VII

EL TRIUNFO DE CRISTO

 

Cristo Jesús es nuestra esperanza (1 Tim 1,1). Vino a mostrarnos el Amor del Padre, venciendo a la muerte. Venció a las tinieblas, a la mentira, al odio. Venció al miedo. Triunfó del pecado. Y ahora, resuci­tado, “está en presencia de Dios, a favor nuestro” (Heb 9,24). De la fe firme en él brota una esperanza inquebrantable, incapaz de desenga­ñarnos (Rom 5,4). Con la victoria de nuestro hermano Jesús, se nos abre “un consuelo eterno y una esperanza feliz” (2 Tes 2,16-17).

 

24.   CRISTO RESUCITADO

Jesús anunció con frecuencia su muerte; pero siempre añadía en seguida el anuncio de su resurrección (Mc 8,31; 9,31; 10,34). Los discí­pulos no llegaban a entender del todo esto de la resurrección (Mc 9,10). Por eso su muerte y sepultura los dejó desengañados y sin fe (Lc 24,21-24; Jn 20,25). Fue necesario que Jesús resucitado se dejase ver y tocar por sus amigos (Lc 24,36-40; Jn 20,19-29) y llegara hasta compartir con ellos la comida (Lc 24,30.41-43; Jn 21,9-13), para que se conven­cieran de que realmente había vuelto a la vida. Hasta que el día de Pentecostés, cuando Jesús les envió el Espíritu Santo, la fe en la resu­rrección de Jesús se convirtió en el eje central de su predicación (Hch 2,22-24; 3,14-15; 4,10; 8,35). Desde entonces predicaron siempre que

Dios lo resucitó de entre los muertos

de forma que nunca más pueda morir.

(Hch 13,34)

Cristo resucitado es la clave para entender debidamente todo el Antiguo Testamento (Lc 24,44-46). Y la esperanza y la cumbre de la Nueva Alianza. Jesús está vivo. No lo busquemos entre los muertos, pues él es Dios de vivos y no de muertos (Mt 20,38). No caigamos en el reproche que dieron los ángeles a los que fueron a buscarlo en el sepul­cro:

¿Por qué buscan entre los muertos al que vive?

No está acá: Resucitó.

(Lc 24,5-6)

El Padre Dios resucitó a Jesús para bien nuestro, para que nos bendiga desde su nueva situación de triunfo:

Para ustedes Dios ha resucitado a su Servidor

y lo ha enviado para que los bendiga,

y se aparte así  cada uno de su mala vida.

(Hch 3,26)

Jesús permanece para la eternidad

y no cesará de ser Sacerdote.

Por eso, él es capaz de salvar de una manera definitiva

a los que por su intermediario se dirigen a Dios.

Estando vivo, siempre podrá interceder en favor de ellos...

Pues él se ofreció a sí mismo en sacrifico, una vez por todas.

(Heb 7,24-27)

Por haber resucitado de entre los muertos, Jesús “fue constituido Hijo de Dios poderoso” (Rom 1,4), “Señor y Cristo” (Hch 2,36), puesto por el Padre a su derecha como “Jefe y Salvador” (Hch 5,30), “Señor de la gloria” (1 Cor 2,8), con “un nombre sobre todo nombre” (Flp 2,9).

Resucitó para ser Señor,

tanto de los vivos como de los muertos.

(Rom 14,9)

Jesús fue “el primero en resucitar de entre los muertos” (Hch 26,23; Ap 1,5), como un feliz anuncio para todos los que mueren con la espe­ranza puesta en él.

Renació de entre los muertos antes que nadie ,

para tener en todo el primero lugar.

(Col 1,18)

Resucitó como primer fruto ofrecido a Dios,

el primero de los que duermen.

(1 Cor 15,20)

Por eso el triunfo de la resurrección de Jesús es también un triunfo nuestro, pues lleva consigo a sus hermanos. Inauguró el Mundo Nuevo, anunciado por los profetas, al que estamos todos llamados, después de haber sido constituidos hermanos suyos, herederos juntamente con él. Con él triunfará la solidaridad.

