30 HOMILÍAS PARA EL DOMINGO SEGUNDO DE ADVIENTO - CICLO A
(9-15)

 

9. VEJEZ/CV: SOBRE LA PRIMERA LECTURA

Renovación y conversión. Un renuevo

La primera figura que hoy contemplamos es la del renuevo. ¡Cómo nos emociona que de un viejo tronco brote un verde renuevo! Es un triunfo de la vida, un himno de primavera. Cómo emociona el que unos viejos, aunque no sean tanto como Abraham y Sara, puedan tener un hijo. Cómo emocionan esos líderes mayores que promueven nuevas ideas o defienden juvenilmente viejas utopías. Cómo emocionan los viejos pueblos que superan su esclerosis y se abren a los signos de los tiempos. Cómo emociona el científico, el artista, el santo, que no dejan de crear, de recrear y recrearse.

Vejez. Nuestros pueblos, dicen, se están haciendo viejos alarmantemente. Y envejecer es angustioso. Añoramos la juventud, que es fuerza y empuje. Nos asusta el cumplir años y nos deprime la primera arruga que detectamos en el rostro. A ciertas personas no se les puede preguntar por la edad. En maquillajes y cirugías estéticas se gastan fortunas. ¿Cuanto vale quitarse una arruga? ¿Cuánto cuesta aparentar la edad que no se tiene? Y, sin embargo, lo joven, biológicamente hablando, no es un absoluto ni puede convertirse en un ídolo. No es lo biológico lo más importante. Culturas hay en que se aprecia más al anciano. Hay otros tipos de vejez que son más deprimentes.

Vejez cultural

Estamos en las postrimerías de un siglo y en la degradación de una cultura. Se nos enseñan pocos valores humanos. Se calienta nuestra cabeza con ideas, pero se nos seca el corazón. Se nos enseña a competir, no a convivir. Se nos enseña a consumir, no a vivir. Se nos enseña a contar, no a crear. El consumismo es viejo y hace envejecer. El consumismo no es creativo ni entusiasma. El consumismo satisface, pero no alegra. El consumismo adormece y embota. ¡Cuántos jóvenes envejecidos que se conforman con que les den para sus gustos y sus gastos! Se busca comodidad, confort, seguridad, placer. Decidme si esos son valores de juventud.

Vejez espiritual

Es la más grave. ¡Si nuestro espíritu pudiera mirarse en un espejo! La vejez del espíritu se manifiesta en la falta de fe y de ilusión, en el escepticismo y el desencanto, en el pesimismo y la angustia, en la lucha radical. ¡Qué viejos son los escépticos y los agnósticos y los amargados! Dicen que son lúcidos, pero la verdad es que son decrépitos. Dicen que la experiencia desengaña, que los años nos vuelven desconfiados. Por eso, la desconfianza, el estar de vuelta, el reírse de las utopías, es signo de vejez. Y el pasotismo también es viejo, aunque aparezca muy moderno. Quiere decir que nuestra modernidad lleva dentro el virus de lo viejo.

La vejez del espíritu se manifiesta también en la falta de amor y solidaridad. Si el que no ama está muerto, el que ama poco debe estar en un estado de caquexia generalizada. El amor es la vida del espíritu. Pues a nuestra generación le falta vida, padece una arteriosclerosis alarmante. Vive para sí, se pliega en sí misma cobardemente, no se entrega, ni se arriesga, ni sale al encuentro del otro. No tiene capacidad de sacrificio y le falta generosidad. No está hecha para la revolución, ni siquiera para el cambio. Son síntomas claros de vejez.

A esta vejez sí que hay que tener miedo. La de los años es relativa. ¡Ya quisiera yo la juventud de una Madre Teresa, a pesar de sus arrugas! O la juventud que tuvo Juan XXIII o la del Dr. Schweitzer y tantos otros más o menos conocidos. Y en cambio me deprime ver la cara de tantos jóvenes de mirada triste y semblante aburrido, que no saben qué hacer con sus energías, sino quemarlas; jóvenes, con más o menos culpa, que no tienen metas ni ideales y que caminan hacia ninguna parte.

Vejez eclesiástica

No me refiero a la edad de los Papas y los obispos, sino al peso de las instituciones. Las Iglesias también se muestran, a veces, con síntomas de cansancio, de miedo, de vejez. Cuando miran más al pasado, cuando viven a la defensiva, cuando se encierran en sus cuarteles de invierno o en sus templos, cuando se agosta la utopía.

Cosas de éstas han pasado y pasan en la Iglesia. No hay que extrañarse. La Iglesia está llamada a ser joven, «sin mancha ni arruga», pero necesita de purificación y renovación continuas. La historia es testigo.

"Brotará un renuevo del tronco de Jesé"

Esta es la gran promesa. Todos tenemos que hacer esfuerzos por renovarnos. Es lo que llamamos la conversión. Pero todos nuestros esfuerzos son muy limitados. «¿Quién puede por sí mismo añadir un palmo a su estatura?». ¿Quién puede por sí mismo cambiar su orgullo o su timidez? ¿Quién puede con sus fuerzas quitarse una arruga?

Pero aquí está la promesa. De un árbol viejo brotará un retoño. Entramos en la galaxia de lo gratuito. De lo caduco y corrompido surgirá lo más nuevo y lo más limpio. De los viejos Abraham-Sara nació el hijo de la promesa. En el pueblo de Israel, anquilosado, brotaría el hombre nuevo, una vida en plenitud.

Estamos tocando el misterio. Estas impensables floraciones son un milagro del espíritu. Cuando el Espíritu sopla con fuerza, hasta los huesos secos recobran vida, de los viejos troncos brotan retoños y toda la faz de la tierra rejuvenece.

No debemos desesperar. Por muy acabados y viejos que nos sintamos, se nos ha prometido un bautismo de Espíritu y fuego. Quien se deja empapar de este Espíritu, que es fuego, quema todo lo caduco y se abre a una vida nueva. Eso es la gracia, así como el pecado es «resistir a veces una vida siempre nueva» (R. Garaudy); empeñarse en hacer las cosas de siempre, es pensar y sentir como siempre, taponando la savia del Espíritu. La gracia del Espíritu, en cambio, es abrirse cada día al «viento» de la mañana, es renovar la mente y el corazón cada día, es mirarlo todo con ojos nuevos cada día. Es la conversión.

