LICITUD MORAL DE LA PRESENTACIÓN DE LA
DEMANDA DE NULIDAD MATRIMONIAL
por Carlos J. Errázuriz M.
1. Naturaleza de la cuestión
Como se advierte claramente en el título de esta relación, el problema que se me
ha pedido tratar es de naturaleza estrictamente moral. No se me ha solicitado
que adopte la perspectiva jurídica, relativa a la justicia o injusticia de la
presentación de una demanda de nulidad matrimonial. En cambio, he sido invitado
a situarme en el plano moral, en el cual la pregunta decisiva se refiere a lo
que es bueno sic et simpliciter para el sujeto que actúa. En ese plano moral
ciertamente es muy relevante el problema de la justicia, considerado en su
vertiente ética, pero es preciso ir más allá, pues, como es sabido y veremos más
adelante, no todo ejercicio de un derecho de libertad es moralmente bueno.
Tratándose de una cuestión moral, parece obvio que debiera ser estudiada por los
moralistas. El jurista —incluido el canonista—, en cuanto tal, carece de
competencia para ocuparse del tema. En efecto, no pueden ni deben mezclarse los
objetos formales de la ciencia jurídica y de la ciencia moral. Todavía recuerdo
cómo en 1984 Pedro Lombardía, sabedor de que mi primer trabajo académico versaba
sobre un aspecto de las relaciones entre derecho y moral[1],
y de que pretendía dedicarme al derecho canónico, me puso en guardia ante la
posible tentación de confundir los dos ámbitos. Es más: ciertamente en el
período anterior al Concilio Vaticano II el contacto entre la ciencia canónica y
la teología moral fue muy amplio y profundo, mas todo pareciera indicar que esa
experiencia, no del todo feliz para ninguna de las partes, debe considerarse ya
superada[2].
Sin embargo, como siempre sucede, no puede absolutizarse el rechazo de esa
experiencia, de la que cabe rescatar aspectos valiosos. Ante todo, no debe
olvidarse la relevancia moral de las cuestiones jurídico-canónicas, la cual se
pone mucho más fácilmente de manifiesto cuando se enfoca el derecho canónico en
la óptica de lo que es justo en la Iglesia. Enseguida, conviene advertir que el
estudio de la moralidad en el ámbito jurídico-canónico requiere un suficiente
conocimiento de tal ámbito, lo que presupone un interés por él. Pienso que en la
actualidad, y tal vez como explicable consecuencia pendular después del exceso
opuesto, las cuestiones canónicas atraen demasiado poco a los moralistas, por lo
que, a modo de suplencia y siempre con el empeño de evitar la conmixtión de
planos, creo que los canonistas han de hacer presente el aspecto moral del
objeto de la propia disciplina. Lo requiere el bien de los fieles interesados y
el bien de toda la Iglesia. De otro modo, es fácil que las cuestiones morales
relativas al derecho canónico acaben siendo tierra de nadie.
2. La aparente irrelevancia práctica del problema: observaciones críticas
A primera vista, y dejando por el momento al margen los casos de fraude,
pareciera que la cuestión de la licitud moral de la demanda de nulidad no
ofrecería en sí misma ninguna dificultad especial. En efecto, si la declaración
de nulidad matrimonial constituye una solución pastoral para matrimonios en
crisis, sobre todo cuando una de las partes ha emprendido ya una nueva unión con
otra persona, el hecho de recurrir a esa solución, siempre naturalmente con
arreglo a las exigencias de la verdad objetiva, no debería suscitar una
particular cuestión moral. Debe tenerse en cuenta que han sido eliminadas las
limitaciones jurídicas existentes en el pasado para la acción de nulidad por
parte del cónyuge no católico o culpable de la misma nulidad[3],
limitaciones que por lo demás podían ser objeto de excepciones en el caso de los
no católicos o, en la otra hipótesis, ser indirectamente superadas por la vía de
la denuncia al Ordinario o al promotor de justicia. Por tanto, el mismo
ordenamiento canónico deja expedito el camino para que cualquier cónyuge se
pueda dirigir a los tribunales eclesiásticos para solicitar la declaración de la
nulidad de su matrimonio. Plantearse un ulterior problema moral no tendría
sentido, sobre todo porque el discernimiento de la validez o nulidad del
matrimonio es normalmente una cuestión compleja, que requiere conocimientos
especializados. También por este motivo la Iglesia, al encomendar el asunto a la
decisión de los tribunales eclesiásticos, decide que sea utilizado un medio
particularmente útil para lograr el conocimiento de la verdad, cual es el
proceso. Problematizar la solución a la que se llegue, una vez agotadas las
posibilidades que la normativa procesal canónica contempla, implicaría alentar
una cierta desconfianza ante el obrar de los órganos judiciales en la Iglesia,
los cuales ejercen la sagrada potestad en nombre de la Iglesia y, en última
instancia, de Dios mismo. En definitiva, vendría a ponerse en tela de juicio la
misma confianza en la Iglesia. Ciertamente existe el deber moral de estudiar
bien el problema antes de presentarlo en sede judicial, y sobre todo se deben
evitar las falsas expectativas que pueden crearse en los cónyuges cuando se les
asegura que la demanda será acogida, sin tener en cuenta que el juicio de los
tribunales pueden ser contrario[4].
En cambio, considerar que el mismo acto de presentar la demanda plantea un
problema de conciencia, sería una inútil problematización.
No cabe duda de que el planteamiento descrito corresponde al que de hecho hoy
impera en amplia medida. Sin embargo, algunas observaciones críticas resultan
necesarias. Hay por lo menos tres aspectos que esa visión no parece valorar
suficientemente.
En primer lugar, debe ponderarse el mismo hecho de que, salvo en los casos de
nulidad ya divulgada en la que el promotor de justicia puede también «impugnar
el matrimonio» (cfr. can. 1674, 2º) o en los supuestos de una eventual
declaración de nulidad post mortem de uno o ambos cónyuges (cfr. can. 1675 § 1),
la acción de nulidad queda reservada exclusivamente a la iniciativa de los
mismos cónyuges[5].
Este derecho, en el sentido amplio del término, se extiende obviamente a todo el
curso del proceso: dejando a salvo todas las facultades especiales del tribunal
en los procesos de nulidad matrimonial, es importante no perder nunca de vista
que, en el actual ordenamiento jurídico de la Iglesia, lo normal es que la
nulidad se pida, se discuta, se pruebe y se declare a petición de uno o ambos
cónyuges. Por lo tanto, el poner en marcha un proceso de esta clase constituye
ciertamente una decisión que, dada la trascendencia de la materia, implica no
sólo un derecho de libertad de los cónyuges, sino también una grave y personal
responsabilidad de ellos.
