TEOLOGÍA FUNDAMENTAL
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SUMARIO: I. Historia: 1. De los orígenes a la reforma; 2. De la reforma a nuestro tiempo. II La constitución de la teología fundamental: 1. La formación de la apologética; 2. De la apologética a la teología fundamental; 3. La dialéctica entre la apologética y la fundamental. III. La teología fundamental hoy: 1. La crítica bíblica: un nuevo concepto de revelación y religión; 2. Secularidad: la especificidad creyente y las tareas humanas. IV. La realización de la teología fundamental: 1. Los diversos acentos y estilos; 2. La convicción de la fe;,3. La comunicación de la fe.


Toda disciplina es hoy, como Aristóteles decía de la metafísica, «ciencia que se busca». Pero la teología fundamental lo es con intensidad muy especial. La razón principal es que se mueve, por íntima constitución, en dos frentes diversos y cambiantes a su vez: la fe, que tiene que vivir en la historia, y la cultura, ante la cual debe asegurar su validez y cuidar su significatividad. Encima, a causa del cambio cultural introducido por la modernidad, estas dos últimas notas —validez y significatividad— han adquirido tal urgencia y afectan de tal modo a todas las verdades de la fe que hoy se admite casi unánimemente algo que hace años dijera K. Rahner: en realidad, es la entera teología la que tiene que hacerse, de algún modo, fundamental.

Esto supone, sin duda, un fuerte desafío, como lo muestra la crisis de fe que afecta a una gran parte de nuestra cultura. Pero constituye también una oportunidad, en cuanto que obliga a volver a las raíces, a los manantiales vivos de la experiencia religiosa. De hecho, la intensificación actual de la tensión permite ver con más claridad la estructura permanente. Una religión que desde el principio se interpreta como universal, es decir, con valor para todos, en cualquier parte y para siempre («Id, pues, y haced discípulos míos en todos los pueblos» [Mt 28,191), necesita desplegar las razones en que apoya su pretensión. Cosa que, además, es exigida por su carácter de oferta libre, pues sería indigno, no sólo del hombre, sino de Dios mismo, postular una aceptación ciega o una adhesión forzada (desgraciadamente la historia muestra que se trata de una tentación real).

Dada la profundidad de las cuestiones en juego, hay que contar con una relación compleja, con esa circularidad dialéctica que afecta a todo lo profundamente humano: la experiencia viva de la fe necesita y busca las razones que la fundamenten, profundicen y aclaren —intellige ut credas, «entiende para creen» (san Anselmo)–, a la vez que las razones encuentran su verificación y realización plena en la fe que las suscita y alimenta —crede ut intelligas, «cree para entender» (san Agustín)—. El carácter fronterizo de la teología fundamental, en permanente tensión e intercambio entre fe y razón, religión y cultura, filosofía y teología, tiene aquí su fundamento. Lo cual explica tanto su dificultad y sus oscilaciones como su interés y su viveza1.


I. Historia

1. DE LOS ORÍGENES A LA REFORMA. Como era de esperar, la conciencia de esta necesidad está presente desde el comienzo, ayudada, sin duda, por la posición marginal en que nació el cristianismo: sin poder coactivo y en un medio más bien hostil, le quedaba sólo la fuerza de la convicción.

a) Por eso aparece ya en la Escritura. San Pablo lo refleja muy bien en un texto famoso: «Nosotros anunciamos a Cristo crucificado, escándalo para los judíos y locura para los paganos» (1Cor 1,23). Ahí se perfilan ya los dos frentes donde habrá de moverse siempre la teología fundamental: como oferta religiosa concreta, el cristianismo ha de entrar en diálogo con las otras religiones, en confrontación clara y respetuosa a la vez de coincidencias y discrepancias; como oferta humana, la fe tiene que contar con los interrogantes, dificultades y aun alternativas de la razón, tratando de mostrarle que, a pesar de todo, coincide con lo mejor de ella misma.

Otro texto clásico se expresa de manera directa: «[Estad] dispuestos siempre a contestar a todo el que os pida razón de vuestra esperanza; pero hacedlo con dulzura y con respeto» (1Pe 2,15-16). Si se tiene en cuenta que «dar razón» (logon didonai) era una expresión cargada de significado, incluso como modo de referirse a la función filosófica2, se comprende que aquí se insista con vigor en el indispensable papel del esfuerzo reflexivo de la razón. Al mismo tiempo la referencia a la «esperanza» y la recomendación de «dulzura y respeto» perfilan bien el estilo vital y el clima religioso.

Por lo demás, contra ciertos tópicos antiintelectualistas, conviene notar que, junto a la insistencia práctica y vivencial, en el Nuevo Testamento hay una preocupación constante por esta función intelectual. Al comienzo de su evangelio, Lucas le dice a Teófilo que escribe «para que conozcas el fundamento de las enseñanzas que has recibido» (Lc 1,4); y al final del suyo, Juan aclara que los signos seleccionados «han sido escritos para que creáis que Jesús es el mesías» (Jn 20,31). Y cabe hacer, sobre todo en san Pablo, una pequeña antología de textos en los que emerge una viva preocupación tanto apologética («capaces de deshacer las acusaciones y toda altanería que se levante contra el conocimiento de Dios, de someter todo entendimiento a la voluntad de Cristo» [lCor 10,4-5]) como más positivamente misionera («lo que veneráis sin conocerlo, eso es lo que yo os vengo a anunciar» [He 17,23]).

b) En los Padres, por su encuadramiento en la cultura griega, la preocupación se hace ya sistemática, hasta el punto de que un grupo muy importante de ellos es conocido como el de los apologistas. Y resulta significativo que, también en este comienzo, se perfilen ya dos actitudes que serán perennes en la historia, como aspectos constitutivos y complementarios en la fundamentación de la fe. 1) Hay una tendencia conciliadora, que tiende a ver la continuidad entre la fe y la cultura, buscando ante todo el enganche positivo de la intención de la primera con lo mejor de la segunda. Así, Justino y, en general, la escuela de Alejandría, que ven «semillas del Verbo» (los famosos logoi spermatikoi) en todo logro positivo; hasta el punto de que Clemente llega a considerar la filosofía como el «antiguo testamento» de los griegos (Stromata 1, 5, 28). 2) A su lado está la tendencia excluyente, que, como en Taciano y Tertuliano, acentúa la oposición, pues piensa que «nada hay en común entre Atenas y Jerusalén»3. En general, los grandes autores —piénsese en Ireneo, Orígenes, Agustín— lograron un equilibrio admirable, que sigue siendo ejemplar (cf FR 36-42).

c) El establecimiento de la cristiandad, al unificar la cultura y situar a la Iglesia en una posición de poder, disminuye la preocupación apologética (tendiendo incluso, ya en algunos Padres, a sustituirla por la intolerancia). En la Edad media la presencia del Islam y del Judaísmo hacen que, sin ser central, se haga presente una búsqueda de discusión y diálogo: Raimundo de Peñafort, Ramón Llull, Raimundo Martí y santo Tomás con su Suma contra los gentiles (nótese el título) son los representantes principales. Por otro lado, la asunción de la filosofía de Aristóteles como instrumento de la elaboración teológica acentúa de modo nuevo algo que en adelante cobrará enorme relevancia: la distinción fe-razón como dos ámbitos cognoscitivos de origen distinto y cada vez más separados (cf FR 43-48).

d) Con el Renacimiento se inicia un nuevo clima. La reviviscencia de la Antigüedad clásica, con el mejor conocimiento de sus religiones (y aun con cierta fascinación por ellas), por un lado, y los descubrimientos geográficos, con la entrada de numerosas culturas y religiones hasta entonces ni siquiera sospechadas, por otro, ampliaron el horizonte. La conciencia religiosa se humaniza, haciéndose más universal con la acentuación de la experiencia y una mayor atención al mundo y a la cultura.

