11. FLUVIUM 2004

Jesús en la Cruz, con el corazón traspasado de amor por los hombres, es una respuesta elocuente –sobran las palabras– a la pregunta por el valor de las cosas y de las personas. Valen tanto los hombres: su vida y su felicidad, que el mismo Hijo de Dios se entrega para redimirlos, para limpiarlos, para elevarlos. ¿Quién no amará un Corazón tan querido?...

        Es san Juan quien, en su Evangelio, nos cuenta la escena, lo sucedido en el Calvario poco después de la muerte del Señor:
        
Como era la Parasceve, para que no se quedaran los cuerpos en la cruz el sábado, pues aquel sábado era un día grande, los judíos rogaron a Pilato que les quebraran las piernas y los quitasen. Vinieron los soldados y quebraron las piernas al primero y al otro que había sido crucificado con él. Pero cuando llegaron a Jesús, como le vieron ya muerto, no le quebraron las piernas, sino que uno de los soldados le abrió el costado con la lanza, y al instante brotó sangre y agua. El que lo vio da testimonio, y su testimonio es verdadero; y él sabe que dice la verdad para que también vosotros creáis. Esto ocurrió para que se cumpliera la Escritura: No le quebrantarán ni un hueso. Y también otro pasaje de la Escritura dice: Mirarán al que traspasaron.

        El corazón del pastor de la parábola que hoy recordamos, evoca al de Dios, dispuesto también a todo por sus hijos. Si el pastor hecha en falta a una sola de sus ovejas, no escatima esfuerzos hasta dar con ella. Nada le parecerá demasiado con tal de encontrarla. Y cuando por fin la alla, la devuelve al rebaño –donde está su contento– feliz por haberla librado de cuantos peligros la acechaban separada de las demás. Dios nos ama con un gran amor, con un amor evidente, pues, hecho hombre, no consideró excesivo morir crucificado y despreciado con tal de salvarnos. Vino a nuestro mundo, se hizo hombre poniéndose a nuestra altura y estuvo dispuesto a toda aquella Pasión. Esa es la medida de su amor, ese su interés por cada uno. De ese divino amor se deduce el valor nuestro, nuestra dignidad. Pero ¿en qué quedaríamos los hombres sin Cristo?

        Esa valoración que el Creador hace de su criatura humana, de toda criatura humana –es importante insistir en esto–, podría contrastar, en una primera apreciación, con la opinión de algunos acerca de quién no puede hacer físicamente casi nada por sí mismo. Incluso ... (volviendo de nuevo por un momento a aquella meditación, todavía en la Clínica), incluso con mi propia impresión sobre mí. Me sentía –como ahora, aunque más adaptado– verdaderamente muy poca cosa . No sólo por presentar ante los ojos de la gente un estado físico bastante penoso, sino, sobre todo, por mi forma de ser, por las deficiencias de mi carácter.

        Pero, por otra parte, sabía y sé que mi vida no es valorable con criterios simplemente humanos, no es comparable a nada de lo que se ve y se aprecia por su atractivo material o físico. Y esto –mi condición personal– no es de mi invención, ni decisión mía ser lo que soy. Me aplico habitualmente a mí mismo el convencimiento que irónicamente explicaba a mis alumnos de Ética en la Escuela de Arquitectura: "tenemos tanto mérito por ser personas, como las lechugas por ser lo que son: ellas han hecho lo mismo que nosotros por lograr la condición que poseen".

        Es decisivo considerar nuestra existencia a la luz de la fe en Jesucristo Redentor del hombre; valorar así la propia condición personal y reconocer que algo grandioso, muy por encima de otros modos de vivir, se nos ha otorgado gratuitamente y con un destino en Dios, en función de la libertad. Somos, pues, con independencia de cualquier circunstancia que pueda matizar nuestra existencia, algo inimaginablemente fantástico.