2. «Convertíos»

Es una necesidad sentida. Juan exigía desde el primer momento la conversión, porque se acercaba una realidad sorprendentemente nueva, el Reino de Dios. Esta fue también la primera palabra de Jesús. Convertíos, preparaos para recibir el Reino de Dios. «¡A vino nuevo odres nuevos!»

Hay que desprenderse de lo antiguo. Juan concretaba exigiendo la superación del egoísmo, la violencia y la injusticia. «El que tenga dos túnicas... No exijáis más de lo establecido». Dejad en el río vuestros pecados. «No hagáis extorsión a nadie». Está bien, pero esto suena aún a bautismo de agua, cuestión de corregir defectos y acumular más obras buenas. La exigencia de Jesús es más radical. «¡Hay que nacer de nuevo!». Se trata de una realidad nueva, ojos nuevos, mente nueva, corazón nuevo, espíritu nuevo. Es el bautismo en el Espíritu.

Y toda esta novedad de Cristo se concretará después en una vida de amor; pero de amor sin límites, a lo divino; es la misma vida de Dios. ¿Acallamos lo que suena a profecía?

Todos sentimos la necesidad de convertirnos. Vivimos con el cansancio a cuestas, con la rutina pegada a la piel, con la tristeza en los ojos, con la duda en la mente y el desencanto en el corazón. Nos instalamos en la mediocridad y tememos la novedad. Nos casamos con nuestros pequeños o grandes egoísmos y nos divorciamos de la generosidad. Nos adaptamos al ambiente y tememos ser distintos. Nos integramos en el sistema, tan injusto, y acallamos lo que suena a profecía. Es lo viejo. Dejemos que el Espíritu sople sobre este viejo tronco y haga surgir renuevos cargados de dones.

Conversión

Todos estamos llamados a convertirnos. Nosotros, nuestra Iglesia, nuestro mundo. Que cada uno de nosotros queme el hombre viejo en el fuego del Espíritu y se revista de hombre nuevo, entrañando los sentimientos de Jesucristo.

Nuestra Iglesia, abierta enteramente al soplo del Espíritu, bañándose diariamente en la sangre y el agua, alimentándose con la palabra viva, llegará a ser libre, acogedora, profética, confiada, abierta, unida, servicial.

Nuestra sociedad cultivará los movimientos renovadores, escuchará la voz de los pobres y de los profetas, multiplicará los diálogos y los encuentros, predicará el desarme y la solidaridad.

IDEAS PRINCIPALES PARA LA HOMILÍA

1. Emociona la vida que se renueva. Cada retoño es un himno de primavera. También las personas y las instituciones deben renovarse, si no quieren morir.

2. Tenemos miedo a lo viejo. Pero encontramos síntomas de vejez en todas las direcciones. No es la más grave la vejez de los cuerpos, sino la de los espíritus. Nuestra cultura y nuestras instituciones se hacen viejas. ¿Y nuestra Iglesia?

3. «Brotará un renuevo del tronco de Jesé». Entramos en la galaxia de lo gratuito. Por la fuerza del Espíritu aun lo más viejo puede renovarse y ser fecundo. El Espíritu puede hacer que lleguemos a ser como niños, que lleguemos a renacer. Vida nueva. Es la conversión necesaria.

Para acoger a Cristo que viene, para formar parte del Reino de Dios, tenemos que convertirnos por obra del Espíritu, que nos colma de sus dones y frutos.

CARITAS
RIOS DEL CORAZON
ADVIENTO Y NAVIDAD 1992.Págs. 44-48


10.

-La paz mesiánica: La paz es sin duda lo más sobresaliente del mensaje de Isaías que se ofrece en la primera lectura de este domingo. Esta paz mesiánica es para todos los pueblos, si bien ha de venir del tronco de Jesé o de la casa de David. Además, se trata de una verdadera paz fundada en la justicia y no de una "pacificación" por el dominio de las armas o simplemente de "hacer las paces". De manera que el Mesías, el príncipe de la paz, no tiene que ver en absoluto con los pacificadores que imponen su paz ni con los pacifistas que transigen con la injusticia. Cuando se cumplan las promesas mesiánicas la fuerza no será la ley, pero la ley no cederá ante la fuerza; la paz y la justicia se besarán, y nada sucederá en adelante en menoscabo de los pobres.

Esta paz universal, entre todos los pueblos, será también paz y reconciliación de los hombres con la naturaleza: "El niño jugará con la hura del áspid, la criatura meterá su mano en el escondrijo de la serpiente". Porque el hombre ya no vivirá en un mundo hostil y la tierra será su morada. El profeta describe la paz como un retorno al paraíso, sólo que el árbol de la vida y el centro de la convivencia será el Hijo de David, el vástago que ha de brotar del tronco de Jesé. Todo esto que leemos es el consuelo que, según Pablo, nos dan las Escrituras para que mantengamos la esperanza.

-La Iglesia de judíos y gentiles: Cristo, cabeza y principio de la Iglesia, es también el fundamento de una nueva hermandad en la esperanza común. El acoge por igual a judíos y gentiles, sirviendo a todos con un amor más fuerte que la muerte y que le ha llevado a la muerte, pero también a la resurrección. Y si Cristo nos acoge, también nosotros nos tenemos que acoger los unos a los otros sin distinción de razas, lenguas o naciones, de varón o mujer, de libre o esclavo, porque en Cristo todos somos hermanos. Es verdad que no llevamos la misma sangre, pero sí la misma esperanza, y ésta une más que la sangre. La comunidad de los discípulos de Jesús, la iglesia, es convocación, reconciliación y, como tal, se funda en una misma promesa. Como hijos de la promesa, y no como hijos de Abrahán según la sangre, todos, judíos y gentiles, somos hermanos.

-Convertíos, porque esta cerca el Reinado de Dios: El evangelio, el anuncio del Reinado de Dios convoca a los discípulos de Jesús y funda la Iglesia de los creyentes en una misma esperanza. La proclamación del evangelio es en todo caso una llamada a la conversión, la cual debe ser gozosa como respuesta a la Buena Noticia. Esta conexión, especialmente evidente en la predicación de Jesús, contradice la idea y la praxis habitual de la penitencia. Porque hay que reconocer que nosotros aún no hemos descubierto el carácter esencialmente gozoso de la conversión como respuesta al evangelio.