Comienza el nacimiento del concepto genérico de religión, en el sentido de que el cristianismo empezó a perder su invisibilidad (como religión ambiental, que ni siquiera se advierte), para ser visto en su especificidad de caso particular junto a otras religiones. La cristiana es todavía la religión por antonomasia, pero las otras empiezan también a ser reconocidas en su valor intrínseco, pues, en definitiva, todas coinciden (o coincidirán) en Dios: Nicolás de Cusa y Tomás Moro, cada uno a su manera, son buenos ejemplos de esta nueva actitud.

2. DE LA REFORMA A NUESTRO TIEMPO. a) En ese clima la Reforma protestante supuso un auténtico terremoto. Al romperse la unidad confesional, fue preciso resituar los motivos para la aceptación de la fe. Ante la división de la oferta, ahora dividida en dos confesiones (la oriental contaba poco), la opción propia tenía que verificar su validez. Lutero acentúa la necesidad del contacto con la experiencia fundante: esa es la revolución —entonces acaso no percibida todavía en todo su alcance— de su insistencia en la sola fe y la sola Escritura. Frente a él la insistencia católica en la autoridad y la tradición enfatizaba el otro polo: el de la historicidad de la fe, es decir, la necesidad de que esté viva en las instituciones y se transforme en la historia.

b) El nacimiento de la teología positiva (la que se ocupa de los datos históricos de los que parte y en los que se apoya la fe). Fue un fruto importante. Más lo fue todavía la teología de controversia, que en muchos aspectos causó estragos (sobre todo, contribuyendo a las guerras de religión), pero que también tuvo, en el fondo, el efecto positivo de fecundar entre sí las posturas. Porque, dado que fe e institución, Escritura y tradición son constitutivos esenciales de la vivencia cristiana, que se pueden acentuar pero no absolutizar negando al otro, la división confesional no podía ser impermeable: el catolicismo acabó siendo profundamente fecundado por «el principio protestante» (Tillich), a la par que el protestantismo lo fue por el «principio católico». Hoy no resulta posible comprender ni la teología ni la vida eclesial de ninguno de los dos campos sin tener en cuenta su íntimo contacto con las del otro.

c) Más decisivo fue todavía el influjo de la Ilustración, un cambio epocal que transformó todos los parámetros. En él cabe distinguir dos pasos fundamentales, íntimamente enlazados. El primero afectó al cristianismo en cuanto religión positiva, es decir, revelada y con un origen histórico. El descubrimiento de las otras religiones, en su enorme variedad y a veces en su enorme elevación, por un lado, y, por otro, el escándalo terrible de las guerras de religión que asolaron Europa, cuestionó la asunción obvia de que el cristianismo fuese la única religión verdadera (que en la mentalidad de entonces implicaba que era la única revelada por Dios). Junto a esto, la crítica bíblica mostró con evidencia cada vez más irrefutable el carácter de elaboración humana de la Biblia: unos libros que se presentaban con todas las marcas del tiempo —repeticiones, correcciones mutuas, inexactitudes históricas, paralelos e incluso copias con las religiones del entorno...— no podían seguir siendo vistos como dictados a la letra por Dios.

Mientras el pensamiento teológico más genuino trataba de asimilar y repensar la nueva situación —¡algo todavía en marcha!—, el deísmo, sobre todo en Inglaterra, elaboraba el concepto de religión natural: revelación y razón (entendiendo por tal la razón ilustrada) son lo mismo; el cristianismo, igual que las demás religiones, es una simple variación cultural o folclórica de la única religión presente en la razón humana. Títulos como La razonabilidad del cristianismo (J. Locke, 1695), El cristianismo sin misterio (J. Toland, 1696) y El cristianismo tan antiguo como la creación (M. Tindal, 1730) muestran bien la nueva actitud.

El segundo paso resultó más radical: para una parte importante de la cultura el cuestionamiento de la religión desembocó en el ateísmo. Progresivamente los distintos niveles de la vida y actividad humanas —científico, social, psicológico, moral— se interpretaban sin Dios, y se creó la impresión de que la fe carecía sencillamente de lugar. Desde distintos ángulos, comenzó algo nuevo en la historia de la humanidad: el ataque expreso y sistemático a la fe en Dios, que se juzgaba como alienación, es decir, como contraria al progreso y a la realización humana (cf FR 45-48).

El proceso está todavía en marcha, pero a partir de finales del siglo XIX la interacción cultural, el mayor realismo de las posturas y la reacción de las Iglesias crean un panorama a la vez más complejo y más propicio a la discusión y diálogo clarificadores. Tal es el marco donde hay que encuadrar la situación actual4.


II. La constitución de la teología fundamental

1. LA FORMACIÓN DE LA APOLOGÉTICA. Los tres pasos analizados en el apartado anterior muestran con toda claridad la lógica que ha presidido la formación de la apologética moderna, que, sin perder ni la continuidad ni los enlaces indudables con la antigua, la convirtieron en una nueva disciplina. Siguiendo ahora el orden inverso al de la aparición cronológica, se comprende bien que la defensa de la fe se organizase en tres pasos: 1) Frente a la negación atea, se elaboró la demonstratio religiosa, que buscaba demostrar la existencia de Dios y la legitimidad de la religión (elaborando al detalle las distintas pruebas de la existencia de Dios y subrayando el carácter obligatorio de la religión). 2) Frente a la nivelación racional del deísmo, se elaboró la demonstratio christiana, con el fin de demostrar la realidad histórica de la revelación cristiana (existencia real de Cristo, verdad de su pretensión y su mensaje como legado divino, apoyándose sobre todo en las profecías, los milagros y la resurrección). 3) Frente a la pretensión protestante, se elaboró la demonstratio catholica, para demostrar no sólo que Cristo fundó una Iglesia, sino que la fundó con unas notas tales que únicamente se dan en la católica; esta, al estar dotada de infalibilidad, garantiza la verdad de todo lo que en ella se enseña.

La estructura misma de la disciplina y el clima en que se gestó aclaran bien sus características. Ante todo, su carácter decididamente polémico, como nacida para la defensa y el ataque; carácter reforzado por la situación general de una Iglesia, que se vivía a la defensiva, incluso con una cierta «conciencia de gueto» (B. Welte).

De hecho, resultó una construcción típicamente neoescolástica, con sus cualidades y sus defectos. La cualidad principal es la robustez de su estructura teórica, que procede por pasos estrictamente sistemáticos, sólidamente argumentados, con enorme acopio de erudición tradicional. El defecto principal está en que se situó fuera del tiempo y aun contra él: es como una gran fortaleza anacrónica. M. Blondel lo había expresado muy bien en su famosa Carta: «Una vez que se ha entrado y si se aceptan sus principios, se está personalmente a buen recaudo; y desde el centro de este torreón uno se encuentra armado para rechazar los asaltos y triunfar de las objeciones de detalle. Pero es necesario entrar»5.

