42 HOMILÍAS PARA EL DOMINGO TERCERO DE ADVIENTO - CICLO A
9-16

 

9.

1. Reaparece la figura de Juan Bautista

Herodes lo tenía preso en la temible fortaleza de Maqueronte, en pleno desierto de Judá, en la Transjordania, por echarle en cara sus maldades y por miedo a que las multitudes que arrastraba con sus palabras pusieran en peligro su trono. Los poderosos, cuando ven en peligro sus intereses particulares, ponen en marcha la represión, sin importarles las consecuencias que puedan acarrear para los demás, sobre todo si estos "demás" son el pueblo indefenso.

Ha oído hablar de las obras de Jesús, pero no sabe interpretarlas. Esperaba un Mesías riguroso, victorioso. Había textos que lo indicaban. El mismo había anunciado la llegada del Mesías como un juicio: "El hacha está tocando la base de los árboles; y el árbol que no dé buen fruto será talado y echado al fuego", "tiene en la mano la horca para aventar su parva y reunir su trigo en el granero y quemar la paja en una hoguera que no se apaga" (Lc 3,9.17). Por eso se asombra al enterarse, desde la cárcel, que el Cristo anda con los pobres y se dedica a curar a los enfermos. Además, hasta entonces no se había enfrentado directamente con la minoría dominante ni dado sentencias condenatorias claras, sino que soportaba a la oposición.

Juan está inquieto; quizá no sabe bien qué recomendar a los seguidores que aún tenían con él algún contacto; duda en poner su esperanza en la acción de Jesús o no. Su línea de sencillez y de misericordia le despista. Es lógico que se pregunte si es el Mesías o si es otro el que va a realizar el juicio que se espera. Desde luego, Jesús no es el Mesías por él esperado: el Mesías que actuando por la fuerza derribara a los que ejercían el poder. Es fácil también imaginar que, al estar en la cárcel, esperara de la acción del Mesías su propia liberación. ¿Qué preso no ansía libertad, amnistía, cambio de situación, un orden social que dé nuevas posibilidades?... Y mucho más si es un preso político como era Juan. Y mucho más si es, como él, un profeta de la nueva sociedad prometida por Dios a los esforzados. Juan Bautista representa a todos los hombres honestos y justos del Antiguo Testamento y de todas las épocas, que tienen la valentía de expresar sus dudas y de cuestionarse con seriedad, de buscar respuesta a sus interrogantes. Por medio de dos discípulos le manda recado a Jesús con una pregunta que revela su propia indecisión: "¿Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro?"

La sorpresa, el escándalo que causará siempre la presencia y la intervención del Dios de Jesús de Nazaret entre nosotros están expresados en esta pregunta de Juan Bautista. Jesús fue objeto de sorpresa y escándalo para sus contemporáneos y sigue siéndolo para todos nosotros. Jesús se encontró con una religión de ritos, hecha a nuestra medida, impuesta desde arriba, alcahueta de los poderosos y ella misma poderosa, opresora del pueblo. Una religión establecida, natural, lógica... Una religión que tiende a ser espontáneamente nuestra religión si no nos esforzamos continuamente en superarla y en ahondarla. Una religión en la que lo esencial era exaltar la majestad de Dios, su poder, su gloria, reconocer sus derechos y conseguir sus favores por medio de cierto número, lo más definido posible, de ofrendas, ritos y oraciones. Una religión en la que Dios castigaba a los malos -que siempre son los otros- y premiaba a los buenos.

Cuando Juan Bautista vio a Jesús hecho dulzura y bondad, que aconsejaba a todos el desprendimiento de las riquezas y que invitaba a su reino interior; cuando oyó que exaltaba a los dóciles, a los pacíficos, a los misericordiosos..., el pobre Juan se quedó sin saber qué hacer.

Jesús renovaba todas las cosas, realizaba una tremenda revolución en nuestras concepciones religiosas: revelaba una "religión" que ninguno había conocido hasta entonces y que aún no hemos acabado de comprender los cristianos. Ni acabaremos nunca.

Habían creído -y seguimos creyendo- que Jesús iba a revelar lo que ya conocían, la religión que habían seguido hasta ese momento y que representaba a un Dios a la medida de nuestras ideas, que obraba según nuestros planes.

El reino de Dios anunciado por Jesús es una realidad totalmente nueva. Ante él palidecen todas las grandezas humanas y todos los montajes religiosos. ¿No seguimos esperando "otro" Mesías, "otra" Iglesia? Es más, ¿no hemos hecho "otra" Iglesia y hemos desfigurado al Mesías? Y ahora, cuando muchos cristianos quieren vivir algunos rasgos de aquel Cristo que causó extrañeza al Bautista, ¿no se extrañan y escandalizan muchos? La Iglesia de Cristo debe ser pobre y dedicarse a los pobres, no sólo con palabras bonitas. ¿Lo es? ¿Lo está? Nosotros, los cristianos, debemos ser pobres y dedicarnos al servicio de los pobres. ¿Lo somos? ¿Lo estamos? ¿Colaboramos con los que trabajan para redimir la miseria humana?

La pregunta de Juan el Bautista sigue flotando en medio de la historia: en los hombres que aguardan y aceleran la irrupción de la justicia, en los que sueñan con un mundo más humano, en los que sufren aplastados por la inmensa maldad de nuestra tierra...

2. El reino anunciado y vivido por Jesús

"Id a anunciar a Juan lo que estáis viendo y oyendo..." Jesús no contesta directamente; se remite a sus obras y a los escritos del profeta Isaías (Is 26,19; 29,18; 35,5-6; 61,1). Sin embargo, no alude a otros textos del profeta (Is 35,4; 61,2), en los que se habla de un día futuro de venganza y desquite. Jesús se apoya en unos textos proféticos y deja de lado otros. Con ello le está indicando que no toda la elucubración mesiánica basada en textos del Antiguo Testamento tenía validez. A la vez que le insinúa que su línea de sencillez y misericordia ya estaba en los profetas. Si mira con detenimiento sus signos, podrá advertir en ellos el cumplimiento de las profecías.

TIEMPO/MESIANICO: El mesianismo -sentido auténtico de la vida, respuesta a las preguntas más profundas y definitivas de la vida humana- no es una teoría ni un dogma; es, sobre todo, una acción. Creer en Jesús Mesías no es posible si no tenemos la experiencia de sus obras, si no hemos "visto y oído".