        De hecho, Dios, en su infinita sabiduría, me valora tanto, que pensó que valía la pena dar su vida por mí: valen tanto los hombres: su vida y su felicidad, que el mismo Hijo de Dios se entrega… Dar su vida por cada uno de los seres humanos que han existido y por los que van a existir: mujeres y hombres, blancos y negros, ricos y pobres, listos y tontos, jóvenes y viejos, amigos y enemigos, sanos y enfermos…, pecadores... –he aquí la medida de su corazón y de nuestro valor–, pues vino a llamar a los pecadores, a los flojos, a los inconstantes… Ninguna desgracia del cuerpo o del espíritu nos hace perder interés o categoría ante sus ojos.

        ¿Qué pienso, entonces, de mí mismo? ¿Cómo veo y miro a los demás? ¿Considero lo que valen, en todo caso, porque valen para Él? ¿Qué distingos hago entre unos y otros, y por qué? ¿Qué derecho tengo al despreciar? ¿Miro a veces a los otros como por encima del hombro? Habría que pensar también en las deficiencias de carácter de los demás, que posiblemente es lo que con más frecuencia nos echa para atrás en el trato con la gente, lo que nos lleva a "seleccionar". Jesús, en cambio, vino al mundo porque los hombres somos indignos. En su corazón no hay acepción de personas. Le interesamos todos y por los peores parece que se desvela más. Pensó que valía la pena ayudarnos –siendo malos–, pues debíamos mejorar bastante y así vivir contentos.

        A pesar de nuestros defectos, nos sentimos con todas las posibilidades intactas para ser felices, para llevar a cabo empresas grandes. Todos podemos hacer cosas muy buenas por los demás y ante Dios. En ello está nuestra plenitud. Vale la pena, pues, por mucha que sea la pena. Él estuvo dispuesto a gastarse por los hombres, ¿nosotros no? ¿Queremos también emplear nuestro tiempo, nuestro talento, nuestros medios, nuestro esfuerzo, nuestras capacidades, para ayudar a otros?

        Se piensa que el sacrificio y el esfuerzo –que son la Cruz– no pueden ser compatibles con la felicidad y la alegría, por eso se evitan y se fomenta, en cambio, lo fácil y lo placentero. Se trata, sin duda, de la más lamentable de las mentiras. Invitemos a todos a imitar a Cristo en la Cruz y a ser verdaderamente felices. Si alguno quiere venir en pos de Mí, coja su Cruz de cada día y sígame. Pero, ¿acaso Dios nos quiere tristes y desgraciados?

        María, junto a la Cruz de su Hijo –no hay dolor como su dolor, afirmaba san Josemaría– es la bendita entre todas las mujeres, la que se alegra en Dios su Salvador. Ella es Nuestra Madre y está a nuestro lado siempre, aunque la olvidemos.


12.

Comentario: Rev. D. Pedro Iglesias i Martínez (Montcada i Reixac-Barcelona, España)

«Alegraos conmigo, porque he hallado la oveja que se me había perdido»

Hoy celebramos la solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús. Desde tiempo inmemorial, el hombre sitúa “físicamente” en el corazón lo mejor o lo peor del ser humano. Cristo nos muestra el suyo, con las cicatrices de nuestro pecado, como símbolo de su amor a los hombres, y es desde este corazón que vivifica y renueva la historia pasada, presente y futura, desde donde contemplamos y podemos comprender la alegría de Aquel que encuentra lo que había perdido.

«Alegraos conmigo, porque he hallado la oveja que se me había perdido» (Lc 9,6). Cuando escuchamos estas palabras, tendemos siempre a situarnos en el grupo de los noventa y nueve justos y observamos “distantes” cómo Jesús ofrece la salvación a cantidad de conocidos nuestros que son mucho peor que nosotros... ¡Pues no!, la alegría de Jesús tiene un nombre y un rostro. El mío, el tuyo, el de aquel..., todos somos “la oveja perdida” por nuestros pecados; así que..., ¡no echemos más leña al fuego de nuestra soberbia, creyéndonos convertidos del todo!

