LA DIMENSIÓN JURÍDICA DEL
MATRIMONIO Y DE LA FAMILIA
Prof. Joan Carreras
1. El matrimonio y la
familia tienen una dimensión jurídica intrínseca
El matrimonio y la familia tienen una intrínseca dimensión jurídica que, en
cierto sentido, precede a la actividad jurisdiccional de las autoridades
sociales o eclesiales. Al constituir una institución que pertenece al orden de
la creación, la juridicidad del matrimonio y de la familia se manifiesta en tres
dimensiones esenciales: la interpersonal, la social y la eclesial.
De las tres dimensiones, la más importante es la primera — es decir, la
interpersonal — puesto que el consentimiento de los cónyuges constituye la causa
eficiente de la comunidad familiar. En efecto, si faltase el consentimiento
matrimonial, el reconocimiento efectuado por la sociedad y por la Iglesia —
reconocimiento que corresponde a las otras dos dimensiones arriba mencionadas –
perdería sentido y quedaría suspendido en el vacío, precisamente porque no tiene
carácter constitutivo, sino de «simple reconocimiento«. Ni la Iglesia ni la
sociedad tienen el poder de crear la familia. Gozan de la potestad de regular el
ejercicio del ius connubii, no tanto para limitarlo, sino más bien para que en
sus respectivos ordenamientos jurídicos puedan ser “reconocidos” por los fieles
y por los ciudadanos los elementos esenciales de la comunidad familiar de forma
tal que, a través de las normas del ordenamiento jurídico, puedan distinguir qué
es la familia y qué agregaciones humanas, en cambio, no pueden recibir tal
denominación[1].
En las circunstancias históricas en que nos encontramos, parece que la cultura
occidental se esté perdiendo a sí misma en las arenas movedizas de una visión
individualista y anti-familiar de la persona humana, de forma tal que las
rápidas y profundas transformaciones del Derecho civil de familia muestran una
triste realidad: las autoridades sociales de estas naciones ya no poseen un
modelo de familia. Mediante los ordenamientos jurídicos estatales ésta no está
siendo «reconocida», sino más bien «desconocida». Esto no significa que estos
ordenamientos carezcan por ello de vigor, ya que la jurisdicción de la sociedad
sobre el matrimonio y la familia continuará siendo de todos modos una necesidad
y siempre existirán muchas normas justas, que obliguen en conciencia a los
ciudadanos. Sin embargo, tales normas ordinamentales gozan de juridicidad en la
medida en que respondan y sean compatibles con las intrínsecas exigencias
jurídicas del consorcio familiar. He aquí lo que siempre se ha querido subrayar
con la clásica expresión «instituto natural» referida tanto al matrimonio como a
la familia[2].
Ante esta pérdida de orientación de la cultura occidental, la Iglesia ha
realizado un notable esfuerzo de comprensión de la realidad familiar, iluminando
su verdad intrínseca ante la mirada de la sociedad y sobre todo de sus propios
fieles, siendo como es intérprete auténtico del derecho natural. Son centenares,
si no millares, las páginas que el magisterio de la Iglesia ha dedicado al
esclarecimiento de los diversos aspectos relativos a la constitución y a la vida
de la familia. Sin embargo, está muy difundida entre los canonistas la idea
según la cual — hablando en términos estrictamente jurídicos — la Iglesia
extendería su jurisdicción sobre el matrimonio pero no, en cambio, sobre la
familia[3].
Mientras el matrimonio sería un contrato elevado a la dignidad sacramental — y
esto explicaría el origen de la jurisdicción eclesial sobre el mismo — la
familia, en cambio, constituiría una realidad que gozaría de dimensión jurídica,
pero no «canónica». La familia, sería obviamente objeto y término de la
actividad pastoral y del magisterio de la Iglesia, sin embargo, desde el punto
de vista estrictamente jurídico, tendría poco que ver con el ordenamiento
jurídico de la Iglesia. Prueba de ello sería el decaimiento de los estudios de
Derecho canónico de familia, aparecidos en los años próximos a la promulgación
del Código de Derecho canónico. Con relativo entusiasmo, en distintos ambientes
y en congresos científicos se preconizaba el nacimiento de esta nueva disciplina
canónica. Hoy se puede decir que hemos llegado al ocaso de aquella tan
prometedora floración de artículos y de estudios sobre la naciente disciplina
jurídica[4].