Lo mesiánico aparece cuando los hombres esperamos contra toda esperanza, cuando creemos en el progreso verdadero, en lo nuevo, en la posibilidad de una sociedad distinta, en las relaciones fraternales. Cada generación que comienza de nuevo, cada pueblo que trata de reencontrarse, cada movimiento de liberación, cada niño que nace..., hace presente el tiempo mesiánico. Y todo esto, creído y vivido, luchado y sufrido, a pesar de ese "buen sentido común" que afirma constantemente dentro de nosotros que no hay nada que hacer, que todo va a continuar igual, confirmado por la experiencia diaria. Y, a pesar de todo, se espera, se cree, se trabaja, se lucha por esa utopía de "un cielo nuevo y una tierra nueva" (Ap 21,1), de "un hombre nuevo" (Ap 2,17).

Lo mesiánico es tiempo de promoción de la persona humana y de las comunidades, tiempo de iluminación, de tomar conciencia, de maduración... y de acción. Los que siembran tinieblas, los que confunden y engañan, los que procuran tener adormecidos a los individuos y a los pueblos, entorpecen la instauración de los tiempos mesiánicos.

El tiempo mesiánico es el momento de fortalecer a los débiles, de dar energía a los vacilantes, de aligerar el peso a los que caminan aplastados por tanta opresión... Los tiempos mesiánicos son tiempos de libertad, de amnistía, de relajamiento de tensiones, de ruptura de cadenas, de suspensión de cárceles. Tiempos nuevos que cada generación humana debe instaurar, confiando en la ayuda de Dios.

Traer a la tierra los tiempos mesiánicos es tarea, sobre todo, de los creyentes. Solamente se podrá ir descubriendo el plan definitivo de Dios sobre el mundo si las primicias de ese plan comienzan a manifestarse.

Los tiempos mesiánicos quieren convertir las espadas en azadones, las lanzas en podaderas, acabar con todas las guerras (/Is/02/04); en ellos podrán convivir el lobo y el cordero, el leopardo y el cabrito... (Is 11,6); en ellos, ¡por fin!, nadie hará daño a otro (Is 11,9)

En ellos, "los ciegos ven y los inválidos andan, los leprosos quedan limpios y los sordos oyen, los muertos resucitan y a los pobres se les anuncia la buena noticia". ¡Cuántos se han presentado y se presentan como salvadores del hombre y han hallado seguidores!, pero ¿qué han ofrecido? ¡Cuántas esperanzas decepcionadas pueden renacer ante el anuncio de Jesús!

Nuestro tiempo parece más de desesperanzas, como si todo invitara al escepticismo, al "pasotismo". Pero no es posible vivir mucho tiempo sin creer y esperar, sin tensión hacia un mañana mejor, ese mañana mejor anunciado aquí por Jesús.

Si alguna vez hemos tenido ocasión de entrar en las profundidades de una persona, si en un momento de intimidad nos hemos comunicado de verdad con alguien, seguramente que habremos descubierto un mundo insospechado de aspiraciones secretas, de decepciones, de carencias, de sufrimientos y alegrías. Un mundo que no nos habríamos atrevido ni a imaginar bajo la máscara que los adultos -¿los jóvenes no?- acostumbramos a presentar en nuestras relaciones de cada día. Cuando se va al fondo, la mayoría de los seres humanos damos la impresión de vivir satisfechos de nosotros mismos y de lo que nos rodea. Pero si profundizamos, si buscamos por debajo de la careta, tal vez risueña, veremos que nos habíamos engañado, nos daremos cuenta de cómo los hombres vamos buscando por todas partes el sentido de la vida, una salvación-liberación, algo que nos ayude a superar el vacío que experimentamos en nuestras aspiraciones, en nuestros anhelos más íntimos. ¿No es esto lo que nos ocurre a todos nosotros?

A la pregunta de Juan, que expresa con tanta claridad el anhelo de salvación plena y total que brota en el corazón de todos los hombres, Jesús responde con hechos: "Los ciegos -los que se dan cuenta de que son ciegos y, por eso, quieren ver- ven y los inválidos -los que son conscientes de su incapacidad y quieren salir de ella- andan, los leprosos -los marginados de la sociedad, por el motivo que sea, y se rebelan- quedan limpios y los sordos- los alienados por la sociedad de consumo, los que viven confortablemente de espaldas a los demás..., pero no están a gusto- oyen, los muertos -los que se saben vacíos, infelices, sin futuro, solos...- resucitan y a los pobres -a los que esperan y creen en los otros, saben de su incapacidad para vivir solos, necesitan de los demás, necesitan del "Otro"... y, por ello, viven abiertos a lo que les rodea y a sí mismos- se les anuncia la buena noticia".

Los ciegos, los inválidos, los sordos... que no lo reconocen, no tienen solución. Debe ser el pecado contra el Espíritu Santo (Mt 12,31-32; Lc 12,10). Todo lo que impide al hombre ser en plenitud debe ser vencido. ¡Cuántas cosas nos impiden ver, oír, caminar, levantarnos!... Nuestros ojos están hechos para ver, nuestros oídos para oír... Estamos hechos para vivir, no para morir. Este anuncio de Jesús nos dice que todo lo que el hombre debería ser, todo lo que el hombre anhela profundamente, todo lo que conduce a la plenitud y eternidad humanas, todo eso es ya ahora una realidad, como lo es la espiga futura en el grano que se siembra.

Los signos dados por Jesús, excepto la evangelización de los pobres, son obras milagrosas. ¿Tan difícil es que los ciegos -y todos lo somos- podamos ver, los inválidos andar?...

Sin embargo, a pesar de no ser obra milagrosa, es la evangelización de los pobres el signo más específico y decisivo del ser cristiano; hasta el punto de haber sido elegido como inicio del discurso programático de Mateo: "Dichosos los pobres..." (Mt 5,3). Es el signo que imprime una dirección bien definida a todos los demás: el pobre que elige serlo. Que Jesús es el enviado de Dios lo prueban los milagros; pero es su predilección por los pobres (ciegos, sordos, inválidos, pecadores...) la que revela la novedad de su mesianismo. Sin olvidar a los niños.

En lo que Jesús manda decir a Juan aparecen como beneficiarios de su acción todos los desheredados de la tierra. Y es en este hecho de su predilección por los marginados en el que está llegando el reino de Dios. El que los destinatarios de su acción y de su anuncio de felicidad sean los pobres indica que se está en el comienzo de la era mesiánica. Los signos que propone Jesús para constatar que llega el reino esperado no son "divinos", no son acciones ejercidas directamente por Dios en un terreno distinto al de los hombres ni acciones cultuales, sino signos muy "humanos": gestos de pobre que ama a los que sufren, a nivel de gente pobre que pide pan, salud, esperanza; cosas históricas y materiales, respuestas a necesidades profanas y no religiosas, a peticiones de personas no tenidas en cuenta en la sociedad.