Jesús resucitado es nuestra esperanza

La fe en la resurrección de Jesús es considerada por los apóstoles el punto clave de su predicación. Tanto es así que Pablo dice que

si Cristo no resucitó...

somos los más infelices de todos los hombres.

(1 Cor 15,17. 19)

En ese caso nuestra fe sería inútil, y todos seguiríamos en el pecado, condenados para siempre. Toda la esperanza de los cristianos se fun­damenta en el triunfo de la resurrección de Jesús, pues ella confirma y corona la obra realizada durante toda su vida. Es la prueba más evi­dente de la verdad de su enseñanza, y, por consiguiente, de su divini­dad y su salvación. Si Jesús no hubiera resucitado, los apóstoles nunca se hubieran animado a seguir adelante con la obra que él empezó. Pero la fe en el Resucitado les dio fuerzas para ir a hablar de él hasta los confines de la tierra. Tenían fe en que Jesús resucitado está a la dere­cha del Padre intercediendo por nosotros.

Cristo Jesús, el que murió y resucitó,

está a la derecha de Dios rogando por nosotros.

(Rom 8,34)

Está ahora en el cielo...

en presencia de Dios, en favor nuestro.

(Heb 9,24)

¿Somos los cristianos de hoy testigos de la resurrección de Jesús? ¿Se manifiesta hacia el exterior la fe y la esperanza que profesamos? ¿O ni siquiera hablamos del Resucitado?

 

25.  HEREDEROS CON CRISTO

Jesucristo, el Hijo de Dios, es, por nacimiento, el heredero de las ri­quezas del Padre. A él “Dios le constituyó heredero de todas las cosas” (Heb 1,2). Pero antes pasó por el dolor de la muerte, para romper las cadenas de esclavitud que impedían el cumplimiento de las antiguas promesas de Dios a los hombres. Nos hizo hermanos suyos, y por con­siguiente, herederos juntamente con él.

Dios envió a su Hijo...

para que libertara de la ley

a todos los que estaban sometidos.

Así llegamos a ser hijos adoptivos de Dios...

Por lo tanto, ya no eres un esclavo, sino un hijo,

y por eso recibirás la herencia por la gracia de Dios.

(Gál 4,4-7)

Al morir para pagar por nuestros pecados...

consiguió que los elegidos de Dios

recibieran la herencia eterna prometida.

(Heb 9,15)

Los que se unen a Cristo por la fe (Rom 4,13-14) se sienten seguros en Dios, pues han recibido el Espíritu que los hace hijos legítimos de Dios (Rom 8,15-16).

Si somos hijos, somos también herederos.

Nuestra será la herencia de Dios,

y la compartiremos con Cristo;

pues si ahora sufrimos con él,

con él recibiremos la gloria.

(Rom 8,17)

Si pertenecemos a Cristo, somos “los herederos, en los que se cum­plen las promesas de Dios” (Gál 3,29).

Creyendo en Jesús,

quedamos sellados con el Espíritu Santo prometido,

el cual es la garantía de nuestra herencia.

(Ef 1,13-14)

Cristo es nuestra herencia

La herencia es el mismo Dios, que se nos entrega en la persona de Cristo Jesús. Es su Salvación, su Amor, su Vida, su Gracia, su Reino. Jesús es la herencia eterna preparada por el Padre para los hombres “desde el comienzo del mundo” (Mt 25,34). Sólo después de la muerte podremos gozar plenamente de nuestra herencia, cuando nos reunamos con Cristo en su Gloria, formando todos un verdadero pueblo de her­manos. Pero ya desde ahora podemos comenzar a gozar de nuestra he­rencia, en la medida en que nos comprometamos con Jesús, presente en los necesitados del mundo. Jesús ahora se manifiesta en la solidari­dad con los marginados; en el cielo se hará presente en la perfección de nuestra hermandad. La esperanza del triunfo definitivo debe mantener­nos en tensión, como la flecha en el arco, trabajando sin cesar por la aceleración del triunfo de la Justicia y el Amor.

