52 homilías para la fiesta de la Asunción de Nuestra Señora
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VER SANTORAL

1. M/FE

"¡Dichosa tú que has creído!", hemos oído que decía Isabel a María. Dichosos nosotros, que hemos creído, podemos repetir. Dichosos nosotros, porque también en nosotros se cumplirá lo que nos ha dicho el Señor. ¿Recordáis la segunda lectura, la carta de san Pablo que hemos leído? Allí, como si de un himno se tratara, san Pablo se complace hablando a los cristianos de la ciudad de Corinto de lo que Dios les promete: JC ha resucitado y como él todos los hombres están llamados a vivir con toda plenitud. JC ha sido el primero que ha alcanzado la vida plena, la perfección del ser hombre. Y como él todos los hombres, la humanidad entera, está llamada a avanzar hacia esa perfección.

En JC tenemos la certeza de que nuestro camino humano es un camino que lleva hacia la superación de todo cuanto haya de mal en nuestra vida: la supresión de toda esclavitud, de toda envidia de todo poder y fuerza que coloque a unos hombres por encima de otros. Esta segunda lectura, como un canto a nuestra vida humana acogida y amada por el propio Dios, nos dice que, si sabemos mirar las cosas, podemos descubrir a cada momento la verdad de que nuestro mundo camina hacia una relación más fraterna entre los hombres. Aunque a manudo no lo parezca, aunque a veces pensemos que las cosas van cada vez peor, siempre podemos ver en torno nuestro realidades de amor, pequeñas o grandes; siempre podemos ver que la lucha solidaria puede suprimir una injusticia, siempre podemos ver que, pese a todo, también nosotros somos capaces de esforzarnos para poner a nuestro alrededor amor y no egoísmo, paz y no dominio, buena voluntad y no ganas de ser más que los demás.

De este modo si creemos en Jesús, podemos ver realizado lo que dice san Pablo: "Cristo tiene que reinar hasta que Dios haga de sus enemigos -todo lo que sea mal, todo lo que sea falta de verdad y de amor- estrado de sus pies". Y podemos descubrir garantías de que se realizará la última victoria que esta lectura nos anuncia: "El último enemigo aniquilado será la muerte". TODAS LAS BARRERAS QUE IMPIDEN LA FELICIDAD DEL HOMBRE SON DESTRUIDAS. E incluso la más fuerte de todas, la más absurda de todas, la de la muerte. Jesús resucitado, el único Señor, es nuestra seguridad.

Decía Isabel a María: "¡Dichosa tú que has creído!, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá". Hoy, al celebrar esta fiesta de la Madre de Dios, podemos sentirnos llenos de gozo. Ella, realmente, ha creído. Y por eso la podemos proclamar dichosa, la podemos felicitar, porque en su vida sencilla y fiel, en la vida corriente de una mujer de aquel pequeño pueblo de Nazaret, el Señor ha actuado.

Y hoy, al celebrar su fiesta, al celebrar que ella, porque ha creído, también comparte la vida plena de su Hijo JC, recordamos cual es el camino que nosotros estamos llamados a seguir: el mismo camino de tanta gente que ha querido creer en Jesús, y que ha sido capaz de vivir poniendo su confianza en el Padre y en su amor, y no en la riqueza, el bienestar personal o el progreso por encima de los demás. Creer en Jesús, como María ha creído, es seguir el camino de entrega y de amor que Jesús ha seguido. Y el que cree en Jesús, alcanza la plenitud de vida que Jesús tiene, la plenitud que Dios ha reservado para todos los hombres, la plenitud que María ha obtenido.

En María se ha realizado lo que su cántico proclama. María fue capaz de confiar en el Señor, fue capaz de esperar por encima de todo, fue capaz de vivir apoyada en las promesas de Dios y no en sus méritos o su riqueza. Por ello Dios la escogió y la amó. Porque Dios colma de bienes a los pobres, y a los ricos los despide vacíos. Porque Dios dispersa a los soberbios de corazón, derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes.

Porque Dios cumple lo que promete a los hombres. Porque Dios es fiel, y con JC nos ha marcado el camino hacia la vida. María ha creído. María ha acogido la oferta de vida que el Padre ha hecho a todos los hombres y la ha seguido. María, de este modo, se ha convertido en imagen de la Iglesia que camina hacia el Padre, modelo de esperanza e impulso para la humanidad entera. En la alegría de esta fiesta, participemos juntos de la Eucaristía que es prenda de lo que esperamos y fuerza para caminar hacia nuestra esperanza. Para construir ya ahora, cada día, el amor en que creemos.

J. LLIGADAS
MISA DOMINICAL 1979, 16


 

2. HT/SENTIDO

La Virgen de agosto. La fiesta más importante de María que celebramos a lo largo del año y que en muchos lugares constituye su fiesta patronal. Y sin duda es un buen momento para hacer fiesta: en mitad del verano, cuando la vida parece encontrarse en su mayor plenitud y potencia, se siente como una invitación a la alegría, una invitación a celebrar la vida. Y para los creyentes, resulta gozoso hacerlo en nombre de aquella mujer de Nazaret que aparece ante nuestros ojos como una imagen de persona atenta, fiel, capaz de tirar adelante su vida con decisión y sin miedo. 