En el tiempo que vivimos, en que el concepto de pecado se relativiza o se niega, en el que el sacramento de la penitencia es considerado por algunos como algo duro, triste y obsoleto, el Señor en su parábola nos habla de alegría, y no lo hace solo aquí, sino que es una corriente que atraviesa todo el Evangelio. Zaqueo invita a Jesús a comer para celebrarlo, después de ser perdonado (cf. Lc 19,1-9); el padre del hijo pródigo perdona y da una fiesta por su vuelta (cf. Lc 15,11-32), y el Buen Pastor se regocija por encontrar a quien se había apartado de su camino.

Decía san Josemaría que un hombre «vale lo que vale su corazón». Meditemos desde el Evangelio de Lucas si el precio —que va marcado en la etiqueta de nuestro corazón— concuerda con el valor del rescate que el Sagrado Corazón de Jesús ha pagado por cada uno de nosotros.


13. 2004. Comentarios Servicio Bíblico Latinoamericano

Ez 34,11-16: Yo mismo buscaré a mis ovejas.

Salmo 22: El Señor es mi pastor.

Lc 15,3-7: Cuando encuentra a la oveja descarriada la toma sobre sus hombros.

La fiesta litúrgica del Sagrado Corazón de Jesús se inspira en uno de los símbolos más ricos de la Biblia: el corazón, que en la mentalidad bíblica es la parte más interior de la persona, la sede de las decisiones, sentimientos y proyectos. El corazón indica lo inexplorable y lo profundamente oculto de alguien, su ser más íntimo y personal. En la narración de la unción de David (1 Sam 16,7) se dice, por ejemplo, que Yahvé advierte a Samuel, cuando vio al primero de los hijos de Jesé: “No te fijes en su aspecto ni en su estatura elevada. El ser humano mira lo que está a los ojos, la apariencia, mientras que Yahvé mira el corazón”.

Por eso cuando hablamos del “corazón” de Jesús estamos hablando de aquello que representa lo más íntimo y personal de Jesús, el centro interior desde el cual brotan su palabra y sus acciones. En este sentido “el corazón de Jesús” es una expresión que indica la misericordia y el amor infinito de Dios tal como se ha manifestado en la persona de Jesús.

La Biblia habla también, siempre en sentido metafórico, del “corazón” de Dios. Oseas, por ejemplo, habla del corazón de Dios como el lugar de las decisiones últimas y decisivas de Dios. Cuando ni las pruebas de amor ni los castigos de Yahvé han conseguido mover a su pueblo a una conversión duradera (Os 11,1-7), parece insoslayable el juicio definitivo de Dios. Precisamente en esa situación el profeta pone en boca de Dios una de las más formidables palabras del Antiguo Testamento: “¿Cómo te trataré, Efraín? ¿Acaso puedo abandonarte Israel?... El corazón se ha volcado en mí, todas mis entrañas se estremecen. No me dejaré llevar por mi gran ira, no volveré a destruir a Efraín, porque yo soy Dios, no un ser humano” (Os 11,8-9).

En el texto anterior asistimos a una especie de lucha interior en Dios mismo. Dios dice: “¿Cómo te trataré...? ¿Acaso puedo abandonarte...?”. La ley de Moisés mandaba entregar a un hijo que era rebelde a los ancianos de la ciudad para que fuera apedreado (Dt 21,18-21). Efraín-Israel es hijo primogénito de Yahvé (Os 11,1). ¿Deberá Dios tratar a su hijo rebelde según la ley? ¿Deberá destruirlo? La lucha interior en Dios se expresa con la bella expresión: “El corazón se ha volcado en mí, todas mis entrañas se estremecen”. El verbo “volcarse”, en hebreo hapak, indica la acción de algo que se revuelve y se da vuelta en forma inquieta. Es el corazón de Dios que se resiste a actuar con dureza frente al pueblo.

