37 HOMILÍAS MÁS PARA EL DOMINGO IV DE ADVIENTO
(17-25)

17. 

La Visitación es la fiesta del encuentro de dos mujeres que el amor ha hecho madres. Entre tanto, el Espíritu escruta lo que el ojo no percibe. María, anda que te anda por caminos y colinas hacia la montaña de Judá, no va sola. Lleva en sus entrañas el anuncio del ángel hecho carne y latido de corazón. El amor también acompaña y vigila cada día sus pasos. Hay piedras por el camino de la vida. Y un mal tropiezo podría lastimar a madre e hijo. El amor que les lleva hacia la casa de Zacarías, él mismo está espiando el horizonte para verlos venir. Camina con María y el niño, y a la vez espera en la meta. Es juguetón el amor y juega con los hombres. No puede remediarlo.

Isabel, que está ordenando la casa mientras canta en su corazón la alegría del hijo de su ancianidad y le acaricia el alma, no sospecha siquiera los pasos afanosos del misterio que se acerca a su casa. El amor, el Espíritu, en cambio, sí que lo está contemplando desde la puerta. "¡Oíd que llega mi amado, saltando sobre los montes, brincando por los collados!" (2,8). El Espíritu está atento al primer grito de saludo en la puerta, para despertar a la prima del sueño de su maternidad que empezó hace pocas semanas. Ya ha pasado el invierno y los días de lluvia y de nieblas. Todo es explosión de flores y gorjeo de pájaros. Al disfrute de la vida le falta, todavía, la epifanía del amado. Y será preciso que el Espíritu mismo sea el que mire a través de los ojos para reconocer la presencia de aquel por quien estallan las flores y cantan los pájaros. Esta última primavera de Isabel es toda para el amor. Madre e hijo vuelven a encontrar la tierra húmeda que alimenta sus raíces. Y saben que viven sólo para el amor, más poderoso que cualquier otra cosa, y fuerte como la muerte.

¡Quién se lo iba a decir a Isabel y a María! ¡Y qué alegría la de poder encontrarse y comunicarse! Hay un diálogo sonoro de himnos y bendiciones, y otro, mudo e imperceptible, entre dos seres a los que el seno materno frena todavía la palabra. Pero eso no impide al amor jugar en el seno de Isabel. El amor, firme y fuerte, tiene su lugar en el corazón de las personas, de los acontecimientos y de las cosas. La fiesta de la Visitación lo recuerda con aquella epifanía familiar del amor.

M. GALLART
LA BIBLIA DIA A DIA
Comentario exegético a las lecturas
de la Liturgia de las Horas
Ediciones CRISTIANDAD.MADRID-1981.Pág. 834 s.


18.

1. Total disponibilidad

El Adviento se cierra esta semana predisponiéndonos a acercarnos a Belén, es decir, al encuentro con Jesucristo, con la única actitud con la que podemos acercarnos. Belén, la humilde aldea de Judá, y María, la humilde doncella de Nazaret, se hacen hoy un solo símbolo de la fe cristiana: la pobreza de corazón.

No se trata solamente de una temática favorita de Lucas, el evangelista de los pobres, sino de una constante de toda la Historia de la Salvación: solamente quien tiene un corazón de pobre puede abrirse a la riqueza de Dios.

Por eso, hoy vamos a centrar nuestras reflexiones en torno a esta actitud que configura el portal de la fe cristiana; actitud que fue proclamada por Jesús como la primera de las bienaventuranzas: "Felices los que tienen corazón de pobre, porque a ellos pertenece el Reino de Dios".

Porque la pobreza de corazón no sólo constituye la actitud más típicamente religiosa, sino que está en la base de todo crecimiento humano, siendo, al mismo tiempo, el prerrequisito para una personalidad libre y madura.

¿En qué consiste esta actitud? Lamentablemente la palabra pobreza y la expresión «pobreza de espíritu» no parece ser en nuestro idioma un signo linguístico de mucho valor y significado por sí mismo, por lo cual convendrá -teniendo en cuenta los aportes bíblicos- comenzar afirmando que tal actitud religiosa consiste, fundamentalmente, en una disponibilidad total a la acción de Dios.

POBREZA/DISPONIBILIDAD: Esta disponibilidad hace que el hombre esté siempre a la expectativa (adviento) y alerta a la llamada de Dios, sabiendo responder como Samuel con confianza total: «Habla, Señor, que tu siervo escucha», o como María: «Aquí está la esclava del Señor.» Esta llamada de Dios no consiste en algo milagroso o sensacional, sino que se manifiesta a través de los acontecimientos de la misma vida humana.

Podríamos decir que el «pobre» tiene una sensibilidad especial para responder en cada situación a la llamada de Dios, llamada que siempre lleva inherente un cierto compromiso histórico y que siempre se da en el aquí y ahora de la historia, tal como veíamos en los domingos anteriores.