Guardemos nuestra esperanza con firmeza y entusiasmo...

Pues tendremos parte en Cristo,

con tal de que conservemos hasta el fin,

en toda su firmeza,

nuestra confianza del principio.

(Heb 3,6. 14)

Unámonos a la comunidad de la primera carta de Pedro en sus ala­banzas al Padre, por haber resucitado a Jesús y por la herencia que nos tiene reservada en él:

¡Bendito sea Dios, Padre de Cristo Jesús nuestro Señor,

por su gran misericordia!

Resucitando a Cristo Jesús de entre los muertos,

nos concedió renacer para la Vida que esperamos,

más allá de la muerte, del pecado y de todo lo que pasa;

ésta es la herencia que nos tiene reservada en los cielos.

(1 Pe 1,3-4)

 

26.  EL ENCUENTRO CON CRISTO GLORIOSO

Jesús nos está preparando la felicidad perfecta

El encuentro con Cristo resucitado será el momento cumbre de nuestra vida, al que todos, de una manera más o menos consciente, aspiramos. Será la felicidad plena. Para hacer posible este encuentro vino Jesús al mundo. Durante su vida mortal él habló con frecuencia de ello:

Ustedes han permanecido conmigo compartiendo mis penas.

Por eso, les preparo un Reino,

como mi Padre me lo ha preparado a mí.

Ustedes comerán y beberán en mi mesa en mi Reino.

(Lc 22,28-30)

En la casa de mi Padre hay muchas mansiones;

si no fuera así,

¿les habría dicho que voy allá a prepararles un lugar?

Después que yo haya ido a prepararles un lugar, volveré a buscarlos

para que donde yo estoy estén también ustedes.

(Jn 14,2-4)

Esta fue la última petición que presentó Jesús al Padre en la cena de despedida:

Padre, te ruego por todos los que me has dado:

Yo quiero que allí donde estoy yo estén también conmigo.

Y contemplen mi gloria,

que tú me diste porque me amaste

desde antes que comenzara el mundo.

(Jn 17,24)

Hasta en la cruz, en plena agonía, prometió su compañía eterna a un compañero de suplicio:

Hoy mismo estarás conmigo en el Paraíso.

(Lc 23,43)

Estaremos para siempre con el Señor

Los discípulos fundaron su esperanza en estas promesas de Jesús. Saben que “según el plan bondadoso de Dios”, él quiere “llevar a la glo­ria a un gran número de hijos” (Heb 2,9-10). Pablo es el especialista de esta esperanza. Es su tema preferido:

Él murió por nosotros para que entremos en la Vida junto con él.

(1 Tes 5,10)

Si hemos muerto con Cristo, creemos también que viviremos con él.

(Rom 6,8)

Estaremos para siempre con el Señor.

(1 Tes. 4,7)

Compartiremos con Cristo su Gloria y su Reinado:

Nuestra será la herencia de Dios,

y la compartiremos con Cristo;

pues si ahora sufrimos con él,

con él recibiremos la gloria.

(Rom 8,17)

Cuando se manifieste Cristo, que es nuestra Vida,

ustedes también vendrá a la luz con él,

y tendrán parte en su gloria.

(Col 3,4)

Si sufrimos pacientemente con él,

también reinaremos con él,

(2 Tim 2,12)

Dice Cristo resucitado en el Apocalipsis:

Al vencedero le concederé que se siente junto a mi trono,

del mismo modo que yo, después de vencer,

me senté junto a mi Padre en su trono.

(Ap 3,21)

Veremos a Dios cara a cara

No sólo compartiremos la gloria de Cristo, sino que en él veremos a Dios tal como es:

Al presente conocemos a Dios como en un mal espejo

y en forma confusa,

pero entonces será cara a cara.

Ahora solamente conozco en parte,

pero entonces le conoceré a él como él me conoce a mí.

(1 Cor 13,12)

Cuando él se manifieste en su gloria,

seremos semejantes a él,

porque lo veremos tal como es.