En su respuesta, Jesús anuncia el cumplimiento de la profecía de Isaías (35,1-6.10). Israel vivía entonces lejos de su patria, al otro lado del desierto, y sentía temor ante aquella amnistía ofrecida a todos los exiliados. Muchos preferían quedarse en el exilio, preferían aquella opresión, aquel ir tirando sin ilusiones, antes que complicarse la vida con el regreso, con las nuevas posibilidades que se les abrían ante los ojos. Eran gente sin esperanza, incapaces de soñar. Les bastaba su miseria, no querían nada más. Dios envía a Isaías para despertar a toda aquella gente amodorrada y derrotada. Todo esto seria posible si el pueblo se sacaba de encima la pereza y el miedo y se animaba a caminar. Porque Dios estaba con él, Dios quería acompañarlo en ese camino. El pueblo superó sus temores, se dio cuenta que valía la pena ir más allá del ir tirando de cada día, ir más allá de las dificultades y barreras cotidianas.

¡Cuánto nos conviene ahora volver a escuchar las palabras que dijo Isaías hace más de dos mil quinientos años! El profeta se dirige al pueblo cautivo para anunciarle la salvación que Dios en persona venía a traerle. Esta presencia del Dios que salva es alegría para el mundo, especialmente para aquellos que más han sufrido las consecuencias del exilio: ciegos, cojos, sordos, mudos..., los más pobres. Una presencia que da una esperanza tan firme que el desierto se transformará en paraíso.

Toda esta poesía apunta mucho más allá: la alegría del retorno del exilio es también el símbolo de la alegría de los últimos tiempos. Jesús no puede ser otro que el Mesías, porque sus obras son las que el profeta había anunciado como propias del Mesías. ¿Es así ahora? En esa medida la Iglesia es fiel a Jesús; lo mismo cada comunidad y cada cristiano. ¿Qué salvación ofrecen al pueblo oprimido los religiosos y religiosas, los sacerdotes..., la institución eclesiástica..., los partidos políticos, las ideologías y religiones no cristianas? ¡Pobre pueblo!

Jesús nos ofrece un mundo nuevo, una nueva forma de vivir. ¿Enlazará con la nueva sociedad que se está gestando? En él, los hombres ciegos podrán romper las cataratas que vendan sus ojos, los aturdidos por el ruido de tantas propagandas alienantes oirán palabras nuevas, los paralizados por las opresiones y ataduras saltarán libres de toda cadena; los mudos, los amordazados, los que no tienen voz... podrán gritar sus ilusiones y esperanzas.

Jesús nos anuncia una nueva ciudad de fraternidad, gozo, relaciones verdaderamente humanas..., con la única condición de luchar por ello.

3. El reino de Jesús, ¿es el nuestro?

Jesús de Nazaret fue pobre: encarnó en sí mismo la radical pobreza del ser humano, su debilidad, su impotencia, su existencia depauperada por el pecado, su vida limitada y mortal. Y se dedicó a servir, ayudar y acompañar a los pobres. Y les anunció la salvación. Vivió, sufrió y murió generosamente, disponible al Padre en los hermanos, desprendido de sí, movido por el amor sin límites que llenaba su corazón y que le llevó a la muerte por fidelidad a sus planteamientos. De esa forma redimió todas las pobrezas que existen en el mundo, haciendo de ellas objeto, signo e instrumento de salvación.

La Iglesia de Cristo debe ser pobre como él; amar, evangelizar, servir, acoger y ayudar a los pobres como él. Lo mismo cada comunidad, cada grupo, cada creyente.

POBREZA/QUÉ-ES:¿Qué es ser pobre hoy? Ser evangélicamente pobre es antes que nada una actitud de espíritu. Incluye inexcusablemente ser consciente de la pobreza radical del ser humano: limites, defectos, fallos, pecados; reconocerse pecador de verdad. Incluye también ser desprendido y generoso, amar en serio, darse de veras a Dios y a los demás, sin regateos y hasta donde sea necesario. Ser pobre es compartir, repartir, dar, darse, tomar sobre sí las necesidades de los otros y dar de los propios bienes a los demás, a los más necesitados, hasta empobrecerse materialmente por amor. La medida concreta es difícil y es lo de menos. Pero el que es suficientemente pobre en el sentido esencial de desprendido, disponible, generoso, no amontonará jamás ni pequeñas riquezas. No podemos esperar grandes cambios sin una auténtica revolución interior de la persona humana, de nosotros mismos. No podemos esperar grandes cambios sin querer dar un vuelco a la cultura, educación, formas de ser, diversiones, modos de emplear el tiempo, sistemas económicos... No podemos quedarnos en criticar estructuras, esperando que nos sirvan en bandeja las grandes transformaciones sociales.

¿Quién de nosotros está ensayando un nuevo tipo de familia, dar una vuelta total a su vida, escapar de las tenazas de la sociedad de consumo, poner en común todos los criterios y actitudes? ¿Cuántos estamos dispuestos a abrir los ojos y ver; ver sencillamente lo que hay; dejar que los acontecimientos humanos nos interroguen, diciéndonos la injusticia que llevan dentro? ¿Quién está dispuesto a poner su vida al servicio de una humanidad mejor para todos? ¿Oímos el clamor de todos los desterrados de nuestra tierra?

"¡Y dichoso el que no se sienta defraudado por mí!'`

Mateo y Lucas -sus comunidades- están impresionados por la definitiva ruptura entre la Iglesia y el judaísmo, acaecida poco después de la destrucción de Jerusalén, y enfocan el problema desde sus orígenes. Pero hoy vivimos la misma situación. ¿Qué nos está llevando a aceptar o rechazar el reino de Dios, presente en Jesús?

Jesús puede desconcertarnos, como desconcertó a sus contemporáneos y como desconcertó incluso a Juan Bautista. Porque no era exactamente lo que los judíos esperaban del Mesías.

¿Cómo Jesús dejaba de lado a los maestros de la ley, a los sacerdotes, a los notables del judaísmo, a los servidores del templo? ¿Cómo dejaba de lado la liberación política del pueblo judío, harto de la dominación romana? ¿Cómo los marginados, que no conocían la ley ni la cumplían, podían ser los herederos del reino que, según los maestros, sólo se alcanzaría con el cumplimiento de la ley? ¿Cómo los que no pisan la iglesia o son ateos pueden estar más cerca del reino que los que vamos a ella todos los días?... Jesús dice que sí, planteando algo insólito, nuevo, original, inesperado; algo que escandaliza incluso a los mismos pobres y marginados, que no acaban de creérselo.

Son los signos que realiza Jesús, y no los sacramentos, ni las jerarquías, ni los ritos, los que indican cuándo y por dónde va llegando el reino de Dios. En la religión de Jesús todo consiste en amar como él ama (Jn 13,34-35). Desde entonces todo quedó trastocado. Jesús no divide a la humanidad en buenos y malos, sino en personas que saben amar y aman y en personas que viven para sí mismas. Pero no sirve cualquier amor, sino amar como Jesús.