Precisamente hoy que la recordamos en su fiesta más grande, el evangelio que acabamos de leer empieza no con grandes declaraciones o alabanzas, sino, simplemente, con una acción de buena amistad: María se entera de que su prima espera un hijo y puede necesitar su ayuda, y se va inmediatamente a visitarla.

Merece la pena celebra esta fiesta en mitad del verano. Por la vida, por el sol, por las cosechas, por el gozo de las vacaciones. Y por la vida honda que María pone ante nuestros ojos. Una vida honda que se realiza visitando a la prima que espera un hijo para ayudarla y compartir su alegría. Y una vida honda que se realiza en todo lo que Dios es capaz de hacer con los que viven con el corazón abierto, con deseos de fidelidad, con amor a la vida, con ganas de caminar.

Así pues, feliz fiesta para todos, y de modo especial para las que celebráis hoy vuestro día, vuestra onomástica, o tenéis a alguien en la familia que lo celebre. Que María nos acompañe a todos hoy y siempre, y a todos nos llene de esperanza.

¿Recordáis lo que hemos leído en la primera lectura? Quizá alguien, al oír todo aquello de la mujer vestida de sol y estrellas y del dragón de las cabezas y los cuernos habrá pensado en historias de ciencia-ficción con extraños seres de otras galaxias. Y, sin embargo, la primera lectura no nos contaba ningún cuento, Sino que precisamente nos explicaba, intentaba explicarnos, el porqué de la fiesta de hoy; y mejor aún, nos explicaba por qué los cristianos creemos que la vida de los hombres es toda ella una llamada a la fiesta, a la alegría. Y nos lo explicaba quizá del mejor modo que esas cosas pueden explicarse: con imágenes, como una historieta.

Una mujer llena de luz, una mujer que reúne todas las esperanzas de los hombres, toda la historia de ilusiones y desencanto de los hombres, todo el camino que la humanidad entera ha realizado desde el principio con sus aciertos y sus dificultades Y de ahí, de esa mujer, de esa historia, con el dolor de un parto, nace un niño, un hijo que va a cumplir todas esas esperanzas. Un niño que se pone al frente de la humanidad para conducirla, para guiarla. Un niño que es el Mesías y que es al mismo tiempo todos aquellos que con la fuerza del Mesías se esfuerzan por construir esas esperanzas, colaboran en que se haga realidad ese sueño de vida que la humanidad alimenta en el fondo de su corazón.

Y luego viene la segunda parte de la historia: el dragón esperando enfrente de la mujer, enfrente de la humanidad, dispuesto a tragarse el niño en cuanto naciera, dispuesto a hacer imposible que las esperanzas de los hombres se conviertan en realidad. El dragón, la bestia, todo aquello (la cerrazón, el ídolo del dinero, la envidia, el afán de dominio de los hombres y las naciones), todo aquello que en el mundo impide que los hombres puedan vivir de verdad el gozo y la fiesta de la esperanza, el gozo y la fiesta de Dios. Y no sólo eso: también la enfermedad, también la impotencia ante nuestras limitaciones, también, finalmente, la muerte.

Pero la conclusión de todo no será -dice la lectura- la victoria de la bestia. La conclusión, nos dice la historia, será la victoria de Dios, la victoria de aquel hijo, la victoria, en definitiva de la mujer.

Al final ganará la esperanza, ganará la promesa de Dios, ganará, en definitiva, la humanidad. Y esto, lo que la Palabra de Dios nos contaba hoy en esa especie de visión, es lo que los cristianos creemos y anunciamos y luchamos para que sea realidad. Y estas palabras gozosas tiene especial sentido escucharlas hoy, en la fiesta más grande de la Virgen. Porque ella, la mujer abierta a la obra de Dios, la mujer que ama y obra con sencillez, la mujer que cuando se entera de que su prima espera un hijo se va en seguida a visitarla, es también, como la mujer que representa a la humanidad entera, la mujer que lleva dentro de sí todas las esperanzas, todas las ilusiones de la vida. Y podemos decir que ella es la mujer vestida de sol y estrellas que da a luz ese hijo que el mundo espera.

Ella es la imagen de la humanidad, ella es la imagen de la Iglesia, ella es la imagen de todos los que creen que la bestia no podrá devorar al niño, sino que al final va a ganar Dios, va a ganar la humanidad. Por eso ella, en nombre de todos nosotros, proclama en casa de Isabel las palabras gozosas que acabamos de escuchar en el evangelio (las palabras que luego vamos a cantar con ella en la comunión).

Hermanos, feliz fiesta para todos. Alegría y esperanza para todos con Jesús, el Mesías y con María, su Madre.

J. LLIGADAS
MISA DOMINICAL 1981, 16


 

3. M/DEVOCION

1)Hoy celebramos el triunfo de la vida sobre todas las fuerzas de la muerte que hay en el mundo. Es como la Pascua de María: en la desembocadura de la peripecia humana que fue la vida de Jesús estaba el Padre y la vida plena de la resurrección; la vida plena, gracias a Cristo, es también la desembocadura de aquella mujer de Nazaret, María, la madre de Jesús. "¡Dichosa tú, que has creído!", podemos repetir con Isabel; lo que te ha dicho el Señor se ha cumplido.

