CAPÍTULO IX

EL INFIERNO, LA MUERTE ETERNA

 

 

A.- Introducción.

Según la fe cristiana, la historia de la humanidad no tiene dos fines sino solamente uno que es la salvación; la salvación es por lo tanto el objeto propio de la Escatología.

Mientras que el triunfo de Cristo y de los suyos es una certeza de fe absoluta de la historia y de la comunidad humanas, la condenación es una posibilidad factible solamente en casos particulares; de hecho, una de las más fuertes convicciones del Antiguo Testamento es la bondad de Dios y de sus obras, por eso el Génesis dice, "Dios vio que era bueno todo cuanto había hecho..." (Gn 1); y el libro de Sabiduría "...no fue Dios quien hizo la muerte ni se recrea en la destrucción de los vivientes" (1,13); y en el profeta Ezequiel, que "no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva" (18,23).

El Nuevo Testamento define a Dios como Amor (1 Jn 4,8) y sabe que quiere que todos los hombres se salven y conozcan la verdad (1 Tim 4,8), que no quiere que alguien perezca sino que todos se conviertan (2 Pe 3,9). Además, las parábolas del perdón, del hijo pródigo, del fariseo y el publicano, de la dracma y de la oveja perdidas, son otras tantas expresiones plás-ticas de que Dios quiere la vida del pecador y busca su salvación. Jesucristo mismo en el cuarto evangelio se presenta como el Salvador (Jn 3,17; 12,46-47).

 

B.- La muerte eterna, en la Sagrada Escritura.

La Sagrada Escritura contempla otra posibilidad, la de que el hombre fracase en su destino de alcanzar la salvación y se hunda en un horror que sobrepasa todo lo imaginado: la condenación.

1.- En el Antiguo Testamento.

El Antiguo Testamento no tenía todavía idea de la salvación porque aún no se había dado la encarnación del Salvador. Para los antiguos judíos, el premio destinado a los justos por su cumplimiento de la Ley sería recibido en el transcurso de su vida humana. Sí existía el concepto de una vida después de la muerte, de un sobrevivir a la muerte, pero sin hacer referencia a la salvación ni la condenación eterna, sino solamente suponiendo la existencia de un lugar en donde transcurriría esa segunda vida tanto para los justos como para los impíos; este lugar era el Seol, o lugar de los muertos.

El antecedente más cercano a esta palabra Seol es shoal, que significa "ser profundo". El Seol, en efecto, a semejanza del hades griego o del arallu sirio-babilónico, era un mundo subterráneo al cual debían descender los que iban a él (Gn 37,35; Num 16,30-33), de suerte que a los muertos se les designaba frecuentemente como "los que bajan a la fosa" (Sal 28,1; 30,4; 88,5), y se le ubicaba en lo más profundo del abismo (Sal 63,10; 86,13; 88,7).

El Seol estaba en el extremo opuesto al cielo, lo más lejos posible de la morada de Dios; entre Dios y los muertos se interponía una distancia insalvable, pero además el regreso al mundo de los vivos resultaba imposible para los muertos, pues el Seol era el lugar sin retorno (Job 7,9-10; 10,21; 16,22). El Seol era, pues, el lugar de todos los muertos, fueran pequeños o grandes, esclavos o señores, necios o sabios, reyes o súbditos, justos o pecadores.

Si la situación de los habitantes del Seol se consideraba siempre penosa, hasta el grado de que algunos textos lo llaman "lugar de perdición" (Sal 88,12; Job 26,6; 28,22), ello se debe no tanto a una disposición de la justicia distributiva como a la concepción bíblica de la vida y la muerte. Conforme al Antiguo Testamento, la vida terrena debía ser considerada como un bien precioso porque el hombre es un "ser en el mundo" y Dios es quien se la ha otorgado como un don. La muerte en sí se consideraba como un mal porque privaba al hombre de ese don de Dios. De cualquier forma, la muerte era un mal, algo no deseado, por eso para los judíos del Antiguo Testamento la retribución por el comportamiento de una persona tenía que pensarse en términos de premio o castigo recibidos durante el transcurso de su vida.

La realidad del castigo eterno o de la muerte eterna se insinúan ya desde los Salmos del Antiguo Testamento, en los que el Seol comienza a delinearse como la morada de los impíos. Posteriormente el texto del tercer Isaías describió a los pecadores como cadáveres yacentes fuera de la Jerusalén escatológica, perpetuamente atormentados por el gusano y el fuego (Is 66,24) Esa descipción constituye el antecedente más cercano de las imágenes del infierno contenidas en el Nuevo Testamento (la gehenna). Daniel 12,2 se refiere a un "oprobio" u "horror eterno", y el libro de la Sabiduría contiene un largo pasaje sobre el destino de los impíos (5,14-23).

2.- En el Nuevo Testamento.

a).- Formulación negativa.

