Homilía del Cardenal Bergoglio pronunciada el 25 de mayo en
conmemoración del Día de la Patria en Buenos Aires - Argentina.
"Y entonces, un doctor de la ley se levantó y le preguntó a Jesús para
ponerlo a prueba: "Maestro, ¿qué tengo que hacer para heredar la Vida Eterna?"
Jesús le preguntó a su vez: ¿Qué está escrito en la ley? ¿Qué lees en ella?" El
le respondió: "Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma,
con todas tus fuerzas y con todo tu espíritu, y a tu prójimo como a ti mismo ".
"Has respondido exactamente, le dijo Jesús; obra así y alcanzarás la vida".
Pero el doctor de la Ley, para justificar su intervención, le hizo esta
pregunta: "¿Y quién es mi prójimo?".
Jesús volvió a tomar la palabra y le respondió:
"Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó y cayó en manos de unos ladrones, que lo
despojaron de todo, lo hirieron y se fueron, dejándolo medio muerto. Casualmente
bajaba por el mismo camino un sacerdote: lo vio y siguió de largo. También pasó
por allí un levita: lo vio y siguió su camino. Pero un samaritano que viajaba
por allí, al pasar junto a él, lo vio y se conmovió. Entonces se acercó y vendó
sus heridas, cubriéndolas con aceite y vino; después lo puso sobre su propia
montura, lo condujo a un albergue y se encargó de cuidarlo. Al día siguiente
sacó dos denarios y se los dio al dueño del albergue, diciéndole: "Cuídalo, y lo
que gastes de más, te lo pagaré al volver " ¿Cuál de los tres te parece que se
portó como prójimo del hombre asaltado por los ladrones?" "E1 que tuvo compasión
de él", le respondió el doctor. Y Jesús le dijo: " Ve, y procede tú de la misma
manera". (Lc. 10, 25-37)
El tiempo pascual es un llamado a renacer de lo alto. Al mismo tiempo es un
desafío a hacer un profundo replanteo, a resignificar toda nuestra vida -como
personas y como Nación- desde el gozo de Cristo resucitado para permitir que
brote, en la fragilidad misma de nuestra carne, la esperanza de vivir como una
verdadera comunidad. Desde este misterio de alegría íntima y compartida,
sentimos resurgir un sol de Mayo al que los argentinos, como siempre, deseamos
ver como un recuerdo que es destello de resurrección. Es el esperanzado llamado
de Jesucristo a que resurja nuestra vocación de ciudadanos constructores de un
nuevo vínculo social. Llamado nuevo, que está escrito, sin embargo, desde
siempre como ley fundamental de nuestro ser: que la sociedad se encamine a la
prosecución del Bien Común y, a partir de esta finalidad, reconstruya una y otra
vez su orden político y social.
La parábola del Buen Samaritano es un icono iluminador, capaz de poner de
manifiesto la opción de fondo que debemos tomar para reconstruir esta Patria que
nos duele. Ante tanto dolor, ante tanta herida, la única salida es ser como el
Buen Samaritano. Toda otra opción termina o bien del lado de los salteadores o
bien del lado de los que pasan de largo, sin compadecerse del dolor del herido
del camino. Y "la patria no ha de ser para nosotros -como decía un poeta
nuestro-; sino un dolor que se lleva en el costado". La parábola del Buen
Samaritano nos muestra con qué iniciativas se puede rehacer una comunidad a
partir de hombres y mujeres que sienten y obran como verdaderos socios (en el
sentido antiguo de conciudadanos). Hombres y mujeres que hacen propia y
acompañan la fragilidad de los demás, que no dejan que se erija una sociedad de
exclusión, sino que se aproximan -se hacen prójimos- y levantan y rehabilitan al
caído, para que el Bien sea Común. Al mismo tiempo la Parábola nos advierte
sobre ciertas actitudes que sólo se miran a sí mismas y no se hacen cargo de las
exigencias ineludibles de la realidad humana.