2)¡Dichosos los que hemos creído! Al contemplar cómo el triunfo de Jesús rebosa y se derrama sobre su madre, primera de "todos los cristianos", el corazón se nos llena de gozo y de esperanza. Este movimiento no se detiene: después de Jesús, María; después de María, nosotros. La vida plena es la perspectiva del pequeño rebaño a quien el Padre ha tenido a bien dar el Reino. El Reino -la vida de Dios en nosotros- no se reduce a las perspectivas de espacio y tiempo que enmarcan ahora nuestra vida, sino que nos abre a las perspectivas de Dios, a sus horizontes de plenitud y eternidad. Creer es edificar nuestra existencia sobre una esperanza que nos hace mirar hacia arriba y seguir adelante: está anclada donde está Cristo con el Padre. Todos somos de Adán, de tierra; por eso todos morimos. Pero los creyentes llevan en ellos una semilla que ha nacido de arriba; por eso viviremos con Cristo y con María.

3)El Poderoso es quien obra estas maravillas, quien es capaz de destruir la Muerte. Los hombres buscamos la plenitud, pero sin conseguirla. La buscamos donde no se encuentra. El Señor "dispersa a los soberbios de corazón, derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes; a los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos". El cántico de María es revolucionario: celebra un vuelco; "todo principado, poder y fuerza" deben ser destituidos, no son ellos los que construyen el Reino. El Padre "mira la humillación de su esclava" y da el Reino gratuitamente, generosamente, a los que creen, como María, a los que se fían de su Palabra y edifican sobre ella su vida.

4)La Madre de mi Señor ha venido a visitarme. Contemplemos cómo la llena de gracia se va decididamente a casa de Isabel. Su grandeza no la aleja de nosotros, sino que la acerca: porque no se trata de "principado, poder y fuerza" que se imponen, sino de amor que se comunica. El pueblo cristiano ha recurrido a María y la ha venerado en mil santuarios, la ha representado y vestido de mil modos, le ha cantado mil himnos y tonadas de la tierra.

Podemos confiar en ella. Podemos recurrir a ella. No para que nos salve "milagrosamente", sino para que nos transforme el corazón, para que realice en nosotros aquel vuelco que ella cantó.

J. TOTOSAUS
MISA DOMINICAL 1980, 16


 

4.

- La Asunción de la Virgen es una revelación. En este misterio, Dios, nuestro Padre, nos dice algo importante a nosotros los creyentes. Y por medio nuestro a todos los hombres que lleguen a escucharnos. Veamos lo que muy brevemente, y sin agotar el tema, podemos entender de esta comunicación de Dios.

La primera afirmación llena un ansia del corazón de los hombres. Responde a las preguntas por el fin último de cada uno de nosotros. Y por el destino de la humanidad. Sin quitarle nada al sentido de la historia intramundana, reafirmando la necesidad de instaurar el Reino ya, Dios nuestro Padre nos confirma lo que intuíamos: que la vida no termina aquí. Que nos aguarda una eternidad gloriosa. Que nuestra vida aquí no agota toda la realidad que contiene: somos seres para la vida. La muerte es la puerta para alcanzar una plenitud que a veces intuimos, que en ciertos momentos -y de modos muy diferentes- incluso experimentamos: la inmortalidad. La eternidad está metida en nosotros. Somos eternidad. Sí, en una mirada, en un perdón, en el gozo de un encuentro... aparece, intuimos, que estamos llenos de eternidad. Que en alguna zona desconocida de nosotros, limitamos con Dios. Con el Dios que es vida. Con el que resucitó a Jesucristo. Con el que ya dio su plenitud a María, la primera creyente. La Nueva Mujer en la que se genera la Nueva Humanidad. La Asunta y Adentrada en el misterio de la Vida Permanente. Más aún: la que ya fue introducida en la plenitud de nuestro ser divino. Siguiendo a Jesús, en Jesús, María vive ya ese "Dios es todo en todos" de que nos habla el Apóstol.

Afirmaciones de nuestra fe. Aclaraciones que nos son entregadas por el misterio que hoy celebramos. Enunciados que expresan contenidos muy profundos y de los cuales no tenemos más que intuiciones. Nociones humanas a las que quitamos los límites: todo lo que indica imperfección. pero, ¿qué sabe el feto de la felicidad que le aguarda tras la ruptura de ese seno materno que experimenta como bueno, como placentero? Hay una segunda comprensión del misterio que deberíamos escuchar con especial atención. Hablamos de la exaltación de María y tenemos el peligro de olvidar la historia, la vida de la exaltada. María, la Asunta, es la humilde mujer que vivió sencillamente en la Palestina del siglo I. Aquélla que se autodefinía como "sencilla", como "humilde", como "esclava". En una palabra: "mujer", tal como su cultura lo comprendía. Aquélla que fue reconocida por su Hijo como "cumplidora de la voluntad del Padre".