Ahora -¿siempre?- muchos se han hecho un mesías a su medida, un "mesías burgués", y arremeten contra todos los que se opongan a "su mesías". Otros rechazan este mesías, que saben que es falso, para justificar su ir viviendo de espaldas a los demás. Parece que hay un malentendido congénito entre los profetas y su sociedad, que termina inevitablemente por hacerlos callar violentamente o dejándolos que hablen donde no sean oídos. Nosotros no somos mejores. ¡Quién sabe si nuestros prejuicios no nos estarán impidiendo oír y ver los caminos que sigue hoy el reino de Dios!

¿Vamos a poner condiciones a Jesús, a fijarle caminos? No nos identificamos de buena gana con los pobres: no nos sentimos ciegos, ni sordos, ni mudos, ni paralíticos... Por eso no dejamos que el contacto con Jesús sea fuente de gozo, renueve nuestro interior, nos devuelva la alegría de vivir.

Jesús también defrauda a los que esperan triunfalismos. ¿Cómo aceptar su humildad, su fracaso, su cruz? Hablamos de ello como si lo creyéramos de verdad. Pero es el montaje de nuestra vida el que nos está diciendo que no. En Jesús, su vida y sus palabras iban juntas; en nosotros sigue cada una su propio camino. ¿Por qué si creemos en el escándalo de la cruz somos tan "prudentes" -¿cobardes?- ante las injusticias que padecen los hombres? A los que le sigan, Jesús les ofrece únicamente como recompensa "tomar su cruz y seguirle" (Mt 10,38). Y a los pecadores solamente les anuncia una cosa: serán mimados, perdonados, acogidos. Y esto nos desorientará siempre si lo aplicamos a nuestra vida de cada día. ¿Quién se atrevería a proponer como prueba de la ternura divina el fracaso, la enfermedad, la pobreza, el llanto? ¿Quién de nosotros, al empezar a sufrir, sabría ver en el sufrimiento su vocación, su llamada, el sitio donde lograr la imitación del Maestro? Siguiendo a Jesús no nos veremos libres de las pruebas de la vida, pero las podremos llevar con amor; no lograremos ser felices ahora, pero sí llegaremos a poder prescindir de ello al sentirnos útiles.

El Dios de Jesús raras veces es de nuestra opinión. Jesús ha tenido el atrevimiento de afirmar que la novedad del mundo nuevo ha irrumpido ya sobre la tierra: caminan los que estaban impedidos, ven los ciegos, caminan los inválidos, los muertos resucitan y los pobres reciben el reino. Mirando desde fuera, esta pretensión es escandalosa: es verdad que ha curado a unos enfermos, es verdad que ha ofrecido a unos pocos la ilusión del reino... Pero, en el fondo, todo sigue igual: los pobres continúan oprimidos, desesperan y mueren los enfermos, se pudren en la tumba los muertos...

Sobre esta pretensión de Jesús los hombres están divididos. Por más que le admiren, los judíos de todos los tiempos, los marxistas de hoy o los incrédulos de siempre suponen que Jesús ha fracasado, que con sus planteamientos no podía llegar muy lejos. Puede haber tenido buenos gestos e intenciones, ayudado a unas cuantas personas, pero en el fondo todo sigue igual. ¿No demuestra esto mismo el desencanto de tantos sacerdotes? Los cristianos, a no ser que creamos en vano, admitimos el testimonio de Jesús y creemos que con él ha comenzado a ser realidad lo definitivo.

Pero no podemos olvidar nunca que creemos en Jesús en la medida en que estemos llevando su reino a los pobres, abriendo los ojos y los oídos a los oprimidos, ayudando a que se levanten y luchen por su liberación las personas y los pueblos explotados por los grandes. Esto nos lleva a cada uno de nosotros, y a cada comunidad, a reflexionar para ver cómo podemos colaborar para que aparezcan estos signos de los tiempos mesiánicos. La Iglesia, si no quiere seguir defraudando las esperanzas de las personas y pueblos marginados, tiene mucho que hacer para colaborar a su liberación, para que se haga justicia con ellos.

4. Grandeza de Juan Bautista

Cuando se van los discípulos enviados por Juan Bautista, Jesús cuestiona a la gente sobre cuál fue el motivo para salir de sus casas e ir al desierto a oírle. A la vez, precisa la misión de Juan, personaje que influyó mucho en las primeras comunidades cristianas. Jesús nunca habló de ningún hombre como lo hizo de Juan. Con sus palabras revela su importancia en la historia de la salvación.

Jesús, con sus preguntas, hace reflexionar al pueblo sobre lo que buscaban cuando acudían en masa al desierto a escuchar a Juan.

DESIERTO/NECESIDAD:El desierto es un lugar estéril, árido, abrasado por el sol. Pero es también el lugar ideal para el crecimiento de los principios sólidos, de las convicciones profundas. Es en el silencio y en la soledad que hay en él donde pueden nacer y desarrollarse las profundidades del ser humano. Es en él, en todo lo que bíblicamente representa, donde el ser humano puede alcanzar el fondo de sí mismo, el gusto por la interioridad.

Y como no podemos vivir de verdad sin principios y convicciones sólidos y profundos, debemos acudir frecuentemente al desierto para encontrarnos con nosotros mismos. Demasiadas personas pretenden hacer frente a la vida equipadas solamente de impresiones, de entusiasmos pasajeros, exaltaciones momentáneas, fórmulas de moda... Por eso son tan volubles, tan incapaces de aceptar el mínimo compromiso. Para perseverar en una vida que lleve el signo de lo absoluto es necesario tener unos ideales que no se desvíen ante las dificultades. Y como los ideales más verdaderos son los que cultiva uno mismo, es necesario buscar el silencio y la soledad para madurarlos. No podemos vivir solamente con las respuestas y soluciones que otros nos den a nuestras preguntas; y menos vivir de las ideas y costumbres de moda.

Es verdad que debo escuchar, observar, confrontar, recibir de todos, buscar en todas las direcciones. Pero todo ello debe ser después elaborado, transformado por mí mismo. Debo poner en movimiento mi espíritu crítico, mi imaginación, mi capacidad de reflexión. De esa forma mi vida llevará mi marca inconfundible.

Para que mi vida sea mía, debo pagar regularmente el precio del sufrimiento, de la búsqueda, la paciencia, el silencio, la reflexión, las esperas angustiosas. Solamente las ideas de los demás son regaladas, no cuestan nada; pero no resisten las dificultades. Juan pasó del desierto a la cárcel. Era natural: había ahondado demasiado en el desorden establecido y tenía que pagarlo. No contemporizó con los poderosos ni vaciló ante la violencia que se le venía encima; tampoco vivió en el lujo. Era un hombre austero e inflexible ante el mal. Hoy le llamaríamos exagerado, al menos.

