45 HOMILÍAS PARA EL DOMINGO II DE CUARESMA
(10-18)


10.

Como todos los años, el evangelio del segundo domingo de Cuaresma nos describe la transfiguración del Señor y, como todos los años, está orientado a preparar nuestros espíritus para una comprensión más profunda del misterio pascual. Si el domingo pasado oíamos el relato de las tentaciones -que nos presentaban, en cierto modo, el primer aspecto del misterio pascual: la lucha-, hoy hemos escuchado la narración del segundo aspecto de este mismo misterio: el triunfo. El misterio de la muerte y resurrección de Cristo mantiene de manera indisoluble ambos aspectos.

-El dinamismo pascual

Hemos escuchado el episodio de la transfiguración tal como nos lo describe san Lucas. Su relato, comparado con los de los otros dos evangelistas sinópticos -Mateo y Marcos- contiene unos elementos propios que todavía destacan más esa orientación pascual de que hablábamos: Lucas nos ha precisado que Jesús subió "a lo alto de una montaña para orar" y que Moisés y Elías "hablaban de su muerte, que iba a consumar en Jerusalén".

La transfiguración de Cristo es como un preludio de la Pascua y, como afirma san San León-MAGNO, "en la transfiguración se trataba sobre todo de alejar de los corazones de los discípulos el escándalo de la cruz, y de evitar que, una vez revelada la excelencia de su dignidad escondida, la humillación de la pasión voluntaria conturbara la fe de los discípulos". La realidad expresada a través de la descripción del evangelio, llena de imaginación poética y de resonancias literarias del Antiguo Testamento, fue una experiencia de fe tenida por los amigos más íntimos de Jesús. Fue un momento de comunicación profunda, a través del cual tuvieron la impresión de percibir a Jesús en su verdadera identidad. Fue un instante de éxtasis, que les hizo entrever la realidad gloriosa de Jesús, pero que no les mostró todavía toda la profundidad de su misterio. Por ello, terminada la visión, "ellos guardaron silencio, no contaron a nadie nada de lo que habían visto".

MP/SIGNIFICADO: Para llegar a entender toda la significación del misterio pascual, fue necesario el contacto vivo con la realidad; fue preciso que, a través de los sufrimientos y de la muerte de Jesús, entendiesen que hay que pasar por la muerte para llegar a la vida, convicción que constituye el meollo del misterio pascual. Mirad qué dice también san León Magno: "Que nadie se avergüence de la cruz de Cristo, gracias a la cual quedó redimido. Que nadie tema tampoco sufrir por la justicia, ni desconfíe del cumplimiento de las promesas, porque por el trabajo se va al descanso, y por la muerte se pasa a la vida".

-La fuerza transfiguradora de Cristo

Es difícil entender qué significa el misterio pascual si nos quedamos en el terreno de las puras ideas abstractas; pero si bajamos al nivel de los hechos ordinarios de cada día, nos daremos cuenta de qué es lo que quiere decir morir a nosotros mismos y vivir de cara a Dios y a los hermanos. Y veremos que todos los instantes de nuestra existencia son transfigurables: todos pueden conducirnos de la lucha a la victoria, del egoísmo al amor, de la muerte a la vida. Todo ello, gracias a la fuerza transfiguradora de Cristo, el cual, como nos ha dicho san Pablo en la segunda lectura de hoy, "transformará nuestra condición humilde, según el modelo de su condición gloriosa, con esa energía que posee para sometérselo todo".

Esa energía transformadora es, en definitiva, la iniciativa de salvación que procede de Dios mismo y que se ha ido manifestando a lo largo de la historia de la salvación. En la primera lectura hemos escuchado un episodio de dicha historia, la que se refiere a la alianza que Dios concluyó con Abrahán. Fijémonos en un aspecto que resulta fuertemente subrayado: en esta alianza, no es el hombre el que, por su esfuerzo, consigue la amistad con Dios, sino que es Dios mismo quien, por su sola iniciativa amorosa, ofrece gratuitamente al hombre la posibilidad de salvación. Por eso -según la descripción algo pintoresca del momento ritual de la alianza- es Dios quien, en forma de una antorcha ardiendo, pasa entre los animales descuartizados. Por eso, el contenido de la alianza no es sino la "promesa" unilateral por parte de Dios de conceder a Abrán una descendencia numerosa y una tierra fértil.

Durante la Cuaresma nos preparamos para celebrar la Pascua como la Alianza definitiva que Dios ha hecho con la humanidad a través de Cristo. La Cuaresma no ha de ser tanto un tiempo de esfuerzo por conseguir una perfección basada en nuestras obras, cuando una ocasión de suscitar nuestra fe, confiando únicamente en la promesa de Dios, realizada en la Pascua de Cristo.

-La transfiguración eucarística

EU/TRAFI: Esta Pascua transfiguradora es la que celebramos ya ahora en nuestra eucaristía. Por ello nuestra acción de gracias queda transfigurada en fruto de salvación, e incluso los elementos materiales del pan y del vino se transforman misteriosamente en la presencia gloriosa del Cuerpo y la Sangre de Cristo.

JOAN LLOPIS
MISA DOMINICAL 1989, 4


11.

Hoy convendría comenzar recordando lo que nos presentaba el evangelio del pasado domingo: la lucha de JC. E invitar a preguntarse: si a JC, Hijo de Dios, le fue necesaria una lucha contra el mal, contra las tentaciones que le podían desviar de su camino de verdad y amor, ¿cómo nosotros podemos despreocuparnos de descubrir nuestras tentaciones, sin reconocer que hemos de luchar contra el mal que hay en nosotros y en la sociedad? Este domingo, como el anterior, forma parte de la primera etapa -la introducción- de la Cuaresma que adquirirá su tiempo más fuerte en las tres semanas siguientes, ya como preparación inmediata a la renovación pascual. Ello ayuda a entender el sentido de estos dos domingos: si el primero significaba un tomar conciencia de la necesidad de la lucha, de la conversión, el segundo es sobre todo una llamada a la confianza: si Cristo consiguió la victoria, también nosotros la podemos alcanzar (Cristo es nuestra luz y fuerza -porque es Dios-con-nosotros- para conseguirlo). Pero no olvidemos que El consiguió la victoria -la Vida- pasando por la lucha, por la pasión y la muerte. Esta deberá ser el núcleo de la predicación de hoy.