Digámoslo más claro. La fiesta de la Asunción nos hace recordar a quién elevan. Nos dice que es una cristiana, una creyente, la Madre de Jesús. Una de nosotros -por muy eminente que la pensemos-. Y ahí entendemos la inflexión: esa vida es modélica. Esa actitud es la premiada. Esa orientación es la considerada válida. En la Asunción se nos invita al seguimiento de Jesús, en las condiciones de la creyente María. En la vida comprometida día a día con los que junto a nosotros viven. En la interpretación audaz y fecunda de "los signos de los tiempos" como indicadores que nos hacen descubrir la "voluntad de Dios".

Dicho de otro modo: se nos invita a vivir nuestra fe en la sencillez de nuestra vida cotidiana. En el ir siguiendo al Señor tal como lo vamos conociendo. A tanteos. En un caminar que a veces se hace un credo diáfano -léase el "Canto de Nuestra Señora", el "Magnificat"- y otras es oscuridad, incomprensión- sea ejemplo el episodio del joven Jesús cuando se queda en el Templo-.

Esa fe de Nuestra Señora, esa búsqueda de Dios que se hace en medio de la gente, en la sucesión de los acontecimientos y que se expresa como servicio, entrega, amor que desea responder al Amor, es la que hoy es exaltada, elevada, puesta ante nuestros ojos para que la deseemos imitar y seguir. Y la razón es clara: nosotros somos hijos y hermanos de María.

Ella es la Madre, el modelo de los creyentes. Su vida es compendio de la santidad de la iglesia. En este momento hay una legión de hombres y mujeres que están dando cuerpo a Cristo, que están dándole su sangre, su vida, una nueva existencia. La maternidad del Cristo es real hoy. Hoy, entre nosotros, también se escuchan las palabras: "Ahí tienes a tu hijo". No pocos creyentes están trabajando en favor de la paz, haciendo que pueblos enteros o individuos muy concretos tengan un hogar, una lengua, una cultura, la posibilidad de vivir en la dignidad y la libertad. Como María, han entendido la palabra de Jesús y están "ahijando" a tantos hermanos pequeños, hijos que quedarían huérfanos, sin hogar, sin amor.

La Asunción nos descubre que todos tenemos una misión en favor de los otros y que se nos da la oportunidad de cumplirla con la única vida que tenemos, con las únicas manos que nos han sido dadas. Con todas las peculiaridades que cada uno de nosotros recibimos, puesto que ellas tienen una vocación a la plenitud. Al igual que ocurre con María. El misterio de la Asunción nos dice también una palabra sobre la solidaridad de María con nosotros los hombres de hoy. Desde su estar en Dios, nuestra humanidad eleva sus ojos a la Madre y la sabe intercesora. Entendemos que, en el misterio de Dios, los lazos que nos unen a la que es una de nosotros se hacen cercanía, ganas de invocarla. Madre de los que buscan la fe, Madre de los que la confiesan, Madre de los que se consagran a los demás, Madre de los pobres, Generadora de Vida y Esperanza... ¡ruega por nosotros! ¡Cuántos títulos, qué situaciones humanas -gozosas o dolorosas- desvelan todo su contenido cuando la plegaria de la Iglesia que descubre a María un misterioso acceso femenino y materno a Dios! La fe de la Iglesia, ese camino sencillo de la piedad, los fue comprendiendo y manifestándolo y hasta hacerlo práctica y patrimonio común de los creyentes. Y hoy sabemos mucho más: que no sólo es Madre de los creyentes, sino también de todos los hombres. ¡Bendita fiesta de la Asunción!

DABAR 1982, 43


 

5.

Celebramos el día de la Asunción de María al cielo. Es el último dogma definido en relación con María. En él proclamamos su triunfo, su resurrección, su vida en plenitud. El reino de Dios, con toda su grandeza y realidad, ha llegado para ella a su plenitud. Pero, lo mismo que cualquier afirmación de fe cristiana, este dogma de fe en María sólo puede ser aceptado desde la fe en Jesús y en su resurrección.

Así nos lo manifiesta Pablo cuando en la segunda lectura nos dice que la Resurrección de Jesús no es un hecho aislado, sino el primer fruto de una cosecha que anuncia la resurrección de todos. Pablo, contraponiendo el hecho-Jesús al hecho-Adán, nos muestra que la solidaridad con Adán conduce a la muerte mientras que la solidaridad con Jesús conduce a la vida. Vida que no es otra que la misma vida de Dios que irrumpe en el mundo y que tiende a imponerse derribando a todos sus enemigos, el último de los cuales será la finitud, es decir, la muerte. Es la vida en plenitud y libertad que en Jesús ya ha sido y que será en todos los que la busquen y estén dispuestos a luchar por ella.

-Una sola historia. HTSV/HT-HUMANA.

Por eso, desde Jesús y en Jesús, desaparece la dicotomía de la doble historia. Ya no hay historia humana, por un lado, e historia religiosa, por otro. Sólo existe una única historia porque en ella se ha producido el hecho insoslayable de que Dios ha irrumpido en el tiempo y lo ha compartido con nosotros. Y, compartiendo nuestro tiempo, ha compartido nuestro ser. Dios, haciéndose hombre, ha luchado con el hombre y por el hombre para sacar adelante nuestras ansias de plenitud. Y su lucha ha trazado un camino ante el que el hombre se encuentra en la tensión de decirle sí o no. Al decir sí a este camino el hombre no se divide, sino que se coloca en una nueva situación existencial: el hombre nuevo que busca un mundo nuevo y una vida más justa, más plena, porque la historia es única y en ella se debe realizar el hombre hermano, el hombre comunidad.

