LA VERDAD OS HARÁ LIBRES
(Jn 8,32)
 

INSTRUCCIÓN PASTORAL
de la
Conferencia Episcopal Española
sobre la conciencia cristiana
ante la actual situación moral
de nuestra sociedad
(20-XI-1990)

lll. ALGUNOS ASPECTOS FUNDAMENTALES
DEL COMPORTAMlENTO MORAL CRISTIANO

•Dios, creador y salvador
•El hombre, imagen de Dios
•La verdad
•La libertad y la responsabilidad
•La conciencia moral
•Las normas morales
•La moral de la Alianza
•La novedad del mensaje moral del Evangelio
•La nueva ley de Cristo
•La vida nueva en el Espíritu
•La vocación cristiana
•El pecado
•Carácter escatológico de la moral cristiana
•La moral cristiana y la experiencia cristiana en la Iglesia
•La moral cristiana y otros modelos éticos

III

ALGUNOS ASPECTOS FUNDAMENTALES DEL
COMPORTAMIENTO MORAL CRISTIANO

34. Para ayudar, en alguna medida, a la conciencia moral de los católicos, trataremos ahora algunos puntos que creemos importantes y urgentes para la formación de una recta conciencia ética, sin pretender ofrecer una fundamentación sistemática de la moral cristiana. Esperamos que estas páginas podrán iluminar algunos aspectos de la dimensión moral del hombre y contribuir a que esa dimensión no quede a merced de dictados externos, de exigencias meramente legales o de apreciaciones puramente subjetivas.   Dios, creador y salvador

35. La moral cristiana no comienza planteando al creyente el imperativo categórico de la ley sino apelando a Dios creador y salvador y a su amor por los hombres. Para una visión cristiana, sólo Dios da respuesta cabal a las aspiraciones profundas del hombre. El hombre contemporáneo, como ya hemos dicho, no logrará regenerarse ética y humanamente sin la recuperación de la realidad de Dios y de su significación iluminadora y consumadora de la condición humana.

El hombre, imagen de Dios

36. El hombre ha sido creado a ''imagen de Dios'' (Cfr. Gn 1l26-27). Es esta la clave más profunda de la moral cristiana. Todo hombre es querido y afirmado por Dios de una manera única y personal ''el hombre es la única criatura terrestre a la que Dios ha amado por si misma'' (GS n. 23). De su condición de "imagen de Dios" brota la raíz de su dignidad como hombre y del respeto que se le debe. Hecho a semejanza de su Creador, el hombre vive ante su Señor como un sujeto personal llamado por El para que le conozca y le ame: este es su fin último; el comportamiento moral del hombre ha de orientarse hacia esa meta.

Pero, además, el hombre se asemeja a Dios principalmente porque "el Creador lo hizo según el modelo de su Hijo Jesucristo, que es la verdadera y original imagen de Dios, por quien Dios Padre ha creado todas las cosas... Jesucristo es, efectivamente, el corazón y el centro, el principio y el fin del designio amoroso de Dios sobre el hombre y la creación" (Cat. lll. pág. 120-121 ) y, por lo tanto, el principio originario y Ia norma suprema de toda conducta humana.

Dios mismo ha dado al hombre la misión de representarle en medio del mundo, haciéndole cooperador suyo en la trasmisión y defensa de la vida y en la protección y progreso de la creación y constituyéndole intérprete inteligente de su plan creador (cfr. Gn 1,28-30). Esta condición del hombre implica su respuesta libre a la interpelación que le viene de Dios. Aquí radica que el hombre sea constitutivamente responsable, porque para serlo ha de responder ante Dios de si mismo, de su relación con los otros y con el mundo. La incomparable dignidad del hombre culmina en el hecho de haber sido invitado a ser interlocutor responsable del mismo Dios y, consiguientemente, a entrar en comunión de vida y amor con El y con los demás.

En esto radica, en último término, la inviolabilidad de los derechos humanos fundamentales. No se podría reivindicar suficientemente que estos derechos son inviolables si no estuvieran fundados en la condición humana de ''imagen de Dios", participación de lo absoluto de Dios por parte del hombre. La necesidad y respeto de estos derechos se fundamenta, en último término, en Dios y no en simples convenciones y consensos sociales. En realidad la violación de esos derechos supone siempre despojar al hombre de su derecho a estar y vivir bajo la protección de su Creador.

La vocación del hombre, además, es vivir en comunión con Dios y con los hombres. Por ser ''imagen de Dios", el hombre es portador de una dimensión social que le vincula a sus semejantes; no puede vivir ni desarrollar sus facultades sino en el contexto de las relaciones interpersonales y sociales.