PRIMERA LECTURA:Abrahán es el gran modelo del creyente. Por tanto, un buen modelo para nuestro esfuerzo cuaresmal. No lo recordamos por arqueología, sino como un ejemplo vivo para nuestro camino -nuestra aventura- de fe (Cfr. /Rm/04/18-25). La aventura de Abrahán, el hombre que supo abandonar para buscar, el hombre que creyó y emprendió camino, el hombre que esperó contra toda esperanza, nos es presentada en este ciclo del leccionario (siempre, en los tres ciclos, le recordamos en este segundo domingo de Cuaresma) en su aspecto ritual, propio de las primeras lecturas del ciclo C. Ello puede servir para unir los dos aspectos: el itinerario del hombre que lo deja todo para buscar a Dios, no es un itinerario que pueda prescindir del "sacramento", es decir, del expresar según la costumbre de cada época el misterio de relación confiada con Dios. Seguramente no deberemos detenernos en la explicación del arcaico ritual usado por Abrahán, pero sí recordar que nuestra fe -como la de Abrahán- necesita expresarse, y que por esta expresión "pasa" Dios.

EVANGELIO: (preparado por la segunda lectura): Convendría situarlo en el camino de JC: sube a la montaña para orar y pide la compañía de los tres apóstoles más amigos. Necesita encontrarse con el Padre y necesita la compañía de los amigos porque se halla en un momento difícil: cada vez se encuentra más oposición, los poderosos confabulan, sólo le sigue el pequeño grupo. JC intuye que su camino de lucha por el Reino terminará muy mal.

JC ora para no abandonar, para continuar. Por eso, en este momento de fe y esperanza, se revela la fecundidad de lo que pasará en Jerusalén. Lo que parece lucha sin perspectiva de éxito se revela futura victoria de Dios. Esto es la transfiguración: no tanto un fenómeno corporal -esto es sólo el signo, el símbolo- sino un evidenciarse el sentido más real, más profundo, luminoso, de su camino. Lo que parecía camino hacia el fracaso se transfigura en lo que realmente es: camino de vida.

Lc presente a Moisés y Elías (el liberador y el profeta) con JC. Los primeros cristianos descubrieron en el AT (AT/PEDAGOGO) el sentido del camino de JC (es lo que expresaron en su repetido "según las Escrituras" que hallamos en los escritos del NT). Como en el camino del pueblo de Israel, también en el de JC, también en el de la Iglesia, también en el de cada cristiano, la lucha se transfigura en victoria. Porque Dios está ahí (su gloria es presente en el hombre que cree, ama y espera, en el hombre que lucha por realizar la voluntad del Padre, avanzando hacia el Reino para ahora y para después). La experiencia de JC hemos de hacerla nuestra. Este es el mensaje de este domingo, en el camino de renovación cuaresmal. Hemos de saber descubrir esta presencia transformadora -iluminadora, vivificante- de Dios en nuestra vida. Especialmente en los momentos más difíciles. Que pueden ser los de cada día, el peso del esfuerzo cotidiano. Aunque, a veces, irrumpa -como una gracia de Dios- la luz que los transfigura revelando la amorosa presencia de Dios, en la plegaria, en la eucaristía, en el amor de un hermano, en el esfuerzo colectivo, en...

Es preciso, por tanto, saber descubrir a Dios en nuestra vida. En los momentos de desgracia y en los de gracia, porque todos son transfigurables. Nos puede ayudar la oración, la comunión con JC, el abrirnos a la acción del Espíritu en el hombre. Porque en el hombre hay aquella "energía" de la que nos habla san Pablo: la acción de Dios que resucitó a JC y empuja a la humanidad hacia la plenitud (hasta ser plenamente "ciudadanos del cielo").

EUCARISTÍA: La conclusión de la homilía podría ser un recordar que la reunión eucarística es un acto de fe -y de acción de gracias- en esta constante y creciente transfiguración. Aportamos la pobreza de nuestra vida, pero al expresar nuestra comunión con Dios, esta pobreza se transfigura en riqueza. El camino de lucha está preñado -como el de JC- de vida. Esta es nuestra esperanza que nos impulsa a continuar con más fe y más amor. Aunque a menudo, como JC después de la Transfiguración, nos encontremos solos.

J. GOMIS
MISA DOMINICAL 1977, 5


12.

-Nuestros cuerpos transfigurados

También el tema del evangelio del 2.° domingo es el mismo que el de los dos primeros Ciclos. Pero ha de leerse teniendo en cuenta la aportación de las otras dos lecturas. Veamos en primer lugar la primera, la que recuerda la fe de Abraham y la Alianza (Gn. 15, 5... 18). Nos encontramos ante una teofanía impresionante en la que el Señor hace una especie de juramento ligado a un signo sacrificial. La primera parte del relato pide a Abraham la fe en las personas del Señor, e inmediatamente después del sacrificio y en recompensa de la fe de Abraham, el Señor concluye su Alianza. El relato es bastante rápido y los versos omitidos en el texto elegido para la liturgia lo hacen más sucinto todavía, un tanto simple incluso: promesa del Señor y fe de Abraham; en conclusión, la realización inmediata de la promesa: la Alianza.

El salmo responsorial (Sal. 26) se corresponde bien con esta teofanía:

Tu rostro buscaré, Señor, no me escondas tu rostro: no rechaces con ira a tu siervo, que tú eres mi auxilio. Espero gozar de la dicha del Señor en el país de la vida. Espera en el Señor, sé valiente, ten ánimo, espera en el Señor.

Según esto, el evangelio de la transfiguración propuesto por Lucas hay que leerlo con una perspectiva de obediencia y de confianza absoluta. Leímos ya el relato ofrecido por Mateo ( 17, 1-9) y el de Marcos (9,-10). En Lucas este relato adquiere un sesgo pascual. Cristo aparece en la gloria y los ángeles participan en esta gloria de Jesús (Lc. 9,31; cfr. 24,4 y Hech. 1,10). Advirtamos en Lucas la presencia de Moisés y Elías como testigos de la Pasión; parecen ayudar a Jesús a afrontar la prueba que les espera en Jerusalén. Cristo habla de su muerte como de una especie de bautismo; el "cáliz" irá unido a esta imagen y lo volveremos a encontrar en la agonía. En el capítulo 24 de Lucas hallamos una tipología del misterio pascual: Entrada de Cristo en este mundo, salida de este mundo, entrada en su gloria, todo ello en conexión con Moisés, del que Jesús es la verdadera realización, atravesando el Mar Rojo para salvar a su pueblo y conducirlo hasta el Reino definitivo del Padre. Cristo es así el Moisés del nuevo Éxodo. Por otra parte, Cristo es el nuevo Elías también, "que ha venido a traer fuego sobre la tierra" (Lc. 12,49). Lo mismo que en los otros relatos, la voz del Padre declara, en la presencia del Espíritu, lo que la persona de Jesús representa: El Hijo amado. Más arriba hemos tenido ocasión de desarrollar todo el significado que hay que dar a estas palabras.

