31 HOMILÍAS MÁS PARA EL DOMINGO II DE ADVIENTO
(10-19)
 

10. -Anticipando la alegría de la liberación

El canto de entrada de este segundo domingo de Adviento resume bien su mensaje: "Pueblo de Sión, mira al Señor que viene a salvar a los pueblos. El Señor hará oir su voz gloriosa en la alegría de vuestro corazón". La Navidad no es un tapiz de luces y colores que nos permite aislarnos de una historia llena de pesadumbres, saturada de masas con los ojos dilatados por el hambre. También está ahí esa Navidad, fiestecilla burguesa, es cierto. Pero no es la del nacimiento de Cristo para la que el Adviento prepara. Sin duda, como el trigo y la cizaña, ambas se entremezclan en nuestras calles, en nuestros templos, en los grandes almacenes... y también en cada uno de nuestros corazones. Y no es nada fácil separarlas (Mt 13, 24-30). Saberlas distinguir requiere una sensibilidad, un discernimiento para los que el Adviento nos espabila.

La alegría con raíces de la Navidad cristiana nace de una convicción de fe y esperanza: Dios empeñó a su Cristo en la salvación de todos los pueblos, y continúa haciéndolo hoy (2 Cor 5,19). Esta convicción no niega en absoluto las terribles evidencias históricas ante nuestros ojos. Pero no nos deja tomarlas ni como última realidad, ni como última palabra, aunque nos movilice para su transformación.

Baruc, profeta del destierro, dirige su mensaje de esperanza a la ciudad desencantada y abatida, dominada por los que la oprimen y han conducido a su pueblo a una tierra extraña (1ª lectura). El profeta urge a ese pueblo de Dios a desechar su resignación y ponerse en pie. Dios mismo le abre camino, y con su justicia y misericordia va a deshacer las inhumanas dimensiones del abismo de injusticia: desmochará las cumbres jactanciosas y rellenará las depresiones en que está sumido el pueblo oprimido.

La profecía anticipa la libertad y la alegría definitivas de aquella patria de los hombres y los pueblos resucitados que es Dios mismo (Hb 11, 10.16). Esa realidad última está cimentada en la encarnación y nacimiento de Cristo. Vale, pues, también de nuestros días, de la actual coyuntura en que vivimos nacional e internacionalmente, de las raíces éticas y espirituales de nuestra situación. El Adviento rehace en nosotros la conciencia de la patria a la que pertenecemos, de la gloria y belleza de su destino. No es ninguna huida de este mundo. Si en Cristo Dios no cesa de reconciliar consigo todas las cosas, el Espíritu de Cristo nos invita a hacer efectiva y gozosa esta esperanza ahora ya. Hemos de hacernos colaboradores de Dios en esta historia de desmontar el abismo de desigualdad, haciendo creíbles la justicia y la misericordia de Dios que han de manifestarse ya en la historia.

La alegría de la Navidad se hace colaboración con Dios. La colaboración con Dios precisa la alegría de la Navidad.

-La conversión que Dios consuma

El evangelio de Lucas que resume la predicación de Juan el Bautista (3a lectura), plantea el precio de esta alegría: la conversión permanente. La renovación continua de los valores y actitudes de la existencia cristiana no es sólo proceso interior. Dando réplica al oráculo de Baruc que presenta la destrucción del inhumano abismo de injusticia y desigualdad como obra del Dios Salvador, el Bautista pone en primer plano nuestra colaboración a esa obra de Dios: "preparad el camino al Señor, allanad sus sendas. Todo barranco se rellenará, montes y colinas se abajarán, lo torcido se enderezará y lo escabroso se igualará".

Sólo así podrá echar de ver "todo mortal la salvación de Dios". Pablo VI ha resonado con lenguaje de hoy esta misma exigencia: "Hoy más que nunca, la Palabra de Dios no podrá ser proclamada ni escuchada si no va acompañada de la potencia del Espíritu Santo, operante en la acción de los cristianos al servicio de sus hermanos, en los puntos donde se juegan éstos su existencia y su porvenir" (Octogessima Adveniens, 51).

Pero la conversión es también proceso interior: son las altiveces y bajezas, lo torcido y escabroso del propio corazón lo que debe ser preparado para que se manifieste en él la alegría del Salvador.

El fragmento de Filipenses (2a lectura) alimenta con dos importantes advertencias esta invitación a la esperanza y a la conversión. Frágil e inconstante es el corazón humano. Pero Pablo está alegre porque Dios mismo está empeñado en llevar a cabo lo que ha emprendido al darse un pueblo por el bautismo: "Hasta el día de Cristo Jesús" llevará Dios esta empresa adelante. Colaborar con Dios en llevar la salvación a todos los pueblos requiere bastante más que un hervor bienintencionado. El Apóstol desea, pues, a la comunidad: "que vuestro amor crezca más y más en conocimiento y en toda clase de percepción, para que sepáis apreciar lo que vale más". Es la única manera de presentarse limpios y cargados de honradez "al día de Cristo".