La verdad

37. La realización del hombre, ciertamente, debe apoyarse en convicciones verdaderas pues, por su condición de "imagen de Dios", el hombre está llamado a realizarse en la verdad. Fuera de la verdad, la existencia humana acaba oscureciéndose y casi insensiblemente, se entenebrece en el error y puede llegar á falsearse a si mismo y su vida prefiriendo el mal al bien. Sin la verdad, el hombre se mueve en el vacío, su existencia se convierte en una aventura desorientada y su emplazamiento en el mundo resulta inviable. En la situación cultural contemporánea, es necesario, ante todo, recordar y proclamar estas afirmaciones.

Hay que afirmar particularmente que el hombre, aun en medio de oscuridades, tiene capacidad para penetrar con auténtica certeza la racionalidad que la sabiduría divina ha marcado en el mismo hombre y en el entorno en que éste se mueve. Por su inteligencia, reflejo de la luz de la mente divina, puede descubrir en si mismo y en el "lenguaje de la creación" la voz y manifestación de Dios (GS n. 22 Cfr. ibidem 14 y 15), llegando a formarse juicios de valor universal sobre si mismo, sobre las normas de conducta y su última meta. Gracias a su participación en la verdad de Dios, adquiere el hombre certezas que reclaman de él su adhesión total. Negar que la verdad existe y se hace perceptible para el hombre equivale a sustraer a sus opciones libres toda orientación razonable.

Porque existe la verdad y porque el ser humano está hecho para encontrarla en libertad responsable es posible igualmente asentar la vida personal y colectiva en un conjunto de certezas sobre el ser y el sentido de la vida y actuar del hombre. Al cristiano le es inherente, como a cualquier otro, la condición itinerante. no tiene un plano topográficamente exacto del terreno, pero cuenta con una brújula que orienta su itinerario y le ayuda a elegir en las encrucijadas. Los cristianos con esperanzada certidumbre, caminan en la verdad (cfr. 3 Jn,4) hacia el término de su peregrinación, a la vez que comparten con sus prójimos las inseguridades de la historia y los riesgos y oscuridades del destino común de la humanidad.

La libertad y la responsabilidad

38. "La verdad os hará libres" (Jn 8,32). Esta frase evangélica establece una estrecha relación entre la verdad y la libertad. El hombre es un ser inexorablemente moral por el carácter libre de su persona. Pero estar en la verdad es un requisito imprescindible para que la actuación humana sea verdaderamente libre.

La libertad, ante todo, se fundamenta en la condición del hombre de ser ''imagen de Dios'' (Cfr. GS n. 17). En efecto, Dios libre en su acción creadora, creó al hombre libre, esto es, capaz de decidir por si mismo y dueño, por lo tanto, de sus actos. En esto se diferencia de las demás criaturas terrestres. Su vida no le es dada de una vez para siempre y acabada; su vida es un quehacer, un proyecto que tiene que realizar. Por el ejercicio de su libertad ''el hombre es causa de si mismo" (Tomás de Aquino, Suma Teológica l-ll, prólogo X), pero el ser "causa de si mismo'' le viene de ser creado por Dios y referido a El, de quien es "imagen".

Para hacer realidad su vida, el hombre tiene que elegir, entre varios proyectos, su meta y su camino. En esto estriba una de sus mayores grandezas. Pero también reside ahí el mayor riesgo que el hombre ha de correr pues no se puede decir que el hombre es libre sólo porque puede tomar decisiones por si y ante si: "si bastase que una acción fuese buena, justa y recta por el solo hecho de haber sido decidida libremente por el hombre, habría que alabar y justificar muchos actos de violencia y crímenes que proceden de decisiones libres del hombre" (Cat. lll, pág. 288). El hombre es plenamente libre cuando elige lo que es bueno para si mismo y para los demás, lo justo lo verdadero, lo que agrada a Dios (Cfr. Rom. 12,2; Flp 4,8); pero puede también escoger bienes aparentes o falsos y optar contra si mismo eligiendo el mal, lo que le daña. Pues ''no alcanzan a Dios nuestras ofensas más que en la medida en que obramos contra nuestro propio bien humano'' (Tomás de Aquino, Suma contra los gentiles 3, Cap. 122). La auténtica libertad se ejerce, por tanto, en la fidelidad comprometida por la propia opción en el servicio desinteresado al bien de los demás: "habéis sido llamados a la libertad;...servios por amor los unos a los otros" (Gál 5,13; Cfr. RH n. 21).

En el ejercicio de su libertad, el hombre no puede desligarse de referencias objetivas, compromisos y responsabilidades, de tal manera que su actuación no se puede disociar de los imperativos y exigencias que, para bien suyo, han sido inscritos por Dios en sí mismo ser personal, en la naturaleza de sus actos y en las demás realidades de la creación. La libertad humana es, pues, falible y limitada. La libertad limita, en último término, con aquellas inclinaciones y aspiraciones más profundas de la propia naturaleza humana en las que se puede descubrir la invitación del Creador a actuar tendiendo al bien.