La lucha interior en Dios acaba con una decisión en la cual prevalece el perdón y la misericordia. El corazón de Dios renuncia al castigo. En lugar de la destrucción merecida por el pueblo, ocurre un vuelco en el corazón de Dios. La incondicional misericordia de Dios se vuelve contra la resolución judicial que establecía el castigo y la muerte. El corazón de Dios, o sea, su libre decisión por el amor, se vuelve contra su resolución encolerizada. Aquella determinación divina en favor de Israel se expresa con esta frase: “No me dejaré llevar por mi gran ira, no volveré a destruir a Efraín, porque yo soy Dios, no un ser humano” (Os 11,9). El corazón de Dios es, por tanto, misericordia y vida en favor de su pueblo. Y así se ha manifestado plenamente en su Hijo Jesucristo que “ha venido para que tengamos vida y vida en abundancia” (Jn 10,10).

El evangelio nos coloca delante del misterio insondable de la misericordia de Dios, a través de dos parábolas contadas por Jesús. En ellas se narra la experiencia de la reconciliación del ser humano con un Dios que “no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva” (Ez 18,23). Jesús ha contado estas parábolas para explicar su propio comportamiento en relación con los pecadores y perdidos. En estas parábolas se expresa lo más íntimo y decisivo del corazón de Jesús: la misericordia y la gratuidad en favor del ser humano pecador.

Mientras los fariseos y maestros de la ley se mantienen a distancia de los pecadores por fidelidad a la Ley (véase, por ejemplo, lo que dice Ex 23,1, Sal 1,1; 26,5), Jesús anda con ellos, come y bebe y hace fiesta con ellos (Lc 15,1-3). Lo que choca a los maestros de la ley no es que Jesús hable del perdón que se ofrece al pecador arrepentido. Muchos textos del Antiguo Testamento hablaban del perdón divino. Lo que sorprende radicalmente es la forma en que Jesús actúa, el cual en lugar de condenar como Jonás o Juan Bautista, o exigir sacrificios rituales para la purificación como los sacerdotes, come y bebe con los pecadores, los acoge y les abre gratuitamente un horizonte nuevo de vida y de esperanza.

Esto es lo que las parábolas quieren ilustrar; su objetivo primario es mostrar hasta dónde llega la misericordia de ese Dios que Jesús llama “Padre”, una misericordia que se refleja y se hace concreta en el corazón de Jesús, o sea en el principio que orienta y determina la conducta de Jesús frente a los pecadores.

Con toda probabilidad la parábola se inspira en la imagen del “pastor” tan presente en muchos textos del Antiguo Testamento: “Escuchen, naciones, la palabra del Señor; anúncienla en las islas lejanas; digan: El que dispersó a Israel, lo reunirá y lo guardará como un pastor a su rebaño” (Jer 31,10). En la Biblia la imagen del pastor es usada para hablar del cuidado que tiene Dios por su pueblo, mientras las ovejas descarriadas representan a todos aquellos que se han alejado de Dios: “Yo mismo apacentaré a mis ovejas y las llevaré a su redil, oráculo del Señor. Buscaré a la oveja perdida y traeré a la descarriada; vendaré a la herida, robusteceré a la débil...” (Ez 34,15-16).

En las dos parábolas se desarrolla el tema de la conversión de los pecadores, que tiene lugar en el encuentro con el mensaje y la persona de Jesús que busca a todos los que se han alejado de Dios. El “pecador convertido” del que se habla representa a los publicanos y pecadores que han venido a escuchar a Jesús, a diferencia de los fariseos y escribas que murmuran de él y se quedan lejos (Lc 15,1-2).

