VI

EL MANDAMIENTO DE CRISTO

Hemos meditado un poco la grandiosidad y la delicadeza del Amor que el Padre nos ha manifestado a través de Cristo Jesús. Ciertamente él nos “amó hasta el extremo” (Jn 13,1). Pero todo amor exige ser co­rrespondido. Y Jesús, la noche antes de que lo asesinaran, manifestó con toda claridad cómo quería ser correspondido:

Ahora les doy mi Mandamiento:

Ámense unos a otros, como yo los amo a ustedes.

No hay amor más grande que éste: dar la vida por sus amigos.

Ustedes son mis amigos, si cumplen lo que les mando...

Y yo les mando esto: que se amen los unos a los otros

(Jn 15,12-14.17)

En esto conocerán todos que ustedes son mis discípulos:

si se aman unos a otros.

(Jn 13,35)

Es la insistencia de una persona que sabe que va a morir, dejando su último deseo a los suyos. Procuremos reflexionar sobre el significado de estas palabras, ayudándonos, como siempre, de diversas citas bíbli­cas. De nada serviría conocer el Amor de Cristo, si no sabemos vivir sus consecuencias.

 

20.  “SI TAL FUE EL AMOR DE DIOS, TAMBIÉN    NOSOTROS DEBEMOS AMARNOS MUTUAMENTE”

Es la consecuencia lógica del Amor que Dios nos ha demostrado. El que cree de veras en Dios, tiene que amar a los amados de Dios. Y el que diga lo contrario, miente. En el Nuevo Testamento es tan clara esta lección, que bastará meditar unas cuantas citas bíblicas, que se comen­tan por sí solas. Esto, o se entiende o no se entiende. Pero no tiene más vuelta de hoja. Veamos lo que dice Juan dirigiéndose a los primeros cristianos:

Queridos míos, amémonos los unos a los otros,

porque el amor viene de Dios.

Todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios.

El que no ama no ha conocido a Dios:

pues Dios es Amor...

Si tal fue el Amor de Dios,

también nosotros debemos amarnos mutuamente.

Nadie nunca ha visto a Dios,

pero si nos amamos unos a otros,

Dios permanece en nosotros...

Entonces amémonos nosotros,

ya que él nos amó primero.

El que dice: “yo amo a Dios”, pero odia a su hermano,

es un mentiroso.

¿Cómo puede amar a Dios, a quien no ve,

y no amar a su hermano, a quien ve?

Él mismo nos ordenó:

El que ame a Dios, ame también a su hermano.

(1 Jn 4,7-8.11-12.19-21)

El que ama al Padre,

ama también a todos los hijos de ese Padre.

(1 Jn 5,1)

Es una exigencia fuerte y arrolladora de amor al prójimo, ya que la única forma de conocer y amar a Dios es a través de los hermanos. Cristo se ha metido en los seres humanos y en la historia de tal ma­nera, que no se le puede encontrar si no es a través de personas con­cretas. La medida del amor que le tenemos a Dios es la medida de nues­tro compromiso por los otros.

El que no ama permanece en la muerte.

El que odia a su hermano, es un asesino,

y, como lo saben ustedes,

en el asesino no permanece la Vida Eterna.

Jesucristo sacrificó su vida por nosotros

y en esto hemos conocido el Amor;

así también nosotros debemos dar la vida por nuestros hermanos.

Cuando alguien goza de las riquezas de este mundo,

y viendo a su hermano en apuros le cierra su corazón,

¿cómo permanecerá el Amor de Dios en él?

Hijitos, no amemos con puras palabras y de labios afuera,

sino verdaderamente y con obras.

(1 Jn 3,15-18)

Amor de obras y de verdad

Con la verdad y la sinceridad con que se entregó Cristo a los demás. Creer en Jesús es comprometerse como se comprometió él. Pues “la fe que no produce obras está muerta” (Sant 2,26), como pasa, por desgra­cia, muchas veces entre nosotros.

En Cristo Jesús... lo que vale es tener la fe

que actúa mediante el amor.

(Gál 5,6)

Hermanos, ¿qué provecho saca uno cuando dice que tiene fe,

pero no lo demuestra con su manera de actuar?...