No es el momento de analizar cuáles son las causas profundas que han impedido a
la canonística llevar a término aquellos deseos de construir un Derecho canónico
de familia. Entre ellas, no obstante, se encuentra sin duda un prejuicio muy
difundido en Occidente según el cual la realidad «jurídica» se identificaría más
o menos con la actividad de las autoridades (sociales o eclesiales), es decir
con la «ley positiva». De este modo, siendo muy escasas las normas «positivas»
del Código de Derecho canónico que afectan a la familia, faltarían los
presupuestos o condiciones materiales para construir una disciplina autónoma, la
cual podría incluso resultar ridícula si se intentara parangonar con el sistema
de Derecho matrimonial canónico o, más aún, con los sistemas civiles del Derecho
de familia.
Si retomamos de nuevo la idea con que hemos iniciado nuestra reflexión — el
matrimonio y la familia tienen una intrínseca dimensión jurídica — será posible
comprender cómo puede existir un «derecho de familia» que no es ni canónico ni
civil, precisamente porqué es el ordenamiento jurídico intrínseco de esta
comunidad de personas, «antes» de ser reconocida por una concreta sociedad o
comunidad eclesial. En efecto, no existe en realidad ni una «familia canónica»
ni una «familia civil», en cuanto resulta más importante saber en qué consiste
en sí misma, antes que conocer todas las leyes (canónicas o estatales) a ella
relativas. En otros términos, el derecho de familia no puede agotarse con el
estudio de las normas positivas de un ordenamiento considerado. Es necesario
reconocer la existencia de un ámbito de reflexión que tome como objeto de
estudio la juridicidad intrínseca de la familia.
2. El matrimonio y la familia poseen una dimensión jurídica que no sólo es
intrínseca, sino también común a ambos institutos naturales
«¿Qué espera de la sociedad la familia como institución? – se pregunta el Santo
Padre en su carta a las familias — Antes que nada ser reconocida en su identidad
y aceptada en su subjetividad social. Esta subjetividad está ligada a la
identidad del matrimonio y de la familia»[5].
Tan importante como admitir la intrínseca dimensión jurídica del matrimonio y de
la familia es aceptar que tanto el uno como la otra poseen la misma naturaleza
jurídica. Inspirándonos en las palabras de Juan Pablo II apenas citadas podremos
sostener que la identidad de la familia está ligada al matrimonio, de la misma
manera en que la identidad de éste está vinculada a la familia. En otras
palabras, la familia está fundada por el pacto conyugal (es decir por el
matrimonio in fieri) y será verdaderamente matrimonial solamente aquel pacto que
goce de la necesaria apertura vital hacia la familia. Esta apertura está
contenida en el tradicional bien de la prole o, en terminología escolástica, en
el fin primario de la procreación y educación de la prole.
En otros términos todavía: no puede haber matrimonio si, contemporáneamente no
existe la familia. En el momento mismo del pacto nupcial no sólo se constituye
la primera relación familiar sino también y necesariamente la comunidad
familiar. No son los hijos efectivos los que constituyen la familia, sino la
apertura y la ordenación hacia los mismos que existe en la recíproca entrega de
los cónyuges.
Estas afirmaciones podrán ser consideradas incluso banales. Sin embargo, si se
las toma en serio, llevan consigo importantes consecuencias en la comprensión
tanto del matrimonio como de la familia. Desde el momento que la familia
encuentra su inicio en el pacto conyugal, la primera consecuencia consiste en la
purificación de visiones reductoras que desearían confinar a la familia en los
ámbitos biológico o sociológico. Es, en efecto, el consentimiento de los esposos
el que crea la familia. El matrimonio, por lo tanto, nos ilumina el camino que
nos introduce en la naturaleza jurídica de la familia, precisamente porque la
causa eficiente del uno y de la otra es la misma: el consentimiento matrimonial.
