En cambio, el que se comporta como hijo de Dios y se deja conducir por el Espíritu entra por el ancho camino del amor. Sabe que en la generosidad de un amor sin límites al Padre y a todos los hermanos se encuentra la verdadera libertad y la única responsabilidad.

El Espíritu que habita en nosotros confirma a nuestro espíritu en la fe, de manera que ambos dan un testimonio concorde, por el que sabemos que somos hijos de Dios y así nos sentimos. Sin ese testimonio interior no tendríamos oídos para escuchar lo que proclama la iglesia con la palabra. El mensaje cristiano corresponde a la experiencia cristiana, la confesión exterior a la vivencia interior. Es verdad que la fe viene por el oído, pero los gritos de los que predican el Evangelio no serian escuchados sin los gritos inefables del Espíritu que nos hace llamar a Dios "Padre".

Los que viven según la "carne", no tienen otra herencia que la muerte. Pero los hijos de Dios confían participar en la herencia de Cristo, que es la vida eterna. Ahora bien, ser hijos de Dios no es una tranquila posesión, no es propiamente un estado, sino una vida en la que es preciso mantenerse con esfuerzo. De no ser así, podriamos recaer en el "temor" y en la esclavitud de la "carne". Esto quiere decir que los hijos de Dios han de mortificar todas las obras de la "carne" o del "cuerpo" (Cfr. Gál 5, 19-21; Rm 7, 14-25) para vivir y vivir en abundancia.

La situación del cristiano, que camina entre lo que ya es y lo que aún debe llegar a ser cuando reciba la herencia de los hijos de Dios, es semejante a la del pueblo de Israel que, liberado de la esclavitud de Egipto, camina todavía hacia la tierra prometida. En ambos casos hay un hecho de salvación que nos libera y una promesa pendiente; en ambos casos es posible recaer en la esclavitud; pero Israel avanza en libertad cuando cumple la Ley de Dios; el cristiano, cuando se deja conducir por el Espíritu y se atiene al mandamiento del amor.

EUCARISTÍA 1976, 36


 

3.

El capítulo octavo de Romanos trata, en términos generales, de la vida del cristiano que es vida en el Espíritu.

Un efecto, uno de ellos, del Espíritu en nosotros es que nos hace hijos de Dios, tema realmente central en el cristianismo. Ahora bien, el ser hijos de Dios no sólo depende del Espíritu, sino del Hijo y del Padre. Pero Pablo comienza en este texto por el Espíritu, dado el contexto general del capítulo.

Sin embargo toda la Trinidad interviene en nuestra filiación, Dios mismo nos la concede. Por eso aparece una mención trinitaria importante en este texto. El Espíritu en nosotros posibilitándonos una confesión básica en el cristianismo; llamar a Dios "papá" con todo lo que eso significa (Los padres lo saben, pero no pueden explicar a otros lo que se siente al oir esa palabra en boca de un hijo pequeño). El referente del hombre que confiesa es el Padre. Y a su vez la respuesta, por así decir, de Dios al confesante es hacerlo hijo en el Hijo, quien, de esta y otras muchas maneras, también interviene en el proceso.

Evidentemente Pablo no hacía disquisiciones teóricas sobre la Trinidad. De hecho en términos técnicos teológicos, sólo habla de la Trinidad económica y no de la ontológica, aunque ésta última haya de estar en su pensamiento como base. Pero lo que le importa no es hacer distinciones o exposiciones técnicamente correctas, menos aún correctas según los baremos de una teología dogmática posterior, por cierto bastante inútil, sino hablar de un Dios vivo y vivible, que hace vivir y por quien vivir. ¡Podríamos aprender a hablar de Dios!

F. PASTOR
DABAR 1991, 29


 

4.

-"Los que se dejan llevar por el Espíritu de Dios, ésos son hijos de Dios": Desde el principio del capítulo octavo se va desarrollando el tema de cómo Jesucristo libera al hombre de la esclavitud y posibilita que viva según el Espíritu. Por este don de la vida según el Espíritu somos hijos de Dios. Hemos nacido de Dios y estamos llamados a disfrutar de la gloria de su presencia.

-Esta vida según el Espíritu es todo lo contrario de un estilo negativista: de ningún modo es una sumisión a las prácticas de la Ley ("habéis recibido, no un espíritu de esclavitud"), ni tampoco una religión basada en el temor. Muy al contrario, el estilo de vida del cristiano es el que viene de la confesión confiada de la paternidad de Dios: "¡Abba" (Padre"). La misma invocación que en el evangelio hallamos en boca de Jesús, ahora está en boca de sus discípulos. Pero sólo es posible por la acción del Espíritu.

-"Y, si somos hijos, también herederos": Por el bautismo hemos entrado en la familia de Dios y podemos participar en los bienes de la casa. Por tanto, así como Cristo ya participa del bien de la glorificación, después de pasar por el sufrimiento y la muerte, también nosotros estamos llamados a participar en ella. Notemos, sin embargo, que san Pablo pone en paralelismo la participación en la glorificación y la participación en los sufrimientos.

J. NASPLEDA
MISA DOMINICAL 1988, 12


 

5. Aquí nos movemos en otros niveles. Aquí la experiencia de Dios se hace más íntima y más personalizada. Es comprensible, puesto que hubo un acontecimiento salvador único, una presencia de Dios viva y permanente, la Pascua gloriosa del mismo Hijo de Dios. Ahora se manifiesta toda la intimidad de Dios y toda su generosidad. Dios mismo puede habitar en nuestros corazones por medio de su Espíritu. El nos transforma en hijos de Dios, identificándonos con Cristo, de cuya filiación participamos. Y así se inicia el canto de los hijos: «Abba», y la esperanza de los hijos -herencia incalculable-: la ansiada visión y posesión de Dios.

¿Quién no se siente asombrado y desbordado por esta generosidad divina?

CARITAS 1994-1.Pág. 292

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