(1 Jn 3,2)

Cristo dijo que los limpios de corazón verán a Dios (Mt 5,8). Promete la visión de Dios -privilegio de ángeles (Mt 18,10)- a los corazones pu­ros, porque Dios es Amor, y el Amor no puede ser sintonizados nada más que por el amor, es decir, por el corazón que se entrega sin reser­vas. En el cielo no entra nadie sin purificarse hasta el último gramo de egoísmo que le quede, pues el egoísmo es el muro que separa e impide ver a Dios. Sólo los limpios de corazón podrán verle.

Nuestra imaginación humana es incapaz de poder imaginar ahora cómo podrá realizarse la visión de Dios, y cómo podremos compartir el triunfo y la gloria de Cristo:

El ojo no ha visto, el oído no ha oído, ni a nadie se le ocurrió pensar

lo que Dios ha preparado para los que le aman.

(1 Cor 2,9)

Felices para siempre

En el cielo triunfará la alegría. Cristo vino a entregarnos la alegría de su Evangelio y su salvación (Jn 15,11). Pero esta alegría no será com­pleta hasta el encuentro definitivo con él.

Cuando los vuelva a ver, su corazón se llenará de alegría,

y nadie podrá quitarles esa alegría...

Su gozo será completo.

(Jn 16,22.24)

Alegría porque llegó la liberación total, porque llegó el Mundo Nuevo de hermanos, porque se acabó toda lágrima, porque Cristo es definiti­vamente el centro de todo y de todos.

Ya llegó la liberación por el poder de Dios.

Reina nuestro Dios y su Cristo manda...

Por eso, alégrense los cielos y ustedes que viven en ellos.

(Ap 12,10-12)

Entonces no será posible ningún dolor. Dios enjugará toda lágrima. Él será el centro y el gozo de todos; se formará el verdadero Pueblo de Dios:

La Ciudad Santa... es la morada de Dios entre los hombres;

fijará desde ahora su morada en medio de ellos

y ellos serán su Pueblo y él mismo será Dios-con-ellos.

Enjugará toda lágrima de sus ojos,

y ya no existirá la muerte, ni duelo, ni gemido, ni penas,

porque todo lo anterior ha pasado.

(Ap 21,2-4)

Ninguna maldición es allí posible.

El trono de Dios y del Cordero estarán en la ciudad,

y sus servidores le rendirán culto.

Verán su rostro

y llevarán su nombre sobre sus frentes.

Ya no habrá noche.

No necesitarán luz, ni de lámparas ni del sol,

porque el Señor Dios derramará su luz sobre ellos,

y reinará por los siglos de los siglos.

(Ap 22,3-5)

Por eso dijo Jesús que el mayor motivo de alegría que podemos tener en este mundo es saber que nuestros nombres “están escritos en los cie­los” (Lc 10,20). En el Cielo Nuevo y la Nueva Tierra (Ap 21,1) que nos espera, escucharemos a Cristo resucitado y triunfante que dice:

Ahora todo lo hago nuevo.

(Ap 21,5)

Esta felicidad será eterna. Como ya vimos antes, Jesús vino a dar­nos Vida (Núm. 10), pero esta Vida, que comienza a manifestarse en la tierra, durará para siempre, más allá de la muerte:

El don gratuito de Dios

es la Vida Eterna en Cristo Jesús nuestro Señor.

(Rom 6,23)

El que tiene fe en Jesús, no morirá jamás (Jn 8,51). Nada, ni nadie, podrá arrebatarlo de las manos del Buen Pastor (Jn 10,27-29). Cuando se destruya nuestro cuerpo mortal, sabemos que Dios nos tiene reser­vada “una casa para siempre en los cielos” (2 Cor 5,1).

Por eso, para Pablo la muerte no era ninguna desgracia, sino la hora del encuentro definitivo con Jesús:

Sinceramente, para mí Cristo es mi vida

y morir es una ventaja...

Ansío partir para estar con Cristo,

que es lo mejor con mucho.