El ejercicio de la acción no es un mero trámite formal, una firma puesta en un
papel que desencadena un procedimiento del que los órganos judiciales
eclesiásticos serían los únicos responsables. Interponer una demanda de nulidad
es concurrir de modo determinante con la propia libertad a dar vida a un proceso
del que se es verdaderamente parte. De todos son bien conocidos los efectos de
problematización del vínculo que el simple inicio de una causa matrimonial
provoca, no sólo para los interesados, sino también para quienes les están más
cerca. El trámite y la firma corresponden a un paso personal que no puede ser
realizado sin un adecuado discernimiento en conciencia acerca de los motivos que
lo justifican. Banalizar ese paso, lo mismo que todos los demás que conducen a
una sentencia ejecutoria, puede esconder una mentalidad que infravalora la
iniciativa y responsabilidad de los fieles laicos. Todo mal entendido
paternalismo en este ámbito, como si las partes fueran mero objeto y no también
sujeto del proceso de nulidad, no se aviene en absoluto con la misma estructura
fundamental de la vía eclesial actualmente existente para que se declare la
nulidad de un matrimonio.
En segundo término, los cánones sobre el proceso de nulidad contienen
referencias muy significativas a la convalidación del matrimonio. La competencia
del promotor de justicia para ejercer la acción no sólo está condicionada por el
hecho de que la nulidad esté divulgada, sino que también se requiere que no sea
posible o conveniente convalidar el matrimonio (cfr. can. 1674, 2º). Por su
parte, el can. 1676, ampliando lo prescrito por el can. 1965 del CIC-17,
establece que «Antes de aceptar una causa y siempre que vea alguna esperanza de
éxito, el juez empleará medios pastorales para inducir a los cónyuges si es
posible a convalidar su matrimonio y a restablecer la convivencia conyugal».
Es verdad que no se contempla ninguna restricción relativa a la posibilidad de
convalidación en la norma sobre la titularidad de la acción de nulidad por parte
de los cónyuges (cfr. can. 1674, 1º). Sin embargo, la limitación puesta para el
promotor de justicia, y el deber del juez, muestran la existencia de un nexo
entre acción de nulidad y posibilidad de convalidar. Los esposos no tienen una
obligación jurídicamente exigible en tal sentido, pero de allí no se deduce que
moralmente la cuestión sea irrelevante. Es más, desde esta perspectiva ellos son
los primeros responsables de que la nulidad sea solicitada y declarada sólo
cuando no exista otra solución que permita evitar los inconvenientes de la
nulidad. El bien de la convalidación y del restablecimiento de la convivencia
constituyen una llamada a la conciencia de los cónyuges, que sólo puede ser
responsablemente desoída cuando existan razones proporcionalmente graves. El
correspondiente juicio prudencial de la parte actora no puede ni debe ser objeto
de ningún control jurídico: sería pretender adentrarse en un juicio
personalísimo, en el que cada uno es insustituible. Pero otra cosa muy distinta
sería ignorar la existencia y la importancia de tal juicio, precisamente en la
perspectiva moral en la que nos estamos moviendo. Al respecto hay que señalar la
obligación, jurídica y moral, de los consultorios matrimoniales, de los pastores
de almas, de los abogados, etc., a quienes un cónyuge que atraviesa un momento
de crisis matrimonial pide consejo, de ayudarle a superar dicha crisis, de
explicarle el sentido cristiano de la indisolubilidad del matrimonio y de
hacerle comprender, como última solución, el sentido de la facultad de solicitar
la nulidad del vínculo. El ejercicio de dicha facultad presupone, sin anticipar
la decisión de los tribunales, que dicho cónyuge, convenientemente asesorado por
un experto, entrevea la posibilidad de que su matrimonio no haya sido válido.
En tercer lugar, conviene precisar en qué medida los fieles han de confiar en lo
obrado por los tribunales de la Iglesia. No cabe duda de la relevancia de esa
confianza, presupuesto necesario de cualquier recurso a un órgano de justicia, y
especialmente necesaria cuando una causa en cierto modo tiene que ver con el
ámbito de las propias convicciones religiosas. El bien de la paz de la
conciencia es justamente invocado con frecuencia como determinante para someter
las causas matrimoniales a la jurisdicción eclesiástica. Lo que se espera es
precisamente una plena congruencia entre la doctrina cristiana sobre el
matrimonio y la familia confiada a la Iglesia y a su magisterio auténtico, y la
resolución judicial de los casos concretos. Si se tienen en cuenta los medios de
toda índole actualmente previstos en la Iglesia para asegurar un justo proceso,
todo pareciera confirmar esa confianza que los fieles razonablemente depositan
en los procesos canónicos de nulidad.
Sin embargo, no ha de olvidarse que la misma institución del proceso presupone y
encauza una contribución crítica al descubrimiento, prueba y discusión de la
verdad por parte de los directamente interesados. No se trata de inútil
problematización ni menos de desconfianza radical, sino de una confianza que,
precisamente cuando es madura, lleva a la parte a aportar cuanto pueda en orden
a que se declare lo verdaderamente justo.
A la vez, la situación actual en materia de causas de nulidad matrimonial impone
encontrar un justo equilibrio en el planteamiento de la confianza en los
tribunales eclesiásticos. Lanzar a la opinión pública acusaciones globales e
indeterminadas, como si las sentencias de nulidad fueran generalmente injustas,
es a su vez claramente injusto, no sólo porque ofende la recta actuación de
tantos jueces, sino porque pone en crisis cualquier certeza en este ámbito,
fomentando lo que denominábamos una desconfianza radical. Además, fácilmente ese
tipo de actitudes de poco ponderada crítica se revelan de hecho
contraproducentes, en cuanto motivan comprensibles reacciones de defensa
apasionada y irrestricta de toda la actividad judicial de la Iglesia. Pienso
que, entre estos dos extremos, el justo medio se halle en el tono de los
discursos de Pablo VI y de Juan Pablo II en este ámbito, sobre todo con ocasión
de la inauguración anual del año judicial de la Rota Romana. Son discursos que
dejan traslucir siempre una actitud de confianza y de estímulo, pero que jamás
ocultan las preocupaciones de fondo de los papas en esta materia. Considero
innecesario recordar en detalle esos textos, por lo demás bien conocidos. Sólo
añadiría que la misma magnitud y complejidad de la tarea —repensar la verdad de
siempre sobre el matrimonio y la familia en un contexto cultural y vital
profundamente diverso como es el de hoy— explica, aunque jamás justifica, la
existencia de algunas actitudes que, sin juzgar sus intenciones, terminan
relativizando esa misma verdad de siempre, con el afán de acomodarse a ese nuevo
contexto. No están aquí en juego cuestiones de puro derecho positivo, ni tampoco
simples opiniones relativas a problemas discutibles: el gran reto dice relación
nada menos que con la comprensión y el respeto jurídico de la misma esencia del
matrimonio.