-El sí de María.

María, con su sí a Jesús, ha entrado de lleno en esta nueva situación existencial. Situación que es cambio y revulsivo de una historia marcada por hombres que juegan con la libertad haciendo esclavos a sus hermanos, por poderosos que oprimen a los débiles, por ricos que marginan a los pobres, por egoísmos acumulados en estructuras. El canto de María, el Magnificat, es el reflejo de la nueva situación que ha de extenderse. Es el canto de la liberación que ha irrumpido y ha de culminar. Pero, igualmente, es el canto del compromiso aquí y ahora para sacar adelante al nuevo hombre, el mundo mejor. María, por su sí llevado hasta el final, participa ya en plenitud de la vida. Lo que en Jesús fue primicia es ya realidad en ella. Por eso, hoy, la proclamamos asunta, triunfante. Y su triunfo no se produce fuera de la historia, sino en la historia que desde Jesús y en Jesús es única.

María y los cristianos. El sí de María abrió el camino. En Jesús y María ha sido ya realidad. La Iglesia, los cristianos, individualmente y en comunidad, hemos recogido su sí y lo hemos hecho nuestro. Por eso somos peregrinos en búsqueda y esperanza de lo que en ellos ha sido sea también en nosotros. Pero, también, somos y debemos ser testigos de su causa, de que el hombre puede cambiar y cambiar su mundo, de que el compromiso es total y en la totalidad de las cosas de nuestro mundo. Para el cristiano ya no hay divisiones, la vida es una y hay que vivirla con radicalidad. Y en la medida en que así se viva, en la medida en que se vayan removiendo los obstáculos que se oponen a la vida en plenitud y comunidad, en esa medida, lo que en Cristo fue primicia y ya es realidad en María, lo será también en nosotros y nuestro mundo: el hombre liberado de todas las opresiones.

DABAR 1976, 47


 

6.

*El triunfo de una mujer. Tal es el sentido de la fiesta que hoy celebramos. Que María subió al cielo y que, por tanto, ése es el premio que Dios le ha otorgado, ése es su triunfo. Porque es la entrega de una vida, en la que la sencillez, la generosidad y la solidaridad con la salvación de los hombres han merecido su exaltación.

*Un canto de fiesta, vida y lucha. El canto que proclamamos en el evangelio es, a la vez, un canto de fiesta y esperanza y, por tanto, una proclamación revolucionaria. Lucas le pone un contexto: pronunciado por María en el marco de un encuentro y un descubrimiento que motivan un torrente de sinceridad. El encuentro de dos mujeres del pueblo que, por distintas causas y en el mismo estado de esperanza, descubren rebosantes de alegría que por medio de ellas discurre la salvación. Por eso, el Magnificat es un canto de fiesta y vida, un canto a la vida que también se puede experimentar como fiesta, cuando el mundo está zambullido en injusticia, en egoísmo o en explotación de unos hombres por otros y, sin embargo, hay alguien en cuyo corazón no anida esa maldad, las obras de sus manos no cooperan a ella o, incluso, se está dispuesto a la lucha contra ella y abiertamente resuelto al cambio de una sociedad contaminada.

Por eso, es un canto de lucha para el hombre que se debate en medio de las opresiones de su mundo y se enfrenta con ellas, porque sabe que el camino de la salvación está abierto y en él la promesa de su realidad es un hecho.

*Oración y acción de gracias. El Magnificat es la oración y el canto de una mujer que, como María, es consciente de su debilidad, pero que, a pesar de ello, afronta el riesgo de apostar por el camino de derribar a los poderes que oprimen al hombre, abriéndose a la expectativa de los oprimidos que buscan liberación. Es canto alegre y, por tanto, esperanzado: oración del hombre que espera y que descubre que Dios promete y da salvación, del hombre a quien esta oferta le hace trastocar toda su vida y acepta darle un vuelco con alegría. En su trasfondo late la generosidad de los humildes y la grandeza de un Dios al que nada de lo humano le es ajeno, sino que, al contrario, le es tan cercano que se hace hombre como nosotros para compartirlo.

*De la promesa a su cumplimiento. El Dios que derriba a los poderosos y enaltece a los humildes, el Dios de la libertad, hace justicia en la persona de María. La opción de su sí encuentra en el triunfo su justa realidad. Por que María asimiló tan profundamente la palabra de Dios, porque la guardó con tanta fidelidad, porque acomodó su vida a ella con generosidad y sacrificio, la promesa de unos cielos nuevos y una tierra nueva pasa de anuncio a hecho definitivo.

"¡Bendita tú entre las mujeres...!". Esta frase de Isabel es la expresión justa de lo que ya es definitivo en María. Y nosotros lo celebramos proclamándola asunta al cielo. La resurrección, que en Jesús fue primicia, ha alcanzado también a María, y el reino de la vida es ya para ella vida definitiva.