Tiempo de crecer es el Adviento, en este conocimiento que nos hace capaces de apreciar y discernir lo que vale más. ¿Sabremos distinguir, escoger y cultivar la Navidad de Cristo, inseparable de la alegría y la esperanza para todo hombre? ¿O quedaremos presos de la Navidad prefabricada que habrá muerto antes de que se nos publicite la primavera? Si amamos la esperanza que permanece, la alegría con raíces, no desperdiciaremos el Adviento.

Alfonso Alvarez Bolado
HOMILETICA 1994, 6


11.

Preparad el camino.

¿Es pesimista pensar que en nuestra sociedad la esperanza cristiana es un concepto poco menos que vacío de significado práctico para muchos? Sin duda, hay bastantes que, a pesar de vivir en un mundo conmocionado por el desencanto, tienen «esperanza». Esperan que los tiempos mejoren. Que el panorama social y político se clarifique. Que la crisis económica se resuelva. No se preguntan qué modelo de sociedad y de hombre nuevo desean. Tampoco luchan en realidad por un mundo mejor. Lo que ellos esperan es poder asegurar mejor sus intereses y poder beneficiarse más de un crecimiento económico y de un nivel de vida cada vez más elevado.

Siguen teniendo «muchas esperanzas». Son tantas las cosas que quisieran conseguir en la vida. Pero, naturalmente, son esperanzas que no van más allá de sus intereses individuales ni del disfrute intenso de esta vida.

Si se les obliga a preguntarse por una «esperanza última», muchos de ellos nos hablarán de que esperan «un final feliz» para su existencia gracias al amor misericordioso de Dios.

Pero este «final feliz» no les atrae ni mucho ni poco. Se contentarían con lo que viven. Están bien donde están. No sienten demasiada necesidad de esa «salvación» de la que habla la religión. No sospechan que ser creyente es ir caminando solidariamente hacia la felicidad y liberación total en Dios.

Necesitamos redescubrir que ser cristiano es orientar e impulsar nuestra vida actual hacia su plenitud final. Escuchar una llamada a "preparar caminos" que nos acerquen a los hombres al estilo de vida y convivencia promovido por Jesús. No se tiene verdadera esperanza cuando no se vive colaborando de alguna manera a la gestación de ese hombre nuevo.

Es fácil sentir la impotencia ante la complejidad de la sociedad actual y lo poco que uno puede hacer. Pero todos podemos ayudarnos algo a ser más humanos, crear un nuevo tipo de solidaridad entre nosotros, transformar costumbres, humanizar comportamientos ante los bienes y las personas, reaccionar de manera casi instintiva frente a abusos, mentiras y manipulaciones.

Lo que debemos tener siempre claro es que «la espera de una nueva tierra no debe amortiguar, sino más bien avivar, la preocupación de perfeccionar esta tierra, donde crece el cuerpo de la nueva familia humana» (Gaudium et Spes).

JOSE ANTONIO PAGOLA
BUENAS NOTICIAS NAVARRA 1985.Pág. 253 s.


12.

Dentro de cada uno de nosotros hay un mundo casi inexplorado que muchos hombres y mujeres no llegan siquiera a sospechar. Viven sólo desde fuera. Ignoran lo que se oculta en el fondo de su ser. No es el mundo de los sentimientos o los afectos. No es el campo de la sicología o la psiquiatría. Es un país más profundo y misterioso. Se llama interioridad.

De ese mundo nace la pregunta más simple y elemental del ser humano: ¿Quién soy yo? Pero, antes de que hayamos comenzado a contestar algo, las preguntas siguen brotando sin cesar: ¿De dónde vengo? ¿Por qué estoy en la vida? ¿Para qué? ¿En qué terminará todo esto? Son preguntas que ni el psicólogo ni el psiquiatra pueden responder. Interrogantes que nos colocan inmediatamente ante el misterio. De todo esto no sabemos nada. Lo único cierto es que caminamos por la vida como a oscuras.

Mucha gente no tiene hoy tiempo ni humor para hacerse estas preguntas. Bastante hace uno con vivir, buscarse un trabajo, sacar adelante una familia y enfrentarse con un poco de ánimo a los problemas de cada día.

Otros no quieren oír tales interrogantes. Los llaman «cuestiones abstractas». En todo caso, serían para esas cuatro personas extrañas dedicadas a elaborar disquisiciones metafísicas que a nada conducen. Hay que ser más realistas y pragmáticos. Tener los pies en el suelo. Además, estamos muy ocupados. Siempre tenemos algo que hacer. Hay que trabajar, relacionarse con los amigos, ver el programa de la «tele», desplazarse de una parte a otra. No tenemos un minuto libre.

Y, ciertamente, para adentrarnos en ese mundo de «las preguntas últimas» de la vida, se necesita una cierta calma y silencio. La agitación, las prisas o el exceso de actividad impiden al ser humano escucharse hacia adentro. Nos hace falta todos los días, como dice bellamente P. Loidi, «un buen rato de inactividad para adentrarnos descalzos en nuestro mundo interior».