3. Presupuestos principales de la bondad moral de la
presentación de la demanda de nulidad por parte de los cónyuges
3.1. La verosimilitud de la nulidad matrimonial
La demanda de nulidad del matrimonio, como cualquier demanda judicial, ha de
poseer el clásicamente llamado fumus boni iuris. De ahí que pueda no admitirse
el escrito de demanda si de él «se deduce con certeza que la petición carece de
todo fundamento y que no cabe esperar que del proceso aparezca fundamento
alguno» (can. 1505 § 2, 4º).
Este requisito del fumus boni iuris es una exigencia jurídica y a la vez moral
del ejercicio de la acción por parte del cónyuge actor. La nulidad cuya
declaración se pide ha de ser verosímil, lo que implica una referencia esencial
a la verdad de la validez o nulidad del matrimonio en cuestión. Esto puede
parecer obvio, e indudablemente lo es, pero no por ello es menos relevante a la
hora de plantear correctamente la ética de las acciones de nulidad. Si éstas se
enfocan como intentos de lograr un planteamiento convincente para que, en todo
caso, se alcance el objetivo de “eliminar” un vínculo matrimonial, es evidente
que se distorsiona la misma estructura esencial de la acción de nulidad, al
independizarse respecto a su fundamento en la realidad.
En este sentido, caben intentos de manipulación fraudulenta de la verdad, con
afirmaciones y medios de prueba que desfiguran los mismos hechos de la causa.
Esta actitud obviamente entraña siempre una gravedad particular, tanto jurídica
como moral, porque supone ceder a una pura instrumentalización del proceso en
aras de un interés propio, contradiciendo con la propia conducta la misma
esencia de la vía procesal en cuanto medio para llegar a la verdad de lo justo.
Mas las tentativas de obtener una nulidad pueden discurrir por un cauce que no
recurre a ningún engaño en la presentación de los hechos, y que no obstante
también encierra una lógica contraria al principio de verdad, no ya del proceso
en general, sino específicamente del matrimonio como realidad constituida de una
vez para siempre, y por tanto de la lógica esencial que rige el proceso de
nulidad matrimonial[6].
Si esta característica del matrimonio, equivalente a la propiedad esencial de la
indisolubilidad, no se acepta, el sofisticado y complejo sistema sustancial y
procesal de la Iglesia sobre las nulidades queda privado de sentido. Viene a ser
un sistema que se usa según los propios intereses, y al cual se rinde un
obsequio meramente aparente, pues falta una real identificación con su auténtico
espíritu. La manipulación ya no concierne los hechos y su prueba, sino su
interpretación jurídica, de modo que los capítulos de nulidad son objeto de una
radical instrumentalización, en la que ciertamente se continúa jugando con la
supuesta verdad de la existencia del matrimonio, pero en aras de un objetivo que
no por inconfesado es menos evidente: hacer posible que se declare en cualquier
caso la nulidad que se demanda, por la vía que se demuestre más eficaz. De este
modo, los capítulos de nulidad se conciben y se miden en términos de eficacia en
dar lugar a una sentencia favorable, no en términos de verdad.
Sin adentrarse más en la descripción de este fenómeno, por lo demás muy conocido
y denunciado en estos años, conviene ahora insistir en la profunda inmoralidad
objetiva que implica. Digo «objetiva» para dejar a salvo las conciencias de
quienes intervienen, y en especial de los mismos cónyuges, que muchas veces
pueden ser sobre todo víctimas de esa mentalidad. Pero debe tenerse presente la
facilidad con la que los esposos pueden ser inducidos a adoptar esta mentalidad:
sin duda les resulta sumamente atractivo y halagüeño cuanto pueda concurrir a
resolver su situación matrimonial y familiar, tanto más si se hace con el decoro
de lo legal y de lo justo dentro de la Iglesia. No puede olvidarse el daño
personal y social que produce el recurso a las nulidades con independencia de su
verosimilitud. Lo que resulta comprometido es la misma percepción del matrimonio
en cuanto unión jurídica para siempre, ya que con la nulidad se podría en
cualquier caso legitimar el paso a otra unión cuando la anterior hubiera
fracasado. Se acaba negando así en la práctica la misma esencia del matrimonio,
reducido a simple hecho vital de convivencia y amor efectivo, desprovisto de
todo vínculo[7].
El vínculo pareciera no ser más que un mero reconocimiento formal por parte de
la autoridad, que podría darse o retirarse según lo requirieran las vicisitudes
de la convivencia. A su vez, puesto en tela de juicio el matrimonio mismo, toda
la moralidad familiar resulta afectada en su misma base: la educación de los
hijos en el seno del matrimonio sería a lo sumo un ideal, subordinado a las
pretensiones de “autorrealización” de los padres; la ilicitud de toda relación
sexual extraconyugal, y con ella toda la moral de la castidad, queda desprovista
de un fundamento intrínseco en la naturaleza de las personas; etc.
La exigencia de verosimilitud comporta que las partes estén animadas por un
espíritu de profunda sinceridad. Esta actitud transparente surge espontánea si
existe el convencimiento de que sólo en la verdad se encuentra el auténtico bien
de las personas, lo único que en definitiva les interesa. Cualquier manipulación
de la verdad juega en contra de su mismo bien o, lo que es idéntico, de su
felicidad como personas; puede parecer que resuelve problemas, pero en realidad
los agrava, al fomentar una mentalidad que huye de la verdad.
Naturalmente para presentar una demanda, no hace falta que el cónyuge posea
certeza acerca de la nulidad de su matrimonio. Por lo demás, esa certeza, aunque
obligue en conciencia a quien la posee a evitar los comportamientos
específicamente conyugales, nunca es suficiente para poder contraer lícitamente
una nueva unión, aunque sea compartida por ambos esposos: por la misma
naturaleza social y eclesial del matrimonio, se requiere siempre un
reconocimiento de la nulidad por parte de la autoridad[8].