En el Nuevo Testamento la condenación eterna se encuentra formulada con una serie de expresiones que significan, dentro de su variabilidad, la negación de aquella comunión con Dios que constituye la bienaventuranza de los muertos. Se habla de perder la vida en Mc. 8,35; de que los pecadores son echados fuera de la mesa del banquete en Lc 13,28-29); de que las vírgenes necias quedan fuera del convite de bodas (Mt 25,10-12). Pablo habla de no heredar el Reino (1 Cor 6,9-10) y el apóstol Juan de no ver la Vida (3,6). Todas estas fórmulas tienen en común que presentan al estado de condenación como la exclusión del acceso a la compañía de Dios en la que los hombres alcanzan la vida eterna. En estas expresiones el infierno es presentado como lo opuesto a la gloria.

Es evidente que este estado de la muerte es tan definitivo e irrevocable como el de la vida eterna. El calificativo de "eterno" tiene la misma significación cuando se aplica a la salvación que cuando se refiere a la condenación del finado.

b).- Formulación positiva.

Además de las expresiones negativas que acabamos de ver, el Nuevo Testamento se refiere a la muerte eterna con numerosas descripciones expresadas en términos positivos. Se habla así de la "gehenna del fuego" (Mc 18,9), del "horno de fuego" (Mt 13,50); del "fuego que no se apaga" (Mc 9,43.48); del "llanto y rechinar de dientes" (Mt 13,42); del "fuego que arde con azufre" (Ap 19,20), etc.

La preponderancia de la imagen del fuego se explica mejor en el ambiente palestino, donde el destino final de la basura y de las cosas inservibles era el fuego; así por ejemplo, el árbol que no da fruto será echado al fuego (Mt 3,10); lo mismo sucederá con la paja, una vez que haya sido separada del trigo (Mt 3,12); pero para nosotros el significado más obvio de que alguien sea echado al fuego es que las quemaduras que reciba le produzcan un dolor sumamente agudo y penetrante.

c).- Ambas formulaciones juntas.

No hay razones exegéticas para diferenciar el significado de una y otra serie de textos; se trata en ambas series de lo mismo, de la muerte eterna, aunque expresada con diferentes recursos de estilo. En unos se la describe como exclusión de la compañía de Dios, en los otros se prefiere resaltar el dolor intenso que tal exclusión produce en el condenado.

 

C.- La muerte eterna según la Tradición y el Magisterio.

1.- Durante los siglos del I al III.

Los textos de los primeros años se limitan a seguir de cerca los temas más conocidos del Nuevo Testamento: "No os hagáis ilusiones, hermanos míos, los que corrompen una familia no heredarán el Reino de Dios; el corruptor de la fe irá al fuego inextinguible" (Ignacio de Antioquía a los Efesios 16,1-2). San Justino presentó al infierno como la más eficaz contribución de la fe cristiana a la juscitia humana, a la convivencia pacífica y al orden social, ya que la doctrina sobre el infierno hace que no queden impunes los crímenes de los malvados (Apo Y,12; II,9).

El consenso general de la era Patrística se rompe con Orígenes. Este teólogo de Alejandría se apartó en dos puntos de lo que venía siendo la interpretación generalizada del dato revelado. En primer lugar Orígenes puso en duda el carácter eterno de la condenación al opinar que los textos de la Sagrada Escritura sobre la muerte eterna cumplen con una función conminatoria, pero que las penas eternas son en realidad temporales y medicinales. Orígenes sostenía la doctrina de la apocastatasis o restauración universal de todos los seres, según la cual al final de los tiempos todos serán redimidos, aún los peores pecadores y los mismos demonios o ángeles caídos, porque hay un tiempo de purificación o de restauración en el infierno pero al final todos los seres participarán de la salvación de Jesucristo. No existe por lo tanto el castigo eterno para Orígenes (ver Peri Arkon I,3; I,6;; 3,6.6), pero su doctrina fue condenada por la Iglesia en el sínodo de Endemousa el año 543 (Dz 211 canon 9) en los siguientes términos: "Si alguno dice o siente que el castigo de los demonios o de los hombres impíos es temporal y que en algún momento tendrá fin, o que se dará la reintegración de los demonios o de los hombres impíos, sea anatema".

Es importante hacer notar que el mismo Orígenes confesaba que "todas estas cosas las trato con gran temor y cautela, más teniéndolas por discutibles y revisables que estable-ciéndolas como ciertas y definitivas" (P. Arkon I,6.1). El mismo Orígenes estaba consciente de que sobre este punto la Iglesia no se había pronunciado, y él solamente pretendía sugerir una hipótesis explicativa de aspectos de la doctrina cristiana que aún no estaban definidos en su tiempo; así lo asentó en el prólogo de su obra. Años después de la muerte de Orígenes san Jerónimo tradujo su obra del griego al latín, y al hacerlo omitió el prólogo en que el autor había establecido su posición, y esta omisión no permitió a la posteridad hacer un juicio correcto sobre la doctrina del teólogo alejandrino.

Otro punto importante del pensamiento de Orígenes es el relativo al fuego del infierno. Orígenes se opone a que se acepte literalmente el significado de la pena del fuego que menciona la Sagrada Escritura, y dice lo siguiente: "¿Qué significa la pena del fuego eterno?... todo pecador enciende para sí mismo la llama del propio fuego. No que sea inmerso en un fuego encendido por otros y existente antes de él, sino que el alimento y materia de ese fuego son nuestros pecados... Así, el fuego infernal de la Escritura es símbolo del tormento interior del condenado, afligido por su propia deformidad y desorden".