Desde el comienzo de la vida de la Iglesia, y especialmente por los Padres
capadocios, el buen samaritano fue identificado con el mismo Cristo. Él es el
que se hace nuestro prójimo, el que levanta de los márgenes de la vida al ser
humano, el que lo pone sobre sus hombros, se hace cargo de su dolor y abandono y
lo rehabilita. El relato del buen Samaritano, digámoslo claramente, no desliza
una enseñanza de ideales abstractos, ni se circunscribe a la funcionalidad de
una moraleja ético- social. Sino que es la Palabra viva del Dios que se abaja y
se aproxima hasta tocar nuestra fragilidad más cotidiana. Esa Palabra nos revela
una característica esencial del hombre, tantas veces olvidada: que hemos sido
hechos para la plenitud de ser; por tanto no podemos vivir indiferentes ante el
dolor, no podemos dejar que nadie quede "a un costado de la vida", marginado de
su dignidad. Esto nos debe indignar. Esto debe hacernos bajar de nuestra
serenidad para "alterarnos" por el dolor humano, el de nuestro prójimo, el de
nuestro vecino, el de nuestro socio en esta comunidad de argentinos. En esa
entrega encontraremos nuestra vocación existencial, nos haremos dignos de este
suelo, que nunca tuvo vocación de marginar a nadie.
El relato se nos presenta con la linealidad de una narración sencilla, pero
tiene toda la dinámica de esa lucha interna que se da en la elaboración de
nuestra identidad, en toda existencia "lanzada al camino" de hacer patria. Me
explico: puestos en camino nos chocamos, indefectiblemente, con el hombre
herido. Hoy y cada vez más ese herido es mayoría. En la humanidad y en nuestra
patria. La inclusión o la exclusión del herido al costado del camino define
todos los proyectos económicos, políticos, sociales y religiosos. Todos
enfrentamos cada día la opción de ser buenos samaritanos o indiferentes
viajantes que pasan de largo. Y si extendemos la mirada a la totalidad de
nuestra historia y a lo ancho y largo de la Patria, todos somos o hemos sido
como estos personajes: todos tenemos algo de herido, algo de salteador, algo de
los que pasan de largo y algo del Buen Samaritano. Es notable cómo las
diferencias de los personajes del relato quedan totalmente transformadas al
confrontarse con la dolorosa manifestación del caído, del humillado. Ya no hay
distinción entre habitante de Judea y habitante de Samaria, no hay sacerdote ni
comerciante; simplemente están dos tipos de hombre: los que se hacen cargo del
dolor y los que pasan de largo, los que se inclinan reconociéndose en el caído,
y los que distraen su mirada y aceleran el paso. En efecto, nuestras múltiples
máscaras, nuestras etiquetas y disfraces se caen: es la hora de la verdad, ¿nos
inclinaremos para tocar nuestras heridas? ¿Nos inclinaremos a cargamos al hombro
unos a otros? Este es el desafío de la hora presente, al que no hemos de tenerle
miedo. En los momentos de crisis la opción se vuelve acuciante: podríamos decir
que en este momento, todo el que no es salteador o todo el que no pasa de largo,
o bien está herido o está poniendo sobre sus hombros a algún herido.
La historia del buen Samaritano se repite: se toma cada vez más visible que
nuestra desidia social y política está logrando hacer de esta tierra un camino
desolado, en el que las disputas internas y los saqueos de oportunidades nos van
dejando a todos marginados, tirados a un costado del camino. En su parábola, el
Señor no plantea vías alternativas, ¿qué hubiera sido de aquel malherido o del
que lo ayudó, si la ira o la sed de venganza hubieran ganado espacio en sus
corazones? Jesucristo confía en lo mejor del espíritu humano y con la Parábola
lo alienta a que se adhiera al amor de Dios, reintegre al dolido y construya una
sociedad digna de tal nombre.
La Parábola comienza con los salteadores. El punto de partida que elige el Señor
es un asalto ya consumado. Pero no hace que nos detengamos a lamentar el hecho,
no dirige nuestra mirada hacia los salteadores. Los conocemos. Hemos visto
avanzar en nuestra Patria las densas sombras del abandono, de la violencia
utilizada para mezquinos intereses de poder y división, también existe la
ambición de la función pública buscada como botín. La pregunta ante los
salteadores podría ser: ¿Haremos nosotros de nuestra vida nacional un relato que
se queda en esta parte de la parábola? ¿Dejaremos tirado al herido para correr
cada uno a guarecerse de la violencia o a perseguir a los ladrones? ¿Será
siempre el herido la justificación de nuestras divisiones irreconciliables, de
nuestras indiferencias crueles, de nuestros enfrentamientos internos? La poética
profecía del Martín Fierro debe prevenirnos: nuestros eternos y estériles odios
e individualismos abren las puertas a los que nos devoran de afuera.