No pocas personas se preguntan qué podrían hacer para encontrase con Dios. Algunas me escriben pidiéndome algún «buen libro» que pudiera despertar su fe. Sin duda, todo puede ayudar. Pero no hemos de olvidar que hacia Dios se parte siempre desde dentro, no desde fuera. Tal vez, la mejor manera de escuchar la palabras del Bautista y «preparar los caminos del Señor» sea hacer silencio en nosotros, escuchar esas preguntas sencillas pero profundas que brotan desde nuestro interior y estar más atentos al misterio que nos envuelve y penetra por todas partes.

Recordemos la célebre invitación de san Anselmo: «Ea, hombrecillo, deja un momento tus ocupaciones habituales, entra un instante en ti mismo, lejos de tus pensamientos. Arroja fuera de ti las preocupaciones agobiantes; aparta de ti tus inquietudes trabajosas. Dedícate algún rato a Dios y descansa siquiera un momento en su presencia».

JOSE ANTONIO PAGOLA
SIN PERDER LA DIRECCION
Escuchando a S.Lucas. Ciclo C
SAN SEBASTIAN 1944.Pág. 11 s.


13.

«Preparad el camino al Señor» Comienzo hoy con una interesante reflexión de Martín Lutero: «Estamos muy preocupados por la guerra con los turcos y, sin embargo, ante otras graves necesidades de la Iglesia, que son mucho peores que el dominio de los turcos, vivimos despreocupados y dormimos plácidamente. Como si no fuese mejor que viniese el turco a nosotros, como un verdadero azote de Dios, y nos sanase con los sufrimientos o con la muerte corporal a que el desenfreno del pueblo y la dejadez del clero nos embrutezca de forma mucho peor que los mismos turcos».

Es llamativo el inicio de la predicación de Juan Bautista, tal como nos lo presenta el evangelio de Lucas. Con unas precisiones históricas, que son raras en los relatos del Nuevo Testamento, se citan una serie de personajes de la alta política palestina: «En el año quince del reinado del emperador Tiberio» y, tras de él, aparecen los personajes históricos del gobernador de Judea, Pilato, de los señores de las tierras palestinas -Herodes, Felipe y Lisanio- junto a los sumos sacerdotes Anás y Caifás... Entonces, en aquella circunstancia histórica dominada por esos jefes del mundo, «vino la palabra de Dios sobre Juan, hijo de Zacarías, en el desierto».

Sobre el principal de aquellos nombres históricos, el césar Tiberio, escribiría Montesquieu que «para conservar las leyes, destruyó las costumbres» y el mismo emperador había escrito a los gobernadores de las provincias que «lo propio de un pastor es esquilar el ganado, pero no desollarlo».

En esa coordenada histórica, perfectamente delimitada, la palabra de Dios vino sobre un predicador del desierto, llamado a preparar el camino para alguien, desconocido para Tiberio o los jerarcas del próximo oriente, pero que iba a ser muchísimo más trascendental, sin duda, que todos ellos juntos. Ninguno de aquellos jerarcas podía imaginar que la historia del mundo dejaría de contarse desde la fundación de Roma o desde las olimpíadas, sino desde aquel a quien iba a anunciar el predicador del desierto sobre el que había venido la palabra de Dios.

El mensaje de aquel profeta predicador era una voz que gritaba en el desierto de Judea el mismo mensaje que había proclamado ocho siglos antes otro gran profeta, Isaías, al comenzar un libro de consolación para el pueblo judío desterrado en Babilonia. El mensaje de Isaías había tomado como punto de partida las grandes obras que se realizaban ante la gran procesión del dios babilónico, Marduk. Para ello, había que preparar los caminos, allanar los senderos, elevar los valles y rebajar montes y colinas, enderezar los caminos torcidos e igualar las sendas escabrosas... Es el mismo mensaje que repetiría otro profeta menos importante y conocido, unos doscientos años antes que el Bautista, y que pedía igualmente que se abajasen los montes elevados y las colinas encumbradas, que se rellenasen los barrancos, para que el pueblo caminase con seguridad, protegido por la sombra de los bosques y los árboles flagrantes.

Hemos iniciado, un año más, el camino del adviento, un camino en que se entreveran los deseos y esperanzas de los cristianos que buscamos algo -mejor alguien- que dé sentido y esperanza a nuestra vida. Nuestras circunstancias históricas son muy diferentes de las que Lucas describe con precisión. También nosotros podríamos hacer referencia a otros personajes históricos. Y, también, en nuestro tiempo, podemos decir, como en los de Tiberio, que se están destruyendo tradiciones y costumbres a manos de una cierta progresía, empeñada en derribar sistemáticamente valores muy importantes de nuestra cultura... Y nos quejamos igualmente de políticas fiscales que parecen seguir la misma máxima del César de que «lo propio de un pastor es esquilar al ganado, pero no desollarlo».