Si a un hermano o a una hermana

les falta la ropa y el pan de cada día,

y uno de ustedes les dice:

“Que les vaya bien; que no sientan frío ni hambre”,

sin darles lo que necesitan, ¿de qué les sirve?

Así pasa con la fe,

si no se demuestra por la manera de actuar

está completamente muerta.

(Sant 2,14-17)

¿En qué consiste hoy en nuestro país amar de obras y de verdad? ¿Qué nos exige Cristo, presente en el pueblo? ¿Cuáles son los signos de nuestro tiempo a través de los cuales Dios habla y pide respuestas con­cretas? ¿Qué postura nos hace tomar la fe en Cristo ante los aconteci­mientos actuales? ¿Cómo se demuestra hoy “el sincero amor entre her­manos” (1 Pe 1,22) en esta Patria Grande que forma América Latina? ¿Cómo desarrollar el potencial liberador de la fe del pueblo en su lucha por un cambio en serio, que sea profundo y rápido? Si hemos entendido lo que es el Amor de Dios hacia su pueblo, sabremos responder con los hechos a estas preguntas. El Amor de Dios obliga a una sincera con­versión de servicio y de trabajo sin tregua, en busca de la dignificación humana por igual, la justicia y la verdadera hermandad.

Ustedes saben que él es Justo;

reconozcan entonces que quien obra la justicia,

ése ha nacido de Dios.

(1 Jn 2,29)

Hijitos míos, no se dejen extraviar:

los que practican la justicia, ésos son justos,

tal como Jesucristo es justo...

Los hijos de Dios y los del diablo se reconocen en esto:

el que no obra la justicia no es de Dios,

y tampoco el que no ama a su hermano.

Pues se les enseñó desde el principio

que se amen los unos a los otros.

(1 Jn 3,7.10-11)

Santiago dice que “la religión verdadera y perfecta delante de Dios” consiste en resolver los problemas de los marginados, que en aquel tiempo eran los huérfanos y las viudas (Sant 1,27). ¿Cuántas comuni­dades aborígenes, cuántos peones rurales, cuántos obreros o emplea­das domésticas siguen viviendo hoy en la total marginación, después de varios siglos de “cristianismo”? ¿Cuántas “villas miseria”, “bañados” o “chabolas” habrá que hacer desaparecer para que nuestra religión pueda considerarse verdadera ante Dios? La lucha por un continente nuevo, con hombres nuevos, está en la raíz de la fe de nuestros padres. La Iglesia tiene que estar presente donde se juega el destino de los hombres. La fe lanza a optar por el pueblo y su proyecto histórico de li­beración, dentro de su propia cultura.

Ya tenemos el Amor de Dios en nuestros corazones

Después que Cristo vino al mundo, nada que sea justo y bueno es imposible, pues su Espíritu vive en nosotros. Si él dio el Mandamiento Nuevo es porque es posible cumplirlo, lo mismo que lo cumplieron los primeros seguidores de Jesús (1 Tes 4,9).

De la fe firme brota la esperanza,

la cual no nos desengaña,

pues ya tenemos el Amor de Dios derramado en nuestros corazones

por el Espíritu Santo que se nos concedió.

(Rom 5,4-5)

El buen cristiano, el que de veras ha sido vivificado por la fe en Cristo, es un hombre optimista a toda prueba, pues sabe que el Amor de Dios vive en su corazón. El Espíritu le hace capaz de cumplir la vo­luntad de Jesús. El cristiano tiene este gran tesoro dentro, pero la ma­yoría de las veces arrinconado y encubierto, de manera que no puede dar fruto como debiera.

Que Dios, de quien viene la constancia y el ánimo,

nos conceda tener los unos para con los otros

los sentimientos del propio Cristo Jesús.

(Rom 15,5)

Como hijos amadísimos de Dios, esfuércense por imitarlo.

Sigan el camino del amor, a ejemplo de Cristo, que los amó a ustedes.