Jesús, con sus preguntas irónicas, marca las distancias entre los que viven en los palacios y visten con lujo y los pobres de la tierra a los que pertenecen sus discípulos. Los que vivían en palacios y vestían con lujo no iban al desierto a escucharlos, aunque sí fueran al templo. Los pobres siempre han preferido los desiertos.

¿Quién es Juan? La respuesta se da citando al profeta Malaquías (3,1). El pueblo considera a Juan un profeta -los dirigentes, un loco-, pero Jesús va más allá: es más que profeta, por ser el Precursor del Mesías. Su grandeza no está solamente en la austeridad de su vida y en el vigor de su carácter, sino en haber aceptado la tarea de preparar el camino a Jesús.

Jesús, revelación de Dios, constituye al mismo tiempo el sentido y plenitud del hombre. En esta perspectiva tenemos que interpretar la figura de Juan. Con la frase "no ha nacido de mujer uno más grande que Juan el Bautista", Jesús lo eleva por encima de los grandes profetas del pasado. Y al decir "entre los nacidos de mujer", también resuena el misterio de su propio nacimiento. Juan Bautista es un ejemplo para todos nosotros por el esfuerzo que tuvo que realizar para vencer las resistencias, por la tenacidad en hacer tambalear estructuras tranquilas. También por sus dudas y las de los suyos ante las interpretaciones simplistas del pueblo, por su paciencia en la cárcel, con las manos atadas, sin poder hacer nada, viendo que el tiempo se terminaba para él.

"Aunque el más pequeño en el reino de Dios es más grande que él". Juan era el más grande de los hijos de mujer, es el culmen de lo que puede producir la tierra. Pero el reino es mucho más: pertenece a otra esfera; ante él palidecen todos los resplandores terrestres, con los que no existe comparación posible. Para pertenecer al reino es necesaria una nueva intervención de Dios en el hombre, un nuevo nacimiento (Jn 3,3ss), que ni el más grande de los hombres puede lograr por sí mismo. Sin embargo, el más pequeño e insignificante en quien se haya realizado este nuevo nacimiento, esta nueva existencia, es mayor que la personalidad más destacada, como era la de Juan. Marca así la diferencia entre el Antiguo y el Nuevo Testamento. Pero a esta novedad no es introducido el hombre sólo por el bautismo de agua; se requiere el nacimiento del Espíritu. Y no podemos olvidar que la mayoría de los cristianos hemos nacido del agua, pero ¿cuántos han nacido del Espíritu? ¿Cómo pretender ser "hombres nuevos" y vivir de espaldas a lo que Jesús representa hoy?

Acostumbrados a tanta "grandeza humana", el reino nos aparece como un grano de arena. Ni con todas nuestras fuerzas ni sumando grandeza sobre grandeza lo conseguiremos. Simplemente nos es dado.

Nos cuesta comprender la paradoja, la pequeñez del tesoro escondido nos desconcierta. Un tesoro que se encuentra en el fondo de un cubo de basura, en que con tanta frecuencia nos convertimos los cristianos, y en el que hay que mancharse, escarbando, para encontrarlo.

FRANCISCO BARTOLOME GONZALEZ
ACERCAMIENTO A JESUS DE NAZARET - 2
PAULINAS/MADRID 1985.Págs. 61-73


10. 

Aquello que Isaías anunciaba en la primera lectura, Jesús lo realiza en el evangelio. Lo escatológico, el fin de la historia de la salvación, el último hito querido por Dios para el universo, la última y definitiva creación, ya es una realidad en Jesús. Lo último y supremo querido por Dios se hace realidad en el Hijo hecho hombre, sobre todo por la resurrección, pero ya en su vida terrena, y de ello son un buen signo los milagros. Isaías nos presentaba el retorno del exilio desde una perspectiva escatológica de salvación definitiva. Jesús, haciendo que los ciegos recobren la vista, los inválidos anden, los muertos resuciten, los desvalidos escuchen la Buena Nueva, hace presente ya a su alrededor, para bien y salvación de los hombres postrados por el mal y el pecado, la nueva creación, la salvación escatológica. Jesús hace presente el Reino, el Reinado de Dios: la realización de la voluntad salvadora del Padre, una voluntad de vida y no de muerte, de salud y no de carencias, de Buena Nueva y no de tristeza y ensimismamiento. Es a partir de estos signos alegres de la nueva creación en el evangelio, que hay que proponer la alegría de este domingo Gaudete.

El elogio que Jesús hace de Juan Bautista es también aleccionador. La Iglesia, que tanto ha venerado al Precursor, ha de sentirse identificada con Juan: ella tampoco es la luz ("Lumen gentium cum sit Christus", empieza la constitución del Vat. II sobre la Iglesia), ella prepara el camino al Señor. No puede ser una caña sacudida por el viento, tiene que resplandecer por la austeridad y la pobreza. La Iglesia es más que profeta: no sólo anuncia a Cristo, lo lleva dentro, ¡es el Cuerpo de Cristo! Cuerpo de Cristo pobre, valiente, insobornable en la tarea del Reino.

P. LLABRÉS
MISA DOMINICAL 1989/24


11.

Las curaciones en la Escritura se presentan siempre como signo de los tiempos mesiánicos. En este tercer domingo, lo quieren poner de relieve tanto la primera lectura como el evangelio. Se trata de afirmar la presencia de los tiempos mesiánicos. Nada mas sencillo y más impresionante que la respuesta de Jesús a los enviados de Juan Bautista. Jesús no tiene necesidad de decir quién es él; tanto Juan como sus enviados conocen la profecía de Isaías. Ya hemos tratado de ello: esa posibilidad de ver, de andar, de comprender, que la tenemos nosotros, es signo de que el reino está aquí y que esperamos su establecimiento definitivo en nosotros y en el mundo.

Santiago nos pide paciencia para esperar ese día próximo de la realización plena del reino. Compara nuestra paciencia con la de un labrador. Sembramos como él y debemos de esperar el tiempo de la recolección. Es un aviso familiar para nosotros: esperar con paciencia y amor a los demás. La esperanza cristiana es paciencia y amor y Santiago nos pone como modelo el sufrimiento y la paciencia de los profetas.

ADRIEN NOCENT
EL AÑO LITURGICO: CELEBRAR A JC 1
INTRODUCCION Y ADVIENTO
SAL TERRAE SANTANDER 1979.Pág. 130 s.


12.

-"¿Eres tú el que ha de venir?"

Jesús ha comenzado su vida pública, ha recorrido los caminos de Galilea anunciando a los pobres la buena noticia, ha pasado por todas partes haciendo bien, ha levantado la esperanza de unos y la contradicción de otros... Ha levantado también la pregunta: "¿qué clase de hombre es éste?" Su fama ha llegado a los marginados, a los leprosos, a los pecadores públicos, a los que están en la cárcel... En la cárcel está Juan Bautista, el precursor, el más grande de los profetas. Comenzó predicando en el desierto y ha terminado en la cárcel.