Sobre nuestra circunstancia actual histórica resuenan, todos los años, las voces de aquellos grandes predicadores: la del que decía una palabra de consuelo a un pueblo desterrado y que colgaba sus cítaras sobre los sauces, junto a los canales de Babilonia, porque no podía entonar un canto a su Señor en tierra extranjera; la voz del que más tarde, después de la vuelta del destierro, exhortaba a su pueblo a despojarse de su vestido de luto y vestirse sus mejores galas; la voz del predicador del desierto de Judea sobre el que había venido una palabra de Dios que anunciaba al que era la única palabra de Dios que se había hecho carne humana.

El mensaje de los tres habla de abajar montes y colinas, rellenar valles y quebradas, enderezar sendas torcidas y tortuosas. Pero, además, el primer predicador, Isaías, había concretado esa preparación del camino al Señor en «abrir los ojos a los ciegos, sacar de los calabozos a los presos y de la cárcel a los que viven en tinieblas»; el segundo predicador, Baruc, lo había concentrado en un magnífico lema: «Paz en la justicia»; y el tercer predicador, Juan, hijo de Zacarías, lo concretará en que «el que tenga dos túnicas, que se las reparta con el que no tiene; y el que tenga comida, haga lo mismo».

Unos veinticinco años después de aquel predicador del desierto de Judea, otro judío, que se había encontrado con Jesús en su camino hacia Damasco, Pablo de Tarso, se dirigía a una comunidad, a la que amaba entrañablemente, la de Filipos y la exhortaba también, aunque de una forma muy distinta, a preparar el camino al Señor. Les dice a los que siente como sus colaboradores en la obra del evangelio y quiere entrañablemente, que el que ha inaugurado en ellos una empresa buena, la llevará adelante. Y, sobre todo, les exhorta a que su «comunidad de amor siga creciendo más y más en penetración y sensibilidad para apreciar los valores». Este mensaje es igualmente una preparación del camino al Señor.

Crecer «en penetración y en sensibilidad para apreciar los valores». Es lo que no hizo Tiberio, cuando «para conservar las leyes, destruyó las costumbres» o cuando creía que había que esquilar sin desollar las ovejas; es lo que tampoco hizo Pilato, cuando se lavó las manos por no crearse problemas políticos o cuando se dedicó a especular teóricamente sobre la verdad, sin reconocer a la Verdad en aquel preso que Anás y Caifás le pusieron delante; es lo que tampoco harían estos sumos sacerdotes al buscar falsos testigos contra aquel que había pasado por la vida haciendo el bien; y lo que tampoco hizo Herodes, encandilado por la belleza de una mujer y degollando a aquel predicador del desierto sobre el que había venido la palabra de Dios... Ninguno de aquellos protagonistas de la historia fueron capaces de crecer «en penetración y en sensibilidad para apreciar los valores».

Porque preparar el camino al Señor, buscar a aquel que puede dar pleno sentido a nuestra vida es «abrir los ojos a los ciegos, sacar de los calabozos a los presos y de la cárcel a los que viven en tinieblas», como decía Isaías; es trabajar por construir el reino de Dios, cuyo nombre es «paz en la justicia», como lo expresó Baruc; es compartir lo que se tiene con los necesitados, como anunciaba Juan, el predicador del desierto. Esos son los caminos para que se abajen nuestras presuntuosas montañas y se allanen nuestras quebradas y valles llenos de tristeza y de pesimismo; esos son los caminos para crecer «en penetración y en sensibilidad para apreciar los valores».

Hoy ya no nos sentimos agobiados por el peligro turco, aunque sí nos preocupan mucho los fundamentalismos islámicos o el creciente número de inmigrantes árabes entre nosotros. Hoy nos agobian otras muchas cosas: el paro, la inseguridad ciudadana, la crisis económica... ¿No nos tendría que agobiar mucho más, como bien decía Lutero, el desenfreno del pueblo -la corrupción y la falta de sensibilidad y de honestidad- y la dejadez del clero? ¿No tendría que agobiarnos y quitarnos hoy el sueño nuestro espíritu romo y estrecho, nuestra incapacidad para crecer «en penetración y en sensibilidad para apreciar los valores»?

JAVIER GAFO
DIOS A LA VISTA
Homilías ciclo C. Madris 1994.Pág. 19 ss.


14.

1. «Preparad el camino del Señor».

El evangelio de hoy, con sus detallados datos históricos y cronológicos sobre el momento en que, con la aparición del Bautista, ha comenzado el acontecimiento decisivo de la salvación, se muestra seriamente decidido a situar este acontecimiento en el marco de la historia del mundo. No se trata de imágenes, de símbolos, de arquetipos, sino de hechos que se pueden datar con exactitud. El primer hecho es que la palabra de Dios vino sobre Juan: el Bautista es llamado y enviado como el último de los profetas, cerrando con ello la serie de las misiones proféticas anteriores tanto mediante su existencia como mediante su tarea, que corresponde a la gran promesa de Isaías y, según se nos dice, la «cumple». Su misión personal, que no es mera repetición de palabras antiguas, se distingue por su bautismo. Los simples llamamientos de los profetas anteriores quedan aquí, al final del tiempo de la promesa, superados mediante un acción que afecta a todo el pueblo. Cuando se sumerge en el agua del bautismo, «el que se convierte» testimonia, con su inmersión-emersión, que en lo sucesivo quiere ser otro, vivir como un ser purificado, convertir su camino torcido en un camino recto. En Juan Bautista toda la Antigua Alianza reconoce que ella no es más que un preludio de lo decisivo, que viene ahora.