Por otro lado, no es sólo la comprensión de la familia la que resulta
enriquecida gracias a la consideración de su origen en el pacto conyugal. Sucede
exactamente lo mismo con el matrimonio, cuya comprensión resulta enormemente más
penetrante y profunda desde el momento en que pase a ser considerada su
naturaleza «familiar«. En los sucesivos epígrafes mostraremos cómo la afirmación
acerca de la común naturaleza jurídica del matrimonio y de la familia es
determinante tanto de la unitariedad de todo posible ordenamiento jurídico
relativo a estos institutos como de la mejor comprensión de ambos tomados por
separado.
3. La común naturaleza jurídica del matrimonio y de la familia como
fundamento de la «Antropología jurídica de la sexualidad»
Entre las características más relevantes de los sistemas de los Derechos de
familia contemporáneos destaca la falta de criterios que permitirían una
coherente interpretación de las normas relativas a las diversas instituciones.
Habiendo sido, en sus orígenes históricos, deudores del ordenamiento matrimonial
y familiar canónicos, estos sistemas parecen hoy como los despojos cadavéricos
de unos cuerpos que carecen ahora de la vida que tiempo atrás los animaba. El
ordenamiento canónico, en efecto, está edificado sobre una noción implícita de
persona humana (es la criatura que no puede encontrarse a sí misma si no a
través del don sincero de sí) y de familia, como comunidad de personas. En esta
comunidad, en efecto, coexisten diversas relaciones interpersonales que
constituyen vías de santidad y de perfección, llamadas permanentes a la donación
de sí de cada uno de los miembros de la familia. El consentimiento matrimonial
es el acto de voluntad con que el varón y la mujer se entregan y aceptan
recíprocamente y, de este modo, constituyen también la familia, comunicándole la
lógica del don.
Estos conceptos antropológicos, elementales para un canonista, están en cambio
absolutamente ausentes en los ordenamientos de Derecho de familia
contemporáneos. La familia, en ellos, sería una comunidad de individuos que
asumen o desempeñan determinadas funciones o «roles parentales»: sujetos que
«hacen las veces» de padres, de maridos, de mujeres, de hijos. Qué significan
estos términos, los expertos en derecho de familia ya no sabrían decirlo[6].
Se prefiere que sea cada legislación nacional la que establezca qué es lo que se
deberá entender por cada uno de estos «roles familiares». Desde el momento que
los expertos en derecho de familia renuncian a definir qué significan los
conceptos fundamentales — familia, matrimonio, filiación, paternidad, etc. —
dejando esta tarea a las diversas legislaciones positivas, esto equivale — en
nuestra opinión — a renunciar a hacer ciencia jurídica.
El verdadero problema es que la mayoría de estas nociones no han sido definidas
hasta ahora, puesto que se encontraban implícitas o presupuestas en el
ordenamiento jurídico tanto de las naciones occidentales como de la Iglesia. En
efecto tanto el Derecho matrimonial canónico como los Derechos de familia de los
Estados occidentales han sido edificados sobre la estructura de un concreto
sistema de parentesco que les servía de base: el sistema propio de la cultura
occidental, cuyos orígenes más remotos pueden encontrarse en los sistemas de
parentesco de los pueblos indoeuropeos; aunque las características más
interesantes hayan sido debidas a las transformaciones social producidas por la
cultura cristiana a lo largo del medioevo y de la edad moderna. Mientras los
antiguos sistemas de parentesco giraban en torno a la figura del «padre», el
Occidente cristiano se levantó sobre la noción de una caro. Los esposos, en esta
bíblica expresión, constituyen una unidad y en el árbol del sistema genealógico
ocupan el puesto de un solo sujeto social: marido y mujer ya no son dos, sino
uno solo (a los efectos parentales, lógicamente). Todos los otros elementos del
sistema estaban presupuestos y, no siendo particularmente problemáticos, no
resultaban ni definidos ni conceptualizados.
Los sistemas contemporáneos se han ido separando de esta tradición jurídica a
partir del momento en que se concede al divorcio vincular el mismo valor del que
goza el reconocimiento del ius connubii (derecho al matrimonio). Marido y mujer
ya no serían una unidad parental, puesto que sus identidades — la de marido y de
mujer — habrían dejado de hacer referencia a «modos de ser» o «identidades
personales», sino que se limitarían a reflejar funciones sociales, creadas por
el ordenamiento jurídico mismo. Tanto en la celebración del matrimonio como en
su disolución sería el Estado quien respectivamente atribuiría o suprimiría el
legítimo uso de aquellas funciones por parte de los ciudadanos.