De acuerdo con esta concepción bíblica, el «rico», en cambio, es el que hace sus cálculos y pretende que los planes de Dios coincidan con los propios; dominador de las cosas y de los hombres, pretende que también Dios esté a su disposición. El pobre, en cambio, trata de descubrir los planes de Dios y de hacerlos suyos, vaciándose de sus propios intereses. Es el «esclavo del Señor», el que se pone al servicio de la voluntad de Dios, tal como expresa la Carta a los Hebreos -segunda lectura- cuando afirma que Cristo al entrar al mundo dijo: «Aquí estoy, oh Dios, para hacer tu voluntad.» El pobre puede llegar, incluso, a descubrir que Dios le pide la renuncia de sus bienes materiales, como sucedió con los apóstoles, y aun la misma vida. El pobre acepta el reto, porque sabe que Dios es fiel, que es un amigo seguro, y confía en El. Más allá de la renuncia generosa, descubre la nueva vida que Dios le brinda con sobreabundancia, tal como dirá el mismo Jesús: «Nadie me arranca la vida; soy yo quien la entrego para tomarla de nuevo.» El pobre tiene un alma delicada y extremadamente sensible, en constante tensión hacia el mundo y hacia los otros, para descubrir miles y miles de formas de servicio, desde una sonrisa hasta la donación de horas de trabajo o el desprendimiento de un bien o del dinero.

Se trata de una actitud que puede llegar incluso a asumir expresiones contradictorias. Así, por ejemplo, a una madre la pobreza le puede exigir la renuncia de un hijo; a otra, le exige la aceptación de un nuevo hijo.

O bien, a un hijo, abandonar el hogar porque su madurez así lo exige; a otro, permanecer con los padres porque éstos lo necesitan. El pobre tiene una intuición especial, que es un don de Dios, para interpretar cada situación nueva que se le presenta a la luz de la fe; no solamente la interpreta, sino que asume con generosidad el compromiso descubierto. Tal pobreza constituye la esencia de la libertad cristiana: es la total disponibilidad al amor y al servicio fraterno, por medio de la renuncia al yo, a la comodidad, al narcisismo, al capricho que esclaviza o a la ambición que oprime.

Esta pobreza o libertad interior están presentes y se expresan en las grandes virtudes evangélicas tendentes todas ellas a renunciar a todo por el Reino de Dios, por la nueva vida y por una plenitud personal y social. De lo contrario, también la pobreza sería alienante, simple ley religiosa frente a la cual debería caducar la libertad y la responsabilidad personal.

Al fin y al cabo, el pobre evangélico es un hombre que quiere crecer conforme a la imagen del hombre pleno, Cristo, el Hijo del Hombre, conformado a imagen y semejanza de Dios. Por lo tanto, a pesar de que parezca una contradicción, la pobreza es una actitud o virtud eminentemente positiva y propia de temperamentos fuertes y decididos; exige de nosotros lo mejor de nosotros mismos; significa un salto decidido del egoísmo al amor, del yo al tú, del aburguesamiento al compromiso.

Sin embargo, no siempre el hombre descubre con facilidad el plan de Dios. El mundo es un libro cargado de signos, pero como todos los signos, expresa y oculta al mismo tiempo. Es un libro cuyo código debemos descifrar vez por vez y cada uno por sí mismo. Es entonces cuando la pobreza adquiere sus contornos más definidos: en la oscuridad de la búsqueda.

El hombre de fe no es alguien que tiene todos los problemas clarificados y solucionados; tampoco es un mago del futuro o de la vida. Su situación de peregrino lo sume en el dualismo y en la ambivalencia de la vida, tomando cada día, y con dolor, conciencia de su limitación e incapacidad. Es duro para el creyente querer cumplir la voluntad de Dios y no saber cuál es precisamente esa voluntad. Es un camino oscuro, a tientas, sólo sostenido por la palabra fiel de Dios que no lo abandona y por una inquebrantable esperanza en que la vida se puede manifestar aun allí donde los ojos ven muerte. Desde estas perspectivas, la conversión y la fe en Cristo constituyen la expresión más típica de la pobreza de corazón o pobreza interior. El creyente comienza aceptándose y reconociéndose como pecador; o sea: se acepta tal cual es, sin escapar a la realidad con sutiles argumentos, a los que el hombre está tan acostumbrado.

Aceptar la propia limitación, la propia impotencia y la propia flaqueza es un "sí" que nos cuesta mucho. Se trata de una íntima herida a nuestro yo: darnos cuenta de que no somos suficientes para realizarnos, de que necesitamos la ayuda de los otros. Otro nos da la vida... y también otro nos salva. Y después dar un sí a Dios, a ese Dios oculto, silencioso e impalpable, del que sabemos tan poco y del que no tenemos ninguna experiencia sensible. Quisiéramos signos claros y evidentes, y Dios se nos revela en el pesebre de Belén, en la oscuridad de la cruz, en la impotencia de un crucifijo, en una Iglesia pecadora...

2. Aceptar nuestra Iglesia

Sólo la pobreza de corazón nos permite encontrarnos con otros hombres tan pecadores como nosotros para formar con ellos una comunidad de fe, de amor y de esperanza. Sólo esta pobreza nos permite sentirnos parte de una Iglesia que, aun siendo pecadora, perdona los pecados; o mantenernos unidos a una Jerarquía en la que descubrimos tantos yerros y defectos, y que no por eso deja de ser el signo de Cristo, la Cabeza de todo el Cuerpo.

Solamente la pobreza nos hace aceptar a «esta» Iglesia, la real y concreta, la de todos los días, la que llena las páginas de los periódicos y de los libros con su lista de escándalos; sin caer en una crítica despiadada y hostil tras la cual se oculta a menudo un larvado individualismo religioso; pero sin caer tampoco en el servilismo que hace de la Iglesia una feria de traficantes.