(Flp 1,21. 23)

No obstante, el amor a sus hermanos le hacía preferir continuar vi­viendo en esta tierra para poder seguir sirviéndoles (Flp 1,22). Además, él sabía que de hecho nuestro resurrección ya comienza en esta vida, pues se nos ha dado el espíritu Santo “como garantía de nuestra heren­cia” (Ef 1,13-14), y podemos vivir ya junto a Jesús, a través de la ora­ción, de la Eucaristía (Jn 6,54), de las reuniones (Mt 18,20), del servicio a los necesitados (Mt 25,35-40) y de todo lo que sea entrega y amor al prójimo.

 

27.  RESUCITAREMOS CON EL

La felicidad del cielo no será puramente espiritual. Jesús, Dios-Hombre, santificó el cuerpo humano, al hacerlo suyo propio. Él quiso pasar la experiencia de la muerte, pero su cuerpo no conoció la des­composición del sepulcro, puesto que no había cometido ninguna clase de pecado. Por eso volvió a la vida. Nosotros, sus hermanos, como pe­cadores que somos, pasaremos por la corrupción del sepulcro, pero lle­gará el momento en que nuestro cuerpo mortal será absorbido por la Vida Nueva (2 Cor 5,4) y disfrutaremos para siempre con Cristo, todos juntos, de una manera completa y definitiva:

Yo soy la Resurrección y la Vida.

el que cree en mí,

aunque esté muerto, vivirá.

(Jn 11,25)

La voluntad del que me ha enviado

es que yo no pierda nada de lo que él me ha dado,

sino que lo resucite en el último día.

(Jn 6,39)

Sepan que llega la hora

en que todos los que están en los sepulcros oirán mi voz.

Los que hicieron el bien saldrán y resucitarán para la Vida.

(Jn 5,28-29)

La comunión del cuerpo de Cristo es la señal anticipada de la resu­rrección de nuestro propio cuerpo:

El que come mi carne y bebe mi sangre,

tiene la Vida Eterna

y yo lo resucitaré en el último día.

(Jn 6,54)

La resurrección es el punto básico de nuestra fe

Tan importante es creer en la realidad futura de nuestra resurrec­ción, que si no fuera una cosa cierta, la fe sería inútil y falso el mensaje de Cristo:

Si los muertos no resucitan,

tampoco resucitó Cristo.

Y si Cristo no resucitó,

no pueden esperar nada de su fe

y siguen con sus pecados.

Y también los que entraron en el descanso junto a Cristo,

están perdidos.

Y si sólo para esta vida esperamos en Cristo,

somos los más infelices de todos los hombres.

(1 Cor 15,16-19)

La resurrección es el punto clave de la fe cristiana. Si Cristo, que es nuestra Cabeza, resucita, también nosotros, sus miembros, resucita­remos. Es la cumbre de las maravillas del Amor de Dios hacia los hom­bres (Ef 2,6-7). Cristo vino a compartir nuestros sufrimientos, pero para llevarnos consigo a su gloria. Comenzamos diciendo que Dios se hizo hombre porque el amor tiende a igualar a los que se aman, pero justa­mente por eso nos quiere hacer compartir también con él la gloria de la resurrección. Dios se hace hombre para que el hombre se haga como Dios: el hombre completo, en su espíritu y en su materia. Nuestro cuerpo, semejante al cuerpo de Jesús, templo del Espíritu Santo, no podía descomponerse para siempre, como el cuerpo de un animal cual­quiera. La esperanza cristiana enseña que nuestro cuerpo volverá a la vida, sin defectos, ni problemas.

Hermanos, deseo que estén bien enterados

acerca de los que ya descansa,

y no se apenen como los demás,

que no tienen esperanza.

Pues creemos que Jesús murió para después resucitar,

y de la misma manera los que ahora descansan en Jesús,

serán también llevados por Dios junto a Jesús.

(1 Tes 4,13-14)

Pablo cultivaba y fomentaba continuamente entre sus hermanos la fe en la resurrección. Es el tema básico de su predicación. Según él, con la resurrección toma sentido toda la vida, especialmente el dolor y el su­frimiento humano.