En las últimas décadas estamos asistiendo a una progresiva evolución que
consiste en aplicar a las restantes identidades y relaciones familiares los
mismos esquemas jurídicos que — como acabamos de ver — habían sido previamente
atribuidos a la relación conyugal. Ni las identidades ni las relaciones
familiares constituirían «modos de ser» de las personas, sino que serían
definidos y atribuidos por cada ordenamiento jurídico. Si en la cultura jurídica
occidental han acabado imponiéndose los términos «ex-mujer» o «ex-marido», no
parece que falte mucho tiempo para que lleguen a ser frecuentes expresiones
parecidas, aplicándolas a las restantes identidades familiares: «ex-hijos»,
«ex-padres» o «ex-hermanos».
Los canonistas del próximo inicio de milenio están llamados a contribuir de
manera determinante a la cultura jurídica mostrando cómo los sistemas de Derecho
de familia de las naciones contemporáneas se están separando peligrosamente del
sistema de parentesco que les sirve de fundamento. En él, las nociones básicas
están fundadas sobre la naturaleza interpersonal y sexual de las relaciones
familiares. En cambio, aquellos sistemas jurídicos pretenden edificarse hoy
sobre una visión espiritualista del sujeto humano, entendido éste como «una
libertad que se auto-proyecta»[7],
libertad ilimitada en la medida en que la técnica y el progreso científico le
consientan autoproyectarse a su gusto. En estos sistemas occidentales de Derecho
de familia, quien había constituido una familia con el papel de «marido», puede
construirse otra más tarde con las funciones de «mujer», puesto que ha sido
reconocido el derecho al cambio de sexo. La misma preocupante dinámica es
también patente en el ámbito de la filiación, como resulta evidente en las
técnicas de fecundación artificial, en la clonación de embriones, etc.
El elemento característico de todas estas transformaciones es la asunción de una
antropología individualista y, en consecuencia, el abandono del sistema de
parentesco que regía hasta ahora a la sociedad y a la cultura occidentales.
Según esta visión antropológica, las relaciones familiares no serían más que
relaciones contractuales socialmente significativas que no existirían hasta que
no fuesen reconocidas por el Estado. Las relaciones familiares, por tanto,
subsistirían sólo en la medida en que los intereses y los afectos que
justificaron el contrato que hubiera sido causa del negocio jurídico-familiar.
Una vez satisfecha o cumplida la función social, los sujetos podrían liberarse
del vínculo contractual, pidiendo la disolución del mismo a las autoridades del
Estado.
No hay sistema de parentesco que pueda resistir una transformación tan profunda
y un vaciamiento de valores tan radical. Para frenar este proceso de constante
descomposición, es oportuno subrayar la importancia de los estudios
antropológicos. El problema, en la actualidad, estriba en el hecho que los
antropólogos no son juristas: ellos no dicen cómo debería ser un determinado
sistema de parentesco, sino más bien lo describen y lo estudian, tal cual es (o
tal como aparece). Sería muy deseable y recomendable el desarrollo de una
«antropología jurídica de la sexualidad y de la familia« que tuviese como fin el
estudio de los sistemas de parentesco a la luz de la dignidad de la persona. No
se trataría de crear un sistema artificial, hecho en el laboratorio, sino más
bien de analizar la lógica y la dinámica de las identidades y de las relaciones
familiares, en cuanto aspectos ontológicamente ligados a la persona humana (en
cuanto ser en relación). Estaría así a disposición de la cultura jurídica el
fundamento sobre el cual construir los diversos ordenamientos de familia, puesto
que las nociones y conceptos elementales no habrían sido elaborados en modo
«apriorístico« por cada Estado, sino que estarían definidos por la comunidad
científica (con tal que dicha comunidad esté abierta al estudio de la realidad y
no se limite a secundar ciegamente los dictados del Estado).