2. «Ponte en pie, Jerusalén».

La primera lectura muestra que las antiguas promesas de un nuevo tiempo de salvación (a la vuelta del exilio) anuncian ciertamente algo glorioso, pero que esto no se realiza inmediatamente. El retorno de Babilonia fue todo menos una marcha triunfal. La gloria prometida era una promesa que debía cumplirse más tarde y de un modo totalmente distinto a como las imágenes proféticas permitían esperar. La verdadera gloria que aquí se anuncia a Jerusalén es la venida de Cristo proclamada por el Bautista; pero esta gloria tampoco será un esplendor terreno, sino exactamente lo que el evangelio de Juan designará como la gloria visible para el que cree: la vida, la muerte y la resurrección de Cristo. Este es en el fondo el camino recto -«yo soy el camino»- por el que Dios viene a nosotros, el Dios que ciertamente, como se dice al final de la lectura, en su «misericordia» (que se consumará en la cruz) trae consigo su «justicia» de la alianza. El profeta Baruc invita a Jerusalén a «ponerse en pie» y a «mirar hacia oriente» para ver venir esta gloria sobre sí.

3. «Que el que ha inaugurado entre vosotros una empresa buena, la llevará adelante». La segunda lectura nos traslada a la Nueva Alianza. No se puede decir sin más que con la venida de Jesús hayamos llegado a la meta, pues él es «el camino nuevo y vivo» (Hb 10,20). El sigue siendo también para la Iglesia peregrina «el pre-cursor», el que «precede» (Hb 6,20), y ningún cristiano puede permitirse el lujo de descansar prematuramente: «Temamos, no sea que, estando aún en vigor la promesa de entrar en su descanso (de Dios), alguno de vosotros crea que ha perdido la oportunidad» (Hb 4,1). La carta de Pablo a los Filipenses habla constantemente de este «estar en camino», ciertamente ahora ya con una mayor «confianza» que en la Antigua Alianza: porque Cristo «ha inaugurado una empresa buena», y si nosotros permanecemos en su camino, creciendo en «penetración y sensibilidad», él «la llevará adelante» hasta el día de su venida última y definitiva. «El camino del Señor» prometido en Isaías, el camino que es necesario preparar y que fue anunciado con tanta seriedad como apremio por el Bautista, se ha convertido ahora en el «Camino» que es el Señor mismo, que está siempre dispuesto a llevarnos consigo a través de él.

HANS URS von BALTHASAR
LUZ DE LA PALABRA
Comentarios a las lecturas dominicales A-B-C
Ediciones ENCUENTRO.MADRID-1994.Pág. 213 s.


15. ¡MI PEQUEÑ0 SALTAMONTES!

Estoy seguro que este Juan Bautista solitario, con su extraño, áspero y mínimo atuendo, con su mensaje descarnado y directo, pregonando en el inhóspito escenario del desierto, debió de parecer a «los listillos» de la época -seguramente también a los de hoy- alguien a quien había que vigilar. Y, sin embargo, su figura no envejece. Después de veinte siglos, cada año la liturgia, cuando ya enfilamos la recta hacia la Navidad, nos acerca su silueta en un sabio movimiento de zoom y nos pone un impresionante «primer plano» suyo. Es como el prólogo y el prefacio del gran evento de la historia. Yo me limito en este domingo a ofreceros tres reflexiones al leer el evangelio.

1. En el año quince del emperador Tiberio, siendo Poncio Pilato gobernador..., y Herodes virrey..., y Felipe virrey..., y Lisanio virrey..., y sumos sacerdotes Anas y Caifás, vino la Palabra de Dios sobre Juan, hijo de Zacarías».

¿Sabéis a qué me suena todo esto? A lo que Jesús dijo siempre: que «Dios esconde sus misterios a los sabios y entendidos y los revela a la gente sencilla»; que «los últimos serán los primeros»; que «el que se humilla será ensalzado»; que «el que no se haga como un niño no entrará en el reino de los cielos». Es decir, me suena a sonrisa socarrona de Dios ante nuestros febriles afanes de encumbramiento. Ahí andamos los hombres tratando de llegar a la cumbre en todos los escalafones. Y ahí sigue Dios «acogiendo a lo necio del mundo para confundir a los sabios».

2. «Vino la palabra de Dios sobre Juan y recorrió toda la comarca del Jordán predicando».

¿Sabéis a qué me suena esto? A diligencia, a prontitud, a echar por la borda la pereza, la abulia, la tibieza, la pasividad, la inercia. A «no dejar para mañana lo que podemos hacer hoy». A alistarnos en el convencimiento de que «al que madruga Dios le ayuda». A saber responder, ya que «una vez que hemos oído la voz de Dios, no podemos endurecer nuestro corazón».