(Ef 5,2)

 

21. AMAR ES SERVIR

El Servidor de todos

Jesús supo rebajarse y hacerse servidor de todos. Los que le quieran seguir, deberán tener la misma actitud que él (Flp 2,4-7):

Ustedes saben que los jefes de las naciones

se portan como dueños de ellas

y que los poderoso hacen sentir su autoridad.

Entre ustedes no ha de ser así, sino al contrario:

el que aspire a ser más que los demás,

se hará servidor de todos.

Y el que quiere ser el primero,

debe hacerse esclavo de los demás.

A imitación del Hijo del Hombre,

que no vino para que lo sirvan,

sino para servir y para dar su vida

como precio por la salvación de todos.

(Mt 20,25-28).

Un ejemplo típico de esta actitud de hacerse “el servidor de todos” (1 Cor 9,19) es la imagen de Jesús de rodillas ante sus discípulos, laván­doles los pies. Él mismo saca la conclusión:

Ustedes me llaman el Señor y el Maestro

y dicen verdad, porque lo soy.

Si yo, que soy el Señor y el Maestro, les he lavado los pies,

también ustedes deben lavarse los pies unos a otros.

Les he dado el ejemplo para que ustedes hagan lo mismo

que yo les he hecho..

Serán felices, si lo ponen en práctica.

(Jn 13,13-17)

Sin una actitud sincera de humildad ante los demás, nunca podre­mos servirnos unos a otros. La humildad se demuestra entregándose cada uno al servicio de los demás, según sus propias posibilidades. Y al mismo tiempo, aceptando la ayuda de los otros en todo lo que uno ne­cesita. Humildad es servicio mutuo. Es dar a Dios y a los demás la ver­dad de todo lo que uno ha recibido de Dios y de los demás. Es colocarse cada uno en su sitio, todos sirviendo a todos.

En busca de la igualdad

¿Cómo poner en práctica esta actitud de servicio? Ciertamente no se trata de ser serviles ante los poderosos o de dejarse explotar como un tonto. Es un servicio por amor, y, por consiguiente, entre personas iguales en dignidad. Cristo nos igualó a todos, hermanándonos con él. Y nuestro servicio principal debe ser esforzarnos para que esa igualdad de derecho llegue de hecho a todos los hombres, incluido, por supuesto, el aspecto económico. Pablo dice así al pedir plata a una comunidad más próspera, en favor de otra más pobre:

No se trata de que otros tengan comodidad

y ustedes sufran escasez;

sino de que busquen la igualdad.

Al presente ustedes darán de su abundancia lo que a ellos les falta,

y algún día ellos tendrán en abundancia

para que a ustedes no les falte.

Así se encontrarán iguales

y se verificará lo que dice la Escritura:

Al que tenía mucho no le sobraba;

al que tenía poco no le faltaba.

(2 Cor 8,13-15)

El primer servicio al prójimo quizás sea saber llevar cada uno una cierta austeridad de vida. Todo lujo es una ofensa a las necesidades de los otros hermanos. Los gastos superfluos son una bofetada al que no tiene qué comer. El que tiene el Espíritu de Cristo no desea “acumular riquezas en la tierra” (Mt 6,19-21). El seguidor de Cristo se contenta con lo necesario para seguir viviendo dignamente (Mt 10,8-10). Como Pablo, no vive a expensas de nadie, sino que se esfuerza en ganarse la vida con su propio trabajo (Ef 4,28; 1 Tes 4,11-12). La haraganería es un antiservicio a la sociedad. Si algún cristiano no quiere trabajar, no me­rece ni que se le dirija la palabra.

Hermanos, les ordenamos, en nombre de Cristo Jesús el Señor,

que se aparten de todo hermano que viva sin hacer nada...

Si alguien no quiere trabajar, que no coma.

(2 Tes 3,6.10)

Saber compartir

Otra forma de servicio, complementaria de la austeridad y el trabajo, es saber compartir. Ya Juan el Bautista había preparado “los caminos del Señor”, diciendo:

El que tenga dos capas, dé una al que no tiene

y quien tenga que comer, haga lo mismo.