La antropología jurídica de la sexualidad y de la familia, por lo tanto, debería
servir de fundamento jurídico natural que diese razón de los límites del poder
del Estado, el cual no es artífice de la realidad familiar y debe limitarse a
«reconocerla». Más aún, es su deber que a través de las leyes se refleje, y no
se enturbie, la identidad de la familia y de cada una de las identidades y de
las relaciones familiares. Al mismo tiempo, en el ámbito canónico, la
antropología jurídica debería servir para explicitar las nociones básicas del
ordenamiento canónico de familia. Precisamente porque en él están hoy sólo
implícitamente contenidas, el estudio y la aplicación del derecho matrimonial de
la Iglesia no siempre es coherente con los presupuestos antropológicos
cristianos. La causa cabe encontrarla en el enorme influjo de la cultura
individualista occidental, que — en las actuales circunstancias — no puede no
repercutir sobre quienes se dedican al estudio de la ciencia canónica.
Una vez mostrado cuán necesaria sea una vuelta a una visión unitaria del
matrimonio y de la familia parecida a la que predominó en el período clásico del
Derecho canónico, cuando en Europa estaba vigente un Derecho común, ahora nos
ocuparemos brevemente de dos consecuencias del hecho que matrimonio y familia
posean la misma naturaleza jurídica. En primer lugar, estudiaremos el fundamento
«matrimonial« de la filiación; después efectuaremos la operación inversa y
examinaremos brevemente la naturaleza familiar del vínculo conyugal.
4. El fundamento «matrimonial« de la filiación
Tomando pie del Derecho romano, en el que el paterfamilias era quien concedía la
«filiación» mediante un acto jurídico llamado tolle liberos, el Derecho de la
Iglesia vinculó siempre la realidad filial a la matrimonial. Con el fin de
defender la vida de los recién nacidos consiguió arrancarle al Estado la condena
moral y jurídica del aborto y del abandono de los niños, así como el
reconocimiento del deber de los padres de no hacer nada contra la prole,
dejándola nacer. Esta mayor sensibilidad e inculturación del valor de la vida
humana, repercutió sobre la misma noción de filiación, que de ser una relación
creada por un acto jurídico del paterfamilias pasó a ser considerada como
relación parental con fundamento biológico. Más precisamente, el momento
fundante del vínculo filial ya no era un acto jurídico, sino más bien un «hecho«
biológico. Una tal comprensión de la identidad filial comportaría lógicamente
una ampliación de la extensión de esta relación: todos hemos sido «hijos» por el
simple hecho de haber sido generados. En líneas generales, por lo tanto, puede
decirse que la filiación se habría convertido — en la cultura occidental — en
una relación esencialmente biológica.
En el surco de esa misma tradición, el derecho canónico vinculó la filiación a
la familia natural y, por tanto, al ejercicio de la sexualidad. Al mismo tiempo,
consiguió distinguir con nitidez la filiación legítima de la ilegítima (ya sea
esta espúrea o natural). Sería precisamente el matrimonio lo que convertiría en
legítima una relación filial. Sobre la base biológica, que constituiría el
elemento esencial de la filiación, se añadirían los diversos calificativos con
distintas consecuencias jurídicas: legítimo, ilegítimo, natural, adulterino,
sacrílego, etc.
En el momento histórico en que nos encontramos ahora, y teniendo en cuenta el
uso indiscriminado de las recientes técnicas de intervención en el proceso de
reproducción humana, resulta cada vez más necesario distinguir con claridad que
una cosa es el deber moral y jurídico de dejar nacer y de acoger al embrión que
ha sido concebido y otra muy distinta es la identidad (y la relación) filial. No
todos están en condiciones de poner por obra este acto de atribución: sólo los
esposos, en cuanto son una caro, tienen un poder recibido por Dios para
constituirse en padres y crear en el niño (por ellos generado) la identidad de
hijo. El acto de atribución de la filiación, entonces, presenta una estructura
muy parecida a la de la alianza conyugal, y al mismo tiempo está basada en ella.
En efecto, sólo quien previamente se ha entregado a sí mismo en alianza conyugal
puede ser co-principio (con el otro cónyuge) de la generación de la identidad
filial (que es una realidad interpersonal, no exclusivamente biológica). Por
otra parte, también el instituto de la adopción nos ratifica en esta intuición,
al confirmar la existencia de una verdadera relación familiar, sin que esté
basada sobre el dato biológico.