Atención pues, porque en nuestro seguimiento de Cristo y en aceptar responsabilidades en las tareas del Reino jugamos mucho a la indecisión, al irlo dejando para empezar más adelante. Con riesgo siempre de que «llegue el esposo y nos encuentre dormidos, sin la previsión de haber llenado nuestras lámparas y escuchar, por lo tanto, su voz que nos diga, cuando llamemos a su puerta: no os conozco».

3. El mensaje de Juan era: «Preparad los caminos de Señor». -¿Cómo? -«Elevando el nivel de los valles, rebajando el de las colinas, enderezando lo torcido e igualando lo escabroso»-. ¿Sabéis a qué me suena todo esto? A que «la línea recta es la distancia más corta entre dos puntos». A que no hay que «andar rizando el rizo» ni mariposear «por las ramas». A que no podemos andar cuidando la figura «por fuera» y estar llenos de podredumbre «por dentro», como los fariseos. A que hay que cortar por lo sano todas nuestras ambigüedades religiosas y todas nuestras equilibradas componendas de querer «servir a Dios y al diablo».

A Juan, amigos, le mataron por llamar a las cosas por su nombre: «Al pan, pan; y a Herodes, zorro». ¡Claro que Juan se entrenó a fondo comiendo miel y saltamontes! Juan, mi pequeño saltamontes, de verdad nos dejaste buenas lecciones.

ELVIRA-1.Págs. 198 s.


16. 

Frase evangélica: «Preparad el camino del SeÑor»

Tema de predicación: EL PROFETISMO CRISTIANO CR/PROFETA:

1. El profeta no es un adivino. Lo que le caracteriza no es el «pre-decir» sino el «decir». El profeta se enfrenta a todo poderío personal y social, habla desde el «clamor de los pobres» y pretende que haya justicia. Naturalmente, le preocupa el futuro del pueblo, la situación sangrante de los pobres. Hay profetas seculares y profetas cristianos, los cuales surgen con fuerza en los momentos de crisis y de cambios para entrever una situación nueva, llena de libertad, de justicia, de solidaridad, de paz.

2. La misión del profeta cristiano es cuestionar los «sistemas» infieles al Espíritu, defender a toda persona atropellada y a todo pueblo amenazado, alentar esperanzas en situaciones catastróficas y promover la conversión hacia actitudes solidarias. Tiene experiencia del pueblo (está encarnado) y contacto con Dios (es un místico), y de ahí obtiene la fuerza para su misión. Por medio de los profetas, Dios guía a su pueblo «con su justicia y su misericordia» (Baruc 5,9). El profeta «allana los caminos» a seguir.

3. Juan Bautista, profeta precursor de Jesús, fue hijo de un «mudo» (pueblo en silencio) que renunció al «sacerdocio» (a los privilegios de la herencia) y de una «estéril» (fruto del Espíritu). Le «vino la palabra» en el desasimiento, es decir, en la lejanía del poder y en el contacto con las bases, con el pueblo. La palabra siempre llega desde el desierto (donde sólo hay palabra) y se dirige a los instalados (entre quienes habitan los ídolos) para desenmascararlos. La palabra profética le costó la vida a Juan. Su deseo profético es profundo y universal: «Todos verán la salvación de Dios». La salvación viene en la historia (nuestra historia se hace historia de salvación), con una condición: la conversión («preparad el camino del Señor»).

REFLEXIÓN CRISTIANA:

¿Dónde encontramos hoy el profetismo?

¿Qué debemos hacer para ser todos un poco profetas?

CASIANO FLORISTAN
DE DOMINGO A DOMINGO
EL EVANGELIO EN LOS TRES CICLOS LITURGICOS
SAL TERRAE.SANTANDER 1993.Pág. 242 s.


17.

- En un país concreto, en una época concreta

Ya sabemos que no es así, pero a veces ocurre que nos imaginamos la venida de Jesús como un hecho que ocurrió ahora hace 2000 años en Israel, pero que podía haber sucedido exactamente igual en cualquier otra época y en cualquier otro lugar: que el mensaje habría sido transmitido tal cual, y la Buena Noticia de nuestra salvación se habría llevado a cabo de la misma manera. Como si Jesús fuera una especie de extraterrestre que aterrizase en la tierra y se fuera después de haber cumplido su misión.

Sabemos bien que esto no es así, pero a veces, en el fondo, pensamos como si lo fuera.

Hoy Lucas -que es el evangelista que seguiremos a lo largo del año litúrgico que acabamos de comenzar- quiere remarcar con mucho énfasis que Jesús es hijo de una tierra concreta, de una época concreta, de una cultura concreta. Y por eso nos recuerda solemnemente el momento histórico: cuáles eran los gobernantes políticos y religiosos cuando acontecía lo que nos quiere explicar.