La complejidad intrínseca de muchas cuestiones sobre la validez o nulidad del
matrimonio, sumada a la dificultad de emitir juicios objetivos sobre asuntos en
los que están en juego intereses personales tan fuertes y profundos, llevan a
concluir que sólo puede exigirse moralmente a la persona una convicción seria,
en conciencia, acerca de la verosimilitud de la nulidad, o sea acerca de la
existencia de motivos plausibles de invalidez del propio matrimonio. Esa
convicción es lo que sostiene todo el impulso procesal: se argumenta, discute y
prueba lo que se estima verosímil. Cuando no existe o deja de haber
verosimilitud, hay obligación jurídica y moral de no acudir al proceso o de
abandonarlo.
Cabría aquí echar mano de la dicotomía entre los aspectos in facto y los in iure,
para sostener que la responsabilidad de la parte se limitaría al in facto. Basta
que no mienta ni engañe. De lo demás ya deberían ocuparse el demandado —si se
opone a la nulidad—, el defensor del vínculo, y sobre todo el tribunal mismo.
Podría recordarse a este propósito el tradicional axioma da mihi factum, dabo
tibi ius.
Se trata de un planteamiento simplista. Al interponer la acción es inevitable
tomar una postura sobre el ius. Dejar las cuestiones de derecho a los jueces
significaría pretender no participar en la responsabilidad de la declaración de
lo justo. Por cierto, esas cuestiones de derecho no son meras disputas
especializadas ajenas a la capacidad y al interés de los no iniciados; en su
sustancia son cuestiones que afectan nada menos que a la existencia o
inexistencia del propio matrimonio. Desentenderse de ellas sería sólo un
pretexto para dejarse llevar por la actitud que relativiza el problema mismo de
la existencia del vínculo.
Como es evidente, un particular relieve ético debe atribuirse aquí a la
actuación profesional del abogado. La apreciación de la verosimilitud, y más aún
el enfoque de todo el accionar procesal de acuerdo con el principio de defensa
de lo que en conciencia parece verdadero, caen plenamente en su ámbito de
responsabilidad. Ni que decir tiene que, prescindiendo de la cuestión
propiamente jurídica, es moralmente reprobable la práctica de «crear» títulos de
competencia contemplados por la ley, en favor de tribunales que se prevé darán
sentencias más favorables a la demanda de nulidad (cfr. can. 1488 § 2). En este
caso es ante todo inmoral la manipulación de la ley canónica, mediante conductas
ciertamente reales (como la de constituir un cuasidomicilio: cfr. can. 1673,
2º), pero que intencionalmente no responden al verdadero sentido de la acción
(en el caso del cuasidomicilio, habitar en un lugar) en la que se funda la
atribución de la competencia, sino sólo pretenden construir artificialmente un
título de competencia. Sin embargo, lo más grave es el fin con el que dicha
manipulación se realiza, puesto que la verdad de la justicia, objetivo
institucional y fin común de todos los participantes en el proceso —cada uno de
acuerdo con su función—, queda sustituida por un juego en el que cada uno busca
hacer prevalecer su propio interés, o peor aún por un planteamiento en el que
existe una finalidad común, de las partes y del tribunal, de signo contrario a
esa verdad[9].
Sin embargo, sería equivocado pensar que la responsabilidad del abogado elimina
la de la parte, sobre quien recae siempre la decisión última acerca de la suerte
de la acción procesal. La virtud de la prudencia exige que las partes, en una
cuestión tan importante y delicada como ésta, se aconsejen bien para poder
recurrir a abogados no sólo técnicamente competentes, sino imbuidos de los
principios de fondo de la Iglesia acerca del matrimonio. Para que esta
orientación pueda ser efectiva, interesa mucho difundir en la Iglesia, sobre
todo entre los pastores de almas y entre aquellos que se dedican a la pastoral
familiar, pero también entre todos los fieles — cada uno en la medida de sus
posibilidades —, un conocimiento adecuado de las cuestiones
jurídico-matrimoniales. Obviamente no se trata de un conocimiento especializado,
sino de un conocimiento serio de los principios fundamentales en este campo[10].
Se podría objetar que de esta manera se atribuye la responsabilidad moral sobre
el problema de la nulidad a las mismas partes —asesoradas por los expertos que
ellas elijan—, con todo lo de subjetivo que puede haber en su juicio y
actuación. ¿No sería mejor que, puesto que de la declaración de nulidad se
seguiría el efecto benéfico de regularizar una situación matrimonial, se dejara
simplemente el examen de la cuestión al tribunal de la Iglesia? Si esta objeción
se llevara a sus últimas consecuencias, no tendría sentido ni la acción ni el
proceso de nulidad: todo quedaría en manos de una decisión de la autoridad que
tampoco sería propiamente judicial. La pregunta esencial que debe entonces
formularse no es de índole prudencial, o sea acerca de si con ese sistema se
favorecerían o se obstaculizarían las declaraciones de nulidad. El problema
decisivo es otro: ¿es justo o injusto un planteamiento de las declaraciones de
nulidad que prescinda de la acción y del proceso?[11].
Problematizar la validez de una unión es obviamente una cuestión siempre
delicada, llena de peligros, por lo que creo que nadie propugnaría actualmente
un sistema de iniciativa popular u oficial (salvo en los casos, actualmente
previstos, de acción por parte del promotor de justicia cuando la nulidad está
ya divulgada). Por tanto, la necesidad de una petición de parte quedaría en pie
de todos modos. Ahora bien, ¿es lícito formular esa petición en cualquier caso?
Admitir que, sin la presencia de un fundamento verosímil, una instancia
eclesial, públicamente habilitada al efecto, pueda entrar a indagar acerca de la
existencia de un matrimonio, encierra una inversión radical del principio según
el cual en cualquier orden social hay que atenerse a las apariencias, mientras
no se aduzcan argumentos sólidos en contra. No puede olvidarse que el hecho de
indagar acerca de la existencia de un matrimonio no es neutro: la
problematización pública de la validez del vínculo sólo se justifica si hay
razones proporcionadas. De ahí la necesidad de pasar a través de la petición de
parte. Y esa petición concierne el propio matrimonio, que comporta derechos y
deberes personales de los cónyuges, ante todo su misma situación jurídica
radical de casados. Examinar y resolver acerca de la nulidad al margen de los
mismos cónyuges, prescindir de la acción y del proceso en este campo, sería
tanto como negar que el matrimonio es una situación que integra el patrimonio
jurídico más personal de una persona; sería, por consiguiente, claramente
injusto. Evidentemente sería todo menos que pastoral el pretender que el
matrimonio de los cristianos se apartara de la estructura jurídica esencial del
matrimonio instituido por Dios al principio para toda la humanidad.