Si de verdad nos unimos con Cristo por la semejanza de su muerte,

así también nos uniremos a él en su resurrección.

(Rom 6,5)

Nuestros cuerpos volverán a la vida

¿Cómo será la resurrección? Pablo dice que tendremos un cuerpo semejante al de Cristo glorioso:

Él cambiará nuestro pobre cuerpo

y lo hará semejante a su propio cuerpo, del que irradia su gloria,

usando esa fuerza con la que puede someter a todo el universo.

(Flp 3,21)

Los muertos resucitarán para nunca volver a morir...

Es necesario que este cuerpo destructible

se revista de la Vida que no se destruye,

y que este hombre que muere

se revista de la Vida que no muere.

(1 Cor 15,52-53)

El dogma de la resurrección de la carne enseña que la felicidad ce­lestial es algo profundamente humano. Será el triunfo de toda la obra histórica del hombre sobre la tierra: el conjunto de todo lo bueno que hemos podido realizar, pero en un grado mucho más intenso, más en sociedad y con nuevas perspectivas insospechadas. Todos nuestros ac­tos de justicia y de amor serán eternizados en la resurrección. Será eternizada nuestra obra: el ideal por el cual luchamos, pero de una ma­nera perfecta, limpia de toda impureza. De nuestro esfuerzo terreno quedará todo lo que tenga valor (1 Cor 3,13-14).

En la gloria, Jesús seguirá eternamente mostrándonos al Padre. Y en él nos conoceremos y amaremos todos los hombres, sin posibilidad de egoísmos. Nos encontraremos todos los parientes y amigos; y encontra­remos millones de nuevos y verdaderos hermanos. Será como un ban­quete de bodas, lleno de alegría (Ap 19,7-9), donde todo se pone en co­mún. A la hora de la resurrección, el Cuerpo Místico de Cristo habrá llegado a su medida definitiva (Ef 4,13-16). Será la aparición clara y to­tal del triunfo de Cristo. La revelación de todas las energías resucitado­ras de Cristo, concretadas en la realidad viviente de un mundo de her­manos.

Nosotros esperamos, según la promesa de Dios,

cielos nuevos y tierra nueva,

un mundo en el que reinará la justicia.

(2 Pe 3,13)

“Dios... nos prepara una nueva morada y una nueva tierra donde habita la justicia, y cuya bienaventuranza es capaz de saciar y rebasar todos los anhelos de paz que surgen en el corazón humano” (Vaticano II. Iglesia en el mundo actual, 39).

 

28.    CRISTO, SEÑOR DE LA CREACIÓN

Por él existen todas las cosas

En el Nuevo Testamento, lo mismo que en el Antiguo, Dios es consi­derado como el Creador, “que hizo el cielo y la tierra, el mar y cuanto hay en ellos” (Hch 14,15; 17,24-25). Dios puede ser conocido a través de sus obras (Rom 1,20), pues todo lo que ha hecho es bueno (1Tim. 4,4) y él se somete con su fuerza a todo el universo (Flp 3,21).

En verdad todo viene de él,

todo ha sido hecho por él

y ha de volver a él.

¡A él sea la gloria por siempre!

(Rom 11,36)

En el Nuevo Testamento se nos enseña que Jesucristo estaba desde el principio del mundo unido al Padre Dios en la obra de la creación. Por él existen todas las cosas:

Para nosotros hay un solo Dios: el Padre.

De él viene todas las cosas y para él existimos nosotros.

Y hay un solo Señor: Cristo Jesús,

por quien existen todas las cosas, y también nosotros.

(1 Cor 8,6)

Jesús es la Palabra de Dios , “el Verbo”, que existiendo desde el principio en Dios, lo hizo todo y mantiene con su palabra el universo:

El Verbo estaba al principio junto a Dios.

Todo se hizo por él,

y sin él no existe nada de lo que se ha hecho.

(Jn 1,2-3)

Dios constituyó a su Hijo heredero de todas las cosas,

ya que por él creó el mundo...