Lo que le vale a Jesús ser transfigurado en la gloria es, pues, su obediencia confiada y absoluta a la voluntad del Padre para el cumplimiento de ese "paso" de la muerte a la vida en el que arrastrará a todo su pueblo, conduciéndolo por el camino de la salvación para la gloria.

En la 2ª lectura, San Pablo (Flp. 3, 17-4, 1) explica cómo todos nosotros, los bautizados, participaremos en esta gloria de la transfiguración. Se invita con insistencia a los cristianos a que sigan el modelo, que es el Apóstol, y a no dejarse llevar a cosas terrenas. Ya son ciudadanos del cielo; no es ya cuestión, por lo tanto, para un cristiano de poner su gloria en lo que constituye su vergüenza y tomar la tierra como objetivo de su vida.

El cristiano se halla, pues, situado frente a una elección que no puede eludir. Tiene que elegir y tiene que elegir siempre. Ciudadano ya del cielo, vive todavía en esa forma de esclavo asumida por Cristo, que se humilló hasta la muerte (Flp. 2 6-11). Pero el día de la venida del Señor será también para el cristiano fiel el momento de ser transfigurado en la gloria lo mismo que Cristo glorioso.

Esta es la lección de este 2º domingo de Cuaresma para movernos a la conversión: cambiar de vida, elegir y seguir al Apóstol; en definitiva, seguir a Cristo a través de su camino pascual para resucitar con él en la transfiguración y la gloria.

ADRIEN NOCENT
EL AÑO LITURGICO
CELEBRAR A JC 3 CUARESMA
SAL TERRAE SANTANDER 1980.Pág. 162 s


13. ALIANZA/ABRAHAN

En esta introducción a la liturgia dominical quisiera proponer solamente una breve reflexión sobre la primera lectura del domingo: Gén 15,5-12.17-18, un texto que, en un primer momento, nos resulta francamente extraño. Se advierte en seguida la gran distancia de tiempo que le separa de nosotros; los exegetas afirman que estas palabras recogen una tradición muy antigua, vinculada a imágenes arcaicas, y esta lejanía temporal hace que nos sorprenda todavía más el hecho de que en las profundidades del texto se dibuje el misterio del Señor crucificado.

El acontecimiento que este pasaje nos transmite pertenece al centro de la historia de la salvación. Se nos relata la celebración del pacto entre Dios y Abraham. Aquí se inicia, pues, aquella alianza, aquel testamento, que continuará con Moisés y que hallará su figura definitiva en Cristo. La conclusión de este pacto se realiza en la forma usual entre pueblos que no conocían aún la escritura; observamos, además, que el tipo de contrato que aquí se celebra es el que con mayor seguridad garantizaba la fidelidad y la firmeza. Se divide en dos mitades un animal, y el contratante pasa por entre los pedazos esparcidos. Este rito era un juramento arriesgado, porque venía a expresar una obligación última e irrevocable, una especie de maldición sobre aquel que rompiera el pacto, de suerte que la vida y la felicidad de las partes quedaban vinculadas a la palabra dada. El gesto significa: la suerte de este animal dividido en dos mitades será mi suerte si no guardare mi palabra; a semejanza de este animal, sea yo también despedazado si fuera infiel. Con esta actitud, el hombre se declara dispuesto a entregar la vida por su palabra; une su vida a su palabra, la cual se convierte así en su destino, en un valor más elevado que la vida puramente biológica.

Obrando de este modo, Abraham cree, confía su vida a la palabra de este contrato; entrega su vida, de forma irrevocable, a la palabra de la alianza. La palabra se hace el espacio de su vida. Con esta disponibilidad a dar su vida por la palabra, el Patriarca inicia la confesión de los mártires, reconoce la majestad intangible de la palabra, de la verdad. Vale la pena sufrir por la fe. Vale la pena comprometer la vida y la muerte por la causa de la fe. Creer significa: introducir la propia vida en el espacio de la palabra de Dios; vincular nuestra vida y nuestra suerte a esta palabra; estar dispuestos a sacrificar nuestro prestigio, a renunciar a nosotros mismos y a nuestro tiempo por la palabra de Dios.

Con la afirmación de esta verdad hemos interpretado únicamente la parte más accesible del texto; tenemos que afrontar ahora un aspecto más oscuro y también más importante. Leemos en el texto que, cuando el sol estaba ya para ponerse, cayó un sopor sobre Abraham; la palabra que aquí se utiliza para expresar «sopor» es la misma que hallamos empleada en la historia de la creación, cuando Dios creó a la mujer de una costilla de Adán, mientras éste dormía. Este vocablo, tardema, sirve para indicar un sueño fuera de lo ordinario, un hacerse sordo a las cosas de nuestro entorno cotidiano; un sumergirse, a través de los diferentes planos del ser, hasta aquel fondo en el que el hombre entra en contacto con su origen y toca el centro último de la realidad: Dios. En estas profundidades, Abraham ve algo sorprendente y excitante: una especie de horno y de fuego llameante pasa por entre las dos mitades de las víctimas. Horno y fuego representan el misterio invisible de Dios. El horno y el fuego son realidades a la vez domeñadas y peligrosas. De este modo se expresa el misterio inefable de Dios, que es, al tiempo, orden, disciplina y potencia suprema. La representación de Dios, su presencia misteriosa, pasa por entre los trozos dispersos de los animales. Esto significa que también Dios ejecuta el rito del juramento; también El vincula su vida y su felicidad a esta alianza; también El se declara dispuesto a entregar su vida por esta alianza; también El compromete su vida para cimentar una fidelidad irrevocable a la alianza. Así a primera vista, y desde una perspectiva filosófica, este hecho parece simplemente absurdo; ¿cómo podría Dios sufrir, morir, vincular su suerte a la alianza con los hombres, con Abraham? La respuesta es la cabeza ensangrentada, coronada de espinas, del Señor crucificado. El Hijo de Dios se ha hecho hijo de Abraham y ha cargado sobre sí la maldición del juramento roto por los hijos de Abraham. De esta suerte se realiza lo impensable, lo imposible de imaginar: el hombre es tan importante para Dios, que es digno de su pasión. Dios ofrece el precio de su fidelidad en el Hijo encarnado, que hace donación de su vida. Acepta ser dividido en partes, ser llevado a la muerte como aquellos animales, cuando el cuerpo del Hijo es arrancado de las manos del Padre y entregado a la muerte en el último acto de la pasión del Viernes Santo. Dios se toma al hombre en serio; Él mismo ha querido vincularse a su alianza, hasta el punto de que en la Sagrada Eucaristía, fruto de la cruz, pone su vida en nuestras manos, día tras día.