3.2. La imposibilidad o no conveniencia de la
convalidación
A mi juicio, un segundo presupuesto de la licitud moral de la presentación de la
demanda de nulidad por parte de un cónyuge dice relación con la imposibilidad o
no conveniencia de la convalidación del respectivo matrimonio. Ciertamente, a
diferencia de lo previsto para la acción del promotor de justicia (cfr. can.
1674, 2º), la acción de los cónyuges no está jurídicamente condicionada por
ninguna consideración de la eventual convalidación (cfr. can. 1674, 1º). Pero de
allí no se sigue que tal consideración carezca de importancia moral.
De entrada, debe tenerse presente que la sola existencia de un derecho, y la
posibilidad de ejercitar la correspondiente acción, no autorizan a concluir que
cualquier ejercicio de tal acción sea moralmente bueno. Las exigencias morales
van más allá de la sola justicia: la caridad puede requerir que se renuncie a lo
que, en el plano de la justicia, se mantiene como una posibilidad socialmente
incontestable. La misma legislación canónica, al reconocer el derecho del
cónyuge que ha sido ofendido por el adulterio de su comparte para romper la
convivencia conyugal, le recomienda encarecidamente que le perdone y continúe la
vida matrimonial, «movido por la caridad cristiana y teniendo presente el bien
de la familia» (can. 1152 § 1); y en todo caso considera digno de alabanza al
cónyuge inocente que admite al otro a la vida conyugal, renunciando al derecho
de separarse (cfr. can. 1155).
En el caso que nos ocupa, es claro que la normativa canónica procura activamente
promover la convalidación. Es significativo que llegue a privar de la acción al
promotor de justicia cuando esa posibilidad aparezca conveniente. Por otra
parte, bien conocido es el ya recordado texto del can. 1676, que muestra hasta
dónde se extiende la pastoralidad de la función del juez eclesiástico en estas
causas: el horizonte de la posible convalidación y del restablecimiento de la
convivencia conyugal debe estar siempre presente en todo el curso del proceso de
nulidad, también como un deber primordial del juez.
Aunque sin un carácter de deber jurídico, la misma invitación a buscar la
convalidación vale ante todo para las mismas partes, como una cuestión
insoslayable de conciencia. No se trata de una mera posibilidad moralmente
neutra, que podría seguirse o descartarse según el propio gusto o sentimiento.
En la convalidación existe un bien posible, que la persona debe ante todo
ponderar seriamente. La razón de ese bien es la misma por la que la tradición
canónica procura favorecer la convalidación: en una unión ya iniciada y
convalidable, estructuralmente abierta a convertirse en unión propiamente
conyugal, aunque no exista aún matrimonio, hay una realidad incoada cuya plena
realización en la verdad y en el bien pasa a través de la celebración del
matrimonio. La perspectiva desde la que han de enfocarse las situaciones
matrimoniales irregulares, sin negar ni relativizar su irregularidad, ha de
tener presente la razón de bien —ciertamente mezclado con un verdadero mal, pero
auténtico bien— que en ellas existe[12].
Esa razón de bien, que incluye el bien de las mismas partes, el de los hijos ya
habidos o por venir, el de la sociedad civil y el de la Iglesia, impulsa a los
interesados y a la autoridad eclesiástica a procurar la regularización.
Echar irresponsablemente por tierra esas realidades imperfectas, amparándose en
que no son verdadero matrimonio, sería razonar con una lógica sólo aparentemente
matrimonial, puesto que en el fondo favorecería la falta de seriedad y
responsabilidad en las relaciones entre el varón y la mujer en orden a casarse y
constituir así una familia. En efecto, respecto a una relación entre un hombre y
una mujer en cuanto tales que no es matrimonio, un enfoque adecuado no se limita
a poner de manifiesto la ausencia del vínculo, sino que constata y favorece todo
cuanto en esa relación pueda haber de ordenable al matrimonio. En esto reside la
seriedad del verdadero noviazgo como preparación del matrimonio. En cuanto a las
situaciones irregulares, su intrínseca carencia del bien del matrimonio, no
puede llevar a concluir indiscriminadamente que han de cesar. En ocasiones
ciertamente la única solución posible será el cese de la convivencia[13].
Pero siempre que sea viable el llegar a constituir un matrimonio, los aspectos
imperfectos ya existentes han de ser vistos en su valor positivo, o sea en
cuanto objetivamente tienden a alcanzar su realización adecuada en el
matrimonio.
Al tomar la decisión relativa a la convalidación, debe evitarse todo enfoque
individualista, que resulta inadecuado para valorar moralmente cualquier acción
humana, pero que en este caso contradice además la naturaleza propia de la
cuestión. El cónyuge no hallará su bien personal si falsea el problema, como si
se tratara de una opción que pudiera ser tomada en función de cualquier tipo de
cálculos egoístas. Es precisamente su bien personal el que requiere considerar
atentamente el bien de la otra parte y, muy especialmente, el bien de la prole
ya existente. Lo exige la relacionalidad de la persona, que no puede realizarse
plenamente si no es mediante el don sincero de sí misma[14].
Aunque del bien de la otra parte y de los hijos no pueda nacer en sentido propio
un derecho al matrimonio, ya que éste supone la decisión libre de ambas partes,
se trata de un bien que debe ser objeto de cuidadosa ponderación, y que ha de
motivar eventualmente la generosidad, con la ayuda de la gracia, para instaurar
libre y responsablemente un verdadero matrimonio.