Él es el que mantiene el universo por su palabra poderosa.

(Heb 1,2-3)

 

El mismo Jesús, ya resucitado, dijo a los suyos, momentos antes de subir al cielo:

Todo poder se me ha dado en el cielo y en la tierra.

(Mt 28,18)

Cristo es “el Principio de las obras de Dios” (Ap 3,14), “el Señor del universo” (Ap 1,8), por el que fueron creadas todas las cosas: Él es el primero en todo.

Él es la imagen del Dios que no se puede ver,

el primero de todo lo que existe.

Por medio de él, Dios hizo todas las cosas,

las del cielo y las de la tierra;

tanto las cosas que no se ven, como las que se ven...

Todo fue hecho por medio de él y para él.

Él existe antes que todas las cosas,

y todo se mantiene en él.

(Col 1,15-17)

La Nueva Creación

Jesús es artífice, modelo y fin de toda la creación. En él “ya empezó la Nueva Creación” (Gál 6,15), anunciada por los profetas. En primer lugar por la formación del “hombre nuevo”, del que ya hemos hablado (número 17). Pero esta Nueva Creación en Cristo llega también a todo el universo material, que a consecuencia del pecado había sido desviado del plan primero de Dios. Toda la creación espera su liberación en Cristo:

Toda la creación espera ansiosamente

que los hijos de Dios reciban la gloria que les corresponde.

Pues si la creación está al servicio de vanas ambiciones,

no es porque ella hubiese deseado esa suerte,

sino que le vino del que la sometió.

Por eso tiene que esperar,

hasta que ella misma sea liberada del destino de muerte

que pesa sobre ella,

y pueda así compartir la libertad y la gloria de los hijos de Dios.

(Rom 8,19-21)

Al comienzo Dios hizo a Adán cabeza de la raza humana y le entregó la creación para que la dominara. Pero el pecado rompió el plan de Dios, y puso la creación al servicio de vanas ambiciones. Ya no está al servicio de todo el hombre y de todos los hombres. Pero el Padre consti­tuyó a Cristo como nueva Cabeza de la humanidad y Señor de todo lo creado, para que restaurara todas las cosas y les diera unidad en él mismo:

Ahora Dios nos da a conocer este secreto suyo,

este proyecto nacido de su corazón,

que formó en Cristo desde antes,

para realizar cuando llegara a la plenitud de los tiempos.

Todas las cosas han de reunirse bajo una sola Cabeza, Cristo,

tanto los seres celestiales como los terrenales.

(Ef 1,9-10)

Jesús es el heredero de todas las cosas (Heb 1,2). Todo ha de estar bajo sus pies, pues él es la Cabeza de todos (Ef 1,22). Pero esta Nueva Creación, que está en crecimiento, no ha llegado todavía a la perfección. Nuestro propio cuerpo espera ansiosamente la libertad de su resurrec­ción (Rom 8,23). Y el universo entero “gime y sufre dolores de parto” (Rom 8,22) en su marcha a través de la historia hacia la Libertad, la Justicia y el Amor.

Pasará este mundo injusto actual (Ap 21,1), y llegará el momento en que Cristo glorioso consiga “la restauración del mundo” (Hch 3,21), cuando de verdad seamos todos un solo cuerpo, teniéndolo a él por Cabeza. Entonces podrá decir “estas palabras verdaderas y seguras”:

Ahora todo lo hago nuevo.

(Ap 21,5)

En nuestra marcha histórica de transformación del mundo en busca de la hermandad, contamos de manera decisiva con la ayuda de Cristo. Él es la garantía de éxito. Llegaremos a vivir como hermanos, señores de la creación, porque Cristo está con nosotros “todos los días, hasta el fin del mundo” (Mt 28,20).

“Los bienes de la dignidad humana, la unión fraterna y la libertad, en una palabra, todos los frutos excelentes de la Naturaleza y de nues­tro esfuerzo..., volveremos a encontrarlos limpios de toda mancha, ilu­minados y transfigurados, cuando Cristo entregue al Padre el Reino eterno y universal; Reino de verdad y de vida; Reino de santidad y gra­cia; Reino de Justicia, de amor y de paz” (Vaticano II. Iglesia en el mundo actual, 39).