Con todo, la predicación cristiana no se pierde en alegrías y tiene su punto de gravedad. El hombre que escucha el evangelio se ve comprometido por la palabra de Dios, que no puede eludir y que le sitúa ante la gran decisión, ante el juicio: el que escucha y se convierte entra en la dinámica gozosa de la esperanza y del Reino, pero el que resiste al evangelio ya está condenado. Aquí de nada sirve ser hijo de Abrahán o haber nacido en una buena familia de cristianos viejos. No es la herencia ni las tradiciones familiares lo que salva y lo que decide, sino la opción personal. En la fe, lo mismo que en la no-fe, nadie puede ser sustituido por otro.

EUCARISTÍA 1977/57


11.

EL PESO DE LAS COSTUMBRES es muy grande entre los hombres. Nos resulta más cómodo vivir rodeados de unos objetos, hábitos y modos de actuar que a base de hacerse familiares llegan a considerarse intocables. También en el campo de las relaciones con los demás, se establecen a menudo unos juegos de fuerzas que nos mantienen a cada uno en su lugar y jugando un papel bien definido en el conjunto. Todo el mundo sabe a qué atenerse. Muchas veces, también, cuatro convicciones más enraizadas que bien fundamentadas son nuestro bagaje intelectual: desde él -y sin ponerlo nunca en crisis- nos permitimos el lujo de juzgarlo todo; las personas, los acontecimientos, las situaciones y las ideologías.

Las ventajas de este modo de actuar son innegables: nos da seguridad. Para mantenerla somos capaces de SACRIFICAR TODO ANHELO de progreso, de honestidad con nosotros mismos y de lealtad para con los demás.

Todo cambio en este equilibrio de fuerzas, todo lo que venga a perturbar esta situación de calma nos trastorna y nos molesta. Sistemáticamente tendemos a eliminar, a integrar o a ignorar el elemento perturbador.

-Convertíos

Sea cual sea el grado de seguridad que hayamos alcanzado a dar a nuestras vidas, hoy ha sonado en nuestra asamblea cristiana una palabra que nos sacude: "CONVERTÍOS". Es decir: TRANSFORMAD vuestra mentalidad, CAMBIAD la orientación de vuestra vida, RECONSIDERAD vuestras escalas de valores, VARIAD vuestras actitudes delante la vida. DERRIBAD -se nos dice- este castillo que tan cuidadosamente habéis construido a vuestro alrededor.

"El Reino de los Cielos está cerca, como un ELEMENTO PERTURBADOR que pone en crisis y hace resplantear todo nuestro universo prefabricado de seguridades en equilibrio, a menudo edificado y diseñado a la medida del egoísmo más grosero.

-Conversión hacia la justicia

Isaías nos describe las características del Reino del Mesías con unas imágenes llenas de fuerza y poesía. Las podríamos resumir así: una paz verdadera, insospechada y profunda que es fruto de la justicia y del respeto de los derechos del indefenso.

Miramos LAS ESTRUCTURAS que mueven nuestro mundo: las relaciones económicas, las relaciones internacionales y de las clases sociales, la situación de las minorías marginadas... Miremos más cerca de nosotros LOS AMBIENTES laborales, educativos, ciudadanos y familiares en que nos movemos cada día... Mirémonos a NOSOTROS MISMOS con una mirada honesta y objetiva. ¿NOS ATREVEREMOS TODAVÍA a pensar que el anuncio del Reino de los Cielos no nos afecta? ¿Nos atreveremos a pensar que la llamada a la conversión no tiene que trastornar nada en nuestra vida, como si no se dirigiera a nosotros? Seguro que no: más bien pienso que todos descubrimos ahí la necesidad y la urgencia de una transformación profunda de nuestros criterios y de nuestras pautas de actuación personal y comunitaria. CAMINO POR DELANTE NO NOS FALTA.

-Conversión concreta e ineludible

La conversión que se nos pide es una conversión muy concreta. No es conversión sólo de palabra: "DAD EL FRUTO que pide la conversión". Lo que no es trigo es paja, y sus destinos son antagónicos.

¿Qué vamos a hacer ante esta llamada? Resulta difícil desatenderla, pero nos resulta también difícil -y mucho- abandonar nuestra seguridad y asumir el riesgo de emprender nuevos caminos.

Nos resulta más fácil hallar falsas salidas que tranquilicen nuestra conciencia dejando inalterada nuestra vida: contentarnos con un simulacro de conversión, variando cuatro cosas marginales, dejando intacta la raíz profunda.

"Ya toca el hacha la base de los árboles". La llamada es ineludible. Y en situaciones como ésta, LO QUE CUENTA SON LOS FRUTOS y no el ser "hijos de Abrahán" o cristianos de toda la vida.

Amigos: Examinemos hoy a la luz de la Palabra de Dios nuestras vidas. Que esta llamada a la conversión que hemos escuchado toque verdaderamente nuestro corazón y desde allí que se traduzca en nuestra vida en frutos de conversión, HECHOS Y ACTITUDES -SI QUEREIS SENCILLOS Y PEQUEÑOS PERO CONCRETOS- que nos acerquen más al Reino de Jesucristo. Pidámoslo en esta Eucaristía.

ELISEO BORDONAU
MISA DOMINICAL 1977/22


12.

1. El que está lleno del Espíritu.

Dios viene ahora en una figura terrena, como el «renuevo del tronco de Jesé». Pero su venida es única y definitiva. Según la primera lectura, tres cosas caracterizan esta venida: en primer lugar la plenitud del Espíritu del Señor que capacita al que viene para las otras dos cosas: para el juicio separador en favor de los pobres y desamparados contra los violentos y los pecadores, y para la instauración de una paz supraterrenal que transforma totalmente la naturaleza y la humanidad. El Espíritu de sabiduría y de conocimiento que llena al que viene, se derrama sobre el mundo, de modo que el mundo queda «lleno de la ciencia del Señor, como las aguas colman el mar». Lo que el que está lleno del Espíritu es y tiene, lo ejerce juzgando; lo reparte llenando al mundo con su Espíritu. En la Biblia conocer a Dios nunca es un conocimiento teórico, sino impregnarse totalmente de la comprensión íntima de lo que Dios es; y este conocimiento es la paz en Dios, la participación en la paz de Dios.