Y ese era el problema. Porque esta apologética clásica se montaba sobre el rechazo de los dos vectores fundamentales que la nueva situación había hecho irreversibles: la lectura crítica de la Biblia y la transformación moderna de la filosofía. El resultado fue que la fe se presentaba con un triple carácter que la hacía difícilmente asimilable: 1) intelectualista, porque tendía a reducir la revelación y la vivencia religiosa a una lista de verdades distintas a las alcanzables por la razón; 2) extrinsecista, pues la aceptación de esas verdades no se basaba en el valor interno de lo propuesto, sino en la garantía externa de la autoridad infalible que las proponía; 3) autoritaria, pues de ese modo la verdad de lo revelado quedaba sustraída, en principio, a cualquier tipo de verificación interna: hay que creer porque la Iglesia dice que Dios (a través de la Biblia) lo ha dicho.

El Vaticano I reforzó estas notas al conferirles carácter oficial y solemne, y la reforma neoescolástica las hizo presentes y dominantes en toda la enseñanza institucional. Sólo núcleos aislados, como la Escuela de Tubinga en Alemania y el card. Newman en Inglaterra, ofrecían alternativas más abiertas, pero quedaron sepultadas en restauración general.

2. DE LA APOLOGÉTICA A LA TEOLOGÍA FUNDAMENTAL. Está claro que tal situación no era estable: para los espíritus más inquietos resultaba imposible permanecer en una tal dis-sintonía con el tiempo, y además estaba el aguijón permanente de la teología protestante, siempre más abierta y dinámica. Con el cambio de siglo, el modernismo (influido por el protestantismo liberal) supuso un intento revolucionario de tomar en serio tanto los resultados de la crítica bíblica como la historicidad de las verdades dogmáticas. Los excesos de algunos representantes, como Loisy (otros, como Buonaiuti o Tyrrell, simplemente fueron incomprendidos), y la drástica condenación del magisterio (decreto Lamentabili y encíclica Pascendi, de 1907; juramento antimodernista, 1910), cortaron de raíz el movimiento, pero dejando sin resolver los problemas. Volvió la neoescolástica.

Sin embargo, ya no era posible la pura continuidad. Desde el principio, pensadores como Blondel en Francia y Amor Ruibal en España6, vieron con lucidez el problema y buscaron una renovación más cerca de la ruptura filosófica inaugurada por Kant. Lo que se llamó el kantismo francés y, con él, la apologética de la inmanencia, sin gran influjo ambiental entonces, mantuvieron viva la inquietud filosófica, que, por su parte, alimentó J. Maréchal con el tomismo trascendental. A su vez, la renovación patrística primero, y la escriturística después, fueron acogiendo los resultados de la crítica histórica, sobre todo bíblica. Ayudaron igualmente a la renovación el movimiento litúrgico y catequético.

Después de la II Guerra mundial, la Nouvelle Théologie intentó, de alguna manera, sintetizar todos estos aportes, buscando una comprensión de la fe que, manteniendo sus afirmaciones fundamentales, las tradujese en los conceptos de la nueva filosofía y la nueva cultura. De nuevo el movimiento fue cortado por la encíclica Humani generis (1950). Pero, por fortuna, el ambiente había cambiado decisivamente: el trabajo de renovación continuó, y su fruto maduro sería el Vaticano II.

Cambiado el clima, cambió el estilo de la disciplina, que ha abandonado incluso el nombre antiguo, para denominarse teología fundamental. El Concilio no usa ni una sola vez la palabra; pero, igual que había hecho el Vaticano 1 con la apologética, el Vaticano II eleva a rango oficial el nuevo estilo. Lo hace sobre todo en dos grandes constituciones: la Dei Verbum, que asume abiertamente el nuevo estatuto de la crítica bíblica e indica la necesidad de elaborar la teología a partir de sus resultados, y la Gaudium et spes, que hace del diálogo con el mundo y la cultura elemento constitutivo de la comprensión de la fe y la praxis cristianas. En ese marco se desarrolla hoy la disciplina.

3. LA DIALÉCTICA ENTRE LA APOLOGÉTICA Y LA FUNDAMENTAL. El paso era necesario. La actitud polémica siempre estrecha la visión. El hombre es el único animal que no se agota en la lucha por la vida: le es constitutivo «comprender» (Heidegger) y permanecer siempre abierto a la positividad de nuevos horizontes. Lo prioritario para la persona creyente es mostrarse a sí misma que la fe la ayuda a comprender su existencia, a darle sentido y encaminarla a la mayor plenitud posible. De ahí que la palabra fundamentación resulte clave en la nueva actitud: examinar, criticar y asegurar los cimientos en que se apoya la creencia.

Para que esto sea efectivo, ha de hacerse en el momento actual, lo que significa que debe contar con la propia historia. De ahí que ante todo deba ponerse al día: el famoso aggiornamento de Juan XXIII no era moda ni mera metáfora, sino estricta necesidad de recuperar siglos de retraso a causa de la analizada resistencia al cambio. Muchos de los fenómenos y conflictos con que tropiezan los actuales intentos por actualizar la comprensión creyente, se explican por la urgencia y cantidad de este trabajo acumulado (por no hecho a su debido tiempo).

Está claro que eso obliga a recuperar lo omitido, abriéndose a las llamadas y desafíos del nuevo panorama. Y eso no es posible sin escuchar de verdad a la cultura: es en ella donde con toda claridad, y a veces con toda crudeza, se le plantean las verdaderas dificultades; como es asimismo donde pueden abrírsele posibilidades insospechadas. Lo cual significa que la superación de la apologética no puede equivaler a un simple abandono, sino más bien a una Aufhebung, es decir, a una supresión de su unilateralidad, pero conservando lo positivo.

El espíritu polémico, que quiere tener razón a toda costa y contra el otro, debe desaparecer; pero no así la atención al otro, realizada en el diálogo claro y honesto, que no se contenta con una cortesía superficial o un irenismo fácil, sino que escucha de verdad las dificultades. Sólo exponiéndose a ellas es posible evitar que el autoanálisis de la fe se convierta o en autocomplacencia, que sólo ve lo positivo, o en mala fe, que no quiere ver las dificultades. J. Lacroix afirmó con razón: «Toda concepción de Dios no purificada por la crítica atea, degenera en idolatría». Y basta pensar qué sería del catolicismo sin el protestantismo (y viceversa) o del cristianismo sin el marxismo. Sólo escuchando las necesidades de los demás puede ser auténtica nuestra fe; sólo en una justa dialéctica con una responsabilidad apologética puede la fundamental poner al descubierto los motivos auténticos de la fe en el mundo actual.

Algo tanto más urgente cuanto que la pérdida de la evidencia socio-cultural de la fe ha puesto de relieve un fenómeno de siempre, pero que ha cobrado mucha fuerza en la actualidad: que la increencia ya no es sin más externa al mismo creyente, sino que le afecta profundamente (J. B. Metz). El creyente comprende que, respondiendo al otro, se responde también a sí mismo, y que sólo escuchándole con atención encontrará el camino para afrontar la más insidiosa dificultad con que la cultura moderna confronta la religión: la de ser una mera proyección de nuestros miedos o de nuestros deseos.

Pero la complementariedad actúa también en sentido positivo: la cultura enriquece a la religión. Ya por principio: para una religión que, como la bíblica, parte de la idea de una creación por amor, todo lo que sea avance en cualquier dimensión, significa avance y colaboración con la obra creadora divina. Pero además la enorme diferenciación de las funciones humanas ha hecho que sólo la especialización permita hoy un progreso efectivo: la religión, que ha suplido muchas funciones a lo largo de la historia, tiene que concentrarse ahora en su función específica. Sólo respecto de ella puede mantenerse con Pablo VI que la Iglesia es maestra en humanidad. Respecto de las demás funciones, la modernidad ha mostrado que ese magisterio ha pasado a los distintos sectores de la cultura profana, y las Iglesias han de aceptarlo, si quieren que las culturas respeten y acojan el suyo. Sólo cabe hoy evangelizar la cultura dejándose a su vez evangelizar por ella7.


