COMENTARIOS AL SALMO 24

1.

Nos encontramos ante un salmo que respira una ferviente piedad personal. Y ante una oración más bien curiosa. En realidad el procedimiento adoptado para su composición es el llamado alfabético. Es decir, que el autor para componer el salmo sigue la sucesión de las letras del alfabeto. El primer versículo corresponde a la primera letra. Y así sucesivamente..., respetando rigurosamente el orden.

Este método nos puede hacer reír. Sin embargo para un israelita se trataba de algo muy serio. También el alfabeto es un don de Dios. Por eso es usado para alabar a Yahvé: incluso en la sucesión de las letras. En cierto sentido es restituido al Señor, elaborado por la inteligencia humana, lo que él le ha regalado. Además no hemos de olvidar otro aspecto religioso del alfabetismo: alabar a Dios con las mismas letras con que ha sido escrita la ley.

A pesar de todo hemos de comprobar que tal procedimiento literario condiciona rígidamente la fantasía y la espontaneidad del autor. Puede que resulte algo artificioso, mediocre, con ideas heterogéneas, sin verdadera unidad y sin cohesión profunda.

En nuestro caso, sin embargo, hemos de admitir que el salmista se las ha arreglado muy bien a pesar de las implacables limitaciones impuestas por el «género» adoptado. Ha sabido, de hecho, construir una oración original, viva, personal, articulada sobre algunos temas importantes. Una oración que debe haber dado envidia a los liturgistas que, de hecho, se la han apropiado añadiendo el versículo final, que expresa una invocación colectiva.

De todos modos hay una indicación de fondo, decididamente interesante: un hombre que ora.

Hoy es fácil encontrar gente que polemiza. Que hace alarde de inteligencia (al menos así se lo cree). O que añora el pasado. Que plantea unas cuestiones demasiado bonitas como para que sean auténticas. Que mastica sus propias ideas «futuristas». O que rumia, desconsolada, sus propias desilusiones.

En medio de tanto jaleo espero que habrá algún lugar también para un hombre que simplemente se contenta con orar. Es decir, para uno que tiene algo que decir al Señor.

El peso del alma

A ti, Señor, levanto mi alma (v. 1).

En algunos momentos esta acción resulta particularmente ardua. Porque el alma se muestra más bien «pesada», con una fuerza de gravedad hacia aquello que no tiene nada que ver con Dios. Al contrario.

Todo el salmo oscila entre dos polos: lo que ha hecho o lo que hace el Señor, y lo que ha hecho o hace el salmista.

Dios es presentado como el que indica el camino justo a seguir:

Hace caminar a los humildes con rectitud,
enseña su camino a los humildes.
Las sendas del Señor son misericordia y lealtad,
para los que guardan su alianza y sus mandatos
(v. 9-10).

Incluso quien se ha equivocado no es abandonado a sí mismo:

El Señor es bueno y es recto,
y enseña el camino a los pecadores
(v. 8).

Basta con tender hacia el bien, no a lo que nos gusta y es cómodo, para que él siempre esté allí, dispuesto a señalar el camino que hay que recorrer:

¿Hay alguien que tema al Señor?
El le enseñará el camino escogido
(v. 12).

Pero «temer» al Señor no quiere decir echarse a temblar ante él, estar aterrorizados por este amo supremo. El temor desemboca en el don de su amistad:

El Señor se confía con sus fieles
y les da a conocer su alianza
(v. 14).

Y aquí brota espontáneamente la referencia a las palabras de Cristo; «Ya no os llamo criados, porque el criado no sabe qué hace su señor: a vosotros os he llamado amigos, porque os he dado a conocer todo lo que he escuchado a mi Padre» (Jn 15, 15).

Tenemos por tanto, un Dios que ofrece su propia amistad. Un Dios que enseña a todos el camino a seguir. Y el hombre ¿qué hace?

El hombre está empeñado en alejarse por los caminos opuestos a los indicados por el Señor. Trabaja infatigablemente para producir pecados. Por eso el salmista, sin pararse en excusas o justificaciones pueriles, no duda en dirigirse al Dios que perdona los pecados:

Por el honor de tu nombre, Señor,
perdona mis culpas, que son muchas
(v. 11).

No hay gesto más noble y liberador que golpearse el pecho reconociéndose culpable. Señor, estoy mal; soy un miserable; por eso:

Mira mis trabajos y mis penas
y perdona todos mis pecados
(v. 18).