2. Bautismo con el Espíritu Santo y fuego.

El evangelio presenta al precursor en plena actividad. Prepara el camino al que viene, confesando a los pecadores que se convierten y bautizándolos, a la espera del que viene detrás de él y puede más que él. Se preparan para acoger al que viene. No puede uno fiarse simplemente del pasado, de la pertenencia carnal a la descendencia de Abrahán. Las palabras del Bautista: «Dios es capaz de sacar hijos de Abrahán de estas piedras», son extrañamente proféticas: para los judíos esas piedras son los pueblos paganos; el que está lleno del Espíritu y viene detrás de Juan puede convertirlos en hijos de Dios. Juan se prosterna ante él en una actitud de profunda humildad. Porque, en lugar de con agua, él bautizará con el Espíritu Santo y fuego. Un fuego que es Dios mismo, el fuego del amor divino que él viene a «arrojar sobre la tierra», un fuego que consume todo egoísmo en las almas; el fuego del amor que será al mismo tiempo el fuego del juicio para los que no quieren amar, para los que son paja: «Quemará la paja en una hoguera que no se apaga». «Dios es un fuego devorador»: quien no quiera arder en su llama de amor, se abrasará eternamente en ese fuego. El amor es más que la moral de los fariseos y saduceos. La moral que no se consuma y no se supera en el fuego del amor del Espíritu, no resistirá ante el que tiene el bieldo en la mano para aventar su parva.

3. "Acogeos mutuamente". La llama de amor que trae el portador del Espíritu desborda los límites del pueblo de Israel y llega al mundo. Los judíos, elegidos desde antiguo, y los paganos, no elegidos pero ahora admitidos a la salvación, formarán en lo sucesivo una unidad en el amor. Pablo exige de ambos en la segunda lectura que «se acojan mutuamente» como y porque Cristo «nos ha acogido» para gloria del Creador, que nos ha creado a todos con vistas a su Hijo. El Hijo realiza las dos cosas: la justicia de la alianza de Dios, pues en su existencia terrena cumple todas las profecías, y la misericordia divina para con todos aquellos que todavía no saben nada de la alianza. El portador del Espíritu que Isaías ve venir, instaurará una paz verdaderamente divina sobre la tierra. Si las naciones quisieran -como lo espera el profeta- buscar este «renuevo del tronco de Jesé», quedarían también ellas llenas del «Espíritu de la ciencia del Señor», en cuya paz «ya no se hace nada malo».

HANS URS von BALTHASAR
LUZ DE LA PALABRA
Comentarios a las lecturas dominicales A-B-C
Ediciones ENCUENTRO.MADRID-1994.Pág. 14 s.


13.

«¡ESTE, SÍ ES Ml JUAN!»

Uno de los protagonistas del Adviento, ya os lo dije, es Juan el Bautista. Hay en él tanta garra, tanta luz, que es necesario estudiar bien, tanto su figura como las relaciones que provocaba.

LO QUE DECÍA.--No era un orador académico: exordio, proposición, división, confirmación, peroración... No. El iba al grano, doliera o no. Consciente de su papel de precursor, sabiendo que «era la voz que tenía que gritar en el desierto», como anunció Isaías, eso es lo que hacía: gritar su mensaje, y además, por la vía directa: «Convertíos; está cerca el Reino de Dios. Preparad el camino del Señor. Enderezad sus sendas».

(Tengo miedo, Señor de «andar por las ramas». Rizando el rizo unas veces con fórmulas más o menos técnicas. Utilizando otras veces un lenguaje vaselinizado. --¡Cuidado, que quema!-- Sin denunciar lo que está mal, por temor de que alguien se moleste, o quizá, de salir yo mismo malparado. Tengo miedo, Señor, de no saber llamar «al pan, pan, y al vino, vino». Como Juan).

COMO LO DECÍA.--Oíd el Evangelio de Mateo: «Llevaba un vestido de piel de camello, con una correa de cuero a la cintura, se alimentaba de saltamontes y miel silvestre». Es decir, había quitado de su vida todo «montaje», todo lo que pudiera ser vanidad y vacío, puro aparato literario. Se convirtió en puro «hueso» y proclamaba la verdad desnuda: «Allanad el camino al que tiene que venir».

Si nos diéramos cuenta que, a quien tenemos que «predicar es a Cristo, y éste crucificado», también aceptaríamos el vestir nuestra alma con una piel de austeridad, es decir, adoptaríamos una vida en la «verdad», y nos alimentaríamos con alimentos muy sanos y silvestres. Todo eso se llamaría «coherencia». Y, además, engendraría...

COHERENCIA.--Efectivamente. Este Juan que era el primero en «preparar los caminos del Señor» de palabra y de obra, arrastraba, atraía a las multitudes: «Acudía a él toda la gente de Jerusalén, de Judea y del Valle del Jordán». Porque la «gente», amigos, no es tonta. Sabe distinguir el oro del oropel. Que nadie me lo tome a mal. Pero si muchas de nuestra homilías, charlas y exhortaciones se quedan en puro «metal que suena», es porque no partimos de la «coherencia». Por eso Juan, como más tarde Jesús, lo que condenaba es la:

INCOHERENCIA.--Porque habéis de saber que también los fariseos acudían. Pero, claro, a lo de siempre: a añadir una nueva filacteria a su colección, a hacerse un nuevo lavado externo y ritual, a «dejarse ver». Pero no a «dejarse bautizar con el Espíritu Santo y fuego». De eso; nada. Por eso Juan les decía: «¡Raza de víboras! ¿Quién os ha enseñado a escapar de la ira inminente? No os hagáis ilusiones: el árbol que no da fruto bueno, será talado y echado al fuego!»

A cada paso solemos oír decir de muchos hombres: «Este no es mi Juan; que me lo han cambiado». Pues, mirando a este Juan del desierto puedo decir: «¡Este sí es mi Juan, que no me lo han cambiado!»

¿Quién lo iba a cambiar? Esperad al domingo que viene y veréis cómo la liturgia nos refresca lo que Jesús dijo de él: «¿Qué os creéis que es Juan? ¿Una caña agitada por el viento? ¿Un hombre preocupado por vestirse de lujo? Os aseguro que no ha nacido de mujer un hombre más grande que Juan».

ELVIRA-1.Pág. 8 s.


14. BI/LECTURA:

El domingo pasado iniciamos el Adviento. Hoy, en el segundo domingo de este tiempo, os invito a fijarnos en el papel tan importante que la Biblia ha de tener en nuestra vida de cristianos, de seguidores de Jesús.