III. La teología fundamental
hoy

Lo dicho hace ver que la tarea de la teología fundamental resulta hoy muy compleja y que no puede considerarse verdaderamente clarificada ni en su estatuto ni en sus funciones (si es que alguna vez podrá estarlo de verdad). Por eso será importante intentar descubrir algunas líneas de fondo, atendiendo a dos frentes fundamentales: uno más interno, a partir de la crítica bíblica, y otro más externo, provocado por la secularización.

1. LA CRÍTICA BÍBLICA: UN NUEVO CONCEPTO DE REVELACIÓN Y RELIGIÓN. a) La caída del concepto de revelación como dictado divino, poniendo al descubierto el carácter constitutivo del trabajo humano en la misma —palabra de Dios, pero siempre en y a través de palabras humanas—, supuso una enorme crisis, pero también una gran oportunidad. Representa, por lo mismo, una tarea decisiva y todavía en gran parte por hacer.

De todos modos, el Vaticano II ha validado ya lo fundamental. La palabra revelada no es ajena al trabajo de la subjetividad humana, pues Dios obra en y por los hagiógrafos, que son «verdaderos autores» (DV 11). Lo cual elimina todo fundamentalismo, pues implica que todo lo que se dice en la Escritura —sentido, vivido y expresado por hombres y mujeres como nosotros— tiene que resultarnos de algún modo accesible (igual que a ellos): «El intérprete indagará lo que el autor sagrado dice e intenta decir, según su tiempo y cultura, por medio de los géneros literarios propios de su época... Hay que tener en cuenta el modo de pensar, de expresarse, de narrar que se usaba en tiempo del escritor, y también las expresiones que entonces más se empleaban en la conversación ordinaria» (DV 12). Las consecuencias son decisivas.

Ante todo, se abre una vía regia para superar las tres notas de intelectualismo, extrinsecismo y autoritarismo que lastraban la concepción tradicional de la revelación. Ahora pasa a primer plano el contenido de lo revelado: es él el que, considerado en sí mismo, convence o no convence; es toda la persona la que, al confrontarse con la interpretación que ahí se le da del sentido último de su vida desde la relación con Dios, se reconoce y la acepta, convirtiéndose; o no se reconoce, y sigue sin creer. De ese modo se ha conseguido algo irrenun' ciable para la sensibilidad moderna: lo revelado no viola la justa autonomía humana, puesto que no se impone simplemente «porque alguien dice que Dios se lo ha dicho», sino que se ofrece como algo verificable en su verdad (naturalmente, de acuerdo con sus características peculiares: tampoco se verifica igual la fidelidad de un amigo que su peso en la balanza). A este propósito, el Concilio mismo inicia incidentalmente una aplicación de largo alcance (incluso catequético), al afirmar, nada menos que a propósito de algo tan oscuro como el pecado original: «Lo que la revelación divina nos dice coincide con la experiencia» (GS 13).

b) Otra consecuencia decisiva es que ahora la revelación no queda ya reducida a la Biblia (algo acaso concebible en un mundo que se pensaba tenía unos 6.000 años y que abarcaba el pequeño espacio de la ecuméne, pero que hoy resulta monstruoso sólo de pensarlo: Dios dejaría sin su amor y cuidado de padre a la inmensa mayoría de la humanidad, para privilegiar a un puñado de elegidos, que irremediablemente serían los favoritos). Con cierta timidez, el Concilio reconoce: «La Iglesia católica nada rechaza de lo que en estas religiones hay de verdadero y santo» (NA 2); y por eso recomienda: «Introdúzcase también a los alumnos en el conocimiento de las otras religiones más extendidas en cada región, a fin de que conozcan mejor lo que, por divina disposición, tienen de bueno y verdadero, aprendan a refutar sus errores y sean capaces de transmitir la plena luz de la verdad a los que carecen de ella» (OT 16)8.

Las consecuencias son también aquí enormes. Así como la teología de controversia entre protestantes y católicos ha quedado obsoleta, siendo sustituida por un diálogo ecuménico, que parte del reconocimiento de lo común cristiano, considerando secundarias las diferencias, algo semejante está sucediendo en el mundo religioso general. La nueva concepción de la revelación rompe —algo cuya trascendencia todavía no ha medido de verdad la reflexión teológica— un presupuesto fundamental: al tratar de mostrar que Dios se ha revelado, no se puede seguir sobrentendiendo que eso sólo ha sucedido en la Biblia, pues comprendemos por fin que todas las religiones son reveladas, cada una en el grado alcanzado en su historia.

En consecuencia, la demonstratio christiana no es ahora un grado aparte de la demonstratio religiosa (que estaría reducida a un conocimiento puramente natural o racional de Dios), sino una modalidad dentro de ella. Partiendo de que todas son reveladas y en esa misma medida verdaderas, para nosotros se trata de ver y mostrar que en el cristianismo la revelación divina, al culminar en Cristo, se ha configurado de una manera que en conjunto (no en todos sus detalles, que es imposible en la limitación histórica) resulta más integral y en sus claves fundamentales —Dios que es amor y perdón y que sólo quiere amor hacia él y entre nosotros— resulta insuperable históricamente.

Esto es lo que hace hoy tan real, fecundo y urgente el diálogo de las religiones, que no debe ser jamás un como si, pues todos podemos aprender de todos —de hecho, lo estamos haciendo más de lo que aparece a simple vista—, y sabemos que el referente decisivo es el único Dios común a todos: lo descubierto en nuestra religión pertenece con idéntico derecho a las demás («gratis lo habéis recibido, dadlo gratis» [Mt 10,81), y debemos aprovechar lo descubierto por las demás para completar nuestro acercamiento al Deus semper maior (cf «el que no está en contra de nosotros está a nuestro favor» [Mc 9,401). De ahí que el fin del diálogo no se conciba hoy como un volver a una religión, sino como un movimiento hacia adelante, enriqueciendo y purificando la propia con la ayuda de las demás: se produce así una convergencia real hacia la plenitud de Dios, en la que cada religión se situará conforme a la justeza y amplitud de su acercamiento. (Sobre la falsilla de la inculturación, he introducido aquí el término inreligionación)9. Sólo al final, cuando «Dios sea todo en todas las cosas» (1Cor 15,28), habrá unidad plena y transparente. Mientras tanto, la rivalidad es soberbia, y únicamente tiene sentido la comunicación fraternal.

c) Incluso el ateísmo pide ahora una consideración de distinto estilo. «Del anatema al diálogo» (Garaudy): el encuentro frontal de los comienzos deja lugar a discusión de motivos y a confrontación de experiencias. El cristianismo en su entraña más genuina –como religión de creación y encarnación– implica una afirmación radical de lo humano; puede, por tanto, encontrarse con la intuición más honda de los ateísmos, que niegan a Dios no en sí mismo, sino como negación del hombre (Feuerbach). Refiriéndose justamente a esto, el Vaticano II ha tenido el coraje de reconocer que «en esta génesis del ateísmo pueden tener parte no pequeña los propios creyentes» (GS 19). Pero, por eso mismo, tiene también derecho a esperar que el ateísmo reconozca que, bien vivida, la fe genuina implica lo contrario de una alienación, pues «la espera de una tierra nueva no debe amortiguar, sino más bien avivar, la preocupación de perfeccionar esta tierra» (GS 39).