Es necesario, en consecuencia, aquilatar continuamente la libertad para que pueda actuar responsablemente y acertar al tomar sus decisiones: ''la responsabilidad del hombre ante Dios por sus actos le obliga a amar apasionadamente la verdad y buscarla sin tregua; a distinguir entre lo falso, lo aparente, lo que interesa y lo verdadero; a someter sus caprichos, arbitrariedades y tendencias a una disciplina libremente asumida; a contrastar en la realidad y en la acción sus fantasías y deseos; a aprender siempre en el sufrimiento y a vivir siempre en un horizonte de esperanza" (Cat. lll, pág. 288).

La conciencia moral

39. El carácter inexorablemente moral del hombre, exige establecer su auténtica relación con la verdad y la libertad y aun la misma relación entre ambas. Esta relación tiene lugar en el campo de la conciencia moral, es decir, en la facultad, arraigada en el ser del hombre, que le dicta a éste lo que es bueno y malo, le incita a hacer el bien y a evitar el mal y juzga la rectitud o malicia de sus acciones u omisiones después que las ha llevado a cabo.

Desde sus orígenes, los hombres han visto en la conciencia la voz del mismo Dios y en ella, a su vez, la norma que están llamados a seguir. En efecto, ''en lo más profundo de su conciencia advierte el hombre la existencia de una ley que él no se dicta a si mismo, pero a la cual debe obedecer, cuya voz resuena, cuando llega el caso, en los oídos de su corazón... La conciencia es el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el que se siente a solas con Dios, cuya voz resuena en el recinto más intimo de aquélla" (GS n. 16) . Por ser la voz de Dios en el hombre, la conciencia es una instancia inviolable a la que ninguna instancia humana superior puede -oponerse Este principio es fundamental para la ética cristiana, siempre que sea bien entendido. La voz de la conciencia, ciertamente, no puede ser asumida en solitario, sin referencia alguna a instancias objetivas. Necesita confrontarse con las convicciones básicas y comunes en las que convergen las más nobles tradiciones morales de la humanidad. Pero no basta que los dictámenes de la conciencia se remitan a los resultados de la experiencia humana y a las pautas de conducta consagrada por los mejores exponentes de la humanidad moral y religiosa si a la conciencia se le destituye de su último y absoluto fundamento, es decir, de la referencia a Dios, creador y árbitro supremo del actuar humano. Sólo el respeto a estas referencias garantizan la autenticidad de la conciencia del individuo.

En consecuencia, no se puede confundir la conciencia con la subjetividad del hombre erigida en instancia última y en tribunal inapelable de la conducta moral. La conciencia está expuesta a su propio falseamiento: a no reconocer lo que Dios realmente le transmite y a tener por bueno lo que es malo; y puede deformarse, hasta el punto de no emitir apenas juicios de valor sobre el comportamiento del hombre.

Es cierto que, en ocasiones, la conciencia, aún equivocadamente por ignorancia invencible, por condicionamientos psicosociales o por causas patológicas, se impone como instancia ineludible de la conducta humana. En ese caso, la conciencia es inviolable: el hombre tiene obligación de seguirla sin que se le pueda forzar a actuar contra ella ni impedir que obre de acuerdo con ella, a no ser que se viole un derecho fundamental e inalienable de un tercero (Cfr. DH, n. 3). Pero no pueden apelar a su conciencia subjetiva quienes no se preocupan por buscar la verdad y comportarse en su vida responsablemente. En estos casos, por la costumbre de desoir y aun rechazar la voz de Dios en su interior, la conciencia se ciega y debilita incluso hasta encerrarse en el silencio.

La conciencia, por si misma, no es, por tanto, un oráculo infalible. Tiene necesidad de crecer, de ser formada, de ejercitarse en un proceso que avance gradualmente en la búsqueda de la verdad y en la progresiva integración e interiorización de valores y normas morales. A lo largo de este proceso de crecimiento, la conciencia descubre, cada vez con mayor certidumbre, el proyecto de Dios sobre el propio hombre y la realidad de normas de conducta valederas por si mismas que, ahincadas en la naturaleza humana, son ley para el mismo hombre. La conciencia y la norma, entonces, son restituidas a su justa y mutua relación, pues se ve, cuando eso ocurre, que la conciencia está naturalmente religada a la creación de Dios y, a través de ella, a Dios creador. En efecto, todos los hombres llevan escrito en su corazón el contenido de la ley cuando la conciencia aporta su testimonio con sus juicios contrapuestos que condenan o dan su aprobación (Cfr. Rom 2,15).

La fidelidad a la conciencia, rectamente formada, es el punto de partida y el lugar de encuentro donde los católicos y sus conciudadanos pueden ahondar en la verdad y resolver con acierto los numerosos problemas morales que afectan hoy día a los individuos y a la colectividad. Los católicos pueden contribuir eficazmente a la ordenación moral de la sociedad, gracias a su convencimiento de que "los grandes valores éticos que constituyen nuestro patrimonio histórico, aun estando enraizados en el corazón de la humanidad, han sido clarificados y fortalecidos por la fe cristiana" (CVP, n. 70).