Allí, en aquellas circunstancias concretas, movido por lo que veía y vivía, comienza a predicar y a remover conciencias un hombre, un personaje sorprendente. Un hombre que se llama Juan, y que quiere que su pueblo de Israel se despierte, se prepare para cambiar de vida, y sea capaz de creer que Dios quiere actuar en aquel mundo tan necesitado de esperanza.

Juan habla y predica porque vive a fondo la vida de su pueblo, las angustias de su pueblo, las esperanzas de su pueblo. Y así, desde la vida de su gente, desde la realidad de su momento, Juan será capaz de anunciar la llegada del enviado de Dios, Jesús. Y Jesús comenzará también a predicar su Buena Noticia respondiendo a lo que aquella gente espera. Precisamente será el mismo Lucas quien nos explicará, poco después de las escena que hoy leemos, que Jesús comenzará su predicación en el lugar donde más profundas eran sus raíces: el pueblo donde siempre habla vivido, Nazaret.

- La llamada de Juan Bautista: conversión, evangelización

¿Y qué les decía Juan a la gente de su pueblo? Juan predicaba la conversión, y recogía unas palabras proféticas: "Preparad el camino del Señor, allanad sus senderos". En medio de la vida difícil, confusa, a menudo desconcertada, Juan invitaba a cambiar el corazón y a encontrar cuál era el camino de Dios, lo que esperaba el Señor. Se trataba que cada uno descubriera en su interior lo que tenía que cambiar, los pasos nuevos que tenía que dar, cómo podía acercarse más a la clase de mundo que Dios quería, como podía contribuir a hacer que la vida de todos estuviera regido por el amor y la generosidad de Dios y no por la dureza y la cerrazón. Esto decía Juan. Y el evangelio acaba el relato con una breve frase muy significativa: "Y todos verán la salvación de Dios". Gracias a la predicación de Juan, y gracias a la actuación de todos los que lo escuchaban, la Buena Noticia del amor de Dios no quedará encerrada en una poca gente, sino que podrán ser muchos los que vivan la alegría de aquella vida nueva.

- Hacer realidad, en nuestra situación, la llamada de Juan

Este tiempo de Adviento nos invita a hacer presente en nuestras vidas todo lo que Juan invitaba a vivir a la gente de Israel. Él hablaba en una situación concreta, e invitaba a prepararse para recibir, en medio de aquella situación, la Buena Noticia de Jesús.

De la misma manera que tenemos que hacer nosotros. En este año de 1997, en nuestro país, en esta ciudad (pueblo). Nosotros, hoy, ahora y aquí, ¿qué tenemos que cambiar, qué pasos nuevos tenemos que dar, como podemos acercarnos más a la clase de mundo que Dios quiere? ¿Y cómo lo tenemos que hacer para que a través de nuestra actuación muchos puedan sentir la ilusión de vivir la Buena Noticia de Dios? Ahora, estos días, sentimos por todas partes el ambiente de la Navidad que se acerca.

Todos lo vivimos. Pero vale la pena que sepamos aprovecharlo, haciendo lo que san Pablo llamaba en la segunda lectura "apreciar los valores". Es decir, saber vivir, en nuestro (nombre de la ciudad o pueblo) de 1997 lo que Dios realizó haciéndose hombre débil como nosotros en el Belén de hace casi 2000 años. Él vivió allí realmente los valores auténticos, lo que verdaderamente valen la pena. Que la comunión con él que ahora compartiremos nos ayude a vivirlos a nosotros también.

EQUIPO-MD
MISA DOMINICAL 1997, 15, 13-14


18.

- SALIR AL ENCUENTRO DEL SEÑOR

"Cuando salimos animosos al encuentro de tu Hijo, no permitas que lo impidan los afanes de este mundo; guíanos hasta él con sabiduría divina para que podamos participar plenamente de su vida"

La oración colecta de este domingo nos ayudará a dar tres pistas para profundizar en la celebración del Adviento. Viene el Señor: éste es el mensaje central de este tiempo. Pero no nos podemos quedar tan tranquilos, como si la esperanza consistiera en sentarse y esperar. Visto así, es cierto que la fe no es esperar. La colecta nos habla de salir animosos al encuentro del Señor. Ya que él viene, no hay por qué quedarse parados; asumamos nuestra tarea y preparomosle el camino: corramos (festinantes, dice el texto latino) a su encuentro.

Es la experiencia del pueblo de Israel en el exilio. Aquella gente había salido de su casa con la amarga sensación de abandono (dejados de la mano de los hombres; dejados de la mano de Dios), rodeados de enemigos; "salían a sembrar con lágrimas" (salmo responsorial). Una experiencia que marca generaciones. Sin embargo, la esperanza es lo último que se pierde. El profeta sabe que el Pastor de Israel no deja a sus ovejas, y que él mismo las llevará sobre sus hombros a su casa, entre cantos de fiesta. Israel volverá "gozoso invocando a Dios". Dios los traerá con gloria como llevados en carroza real". "Dios guiará a Israel con alegría a la luz de su gloria" (primera lectura). El pueblo no podía estar con los brazos cruzados, esperando que el Señor hiciera todo el trabajo: se tenía que poner en pie, subir a la altura (cf. primera lectura; canto de comunión). Tenía que salir al encuentro de su Señor que lo venia a liberar.