De hecho, cuando de algún modo el diálogo se ha establecido, el fruto ha sido evidente: los creyentes han tenido ocasión de recuperar aspectos importantes de sus raíces más originarias –preocupación por los pobres, tolerancia, libertad de conciencia gracias a la «profecía externa» de la cultura (Schillebeeckx); y esta ha recibido impulsos, que, recordándole su «profundidad infinita» (Hegel), la ayudan a no sucumbir a la racionalidad instrumental ni resignarse a la «muerte del hombre». Pero con esto entramos ya en el otro frente.

2. SECULARIDAD: LA ESPECIFICIDAD CREYENTE Y LAS TAREAS HUMANAS. El cambio introducido por la modernidad fue de tal calibre que lo ha trastornado todo, introduciendo un nuevo paradigma global. Su característica definitoria es la secularización de la cultura, que, sin entrar en mayores distinciones, cabe definir como la progresiva emancipación de los distintos ámbitos de la realidad. Estos muestran ahora su autonomía, es decir, su estar regidos por leyes propias, que deben ser estudiadas y aprovechadas por sí mismas, con independencia de la tutela religiosa. Empezó, por el ámbito científico, tanto en la ciencia histórica (con la crítica bíblica) como en la natural (paradigma, el caso Galileo), para continuar por el socio-político (piénsese en la Revolución francesa, con sus antecedentes y consecuencias) y el psicológico (sobre todo a partir de la revolución freudiana), y, envolviéndolo todo, nació un nuevo estilo filosófico y cultural, que en modo alguno se siente ya criado de la teología.

De entrada, dada la profunda inculturación del cristianismo en el mundo que acababa, su destino parecía solidario con él: acabado aquel mundo, acababa la religión. Resultó inevitable una doble y polar reacción: 1) Para muchos –y en número creciente– asumir la nueva autonomía significaba ir organizando la vida sin Dios; ese era el significado profundo de la respuesta de Laplace a Napoleón, cuando le preguntaba por el puesto de Dios en su cosmogonía: «Sire, yo no necesito esa hipótesis». 2) Otros, asustados por lo que parecía el fin de la religión, se opusieron a los nuevos avances: si la Escritura decía en el libro de Josué que el sol se movía en torno a la tierra, no podía ser verdadera la nueva astronomía, como no podría serlo después, de acuerdo con el Génesis, la teoría evolucionista y, en general, había que desconfiar de todo progreso científico y de toda innovación socio-política (el Syllabus, 1864, fue en este sentido una confesión solemne).

Se comprende que, si la fe quería ser actual o, lo que es lo mismo, si el cristiano quería seguir siendo creyente y moderno, resultaba indispensable una mediación. Esa fue la gran tarea que la Modernidad abrió a la teología, y sigue siendo la tarea con que esta se encuentra hoy, pues, en realidad –teniendo en cuenta la longitud de onda histórica de este proceso–, ha pasado todavía poco tiempo (la posmodernidad es a esta escala un mero episodio, aunque importante). Rota por la crisis la evidencia de la anterior inculturación, era preciso distinguir la experiencia cristiana profunda de la interpretación que hasta entonces había alcanzado. Es decir, la verdad evangélica, que con todo derecho se había expresado en los moldes de la cultura premoderna, debía –y debe ahora–, con el mismo derecho, expresarse en los moldes de la moderna.

Esto implica un trabajo que en modo alguno puede resultar fácil, y no es extraño que la hermenéutica –justamente el arte de la interpretación– haya adquirido un papel tan central. La apuesta decisiva de la teología, y más precisamente de la teología fundamental, está en mostrar que la nueva autonomía de la realidad no tiene por qué implicar la negación de Dios –el ateísmo–, pero sí que obliga al teísmo a situar a Dios de una manera distinta en su relación con la realidad mundana. Galileo todavía no podía ver esto con claridad, pero tuvo ya la genial intuición respecto de la revelación bíblica: «la Biblia no dice cómo va el cielo, sino cómo se va al cielo». No niega, pues, que la Biblia siga siendo palabra de Dios; pero eso sucede ahora en una comprensión nueva: Dios sigue tan presente como antes, pero de modo muy distinto. De hecho, mostrar eso ha sido el gran trabajo de la crítica bíblica posterior.

Y, bien mirado, acaso esta crítica constituya el ejemplo más paradigmático de toda la tarea de la teología fundamental, con sus dificultades, sus falsas soluciones y sus verdaderos logros. En efecto, es cierto que la crítica bíblica, radicalizada, ha significado para muchos la negación de que la Biblia sea revelación; pero el mero rechazo, que se empeña en repetir que lo es como un dictado literal, constituye una falsa solución, que, contra lo que pudiera parecer, carga de razón a la postura atea. Por fortuna, la oposición a los avances de la exégesis ha sido un evidente fracaso y, gracias al coraje de los que han luchado por cambiar los moldes conceptuales para interpretar la revelación, nadie se ve obligado a dejar la fe porque, después de Galileo, piense que el sol gira en torno a la tierra, aunque la letra de la Biblia diga lo contrario. El verdadero camino está en mantener la fe en Dios y, al mismo tiempo, tomar en serio la nueva autonomía del mundo.

La credibilidad de la fe, en su nivel de hondo destino cultural, más allá de lo simplemente anecdótico, se juega aquí: en encontrar la manera justa de situar a Dios en los distintos frentes de la cultura humana. Algo que, por un lado, resulta muy difícil y que todavía exigirá tiempo y esfuerzos; pero que, por otro, está en marcha imparable, pues expresa el dinamismo vivo de la fe.

Se nota ya en la misma sensibilidad ambiental, que, en su nivel más normal, ha captado muy bien el mensaje de que Dios no podía seguir siendo el tapagujeros que interfiere en los dinamismos naturales y que, en su nivel más reflexivo, ha comprendido la justeza de la crítica heideggeriana a la ontoteología, que convierte a Dios en un ente —todo lo grande que se quiera—entre los demás entes. Y a esta luz no es difícil comprender que la marcha de la teología en los últimos tiemposconsiste exactamente en resituar la presencia divina en los grandes frentes abiertos por el avance cultural. 1) En el científico se ha avanzado en la clarificación teórica de la distinción de niveles, de modo que, de ordinario, se respetan los campos (aunque en la práctica quedan demasiados restos todavía no asimilados: hay quien sigue haciendo rogativas por la lluvia y, en general, no se toma en serio el revisar la oración de petición que, por sí misma, suele implicar —so pena de ser insincera o incongruente— la búsqueda de un intervencionismo divino, ya no compatible hoy con una justa visión del mundo)10. 2) En el frente de la praxis político-social lo más genuino de las distintas teologías políticas y de la liberación consiste en resituar a Dios en la sociedad, de modo que ni justifique el orden establecido (como en la situación de cristiandad) ni quede relegado a la sacristía. 3) En el frente psicológico, con sus muy importantes repercusiones en la moral y la espiritualidad, está teniendo lugar un claro avance (el caso Drewermann es, en el fondo, un índice de lo decisivo y complejo de una tarea en marcha, como lo fueron y son, en su terreno, los problemas de la teología de la liberación). 4) El mismo frente de la moral, en la medida en que el reconocimiento de su autonomía se va haciendo general, está planteando problemas similares y abriendo perspectivas igualmente prometedoras.