Es fácil escapar a nuestro compromiso dentro de ella con un «si...» condicionado e interminable: «si cambiaran las estructuras, si cambiaran los obispos, si la comunidad fuese más abierta», etc., etc., como si estos cambios no nos involucraran también a nosotros como partes responsables de una familia que es la nuestra.

La pobreza, por ser libertad, también nos libera de esos cómodos escapismos y de toda concepción romántica de la vida y de la comunidad, y nos sitúa en la realidad, en la Iglesia histórica, la misma que tuvo por piedra de construcción a Pedro, el Satanás que tentaba al Hijo del Hombre; realidad histórica de los otros y nuestra, mezcla asombrosa de luz y de tinieblas.

Por cierto que la pobreza evangélica del corazón no significa aceptar y callar pasivamente; ella misma nos exige ayudar a la Iglesia en su permanente purificación y en su constante renovación, libres de posiciones inflexibles y extremistas, respetando la mentalidad de los otros -que también buscan con sinceridad-, cuidándonos siempre del triunfalismo que acecha tanto a los llamados "conservadores" como a los denominados «progresistas».

Es así como la pobreza de corazón nos mantiene siempre alertas en nuestra fe. Nos sentimos cada día con fe, identificados con esa María que es feliz porque ha creído, pero también descubrimos lo que nos falta de fe, lo que hay de hueco detrás de tantas palabras, lo que hay de superficial, de estéril o de alienante en muchas maneras de vivir el cristianismo.

Y, paradójicamente, la pobreza es aceptarnos así tal cual somos ante Dios, como cristianos limitados, débiles, cobardes, que buscan y que cierran los ojos para no ver lo que encuentran...

En síntesis: la pobreza de corazón, característica de María, la primera creyente, es la disponibilidad total de nuestro ser al Dios que salva y que obra en la historia concreta de los hombres. Es el Sí del hombre al Sí de Dios...

En definitiva, es la disponibilidad a nuestro total crecimiento, descubriendo nuestras capacidades para desarrollarlas al máximo, sacando de nosotros lo mejor y poniéndolo al servicio de la humanidad.

Escapar al trabajo, al estudio, a la propia capacitación, a la reflexión en grupo, a nuestro constante perfeccionamiento, al aporte de ideas, proyectos y energías para la construcción de una comunidad más humana... es sabotear el plan salvador de Dios.

Dios ha depositado en nosotros la semilla de la libertad y de la plena liberación: hacer crecer esa semilla es decirle al Señor con Cristo naciente: «Aquí estoy, oh Dios, para hacer tu voluntad.» Después de estas reflexiones podemos acercarnos a María, la que lleva en su seno a Jesús, y descubrir por qué es proclamada feliz, la más feliz, por su parienta Isabel, otra pobre de espíritu que supo abrir su seno estéril al proyecto del Señor.

María, mujer pobre materialmente y pobre en su corazón humilde, no es solamente la «madre del Salvador».

Hoy la liturgia nos la presenta como el prototipo del hombre creyente que espera al salvador; un salvador que no viene de fuera, sino que nace en ese Belén interior que escucha el oráculo del profeta: Porque de ti, aunque pequeño y humilde, saldrá el salvador... cuando la madre dé a luz...

Belén y María se unen porque están bajo el mismo signo de la humildad y de la pobreza de corazón..., esa pobreza que es fuerza para hacer cosas grandes.

También nosotros, los atormentados hombres del siglo veinte, vivimos un momento de oscuridad y desazón, pero no podemos cruzarnos de brazos "para que Dios obre". O Cristo nace dentro de la comunidad, comunidad que se hace Cristo, o no habremos entendido nada lo que significa celebrar Navidad después de casi dos mil años del nacimiento histórico de Jesús en algún lugar de Palestina.

SANTOS BENETTI
CAMINANDO POR EL DESIERTO. Ciclo C.1º
EDICIONES PAULINAS.MADRID 1985.Págs. 60 ss.


19. VISITACION/A-PROJIMO

María fue instrumento en manos de Dios para santificar a Isabel y al futuro precursor. Son las maravillas que realiza la caridad: dejar pasar la acción de Dios. Cada uno es lo que ama. Cuando uno ama, sirve a los demás todo lo recibido de Dios. Amar es la única manera de hacer bien a los demás.

El amor verdadero (no el que es sólo teoría o buscarse a sí mismo de una manera camuflada) nace de Dios, atrapa todo el ser humano transformándolo en Cristo, y se da a los demás sin propagandas ni aparatos.

El verdadero amor descubre al ser humano del otro como una expresión de Dios, por encima de razas, de cualidades, de ideologías... Se ama al otro por sí mismo, no sólo porque está mandado; pero el otro es algo más de lo que aparece: el otro existe porque es un reflejo de Dios. Sólo entonces, al amar, se prescinde de miras egoístas personales o colectivas. Para esto ha venido Cristo: hacer que todos los hombres digan "Padre nuestro" con sus palabras y sus vidas de hijos de Dios. El decir sí a Dios es ya posible en Cristo, a pesar de nuestra pequeñez y miseria.

Cristo ha querido que el sí de María fuera el símbolo e instrumento de lo que ha de llegar a ser la humanidad.