29.  “DIGNO ES EL CORDERO DE TODA ALABANZA”

¡Qué grande es el misterio de la bondad de Dios!

(1 Tim 3,16)

Ante las maravillas del Amor de Dios hacia la Humanidad, no cabe sino caer de rodillas ante él, con el corazón lleno de agradecimiento, procurando que su Amor germine también en nosotros.

Debemos dar gracias a Dios en todo tiempo por ustedes, hermanos.

Es justo hacerlo, ya que siguen progresando en la fe

y crece el amor de cada uno a los hermanos.

(2 Tes 1,3)

Con alegría darán gracias al Padre,

que nos preparó para recibir nuestra parte de la herencia,

reservada a los santos en su Reino de luz.

Nos arrancó del poder de las tinieblas

y nos trasladó al Reino de su Hijo amado.

En él nos encontramos liberados y perdonados.

(Col 1,12-14)

En él hemos recibido todas las riquezas.

(1 Cor 1,5)

La entrega y el servicio de Jesús a los hombres fue tan completa, que el Padre “lo engrandeció y le dio un nombre que está sobre todo nombre”, y desea que todos lo tratemos como a Señor de cielos y tierra (Ef 2,9-11). Jesucristo es verdaderamente “el Testigo fiel” del Amor del Padre.

¡A él la gloria y el poder por los siglos de los siglos!

(Ap 1,6)

Digno es el Cordero que ha sido degollado

de recibir el poder y la riqueza,

la sabiduría y la fuerza,

el honor, la gloria y la alabanza.

(Ap 5,12)

En Cristo se ha manifestado “la tierna compasión de nuestro Dios” (Lc 1,78). Los apóstoles, que conocieron tan de cerca a Jesús, pro­rrumpían con frecuencia en toda clase de alabanzas al Padre, por haber enviado a su Hijo.

Bendito sea Dios, Padre de Cristo Jesús nuestro Señor,

que nos bendijo desde el cielo en Cristo,

con toda clase de bendiciones espirituales.

(Ef 1,3)

Bendito sea Dios, Padre de Cristo Jesús nuestro Señor,

el Padre siempre misericordioso,

el Dios del que viene todo consuelo,

el que nos conforta en todas las pruebas...,

de manera que también nosotros

podamos confortar a los que están en cualquier prueba,

comunicándoles el mismo consuelo que nos comunica Dios a nosotros.

(2 Cor 1,3-5)

Al Dios único,

que nos puede preservar de todo pecado,

y presentarnos alegres y sin mancha ante su propia gloria,

al único Dios que nos salva

por medio de Cristo Jesús nuestro Señor,

a él gloria, honor, fuerza y poder,

desde antes de todos los tiempos,

ahora y por todos los siglos de los siglos.

(Jud. 24-25)

Al que puede realizar todas las cosas,

y obrar en nosotros mucho más allá

de todo lo que podemos pedir o imaginar,

a él la gloria,

en la Iglesia y en Cristo Jesús,

por todas las generaciones y todos los tiempos. Amén.

(Ef 3,20-21)

Oración final

Terminemos estas reflexiones bíblicas con un acto de fe en el Amor de Dios, síntesis de todos los realizados a lo largo del libro:

Nosotros hemos encontrado el Amor que Dios nos tiene

y hemos creído en su Amor.

Dios es Amor.

El que permanece en el Amor,

en Dios permanece

y Dios en él.

(1 Jn 4,16)

Y con una petición, la misma con la que acaba la Biblia, y que tan frecuentemente se escuchaba en labios de los primeros cristianos:

¡Ven, Señor Jesús!

(Ap 22,20)

Y escuchemos que él nos responde:

Sí, vengo pronto

(Ap 22,20)

José Luis Caravias
Cristo, nuestra esperanza
El Amor de Dios según el NT