IV. La realización de la teología fundamental

El cristianismo no es una gnosis o una simple empresa teórica, sino un modo de ver y de vivir que abraza la entera existencia humana; modo que en los últimos tiempos se halla en profundo trance de retraducción global. Por eso, hasta aquí la exposición ha prescindido adrede de entrar en excesivas precisiones y divisiones formales a propósito del estatuto de la teología fundamental. Resulta obvio que no caben soluciones parciales, sino que se impone la integración de todas las instancias en una tarea que desborda a cada una y que ni entre todas resulta plenamente realizable. Más que hablar de modelos independientes, hay que pensar en acentuaciones, según la situación histórica, la circunstancia ambiental e incluso el talante personal. Realizar cada acentuación en apertura al conjunto y hacer llegar el resultado a los destinatarios para hacer más comprensible, creíble y vivible la fe, son las dos grandes tareas de la teología fundamental.

1. LOS DIVERSOS ACENTOS Y ESTILOS. El recorrido histórico, al indicar los frentes de trabajo, ha dejado claro ya que ni en cada momento ni en cada circunstancia aparecen todos con igual urgencia: por otra parte, dada su diversidad, no pueden ser abordados con idénticos métodos. Las diversas maneras de hacer teología fundamental nacen de ahí. No podía ni debía ser de otra manera: todas son necesarias para afrontar la plural y compleja riqueza de la realidad. Lo que cumple es evitar el exclusivismo que se acantona en la propia perspectiva y descalifica a las demás: creer que un nuevo estilo sustituye o anula sin más a los anteriores indicaría estrechez de miras y poca lucidez histórica. Hay que pensar, más bien, que, realizada con espíritu abierto, cada nueva perspectiva corrige la unilateralidad de la situación, y que todas se potencian y completan entre sí.

Las clasificaciones varían de unos autores a otros y ninguna puede considerarse exhaustiva. Aquí, justamente con vistas a una visión integradora, parece preferible tomar como criterio las principales dimensiones que afectan a la credibilidad del cristianismo. Y, desde luego, conviene tener en cuenta que no existen delimitaciones netas, sino que se dan por fuerza superposiciones y anastomosis.

a) Un frente ineludible, hoy como ayer, sigue siéndolo la hermenéutica objetiva, que trata de comprender lo dicho en la Biblia y en la tradición viva, a fin de hacerlo significativo y fecundo para el presente (en términos de Gadamer: saberse implicados en su Wirkungsgeschichte, es decir, percatarse de que estamos ya incluidos en la órbita de su influjo, pero, al mismo tiempo, elaborar críticamente la distancia temporal que nos separa de ellos, para que pueda realizarse su fusión de horizontes entre el primero y el actual). Eso implica utilizar todos los medios —hoy muy sutiles y diversificados— de la exégesis y la crítica histórica, para sacar a la luz todo el mundo de significados y posibilidades que allí se nos abren (Ricoeur), para apropiárnoslos creativamente, transformando y enriqueciendo nuestra existencia.

b) A valorar la fuerza de convicción de ese mundo así descubierto se dirige la obra enorme de H. U. von Balthasar. Según él, cuando se logra captar y exponer la figura de la revelación, esta aparece como irradiación de la gloria divina, que convence por su misma belleza. La grandeza de esta propuesta está en su indiscutible valor como verdad última y de fondo: en definitiva, si alguien abraza la revelación, es porque lo que en ella se propone le resulta convincente. El límite radica en la falta de suficiente elaboración de las condiciones que hacen perceptible esa figura: la creciente distancia que el autor fue tomando respecto de la exégesis crítica, unida a su igualmente creciente visión negativa de la cultura secular, dificultan para muchos la eficacia de su propuesta.

c) Estas dos acentuaciones hacen ver la necesidad de una acentuación del otro polo: elaborar con cuidado los modos de la radicación subjetiva de lo que en la revelación se nos ofrece. La apologética integral o de la inmanencia fue, como hemos visto, una gran llamada en este sentido (antes habría que pensar también en Newman y la Escuela de Tubinga). Aquí se encuadra Karl Rahner con su método trascendental: unido al influjo de la teología evangélica, sobre todo con R. Bultmann, supuso una gran aportación que fecundó el entero campo de la teología, permitiendo el diálogo con una cultura muy celosa de la justa autonomía de la subjetividad humana.

d) En íntima conexión con esto cabe señalar un cuarto acento: el que atiende sobre todo a la interconexión histórica del proceso revelador, sobre todo tal como se ha esforzado en exponerla W. Pannenberg. Este se esfuerza no sólo en ver la revelación bíblica en su propio contexto de tradición, sino también en ponerla en diálogo con las demás religiones (acaso no acentuando siempre bastante el valor revelador de las mismas).

e) En los últimos tiempos ha cobrado enorme importancia el acento histórico-crítico. Ciertos representantes han podido dar a veces cierta impresión de exclusivismo por la energía de sus críticas a las posiciones anteriores. Tales críticas son importantes tomadas como necesaria corrección, tanto contra una excesiva teorización de la fe como –y es el peligro en que más han insistido– contra su privatización. Su insistencia está justamente en la acentuación del carácter social de la fe, en su doble aspecto de crítica de las deformaciones ideológicas que aquejan a la historia real del cristianismo y de elaboración positiva de la eficacia transformadora y liberadora de la experiencia evangélica.

f) La teología política de J. B. Metz (muy en relación con la teología de la esperanza de J. Moltmann) y las diversas teologías de la liberación, con fuerte repercusión y concretizaciones en las distintas teologías de signo liberador (tercer mundo, negritud, feminismo...), han hecho y siguen haciendo una aportación decisiva para la credibilidad de la fe en un mundo que se encuentra en honda transformación y aquejado de muy duras y crueles injusticias.

2. LA CONVICCIÓN DE LA FE. Incluso un enunciado tan esquemático de los distintos acentos y dimensiones permite ver lo complejo de la tarea que se propone la teología fundamental. Esta consiste, como queda dicho, nada menos que en una retraducción de la entera comprensión y vivencia de la fe, desde el específico punto de vista de mostrar su credibilidad hoy. Ahora se entiende mejor que no pueda ser realizada ni por un individuo ni desde una perspectiva única. En realidad, sólo es de alguna manera realizable en la interacción de las diversas teologías y, aún mejor, de la comunidad creyente, como un todo. Hay, sin embargo, algunas características transversales, es decir, que, aun respetando los distintos estilos, deberán estar presentes en cada uno. Vale la pena indicar dos, que resultan hoy de especial relevancia: una que atiende más bien al costado objetivo y otra al subjetivo.

a) La primera es que debe contarse con una lógica compleja, pues no existen razones aisladas ni razonamientos lineales que puedan llevar a conclusiones irrefutables. Se trata más bien de un entramado de razones, cada una de las cuales aporta una luz parcial, tratando de integrarse en la coherencia del conjunto. Sólo pueden comprenderse mediante un acceso abierto e íntegramente humano, lejos de toda veleidad positivista. Es decir, resultan asequibles únicamente a una razón ampliada, capaz de abrirse no sólo a las «razones del corazón» (Pascal) y a las solicitaciones de la imaginación (como ya comprendiera el Romanticismo), sino también a las exigencias de la praxis (ineludibles después de Marx), a las ofertas de la historia (ya desde el Idealismo) y, en general, a las diversas dimensiones abiertas por las ciencias humanas11.