Las normas morales

40. Nos hemos referido más arriba al frecuente rechazo de toda normativa ética que hoy detectamos en nuestra sociedad. Sin duda, esa actitud es comprensible, en algunos casos, como reacción espontánea a una presentación del mensaje moral de la Iglesia, hecha desde una visión demasiado legalista. En tiempos todavía próximos a los nuestros, la ley de Dios pudo ser interpretada por algunos como algo escrito en tablas de piedra, amenazador para el hombre y exterior a él. La Ley de Dios se nos muestra, por el contrario, en la Biblia como una realidad viva, metida por Dios en el pecho de los hombres e inscrita en sus corazones (Cfr. Rom. 2,15) .

Dios creador, que puso en el interior del hombre la inclinación al bien y el rechazo al mal, desde el principio, dio a la conciencia humana su ley, "cuyo cumplimiento consiste en el amor a Dios y al prójimo" (GS, n. 16). El hombre despliega su propia historia "sobre la base de la naturaleza que ha recibido de Dios y con el cumplimiento libre de los fines a los que lo orientan y lo llevan las inclinaciones de esta naturaleza y de la gracia divina" (LC, n. 30). Consecuentemente, la realidad creada constituye para el hombre una fuente e instancia de moralidad: en ella puede el hombre leer el mensaje cifrado de su ser y su actuar.

Esta regulación originaria de su naturaleza, por el hecho de que revela el designio de Dios creador, no limita ni cohibe las virtualidades creadoras y libres del hombre sino que más bien las posibilita. El orden moral, inscrito en él, no es, en modo alguno, algo mortificante para el hombre; responde, al contrario, a sus aspiraciones más hondas y está al servicio de la plenitud de su persona y de su felicidad. Nada más aberrante ni destructivo que disociar la persona humana de la complejidad y riqueza de sus inclinaciones y fuerzas naturales. Los ensayos y manipulaciones, tan ambiguos, que el hombre contemporáneo ha comenzado a hacer con su cuerpo no son sino una muestra de adonde conduce la quiebra de su unidad psico-orgánica y espiritual. El hombre, al contrario, recupera su grandeza cuando advierte en si mismo y en toda la realidad creada una racionalidad que no es creación o invención suya sino la huella e imagen viviente de la sabiduría de que Dios ha usado al crear todas las cosas.

La experiencia acumulada en la historia de la humanidad pone de manifiesto los esfuerzos de muchos hombres que, atentos a la voz de Dios, latente en los dictados de su conciencia y al mensaje moral de la creación, han llegado a descubrir y establecer normas y leyes para proteger y desarrollar la vida, defender la dignidad humana y crear lazos de justicia y de paz entre los hombres (Cfr. Cat. lll, pág. 291). Estas normas y leyes, en las que Dios sembró, desde siempre, semillas de verdad y de bien, han alcanzado su cumplimiento en la revelación histórica de Dios y, de modo particular, en Jesucristo. La revelación histórica de la Ley de Dios fue necesaria, además, para que todos los hombres pudiesen conocer de un modo cierto, fácil, sin error e íntegramente la voluntad divina que tuvo que proteger su creación y, en particular, al hombre y su alianza con Dios de caer en el caos a causa del pecado (Cfr. DS 3004-3005; DV, n.6). Pero esta revelación definitiva, al curar y llenar de sentido y de vida los empeños éticos de la humanidad, no entró en este campo como en una realidad extraña (Cfr. CVP, n. 46) .

La moral de la Alianza

41. En la revelación histórica de Dios, el Decálogo del pueblo israelita (Cfr. Ex. 20,1-17; Dt 5,6-22) es la manifestación ejemplar y universalmente válida de las fuentes de moralidad latentes en el ser del hombre creado a "imagen de Dios''. Las orientaciones, instrucción y mandatos del Decálogo no se proponen como normas legales meramente imperativas sino como la respuesta agradecida de Israel a la admirable intervención de Dios que ha liberado a su pueblo de la opresión y la servidumbre: ''Yo, el Señor, soy tu Dios que te he sacado de Egipto, de la esclavitud: no habrá para ti otros dioses" (Ex 20,2).

El cumplimiento de los preceptos de Dios presupone la adhesión de fe dada al Dios que salva; de ese indicativo emana, como una actitud lógica, la aceptación de los imperativos éticos exigidos por la Alianza de Dios con los hombres. Quienes han sido liberados por Dios se comprometen a seguir unas pautas de conducta que son siempre liberadoras para el hombre, al que comunican vida, plenitud y felicidad. El cumplimiento de los mandamientos de Dios implica, además, participar en la acción liberadora de Dios que quiere que todos los hombres puedan ver reconocidos sus derechos y vivir en libertad.