Las dos parábolas insisten en la alegría que Dios siente cuando un pecador se convierte. En la primera parábola, la oveja descarriada se pierde “fuera” de casa; en la segunda, la moneda se pierde “dentro” de casa. Los cercanos y los lejanos tienen necesidad de ser buscados y encontrados por Dios. “Todos hemos pecado” (Rom 3,23), dirá San Pablo. Jesús proclama el gozo de un Dios que busca al ser humano para devolverle la vida. Aquella oveja y aquella moneda tienen en común una sola cosa por la cual son objeto del amor misericordioso de Dios: ¡oveja y moneda estaban perdidas!


14. La oveja perdida

Autor: Luis Felipe Nájar

Reflexión:

Cristo nos quiere mostrar una fotografía suya y nos deja una de sus mejores poses. Nos enseña la del buen pastor que va en busca de la oveja perdida. Pensemos que esa oveja perdida tal vez somos nosotros. Es una fotografía que revela el amor más sincero que jamás persona alguna nos ha manifestado.

Un amor sin miedo a dejar el resto del rebaño para buscar en el desierto la oveja descarriada, para salir al encuentro del alma que vive perdida en el desierto de su pecado, de su desinterés por el amor de Dios, de su soberbia. ¿Alguna vez nos hemos preguntado las ocasiones en que Jesús ha salido a nuestro encuentro para tornarnos a casa sobre sus hombros? Sí, justo aquella ocasión en que llevaba 2 años sin confesión y gracias al testimonio de una persona o de un “no sé qué interior”, volví del desierto de mi soberbia para reconciliarme con Cristo. ¿Cuántas veces se lo hemos agradecido? ¿Cuántas veces le hemos dicho “gracias Señor por llevarme en tus hombros cuando estaba perdido en mi orgullo y no sabía cómo regresar al redil de tu gracia? Pero ahora que estoy en tus hombros déjame decirte que jamás quiero volver a separarme de ti”.

Digámoselo hoy, fiesta del Sagrado Corazón, y esperemos confiados pues, ¿cómo va a olvidarse de nosotros el corazón de Cristo que sólo genera e irradia amor?


15. 2004

LECTURAS: EZ 34, 11-16; SAL 22; ROM 5, 5-11; LC 15, 3-7

Ez. 34, 11-16. En esta Lectura se manifiesta, si queremos así llamarlo, el Corazón amoroso y misericordioso de Dios. Él nos ama entrañablemente; Él sabe que nuestro corazón está inclinado al mal desde nuestra más tierna adolescencia. Y a pesar de que muchas veces nos dispersamos y alejamos del Señor en un día de niebla y oscuridad, Él, como el Buen Pastor, ha salido a buscarnos, por medio de su Hijo, hecho uno de nosotros. Ante los malos pastores el Señor mismo se ha puesto como Pastor y Guardián de su Pueblo. Él nos apacienta; Él, haciendo suyos nuestros dolores y cargando con nuestros pecados, nos ha sanado y nos ha purificado de todo mal; Él se ha convertido en Alimento nuestro para que demos testimonio ante el mundo entero de lo misericordioso que ha sido el Señor para con nosotros. Que el Señor nos apaciente en los pastos de justicia para que, alimentados de su amor y de su gracia, lleguemos a ser santos como Él es Santo.

Sal 22. El Señor está al frente de su Pueblo como el Pastor que vela, amorosamente, por su Rebaño. A nosotros nos corresponde ser dóciles a sus enseñanzas, pues Él quiere conducirnos al gozo eterno, para que vivamos en su casa por años sin término. No porque vivamos amados y protegidos por el Señor dejaremos de estar sometidos a diversas pruebas y tentaciones; sin embargo, sabiendo que el Señor está con nosotros tenemos la seguridad de salir más que victoriosos de todo eso. El Señor nos ha conducido hacia las fuentes bautismales, nos prepara el Banquete Eucarístico, nos unge con su Espíritu Santo y nos instruye con su Palabra Salvadora para que nos convirtamos en testigos suyos. Vivamos plenamente nuestra unión con Cristo en una fidelidad amorosa a su Evangelio de Salvación.