(Lc 3,11)

Jesús alabó la generosidad de aquella viuda que dio “lo único que te­nía para vivir”, en contraposición a las limosnas de los ricos que daban “lo que les sobraba” (Mc 12,43-44). Las primeras comunidades cristia­nas, como fruto de su fe común en el Señor Jesús, compartían con sus hermanos todo lo que tenían (Hch 2,44-46; 4,32-35). Siempre insistían en la necesidad de ser generosos y compartir bienes:

Muéstrense generosos

y sepan compartir con los demás,

pues esos son los sacrificios que agradan a Dios.

(Heb 13,16)

Quien siembra con mezquindad,

con mezquindad cosechará,

y quien hace siembras generosas,

generosas cosechas tendrá.

Cada uno dé según lo decidió personalmente,

y no de mala gana o a la fuerza,

pues Dios ama al que da con alegría.

(2 Cor 9,6-7)

Este compartir los bienes materiales con los pobres es una condición imprescindible para poder seguir de cerca a Jesús (Mt 19,21).

Saber perdonar

Si hay que vivir austeramente, dispuestos a ser generosos y a com­partir, porque Dios es el Padre común de todos, que lo hizo todo para todos, otro servicio que exige su Amor es justamente el del perdón mu­tuo. Tanto es así, que Jesús condiciona el perdón de Dios a que nos se­pamos perdonar unos a otros:

Si ustedes perdonan las ofensas de los hombres,

también el Padre celestial los perdonará.

Pero si no perdonan las ofensas de los hombres,

el Padre tampoco les perdonará a ustedes.

(Mt 6,14-15)

No podremos rezar bien, si no perdonamos de corazón al que nos ofendió (Mc 11,25-26).

Ni podemos acercarnos al altar de Dios sabiendo que alguien tiene una queja en contra nuestra, sin que hayamos hecho nosotros nada por arreglar el problema:

Cuando presentes tu ofrenda al altar,

si recuerdas allí que tu hermano tiene

alguna queja en contra tuya,

deja ahí tu ofrenda, ante el altar,

anda primero a hacer las paces con tu hermano

y entonces vuelve a presentarla.

(Mt 5,23-24)

Las exigencias de Jesús son muy grandes. Esta actitud de entrega absoluta al prójimo, que pide a sus seguidores, no se satisface con per­donar ofensas. Hay, además, que amar al que nos ofende, pues él tam­bién es hijo del Padre, y lo quiere como a nosotros.

Amen a sus enemigos

y recen por sus perseguidores.

Así serán hijos de su Padre que está en los cielos.

Él hace brillar el sol sobre malos y buenos

y caer la lluvia sobre justos y pecadores.

(Mt 5,44-45)

Esto de amar al enemigo sólo se puede entender bajo el punto de vista de la fe en el Amor universal de Dios. Toda actitud de odio, renci­llas o venganza está fuera del Espíritu de Cristo. Él vino a destruir el odio. Pedro así lo entiende cuando recomienda:

No devuelvan mal por mal,

ni contesten al insulto con el insulto.

(1 Pe 3,9)

Pero el perdón y el amor a los enemigos no quiere decir que hay que aguantar pasivamente que nos marginen, nos desprecien y nos explo­ten. El amor implica una exigencia absoluta de justicia. La fe en Cristo lanza a luchar por el triunfo de la justicia, pero no impulsados por odio o resentimientos, sino por amor a ese Cristo presente en todos los oprimidos del mundo. Se trata de “vencer el mal con el bien” (Rom 12,21), y no de vencer el mal a base de otro mal. Amar al que roba a sus obreros no quiere decir que le perdonemos sus robos sistemáticos, pues en ese caso estaríamos haciéndole un daño.

El Evangelio manda amar a los enemigos. Pero no dice que no reco­nozcamos como enemigo al que lo es. O que no luchemos en contra del pecado que hay en ellos. Justamente la única manera verdadera que pueden tener los pobres para amar a sus enemigos explotadores es lu­chando contra lo malo que tienen en sí mismos, que es el hecho de ser explotadores. Pues la explotación sistemática a los pobres es el peor pe­cado que puede haber sobre el mundo. Precisamente por amor tenemos que luchar para que dejen de existir estas injusticias vergonzosas que sufrimos ahora.