La ley de Dios es luz para la vida de todo hombre, una lámpara en el sendero de su vida (Cfr. Sal 119, 105). ''Las palabras del Decálogo continúan válidas también para nosotros: los preceptos de la Ley son origen de libertad para todos los hombres, quiso Dios que encontraran (en Cristo) mayor plenitud y universalidad, concediendo con largueza y sin limites que todos los hombres pudieran conocerle a El como Padre, pudieran amarle y seguirle con facilidad a aquel que es su Palabra" (S. Ireneo, Adv.haer, 4, 16, 5) .

La novedad del mensaje moral del Evangelio

42. Jesús, el Hijo de Dios, en efecto, no vino a abolir la ley de la Alianza Antigua sino a perfeccionarla y consumarla (Cfr. Mt. 5,17). El mensaje moral del Evangelio supone, sin duda, para la conducta del hombre una novedad radical que le proviene de la novedad decisiva y única del acontecimiento de Cristo. En éste, el orden moral encuentra nuevas motivaciones y una irrepetible y definitiva finalidad.

La moral cristiana afecta al hombre en la integridad de sus dimensiones y, en consecuencia, se mantiene vigente en toda ella una continuidad real que va, desde las normas morales inscritas en el corazón del hombre hasta los imperativos del comportamiento humano alumbrados por Cristo que culmina en el amor a Dios y al prójimo.

Estas exigencias e imperativos no quiebran, en modo alguno, la trama coherente y homogénea de la ética cristiana sino que confirman su carácter unitario y lo llevan a su perfección. Pues Cristo, al manifestarse en la historia, sacó a la luz el sentido originario y más profundo de la creación: "El es el modelo y fin de todas las cosas... y el universo tiene en El su consistencia" (Col 1,17). Por ser su principio y su fundamento último, Jesucristo es eI más autorizado intérprete de la entera realidad creada.

El objetivo de la Alianza de Dios con los hombres en Jesucristo es llevar al hombre y al cosmos a la nueva creación. Pero la nueva creación asume la creación que está bajo el mandato o el Creador. No hay, pues, un Dios legislador de la primera creación y de la Alianza Antigua a través de sus mandamientos y otro Dios distinto de aquel que sería el Dios de la salvación v del amor

La nueva ley de Cristo

43. Jesucristo reafirmó lo más substancioso de la Antigua Alianza (Cfr. Mt 5,17); reclamó del hombre que cumpliese la intención más profunda de los mandamientos de Dios; radicalizó la ley entera concentrándola en el amor a Dios y en el amor al prójimo, incluso al enemigo: no hay mandamiento mayor que éstos (Cfr. Mc 12,28-31); y ¡a interiorizó en el hombre, enviándole su Espíritu para capacitarlo y disponerlo a cumplir con libertad la voluntad del Padre y a actualizar con su vida las propias actitudes de Jesús ante Dios y los hombres.

La Ley nueva de Cristo se traduce, en última instancia, en el seguimiento de una persona, la de Jesucristo; consiste en aceptar que El mismo es el Evangelio, la buena noticia de salvación comunicada y otorgada por Dios a los hombres y exige tratar de identificar la propia conducta con la suya: "vivir como El vivió" (1 Jn 2,6). Esta vivencia del Evangelio es imposible sin la fuerza del Espíritu Santo que es, verdaderamente, la ley interior de la Nueva Alianza, aquella ley que Dios mete en el pecho de sus hijos y escribe en sus corazones para renovarlos y colmarlos de vida.

Sólo quien se ha abierto al Evangelio y ha descubierto que él es la perla y el tesoro incomparable, puede ''venderlo todo", seguir a Jesús y tratar de ser como El (Cfr. Mt 13,44-46). Aqui, ''el deber" aparece como fruto del gozoso y agradecido reconocimiento de los dones recibidos de Dios. Los mandamientos, sin diluirse sus exigencias, se desbordan ahora hacia las propuestas de las bienaventuranzas de cuya dicha disfrutan ya en esta tierra quienes han acogido incondicionalmente el Reino de Dios presente en la persona de Jesús (Cfr. Mt 5,2-11; Lc 6,20-23). El mensaje de las bienaventuranzas no puede entenderse como un código impersonal para los seguidores del que las predicó. Son, ante todo, el retrato que sus primeros discípulos nos dejaron de Jesús y de la vida que El encarnó y vivió históricamente, y que aquellos primeros vieron con sus propios ojos y palparon con sus manos (Cfr. 1 Jn 1 ,1). El destino que El arrastró y consumó felizmente es programa moral para sus seguidores. Estos no se preguntan si los postulados y exigencias, encerrados en las bienaventuranzas, son o no posibles, en su utópica extrañeza; la pregunta sobra porque son, más que posibles, reales, realizadas y realizables. Aparece aquí algo superior a un puro ordenamiento moral basado en la rectitud y la justicia. Esto es lo que permite a San Pablo hablar del gozo de la existencia agraciada y exhortar reiteradamente a la alegría (Cfr. Flp 3,1; 4,4; 1 Ts 5,16; 2Cor 13,11).