El sí de María es un eco fiel del eterno sí del Verbo al Padre (Cf. Hb 10. 5-7). El cristiano es un hombre que, a pesar de su miseria, intenta todos los días decir este sí a Dios. Decir este sí engendra en nosotros y en la humanidad, la fisonomía de Cristo. María ha dicho el sí más pleno; por esto ha engendrado a Cristo personalmente. El sí de María a la palabra de Dios es el sí de mayor fidelidad que ha podido pronunciar una persona humana. PD/EGOISMO: Apertura a Dios y a los hombres. Dar a los demás lo mejor de sí mismos, aunque los demás no se den cuenta o lo reconozcan. (...) Cabe siempre el peligro de confundir la fidelidad a la palabra de Dios con la terquedad en seguir el propio juicio. Hay que tener en cuenta que uno encuentra en la Escritura, en la Palabra de Dios, lo que lleva en su corazón. Si uno es egoísta es capaz de identificar la inspiración de Dios con el ansia de dominio sobre los demás.

Por eso, la fidelidad verdadera a la Palabra de Dios se demuestra en la caridad. María está abierta a las necesidades de los otros, concretamente de Isabel y de todo el pueblo, a quien se refiere en el Magnificat.

Es la prueba de la caridad. No tiene tiempo para entretenerse en otra cosa sino en el amor. Ni tiene tiempo para habla demasiado o para teorizar sobre el amor... La prueba de la fidelidad a Dios es la caridad. El Sí a Dios se contrasta y se demuestra con el Sí a los hombre.


20.

Estamos ya en el último domingo de Adviento. La expectación, el gozo, el afán de renovación que hemos vivido a lo largo de estas semanas se hacen más intensos. Dentro de ocho días nos encontraremos para celebrar la Navidad de nuestro Señor Jesucristo. Y a las puertas de esta gran fiesta la liturgia nos acerca hoy a las escenas que preparan el nacimiento. Dejemos hablar a los personajes, fijémonos en sus palabras y acciones, que nos enseñen cómo vivir y cómo acoger también nosotros este misterio que un año más celebraremos.

-Isabel: ¿Quién soy yo?

El evangelista Lucas nos presenta la escena de la visitación de María a su prima Isabel. Y las palabras con que ésta la recibe: "¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor?".

Querría detenerme en este ¿quién soy yo? Isabel nos representa a todos nosotros, a toda la humanidad que recibe con sorpresa, con admiración, con agradecimiento y con humildad la venida del Señor. Y éstas son unas grandes actitudes para vivir provechosamente el Adviento y la Navidad. El ¿quién soy yo? de esta mujer sencilla y realista es un paralelo de la turbación y la simplicidad de María al recibir el anuncio del ángel. También de la claridad y veracidad de Juan Bautista al desmentir a los que le preguntaban: "Yo no soy el Mesías" -les decía- "pero viene el que puede más que yo".

¡Qué contraste esta clarividencia humilde con la tentación de la suficiencia y el aparentar quién sabe qué, incluso ante Dios! En nosotros y en nuestro mundo hay demasiado "yo", demasiado "ego" engreído y susceptible, cuando el único que verdaderamente puede decir "Yo soy" es Jesús mismo. "Yo soy la luz, el camino, la verdad, la vida...".

Ante Jesús, aquel "yo no soy digno" que encontramos en Isabel y en tantos personajes evangélicos es la primera reacción adecuada que no está reñida con una gran confianza en su amor lleno de misericordia. Sólo así, vaciándose de uno mismo, se puede dar paso al entusiasmo, al llenarse de Dios que, Isabel y Juan que salta en el vientre de su madre, manifiestan ante la visita de María y el Hijo que trae al mundo. Isabel, como después María en el cántico del Magnificat que sigue a esta escena, son la voz de los pequeños y los pobres del mundo que anhelan la liberación y la salvación. Y estas mujeres, llenas del Espíritu Santo, en su pequeñez muestran cuál es la predilección de Dios. Sí, precisamente la humanidad sencilla y sufriente, los pobres de la tierra, son dignos de ser visitados y habitados por el Señor que les quiere llenar de gloria y de paz, como decía la profecía de Miqueas al hablar de la pequeña aldea de Belén.

-María: aprisa a la montaña

La acción de María también tiene grandes enseñanzas para nosotros. Ella portadora de Jesús al mundo es como un símbolo de toda la Iglesia que a lo largo de los siglos, santa y pecadora a la vez, debe continuar llevando a Jesús a la humanidad. María, habiendo recibido el anuncio del ángel, avanza decidida hacia una misión de servicio. Va a la montaña a saludar y ayudar a Isabel y es portadora real de la buena noticia de la salvación.

Cada uno de nosotros, cristianos y cristianas y nuestra Iglesia entera hemos de vivir también intensamente esta misión de servicio y de anuncio de Jesucristo a nuestro mundo. Llevar el Evangelio y descubrirlo presente en el corazón de tantos hombres y mujeres que añoran poder llenarse de él, entusiasmarse con él. Y hacerlo con el estilo decidido, servicial de María. Y como ella nuestra Iglesia, ni desconfiada ni replegada, sin miedo de "ir a la montaña" sino llena de fe y esperanza en la acción del Espíritu Santo porque "lo que te ha dicho el Señor se cumplirá".

-Cristo: Aquí estoy para hacer tu voluntad

También el autor de la carta a los Hebreos nos dice qué sentimientos de servicio extremo preparan la venida del Hijo de Dios al mundo: "Me has preparado un cuerpo", "aquí estoy para hacer tu voluntad". Y subraya: no con sacrificios externos sino mediante la ofrenda de toda la existencia. Es esta vida entregada enteramente a nosotros, la ofrenda de Jesucristo, la que inaugura una nueva humanidad.