Esto presupone la atribución de un nuevo y aún más profundo significado del
principio consensual. Con su mutuo consentimiento — que es un acto de amor de
donación personal — los esposos no sólo dan vida a la primera relación familiar
— la conyugal — sino que además se constituyen en co-principio de generación de
las restantes identidades y relaciones familiares. Fuera de este contexto
matrimonial, se podría hablar de «filiación» sólo en modo analógico. Es decir,
así como desde el punto de vista de la persona, la «filiación» es la más básica
de las relaciones familiares, el ordenamiento puede equiparar al analogatum
princeps — el hijo de la pareja casada — otras relaciones que tienen su origen
fuera del matrimonio: la filiación natural, la incestuosa, la adulterina, etc.
Así se protege al «hijo» ilegítimo, sin hacerle pagar el «error» de sus
progenitores. Pero una cosa es proteger al neonato, mediante la técnica de la
equiparación jurídica, y otra bien distinta la identificación del hijo legítimo
nacido como consecuencia de un acto de amor de los cónyuges con el hijo
ilegítimo nacido como efecto de la pasión, del instinto, de la violencia por
quien — y aquí radica lo esencial — no gozaba del poder de transmitir la
identidad filial. El derecho canónico, en efecto, mantiene la distinción entre
los hijos legítimos y los ilegítimos[8].
5. La naturaleza «familiar« del vínculo conyugal
En nuestra opinión, el proceso de degradación y de vaciamiento de los Derechos
de familia occidentales ha resultado muy favorecido por la comprensión del
matrimonio—imperante en Occidente desde la edad moderna — de tipo anti-familiar
y contractualista. El matrimonio entendido como vínculo contractual ha hecho
posible una visión utilitarista del matrimonio, en cuya virtud los esposos se
cambiarían derechos y obligaciones sobre sus respectivos cuerpos. El vínculo
resultante ya no sería considerado como una relación parental, sino más bien
como un vínculo funcional o instrumental. Los cónyuges ya no serían parientes
entre sí. Los primeros parientes serían los hijos, precisamente porque por sus
venas correría la misma sangre de los padres. La familia comenzaría a existir
con el nacimiento del primer hijo. Hasta ese momento, los esposos estarían
unidos en matrimonio pero no constituirían familia, no serían entre sí
parientes.
Para que sea posible una inculturación de la indisolubilidad, tantas veces
recomendada por el magisterio pontificio (cf. FC 20), sería necesario abandonar
los esquemas contractualistas. Si el matrimonio fuese un contrato sinalagmático
no se comprendería el motivo por el que resulta ser indisoluble. La
indisolubilidad aparecería como algo extraño a la supuesta naturaleza
contractual del matrimonio; se convertiría en una cláusula externa, algo
impuesto a los esposos desde el exterior de su relación, o, peor todavía, una
característica propia del sacramento y no ya una propiedad intrínseca del
vínculo. En todo caso, sea como fuere, dicha propiedad presentaría siempre un
aspecto negativo, coercitivo, contrario a la libertad de los contrayentes.
Por el contrario, si se considera el matrimonio con la dimensión propia de las
relaciones familiares, se puede comprender mejor cómo los esposos pueden
constituir un vínculo indisoluble, precisamente porque se trata de una relación
que une a dos personas en atención al carácter indeleble de las identidades
personales y familiares. Lejos de ser incompatible con el matrimonio, la
indisolubilidad aparece hoy como la vía maestra para comprender la naturaleza
del matrimonio. En cierto sentido, el matrimonio es indisoluble en modo análogo
a como lo es la filiación: en ambos casos las personas adquieren una identidad
familiar que les acompaña a lo largo del recorrido de sus vidas, «hasta que la
muerte les separe». Sólo con la muerte, el vínculo de justicia en que consisten
las relaciones familiares se disuelve de modo natural.