Juan había anunciado los tiempos mesiánicos, había dicho que detrás de él venía "el más fuerte", y que ya tenía el bieldo en la mano para limpiar su era, para recoger el grano en el granero y quemar la paja en el fuego. Pero he aquí que ahora lo que se cuenta de Jesús no es lo que Juan se había imaginado, no corresponde exactamente a sus expectativas. De ahí la perplejidad, la duda, la pregunta: "¿Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro?" Jesús es el que tenía que venir. En él viene el Señor. El es el Señor. Jesús muestra las señales de su venida, que son señales de liberación: los ciegos ven, los sordos oyen, los cojos saltan de gozo, los pobres son evangelizados... Y sin embargo, su venida sorprende a todos. También al precursor, al más grande de los profetas. El Mesías que llega no es igual que el Mesías deseado. Este hecho histórico sirve de parábola que ilustra la relación entre los deseos humanos y el adviento de Dios. El deseo de felicidad y de absoluto que hay en el hombre puede ser en el fondo un anhelo de Dios y el punto vital de despegue de la esperanza. Pero el Dios verdadero, el que viene, nunca coincide con lo que nosotros nos imaginamos. Creer es, entonces, dejarse sorprender por el Otro del todo.

-"Tened paciencia, hermanos":

Creemos que Jesús, el que vino, es también el Señor que ha de venir. Entre una y otra venida se abre un espacio para la fe y para las obras, para escuchar y practicar la palabra de Dios, para volvernos los unos a los otros y cumplir el mandamiento del amor. En ese espacio, en esta tierra, trabaja la esperanza. En el desierto de la ausencia del Señor prepara la esperanza los caminos de su venida. No conocemos ni el día ni la hora, sólo el Padre la conoce. Por lo tanto, la venida del Señor no está en nuestras manos y no podemos precipitarla con un golpe de fuerza. Pero sabemos que vendrá y que florecerá el desierto con su presencia.

La actitud del cristiano en esta situación, entre el "ya" y el "todavía no" de la venida del Señor, es como la del "labrador que aguarda paciente el fruto valioso de la tierra mientras recibe la lluvia temprana y tardía". El cristiano da tiempo al tiempo; o mejor, da tiempo a Dios. Es decir, no anticipa por su mano el juicio de Dios y deja que crezcan juntos el trigo y la cizaña. No se adueña del día del Señor. Pero no ceja tampoco en la esperanza, antes al contrario la pone a trabajar y la reviste de paciencia, de tolerancia, de resistencia. Y sabe que esta esperanza es la esperanza que no defrauda.

EUCARISTÍA 1980/58


13.

Sí, más allá de una preparación para conmemorar la Navidad del Señor, entendemos el adviento litúrgico como un orientar nuestra persona hacia su venida final, es obvio que el tema más propio será la esperanza cristiana. Sin embargo, lo esperado no sólo afecta positivamente a quienes confiesan su fe en Jesús. Sin pretender manipular la voluntad de nadie, pensamos que el contenido de este esperar coincide, en su fondo real, con la necesidad y el deseo de todos los hombres. Porque no se trata de un esperar en la suerte, ni de poseer más cosas o personas. Esperamos "eso" que todavía desearíamos aunque tuviésemos todo lo humanamente pensable. Esperamos "lo último", lo que nos plenifique, nos llene y nos libere totalmente. Esperamos a Dios.

Es verdad que lo "progre" consiste para algunos en negar la racionalidad y la posibilidad de cualquier esperanza trascendente e, incluso, el sentido de las utopías terrenales que apuntan a un mundo más justo y humano. Pero, en general, en lo más íntimo de cada persona explota la necesidad de que la vida tenga un sentido. Sobre todo, en momentos de soledad, de dolor profundo, cuando se palpa el vacío y la frustración, la necesidad de esperanza se enciende pese a todos los esfuerzos de la razón posmoderna por mostrar la "normalidad" del sinsentido, el dolor y la muerte. La atracción de la meta final actúa sobre el hombre como un potente imán. El corazón humano sigue teniendo razones que la razón no comprende. Por ello, aunque el tema sea peculiar del adviento, siempre es tiempo de esperanza, porque siempre es tiempo de vida, siempre es tiempo de adviento.

En los textos litúrgicos de hoy podemos encontrar numerosos detalles que, desde nuestra óptica, podrían describir el mundo actual y, sobre todo, examinar la acogida real que nosotros hemos tenido para con la acción salvadora de Dios. El "desierto y el yermo", a que alude Isaías y que bíblicamente se presenta como "una soledad poblada de aullidos", podría traducirse en nuestros días como "una soledad poblada de ruidos e interferencias". Ahí vivimos nosotros. Las grandes reuniones de masas, que hoy frecuentemente se producen, son un buen ejemplo de ello. Hay mucha soledad en un estadio lleno con cientos de miles de espectadores. Hay mucha soledad que trata de ahogarse con el ruido de un walkman o las imágenes de una televisión. Hay excesivo ruido -muchas interferencias- para que el hombre perciba con claridad en su interior realidades transcendentes. Ensordecidos para escuchar dentro de nosotros, sólo atendemos a los reclamos publicitarios exteriores. Luego, al igual que esos mudos que lo son por ser sordos, a nuestras palabras se limitan a comentar lo que han metido por nuestros oídos. Somos como "posesos" muy manipulados por este entorno. Así, además de alienados, nos convertimos en propagandistas de alienación. En consecuencia, como interiormente inválidos, no caminamos hacia ninguna utopía. Nos volvemos cojos hasta para el Reino. Y, paradójicamente, la sociedad que produce más bienes materiales que nunca, está casi yerma de "hombres humanos". Los corazones, que la Biblia califica como "de piedra", son ahora de otros materiales. Los hay de cemento y cristal ahumado, de frío acero inoxidable, de plastificada tarjeta de crédito o de amarillo papel de prensa alienante. Los corazones de carne, sensibles y activos, escasean. El pensamiento de Francis Fukuyama parece que va calando en muchos ambientes: ésto es lo único que hay y lo único que puede haber. Este es el final de la historia, nada habrá distinto en el futuro.