La vida nueva en el Espíritu

44. La vida cristiana es nueva creación; no sólo producto de la propia voluntad o esfuerzo sino resultado, sobre todo, de la acción de Dios en Cristo por la fuerza recreadora de su Espíritu. La resurrección de Jesús ha introducido en el corazón de la historia una nueva forma de existencia con sus motivaciones y finalidades propias que está más allá de las posibilidades humanas y de los condicionamientos de raza, cultura y condición: ''revestios del hombre nuevo, creado según Dios en la justicia y santidad de la verdad" (Ef. 4,24).

La moral cristiana muestra, del todo, su autenticidad cuando el Espíritu es derramado sobre el creyente y dispone su interior para acoger la realidad ofrecida, le hace amarla y descubrir en ella su propia plenitud. El Espíritu no violenta, persuade e ilumina interiormente; no humilla, eleva; no hipoteca, capacita. La vocación cristiana se descubre entonces como vocación a la libertad: ''hermanos, habéis sido llamados a la libertad" (Gál. 5,13). El hombre que, por el Espíritu, se encuentra con Dios, el Padre de Nuestro Señor Jesucristo, es libre para estar en el mundo sin dejarse amedrentar por su facticidad y sin temor ante su propia finitud. Porque se siente sólidamente relegado a ese fundamento último, se siente a la vez desligado, libre, ante todo lo penúltimo, esto es, ante las realidades de este mundo, particularmente aquellas que corrompen al hombre: la ambición de poder, las riquezas y el bienestar egoísta; porque se sabe dependiente de Dios y sólo de Él, se sabe independiente de cualquier otra instancia o poder terrenos. El cristiano, sobre todo, encuentra la libertad verdadera por el don sin reservas de si mismo a Dios y al prójimo: "donde está el Espíritu del Señor, allí está la libertad" (2 Cor 3,17).

La vocación cristiana

45. La vida cristiana, por consiguiente, siendo como es nueva creación, no es primariamente una opción que el hombre toma por propia iniciativa, entre las múltiples posibilidades que la existencia le ofrece. Es más bien respuesta libre a la libre oferta de un don gratuito que interioriza cada vez más la respuesta agradecida del hombre a los dones de su creación y de su vida. El discipulado no tiene su origen en el discípulo, sino en el maestro. No son los discípulos de Jesús quienes lo eligen, sino Jesús quien los llama. El Evangelio de Cristo será siempre anterior a los discípulos de Cristo. De ahí que el concepto de vocación es central en la moral cristiana: "os exhorto yo, preso en el Señor, a que viváis de una manera digna de la vocación con que habéis sido llamados" (Ef. 4,1). De ahí también que, en la moral paulina, los indicativos de la acción de Dios en Cristo por su Espíritu: ''habéis sido santificados, recreados, lavados, resucitados...'', susciten los imperativos: "sed santos, vivid según la nueva creación, resucitad a una vida nueva...".

Existe la vocación cristiana como existe "la verdad de Jesús'' (Ef. 4,21), la verdad de Dios y la verdad del ser. El hombre se encuentra con ellas y se entrega a ellas. La vocación cristiana tiene, pues, una realidad V consistencia anterior a toda decisión humana; el hombre no la crea, pero tiene que hacerla real, asumiéndola en cada tiempo hasta lograr su total realización. Para lograr esta realización el hombre habrá de ser ayudado constantemente, a lo largo de toda su vida, por la gracia de Dios.

El pecado

46. A la luz de la vida, muerte y resurrección de Jesucristo, la moral cristiana descubre la dolorosa realidad del pecado y de la cruz. El cristianismo parte de la situación humana tal cual es; por eso toma absolutamente en serio el pecado como ejercicio de una libertad que se revuelve contra su origen y se absolutiza frente a Dios, rechazando la oferta de amistad y alianza con El. Ese pecado afecta al hombre, a la realidad mundana y a la historia, creando una dinámica propia en la entraña del acontecer humano y del mundo .

La vida del cristiano habrá de tener en cuenta necesariamente el combate frente al pecado, la tentación y las consecuencias del pecado. Apoyado en la victoria de la cruz de Cristo, el cristiano luchará contra el poder del mal definitivamente derrotado desde la resurrección de Jesús, pero todavía destructor en su derrota hasta que todo sea sometido bajo el Señor.

La cruz de Cristo es consecuencia del pecado del mundo y de la justicia misericordiosa de Dios; el Señor la vivió en actitud oblativa de obediencia solidaria, transformando así la lógica de la violencia en la del perdón, canjeando la potencia del resentimiento vengativo por el poder atractivo del amor. La resurrección, por su parte pone en evidencia que ese amor es, en su aparente desvalimiento más fuerte que la muerte y que ''donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia'' (Rom 5,20).