San Pablo nos ha dicho en la segunda lectura: "Todas las antiguas Escrituras se escribieron para enseñanza nuestra, de modo que entre nuestra paciencia y el consuelo que dan las escrituras mantengamos la esperanza". Y en la primera lectura se nos ha hablado del Espíritu del Señor que se posará sobre Jesús: espíritu de prudencia y sabiduría, espíritu de consejo y valentía, espíritu de ciencia y temor del Señor. Y que a través del Espíritu, "estará lleno el país de ciencia del Señor, como las aguas colman el mar".

1. La lectura de la Biblia personaliza nuestra fe

La Iglesia y los cristianos, guiados por el Espíritu Santo que hemos recibido en nuestro bautismo, somos llevados a las Escrituras, a su lectura, a su contacto, para llenarnos del conocimiento del Señor, como las aguas colman el mar.

Al acudir a la Biblia, la misma fuerza de sus relatos nos invita a personalizar nuestra fe y nuestra libertad, a responder a nuestras situaciones personales y comunitarias, y del ambiente que nos rodea. La Biblia nos orienta a poner constantemente en contacto nuestras experiencias humanas con la fe cristiana. Nos hace descubrir la presencia de Dios que salva. Nos revela un Dios de los pobres, que lucha contra la opresión y la injusticia y que nos urge una conducta liberadora de amor y justicia. Encontramos en ella una insistencia en la dimensión comunitaria de la fe y la historia de la humanidad, que debemos hacer nuestra.

Hemos de acostumbrarnos a paladear el lenguaje simbólico de la Biblia, que nos ofrece nuevas riquezas de sentido para nuestra vida. Hemos de saber captar sus historias y sus expresiones que apuntan al misterio trascendente de Dios y que al mismo tiempo desvelan las dimensiones más profundas de nuestra persona.

2. El carnet de conducir del cristiano actual: saber utilizar la Biblia, tenerle "devoción"

Hay, no obstante, un gran problema en relación con la Biblia en nuestras comunidades y que podemos comprender mejor mediante una comparación: actualmente una mayoría de personas de nuestra sociedad adquieren algún carnet de conducir (de automóvil, de moto...). Para ello hacen un estudio teórico y práctico y realizan las pruebas pertinentes. Hace años, el carnet de conducir era mucho más minoritario (también el coche), lo tenían ciertos profesionales o personas de clases acomodadas, más bien los hombres y no las mujeres. Ahora, en cambio, se ha generalizado hasta el punto de que podemos decir que es como un hecho de cultura general para las nuevas generaciones. Tener el carnet de conducir nos da la capacidad de autonomía de movimiento, de poder circular. Si no tenemos el carnet necesitamos un chofer, un conductor, dependemos de los demás.

Comparativamente podemos hablar hoy de que también ha de ser un hecho de cultura general cristiana adquirir la capacidad de saber leer la Biblia, de tener un acceso a ella "normalizado". Para ello es necesario también recibir algunas instrucciones teóricas y haber hecho algunas prácticas personalizadas.

Y podemos continuar la comparación con el carnet de conducir. Si "el título de conducir" continúa reservado sólo a una minoría (sacerdotes, estudiosos y expertos de la Biblia), estamos en una situación comunitaria mala, demasiada gente dependiente de conductores externos y, por tanto, con poca capacidad de respuesta y de discernimiento cristiano. Por eso hemos de alegrarnos mucho de ver la Biblia en manos de la gente sencilla, de jóvenes y mayores de nuestras comunidades y de tantas comunidades de Latinoamérica y de África, por ejemplo. A menudo la gente de a pie, la gente sencilla, aportan una luz más penetrante desde el punto de vista existencial a la interpretación y actualización de la Biblia, que no "los profesionales", demasiado seguros de ellos mismos y de sus ideologías.

3. Hay que potenciar nuestra formación bíblica

Pero, y ahora viene la pregunta a todos los que estamos aquí: si no nos aclaramos con la Biblia y nos parece que no tenemos un acceso a ella suficientemente normalizado, ¿estamos dispuestos a una cierta dedicación y estudio? ¿Hay en nuestras comunidades suficiente interés?

Realmente hemos de hacer un esfuerzo de iniciación al estudio de la Biblia, porque la Sagrada Escritura fue compuesta por autores humanos en diversas épocas y culturas. Por eso hemos de evitar el simplismo y la estrechez de espíritu, lo que se llama una lectura fundamentalista de la Biblia, que tiene tendencia a entender el texto bíblico al pie de la letra, como si hubiera sido dictado palabra por palabra por el Espíritu Santo, como si no fueran palabras de una cultura y tiempo concreto.

Procuremos dar importancia a la Biblia en nuestra vida cristiana personal y comunitaria. Pensemos en ello en este Adviento. Os deseo que lleguemos a experimentar lo que nos ha dicho san Pablo: "Todas las antiguas Escrituras se escribieron para enseñanza nuestra, de modo que entre nuestra paciencia y el consuelo que dan las escrituras mantengamos nuestra esperanza".

JOSÉ HORTET
MISA DOMINICAL 1995/15


15.

1. El Reino está cerca...

En la reflexión anterior considerábamos la necesidad de mirar nuestra historia para descubrir su sentido, la dirección hacia donde camina, viendo cómo el Reino manifiesta sus signos en ella. Y nos hicimos una importante pregunta: ¿Cuál es nuestro proyecto? Hoy nos encontramos con la figura y el mensaje de Juan el Bautista, quien, ciertamente, nos ayudará a ahondar en las respuestas.

¿Quién es Juan el Bautista?

Es un hombre de mirada especial, salido del desierto de la búsqueda; un hombre íntegro que se jugó entero por una causa, no sin dudas y temores. Es un profeta, casi el prototipo del profeta: austero, inquieto, gritando a todo pulmón sus simples y estridentes verdades. Al igual que sus contemporáneos, también a el le preocupaba el tiempo que vivía su pueblo, tiempo de opresión religiosa y política; tiempo en que los intereses de algunos se hacían pasar por intereses de Dios.

Miró el tiempo, miró hacia atrás (allí donde está la raíz de nuestra cultura y de nuestro pueblo), miró hacia adelante (allí donde está la copa del árbol, verde y llena de pájaros) y habló, dio testimonio de lo que había descubierto.