En la visión de Abraham, cuando tiene lugar el primer inicio de la alianza con el pueblo elegido, se levanta ya la primera estación del viacrucis. Esta es, bajo el velo del misterio, una primera visión de la pasión del Señor, del Dios crucificado; el misterio de la fe se expresa aquí en imágenes que surgen de la lejanía del mundo pagano. La enigmática visión de Abraham se hace realidad manifiesta para nosotros en el signo de la cruz. Con esta imagen, Dios llama hoy a la puerta de nuestro corazón; el texto del Antiguo Testamento no expresa más que la voz de Dios en el Evangelio: «Este es mi hijo elegido, escuchadle» (Lc 9,35).

D/FIDELIDAD: La fidelidad de Dios, esa fidelidad que llega hasta la muerte, ha de suscitar nuestra fidelidad. La palabra de Dios es más importante que nuestra propia vida. Y esta primacía de la palabra de Dios no se afirma únicamente en el martirio cruento. El anuncio de un Dios que vincula su vida a la alianza con nosotros es un anuncio que se orienta a la vida cotidiana: el camino de la fidelidad se realiza en las cosas pequeñas, en la paciencia de la fe vivida día a día. Mirando la sangre de Cristo, nos convertimos cada vez más profundamente a su amor (véase 1 Clem. 7,4).

JOSEPH RATZINGER
EL CAMINO PASCUAL
BAC POPULAR MADRID-1990.Págs. 66-69


14.

1. La fe, camino en la oscuridad

El domingo pasado hemos penetrado en el desierto, tiempo de búsqueda sincera de Dios. Hoy Dios intentará revelársenos, descubrir su rostro; o mejor dicho, mostrarnos el modo a través del cual lo podremos encontrar.

Como Abraham, también nosotros gemimos por nuestra esterilidad. Pasan los días y los años, y no recogemos los frutos. Al contrario, nos duele descubrir la rutina, el hacer siempre las mismas cosas, el envejecer inexorablemente, mientras los sueños de la juventud se esfuman unos tras otros.

¡La angustia de la esterilidad...! La misma que siente la Iglesia y también esta pequeña comunidad, la del sacerdote, la de la religiosa. Cuántos proyectos y esfuerzos por una Iglesia dinámica, emprendedora, abierta al mundo, en diálogo con el hombre moderno, atenta a la juventud. Cuántas ilusiones con un Concilio Vaticano II, con la renovación, con tantas reuniones y encuentros...

Y, sin embargo, tenemos la sensación de que la Iglesia no crece, de que la comunidad envejece, los jóvenes se rebelan, el hombre moderno transita por otros carriles, el diálogo fracasa.

¿Y nosotros? ¿Qué herencia dejaremos a un mundo que se construye casi al margen de nuestra existencia pequeña y humilde? Y, sin embargo, este Abraham sin hijos, esta comunidad cansada, este hombre descreído... es invitado por Dios a una aventura nueva e increíble.

«El Dios que te sacó de Ur» nos llama. El que saca la luz de nuestro mismo interior, el que no da sosiego a nuestra pereza, el que no tolera que hagamos una tienda cómoda en el desierto o en lo alto de la montaña. Así comienza Dios su diálogo con nosotros. Sacándonos de la tienda y sumergiéndonos en la más tremenda oscuridad. Es el modo que tiene Dios de revelarse, modo contra el cual nos rebelamos porque, como Abraham, tenemos pánico a la oscuridad.

El Dios que nos urgió a internarnos en el desierto, el que nos pide la total confianza en su palabra, ese mismo ahora nos abandona en el miedo, en el sopor, en la soledad, mientras los buitres revolotean por el aire.

Con lujo de detalles, la primera y la tercera lectura de hoy expresan la situación del hombre caminante que se siente ante un Dios desconcertante y enigmático. Allí está Abraham, estupefacto, contemplando los trozos de los animales que servirían para días de alimento, y que ahora parecen destinados a las aves rapaces. Y mientras a espantaba a los buitres, «un sueño profundo lo invadió, y un terror intenso y oscuro cayó sobre él. El sol se puso y vino la oscuridad...».

Nadie duda acerca del significado de esos buitres amenazadores... Es la sombra de la muerte, que se proyecta sobre nuestro miedo, mientras el sol el sol de la vida se va ocultando lentamente.

Similar descripción nos brinda Lucas: de noche, en la soledad de una montaña, tres hombres luchan contra el sueño, mientras hacen esfuerzos por comprender a ese Jesús envuelto en una nube. Entonces Pedro habla "sin saber lo que decía" y «se asustaron al entrar en la nube»...

Existen pocas descripciones tan patéticas del proceso de la fe, esa luz que se abre paso entre las densas tinieblas de la existencia humana. Tratemos de ahondar en su significado y en todo lo que lleva implícito.

Característica de la fe infantil e inmadura es pensar que por creer en Dios se nos da una clarividencia simple y total de las cosas, como si de pronto se terminaran los problemas y las preguntas, y como si el cristiano tuviese acceso a una especie de fichero universal en el que las respuestas se hallan perfectamente codificadas y al servicio de los creyentes. Mas la experiencia se encarga de deshacer esa ilusión. La fe no es una linterna mágica ni la Biblia un libro de agorería. También los cristianos, al igual que Abraham espantando a los buitres, parecemos hacer el ridículo cuando nos enfrentamos con los graves problemas que nos invaden todos los días. Por momentos nos parece que todo está resuelto, mas en seguida caemos en la cuenta de que no estamos de acuerdo ni en las cuestiones más esenciales.

Abrimos, por ejemplo, una página de la Biblia o leemos la parábola que calificamos de «muy sencilla», y a los pocos minutos estamos discutiendo sobre si su sentido es éste o el otro... Afirmamos rotundamente creer en el más allá, y lo que es peor aún, tememos a la muerte como si no creyéramos más que en esta y única vida.

Se pensaría que al menos en cuestiones fundamentales reina el mayor acuerdo, pero es mejor no preguntar sobre qué puede significar para cada cristiano que Jesús es Hijo de Dios o el Mesías, que el Espíritu Santo es Dios o que el Padre todo lo ha creado. ¡Claro!, se dirá, ésas son cuestiones un poco abstractas; cojamos alguna concreta, por ejemplo la Iglesia o los sacramentos... ¿También allí reinará la oscuridad?... Y siguen desfilando las cuestiones que creíamos tan bien resueltas y pensadas, y vamos tomando conciencia de que el enigma de la vida sigue siendo enigma y de que la fe no está para paliar nuestra pereza de búsqueda.

Alguno podría suponer que al menos el Papa o los obispos ven claro y son capaces de asumir decisiones sin incertidumbres y sin posibilidad de tropiezos. ¡Vana ilusión! Nunca como hoy los vemos dudar, discutir, dar dos pasos adelante y uno atrás, preguntándose al igual que todos acerca del sentido de esas verdades que parecían tan simples y de Perogrullo.