Dentro de una semana celebraremos su nacimiento en Belén. Ahora y siempre en la Eucaristía celebramos su culminación en la Pascua. Que la participación en este misterio renueve en nosotros la confianza agradecida en la salvación y el impulso para hacer la voluntad del Padre en toda nuestra existencia.

JOSEP M. DOMINGO
MISA DOMINICAL 1994, 16


21.

María se puso en camino apresuradamente y se fue a casa de Isabel. Es una escena concreta, que conviene meditar tal cual. ¿Por qué parte con tanta prisa? ¿Cuáles son sus pensamientos? No puede guardar su gozo para sí. Quiere ir a ayudar a su anciana prima que espera un pequeño, como ella.

Sin duda espera también ver el "signo" que el Ángel le ha dado, ¿Estoy yo suficientemente abierto a los demás? ¿Me gusta que participen de mis alegrías y de mis descubrimientos espirituales? Así era el temperamento de María.

-Cuando Isabel oyó el saludo de María, el niño dio saltos de júbilo en su seno. Misterioso encuentro de Jesús y Juan Bautista a través del encuentro de sus madres respectivas. Esto provoca un "brinco de alegría". El gozo. La fiesta de Dios.

-Isabel se sintió llena del Espíritu Santo. Siempre ese mismo Espíritu, que había sido prometido para la era mesiánica y que es ahora derramado con el gozo, que es su distintivo, en las almas disponibles. Estas personas -Zacarías, Isabel, José, María- son seres humildes, representantes del pueblo que ha esperado tanto tiempo. Son los "santos", llenos de Dios, llenos del Espíritu Santo. Mas, ¡cuán ordinaria es su vida!

-"Bendita tú eres entre todas las mujeres, y bendito es el fruto de tu vientre". Es una parte del "Ave María"; plegaria a redescubrir quizá en estos días que preceden a la Navidad cuando Jesús estaba realmente en las entrañas de María, al calor de su madre, bien protegido... antes de estar expuesto al frío, a los golpes, y a las injurias. Por de pronto sólo recibe amor. Un corazón de madre late junto al suyo, y le hace latir una única sangre humana. Jesús es esperado. Jesús es amado con su primer amor. Bendita tú eres... bendito es tu hijo..." Acción de gracias. Gracias. Dios mío, por esta madre que Tú has tenido y que Tú nos has dado.

-¿Y de dónde a mí tanto bien, que venga la madre de mi Señor a visitarme? Estas dos mujeres están inmersas en el misterio: Evidentemente hay cosas extrañas en torno a esos dos nacimientos. Entre las personas espirituales las hay que aprecian de golpe una cierta densidad de los acontecimientos. Viviendo habitualmente con Dios, le reconocen a partir de ciertos signos imperceptibles al común de los hombres.

Isabel ve certeramente enseguida. Es una palabra de adoración, de agradecimiento a Dios la que ella pronuncia. ¡Ayúdanos, Señor, a reconocer su presencia! a saber interpretar los signos que nos muestras.

-Bienaventurada tú que creíste...

Esto es también espontáneamente auténtico: la Fe es lo admirado en primer lugar. Los honores, las ventajas que de ella podrían derivarse, no cuentan. La Fe es la que, todavía hoy, hace presente a Dios en el mundo. Los exegetas relacionan este relato con el traslado del Arca de la Alianza (II Samuel, 6, 2-11) María es la nueva "arca de Alianza" donde Dios habita. En adelante Dios ya no quiere habitar en objetos, sino en aquellos que viven por la Fe. La Fe y el gozo: bienaventurada tú que creíste.

NOEL QUESSON
PALABRA DE DIOS PARA CADA DIA 1
EVANG. DE ADVIENTO A PENTECOSTES
EDIT. CLARET/BARCELONA 1984.Pág. 50 s.


22. FE/FELICIDAD 

B. Pascal se atrevió a decir que «nadie es tan feliz como un cristiano auténtico». Pero, ¿quién puede creer hoy realmente esto? La inmensa mayoría piensa más bien que la fe poco tiene que ver con la felicidad. En todo caso, habría que relacionarla con una salvación futura y eterna que queda lejos todavía, pero no con esa felicidad concreta de cada día que ahora mismo nos interesa. Más aún. Son bastantes los que piensan que la religión es un estorbo para vivir la vida de manera intensa y espontánea, pues empequeñece a la persona y mata el gozo de vivir. Además, ¿por qué iba a preocuparse un creyente de ser feliz? Vivir como creyente, ¿no es fastidiarse siempre más que los demás? ¿No es seguir un camino de renuncia y abnegación? ¿No es, en definitiva, privarnos de felicidad?

Lo cierto es que los cristianos no parecen mostrar con su manera de ser y de vivir que la fe encierre una fuerza decisiva para enfrentarse a la vida con dicha y plenitud interior. Muchos nos ven más bien como F. Nietszche al que los creyentes le daban la impresión de ser «personas más encadenadas que liberadas por Dios».