Amar es servir; servir a nuestro pueblo de hoy, con sus necesidades concretas; servir no sólo al vecino, sino a todo el pueblo en su proceso de liberación histórica. Servir es comenzar ya a compartir, y luchar al mismo tiempo para que podamos llegar a compartirlo todo como her­manos, hijos todos de un mismo Padre.

 

22.  UNIDOS EN CRISTO

El ideal de unidad

El Mandamiento Nuevo, expresado ante todo en servicio al prójimo, tiene como fin la construcción de la unidad: unión de los hombres con Dios y de los hombres entre sí. Unión con Cristo hoy, hacia la forma­ción del Cristo Total. Unión en el tiempo, imperfecta y progresiva, hasta llegar a la unidad perfecta y definitiva. Éste fue el ideal de Jesús:

Que todos sean uno,

como tú, Padre, estás en mí y yo en ti.

Sean también ellos uno en nosotros...

Esa gloria que me diste,

se la di a ellos para que sean uno,

como tú y yo somos uno.

Así seré yo en ellos y tú en mí,

y alcanzarán la unión perfecta.

(Jn 17,21-23)

Por este ideal entregó su vida Cristo. Él murió “para lograr la unidad de los dispersos hijos de Dios” (Jn 11,52). Así lo entendieron los prime­ros cristianos que, perseverantes en la oración (Hch 1,14), llegaron a tener “un solo corazón y un solo espíritu” (Hch 4,32), manifestado “con alegría y sencillez” en la comunión de los bienes materiales. Pablo les hablaba así:

Mantengan entre ustedes lazos de paz

y permanezcan unidos en el mismo espíritu.

Sean un cuerpo y un espíritu,

pues, al ser llamados por Dios,

se dio a todos la misma esperanza.

Uno es el Señor, una la fe, uno el bautismo.

Uno es Dios, el Padre de todos,

que está por encima de todos,

y que actúa por todo y en todos.

(Ef 4,3-6)

El Cuerpo Místico de Cristo

Esta unidad en Cristo se va haciendo poco a poco. Es como la for­mación lenta de un cuerpo, cuyos miembros están perfectamente tra­bados y coordinados entre sí. Cristo es la Cabeza de este cuerpo. Es como el cerebro, que dirige y coordina la unidad de las diversas activi­dades de cada miembro. A Pablo le gustaba de una manera especial esta comparación:

Todos nosotros... al ser bautizados

hemos venido a formar un solo cuerpo,

por medio de un solo Espíritu.

(1 Cor 12,13)

Ustedes son el Cuerpo de Cristo,

y cada uno en particular es parte de él.

(1 Cor 12,27)

Viviendo según la verdad y en el amor,

creceremos de todas maneras hacia el que es la Cabeza, Cristo.

Él da organización y cohesión al cuerpo entero...

para que el cuerpo crezca

y se construya a sí mismo en el amor.

(Ef 4,15-16)

O sea, todos los que tenemos fe en Cristo, formamos un solo cuerpo con él. Y este cuerpo va creciendo a lo largo de la Historia, según au­menta entre nosotros la unidad, la libertad, la verdad y el amor.

Este gran cuerpo que se va formando es el Cuerpo Místico de Cristo. Es lo mismo que decir Pueblo de Dios o Iglesia de Cristo.

El Cuerpo de Cristo es la Iglesia                                 (Col 1,24)

Entramos oficialmente a formar parte de este Cuerpo por medio del bautismo. Y la Comunión es el alimento que le da Vida (Jn 6,35) y uni­dad (1 Cor 10,16-17). Cada cristiano tiene una misión especial que cumplir dentro del Cuerpo de Cristo, pero siempre en servicio de los demás (Rom. 12,4-8). Por eso la unidad de los cristianos debe ser cada vez más perfecta: Si un miembro del Cuerpo tiene un sufrimiento, todos los demás sufren con él; y si un miembro está alegre, disfruta todo el Cuerpo (1 Cor 12,26).

Los que no son cristianos, pero son gente honrada, hombres de buena voluntad, que saben servir a su prójimo, también forman parte de una manera misteriosa de este Cuerpo de Cristo, aunque les falte aun la luz de la fe.