Es la experiencia de los sacerdotes que, después de dos mil años de reflexiones, aún se siguen preguntando por el sentido y la forma concreta de su ministerio. Experiencia de millares de religiosos y religiosas que buscan a tientas un lugar en el mundo y un testimonio específico en nombre del Evangelio.

Es, en fin, la experiencia de cada hombre, de cada uno de nosotros, que nos seguimos preguntando por el sentido de la vida, por el significado del dolor y de la muerte, por la forma de convivencia entre los pueblos y entre los miembros que se dicen hermanos de un mismo pueblo.

Mas... ¿hace falta que sigamos esta lista de cuestiones y de dudas cuando el mismo Evangelio nos presenta la experiencia de fe de Jesucristo, también ella como una búsqueda en la oscuridad? Lo vemos noches enteras en oración, discutiendo con los apóstoles acerca del sentido de su mesianismo, angustiado en el monte de los olivos y lanzando antes de morir aquel fuerte grito mientras exclamaba: «Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» Al pie de la cruz estaba María, el prototipo del creyente, la misma que lentamente tuvo que descubrir la verdadera identidad de su hijo, la que no comprendió su respuesta cuando lo encontró en el templo conversando con los doctores, la que en algún momento intentó separar a Jesús de la multitud que lo apretujaba... Esta María que ahora estaba muda y angustiada al pie de su hijo moribundo.

A los cristianos nos cuesta aceptar esta situación. Nos molesta la duda y la incertidumbre después de un período histórico en que nos ufanamos de tener la exacta y verdadera respuesta para todos los problemas del hombre.

Y ahora... seguimos discutiendo por el catecismo de los niños y por el sentido y la eficacia de la oración... Nos duele que sea así... y, sin embargo, en buena hora que hayamos descubierto que a Dios no lo podemos encerrar en un puño ni meterlo en el bolsillo. Como Abraham y como los tres apóstoles en la montaña, reconozcamos nuestra limitación y enterremos para siempre la vana pretensión de encasillar a la Vida dentro de nuestros esquemas... Abramos los ojos, porque Dios no está encerrado en los manuales de teología o en los catecismos, ni Jesucristo se reduce al esquema de algunas preguntas con otras tantas respuestas... Nuestro cristianismo necesita madurar, y esto sólo será posible cuando aprendamos a vivir en la humildad del hombre que sabe que busca, pero que no se ufana jamás de haber resuelto el enigma de la Vida.

Es esta humildad la que nos permite dialogar, escuchar el punto de vista del otro, dejar a un lado el fanatismo y Ias discusiones estériles, motivadas más por el afán de mantener un prestigio que por intentar descubrir la verdad.

2. La fe, camino de transformación

Lo nuevo y maravilloso de la fe cristiana no está seguramente en reconocer lo oscuro del camino. Tal oscuridad no es más que la experiencia básica de todo hombre, de cualquier época y país.

Lo "increíble de la fe" radica en que precisamente en esa oscuridad, en esa soledad y en ese miedo... Dios nos invita a caminar para transformar nuestra condición humana. Fue cuando Abraham caía en el sopor y el pánico que el Señor se le reveló como una antorcha luminosa, y a él, el viejo y estéril patriarca, a él mismo le dijo: «A tus descendientes daré esta tierra...» Creer más allá de la propia debilidad... He ahí la aventura a la que se nos llama. Comprometernos con esta real y concreta Iglesia, la de los pecados y los escándalos.

Trabajar por este país, con sus defectos y sus limitaciones. Creer en la energía divina que obra sutilmente en la historia de los hombres, como bien lo expresa la epístola de hoy: «Nosotros aguardamos un Salvador... que transformará nuestra condición humilde... con esa energía que posee...» Ya sabemos que no es una energía milagrosa que obra al margen de nuestro esfuerzo, sino dentro de ese esfuerzo . Precisamente allí radicaba el problema de los apóstoles. Esperaban un mesías que en un abrir y cerrar de ojos instauraría en el mundo el reino de Dios, después de destruir a sus enemigos. No entienden, entonces, a este Jesús que «hablaba de su muerte con Moisés y Elías». Querían una salvación fulgurante, rápida, inmediata... y Jesús ofrece un proceso lento, sacrificado, lleno de contradicciones, mediante una Iglesia que pareció quedar abandonada a su suerte tras la muerte del Maestro. Su ilusión era grande. Con qué euforia exclamó Pedro mientras soñaba con un mesías calcado a su imagen y semejanza: «Maestro, qué hermoso es estar aquí. Haremos tres chozas...» Y bien comenta Lucas: «No sabía lo que decía.» Lucas, en efecto, en una página que bien sintetiza la experiencia de fe de los apóstoles, a través de un relato lleno de símbolos y alusiones, nos describe la paradoja de la fe cristiana; más aún, la resistencia que la Iglesia opone a aceptar un Cristo silencioso y sufriente, tan alejado de las vanas utopías de los hombres.

Lucas, que escribe este relato muchos años después de la muerte de Jesús, cuando ya se creía en su resurrección y en su presencia en la comunidad, nos recuerda que todo el Antiguo Testamento, representado en la escena por Moisés y Elías, había anunciado al Siervo de Yavé, quien debería atravesar la oscuridad de la muerte para encontrar la luz de la vida. Y es a ese Cristo muerto y resucitado, incomprendido por los apóstoles, «el Hijo, el escogido», a quien se debe escuchar.

Fácil es descubrir la intención del evangelista que llama la atención a toda la Iglesia para que no se encandile mientras confiesa a Jesús el Salvador. Cristo pudo transformar su humilde condición de hombre a través del paso duro y sangriento que lo llevó al Calvario. Y no hay otro camino posible. No lo hubo para Jesús. No lo hay para nosotros. Así, pues, los creyentes estamos llamados a transformar nuestra condición humana, asumiendo esta historia con todos sus riesgos y limitaciones. La fe no nos aligera el paso, no allana las dificultades, no resuelve por arte de magia las dudas.

Y, sin embargo, es capaz de creer en la renovación del hombre y de la sociedad por la fuerza de este evangelio... que a veces parece demasiado simple y un tanto superado. No podemos tampoco -como tantas veces se ha hecho- remitir toda la salvación al «más allá», pues esto es volver a la misma utopía que ya hemos señalado, y sobre todo, porque esto es, al fin y a la postre, no aceptar al Cristo de la cruz.

Concluyendo...

¿Cómo se nos revela Dios? ¿Cómo se nos muestra Jesucristo? Y la Palabra de Dios de este domingo, en una página casi patética, nos responde: en la oscuridad de la vida misma.