El creyente, además, aprende ahí a redimir su vida y su muerte de la tentación egoísta para vivirlas en entrega amorosa y confiada a Dios y a su prójimo. Una ética altruista es difícilmente sostenible, de manera general y permanente, sin la fe en el Dios de Jesucristo que es Amor. En cambio, una ética del servicio incondicional a los hermanos es la forma normal de realización moral cristiana. Porque Alguien ha muerto por nosotros y de esa muerte ha brotado nueva vida, nosotros podemos vivir y morir con nuestros hermanos y por ellos.

Carácter escatológico de la moral cristiana

47. Los cristianos, y no sólo ellos, han de vivir su vocación conscientes de que no vivirán en este mundo para siempre. La realidad inexorable de la muerte sella nuestra existencia terrena con la marca de lo provisional y lo que está de paso. Nuestra verdadera ciudadanía nos espera en la gloria del mundo futuro (Cfr. Flp. 3, 20) .

No podemos desentendernos de que nuestra vida es limitada y no vuelve atrás; ni podemos olvidarnos de que, al final, todos y cada uno seremos juzgados por Cristo conforme a nuestras obras (Cfr. 2 Cor 5,10). Aquel día, acabado el tiempo de la peregrinación, tiempo favorable de salvación y gracia y, a la vez, tiempo de prueba, aparecerá a la luz de Cristo, sin ambigüedades ni máscaras, lo que cada hombre es. Las acciones, buenas o malas, de cada uno, confrontadas con Jesucristo mismo, norma y criterio del vivir humano, se manifestarán en su verdadero sentido y valor. "Un juicio de gracia aguarda a quienes se confiaron en el Señor y vivieron de su amor... Sin embargo, para quienes rechazaren al Señor hasta el final, el juicio será de condenación (Cfr. Jn 5,29)" (Cat lll, pág. 204). Pero sólo a Cristo corresponderá juzgar quién, por su obstinada impiedad, le rechazó definitivamente. Mientras caminamos hacia la meta última, nadie puede desesperar de la misericordia y paciencia infinitas de Dios que odia el pecado y no deja de amar y ofrecer su favor al pecador.

Las promesas escatológicas de Dios y las realidades del hombre y del mundo nos llaman a vivir con seriedad la vida, a tomar ante el futuro decisiones responsables y a redimir con buenas obras el tiempo que aun se nos da (Cfr. Ef. 5,16). Porque ''lo que ahora quede sin hacer, sin hacer queda; lo que ahora falte a nuestro amor, para siempre le faltará. La realidad de la muerte exige que nos decidamos en cada momento. A la luz de la muerte, el creyente descubre el sentido de la vida'' (Cat lll, pág. 205).

Se debe reconocer, sin embargo, que últimamente se ha debilitado la conciencia cristiana de las realidades últimas; incluso la predicación y la catequesis no han dirigido toda la atención necesaria a estas realidades. Este debilitamiento vacía la conducta cristiana y la despoja de sus motivaciones más radicales. El don supremo de si mismo al hombre por parte de Dios, pleno y definitivo, en la vida eterna, es lo que da su justo valor a la vida presente, jerarquiza todos los bienes de la tierra y evita que alguno de estos bienes pase a ocupar el lugar de Dios, como realidad última y bien supremo .

La moral cristiana y la experiencia cristiana en la Iglesia

48. Por último, seria iluso pretender vivir la vocación cristiana y conformar la propia vida al seguimiento fuera de la Iglesia. Esta es, ciertamente, el espacio donde cada hombre concreto puede vivir su vocación revelada en Cristo y hacer vida esa misma vocación. Todo lo que hemos dicho aquí acerca de la moral cristiana tiene su lugar propio dentro de la comunidad de fe y sobre la base de un fuerte sentido de pertenencia eclesial. Por ello, se ha de poner en el centro de la conciencia moral cristiana la experiencia de la vida en la Iglesia, es decir, cuando atañe a la profesión de fe, a las realidades sacramentales y a la comunión.

Los sacramentos son, de modo particular, un dato determinante para la existencia moral cristiana pues, a través de ellos, la vitalidad y fuerza del Señor resucitado confiere la gracia del Espíritu que transforma realmente al hombre en un hombre nuevo.

Los sacramentos, la palabra del Magisterio, el testimonio y ejemplo de una conducta verdaderamente cristiana y los modelos de los santos, llevan las exigencias morales más allá de lo que constituyen los imperativos de una ética general. La mediación sacramental e institucional de la Iglesia es, por esto, el suelo nutricio en el que puede germinar y crecer el ethos cristiano.