El Cuerpo Místico de Cristo seguirá creciendo a lo largo del tiempo, hasta que haya triunfado del todo la justicia y el amor. Entonces ya es­tará formado el Cristo Total. Será el triunfo definitivo de Jesús y de la humanidad entera, como veremos en el último capítulo (núms. 24 al 29).

Jesús, centro de unión y de división

La unidad del Cuerpo Místico nace de la fe en Cristo y se manifiesta en la solidaridad y ayuda mutua de los hombres entre sí. Pero esta uni­dad no es a cualquier precio. Cristo insistió mucho sobre la unidad, se­guramente porque sabía que en seguida surgirían serias dificultades para sus seguidores. Él, que conocía a fondo el corazón del hombre (Mt 9,3; Jn 2,23), sabía que su mensaje de amor sería atacado fuertemente por todos los hipócritas y egoístas del mundo. Por eso les avisa a los suyos con toda claridad sobre las persecuciones que les caerían encima (Jn 16,1-4.20.33). Sabe que su palabra y su persona, al mismo tiempo que es germen de unidad, es también semilla de desunión. Así lo había anunciado ya el anciano Simeón, pocos días después del nacimiento de Jesús:

Este niño será causa tanto de caída como de resurrección

para muchos en Israel.

Será como un signo de contradicción...

Así, los hombres mostrarán claramente

lo que sienten en sus corazones.

(Lc 2,34-35)

Las palabras y la vida de Jesús interpelan con tanta fuerza, que obligan a elegir o con él o en contra de él. Así se manifiesta el corazón de cada persona. Jesús vino “a traer fuego a la tierra” (Lc 12,49): la re­volución del amor. Y sabe muy bien que los reaccionarios del odio y el egoísmo lucharán a muerte contra él y los que le sigan. Por eso pudo decir:

He venido a provocar una crisis en el mundo.

Los que no ven, verán;

y los que ven, van a quedar ciegos.

(Jn 9,39)

¿Creen ustedes que yo vine para establecer la paz en la tierra?

Les digo que no;  más bien he venido a traer división.

(Lc 12,51)

A lo largo de la historia llegará a triunfar la unidad humana, pues la oración de Jesús no puede quedar en el vacío. Marchamos hacia la uni­dad en Cristo. Pero no se trata de una unidad solamente de apariencias exteriores. Sino unidad en el espíritu y en el amor, manifestada bajo formas de ayuda mutua y socialización. Unidad en la libertad del amor, manifestada en la diversidad de actividades, que todas ellas se comple­mentan entre sí. Pero para llegar a la unidad querida por Cristo, hay que ser muy conscientes de las crisis y divisiones que se producen ne­cesariamente a lo largo de la marcha. No queramos ocultar nuestras divisiones bajo el manto de la unidad aparente. Jesús predicaba la uni­ficación de la raza humana, sabiendo bien lo difícil que es conseguirla. Pero no se asustaba por las divisiones reales existentes, como les pasa hoy a muchos.

 

23. LA CRUZ DEL AMOR

El discípulo no es más que su Maestro

Vale la pena detenerse un poco en las consecuencias dolorosas que sufren todos los que siguen de cerca a Jesús. Es significativo que des­pués de dar el Mandamiento Nuevo, pasa Jesús directamente a hablar de persecución y de odio:

Cuando el mundo les odie,

recuerden que primero que a ustedes el mundo me odió a mí...

Acuérdense de lo que les digo:

el servidor no es más que su patrón.

Me persiguieron a mí, también los perseguirán a ustedes.

(Jn 15,18-20)

De antemano les digo estas cosas

para que no se acobarden.

Los judíos les expulsarán de sus comunidades;

más aún, viene la hora en que el que les mate

creerá estar sirviendo a Dios.

Esto quiere decir solamente que no conocen al Padre ni a mí.

De antemano se lo digo,

para que cuando llegue la hora recuerden que se lo había dicho...

Se lo he contado todo para que tengan paz en mí.

Van a tener que sufrir mucho en este mundo.

Pero ¡sean valientes!