El card. Newman, tan sensible a la apertura espiritual y al matiz objetivo, explicó muy bien que únicamente así resulta posible construir una «gramática del asentimiento». Y señaló todavía una segunda condición: que, si bien no cabe esperar un constructo sistemático, reducible a la lógica formal –lógica de papel la llamaba él–, tampoco puede tratarse de una mera acumulación. Es necesario que se produzca una convergencia de probabilidades, es decir, que las diversas razones sólo lograrán producir aquella certeza que cada una es incapaz de generar por sí misma, si todas apuntan de algún modo en idéntica dirección. Es lo que hace el detective, cuando partiendo de muchos indicios deduce al culpable; o el médico, cuando diagnostica a partir de los síntomas; o incluso el meteorólogo, que predice el tiempo fijándose en ciertas condiciones atmosféricas. La lógica actual, con variaciones diversas, refiriéndose sobre todo al «conocimiento personal» (M. Polanyi) apunta en esta dirección: así, por ejemplo, cuando habla de cumulative case (Basil Mitchell, Gary Guthing), de kumulative Begründung (H. J. Pottmeyer) o incluso de abducción o retroducción (Ch. Pierce)12.

b) Pero todo esto no satisfaría una condición fundamental de la subjetividad moderna –su celo por la autonomía y por el carácter antiautoritario de la verdad–, si la revelación apareciese como algo externo y ajeno al sujeto. Apariencia, por otra parte, enormemente extendida, tanto por su carácter trascendente y misterioso (en el imaginario colectivo la revelación baja del cielo), como por el excesivo dualismo con que se presenta de ordinario lo sobrenatural. Afortunadamente esto no tiene por qué ser así, pues, como veíamos, la crítica bíblica, que puso en crisis la fe, abrió también el camino hacia la posible salida. La revelación no cae del cielo, sino que se elabora dentro de la subjetividad humana en cuanto fundada —al mismo tiempo que la realidad— en Dios, y habitada por su dinamismo salvador.

Para aclararlo, personalmente hablo aquí de mayéutica histórica, con el fin de indicar que la revelación no nos mete algo desde fuera, sino que, como la comadrona (en griego, maia, el oficio de la madre de Sócrates, quien inventa la categoría), ayuda a dar a luz lo que estaba ya dentro, en lo más hondo y auténtico de nosotros mismos. La nota de histórica es para corregir el esencialismo griego, de repetición eterna de lo mismo, abriéndolo a la novedad de la historia: Dios está siempre ya dentro, pero siempre viniendo todavía.

Como todo lo verdaderamente hondo, con mucha mayor razón esa presencia divina no resulta fácil de descubrir, aunque es ella la que desde el comienzo de los tiempos intenta dársenos a conocer (Dios no es algo pasivo que nosotros vamos a buscar, como tantas veces se piensa, y menos aún alguien que se oculta, como demasiadas veces se afirma, incluso en la teología). Por eso es siempre preciso que alguien —el profeta, el inspirado— descubra o, mejor, caiga en la cuenta de su presencia; pero eso es posible porque Dios estaba ahí y quería revelarse: si él no nos sostuviese, ni siquiera existiríamos; si no estuviese tratando de dársenos a conocer, no percibiríamos nada («Nadie puede venir a mí si el Padre que me envió no lo trae» [Jn 6,441). Además, estaba para todos: cuando el profeta anuncia la presencia de Dios, no la crea: simplemente ayuda a los demás para que también ellos la den a luz. Por eso, en cuanto eso acontece, la revelación es tanto del que la recibe como del profeta: «No creemos ya lo que tú nos has dicho; nosotros mismos lo hemos oído» (Jn 4,42).

Esto no suprime ni la libertad de Dios, puesto que libremente nos crea y por libérrimo amor se nos manifiesta, ni tampoco la novedad de la historia: porque el siempre de Dios es irrupción nueva y creativa en la historicidad humana. Cada acto de descubrimiento y acogida de su presencia transforma nuestra realidad, haciéndonos una nueva creatura y abriéndonos a la posibilidad de nuevas transformaciones: así se fue construyendo la historia de la salvación y así se va realizando cada existencia creyente: «Y todos nosotros, con la cara descubierta, reflejando como en un espejo la gloria del Señor, nos transformamos en su misma imagen, resultando siempre gloriosos» (2Cor 3,18).

3. LA COMUNICACIÓN DE LA FE. Resulta fácil intuir las consecuencias que esta visión tiene para la fundamentación de la propia fe del creyente. Esta no aparece así como una posesión teórica, como un saber estático y ya adquirido, que se viviese de memoria porque así nos lo han enseñado. Por el contrario, aparece como remisión viva a la propia experiencia: sentir que el propio ser es evocado en la luz de la fe, siempre oscura, pero que, en definitiva, tiene que llevar a que podamos decir con los samaritanos: «nosotros mismos lo hemos oído».

a) Tiene consecuencias sobre todo para la comunicación a los demás, tanto en su dimensión catequética como en la más específicamente misionera. Ya en un primer nivel, hace evidente la urgencia de esforzarse por presentar el mensaje con coherencia lógica y significatividad real: nadie puede reconocerse en algo que no le resulte verdaderamente significativo, según aquello atribuido a san Agustín: «nadie creería si no viese que se debe creer». El creer porque sí y, más aún, el credo quia absurdum quedan así descartados. Pero el nivel se ahonda por la necesidad de mostrar los enganches en la vida real de los destinatarios. Enganches que han de ser tanto teóricos como prácticos y afectivos, aunque con distintos acentos según cada caso (pues son siempre sujetos o grupos concretos, con sus preguntas y preocupaciones específicas, los que tienen que percibir que aquello que se les propone desde fuera se corresponde con lo que ellos mismos buscan, viven, barruntan o presienten desde dentro).

Sin duda que esto es exigente, pues rechaza el juego meramente teórico o la simple postura polémica, como sucede con todo aquello que afecta a las raíces de lo humano. Pero por eso mismo ofrece grandes ventajas. Porque, al reconocerse expuesta a la prueba de la significatividad real, ofreciendo así la posibilidad de verificación (naturalmente, adecuada a sus características específicas), la propuesta religiosa se sitúa en pie de igualdad en el diálogo, con idéntico derecho que las otras posturas a interrogar y ser escuchada. Ni estrategias de inmunización por su parte, ni apresurada descalificación de fideísmo desde fuera, sino oferta objetiva de sentido a verificar en diálogo con las demás, de acuerdo con su capacidad de iluminar y promover la vida y la convivencia humanas.

b) Pero hay algo de más decisiva importancia, pues afecta al talante mismo de toda la empresa catequética y misionera. La estructura mayéutica pone en primer plano un punto que, siendo esencial, tiende a quedar en el olvido: el anuncio no lleva a Dios a personas o lugares de los que estuviera ausente. Por el contrario, cuenta ya siempre con la presencia divina, que es fundante y activa, que está tratando de hacerse sentir y acoger. El anuncio humano tiene tan sólo, como decía Sócrates de su filosofía, la función de tábano externo, que despierta la atención y ayuda a que el oyente dé a luz lo que Alguien más grande que todos nuestros esfuerzos está engendrando y promoviendo.