Rom. 5, 5-11. Nadie tiene amor más grande que aquel que da la vida por sus amigos. Sin embargo este amor queda superado por Cristo, cuando siendo nosotros pecadores, enemigos suyos, Él dio su vida por nosotros; y no sólo para ofrecernos el perdón y reconciliarnos con Dios, sino para hacernos hijos suyos. No por esto podemos negar que muchas veces hemos vuelto a vagar lejos del Señor, como ovejas sin pastor. A pesar de eso el Señor no se ha olvidado de nosotros. Él continúa amándonos y esperando nuestro retorno como el Padre misericordioso, siempre dispuesto a recibirnos, a perdonarnos, a revestirnos de su propio Hijo y a hacer fiesta por nosotros, pues no quiere nuestra muerte, sino que tengamos vida, y Vida eterna, es decir, la Salvación. El Señor nos quiere en camino, como testigos de su amor y de su misericordia. Para eso Él ha infundido su amor en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo, que Él mismo nos ha dado. Así, Él nos ha convertido en un signo vivo de su amor y de su Evangelio para nuestros hermanos. Vivamos, pues, conforme a la Gracia recibida.

Lc. 15, 3-7. Sólo cuando se tienen entrañas de amor y de misericordia hacia alguna persona no sólo se le buscará cuando la hayamos perdido, sino que se estará dispuesto a dar la vida por ella, con tal de recuperarla. Muchas veces nosotros nos hemos dispersado lejos del Señor. Probablemente al Señor no se le ha perdido una oveja, sino una buena parte del Rebaño. Por eso, a quienes nos hemos dejado encontrar por Él, y nos ha constituido en su Iglesia, nos envía para que, teniendo en nosotros el mismo amor de su Corazón, colaboremos constantemente con Él para ir en busca de las ovejas descarriadas hasta encontrarlas, y llevarlas de vuelta al redil, no a golpes ni regaños, sino con el mismo amor y misericordia con que el Señor nos ha tratado a nosotros.

Nuestra alegría es estar en torno al Señor, que nos ama, en esta Eucaristía en la que nos reúne después de habernos buscado y encontrado, para traernos y sentarnos a su Mesa. Del Corazón abierto del Salvador brota para nosotros la Vida nueva, de la que nos hace participar en esta Eucaristía. Por eso podemos decir que su Corazón, su amor, se convierte para nosotros en comida y bebida de salvación. Mediante la Eucaristía entramos en comunión de Vida con el Señor, de tal forma que Él vive en nosotros, y nosotros en Él. La fiesta del Sagrado Corazón de Jesús es para nosotros no sólo motivo de alegría, sino la oportunidad que el Señor nos ofrece para sean nuestros su Amor y su Vida. Aprovechemos esta oportunidad que el Señor nos concede.

El Señor nos dice en otra ocasión: Aprendan de mi, que soy manso y humilde de corazón. Nosotros nos unimos a Cristo para hacer nuestras su Vida y sus actitudes, de tal forma que Él continúe amando y salvando a la humanidad entera por medio nuestro. Celebrar la fiesta del Sagrado Corazón de Jesús nos ha de llevar a convertirnos en motivo de paz y de alegría para nuestro prójimo. A nosotros corresponde continuar la obra de salvación de Dios en el mundo. La iglesia de Cristo debe ser un signo de Cristo, Buen Pastor, que con amor y misericordia, busca la oveja descarriada hasta encontrarla. Y esa oveja descarriada no es sólo aquella que después podría dejarnos su lana; son todos aquellos que se alejaron del Señor, que son víctimas de las maldades y vicios, que han sido injustamente tratados y heridos por gente deshonesta y sin piedad. No sólo hemos de contemplar el Corazón amoroso y misericordioso de Cristo, sino que hemos de contemplar el nuestro propio para examinar si somos fieles en transparentarlo para nuestros hermanos.

Que Dios nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, la gracia de saber amar a nuestro prójimo, y de procurar su bien en la misma forma en que Dios lo ha hecho para con nosotros.

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