¡Yo he vencido al mundo!

(Jn 16,1-4.33)

Jesús avisa con claridad a sus seguidores que es estrecho y difícil el camino que sigue sus huellas (Mt 7,14). No es que a él le guste el su­frimiento, sino que ve la realidad humana con objetividad. Y sabe que predicar y vivir el amor fraterno es lo que más puede enojar y hacer re­accionar a la gente egoísta y a las organizaciones y estructuras opreso­ras.

Fíjense que los envío como ovejas en medio de lobos.

Por eso, tienen que ser astutos como serpientes

y sencillos como palomas...

Por mi causa serán llevados ante los gobernadores...

Cuando los juzguen, no se preocupen por lo que van a decir,

ni cómo tendrán que hablar...

Entonces no van a ser ustedes los que hablen,

sino el Espíritu de su Padre hablará por ustedes...

A causa de mi nombre serán odiados por todos...

El discípulo no es más que su Maestro...

Si al Dueño de casa lo han llamado demonio,

¡qué no dirán de su familia!

Pero no les teman por eso.

Lo escondido tiene que descubrirse

y lo oculto tiene que saberse.

(Mt 10,16-26)

Esta persecución no es solamente al conjunto general de sus segui­dores, sino también a cada uno en particular. Jesús lo avisa así, por ejemplo, a Pedro (Jn 21,18-19) y a Pablo (Hch 9,16). Y por medio de Juan, anuncia a la Iglesia de Esmirna:

Yo sé cómo te calumnian...

No te asustes de lo que vas a padecer.

El diablo meterá en la cárcel a algunos de ustedes

para ponerlos a prueba.

Serán diez días de prueba.

Permanece fiel hasta la muerte

y te daré la corona de la Vida.

(Ap 2,9-10)

El odio del mundo

Jesús no se equivocó en sus previsiones. Aquellos hombres, al prin­cipio ignorantes y tímidos, se pusieron a predicar y a vivir con tal in­tensidad la Buena Noticia, que los de arriba en seguida los considera­ron un peligro público, por lo que casi todos vieron coronada su entrega con una muerte violenta. En cuanto comenzaron a predicar el mensaje de Jesús, en seguida conocieron las amenazas (Hch 4,17.21), la prohi­bición de hablar en nombre de Jesús (Hch 4,18; 5,40), la prisión (Hch 5,17-18; 12,3-5) y las torturas (Hch 7,57-60).

En seguida mataron a Santiago (Hch 12,2). Y poco a poco fueron matando a los demás, pero cada vez había más gente que creía en el Señor Jesús. Los primeros cristianos veían la persecución como algo normal:

Todos los que quieran

servir a Dios en Cristo Jesús

serán perseguidos.

(2 Tim 3,12)

Nosotros somos los locos de Cristo...

Pasamos hambre y sed,

falta de ropa y malos tratos...

Trabajamos con nuestras manos hasta cansarnos.

La gente nos insulta y los bendecimos,

nos persiguen y todo lo soportamos,

nos calumnian y entregamos palabras de consuelo.

Hemos llegado a ser como la basura del mundo,

como el desecho de todos hasta el momento.

(1 Cor 4,10-13)

¿Por qué esa persecución a muerte contra aquellas personas que sólo hablaban de unidad y de amor? Cristo dice que “el mundo” le odia a él y a sus seguidores (Jn 15,18). ¿A quién se refiere Jesús al hablar de “el mundo”? El amigo predilecto de Jesús lo explica así:

Si alguno ama al mundo,

en ése no está el Amor del Padre.

Pues todo la corriente del mundo es:

codicia del hombre carnal,

ojos siempre ávidos

y gente que ostenta sus superioridad.