*Este triunfo, proyecto de esperanza para el hombre. Lo que ha sucedido en María, por lo que nosotros nos gozamos, es para todos los hombres un proyecto de esperanza, ya que se trata del triunfo de una persona que supo abrirse a la palabra que un día se le acercó y no encontró en ella inconveniente para obrar en su vida. Pero también es proyecto de esperanza porque su triunfo puede ser nuestro triunfo; lo cual está en nuestras manos.

Para ello, sólo es preciso romper nuestros esquemas de vida, en los que los poderosos son enaltecidos y los humildes explotados; esquemas de vida en los que los pobres y hambrientos siguen padeciendo hambres de todo tipo, para que los ricos engorden satisfechos. Para que sea nuestro triunfo, es, pues, necesaria abrirse a esa palabra de Dios que también se acerca llena de misericordia a nuestras vidas y nos invita a acomodarla a ella, enfrentándonos a nuestro propio orgullo y egoísmo y al orgullo y egoísmo acumulado en nuestra sociedad.

Y, como no somos individuos aislados, sino personas que viven su fe en el marco de una comunidad, el triunfo de María es también proyecto de esperanza para esta comunidad, e invitación a hacer del Magnificat su canto de fiesta, de lucha y, sobre todo, de vida.

EUCARISTÍA 1989, 38


 

7. M/FIDELIDAD.

*La asunción de María a los cielos: Celebramos la fiesta de la asunción de María, en cuerpo y alma, es decir, personalmente, a los cielos. Celebramos con gozo la fiesta, porque creemos que, como Jesús murió y resucitó y subió a los cielos y está a la derecha del Padre, también María, una vez culminados los días de su existencia, murió y resucitó y está en el cielo junto a su Hijo. Celebramos, pues, en María y con ella y con toda la Iglesia universal, esta fiesta entrañable para la esperanza. Pues, como hemos escuchado en la primera carta de Pablo a los Corintios, "si por un hombre vino la muerte, por otro hombre ha venido la resurrección. Si por Adán murieron todos, por Cristo todos volveremos a la vida".

Primero Cristo, como primicia. Luego, obviamente, María, la madre de Jesús. Esta fe en la resurrección y asunción de María, como consecuencia privilegiada de la muerte, resurrección y ascensión de Jesús, viene desde muy lejos, desde los primeros tiempos de la iglesia.

Desde los tiempos de la Iglesia apostólica ha venido perfilándose, generación tras generación, la convicción de que el cuerpo de María era un cuerpo glorioso como el de Jesús. Infinidad de iglesias testimonian esta fe universal. Y todos los escritores eclesiásticos han contribuido a lo largo de la historia a que un día, no hace mucho, el primero de noviembre de 1950, en tiempos de Pío XII, se definiese como verdad de fe la asunción de María en cuerpo y alma a los cielos, como se venía creyendo desde el principio.

Al celebrar esta fiesta damos cumplimiento a la predicción de María, en ocasión de su visita a su prima Isabel, tal y como hemos escuchado en su evangelio: "Desde ahora me felicitarán todas las generaciones, porque el Poderoso ha hecho grandes obras en mí... y su misericordia llega a sus fieles de generación en generación". Hoy somos nosotros quienes, al experimentar la misericordia de Dios, sus designios de vida y resurrección sobre nosotros, exultamos de gozo celebrando la resurrección y asunción de María, como un anticipo en la esperanza de nuestra propia y futura resurrección. El recorrido de la existencia del hombre no se extingue en la muerte, sino que estalla en vida a pesar de la muerte y más allá de las apariencias de la muerte.

*¡Dichosa tú, porque has creído!: Isabel, según hemos escuchado en el evangelio de hoy, nos da la pista y la clave del triunfo de María, al proclamar: "Dichosa tú, porque has creído". De modo que el final glorioso de María, su asunción al cielo, no es más que la culminación del camino de fe de María. Bellamente nos ha ilustrado este camino de fe de la Virgen el Papa en su hermosa encíclica "Redemptoris Mater". En esta encíclica, la sexta de su pontificado , Juan Pablo II analiza y glosa minuciosamente todo cuanto recoge el evangelio sobre la Virgen María. No son, en verdad, muchos los datos si tenemos en cuenta nuestra legítima curiosidad; pero son bastantes para iluminar el camino de nuestra fe. La fe de María es la fidelidad de la Virgen, su entera y total disponibilidad a la palabra de Dios. Fidelidad que se puso a prueba en la anunciación, cuando de parte de Dios el ángel recaba su consentimiento para ser la madre de Jesús. Fidelidad y total entrega en aquel decisivo. "Hágase en mí según tu palabra. He aquí la esclava del Señor". Fidelidad y dedicación generosa y callada durante los largos años de la infancia del niño Jesús. Fidelidad dolorosa y aceptación disciplinada en el episodio del niño perdido y hallado en el templo. Fidelidad perseverante en las bodas de Caná, hasta que Jesús decidió adelantar su hora y socorrer a la pareja recién casada, sacándola del apuro.