Al ponderar el bien del posible matrimonio mediante la convalidación,
naturalmente hay que tener en cuenta también las razones que legítimamente
pueden apartar de esa opción, y que pueden llegar a hacerla desaconsejable e
incluso dañina. Ante una situación de fracaso en la convivencia entre las
partes, que les ha llevado a una separación ya consolidada, resultará
habitualmente problemática la vía de la convalidación. Con razón se temerá que
puedan resurgir los mismos problemas que condujeron a la ruptura de hecho, y lo
que es más grave, que reaparezcan cuando ya se ha contraído verdadero
matrimonio, poniendo en peligro el éxito de la vida matrimonial. Sin embargo,
esto no significa que se pueda renunciar a priori a considerar la posibilidad de
la convalidación, siempre pero sobre todo cuando las partes no han iniciado una
nueva convivencia con otras personas. En efecto, aunque la experiencia del
fracaso deba ser tenida muy en cuenta, no debe enfocarse con una lógica de
irreversibilidad, que olvida el sentido positivo —de crecimiento en el amor— que
pueden tener las mismas dificultades y errores en la convivencia. Puede ocurrir
que, a través de esa experiencia, las personas maduren y descubran la realidad
del matrimonio: la convalidación expresará entonces no el remover un obstáculo
formal o legal, sino el decir que sí por vez primera al otro en cuanto cónyuge.
En cualquier caso, el valor moral de la convalidación no se basa nunca en
razones extrínsecas —como si simplemente se tratara de llenar de contenido una
forma que interesa mantener—, sino en el bien de las mismas personas
interesadas, para los cuales llegar a casarse, cuando es posible y conveniente,
constituye ciertamente algo bueno.
Quizá estamos demasiado influidos por una consideración unilateral de la
declaración de nulidad como bien pastoral que permite regularizar una unión
sucesiva, y con ello devolver la paz de la conciencia y la plena participación
en los sacramentos a los fieles interesados. Ciertamente tal declaración,
siempre que se adecúe a la verdad sobre el matrimonio y sobre el caso singular,
comporta un auténtico bien, en la medida en que elimina una apariencia
matrimonial que impedía ejercitar libremente de nuevo el derecho de casarse, y
permite a la persona superar el por desgracia frecuente problema de conciencia
en que se había puesto al emprender una nueva unión —irregular— sin esperar la
declaración de nulidad. No obstante, conviene no perder de vista que ese bien de
la declaración de nulidad existe en estricta correlación con un mal, como lo es
siempre en cuanto tal la misma nulidad (no su declaración). Aparte de todas sus
consecuencias dañinas para las personas y la sociedad, el mal esencial de la
nulidad consiste simplemente en el hecho de que a la unión nula le falte algún
elemento para que se dé el bien en que consiste el mismo matrimonio. Ante el mal
de la nulidad, naturalmente puede y debe procederse con la solución de su
declaración, pero esta respuesta no es la única y ni siquiera la principal que
cabe formular para evitar ese mal. Por un lado, es preciso tratar de prevenirlo,
y probablemente en este frente hay mucho por hacer en la Iglesia. Un sistema
matrimonial que vea multiplicarse las nulidades, y el desconcierto social que
deriva de la prácticamente inevitable confusión de la nulidad con el divorcio,
ha de preguntarse ante todo qué medios pone para lograr que las personas
verdaderamente se casen. Por otro lado, la nulidad puede evitarse por otro
camino: el de la convalidación, logrando que la unión llegue a perfeccionarse en
el bien, cuando ella responda al bien de todos los interesados. El valor
máximamente pastoral de esta solución es evidente: cualquiera con algo de
experiencia en este campo conoce las alegrías de esta vía positiva, ligadas
normalmente a una conversión global de las personas.
La exigencia moral de convalidar la unión si es posible y conveniente puede tal
vez resultar chocante para quien considere y valore la libertad de la que toda
persona humana, y los fieles en particular, gozan respecto al consentimiento
matrimonial. En realidad, no hay dificultad en concebir la obligación moral de
celebrar libremente un matrimonio. La tradición canónica y moral de la Iglesia
ha reconocido siempre la posibilidad de la promesa de matrimonio, si bien, como
lo recoge el can. 1062 § 2, ha considerado que no es jurídicamente exigible[15].
No existe acción para pedir la celebración del matrimonio; tan sólo puede
reclamarse el eventual resarcimiento de daños. Por tanto, aunque el matrimonio
prometido no sea un derecho de ninguna de las partes, ni sea por tanto algo que
les es debido y que pueden exigir, ello no impide reconocer la existencia de una
verdadera obligación moral derivada del valor de la misma promesa, salvo que se
den circunstancias sobrevenidas que justifiquen su incumplimiento. En este caso,
el derecho de las partes se limita a la indemnización de los daños que hayan
sufrido, puesto que el contraer o no matrimonio es un derecho personalísimo de
libertad, respecto al cual no cabe participación de otra persona.
De modo análogo, existe una obligación moral, aunque no jurídicamente exigible,
de convalidar el matrimonio cuando así lo exige el bien de las personas
interesadas, ante todo de los mismos posibles cónyuges. Fácilmente se echa de
ver que estamos ante una de esas obligaciones morales cuya determinación en el
caso concreto requiere una apreciación prudencial que sólo el directamente
interesado está en condiciones de realizar. Para evitar estériles rigorismos,
como los que en épocas pasadas se dieron en torno a deberes parecidos, como el
de seguir la vocación sacerdotal o religiosa[16],
conviene insistir en que la existencia de una obligación concreta deberá ser
determinada por la conciencia, bien formada y aconsejada, del interesado. En
ello no hay ningún subjetivismo, sino simplemente la constatación del hecho de
que en este caso la apertura a la objetividad de la verdad y el bien no da lugar
a una regla absoluta (como la de amar siempre a Dios y al prójimo, o la de
evitar lo intrínsecamente malo), por lo que se necesita esa determinación
prudencial que sólo los interesados están en condiciones de realizar.
Naturalmente esto no significa que tenga menos importancia la ayuda espiritual a
las personas que se hallan en esta situación: en cierto sentido, precisamente
por la naturaleza de la decisión que deben adoptar, se hallan aún más
especialmente necesitadas de esa ayuda.
El seguimiento de lo que vean en conciencia, después de la adecuada ponderación
y petición de consejo, deberá ser expresión de la libre aceptación de un bien,
aunque éste tenga aspectos arduos; evitando el riesgo de la pasiva aceptación de
una exigencia concebida de modo extrínseco. Aun cuando el «no me queda más
remedio que casarme» no implica de suyo invalidez de la unión así contraída, es
evidente que conlleva una actitud muy peligrosa para el éxito de la vida
matrimonial. Actitud, dicho sea de paso, que de haberse dado requeriría a su vez
un esfuerzo y una ayuda para ser superada, procurando que el matrimonio
realmente celebrado alcance una plena realización existencial. No basta aquel
mínimo de amor conyugal que es consustancial al darse y aceptarse mutuamente
como marido y mujer, y que en el fondo equivale al consentimiento necesario para
la validez: es preciso que la convalidación y toda la vida matrimonial
consiguiente sean un crescendo en el amor conyugal.