Desde un punto de vista escatológico, si consideramos que la relación
matrimonial goza de naturaleza familiar, entonces, al igual que sucede con las
restantes relaciones familiares, con la filial y la fraterna, podemos afirmar
que también está llamada a sobrevivir en la gloria de los Santos. Si sobre el
destino eterno de la relación conyugal se cierne el silencio y el misterio, como
si debiese morir ineluctablemente sobre la tierra, ello parece ser debido a la
rotundidad con que se ha querido subrayar en el pasado que la «muerte separa a
los cónyuges», lo cual sí es absolutamente verdad respecto al vínculo de
justicia, pero no lo es en cambio por lo que se refiere a la conyugalidad en
cuanto relación de familia. Desde esta perspectiva, ¿quién puede negar que
también para los esposos sería realizable el mayor deseo que suelen albergar
todos los parientes en sus corazones, es decir, la aspiración de encontrarse en
el más allá, donde el amor no conoce ocaso. Las relaciones familiares serán allí
profundamente transformadas. Se desvanecerá la dimensión jurídica del matrimonio
y de la familia, porque sólo tiene sentido en esta vida mortal. Sin embargo, en
esta tierra, la dimensión jurídica es esencial — intrínseca y común, hemos
afirmado — a todas las relaciones de familia. Para los parientes en general — y
para los esposos en modo muy especial si se tiene en cuenta el carácter
vocacional de su relación—, la dimensión jurídica es camino de santidad: entre
ellos puede existir comunión de amor solamente en la medida en que sean fieles
al pacto de amor que les ha constituido en una sola carne. En definitiva, aunque
la dimensión jurídica está llamada a desaparecer al término de esta vida
terrena, no debe olvidarse tampoco que para los esposos es fidelidad es vía y
puerta de entrada en la otra, puesto que «al atardecer de la vida seremos
juzgados por el amor»[9].
Prof. Joan Carreras
[1] En este sentido, cf. H. Franceschi, El ius connubii, en “Actas del X Congreso Internacional de Derecho Canónico. El matrimonio y su expresión canónica ante el III Milenio. Pamplona 14-19 septiembre 1998”, pro manuscripto.
[2] Como esta expresión parece haber perdido todo significado en el contexto actual, parece que sea necesario probar otros caminos para defender las mismas ideas y principios: cf. P. J. Viladrich, La familia soberana, en “Ius Ecclesiae”, 7 (1995), pp. 539-50.
[3] Véase por todos U. Navarrete, Diritto canónico e tutela del matrimonio e de la familia, en AA.VV., “Ius in vita et in missione Ecclesiae”, Città del Vaticano 1994, p. 988.
[4] Aunque también hay excepciones de notable valor, nos parece que el Derecho canónico de familia todavía no se ha desarrollado suficientemente. Véanse, por ejemplo, J. I. Arrieta, La posizione giuridica della famiglia nell’Ordinamento canonico, en “Ius Ecclesiae”, 7 (1995), pp. 551-560; S. Berlingò, Iglesia doméstica y Derecho de familia en la Iglesia, en “Actas del X Congreso Internacional de Derecho Canónico. El matrimonio y su expresión canónica ante el III Milenio. Pamplona 14-19 septiembre 1998”, pro manuscripto; P. Bianchi, Il “Diritto di famiglia” della Chiesa, in “Quaderni di Diritto ecclesiale”, 7 (1994), pp. 285-299; U. Navarrete, Derecho canónico e tutela...,.
[5] Juan Pablo II, Carta a las familias, 17.
[6] Un ejemplo elocuente de esto que estamos afirmando se puede encontrar en un documento de trabajo elaborado por el “Comité d’experts sur le Droit de la famille” del Consejo de Europa, titulado “Groupe de travail sur las statut juridique des enfants” (CF-FA-GT2 (98) 5), Annexe III, Rapport sur les principes relatifs a la etablissement et aux consequences juridiques de la filiation”, n. 11: ´Aux fins du présent rapport, el n’a pas été jugé nécessaire de définir las terme de “parents”, puisqu’on considére qu’un enfant n’a qu’une seule mère et un seule père. Les termes de “mère” et de “père” désignet donc ici exclusivement et sauf indication contraire les personnes reconnues comme parents par la loi’.
[7] Cfr. Juan Pablo II, enc. Veritatis splendor, 48.
[8] Hemos desarrollado estas nociones en nuestro libro Las bodas: sexo, fiesta y derecho, Madrid 19982, pp. 177-190.
[9] Cfr. Juan Pablo II, Carta a las familias, 20.