Juan, el profeta. Por eso no murió en la cama. El opresor le cortó la cabeza por haber dicho lo que estaba prohibido decir: que el rey de su pueblo le había robado la mujer a su hermano. Así mueren los profetas, bajo el hacha, en la cruz o acribillados a tiros. Por eso sus palabras todavía llegan hasta nosotros; después de dos mil años, aún podemos tener en cuenta lo que dijo este singular hombre, que recibió el mayor elogio de Jesús, no por piadoso sino por valiente.

Juan predica en el desierto. Obliga a la gente a retirarse de la ciudad o de sus campos para tomar distancia de la vida y poder verla así mejor. Obligó a la gente a mirar su propia vida y su propia historia desde el desierto: sin prejuicios, sin defensas, sin intereses especuladores.

En el desierto el aire es límpido, transparente, sin el humo de las chimeneas o de los carros de combate. Porque hay que mirar muy lejos para ver más lejos aún. También eso es Adviento: tomar distancia de nuestra vida rutinaria para verla con objetividad y con perspectiva, sin el prisma de la polución de dentro y de fuera. Ya estamos con Juan, ya hemos tomado distancia de nosotros mismos. Ahora nos invita a mirar a lo lejos...

¿Qué vemos?

«El Reino de Dios está cerca...»

Es posible que esta expresión no signifique nada para muchos de nosotros, a pesar de que nos llamamos cristianos, y a pesar de que el Reino es la esencia de nuestro cristianismo, lo que le da sentido histórico.

Tanto Juan como luego Jesús no anuncian en primer lugar que está cerca la Iglesia o una nueva religión o cierta estructura político-religiosa. Quienes ven así son los miopes, los que no salen al desierto desprendidos de sus intereses; los que quieren ver el horizonte encerrados entre las torres de la ciudad o tras las paredes de sus casas o conventos. Juan descubre algo mucho más trascendente que esto a lo que estamos acostumbrados: que Dios viene. No se sabe cómo ni dónde precisamente, pero viene. Viene entre los judíos y entre los paganos, viene dentro y fuera de nuestras instituciones.

Con mucha claridad se lo dijo el profeta a los fariseos y saduceos (la institución religiosa): no creáis que basta el nombre de creyente para tener a Dios con vosotros; El puede hacer adoradores suyos hasta de las piedras, es decir, de los mismos paganos o ateos. Dios no está encerrado en nuestros templos, ni siquiera en la Iglesia como pueblo institucionalizado. Su reinado no es un Iugar ni un Estado: es un nuevo modo de vida que surge de un cambio radical de pensamiento, actitud y conducta.

El avizor Juan, hombre de larga mirada, nos obliga incluso a salir de la Iglesia para ver qué hay más allá, porque también la institución religiosa es un más acá; es la forma en que los hombres establecen sus relaciones con Dios y con los demás hombres, pero no es algo definitivo ni último; también ella debe purificarse en su mirada, mirada que muchas veces está demasiado dirigida hacia adentro. (Este fue el drama de los judíos: miraron adentro de sus cosas para convencerse de que Dios era sus cosas.)

Mirar hacia el horizonte para descubrir el Reino de Dios es darnos cuenta de que todo (mundo, Iglesia, historia, credos...) tiene un punto de referencia más absoluto aún: una nueva existencia donde los hombres se encuentren consigo mismos y con los demás hombres con la misma transparencia del desierto.

Ahora podemos releer la primera lectura del vidente Isaías (precursor de Juan): Dios quiere una humanidad sin fronteras, sin carros de guerra, sin lobos ni serpientes ni hombres violentos y despóticos. La humanidad del equilibrio entre hombre y naturaleza, entre hombre y hombre, entre hombre y su propia interioridad. Humanidad regida por equidad y justicia, sin privilegios, sin pobres oprimidos, sin jueces venales. Una humanidad regida por el espíritu de la sabiduría, del discernimiento, del valor y del amor sincero. Una humanidad donde los credos no separen a los hombres; donde las montañas o los ríos no separen a las naciones...

¿Es esto una u-topía. En cierta manera lo es, aunque utopía necesaria como aquella frase de Jesús: «Sed perfectos como el Padre celestial es perfecto.» Los hombres necesitamos estas utopías (estas cosas que «aquí no tienen cabida...) para mirar siempre al horizonte, sin encerrarnos en el casco de esto que ahora vivimos y sentimos. La historia camina, camina inexorablemente hacia la utopía, hacia lo que ahora no es ni tiene cabida (como la justicia y la paz, por ejemplo) pero que debe tenerla entre los hombres.

Y aquí encontramos nuevamente la paradoja: la Iglesia considerada por Jesús como el conjunto de los hombres que miran siempre al horizonte para descubrir el Reino que está por delante («Que venga tu Reino...») puede ser un obstáculo para descubrir ese Reino si ella misma se niega a mirar un poco más allá de sus fronteras, un poco más allá de sus atrios y sacristías, de su dogma y de sus ritos.

Y si no, ¿qué sentido tiene anunciar el texto de Juan el Bautista? ¿No es el anuncio de todo texto bíblico una actualización del mensaje? ¿Leemos este texto sólo para convencernos de que los únicos miopes fueron los judíos? ¿Pensamos que la réplica de Juan a fariseos y saduceos no tiene vigencia hoy para los cristianos? Hablemos claro: Jesús, siguiendo la prédica de Juan, anuncia el Reino como lo absoluto, aquello a lo que todo debe supeditarse; también la Iglesia.

Más aún: debe ser la Iglesia, es decir, la comunidad de los creyentes, la primera en dar testimonio de la búsqueda del Reino, de su propia relatividad y pecado, de su necesidad de conversión constante y radical, ayer como hoy, hoy como mañana. La utopía divina está siempre por delante, como ese espejismo que obliga al caminante del desierto a dar un paso más, porque el agua no está allí donde parece estar o donde quisiéramos que esté. Hoy es Adviento: primera lección de Juan: pongamos el Reino de Dios en el centro de nuestra mirada. Para eso: nada mejor que mirar desde el desierto, haciendo abstracción de ciertos modos de pensar y actuar que nos encandilan y así nos producen una nefasta miopía.

Alguno aún preguntará: Pero ¿qué es el Reino de Dios? Buena pregunta para pensarla entre todos. Ya en otras semanas los textos bíblicos nos urgirán a profundizar en la respuesta. Dejemos por ahora la pregunta en el aire como un desafío, al igual que lo hizo Juan.