Fidelidad continua y renovada en los años de vida pública de Jesús. Fidelidad hasta la muerte del Hijo, perseverando en pie y al pie de la cruz. Fidelidad más allá de la muerte, perseverando en oración con los discípulos, hasta ser revestidos de la fuerza de lo alto. Fidelidad y responsabilidad en los primeros momentos del nacimiento de la Iglesia, el nuevo hijo de María, como Jesús se lo había encargado desde la cruz.

Tanta fue la fidelidad de María a la palabra de Dios que, no sólo la escuchó con toda su alma y la recibió en su interior, sino que la recibió en su seno y la hizo carne y sangre de sí misma en la vida de Jesús. Esa fidelidad exquisita e inagotable a pesar de todos los pesares, que jalona prodigiosamente el camino de fe de María, no podía tener más que una respuesta en la propia fidelidad y misericordia de Dios. La asunción de María es el sí de Dios al sí de María. María en la anunciación y durante toda su vida se rindió incondicionalmente a la voluntad de Dios. Dios se volcó en María rescantándola del poder de la muerte y asumiéndola al cielo consigo.

*Una señal en el camino: También el Apocalipsis alude a la fiesta del triunfo de María. La mujer, vestida del sol, en pie sobre la luna, tocada de doce estrellas es ciertamente la Virgen María, la Madre de Dios. Pero es también figura y símbolo de la Iglesia, vestida del nuevo sol que es Cristo y con las doce estrellas, que son las doce tribus de Israel, todo el nuevo pueblo de Dios. Lo crítico de la situación, la inminencia del parto, es una clara alusión a las circunstancias excepcionales de entonces. Cuando Juan escribe su visión, arrecian las dificultades para la fe. La Iglesia está penosamente comprometida en su crecimiento, entorpecido por las insidias y la persecución. En tales circunstancias el pueblo no anda muy alto de moral. El apóstol escribe para levantar el ánimo de su pueblo, anunciando el triunfo tras la persecución.

La apelación de Juan a la paciencia y a la esperanza para librar el combate de la fe, vale hoy para nosotros, que estamos comprometidos en la ardua tarea de anunciar el evangelio en un mundo reacio y en ocasiones hostil. El nada fácil camino de la fe se despeja y aclara a la luz del camino de fe recorrido por María, como camino de fidelidad a la palabra de Dios y de total entrega y disponibilidad a la causa de Jesús. La asunción y triunfo de María es señal y garantía del de todos los creyentes.

Y así, al celebrar la fiesta de este día, damos gracias a Dios que encumbró a María a los cielos, y pedimos que su gracia nos sostenga y anime para recorrer con fidelidad todo el camino hasta el final.

EUCARISTÍA 1987, 39


 

8.

*Apareció en el cielo un signo prodigioso: Los tiempos que nos ha tocado vivir, siempre difíciles, nos parecen más arduos cuanto más actuales y se les denomina a veces apocalípticos. Pero el Apocalipsis, libro inspirado, del que hemos leído un bello pasaje en este día, tiene más que ver con la esperanza que con la desesperación que provocan los apocalípticos de nuestro tiempo.

En medio de rayos y truenos, de cataclismos y terremotos y tormentas formidables, de que nos habla el autor, "aparece en el cielo una señal prodigiosa", un rayo de esperanza. Y es que la palabra de Dios, desde el Génesis, con que comienza la Biblia, hasta el Apocalipsis, con que se cierra, es promesa y esperanza. El final es luz y claridad, victoria y, por tanto, esperanza para sostener la paciencia.

AP/LIBRO:El libro del Apocalipsis -revelación, que no tremendismo- descubre en el fin de los tiempos lo que ya estaba anunciado desde el principio del tiempo, desde el capítulo primero del Génesis, que la lucha entre la mujer y la serpiente, entre el bien y el mal, entre el hijo de la mujer y los secuaces del demonio, no es una batalla perdida sino ganada ya de antemano.

Una mujer, pintada por Juan como lo sería luego por todos los pintores, se enfrenta al terrible monstruo de siete cabezas y diez cuernos. La debilidad de la mujer queda acentuada por su estado de embarazo. Es el momento dramático de la existencia humana, de todas las luchas de los pobres por liberarse y recuperar su condición de persona, de todas las luchas de los oprimidos, de los esclavizados, de los que no tienen más que su esperanza. El vidente del Apocalipsis, que pinta tan dramáticamente la historia de la humanidad, es también el profeta que anuncia la victoria de los pobres y el derrocamiento de todos los que se endiosan.

*La mujer se llama María: La mujer del Apocalipsis es el pueblo de Israel sometido a esclavitud, y es la Iglesia perseguida bárbaramente en los primeros tiempos y es el pueblo de Dios que trabaja con esperanza y con paciencia. Y es María, en la que se han hecho carne todas las esperanzas y sus luchas de los hijos de Dios, pues de ella nació Jesús, el Mesías, el Salvador y Libertador. Jesús no sólo fue venciendo durante su vida todos los enemigos del hombre, sino que muriendo y resucitando, venció al último de los enemigos, a la muerte. La resurrección de Jesús, lo que celebramos siempre en la eucaristía y la memoria que nunca podemos olvidar, es el triunfo y la victoria que se anuncia para todos los creyentes. Pues como nos recuerda Pablo, en el fragmento de carta que hemos leído, "así como por un hombre entró la muerte en el mundo, así por otro ha entrado la resurrección".