Cuando existe el deber moral de convalidar, ha de tenerse presente que,
precisamente por estar ligado al caso concreto, es susceptible de una amplia
gama de intensidades. Hay aquí también siempre una cuestión de finura en la
captación del bien y de generosidad en su realización (lo que, en el plano
sobrenatural, implica generosidad en la correspondencia a la gracia). También
por esto la valoración moral de estas decisiones no puede encerrarse en la neta
dicotomía de lo bueno y de lo malo. Estamos en el campo del libre actuar
positivo, en el que cabe el más o menos bueno o malo.
La intensidad de esa exigencia moral de convalidación alcanza niveles máximos,
en los que difícilmente subsisten dudas fundadas en contrario, cuando uno o
ambos cónyuges piden la nulidad, después de años de vida matrimonial pacífica y
normal, apoyándose en causas externas a la voluntad matrimonial (por ejemplo, un
impedimento dispensable y de escasa importancia, o un defecto en la forma
canónica), o en pretendidos defectos o vicios del consentimiento que —de haber
existido— es claro que de hecho fueron subsanados por una voluntad matrimonial
verdadera. Son casos en los que ciertamente sería deseable, a mi juicio, un
mecanismo que permitiera la convalidación automática e impidiera la posibilidad
de la declaración de la nulidad. Mientras ésta no exista, me parece indudable
que la obligatoriedad moral de la convalidación toca aquí el máximo de
determinación. Recurrir a esos problemas del pasado, de hecho ya superados en el
presente, aparece como un formalismo de dudosa racionalidad. No me atrevo a
afirmar derechamente una irracionalidad de tales leyes irritantes, pues atribuyo
mucha importancia a la certeza social sobre la existencia del matrimonio. No
obstante, estimo que muy raramente el recurso a estos «resquicios» podrá estar
moralmente justificado: no pasarán de ser el hábil aprovechamiento de una ley
discutible para no perseverar en la acogida de un matrimonio al que sólo faltaba
un requisito extrínseco de reconocimiento.
La exigencia de convalidación cubre un espectro mucho más amplio, naturalmente
con decreciente intensidad, pero con una fuerza substancialmente idéntica —la
del bien del matrimonio y la familia—, sólo que progresivamente atenuada por
otras razones legítimas que impiden realmente alcanzar dicho bien. Piénsese, por
ejemplo, en los casos de incapacidad o de simulación en los que es posible que
las personas consigan la capacidad o descubran y acojan en su vida la verdad
esencial del matrimonio. Se pone aquí de manifiesto un amplio campo de acción
pastoral, que demuestra la importancia de un acompañamiento propiamente
espiritual de los fieles en estas circunstancias. El asesoramiento del abogado
es indispensable desde la perspectiva de lo que en justicia puede hacerse;
psicólogos y psiquiatras pueden ayudar mucho a la solución de los problemas
humanos subyacentes. Pero siempre hace falta una instancia que sintonice con la
cuestión definitiva, del bien moral integral de las personas. Sin duda los
sacerdotes tienen una responsabilidad ministerial única en esto, tanto dentro
como fuera del sacramento de la penitencia. Sin embargo, también los laicos, y
muy especialmente los esposos cristianos más maduros, pueden y deben dar un
auténtico acompañamiento espiritual a quienes atraviesen este tipo de crisis. En
todas estas instancias, incluida obviamente la forense, debe hacerse presente
cuanto hemos considerado acerca del bien de la convalidación, de modo adecuado a
cada una de esas instancias, a veces simplemente como una invitación a
considerar el asunto a una luz más alta y a recurrir a quien pueda ayudar en ese
plano superior.
Me hago cargo de que mis reflexiones pueden parecer a algunos demasiado
idealistas, casi utópicas. Con frecuencia la actitud ante las crisis
matrimoniales tiende hoy sobre todo a encontrar salidas que consoliden una
ruptura inevitable. Prevalece pronto el cansancio y la resignación, y la
presión, a veces inconsciente, de la mentalidad divorcista, que sufren los
mismos tribunales eclesiásticos, como ha señalado en diversas ocasiones Juan
Pablo II[17].
En cambio, pienso que hace falta una buena dosis de «optimismo matrimonial» para
afrontar mejor estas situaciones: el optimismo cristiano de la gracia
sobrenatural y de sus efectos de restauración y elevación de todo bien humano.
Este artículo ha sido publicado en "Ius Canonicum", 41 (2001), pp. 169-189
[1] Cfr. La ley meramente penal ante la Filosofía del Derecho, Editorial Jurídica de Chile, Santiago de Chile 1981.
[2] Cfr. A. Gorini, Dal giuridismo preconciliare alla pastoralità postconciliare: spunti di analisi, en AA.VV., Ius in vita et in missione Ecclesiae (Acta Symposii internationalis Iuris Canonici occurrente X aniversario promulgationis Codicis Iuris Canonici diebus 19-24 aprilis 1993 in Civitate Vaticana celebrati), Libreria Editrice Vaticana, Città del Vaticano 1994, pp. 107-117.
[3] Cfr. CIC-1917, can. 1971; S. Congregación para la Disciplina de los Sacramentos, Instr. Provida Mater, 15 agosto 1936, art. 35 y 37. Sobre esta problemática, cfr. M.L. Jordán, Mala fe y acción de nulidad en el matrimonio canónico, EUNSA, Pamplona 1985; y C.M. Morán Bustos, El derecho de impugnar el matrimonio: el litisconsorcio activo de los cónyuges, Publicaciones Universidad Pontificia de Salamanca, Salamanca 1998.
[4] Cfr. Conferencia Episcopal Italiana, Decreto generale sul matrimonio canonico, 5-XI-1990, n. 56: «La ricerca volta a verificare eventuali motivi di nullità matrimoniale sia condotta sempre con competenza e con prudenza, e con la cura di evitare sbrigative conclusioni, che possano generare dannose illusioni o impedire una chiarificazione preziosa per l’accertamento della libertà di stato e per la pace della coscienza» (Ius Ecclesiae, 3, 1991, p. 799).