Algo ya está claro: no es eso que nosotros queremos que sea para no tener que seguir buscando más. No es nuestro país con sus leyes e instituciones, no es la Iglesia con sus esquemas. Es lo que está un poco más allá en el horizonte... No importa hoy la respuesta; sí mirar al horizonte. Desde el desierto...

2. El Reino de Dios exige conversión...

Para mirar al horizonte, allí desde donde viene eI Reino, hace falta internarse en el desierto del espíritu, desprendiéndonos de ciertas estructuras pesadas que nos agobian. A esto llamamos conversión...

«Convertíos, porque el Reino de Dios está cerca...- "Preparad el camino del Señor, allanad sus senderos.»

También estas frases son ya de rutina. Escuchamos a Juan pero suficientemente convencidos de que justamente nosotros no tenemos nada que cambiar ni que abandonar. No comprendemos, al igual que fariseos y saduceos, todo el alcance del mensaje de Juan. También los fariseos exigían a sus adeptos la conversión: eran ellos hombres piadosos y exigentes cumplidores de la ley, y sabían que el cumplimiento de la ley supone una conversión del corazón. ¿Dónde está, entonces, la diferencia con la conversión preconizada por Juan?

El punto anterior de nuestra reflexión nos ayuda ahora a comprenderla en toda su nueva dimensión. Los fariseos (los de ayer y los de hoy) exigen un cambio pero siempre dentro del esquema actual al que no se toca para nada. Convertirse (para ellos) es adecuarse más y mejor al sistema cuyas leyes fijan hasta el último detalle el criterio conforme al cual debe regirse la vida del creyente.

Hoy podríamos decir así: cambiemos los ritos de la misa y del bautismo, casémonos conforme a la nueva legislación, eduquemos a los hijos según este nuevo ordenamiento educativo, cumplamos con el Estado ateniéndonos al nuevo Gobierno, etc. ¿Dónde está la novedad de la conversión predicada por Juan?

En que exige el cambio a la misma institución, tanto religiosa como política, para que no sea fin ni término de la actividad humana, sino que ella misma salga de sí misma para mirar al horizonte. Es, por lo tanto, no sólo un cambio de actos malos en actos buenos, sino un cambio de mentalidad: a partir de ese cambio, el centro es eI Reino de Dios y no las estructuras en las que pretendemos encerrarlo.

Fue éste el cambio (conversión) que tanto costó en ser admitido por los apóstoles, que sólo entendían el Reino de Dios como un estado político-religioso-militar al servicio de los grandes intereses del imperialismo judío. Es ése el mismo cambio que la Iglesia, a pesar de sus veinte siglos de trayectoria, no logra producir radicalmente en su mismo interior. Sin ese cambio, la religión acaba inexorablemente transformándose en una estructura de poder..., ¡y cómo cuesta desprenderse del poder! (EI niño nacido en Belén y sobre el cual reflexionaremos mas adelante, es el signo evidente de que el Reino no tiene que ver nada con nuestra mentalidad religiosa tradicional, tan reacia a la voz de Juan.)

Conversión significa «cambio de mentalidad»: es el paso de una mentalidad religiosa a otra: la mentalidad del Reino de Dios.

Juan dice algo que pudo parecer herético y blasfemo: hay que cambiar la misma forma de concebir la religión. Poco importa el cumplimiento de sus leyes y ritos si no se busca la quintaesencia de la voluntad de Dios: la unidad de todos los hombres, cualquiera que sea su credo, raza o nación, alrededor de este «Monte Santo» desde donde se irradia el espíritu del Señor (primera lectura).

No hace falta pensar demasiado para asociar este texto y estas reflexiones con Pentecostés: montaña santa desde donde el Espíritu de Cristo inaugura una nueva raza en la que todos los pueblos, sin distinción de raza o credo, hablan el mismo idioma de la paz. En otras palabras: los cristianos debemos abrir nuestras puertas, no tanto para que otros entren en nuestro templo, cuanto para que todos nos dirijamos hacia el gran templo de Dios, sin paredes ni barreras; templo del Espíritu que no es concedido para privilegio de nadie. Y si hablamos del Espíritu, ¿cómo no hablar del Bautismo? Sigamos con la palabra de Juan.

3. El Reino exige un bautismo en el Espíritu, en el agua y en el fuego...

Cuando Juan exige un bautismo, no inventa nada nuevo. Tanto los judíos como otros pueblos antiguos tenían un rito de inmersión en las aguas como forma de purificación de sus pecados y de abandono de una vida antigua para ingresar en una nueva. Precisamente por esto, el bautismo que anuncia Juan no es solamente en el agua, sino también en el Espíritu y en el fuego. ¿Cómo? ¿Debemos bautizarnos también en el Espíritu y en el fuego? ¿Es éste el bautismo en el cual nosotros fuimos bautizados de pequeños? Es eso lo que conviene examinar, pues Juan nos ha dicho: «Yo os bautizo con agua..., pero el que viene detrás de mí os bautizará con el Espíritu Santo y con el fuego...»

¿Vamos a inventar una nueva teología bautismal? ¿Es auténtico el texto de Mateo que se ha leído hoy?

Sí, es auténtico y está confirmado por los lugares paralelos de los otros evangelios. Que lo desconozcamos es mayor motivo para que nos demos cuenta de qué implica esta conversión al Reino que anuncian Juan y Jesús. Intentemos ahora comprender este nuevo bautismo...

Tanto el agua como el Espíritu, como el fuego, son tres realidades o elementos de la naturaleza cuyo simbolismo es importante descubrir.

a) El agua, símbolo tradicional de vida nueva, es también aquí símbolo de transformación interior, como explica el mismo Juan: «Os bautizo con agua para que os convirtáis...» El agua purifica, lava y destruye cuanto aparece a su paso avasallador. Luego penetra en la tierra, se oculta en ella y la hace germinar. Lo que vino del cielo entre nubes grises y vientos agitados renace ahora en una bella flor o en una espiga de trigo.