- PREOCUPADOS POR LAS COSAS TERRENAS

El domingo pasado decía que añorábamos una Presencia. Nosotros también sufrimos la experiencia del exilio en un mundo que pasa, en medio de trabajos, de penas, de alegrías pasajeras. Y todavía nos conmueve la voz de Juan Bautista: "Todos verán la salvación de Dios". Es por eso que viene el Señor: "Sí, pueblo de Sión que habitas en Jerusalén. Tendrá piedad de ti y en cuanto oiga tu clamor te responderá" (Is 30, 19, canto de entrada).

La esperanza día tras día se aviva: esperamos aquél que viene a salvarnos? pero, una vez más, la fe no es esperar. Es "preparar el camino del Señor, allanar sus senderos" (cf. evangelio; Is 40,3). Nuestra esperanza seria falsa, vana, si no trabajásemos para hacer realidad ahora mismo esto que esperamos.

- PARTICIPAR DE LA VIDA DE CRISTO

Salir de nosotros mismos y abrir los ojos a las necesidades de los demás; sentir con los mismos sentimientos que tiene Cristo; amar a los demás con aquella justicia y misericordia propios de Dios (cf. primera lectura). Preparar el camino del Señor significa precisamente esto.

Fijémonos en las palabras de san Pablo a los filipenses. La cuestión es "llegar al día de Cristo" viviendo la vida del mismo Cristo. O bien, si preferimos decirlo así, dejando que Cristo viva en nosotros. Así podemos dar los frutos de justicia, porque es Jesucristo quien los da en nosotros; y podemos llegar a ser puros, porque es Cristo quien nos purifica. Pero seamos realistas; trabajo tenemos para rato. En este tiempo de cambios, de final de siglo, cada uno de nosotros ha de saber apreciar los valores auténticos (segunda lectura). Es Dios quien lo ha comenzado, es un buen trabajo; y es Dios mismo quien lo acabará.

Hagamos nuestro el salmo responsorial: "El Señor ha estado grande con nosotros y estamos alegres". Y manos a la obra.

JORDI GUARDIA
MISA DOMINICAL 1997, 15, 19-20


19.

Baruc 5,1-9: Dios guiará a Israel con alegría a la luz de su gloria con su justicia y su misericordia.

Salmo 125: La seguridad del ser humano la da la confianza en el Señor

Fil 1,4-6.8-11: Todos estamos comprometidos con el anuncio de la buena nueva

Lc 3,1-6: La misión de Juan fue preparar el camino del Señor

El tiempo de Adviento es un tiempo de preparación para la venida del Señor, pero no sólo para su irrupción en la historia humana en la Navidad, sino para su venida definitiva en la parusía. Por eso las lecturas de este domingo se refieren a la expectativa por la segunda venida del Mesías.

En la lectura del Profeta Baruc encontramos el oráculo que pronuncia el profeta sobre Jerusalén. La ciudad debe prepararse con sus mejores galas: el manto de la justicia y la diadema de la gloria; y debe ponerse de pie, es decir, estar alerta porque todos sus hijos se reunirán. El Señor ha allanado los montes y collados para permitirles caminar seguros, guiados siempre por Él. Para los judíos, este oráculo de esperanza no se ha cumplido. Para nosotros, los cristianos, ya ha empezado el cumplimiento con el nacimiento de Jesús, su muerte y su resurrección, pero esperamos el cumplimiento definitivo. De ahí la necesidad de compromiso de todos para que en la Nueva Jerusalén -la Iglesia y toda la comunidad cristiana-, se vean realizados plenamente los anuncios del profeta y nuestro mundo pueda recibir el nombre de "Paz en la Justicia, Gloria en la Piedad" que Dios le dará para siempre.

El reconocimiento que Pablo hace a los filipenses por su contribución y compromiso en el anuncio del evangelio debemos recibirlo como un cuestionamiento para los cristianos de todos los tiempos que no hemos sabido reconocer la necesidad de anunciar a Jesús, con palabras y con obras. Mucho más ahora, cuando nos preparamos para el tercer milenio con una nueva evangelización. ¿Se alegraría Pablo por nuestro trabajo? Sin embargo, siempre contamos con el apoyo de Dios para "llegar sin tropiezo al día del Mesías".

El ministerio de Juan el Bautista es sin duda alguna el modelo del catequista y el evangelizador. Prepara el camino y luego desaparece para que brille en plenitud la figura del Mesías anunciado. Es necesario preparar el camino para la venida del Señor.

La referencia histórica que hace el evangelista Lucas para situar la predicación de Juan, nos permite ubicar la fecha aproximada del nacimiento del Salvador: el año quince del reinado del emperador Tiberio comienza la vida pública de Jesús de Nazaret, lo que equivale a afirmar que debió nacer al rededor del año 7-6 a. C.

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