El pueblo de nuestra Nación demuestra, una y otra vez, la clara voluntad de
responder a su vocación de ser buenos samaritanos unos con otros: ha confiado
nuevamente en nuestro sistema democrático a pesar de sus debilidades y
carencias, y vemos cómo se redoblan los esfuerzos solidarios para volver a tejer
una sociedad que se fractura. Nuestro pueblo responde con silencio de Cruz a las
propuestas disolutorias y soporta hasta el límite la violencia descontrolada de
quienes están presos del caos delincuencial.
La Parábola nos hace poner la mirada, redobladamente, en los que pasan de largo.
Esta peligrosa indiferencia de pasar de largo, inocente o no, producto del
desprecio o de una triste distracción, hace de los personajes del sacerdote y
del levita un no menos triste reflejo de esa distancia cercenadora, que muchos
se ven tentados a poner frente a la realidad y a la voluntad de ser Nación. Hay
muchas maneras de pasar de largo que se complementan: una ensimismarse,
desentenderse de los demás, ser indiferente, y otra: un solo mirar hacia afuera.
Respecto a esta última manera de pasar de largo, en algunos es acendrado el
vivir con la mirada puesta hacia fuera de nuestra realidad, anhelando siempre
las características de otras sociedades, no para integrarlas a nuestros
elementos culturales, sino para reemplazarlos. Como si un proyecto de país
impostado intentara forzar su lugar empujando al otro; en ese sentido podemos
leer hoy experiencias históricas de rechazo al esfuerzo de ganar espacios y
recursos, de crecer con identidad, prefiriendo el ventajismo del contrabando, la
especulación meramente financiera y la expoliación de nuestra naturaleza y -peor
aún- de nuestro pueblo.
Aún intelectualmente, persiste la incapacidad de aceptar características y
procesos propios, como lo han hecho tantos pueblos, insistiendo en un
menosprecio de la propia identidad. Sería ingenuo no ver algo más que ideologías
o refinamientos cosmopolitas detrás de estas tendencias; más bien afloran
intereses de poder que se benefician de la permanente conflictividad en el seno
de nuestro pueblo.
Inclinación similar se ve en quienes, aparentemente por ideas contrarias, se
entregan al juego mezquino de las descalificaciones, los enfrentamientos hasta
lo violento, o a la ya conocida esterilidad de muchas intelectualidades para las
que "nada es salvable si no es como lo pienso yo". Lo que debe ser un normal
ejercicio de debate o autocrítica, que sabe dejar a buen recaudo el ideario y
las metas comunes, aquí parece ser manipulado hacia el permanente estado de
cuestionamiento y confrontación de los principios más fundamentales. ¿Es
incapacidad de ceder en beneficio de un proyecto mínimo común o la irrefrenable
compulsión de quienes sólo se alían para satisfacer su ambición de poder?
Tácitamente los "salteadores del camino" han conseguido como aliados a los que
"pasan por el camino mirando a otro lado". Se cierra el círculo entre los que
usan y engañan a nuestra sociedad para esquilmarla, y los que supuestamente
mantienen la pureza en su función crítica, pero viven de este sistema y de
nuestros recursos para disfrutarlos afuera o mantienen la posibilidad del caos
para ganar su propio terreno.
No debemos llamarnos a engaño, la impunidad del delito, del uso de las
instituciones de la comunidad para el provecho personal o corporativo y otros
males que no logramos desterrar, tienen como contracara la permanente
desinformación y descalificación de todo, la constante siembra de sospecha que
hace cundir la desconfianza y la perplejidad. El engaño del "todo está mal" es
respondido con un "nadie puede arreglarlo". Y, de esta manera, se nutre el
desencanto y la desesperanza. Hundir a un pueblo en el desaliento es el cierre
de un círculo perverso perfecto: la dictadura invisible de los verdaderos
intereses, esos intereses ocultos que se adueñaron de los recursos y de nuestra
capacidad de opinar y pensar.
Todos, desde nuestras responsabilidades, debemos ponernos la patria al hombro,
porque los tiempos se acortan. La posible disolución la advertimos en otras
oportunidades, en esta misma fecha patria. Sin embargo muchos seguían su camino
de ambición y superficialidad, sin mirar a los que caían al costado: esto sigue
amenazándonos.