¿Qué ha sucedido? ¿Por qué se habla tan poco de la felicidad en las iglesias? ¿Por qué muchos cristianos no descubren a Dios como el mejor amigo de su vida? Como ocurre tantas veces, parece que también en el cristianismo se ha perdido la experiencia original que al comienzo lo vivificaba y animaba todo. Al enfriarse aquella primera experiencia y acumularse luego otras capas ideológicas y otros códigos y esquemas religiosos, a veces bastante extraños al evangelio, la alegría cristiana se fue oscureciendo.

¿Cuántos sospechan hoy que lo primero que uno escucha cuando se acerca a Jesucristo es una llamada a ser feliz y a hacer un mundo más dichoso?

¿Cuántos pueden pensar que lo que Jesús ofrece es un camino por el que podemos descubrir una alegría diferente que puede transformar desde ahora nuestra vida?

¿Cuántos creen que Dios busca sólo y exclusivamente nuestro bien y felicidad, que no es un ser celoso que sufre al vernos disfrutar, sino alguien que nos quiere desde ahora gozosos y felices?

Estoy convencido de que una persona está a punto de tomar en serio a Jesucristo cuando intuye que en él puede encontrar lo que todavía le falta para ser feliz con una felicidad más plena y verdadera.

El saludo a María: «Feliz tú que has creído» puede extenderse, de alguna manera, a todo verdadero creyente. A pesar de todas las incoherencias y de toda la infidelidad que habita nuestras vidas mediocres, feliz también hoy el que cree en el fondo de su corazón.

JOSE ANTONIO PAGOLA
SIN PERDER LA DIRECCION
Escuchando a S.Lucas. Ciclo C
SAN SEBASTIAN 1944.Pág. 15 s.


23.

ACOMPAÑAR A VIVIR

Se puso en camino...

Uno de los rasgos más característicos del amor cristiano es saber acudir junto a quien puede estar necesitando nuestra presencia. Ese es el primer gesto de María después de acoger con fe la misión de ser madre del Salvador. Ponerse en camino y marchar aprisa junto a otra mujer que necesita en estos momentos su cercanía.

Hay una manera de amar que debemos recuperar en nuestros días y que consiste en "acompañar a vivir" a quien se encuentra hundido en la soledad, bloqueado por la depresión, atrapado por la enfermedad o sencillamente vacío de toda alegría y esperanza de vida. Estamos consolidando entre todos una sociedad hecha sólo para los fuertes, los agraciados, los jóvenes, los sanos y los que son capaces de gozar y disfrutar de la vida.

Estamos fomentando así lo que alguien ha llamado "el segregarismo social" (Moltmann). Reunimos a los niños en las guarderías, instalamos a los enfermos en las clínicas y hospitales, guardamos a nuestros ancianos en asilos y residencias, encerramos a los delincuentes en las cárceles y ponemos a los drogadictos bajo vigilancia... Así, todo nos parece que está en orden. Cada uno recibirá allí la atención que necesita, y los demás nos podremos dedicar con más tranquilidad a trabajar y disfrutar de la vida sin ser molestados.

Entonces procuramos rodearnos de personas simpáticas y sin problemas que no pongan en peligro nuestro bienestar, convertimos la amistad y el amor en un intercambio mutuo de favores, y logramos vivir «bastante satisfechos».

Sólo que así no es posible experimentar la alegría de contagiar y dar vida. Se explica que muchos, aun habiendo logrado un nivel elevado de bienestar y tranquilidad, tengan la impresión de que viven sin vivir y que la vida se les escapa aburridamente de entre las manos.

El que cree en la encarnación de un Dios que ha querido compartir nuestra vida y acompañarnos en nuestra indigencia, se siente llamado a vivir de otra manera. No se trata de hacer «cosas grandes». Quizás sencillamente ofrecer nuestra amistad a ese vecino hundido en la soledad y la desconfianza, estar cerca de ese joven que sufre depresión nerviosa, tener paciencia con ese anciano que busca ser escuchado por alguien, estar junto a esos padres que tienen a su hijo en la cárcel, alegrar el rostro de ese niño solitario marcado por la separación de sus padres.

Este amor que nos hace tomar parte en las cargas y el peso que tiene que soportar el hermano es un amor «salvador», pues libera de la soledad e introduce una esperanza y alegría nueva en quien sufre, pero se siente acompañado en su dolor.

JOSE ANTONIO PAGOLA
BUENAS NOTICIAS
NAVARRA 1985.Pág. 257 s.


24.

«Dichosa tú, que has creído»

Normalmente solemos leer los evangelios a trozos, no en una lectura continua. Es lógico que lo hagamos así por el deseo de profundizar en cada pasaje y ésta es también la forma como los escuchamos en la liturgia. Sin embargo, esta forma de leerlos nos puede hacer perder el hilo, la continuidad, y que se nos escapen datos que se reflejan mejor en una lectura continua.

Hoy hemos escuchado el relato de la visitación de María a su prima Isabel, que continúa el evangelio de la anunciación que escuchamos el día de la Inmaculada y que finalizaba con la aceptación de María: «He aquí la esclava del Señor» y la frase: «El ángel la dejó». A continuación, inmediatamente, prosigue el relato de Lucas: «Unos días después María se puso en camino y fue a toda prisa a la sierra, a un pueblo de Judea», con lo que comienza el relato de la visitación.

Generalmente se ha interpretado este pasaje como que María marcha con prisa a servir a su prima que esperaba un hijo, realizando ella misma esa labor que han hecho tantas mujeres de ayudar a sus parientes embarazadas y parturientas. La mujer que había aceptado ser madre por obra del Espíritu Santo; la que se había reconocido como «la esclava del Señor», no se queda ensimismada en la grandeza del mensaje recibido, sino que sale a los pocos días de su pueblo de Nazaret para ayudar a su prima que necesita su ayuda.