(1 Jn 2,15-16)

En el lenguaje de hoy quizá diríamos “mentalidad burguesa”. Los que viven esclavizados a la sociedad de consumo, los que se creen su­periores porque poseen más plata o más poder que los demás, los que viven solamente para buscar su comodidad, sus caprichos y sus place­res, sin importarles un comino las necesidades ajenas. Todo egoísta hi­pócrita es enemigo de Cristo y su Evangelio. Ellos forman lo que Jesús llama “el mundo”. No se puede ser amigo de Jesucristo y amigo del mundo al mismo tiempo (Sant. 4,4). El mundo odia a muerte a Jesús porque él dice la Verdad (Jn 8,40) y demuestra su maldad (Jn 7,7). Ellos “prefieren las tinieblas a la luz, porque sus obras son malas” (Jn 13,19). Y no quieren entender la palabra de Jesús, porque entonces tendrían que cambiar de vida (Mt 13,15).

El fruto de la semilla enterrada

El que sufre persecución por su compromiso con Cristo, presente en los hombres, no sufre en vano. Ya había dicho Jesús que la semilla de trigo necesita caer en tierra y pudrirse para poder fructificar (Jn 12,24-26). Por eso Pablo se alegraba en sus sufrimientos:

Me alegro cuando tengo que sufrir por ustedes;

así completo en mi carne lo que falta a los sufrimientos de Cristo,

para bien de su cuerpo, que es la Iglesia.

(Col 1,24)

Sufrir junto con Cristo, por la misma causa que él sufrió, es motivo de un santo orgullo:

Por mí, no quiero estar orgulloso de nada,

sino de la cruz de Cristo Jesús nuestro Señor.

Por él el mundo ha sido crucificado para mi

y yo para el mundo.

(Gál 6,14)

La fe en Cristo fortalece el espíritu y los nervios para sufrir con ente­reza todas las consecuencias a las que nos llevó esa misma fe. Es el mejor sedante contra las crisis, el desánimo o la desesperanza. Podrán derribarnos, pero no aplastarnos, pues sabemos que, en medio del do­lor, Cristo triunfa en nosotros y comunica la Vida a otros hermanos. Veamos lo que dice Pablo en este sentido:

Nos vienen pruebas de todas clases,

pero no nos desanimamos.

Andamos con graves preocupaciones,

pero no nos desesperamos;

perseguidos, pero no abandonados,

derribados, pero no aplastados.

Por todas partes levamos en nuestra persona la muerte de Jesús,

para que también la Vida de Jesús se manifieste en nuestra persona..

Constantemente somos entregados a la muerte por causa de Jesús,

para que la Vida de Jesús

llegue a manifestarse en nuestro cuerpo mortal.

Y mientras obra la muerte en nosotros,

a ustedes les llega la Vida.

(2 Cor 4,8-12)

La alegría de la prueba

Todo dolor sufrido por causa del Evangelio es dolor redentor y fuente de verdadera alegría. Así lo predijo Jesús al proclamar la octava biena­venturanza, como sello que autentifica la verdad del compromiso cris­tiano:

Dichosos ustedes cuando por causa mía

les maldigan, les persigan y les levanten toda clase de calumnias.

Alégrense y muéstrense contentos,

porque será grande la recompensa que recibirán en el cielo.

De la misma manera trataron a los profetas

que hubo antes que ustedes.

(Mt 5,11-12)

Después de la muerte de Jesús, cuando ya habían sido fortalecidos por el Espíritu, los apóstoles salieron de la cárcel “muy gozosos por ha­ber sido considerados dignos de sufrir por el nombre de Jesús” (Hch 5,41). Pedro vivió y predicó con frecuencia esta felicidad de sufrir por la causa de Cristo (1 Pe 1,6-7):

Queridos hermanos, no se extrañen

de este fuego que prendió entre ustedes

para ponerlos a prueba.

No es insólito lo que les sucede.

Más bien alégrense de participar en los sufrimientos de Cristo...

Si los insultan por el nombre de Cristo, ¡felices ustedes!,

porque el Espíritu de Dios, el Espíritu que comunica la gloria,

descansa sobre ustedes.

Que ninguno tenga que sufrir como asesino o ladrón,

malhechor o delator.

En cambio, si alguien sufre por ser cristiano,

no se avergüence,

sino que dé gracias a Dios

por llevar el nombre de cristiano.

(1 Pe 4,12-16)

Felices ustedes cuando sufren por la justicia.

(1 Pe 3,13)

José Luis Caravias
Cristo, nuestra esperanza
El Amor de Dios según el NT