Desde luego, esta situación -tan cerrada de horizontes como la prisión del Bautista- nos afecta mucho como creyentes cristianos. Quizá estamos, personalmente y como grupo, un tanto dormidos y con los ojos cerrados a la realidad. Esa inhumana realidad que no tiene pabellón en las "Expo" universales. Por eso hemos de prestar atención a las palabras del Señor: ¡Estad en vela, no os durmáis! Nos ha podido suceder también que, cuando hemos abierto los ojos, han empezado a temblarnos las rodillas y a vacilar nuestras manos ante lo que veíamos. ¿Qué se puede hacer en un mundo así? Tal vez nos hemos quedado perplejos, aturdidos e inconfesadamente acobardados. Por nuestra boca salen entonces frase sin esperanza que nunca dijo Jesús: nada se puede hacer, esto no tiene arreglo, no hay quien pare esta máquina, sálvese quien pueda. Hasta es fácil que hayamos sentido la tentación de retroceder un paso más hacia las trincheras y, en una especie de contra-conversión, demos la vuelta, huyamos y nos refugiemos en nuestro grupo-estufa. Puede que allí nos sintamos mejor, no alimentándonos del pan de vida, sino consumiendo individualismo intimista, ritualismo y moralismo euforizantes, teorías (¿teologías también?) fariseas, materialismos saduceos y hasta aceptando como normal la esclavitud exigida por los modernos imperios romanos.

Considerando todo lo anterior, es muy importante que no convirtamos el adviento en rutina religiosa o en mera devoción temporal. En primer lugar, no debe cesar nuestro esfuerzo por alimentar una verdadera vida interior personalizada (no confundir con ilustrada o individualizada). Ello implica una cuidadosa atención a la experiencia del Dios de Jesús y una mirada penetrante, crítica y solidaria hacia nuestro mundo. Buscando incansablemente la salvación, como hizo el Bautista, hemos de dejar que penetre de verdad en nosotros el mensaje de ánimo que nos da la Palabra de Dios. Entonces la ceguera, la parálisis y el miedo nos dejarán. A pesar de nuestra debilidad hemos de ser el parte del pequeño resto que conserve la semilla y la esperanza de un cielo y una tierra nuevos. Es la paciencia y firmeza que nos pide la carta de Santiago. Como Abraham esperaremos contra toda esperanza con el corazón y con los hechos. El Señor cuenta con nosotros para construir la ciudad. ¡Ven, Señor Jesús!

Algunos constatan que hay mucha desilusión, mucha frustración, mucho "desespero", mucho desengaño... ¿Es cierto? ¿Por qué? ¿Se podrá evitar...? Es difícil encontrar a alguien que no espera nada ni a nadie. Usted y yo -creyentes en Jesús- tenemos esperanza, o sea, "esperamos"... En concreto, ¿qué? Y la gente, en general, ¿qué espera? ¿Dónde o en qué o con qué espera dar sentido a su vida...?

EUCARISTÍA 1992/57


14.

LA PREGUNTA Y LA RESPUESTA

La pregunta

Efectivamente, Juan era la voz profética, descarnada y fuerte, que trataba de anunciar, bosquejar y perfilar al «Mesías que había de venir». Era muy consciente de su papel de «heraldo», de «precursor»: «Yo soy la voz que clama...». Pero era muy consciente también de que ese papel no podía ser aséptico, de mera transmisión mecánica. Su «vocación» tenía que transformarle primero a él y tenía que transformar a los demás. Por eso, la austeridad impresionante de su vida, de su vestido, de su alimento. Y por eso, sobre todo, la exigencia de su mensaje: «Ya está el hacha en la raíz de los árboles, y todo árbol que no dé fruto...».

Pero le metieron en la cárcel. Y, aunque él mismo había presentado a Jesús con palabras definitivas --«he aquí el cordero de Dios que quita el pecado del mundo»--, quizá tuviera algún desconcierto: «¿Es posible que este manso cordero, tan desvalido, tan sin los "signos triunfales" con los que soñaba el pueblo judío, sea el Mesías?» Por eso, su voz se convirtió en «pregunta», y pregunta urgente «¿Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro?»

--(¡Qué bello el papel de Juan! ¡Qué bello ese «rol» de anunciar la presencia de Cristo entre nosotros! ¡Qué necesaria la postura del cristiano, cuando se hace consciente de que para eso ha sido llamado: para presentar y descubrir las huellas de identidad de Dios en el mundo y de Cristo en la Iglesia! ¡Qué urgente convertir nuestra vida en una pregunta: «¿Estás Tú, Señor, en nuestro mundo, en el acontecer de la historia, en los "signos de los tiempos"? ¿Has venido ya? ¿O tenemos que seguir esperando?»)

La respuesta

Y la respuesta es Jesús: «Decid a Juan lo que habéis visto: los ciegos, ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los pobres son evangelizados; y ¡dichosos los que no se escandalizan en mí!»

Eran palabras de Isaías describiendo los tiempos mesiánicos. Era, por lo tanto, una manera indirecta, pero contundente, de decirle a Juan: «Que no te atormente la duda. Ya estoy poniendo en marcha los pilares del "Reino". Porque "el reino de los cielos en vosotros está". Y que nadie se escandalice, si no he venido con el esplendor y el poderío externo con que me estaban esperando. Por el contrario: que vayan aprendiendo que mi papel de Mesías, consiste, por encima de todo, en empapar el corazón de los desvalidos con la realidad de la "buena noticia". No en "enriquecer a los pobres", como podría hacer un reformador social, sino en hacer ver a los más necesitados que ellos son los elegidos, que a ellos se les da lo más grande: la esperanza».

--(Tenemos que saber dar esta respuesta al mundo de hoy, amigos. La Iglesia tiene que ir encontrando, cada vez más, caminos de testimonio en favor de los hombres más pobres, de los países más pobres, de las razas más desheredadas. Una «iglesia triunfal» no será nunca la verdadera respuesta. La respuesta será siempre la de Jesús: «evangelizar a los pobres», hacerse pobre con los pobres, poniendo junto a ellos nuestro propio desvalimiento. Pero muy empapado, lo repito, en la básica virtud cristiana de la esperanza.)

ELVIRA-1.Págs. 9 ss.


15.

Frase evangélica: «¿Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro?»

Tema de predicación: EL PROYECTO EVANGÉLICO

1. El «precursor» prepara, rotura, siembra... Está en función del que va a llegar o de lo que se pretende instaurar. Su tentación es la de suplantar, predicarse a sí mismo, adecuar a sus intereses lo que va a venir, olvidar que su servicio no se centra en sí mismo... A veces puede sentir que su misión ha fracasado, sobre todo si se encuentra solo, sin el aprecio de los demás, en la cárcel... Es natural que entonces se pregunte uno por el sentido de su vida. Así le ocurrió a Juan Bautista, al comprobar que las obras de Jesús no acreditaban su mesianidad, sino que decepcionaban a sus compatriotas; que el pueblo no se convertía; que crecían los conflictos con los jefes del sistema... Juan, como precursor, se sintió dubitativo y angustiado.