Miremos finalmente al herido. Los ciudadanos nos sentimos como él, malheridos y
tirados al costado del camino. Nos sentimos también desamparados de nuestras
instituciones desarmadas y desprovistas, ayunos de la capacidad y la formación
que el amor a la patria exigen.
Todos los días hemos de comenzar una nueva etapa, un nuevo punto de partida. No
tenemos que esperar todo de los que nos gobiernan: esto sería infantil, sino más
bien hemos de ser parte activa en la rehabilitación y el auxilio del país
herido. Hoy estamos ante la gran oportunidad de manifestar nuestra esencia
religiosa, filial y fraterna para sentimos beneficiados con el don de la Patria,
con el don de nuestro pueblo, de ser otros buenos samaritanos que carguen sobre
sí el dolor de los fracasos, en vez de acentuar odios y resentimientos. Como el
viajero ocasional de nuestra historia, sólo falta el deseo gratuito, puro y
simple de querer ser Nación, de ser constantes e incansables en la labor de
incluir, de integrar, de levantar al caído. Aunque se automarginen los
violentos, los que sólo se ambicionan a sí mismos, los difusores de la confusión
y la mentira. Y que otros sigan pensando en lo político para sus juegos de
poder, nosotros pongámonos al servicio de lo mejor posible para todos. Comenzar
de abajo y de a uno, pugnar por lo más concreto y local, hasta el último rincón
de la patria, con el mismo cuidado que el viajero de Samaria tuvo por cada llaga
del herido. No confiemos en los repetidos discursos y en los supuestos informes
acerca de la realidad. Hagámonos cargo de la realidad que nos corresponde sin
miedo al dolor o a la impotencia, porque allí está el Resucitado. Donde había
una piedra y un sepulcro, estaba la vida esperando. Donde había una tierra
desolada nuestros padres aborígenes y luego los demás que poblaron nuestra
Patria, hicieron brotar trabajo y heroísmo, organización y protección social.
Las dificultades que aparecen enormes son la oportunidad para crecer, y no la
excusa para la tristeza inerte que favorece el sometimiento. Renunciemos a la
mezquindad y el resentimiento de los internismos estériles, de los
enfrentamientos sin fin. Dejemos de ocultar el dolor de las pérdidas y hagámonos
cargo de nuestros crímenes, desidias y mentiras, porque sólo la reconciliación
reparadora nos resucitará, y nos hará perder el miedo a nosotros mismos. No se
trata de predicar un eticismo reivindicador, sino de encarar las cosas desde una
perspectiva ética, que siempre está enraizada en la realidad.
El samaritano del camino se fue sin esperar reconocimientos ni gratitudes. La
entrega al servicio era la satisfacción frente a su Dios y su vida, y por eso,
un deber. El pueblo de esta Nación anhela ver este ejemplo en quienes hacen
pública su imagen: hace falta grandeza de alma, porque sólo la grandeza de alma
despierta vida y convoca.
No tenemos derecho a la indiferencia y al desinterés o a mirar hacia otro lado.
No podemos "pasar de largo" como lo hicieron los de la parábola. Tenemos
responsabilidad sobre el herido que es la Nación y su pueblo. Se inicia hoy una
nueva etapa en nuestra Patria signada muy profundamente por la fragilidad:
fragilidad de nuestros hermanos más pobres y excluidos, fragilidad de nuestras
instituciones, fragilidad de nuestros vínculos sociales...
¡Cuidemos la fragilidad de nuestro Pueblo herido! Cada uno con su vino, con su
aceite y su cabalgadura.
Cuidemos la fragilidad de nuestra Patria, Cada uno pagando de su bolsillo lo que
haga falta para que nuestra tierra sea verdadera Posada para todos, sin
exclusión de ninguno.
Cuidemos la fragilidad de cada hombre, de cada mujer, de cada niño y de cada
anciano, con esa actitud solidaria y atenta, actitud de projimidad del Buen
Samaritano.
Que nuestra Madre, María Santísima de Luján, que se ha quedado con nosotros y
nos acompaña por el camino de nuestra historia como signo de consuelo y de
esperanza, escuche nuestra plegaria de caminantes, nos conforte y nos anime a
seguir el ejemplo de Cristo, el que carga sobre sus hombros nuestra fragilidad.
Buenos Aires, 25 de mayo de 2003.
Jorge Mario Bergoglio sj.