Quizás el drama de la ética de la modernidad tiene como uno de sus ingredientes decisivos, la creencia de que valores que, históricamente, nacieron de la experiencia cristiana, como son la libertad, la solidaridad y la igualdad, y que casi llegaron a formar parte de la conciencia del hombre europeo, podrían sobrevivir, por si mismos y como algo evidente, arrancados del humus en el que aquella autoconciencia se había desarrollado. En un primer momento, pudieron efectivamente sobrevivir por inercia; más tarde sólo como retórica, para acabar, al final, disolviéndose fácil e insensiblemente. El humus necesario para que aquellos valores hubieran podido mantener su vigencia es la experiencia de Cristo vivida en la Iglesia. Porque, sin la Iglesia, incluso Jesucristo está expuesto a quedar reducido, al fin y a la postre, a un discurso formal o a convertirse en un ejemplo de conducta del que, una vez extraída "una doctrina moral", resulta fácil prescindir, al tiempo que se abandona también el intento de vivir una vida conforme a la suya y la esperanza que El suscita. La historia reciente ha demostrado que justamente ese modo de proceder no funciona.

La moral cristiana y otros modelos éticos

49. Todo intento de relacionar la moral cristiana con las morales vigentes presupone la propia identificación. La búsqueda del diálogo en este terreno es incompatible con el regateo o la transacción innegociable: no cabe aquí un consenso obtenido a costa de rebajar las exigencias morales cristianas.

Afirmar, como lo hace la Iglesia, la verdad irrenunciable de los valores y normas fundamentales de su ética puede parecer una pretensión excesiva que no deja lugar a otras ofertas morales. Esta impresión tiene su origen, a veces, en una inadecuada presentación de la verdad revelada por Dios. Debe quedar siempre claro que la propuesta moral que hace la Iglesia no pretende, de ningún modo, violentar la libertad humana. otra cosa muy diferente es que la Iglesia urja la necesidad de que la autoridad proteja por la ley los derechos fundamentales del hombre.

La Iglesia propone, pues, su moral como una alternativa a la que los hombres habrán de acceder en libertad. Esta oferta no concurre competitiva ni antinómicamente con los sistemas morales surgidos de la razón rectamente orientada del hombre ni coarta los proyectos éticos propuestos por personas o grupos sociales. Al contrario, por ser Dios quien funda la razón y la libertad humana, la proclamación por la Iglesia de su moral integra en ella cuanto de bueno y verdadero hay en los hallazgos y creaciones de los hombres. El designio creador y salvador de Dios, en efecto, no cancela la justa autonomia sino, más bien, la propicia y confirma (Cfr. GS, n.41).

Esto no significa que el diálogo del mensaje moral cristiano con otros modelos éticos deba pretender el establecimiento de unos "mínimos" comunes a todos ellos a costa de la renuncia a aspectos éticos fundamentales e irrenunciables. Por parte de los católicos, seria, además, un error de graves consecuencias recortar, so capa de pluralismo o tolerancia, la moral cristiana diluyéndola en el marco de una hipotética ''ética civil", basada en valores y normas "consensuados" por ser los dominantes en un determinado momento histórico. La sola aceptación de unos "mínimos" morales equivaldría, sin remedio, a entronizar la razón moral vigente, precaria y provisional, en criterio de verdad. Pero la moral del Evangelio no puede renunciar a su original novedad, escándalo para unos y locura para otros (Cfr. 1 Cor 1,23). Corresponde, por el contrario, a toda la Iglesia aportar la luz del Evangelio a las tareas cívicas y políticas y cooperar para que la conciencia y normas éticas vigentes en una sociedad se depuren, se aseguren y se enriquezcan en la dirección del humanismo cristiano. Pues, en efecto, como señala el Concilio Vaticano ll, "no hay ley humana que pueda garantizar la dignidad personal y la libertad del hombre con la seguridad que comunica el Evangelio de Cristo confiado a la Iglesia ' (GS, n.41 ) .

La ética cristiana contribuye a impregnar a la sociedad de sus propios valores en una doble dirección: hacia dentro, acrisolando y afirmando en su identidad a la comunidad de los creyentes; y hacia afuera, ofreciendo con lealtad a la sociedad su doctrina, cumplimiento pleno de las aspiraciones morales del hombre y realización de sus más profundas posibilidades: ésta es la oferta más original y valiosa que los católicos podemos hacer a nuestros contemporáneos. Por último, y mirando todavía a la sociedad, toda la Iglesia tiene aún otro cometido respecto a la moral que profesa: ha de estar atenta a aquellas metas hacia donde la conciencia ética de la humanidad va avanzando en madurez, cotejar esos logros con su propio programa, dejarse enriquecer por sus estímulos y reinterpretar, en fidelidad al Evangelio, actitudes e instituciones a las que hasta ahora tal vez no había prestado la debida atención. Actuando de esta manera, la Iglesia vigorizará continuamente la fuerza de su propio mensaje promoviendo, a la vez, su credibilidad y significación para el hombre.