Y "si por Adán murieron todos, por Cristo todos volverán a la vida". Hoy precisamente, como otra primicia más de esa conquista de Jesús el Resucitado, celebramos la resurrección y asunción de María. Desde el principio los cristianos colocaron junto a la resurrección de Jesús la dormición y resurrección de María, y junto a la ascensión de Jesús por su propia virtud, como Hijo de Dios, la asunción de María en virtud de los méritos de Jesucristo. Celebramos, pues, lo mismo que siempre celebramos en la eucaristía: la vida sin límites, ni cortapisas, la vida eterna.

EUCARISTÍA 1985, 38


 

9.

-La historia está llena de guerras: La historia, maestra de la vida, se explica tan mal que a veces parece maestra de la muerte. En efecto, los libros de historia están llenos de guerras, que se suceden interminablemente, una tras otra, hasta nuestros días. Su lectura es decepcionante; su interpretación, arriesgada. No se puede ver la historia con ojos maniqueos o simplistas, indicando en cada caso: aquí los buenos, allá los malos; pues, con frecuencia, unos y otros invocan en su favor el nombre del mismo Dios. Está por ver todavía un juicio certero sobre la historia de la humanidad.

-Pero las guerras no son nuestra guerra: La mayoría de estas guerras son enfrentamientos entre grandes potencias, que se disputan los mercados, las fuentes de riqueza, el control de las vías de comunicación, el predominio cultural, el espacio.. la hegemonía. Así, por ejemplo, sabemos hoy que las Cruzadas se predicaron en nombre del Evangelio contra los infieles, pero se hicieron incluso contra los cristianos orientales y por razones principalmente económicas. Todas estas guerras no son nuestra guerra.

-Nuestra guerra es contra el mal: A la luz de la palabra de Dios, no hay más que una lucha continua y una batalla decisiva, una guerra verdaderamente nuestra. El vidente del apocalipsis la describe como un enfrentamiento entre el dragón de las siete cabezas, que acecha contra la vida, y la mujer que está en trance de dar a luz. El dragón representa el orgullo hasta el endiosamiento, la ambición sin límites, la violencia desatada, el poder...; la mujer representa la exaltación de los humildes, la esperanza contra toda esperanza, la gracia y la fuerza de Dios, que se manifiesta en medio de las debilidades humanas. El dragón, la bestia inmunda y arrogante, fue en su día el faraón, Babilonia, Herodes, el infanticida, el Imperio Romano...

Es hoy todo cuanto milita contra la mejor esperanza de los hombres y los pueblos: el capitalismo egoísta y criminal, el autoritarismo de todo tipo, la intransigencia y la intolerancia, la explotación del sexo y de la mujer, la manipulación de las conciencias, la droga del consumo, el sistema que engulle a los hombres con sus legítimas aspiraciones. La mujer fue en su día el grupo de israelitas que escapó del dominio del faraón y huyó por el desierto; fue el pueblo judío repatriado después del exilio en Babilonia, y los pobres de Yavé y entre ellos María de Nazaret, aquella mujer del pueblo que había de parir al Salvador, fruto bendito de su vientre. Fue y sigue siendo la comunidad de Jesús que contestó el endiosamiento de los emperadores romanos y ha de seguir contestando "todo principado, poder y fuerza", hasta que los enemigos del hombre sean el estrado para los pies del Hijo del Hombre.

-Una lucha desigual: la mujer contra el dragón: ¿Qué puede una mujer, y encinta, contra un dragón? ¿Qué pueden los pobres con su esperanza contra los poderes establecidos? ¿Qué puede la vida contra la muerte? Y, sin embargo, la esperanza sobrevive. Ningún poder ha podido domesticar al hombre, eterno rebelde, ávido de libertad y de vida, siempre en camino... En medio de la debilidad del hombre hay algo que se muestra invencible.

-Pero una victoria decidida: Porque Cristo, el hijo de María, ha vencido la muerte. Y la ha vencido por nosotros y para todos nosotros: "Si por un hombre vino la muerte, por un hombre ha venido la resurrección". Si Cristo ha resucitado, también nosotros resucitaremos, porque la resurrección de Cristo es el principio y la causa de la resurrección del hombre. La fe en la resurrección de Cristo da razón, sentido y cumplimiento a ese algo invencible de la esperanza humana.

-Una victoria que ya podemos cantar: Creer en la resurrección de Cristo, creer en la asunción de María a los cielos, es creer que ya ha comenzado lo que todavía esperamos que suceda plenamente. Y el que cree de verdad en este misterio empieza a sentirse entrañablemente lleno de lo que se manifestará al fin. Tiene la fe en la lucha y para la lucha, y no desmaya ante los peligros, pues todas las persecuciones y todas las represiones de que somos objeto no son ya otra cosa que dolores de parto. No vive sólo de promesas, porque la promesa ya se está cumpliendo. Por eso puede acompañar su lucha con el canto y dar por hecho lo que aún se ha de cumplir: "El poderoso hace proezas con su brazo, dispersa a los soberbios de corazón, derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes; a los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos".

EUCARISTÍA 1977, 40