c) Lo cual supone la humildad de quien en su anuncio se sabe mero colaborador o simple ocasión, y el respeto de quien cuando se dirige a otro sabe que se encuentra ante alguien habitado por el mismo Misterio que le habita y mueve a él mismo. En segundo lugar, llama a ser muy sensible ante las distintas posibilidades de respuesta a esa Presencia: la expresamente confesante es una y tiene mucha importancia, pero existen muchas otras, que están en la vida, en la praxis y en las actitudes profundas. Y desde el principio al cristiano se le ha advertido que, en la instancia última y definitiva, nadie puede aquí considerarse superior a nadie: ni el justo ante el pecador, como recuerda la parábola del fariseo y el publicano, ni el creyente ante el increyente, conforme a la parábola del juicio final: benditos serán llamados, ante todo, no los que han confesado de palabra, sino los que han acogido de obra. En un mundo como el nuestro, de pluralización de ofertas, de agresividades heredadas y, en bastantes ocasiones, de acoso a la fe, comprender esto propicia serenidad y confianza. Sin renunciar a la preocupación por los demás ni a la urgencia de un anuncio eterno en un tiempo limitado, permite, por un lado, la espera no angustiada de la germinación divina, por debajo y más allá de toda actividad humana (ni Pablo ni Apolo: «quien hizo crecer fue Dios» [lCor 3,6]), y, por otro, la confianza en la verdad misma de la propuesta. En definitiva, es la figura de la revelación la que, de mil maneras, está siempre irradiando con su luz los más hondos abismos y las más altas aspiraciones del espíritu humano.

NOTAS: 1. Juan Pablo II ha afrontado ampliamente este tema en su encíclica Fides et ratio (La fe y la razón); en ella afirma, entre otras cosas, que la teología fundamental «debe encargarse de justificar y explicitar la relación entre la fe y la reflexión filosófica... mostrar cómo, a la luz de lo conocido por la fe, emergen algunas verdades que la razón ya posee en su camino autónomo de búsqueda..., mostrar la íntima compatibilidad entre la fe y su exigencia fundamental de ser explicitada mediante una razón capaz de dar su asentimiento en plena libertad... De este modo, la fe, don de Dios, a pesar de no fundarse en la razón, ciertamente no puede prescindir de ella; al mismo tiempo, la razón necesita fortalecerse mediante la fe, para descubrir los horizontes a los que no podría llegar por sí misma» (FR 67). — 2 TWzNT 4, 73; H. G. GADAMER, Platos dialektische Ethik, Hamburgo 19682, 21. 50ss. — 3. TERTULIANO, De praescriptione haereticorum, 7. No deja de ser significativo que, como ya había notado Amor Ruibal, estos intransigentes tienden a acabar ellos mismos en el sectarismo y la herejía. — 4. En este sentido, tal vez sea clarificador el documento del Consejo pontificio de la cultura, Para una pastoral de la cultura, que presenta un análisis realista de la situación, subrayando los desafíos y puntos de apoyo y ofrece una serie de propuestas concretas para los diversos campos de acción. — 5. Lettre sur les exigence.s de la pensée contemporaine en matiére d'apologétique (1896), Les premiers écrits, París 1956, 27-28. — 6. El primero acabó ejerciendo, más tarde, un importante influjo; la obra de Amor Ruibal, Los problemas fundamentales de la filosofía y el dogma (11 vols.), Santiago 1914ss. (reedición en curso), de enorme erudición histórica y gran fuerza especulativa, sigue sin ser aprovechada (cf A. TORRES QUEIRUGA, Constitución y evolución del dogma. La teoría de Amor Ruibal y su aportación, Marova, Madrid 1976). — 7. Cf A. TORRES QUEIRUGA, Evangelizar el ateísmo, en Evangelización y hombre de hoy, Edice, Madrid 1986, 241-247; La nueva evangelización como desafío radical, Iglesia Viva 247 (1993) 453-464. — 8. JUAN PABLO II, Cruzando el umbral de la esperanza, Plaza & Janés, Barcelona 19953, 93-113, ha sido todavía más explícito. — 9. 'Cf A. TORRES QUEIRUGA, Cristianismo y religiones: «inreligionación» y cristianismo asimétrico, Sal Terrae 997 (1997) 3-19. — 10. Tema grave por sus consecuencias para la imagen de Dios y, por consiguiente, para la posibilidad de la fe: si pedimos a Dios que acabe con el hambre del mundo, o no lo decimos en serio o, si lo decimos, tenemos que concluir que puede hacerlo y no logramos convencerle (pero entonces sería un dios monstruoso, pues ninguna persona honesta —sean cuales sean los motivos—dejaría de hacerlo, si pudiese): cf A. TORRES QUEIRUGA, Más allá de la oración de petición, en Recuperar la creación: por una religión humanizadora, Sal Terrae, Santander 1999, 247-294. — 11. Cf ID, La constitución moderna de la razón religiosa, Verbo Divino, Estella 1992. – 12. F. SCHÜSSLER-FIORENZA, aludiendo a esta última, insiste bien en este carácter de hermenéutica compleja, propio de la teología fundamental (Foundational Theology Jesus and the Church, Nueva York 1986, 285-321).

BIBL.: AA.VV., Concilium 46 (1969): monográfico sobre teología fundamental; BALTHASAR H. U. VON, Sólo el amor es digno de fe. Sígueme, Salamanca 1995; BENTUÉ A., La opción creyente. Introducción a la teología fundamental, Sígueme, Salamanca 1986; CONSEJO PONTIFICIO DE LA CULTURA, Para una pastoral de la cultura, Ciudad del Vaticano (23 de mayo de 1999); DÍAZ MURUGARREN J., Fundamentos de la vida cristiana. Proyecto de teología fundamental, San Esteban, Salamanca 1991: FISICHELLA R., Introducción a la teología fundamental, Verbo Divino, Estella 1993; FRIES H., Teología fi ndmnental, Herder, Barcelona 1987; GEI.ABERT M., Experiencia humana y comunicación de la fe, San Pablo, Madrid 1983; GONZÁLEZ MONTES A., Fundamentación de la fe, Secretariado Trinitario, Salamanca 1994; IMBACH J.. Breve teología fundamental, Herder, Barcelona 1992; JIMÉNEZ LIMÓN J., Pagar el precio y dar razón de la esperanza hoy, Herder, Barcelona 1991; LATOURELLE R., Teología de la revelación, Salamanca 1965"; LATOURELLE R.-FISICHEI.LA R. (dirs.), Diccionario de teología fundamental, San Pablo, Madrid 1992; LATOURELLE R.-O'COLLINS G., Problemas y perspectivas de teología fundamental, Sígueme, Salamanca 1982; MARTÍNEZ GORDO J., Dios, amor asimétrico. Propuesta de teología fundamental práctica, Desclée de Brouwer, Bilbao 1994; La luer:a de la debilidad. La teología,fundamental de Gustavo Gutiérrez, Desclée de Brouwer, Bilbao 1994; METZ J. B., La fe en la historia y en la sociedad, Cristiandad, Madrid 1979; NEWMAN J. H., El asentimiento religioso, Herder, Barcelona 1960; PANNENBERG W., La revelación como historia, Sígueme, Salamanca 1977; PIÉ-NINOT S., Tratado de teología fundamental, Secretariado Trinitario, Salamanca 1991'; RAHNER K., Oyente de la palabra, Barcelona 1967; SÁNCHEZ CHAMOSO R., Los fundamentos de nuestra.fe, Sígueme, Salamanca 1981; SCHILLEBEECKX E., Interpretación de la fe. Sígueme, Salamanca 1973; TORRES QUEIRUGA A.. La revelación de Dios en la realización del hombre, Cristiandad, Madrid 1987; WALDENFELS H., Teología fundamental contexmal, Sígueme, Salamanca 1994.

Andrés Torres Queiruga