Los cristianos no somos unos «privilegiados» a los que se les ha hecho más fácil y llevadera la vida. En todo caso, nuestro singular privilegio consiste en asumir toda la condición humana como la asumió Cristo, hasta la muerte y muerte de cruz.

Creer es morir todos los días: morir a la vanidad, al orgullo, a la prepotencia. Y creer que por este camino la nueva vida de Dios se hace carne en nosotros. La resurrección -o como hoy dice Pablo, la transformación de nuestra humilde condición- es este quehacer lento, dificultoso, silencioso, incomprendido, con su cuota diaria de cansancio, de sueño, de miedo.

Creer es sentirnos como Pedro, Juan y Santiago, casi atontados frente a ese «misterio» ante el cual, quizá lo más sabio sea «guardar silencio» y esperar... O dejar transcurrir la noche, como Abraham, hasta que alguna llamarada de luz y de fuego nos dé fuerzas para continuar la marcha hacia esa tierra siempre prometida y deseada, pero también siempre proyectada un poco más allá de nuestros fáciles cálculos.

SANTOS BENETTI
CAMINANDO POR EL DESIERTO. Ciclo C.2º
EDICIONES PAULINAS.MADRID 1985.Págs. 27 ss.


15.

¿DONDE ESCUCHAR LA BUENA NOTICIA?

Este es mi Hijo, el escogido. Escuchadlo

Nos habíamos llegado a creer que el progreso científico y el desarrollo de la técnica iban a ofrecernos por fin la felicidad y el sosiego que anda buscando siempre nuestro corazón. Hoy nos vemos obligados a abrir los ojos y reconocer que el progreso técnico ha sido fuente de bienestar y de elevación humana, pero que ha generado también dolorosas esclavitudes.

Las soluciones que hemos encontrado hasta ahora son «respuestas incompletas a las aspiraciones humanas». Poco a poco, se va extendiendo entre nosotros la oscura sensación de que el hombre no es capaz de salvarse radical y totalmente a sí mismo. Tenemos medios de vida pero no sabemos exactamente para qué vivir. Nos lanzamos al disfrute intenso de la vida, pero nos sentimos cada vez más insatisfechos. Deseamos y necesitamos paz pero presentimos que la misma supervivencia del hombre está gravemente amenazada por el militarismo, el terrorismo y las modernas armas nucleares.

Los jóvenes han buscado, por su parte, en la «liberación sexual» una nueva plenitud. Pero muchos de ellos se debaten hoy entre el aburrimiento de la vida, la tentación de la droga y el fantasma del paro. El hombre de hoy inseguro e insatisfecho comienza a buscar algo nuevo. Las nuevas generaciones viven decepcionadas pero expectantes. Están cayendo innumerables sueños y esperanzas, pero la humanidad busca «el resurgir de la esperanza». ¿Dónde escuchar la Buena Noticia que estamos necesitando oir?

El relato evangélico nos recuerda aquella voz que conmovió a los discípulos y que debería resonar también hoy en el corazón de esta profunda crisis que vive la humanidad: «este es mi Hijo amado. Escuchadlo».

Pero, ¿dónde escuchar hoy la Buena Noticia de Jesús? ¿Dónde comprobar la energía salvadora y humanizadora que encierra el proyecto de vida impulsado por Cristo? ¿Dónde encontrarse con la fuerza liberadora del evangelio? Los Obispos nos hacen una llamada urgente en su carta pastoral. Sólo unas iglesias que se esfuerzan por ser coherentes con las exigencias del evangelio podrán tener la credibilidad suficiente como para ofrecer a Cristo como «la clave, el centro y el fin de la historia humana».

Sólo unos hombres que sepan vivir como «hombres nuevos», liberados de tantas «esclavitudes modernas», con un estilo de vida sencillo, solidario y servicial, animados por una profunda alegría interior, incansables en su fe en el Padre, pueden hacer creíble hoy el evangelio de Jesucristo.

JOSE ANTONIO PAGOLA
BUENAS NOTICIAS
NAVARRA 1985.Pág. 273 s.


16.

El hombre contemporáneo se está quedando poco a poco sin silencio. El ruido se va apoderando de los ambientes y los hogares, de las mentes y los corazones, impidiendo a las personas vivir en paz y armonía. Sería una ingenuidad pensar que el ruido sólo está fuera de nosotros, en el estrépito de la motocicleta que pasa o el alboroto del piso vecino. El ruido está dentro de cada uno, en esa agitación y confusión que reina en nuestro interior o en esa prisa y ansiedad que nos destruye desde dentro.

Incluso podemos decir que crispaciones y problemas externos que atormentan a muchos son, con frecuencia, una proyección de problemas y desequilibrios que no han sido resueltos en el silencio del corazón. Por eso, el silencio no se recupera solamente insonorizando las habitaciones del hogar o retirándose al campo durante el fin de semana. Es necesario, sobre todo, aprender a entrar en uno mismo y crear ese clima de recogimiento personal indispensable para reconstruir nuestro interior.

La persona cogida por el ruido y la agitación corre el riesgo de no conocerse a sí misma sino de manera superficial. Por eso, tal vez, lo primero es encontrarnos con nosotros mismos. Conocer mejor a ese personaje extraño que se agita a lo largo del día y que soy «yo» mismo.

Esto sólo es posible cuando uno se atreve a poner en orden esa confusión interior, haciéndose las preguntas fundamentales de todo ser humano: «¿Qué busco yo en la vida? ¿Por qué me afano? ¿Qué amo? ¿Dónde pongo yo mi felicidad?» Preguntas que se nos pueden hacer insoportables pues fácilmente despiertan en nosotros sensaciones diversas de fracaso, mediocridad, pecado o desesperanza. Entonces el silencio se hace oscuro y tenebroso. Da miedo entrar en uno mismo y penetrar en el fondo de la existencia.

Así se encuentran aquellos discípulos a los que Jesús ha alejado del ruido y la agitación, para conducirlos a lo alto de una montaña a orar. Se asustan al entrar en la nube que comienza a cubrirlos. Su temor sólo desaparece cuando, desde el interior de la nube, escuchan una voz que les dice: «Este es mi Hijo, el escogido, escuchadle.»

El creyente nunca está solo en su silencio. Alguien lo acompaña y sostiene desde dentro. Siempre puede escuchar esa voz de Jesucristo que comprende nuestras equivocaciones, perdona nuestro pecado y despierta de nuevo en nosotros la esperanza.

JOSE ANTONIO PAGOLA
SIN PERDER LA DIRECCION
Escuchando a S.Lucas. Ciclo C
SAN SEBASTIAN 1944.Pág. 31 s.


17.

«¡Escuchadlo!»