Más tarde Pablo, aludiendo al bautismo por inmersión en una piscina, dirá que ser cristiano es como hundirse en la muerte del agua, como ahogarse en ella, para renacer como hombres nuevos con la vida de Cristo.

b) El Espíritu... En lengua hebrea viento y espíritu son lo mismo. Busquemos, pues, el simbolismo del viento, ya que tanta importancia tiene en la fe cristiana el Viento-Espíritu de Dios. No hace falta mucha imaginación para descubrir que el viento es, antes que nada, símbolo de una fuerza, misteriosa e irresistible, que empuja las cosas hacia adelante... Es «misteriosa» por esa su cualidad de ser invisible e inaferrable, casi inmaterial. Por momentos habla y silba, luego transcurre su rumbo silencioso, siendo percibido solamente cuando su brisa llega a nuestro rostro cansado. Pero, ¡cuidado cuando se hace ciclón o empuja las aguas del mar o aventa el fuego! Bastan pocos instantes para revolucionarlo todo. Tiempo después llega la calma y observamos atónitos que la naturaleza ha cambiado. El viento ha hecho su obra...

Comprendemos ahora por qué el Reino de Dios es obra del Espíritu: es decir, es una fuerza misteriosa y tremenda qué transforma el mundo, hoy como brisa, mañana como huracán.

No basta el bautismo con agua. No basta nacer de nuevo. Hace falta bautizarse con el viento de Dios, dejarse llevar por esa fuerza que quiere transformar el mundo arrancando de raíz el árbol que molesta, desmochando la arista de la montaña, llevando las aguas de un confín al otro.

Por eso Pentecostés fue bautismo en el Viento divino: los apóstoles, invadidos por su misteriosa fuerza, se dejaron llevar, casi arrastrar (porque a veces el Espíritu tuvo que arrastrarlos) por su ímpetu para sacar a la Iglesia del encierro judío y airear a los pueblos paganos diseminados por el imperio romano.

¿Qué pasó después con ese viento? ¿Sopla aún en nuestros días? ¿O sopla por otras regiones, porque nosotros nos hemos atrincherado en nuestras casas y hemos cerrado las ventanas?

Siempre el bautismo fue considerado como bautismo en el Espíritu; y para dar el Espíritu a los que sólo fueron bautizados con agua, viajó Pablo a Efeso, como bien lo relata Lucas en el cap. 19 de los Hechos. Pablo encuentra a algunos cristianos y les pregunta: «--¿Recibisteis el Espíritu Santo cuando abrazasteis la fe?

Ellos contestaron:

--Pero si nosotros ni siquiera hemos oído hablar de que exista el Espíritu Santo. Pablo replicó:

--¿Pues qué bautismo habéis recibido? Ellos respondieron:

--El bautismo de Juan.»

Fue entonces cuando Pablo les citó el texto de Mateo sobre el que estamos reflexionando. Luego, nos dice Lucas: «Les impuso las manos y vino sobre ellos el Espíritu Santo...» ( 19,1-7).

Quizá ahora comprendamos por qué en el rito bautismal el sacerdote impone las manos sobre la cabeza del niño. ¡Lástima que ese gesto pase tan desapercibido y se le dé menos importancia que al chorro de agua que luego caerá sobre él...!

¿Qué le responderíamos hoy a Pablo si nos preguntara con qué bautismo fuimos bautizados?... ¿Tiene fuerza renovadora nuestro cristianismo? ¿Respiramos aire nuevo o el olor a cosa vieja y gastada?

El viento de Dios empuja hacia adelante... Es Adviento. ¡Y cómo corre el viento en el desierto...! .Estamos descubriendo el increíble alcance del texto de Mateo que hoy hemos leído o escuchado? No hace falta esfuerzo intelectual para ello: basta con abrir las ventanas; también los postigos y las cortinas. Quizá haya que tirar alguna pared abajo o abrir un boquete en los muros. Aquí radica la novedad del bautismo cristiano: no en el agua. Sí en el Espíritu. Un cristianismo que no empuja la historia ni la renueva, está muerto.

c) Y en el fuego. El fuego quema lo que no sirve: la paja inútil mezclada con el trigo, la basura y los residuos portadores de gérmenes patógenos. El fuego es como el juicio de Dios -a eso alude Juan-, que discierne entre todos los hombres aquello que es puro de lo que es espúreo.

También en ese fuego (fuego presente en Pentecostés...) debe ser bautizada la Iglesia y cada uno de nosotros. Fuego interior capaz de destruir las sutiles mentiras con que escondemos esa cara oculta de nuestra luna, siempre en sombras.

En varias oportunidades y parábolas Jesús alude a este fuego que a ha venido a encender en la tierra para que arda, queme e ilumine. De esta forma, los cristianos nacemos con cierta vocación más de incendiarios que de bomberos, si bien a veces la historia parece afirmar lo contrario. Y si ese fuego es avivado por el viento.... ¡qué incendio puede producirse en el mundo cuando la presencia del cristiano se hace signo del Reino!

Concluyendo...

Imposible agotar en pocos renglones o minutos el denso contenido de la predicación de Juan, el profeta del Adviento; el que nos hizo mirar hacia el horizonte porque el Reino está cerca, el que poco después señalaría con el dedo a Jesús para afirmar: es El. El mismo que vosotros esperáis, el anunciado liberador de los que caminan entre las tinieblas.

Pero es posible que veamos un poco más claro, en este complejo siglo veinte, que todavía tiene vigencia la palabra profética de Juan que nos exige, como condición absoluta, preparar la llegada inminente del Reino de Dios.

No nos acerquemos como aquellos fariseos para escucharlo pensando en nuestro interior: ¡Bah! Nosotros somos cristianos, tenemos una larga tradición que lo avala, instituciones y costumbres que lo atestiguan.

Todo eso, tarde o temprano, irá a parar al fuego que consumirá estos subproductos humanos que con tanta pertinacia intentan ocupar el lugar que le corresponde a Dios, Espíritu que «sopla donde quiere» y que saca hijos de debajo de las piedras que nosotros pisamos.

No nos vanagloriemos de nuestro bautismo, tan similar al de aquellos doce hombres de Efeso; bautismo aguado, incoloro, inodoro e insípido. No basta el agua. Hace falta viento y fuego...

No basta el bautismo. Hace falta un cambio radical de mentalidad. Es Adviento. Salgamos al desierto. Allí no hace falta abrir las ventanas para sentir la brisa del Reino que sopla con fuerza insinuante, pero que no forzará la puerta trancada por dentro.

SANTOS BENETTI
CRUZAR LA FRONTERA. Ciclo A.1º
EDICIONES PAULINAS.MADRID 1977. Págs. 35-47