[5] Antes del Código de 1917 en campo canónico existía una acción popular de nulidad del matrimonio, salvo en algunas hipótesis como la impotencia. Cfr. el resumen y la bibliografía que ofrece R. Rodríguez-Ocaña, Comentario al can. 1674, en A. Marzoa - J. Miras - R. Rodríguez-Ocaña (ed.), Comentario exegético al Código de Derecho Canónico, EUNSA, Pamplona 1996, vol. IV/2, p. 1850. Si bien la existencia del matrimonio es una cuestión de tanta relevancia pública en la Iglesia, la eliminación de esta acción popular representa a mi juicio un progreso: no parece que el interés de otras personas pueda justificar la impugnación de la validez de un matrimonio. Pienso que opera en esto una exigencia de justicia, tal vez antes no advertida, derivante del respeto que merece la paz matrimonial y familiar. Los casos en que esa paz ya ha sido alterada por haberse divulgado la nulidad deben confiarse a una instancia pública, como es el promotor de justicia. Ante él naturalmente pueden hacerse las denuncias que se estimen oportunas, las que podrán llevar a la acción del promotor con tal que la nulidad se haya ya divulgado y no sea posible o conveniente la convalidación.
[6] En este sentido, es decisivo insistir en la naturaleza declarativa de las causas de nulidad del matrimonio: cfr. J. Llobell, «De processibus matrimonialibus». Introducción, in A. Marzoa - J. Miras - Rodríguez-Ocaña (ed.), Comentario exegético al Código de Derecho Canónico, cit., vol. IV/2, pp. 1813-1815.
[7] Entre la abundante producción de J. Hervada al respecto, cfr. La identidad del matrimonio, en Persona y Derecho, 8 (1981), pp. 283-310; recogido actualmente en Una Caro. Escritos sobre el matrimonio, EUNSA - Instituto de Ciencias para la Familia, Pamplona 2000, pp. 597-621.
[8] Sobre las llamadas «nulidades de conciencia», cfr. Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta a los Obispos de la Iglesia Católica sobre la recepción de la comunión eucarística por parte de los fieles divorciados vueltos a casar, 14 septiembre 1994, nn. 4 y 8, en AAS, 86 (1994), pp. 974-979; M.F. Pompedda, La questione dell’ammissione ai sacramenti dei divorziati civilmente risposati, en Studi di diritto matrimoniale canonico, Milano, 1993, pp. 493-508.
[9] Sobre la unidad de fin y acción de todos los participantes en las causas matrimoniales, cfr. el fundamental dicurso a la Rota Romana de Pío XII, 2 octubre 1944, in AAS, 36 (1944), pp. 281-290.
[10] Publicaciones como la excelente obra de P. Bianchi, Quando il matrimonio è nullo?: guida ai motivi di nullità matrimoniale per pastori, consulenti e fedeli, Áncora, Milano 1998, pueden ser muy útiles con ese fin.
[11] Acerca de la posibilidad de confiar a la autoridad administrativa la declaración de la nulidad del matrimonio, señalada por el Cardenal Ratzinger (en «Il sale della terra». Cristianesimo e Chiesa cattolica nella svolta del millennio. Un colloquio con P. Seewald, San Paolo, Torino 1997, pp. 235-237), cfr. J. Llobell, «Quaestiones disputatae» sulla scelta della procedura giudiziaria nelle cause di nullità del matrimonio, sui titoli di competenza, sul libello introduttorio e sulla contestazione della lite, in Apollinaris, 70 (1997), pp. 585-591.
[12] En esta línea se mueve la obra de J. Carreras, Situaciones matrimoniales irregulares. La solución canónica, Navarra Gráfica Ediciones, Pamplona 1999.
[13] A veces, por razones proporcionadas, podrá estar justificado que la convivencia prosiga tamquam frater et soror, es decir absteniéndose de los actos que únicamente competen a los cónyuges (cfr. Juan Pablo II, Exhort. ap. Familiaris consortio, 22-XI-1981, n. 84).
[14] Cfr. Concilio Vaticano II, Cost. past. Gaudium et spes, n. 24a.
[15] Santo Tomás de Aquino lo resume así: «ex tali promissione obligatur unus alteri ad matrimonium contrahendum: et peccat mortaliter non solvens promissum, nisi legitimum impedimentum interveniat. Et secundum hoc Ecclesia cogit, iniungendo poenitentiam pro peccato. Tamen in foro contentioso non compellitur: quia matrimonia coacta consueverunt malos exitus habere (cf. Decretal. Gregor. IX, Lib. IV, tit. I, cap. 17 Requisivit)» (Summa Theologiae, Suppl., q. 43, a. 1, ad 2). Como ejemplo del tratamiento de los esponsales en los manuales de teología moral anteriores al Vaticano II, cfr. D. M. Prümmer, Manuale Theologiae moralis secundum principia S. Thomae Aquinatis, 8ª ed., Herder, Friburgi Brisgoviae 1936, t. III, nn. 705-722, pp. 514-524. Una de las causas de disolución de los esponsales es la «notabilis mutatio superveniens sponsalibus», que puede ser «in bonis corporis», «n bonis fortunae», «in bonis animi», «in externis circumstantiis» (n. 718, p. 521). Es fácil darse cuenta de que estas causas sólo son susceptibles de una valoración prudencial, que habrá de hacer el juez en caso de eventual demanda de indemnización por daños, pero que a los efectos de exigir la celebración del matrimonio sólo puede quedar confiada a la prudencia de los mismos interesados.
[16] Cfr. P.C. Landucci, La sacra vocazione. Essenza - manifestazione - libertà, Ed. Paoline, 2ª ed., Roma 1960. Contra esos rigorismos, el autor defiende la libertad en la respuesta a la sagrada vocación. En realidad, la discusión, que llegó a ser muy viva, se plantea dentro de un esquema de la moral excesivamente centrado en la obligación. La exigencia moral de responder a la llamada del Señor, o la de convalidar el matrimonio, carecen de sentido en un moralismo del solo cumplimiento de obligaciones, en el que la libertad aparece más como ausencia de obligación que como posibilidad de realizar el bien. Sobre este tema, cfr. la lúcida exposición de S. Pinckaers, Las fuentes de la moral cristiana: su método, su contenido, su historia, trad. cast., EUNSA, Pamplona 1988.
[17]
Cfr. por ejemplo Juan
Pablo II, Discurso a la Rota Romana, 4 febrero 1980, n. 6, en AAS, 72
(1980), pp. 172-178.