Es notable la gran insistencia del evangelio de Lucas en la oración de Jesús, que aparece asociada a los momentos trascendentales de su vida. En el bautismo de Jesús se dice que «mientras oraba se abrió el cielo»; en la elección de los doce apóstoles, Jesús pasó la noche en oración. La oración de Jesús tenía tal fuerza de irradiación que induce a sus discípulos a pedir al maestro: «Enséñanos a orar». Cuando Pedro confiesa a Jesús como el mesías, Lucas introduce este pasaje diciendo: «Una vez que estaba orando en presencia de sus discípulos». Y la misma insistencia en la oración se repite en el evangelio de hoy: Jesús se lleva a los tres discípulos predilectos «a lo alto de la montaña para orar». Y añade: «Mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió».

En el seguimiento del evangelio de Lucas, que nos acompaña a lo largo de este año, estamos situados en un momento muy importante de la construcción teológica del tercer evangelista. Hasta ahora ha ido presentando al maestro de Nazaret, su mensaje, sus milagros, su entrega a los hombres. Han ido surgiendo las primeras tensiones, pero Jesús sigue siendo el maestro buscado y aclamado por el pueblo al que acaba de dar de comer en un descampado. Sin embargo, el horizonte de la pasión comienza ya a aparecer. Inmediatamente después de que Pedro le haya confesado como mesías, Jesús va a comenzar a hablar por vez primera de su pasión y, pocos días después, el relato del evangelio dice que Jesús, «entre la admiración general por lo que hacía», vuelve a hablar por segunda vez de su pasión. Y pocas líneas después Lucas dirá que «Jesús decidió irrevocablemente ir a Jerusalén»: esta subida a Jerusalén va a ser un recurso literario y teológico del que se sirve el tercer evangelista para presentar diez capítulos de su evangelio como un camino o subida a Jerusalén, en la que entrará el domingo de Ramos.

En este contexto, entre la confesión de Pedro y el segundo anuncio de la pasión, acontece la transfiguración del Señor. Tiene lugar en un monte, el Tabor, que es un promontorio de no fácil ascenso sobre la llanura galilea de Jezrael -los peregrinos a Tierra Santa suben hoy a él en unos limoussines, guiados por unos chóferes que toman con bastante velocidad sus cerradas curvas-. El pasaje de la transfiguración está cargado de símbolos que hacen referencia al Antiguo Testamento. Tiene rasgos que recuerdan a las teofanías o manifestaciones de Yavé, como por ejemplo la que ha recogido la liturgia en la primera lectura de hoy; hay elementos que relacionan la transfiguración con la manifestación de Yavé a Moisés en el monte Sinaí, en el episodio de la entrega de las tablas de la ley.

Hay además dos rasgos llamativos en el relato de Lucas: Jesús aparece hablando con Moisés y Elías -símbolo de la ley y los profetas, la quintaesencia del Antiguo Testamento-, con los que dialoga sobre su pasión, sobre su «éxodo» -una palabra muy rara en el Nuevo Testamento-. El segundo rasgo es la presencia de los tres discípulos predilectos, Pedro, Juan y Santiago, que «se caían de sueño». Los mismos tres discípulos que, «dormidos por la pena», serán testigos de la oración de Jesús en Getsemaní -otra vez su oración-, cuando comience la pasión del Señor.

Estos rasgos nos ayudan a entender este pasaje nada fácil de interpretar. La clave para su comprensión está en el doble anuncio de la pasión y en la decisión irrevocable de Jesús -es notable esta expresión del evangelio- de ir a Jerusalén. Jesús sabe que el mesías tenía que manifestarse en Jerusalén, en la ciudad cuyo templo constituía el lugar privilegiado de la presencia de Dios. Es consciente de que su mensaje le va llevar a la muerte y de que los líderes religiosos de Israel van a rechazar su mensaje sobre Dios.

Como dice J. R. Busto, no van a aceptar y condenarán a muerte como blasfemo a ese idealista «a quien no se le ocurre otra cosa mejor que proclamar que a Dios hay que adorarle en espíritu y en verdad, que no tiene que haber distinciones entre judíos y gentiles, entre hombres y mujeres, entre gente rica y gente pobre, entre sanos y no sanos, porque Dios quiere a todos con amor infinito». Jesús es consciente de que estaba demoliendo el orden religioso establecido y tradicional y que ello le iba a llevar a la muerte. Pero Jesús acepta la misión que Dios le ha confiado y «decide irrevocablemente ir a Jerusalén».

El episodio de la transfiguración tiene también resonancias del bautismo de Jesús. Aquel día en que Jesús vivenció y asumió la misión recibida de su Padre. Dice el evangelio que «mientras oraba, se abrió el cielo, y se oyó una voz del cielo: "Tú eres mi Hijo, a quien yo quiero, mi predilecto"». En la transfiguración, «mientras oraba, salió de la nube una voz que decía: "Este es mi Hijo, el elegido. Escuchadlo"». El paralelismo entre ambos relatos es muy fuerte, pero es muy significativa una diferencia: la voz del cielo añade en el relato del Tabor algo que no se oyó sobre el río Jordán: «Escuchadlo».

Aquellos discípulos que fueron testigos de la gloria de Jesús en el Tabor, los que comienzan a sentirse desconcertados por el sombrío horizonte de la pasión, deben escuchar a su Señor. Él es más que Moisés y Elías; es la culminación de lo que sucedió en el monte Sinaí. El que ha sido glorificado en el Tabor es el que también un día será glorificado -así lo dirá Juan- sobre otro monte, el del Calvario. Es a ese Jesús, que camina hacia su pasión, al que hay que escuchar.

¿Qué puede significar hoy este mensaje para nuestra vida cristiana?

1) ¿Aceptamos el mensaje de Jesús? Como pregunta J. R. Busto: ¿somos tan distintos de ese Caifás que sancionó la condena a muerte de Jesús? ¿No consideraríamos hoy también a Jesús como un ingenuo idealista que viene a subvertir el orden religioso establecido y tradicional? ¿Sacamos las consecuencias de esa igualdad que para Jesús existe entre todos los hombres, ya que a todos Dios los ama con amor infinito? Porque quizá, en la teoría que no nos compromete, afirmamos que no hay diferencias entre las distintas razas, el varón y la mujer, los sanos y los enfermos, los ricos y los pobres..., pero, ¿nos comprometemos para que esas diferencias no existan en la práctica, ya que todos los hombres son hijos de Dios, que los ama con un amor infinito?