Son tan numerosos como mis enemigos. Mejor, puedo decir que tengo tantos enemigos crueles como culpas:

Mira cuántos son mis enemigos,
que me detestan con odio cruel
(v. 19).

Por otra parte, tú, Señor, tienes ya en tus manos la lista de mis pecados. Por tanto, date prisa en cancelar todo.

El salmista en su oración se hace atrevido. Llega a sugerir al Señor lo que debe olvidar.

No te acuerdes de los pecados
ni de las maldades de mi juventud
(v. 7).

Y también lo que debe recordar:

Recuerda, Señor, que tu ternura
y tu misericordia son eternas
(v. 6).

Y si te quieres acordar de mí no te pares en mis imbecilidades:

Acuérdate de mí con misericordia (v. 7).

En otras palabras, recuerda cuánto amor, cuánta paciencia y cuántos sufrimientos te he costado.

En definitiva, el autor de esta oración elige el caer en la emboscada de la misericordia

Mírame, oh Dios, y ten piedad de mí,
que estoy solo y afligido
(v. 16).

Soy un pecador, soy un miserable, pero me he agarrado a un cable que a pesar de todo no he soltado: «en ti confío» (v. 2), «tú eres mi Dios y mi salvador» (v. 5). Mi esperanza no será defraudada (v. 2); el haberme agarrado con todas las fuerzas a esa cuerda no habrá sido en vano. Y ahora voy a tu escuela:

Señor, enséñame tas caminos,
instrúyeme en tus sendas,
haz que camine con lealtad;
enséñame...
(v. 45).

Sobre todo te recomiendo que no pierdas la paciencia con este alumno de cabeza dura...

ALESSANDRO PRONZATO
FUERZA PARA GRITAR
Edic. SÍGUEME.SALAMANCA-1980


2.

¡NO ME FALLES, SEÑOR!

 

«En ti confío; no sea yo confundido».

¿Caes en la cuenta, Señor, de lo que te sucederá a ti si tú me fallas y yo quedo avergonzado? Con derecho o sin él, pero llevo tu nombre y te represento ante la sociedad, de modo que, si mi reputación baja... también bajará la tuya junto con la mía. Estamos unidos. Mi vergüenza, quieras que no, te afectará a ti. Por eso te suplico con doble interés: Por la gloria de tu nombre, Señor, ¡no me falles!

He dicho a otros que tú eres el que nunca fallas. ¿Qué dirán si ven ahora que me has fallado a mí? He proclamado con plena confianza: ¡Jesús nunca decepciona! ¿Y me vas a decepcionar a mí ahora? Eso hará callar a mi lengua y suprimirá mi testimonio. Pondrá a prueba mi fe y hará daño a mis amigos. Retrasará tu Reino en mí y en los que me rodean. No permitas que eso suceda, Señor.

Ya sé que mis pecados se meten de por medio y lo estropean todo. Por eso ruego: «No te acuerdes de los pecados ni de las maldades de mi juventud; acuérdate de mí con misericordia, por tu bondad, Señor. Por el honor de tu nombre, Señor, perdona mis culpas, que son muchas». No te fijes en mis maldades, sino en la confianza que siento en ti. Sobre esa confianza he basado toda mi vida. Por esa confianza puedo hablar y obrar y vivir. La confianza de que tú nunca me has de fallar. Esa es mi fe y mi jactancia. Tú no le fallas a nadie. Tú no permitirás que yo quede avergonzado. Tú no me decepcionarás.

Se me hace difícil decir eso a veces, cuando las cosas me salen mal y pierdo la luz y no veo salida. Se me hace difícil decir entonces que tú nunca fallas. Ya sé que tus miras son de largo alcance, pero las mías son cortas, Señor, y mi medida paciencia exige una rápida solución cuando tú estás trazando tranquilamente un plan muy a la larga. Tenemos horarios distintos, Señor, y mi calendario no encaja en tu eternidad. Estoy dispuesto a esperar, a acomodarme a tus horas y seguir tus pasos. Pero no olvides que mis días son limitados, y mis horas breves. Responde a mi confianza y redime mi fe. Dame signos de tu presencia para que mi fe se fortalezca y mis palabras resulten verdaderas. Muestra en mi vida que tú nunca fallas a quienes se entregan a ti, para que pueda yo vivir en plenitud esa confianza y la proclame con convicción. Dios nunca le falla a su Pueblo.

Los que esperan en ti no quedan defraudados».

CARLOS G. VALLÉS
BUSCO TU ROSTRO
ORAR LOS SALMOS
Ed. SAL TERRAE, Santander, pág. 50s.