2.- Formulación dogmática sobre el infierno.

Mientras que la doctrina sobre la vida eterna fue uno de los primeros artículos tratados por los documentos del Magisterio de la Iglesia, la doctrina sobre el infierno no apareció en los primeros símbolos de la fe, sino que se desarrolló posteriormente. La primera primera afirma-ción dogmática sobre su existencia se encuentra en el "Quicumque", el cual es un documento redactado a fines del siglo V también conocido como "Símbolo Atanasiano" ; en él dice: "... y dar cuenta de sus propios actos, y los que obraron bien irán a la vida eterna; los que mal, al fuego eterno". 

El Cuarto concilio de Letrán, celebrado en el año 1215, emitió una profesión de fe contra la herejía albingense en estos términos: "... para recibir según sus obras, ora fueren malas, ora buenas; aquellos, con el diablo, castigo eterno, y éstos, con Cristo, gloria sempiterna" (Dz 428). Esta declaración la hizo el concilio en contra de una doctrina que no admitía otro estado de purificación que el de la encarnación, y al respecto decían sus seguidores que las almas de los pecadores sufrirían tantas encarnaciones como fueran necesarias para librarse de sus culpas.

Un siglo después, en el año 1336, la constitución dogmática Benedictus Deus del Papa Benedicto XII luego de exponer en detalle lo concerniente a la visión de Dios, dijo: "las almas de los que salen del mundo con pecado mortal actual, inmediatamente después de su muerte bajan al infierno donde son atormentadas con penas infernales, y no obstante, en el día del Juicio todos los hombres comparecerán con sus cuerpos ante el tribunal de Cristo, para dar cuenta de sus propios actos..." (Dz 531). Tomando en cuenta que en un contexto anterior se había definido la vida eterna como visión inmediata de Dios, es lícito suponer que las "penas infernales" a que se refiere esta constitución consisten fundamentalmente en el completo y definitivo distanciamiento de Dios.

La constitución Lumen Gentium del concilio Vaticano II ha tocado el tema del infierno transcribiendo diversos textos del Nuevo Testamento, como los siguientes: "es necesario... que velemos constantemente para que... no se nos mande, como a siervos malos y perezosos (Mt 25,26), ir al fuego eterno (Mt 25,41), a las tinieblas exteriores, donde habrá llanto y rechinar de dientes (Mt 22,13; 25,30). Al fin del mundo saldrán...los que obraron el mal para la resurrección (Jn 5,29)" (LG 46).

 

D.- Reflexiones teológicas.

1.- El infierno, creación del hombre.

El infierno no es creación de Dios porque la voluntad divina no puede crear ni querer el pecado, ni su fruto que es la muerte eterna; creer otra cosa equivaldría a pensar que el hombre estaba predestinado por Dios para condenarse. La Iglesia ha rechazado la doctrina de la predestinación cuantas veces ha aparecido en la historia; desde el siglo V con Lúcido hasta el calvinismo y el jansenismo del siglo XVII.

Si la Iglesia ha considerado herética la doctrina que atribuye a Dios la voluntad de condenar al hombre, habrá que buscar en el hombre la causa por la que existe el infierno; por eso en Jn 3,17ss. se habla de que la muerte eterna brota de las profundidades de la opción humana, de modo que el juicio de condenación será más bien autojuicio.

Para que el infierno exista no es necesario que Dios lo haya querido, basta con que el hombre libre y conscientemente haya optado por una vida sin Dios.

2.- El infierno nos enseña la libre responsabilidad del hombre.

El examen de la doctrina del infierno contenida en la Sagrada Escritura y en la Tradición de la Iglesia confirma lo dicho al principio de este tema: el único fin de la historia humana es la salvación, siendo esta por consiguiente el objetivo propio de la Escatología.

Quien compare la promesa del cielo con la amenaza del infierno como si ambas opcio-nes, la vida y la muerte eternas, gozaran de los mismos privilegios en el ámbito de la fe cristiana, estaría deformando el sentido del Evangelio. Por eso es que aunque en muchas ocasiones la Iglesia ha sancionado con su autoridad el testimonio de salvación definitiva de sus fieles, jamás ha asegurado que una sola persona se haya condenado. Esto, sin embargo, tam-poco significa que la Iglesia crea que todos han de salvarse, pues como vimos anteriormente condenó la doctrina de Orígenes porque vió que adolecía de una grave ambigüedad, al proponer la salvación generalizada haciendo una extrapolación del dato revelado sobre la salvación; y es que la Iglesia sabe que la salvación eterna está prometida a la humanidad como a un todo, pero no necesariamente tiene que ser concedida a todos y cada uno de sus miembros.

La Iglesia también condenó la doctrina propuesta por Orígenes porque menoscaba la libertad humana. En efecto, si la condenación eterna no existiera, tampoco existiría la libertad humana para escoger entre la salvación de vivir al lado de Dios y la condenación de permanecer eternamente alejado de él.