2) ORA/VALOR:¿Cómo valoro la importancia de la oración en mi vida? Jesús decía un día a sus discípulos que hay demonios que sólo pueden expulsarse con la oración. ¿No tenemos que reconocer que mucho de esto nos acontece en nuestra vida? Porque los demonios que tentaron a Jesús el domingo pasado -los del tener, los del poder, los de la búsqueda del éxito fácil y sin esfuerzo- siguen tentando al hombre de la ciudad de hoy. Un autor afirma: «Cada vez me asalta más la sospecha de que la crisis de oración todavía no ha tocado fondo. De un año al otro, de un mes al siguiente, la situación se degrada más. ¿De cuántos amigos te consta que oran todos los días, o algunas veces a la semana o al mes? ¿Rezan los jóvenes? ¿Lo hacen los matrimonios? ¿Crees que rezan los sacerdotes?». Y se preguntaba si no era esta la razón de que «nos amamos poco entre nosotros, nadie percibe unos mínimos de tolerancia y respeto al otro y cada día se ve a menos cristianos con una identidad definida».

3) Finalmente, una última reflexión: la transfiguración es un anticipo de la resurrección de Jesús y también de la nuestra propia. Es una llamada a la esperanza ante el dolor que es inseparable compañero de nuestra vida. Como decía san Pablo: «Él transformará nuestra condición humilde, según el modelo de su condición gloriosa, con esa energía que posee para sometérselo todo».

Desde el monte Tabor podemos decir que el final de todo no es el monte Calvario, el dolor, la pasión, la muerte... Desde el monte Tabor, que nos habla de la pasión y la resurrección de Cristo, se abre nuestra fe que nos hace mirar con esperanza al cielo estrellado, como lo miraba Abrahán.

JAVIER GAFO
DIOS A LA VISTA
Homilías ciclo C
Madris 1994.Pág. 84 ss.


18.

-Subamos a la montaña con Jesús

El domingo pasado nos encontrábamos en el desierto con Jesús, compartíamos sus tentaciones. Ojalá que a lo largo de la semana nos hayan acompañado las respuestas de Jesús: no vivamos sólo de pan, adoremos únicamente a Dios, no tentemos al Señor. Hoy del desierto árido y reseco subimos a la montaña llena de fresco verdor, es el evangelio llamado de la transfiguración. Otro gran marco natural para situar la experiencia espiritual, los momentos más ricos de calidad que podemos experimentar en nuestra vida humana, los momentos sublimes y maravillosos que querríamos detener en nuestra vida y construir en ellos las tres tiendas, como dice el apóstol Pedro. En la alta montaña, Jesús eleva también su espíritu en la oración, y resplandece transfigurado por la luz y la gloria, circundado por Moisés y Elías, los grandes expertos en el trato con Dios en la montaña.

Nosotros, los compañeros y compañeras de Jesús desde nuestro bautismo, como aquel día lo eran Pedro, Juan y Santiago, cuando participamos en las celebraciones de la comunidad cristiana somos despertados de nuestras inconsciencias para entrar en la gloria de Jesús y para disfrutar con admiración y agradecimiento del don de la vida, y del gran tesoro del amor, de la fe y de la esperanza que impulsan nuestra existencia hacia las cumbres de la alegría y la felicidad. Con Pedro, también nos sale del corazón en estos momentos de calidad: "Maestro, qué bien se está aquí".

-Momentos de calidad en nuestra vida

¿No es cierto que tenemos y hemos tenido momentos de calidad en nuestra vida? Son aquellos momentos que, cuando pensamos en ellos, nos aparecen como configuradores de nuestra existencia. Son aquellos momentos que han definido y consolidado nuestra fe, nuestra esperanza y nuestro amor. Acciones y situaciones decisivas que nos han transformado. Hechos que permanecen en nosotros como una fuente de alegría y de bondad en nuestra conciencia y que aún hoy nos iluminan. Conviene que ahora los recordemos y los asociemos muy estrechamente a este evangelio de la transfiguración de Jesús.

Por ejemplo, momentos interiores de aclaración y autoestima en nuestra adolescencia y juventud, y en otras etapas de la vida; procesos dolorosos para restañar nuestras heridas por la muerte de algún ser querido, algún problema de salud, de trabajo, de convivencia; momentos de satisfacción por el amor que recibimos de los demás, momentos y situaciones que hacen referencia al amor matrimonial, a la maternidad y paternidad, a la familia; la sinceridad en el descubrimiento de nuestro pecado, en los sentimientos de conversión y perdón; la celebración de los sacramentos y la participación en la comunidad cristiana; opciones que hemos tomado para actuar rectamente, para ser justos y generosos, para actuar con sentido social y de respeto a los demás, para colaborar en asociaciones y entidades en favor de la humanidad y el bien de nuestro pueblo y de los demás, etc. (se pueden hacer unos breves momentos de silencio)

¿Sabemos saborear estas transfiguraciones de nuestra vida? ¿Sabemos vivirlas con el corazón henchido y dar gracias a Dios y a los demás? Hacerlo es muy bueno para nuestra salud de cristianos. Y así ahuyentamos y contrarrestamos la tendencia a la mediocridad, a lo convencional, a las apariencias y a las corrupciones que nos asaltan siempre.

-Necesidad de la transfiguración permanente en nuestra vida Necesitamos aplicar a menudo estos ejercicios de transfiguración en nuestra vida, porque siempre se nos hace difícil llegar a vivir la fe de Jesús de manera adecuada. Cada uno entendemos la fe según un nivel espiritual más bien bajo, la rebajamos y la degradamos a nuestra manera egoísta. Nos resistimos a elevarnos a la verdadera altura de la fe de Jesús y dejarnos transfigurar por ella. ¡Nuestra fe es tan ambigua!, ¡son tan dudosas y débiles las actitudes que suscita en nosotros! -¡en todos los bautizados, fieles y jerarquía, todos!-. No porque lo sea el contenido de la fe, sino porque lo somos nosotros, las personas que acogemos la fe. Poseerla verbalmente puede ser sólo una caricatura.

Debemos disponernos a recibir con constancia un impulso de transfiguración, que nos vaya cambiando y elevando. La capacidad receptiva y acogedora que como personas humanas tenemos, es más enriquecedora que la capacidad dominadora y manipuladora. Para eso sepamos salir de nosotros mismos, de nuestra autosuficiencia cerrada, subamos a la montaña y dispongámonos a recibir y dejarnos transformar por la luz de las alturas, por Dios y por los demás. Venzamos el miedo que también tenían Pedro, Juan y Santiago, de dejarse cubrir por la nube y de penetrar en su interior. Así escucharemos la invitación que desde la nube nos hace una voz: "Éste es mi Hijo, el escogido, escuchadle". Dejándonos guiar por esta invitación, nuestras perspectivas y nuestras experiencias de la vida irán transformándose paulatinamente.

JOSEP HORTET
MISA DOMINICAL 1995, 4