Pero hay algo más, que nos pasa desapercibido en nuestra lectura a trozos de los evangelios. Cuando María preguntaba: «¿Cómo será eso, puesto que no conozco varón?», el ángel, además de decirle: «El Espíritu Santo bajará sobre ti», le da una prueba de que «para Dios no hay nada imposible»: «Ahí tienes a tu pariente Isabel, a pesar de su vejez, ha concebido un hijo». El mismo Dios que ha hecho fértil a una mujer en edad avanzada, es el que hará madre a María sin haber conocido varón.

Un especialista en mariología, A. Martínez Sierra, insiste en un aspecto del relato que nos pasa desapercibido. Ha sido frecuente hablar de «las dudas» de san José, aunque también es posible que fuesen dudas no sobre la honestidad de María, sino sobre sí mismo: hasta qué punto José podía seguir cerca de aquel misterio que se había introducido en su hogar. No vamos ahora a hablar de «las dudas» de María, pero sí de la necesidad que tenía aquella muchacha de Nazaret de conocer lo que Dios había obrado en su prima Isabel; necesitaba saber que el anuncio recibido no era un sueño, una ilusión. El dudar es inseparable de la condición humana, y María no era un personaje de otro mundo. Creía en el mensaje recibido, pero experimentaba también el deseo de constatar la prueba que se le había dado de que «para Dios no hay nada imposible».

Y surge el encuentro: el de la mujer anciana, que había perdido la esperanza de ser madre y siente que una nueva vida rebulle en su seno, y el de la mujer joven, que acaba de recibir un mensaje increíble y que aún no siente moverse en su vientre al concebido por obra del Espíritu Santo. Isabel siente que aquel niño, tanto tiempo deseado, salta de alegría en su vientre, y prorrumpe en esas alabanzas de María, que hemos recogido en el avemaría: «Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre». «¡Dichosa tú que has creído!».

Es Isabel, con esa sabiduría de las mujeres entradas en años, la que comprende y valora lo que significa el «sí» de María: un «sí» que le podría exponer a críticas, a malentendidos, a calumnias... «Dichosa tú», porque eres la madre de mi Señor, porque has creído en un misterio que los hombres no van a entender... Tú has creído, te has fiado de Dios y «lo que te ha dicho el Señor se cumplirá».

María constata que «para Dios nada hay imposible»: su prima, efectivamente, estaba esperando un niño y, sobre todo, María ha descubierto que ella misma esperaba un hijo, aunque todavía no lo sienta moverse dentro de sí...

En este último domingo de adviento, ya muy cerca de la celebración de la Nochebuena, Isaías y Juan Bautista, las dos figuras clásicas del adviento, ceden su puesto a María en la liturgia de la Iglesia. Isaías y Juan Bautista son dos grandes símbolos de las actitudes que el creyente debe vivir en la cercanía de la navidad: búsqueda, esperanza, preparar los caminos al Señor, conversión...

Hoy, el mejor símbolo de nuestro adviento es la mujer que iba a ser madre de Dios, la que fue dichosa porque creyó, la primera creyente, el modelo de la Iglesia, de la comunidad de creyentes. Hoy la liturgia resalta a la Virgen del adviento, la Virgen de la espera y de la esperanza, la Virgen de la fe, la que fue dichosa porque creyó.

Estamos inmersos en todo el cortejo que suele rodear la navidad. Y tenemos la experiencia de que estos días nos acaban dejando una sensación de hastío, hasta de depresión. La prensa crítica la futilidad y la hipocresía que rodea a estas fiestas. Cada vez se oye a más personas decir que no les gusta la navidad, que les produce tristeza. Una encuesta reciente decía que el 6O% de los españoles considera estas fiestas menos religiosas que en el pasado.

¿No será que este menor sentido religioso está dejando vacías a unas fiestas? Hemos hipertrofiado lo externo, mientras que lo interno se nos ha ido diluyendo. Hablamos mucho de paz, fraternidad, alegría, bondad, solidaridad, vida de familia... Eran palabras que surgían del mensaje religioso de lo que es la navidad cristiana, pero se nos han quedado en meras palabras y buenos deseos, porque lo que prima de verdad es el consumo y el despilfarro. La navidad cristiana estaba unida a unos símbolos que hoy permanecen, pero en muchos casos vacíos de sentido, con un mero significado estético: ¿no son los símbolos de la navidad neopagana los anuncios de champán o cava, las inevitables colonias, los juguetes de los niños, muchos de los cuales, según la propaganda, cuestan más de 5.000 pesetas? Por eso hoy queremos recuperar el sentido cristiano de la navidad y nos volvemos a María, la que fue dichosa porque creyó; la que vivió una fe sometida también a pruebas, a tentaciones, a dificultades; la que asumió por fe el camino difícil que Dios le iba marcando; la que conservaba en su corazón acontecimientos que no podía comprender fiándose de su Dios; la que fue Inmaculada, libre de pecado, pero no libre de todas las incertidumbres y pruebas de la condición humana. Y le pedimos hoy a ella, la Virgen del adviento, que busquemos recuperar el sentido cristiano de nuestra navidad.