2. El Antiguo Testamento está pendiente del que «ha de venir». Será el Mesías, que vendrá a dar vida, a curar al pueblo de sus enfermedades y heridas. La respuesta de Jesús, como respuesta evangélica, orienta a Juan y a todos los cristianos. Nos gustaría a veces que el cristianismo fuera de otra manera: apocalíptico, prepotente, lleno de milagros, avasallador... Pero no lo es. La era mesiánica, según el libro de Isaías, se caracteriza por las obras de liberación y salvación. Jesús se remite a sus obras. La respuesta del Señor puede defraudar -y, de hecho, defrauda-, ya que el cristianismo no es aplastamiento, sino recomposición; no es desquite, sino perdón. Así lo entiende la primera lectura de Isaías.

3. Como consecuencia, la actitud cristiana es actitud activa y operante, de espera y de esperanza. Se proclama el evangelio cuando a los pobres les llega de verdad la buena noticia, a saber, cuando son defendidos y reconocidos. Sin liberación no hay evangelización. El cristiano es un precursor que prepara la llegada del reino de Dios y del Dios del reino.

REFLEXIÓN CRISTIANA:

¿Cómo evangelizamos hoy?

¿Somos precursores del Señor?

CASIANO FLORISTAN
DE DOMINGO A DOMINGO
EL EVANGELIO EN LOS TRES CICLOS LITURGICOS
SAL TERRAE.SANTANDER 1993.Pág. 95 s.


16.CR/SOCIOLOGICOS/FE

Preguntar a Jesús, algo fundamental

Juan tenía sus propios discípulos, pero sabía que no lo había llamado para quedárselos sino para encaminarlos hacia «Aquél que tenía que venir» y cuyos caminos estaban preparando tan meticulosamente. Por eso, en un momento determinado, Juan toma una decisión: enviar a sus discípulos a Jesús para que le hiciera una pregunta. Esta: «¿Eres tú el que ha de venir o debemos esperar a otro?»

A mi esta escena evangélica me parece interesantísima. Unos hombres preguntan no sin que antes hayan reflexionado sobre la importancia y los móviles que les llevan a preguntar. Estamos ante un acto decisorio. Y esto es lo importante. Y contemplar en silencio esta escena es interesante porque no podemos olvidar que, muchos de nosotros, somos producto de un cristianismo sociológico; sin comerlo ni beberlo nos hemos encontrado cristianos; nos bautizaron sin pedirnos opinión porque, cuando lo hicieron, no podíamos dar razón alguna y sin apenas preguntar nada hemos ido caminando por la senda de la «práctica religiosa»: primera comunión, sacramento del matrimonio, misa dominical y así sucesivamente, muchos de nosotros, podemos llegar al final de nuestros días sin haberle preguntado a Cristo si es El el que tiene que venir, sin haber tenido en la vida un momento de reflexión y una decisión personal acerca de quién es el que seguimos en nuestra vida de fe y por qué lo seguimos.

Esta postura indicada anteriormente es mala y denota una falta de madurez que no se corresponde con la actitud que adoptamos respecto a otras decisiones que tomamos en la vida y especialmente para aquellas que consideramos importantes. Por ejemplo, a nadie se le ocurre -o debe ocurrírsele- contraer matrimonio sin preguntarse seriamente si la persona «elegida» (que ya es una decisión) es la más adecuada y ello porque una actitud irreflexiva en esta elección suele tener consecuencias indeseables y dolorosas; quizá nadie se decide por una profesión sin pensar en sus propias cualidades y en el perfil de la profesión en cuestión; incluso en las elecciones más sencillas, esas que se prodigan diariamente, resulta normal pensar y pensar los motivos que tenemos para decidirnos por una u otra opción. Y si no, preguntad a algunas mujeres cuántos escaparates han consultado antes de decidirse por el abrigo de sus sueños o cuántos folletos sobre coches ha consultado un hombre antes de decidirse entre el que le garantiza la libertad o la felicidad, que de todo hay por lo visto, escondido entre el motor de los coches.

Pues bien, hay algo en la vida de los hombres que me parece de capital importancia: la fe, porque la fe es una opción que compromete por entero la vida, que imprime carácter, que deja una huella honda que distingue para siempre al hombre ya que esto y no otra cosa es la fe. Naturalmente que la práctica religiosa puede realizarse sin una opción por la fe, sin un compromiso personal pero es que la práctica religiosa sola no es la fe. La fe es una vida y como toda vida exige un fundamento. De ahí la importancia de la pregunta a Jesús, de la escena que hoy nos presenta el Evangelio, la importancia de ponerse en camino reflexivamente para llegar hasta El y saber si es El el que esperamos y es El a quien tenemos que acompañar en el camino. Si en algún momento de nuestra vida no hacemos esto, podremos tener práctica religiosa, pero no tendremos vida.

El Adviento no es otra cosa que la preparación para iniciar ese camino reflexivo que tiene que conducirnos a Cristo porque la Iglesia anuncia, una vez más, la llegada del Señor y sería lamentable que perdiéramos una oportunidad de acercarnos al Niño, como se acercaron los discípulos de Juan a Jesús, para preguntarse si es El el que inaugura una época nueva en la que se hace posible que el desierto y el yermo florezcan; sería lamentable que esa venida anunciada fuera, una vez más, frustrante como quizá han sido tantas venidas de Jesús no vividas y dejándonos arrastrar simplemente por el entorno social.

Aquellos discípulos de Juan es posible que no entendieran demasiado el sentido de la respuesta de Cristo, un sentido que nosotros, a pesar del tiempo pasado, no hemos desvelado completamente, pero es lo cierto que Juan les impuso tomar una decisión y ellos la tomaron: la de acercarse a Jesús y no seguirle sin preguntar, sin tener razones que abonaran una postura posterior. Y esta decisión de los discípulos de Juan cobra hoy una especial actualidad porque lenta pero inexorablemente está desapareciendo el contexto social que favorecía un cristianismo cómodo y de inercia. Hoy no es fácil ser cristiano porque lo han sido tus padres y porque la sociedad, en su conjunto, te empuja a ello. Al contrario, hoy para ser cristiano es inevitable tomar una decisión, ponerse en camino y preguntar como lo hicieron los discípulos de Juan, sabiendo que la respuesta de Jesús no da lugar a equívocos: los que quieran seguirle deben esforzarse, como El, para que los ciegos vean, los cojos anden, los leprosos queden limpios y los pobres sean destinatarios de la mejor noticia. Y todo esto no se hace desde la comodidad, el aburguesamiento ni la indiferencia, sino desde el compromiso, el riesgo e incluso, a veces, desde la lucha consigo mismo. Por eso precisamente es necesario acercarse a Jesús y tener la certeza de que se camina a su lado; así no afecta que el contexto social se vaya descristianizando y no cabe el temor ni la tristeza.

ANA MARÍA CORTES
DABAR 1995/03