Que ella nos diga al corazón:

--dichoso tú que has creído que merece la pena vivir la vida en profundidad, sin dejarse arrastrar por las apariencias, ni por los bienes de oropel que nos ofrecen profusamente estos días;

--dichoso tú que has creído que hay que estar a la búsqueda de Dios; que hay que luchar por encontrarle; que no es tiempo perdido lo que le dedicamos a el;

--dichoso tú que has creído que Dios nos va a salir al encuentro; que comparte nuestro destino, nuestra vida, nuestras incertidumbres;

--dichoso tú que has creído que el Dios inaccesible, el que sigue escondiendo los misterios de la vida y el universo, se nos ha hecho tan cercano y entrañable como un niño recién nacido;

--dichoso tú que has creído que los hombres podemos sentirnos hermanos y en paz porque para todos nosotros ha venido un niño que trae la paz a los hombres de buena voluntad.

El filósofo pagano ·Celso, del siglo II, al polemizar contra los cristianos se refería a María: «Una pobre campesina que vivía de su trabajo. Una mujer sin fortuna ni nacimiento regio. Porque nadie, ni siquiera sus vecinos, la conocían... Repugna a un Dios, que haya amado a una mujer sin fortuna». Al Dios cristiano no le repugnó elegir una pobre campesina. Eligió a una mujer capaz de creer, que fue dichosa porque creyó. Que ella, la pobre campesina que espera un hijo, es el modelo de nuestro adviento.

JAVIER GAFO
DIOS A LA VISTA
Homilías ciclo C. Madris 1994.Pág. 29 ss.


25.

1. «¡Bendito el fruto de tu vientre!».

En el evangelio de hoy se narra, como última preparación para la Navidad, la visita de María, que lleva ya a su Hijo en su vientre, a su prima Isabel. No es María la que ha revelado a Isabel que se encuentra encinta -ni siquiera se lo ha dicho a José-, sino el Espíritu Santo, que es el que hace «saltar de alegría» al hijo que Isabel lleva en su seno. Un milagroso ensamblaje, operado por el propio Dios, entre la Antigua y la Nueva Alianza. Aunque después, en un principio, el Bautista no sabrá quién es el que viene detrás de él y está por delante de él (Jn 1,33: «yo no lo conocía»), Juan es ya desde ahora santificado y elegido como precursor por el que está por delante de él. Por extensión podemos decir: visto desde el cumplimiento, desde Cristo, todo el Antiguo Testamento está destinado a ser precursor, de modo que sólo adquiere su pleno sentido si se interpreta en función de Cristo. Un indicador sólo tiene sentido si existe el lugar al que remite. Esto vale también porque los hombres en la Antigua Alianza sólo tenían una ligera idea de lo que esperaban como salvación en el futuro. Isabel, por el contrario, llena junto con su hijo del Espíritu Santo, sabe perfectamente en qué consiste esa salvación, y por eso puede saludar a la mujer que tiene ante sí como a la representante de la fe perfecta, en virtud de la cual Dios ha podido cumplir su promesa anunciada desde antiguo. En la Nueva Alianza algunos hombres pueden tener una vocación tardía, reconocer sólo tardíamente una elección que se ha producido ya desde mucho tiempo antes, por lo que pueden haber sido elegidos y «llamados» «desde el seno materno» (Jr 1,5; Is 49,1; Ga 1,15).

2. «Tú, Belén de Efrata».

La sorprendente profecía de Miqueas en la primera lectura presagia, desde el punto de vista histórico-salvífico, mucho más de lo que el propio profeta podía sospechar. El profeta se remite, en tiempos de inclemencia (Samaría había sucumbido), a los orígenes de David, que había salido antiguamente de Belén, de la estirpe de los efrateos. Y según la promesa será de Belén de donde saldrá el pastor de Israel que, cuando pase el tiempo del destierro, instaurará un reino de paz que se extenderá hasta los confines de la tierra. Isaías había hablado de la virgen que daría a luz al «Dios-con-nosotros»; aquí la madre del Mesías es designada simplemente como «la madre que dé a luz». El profeta se remonta hasta David, pero el origen («desde lo antiguo, de tiempo inmemorial») de Jesús es la eternidad, y su definitivo reino de paz superará ampliamente las expectativas de Israel. Quizá el cumplimiento que tiene lugar en María y en su Hijo remite a la Antigua Alianza sólo para superarla con creces.

3. «Aquí estoy, oh Dios, para hacer tu voluntad».

Ahora, en la segunda lectura, se desvelan el espíritu y la misión del Mesías que viene al mundo. Su tarea es pura obediencia, ya el inicio de su misión lo es. Esta obediencia no realizará actos litúrgicos externos; su propio cuerpo, creado por Dios para este fin, será objeto de la obediencia sacrificial. El antiguo sacrificio externo en la alianza del hombre con Dios es abolido para hacer del hombre mismo un sacrificio total. Y este sacrificio es válido «una vez para siempre», consuma la alianza y nos santifica a todos. La Nueva Alianza remite una vez más a la Antigua, pero la referencia es puramente formal: se asume el concepto de sacrificio veterotestamentario, pero su sentido se transforma totalmente: se pasa de lo ineficaz a lo infinitamente eficaz.

HANS URS von BALTHASAR
LUZ DE LA PALABRA
Comentarios a las lecturas dominicales A-B-C
Ediciones ENCUENTRO.MADRID-1994.Pág. 216 s.