TAREAS DE LA CATEQUESIS
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SUMARIO: I. Introducción: 1. Significado de la expresión «tareas de la catequesis»; 2. Diversas tareas al servicio de un único objetivo. II. Las tareas de la catequesis en el nuevo «Directorio»: 1. Iniciación en el conocimiento del misterio de Cristo; 2. Iniciación en la celebración deI misterio de Cristo; 3. Iniciación en la vivencia del misterio de Cristo; 4. Iniciación en la contemplación del misterio de Cristo; 5. Iniciación y educación para la vida comunitaria; 6. Iniciación y educación para la misión. III. Las tareas de la catequesis en la formación de los catequistas.


I. Introducción

Dentro de la acción evangelizadora de la Iglesia, la catequesis tiene como finalidad llevar al catecúmeno a vivir en comunión con Jesucristo (eso quiere decir ser cristiano) y a traducir en su mentalidad y en su conducta lo que esta comunión significa. El logro de esta finalidad, que podría llamarse la personalidad cristiana, es fruto de un proceso educativo —el proceso catequético—, a lo largo del cual van desarrollándose los diversos aspectos que configuran el ser del cristiano. En esto consiste la iniciación cristiana, en la cual se considera una doble vertiente: la del aprendizaje, que tiene lugar durante el proceso del catecumenado, y la de la expresión sacramental, que se realiza cuando los tres sacramentos de la iniciación sellan y visibilizan la plena adhesión de la fe y la pertenencia definitiva a la Iglesia. La realización de las tareas de la catequesis va haciendo posible el crecimiento y la maduración en la fe del catecúmeno (cf IC 39-40).

1. SIGNIFICADO DE LA EXPRESIÓN «TAREAS DE LA CATEQUESIS». Cuando se habla de tareas, se piensa, por una parte, en la realización de unas determinadas acciones que van orientadas a lograr un fin u objetivo. La expresión puede indicar también esos mismos objetivos que hay que ir alcanzando.

Estas acciones tienen un carácter pedagógico, es decir, pretenden ir contribuyendo a configurar la personalidad cristiana del catecúmeno. Se trata, en concreto, del aprendizaje de la escucha e interiorización de la palabra de Dios; de la adquisición de un nuevo lenguaje religioso, con el que se formula y se expresa la fe; de la nueva experiencia del lenguaje simbólico y ritual que tiene lugar en la liturgia; de la puesta en práctica de unos nuevos modelos de conducta, referidos a la fe; de la participación en una nueva comunidad: la de los creyentes.

En la medida en que estas acciones pedagógico-catequéticas se van llevando a cabo, van brotando las expresiones de la madurez cristiana, que consisten en conocer, celebrar, vivir y contemplar el misterio de Cristo, y en iniciarse y educarse para la vida en la comunidad y para la misión (cf DGC 85-86).

La tarea de la catequesis no es, por tanto, desarrollar una enseñanza teórica, a base de ideas o conceptos que se van transmitiendo, sino, sobre todo, introducir vitalmente en unas realidades religiosas a las que se va accediendo en la medida en que se crece en la fe (cf IC 41-43). Este es uno de los aspectos que diferencian con más nitidez la catequesis de la enseñanza teológica.

2. DIVERSAS TAREAS AL SERVICIO DE UN ÚNICO OBJETIVO. En toda acción educativa, junto a la definición clara de la meta que se desea alcanzar, es necesario establecer los pasos intermedios y los objetivos parciales que hay que asegurar para ir acercándose a la meta. Ninguno de estos objetivos es definitivo, ni puede agotar toda la acción; sin embargo, todos son necesarios e indispensables. La acción educativa resulta, pues, el arte de ir haciendo avanzar estos objetivos intermedios de forma armónica y equilibrada, a través de acciones bien programadas y que son complementarias unas de otras.

La ciencia catequética moderna, desarrollando los principios teológicos y pastorales del Vaticano II y del magisterio posterior, y apoyándose a la vez en las ciencias humanas, concibe la catequesis como una acción unitaria al servicio de un objetivo único, que es la iniciación cristiana, pero que se despliega a través de múltiples pasos que, complementándose mutuamente, van logrando el objetivo final. A pesar de ello no hay que perder de vista que, en la práctica, aún continúan vigentes en muchos agentes de pastoral mentalidades y formas de actuar que no asumen esta visión, incluso admitiéndola teóricamente. Resultado de esto son las prácticas catequéticas que privilegian una tarea sobre otras, o que se polarizan en una sola, olvidando las demás. Hay que afirmar que la verdad de la catequesis en el momento actual está en la complementación armónica de todas las dimensiones. La expresión catequesis de síntesis que hoy se utiliza se refiere precisamente a esto.


II. Las tareas de la catequesis en el nuevo «Directorio»

El Directorio general para la catequesis, promulgado en agosto de 1997, ofrece una nueva formulación de las tareas de la catequesis, ampliando la que hasta ahora se consideraba más común. Las cuatro tareas básicas se refieren al conocimiento, celebración, vivencia y contemplación del misterio de Cristo, a las que se añaden otras dos que completan la experiencia cristiana: la integración en la vida comunitaria y el dinamismo misionero (cf IC 17ss).

1. INICIACIÓN EN EL CONOCIMIENTO DEL MISTERIO DE CRISTO. El conocimiento es indispensable en el acto de fe. Se cree porque se conoce a Dios, que se ha revelado a los hombres y que actúa en su favor. Iniciarse en el conocimiento de la fe es poner las bases para una maduración de la actitud de fe. «Nosotros adoramos lo que conocemos» (In 4,22). En la medida en que un catecúmeno va conociendo lo que significa la historia de la salvación, puede llegar a descubrir que su propia historia está inserta en esa historia de salvación. Un lugar primordial en este descubrimiento lo ocupa la iniciación bíblica. La palabra de Dios escrita y descubierta en los libros sagrados será referencia permanente a lo largo de todo el proceso catequético.

El conocimiento del misterio cristiano se va adquiriendo en la medida en que el catecúmeno va haciendo suyo el Credo cristiano y va penetrando en su contenido. Ya en la catequesis primitiva, la entrega del credo era uno de los momentos de más significación, por cuanto expresaba que la comunidad abría al catecúmeno el misterio de su fe y lo consideraba digno de compartirla. El credo, en cuanto resumen (símbolo) de la fe, es, en primer lugar, expresión de una realidad invisible a la que sólo se accede creyendo en ella; en segundo lugar, es expresión de realidades invisibles a través del lenguaje propio de la comunicación humana. De ahí que la tarea de la catequesis sea, de una parte, ir abriendo el corazón del catequizando a la realidad de la fe; y, de otra, ir iniciándole en el lenguaje acuñado por la Iglesia a lo largo de siglos para expresar el objeto de su fe. Para ello la catequesis deberá lograr una adaptación, una traducción válida de los conceptos de la fe a las categorías y a los significados del hombre de cada cultura (logrando emplear un lenguaje significativo en cada caso), a la vez que capacita al destinatario para comprender e interiorizar el lenguaje que ha sido entregado a la Iglesia y en el que ella expresa y comunica la fe. A este problema trata de responder el documento del Consejo pontificio de la cultura, Para una pastoral de la cultura, en el que presenta las nuevas situaciones culturales como nuevos campos de evangelización. En este punto, es necesario hacer referencia al Catecismo de la Iglesia católica, así como a los catecismos de los diferentes episcopados, puestos al servicio de la transmisión de la fe, y que la catequesis va utilizando permanentemente como referencia autorizada a la fe de la Iglesia, propuesta en ellos y que se va entregando paulatinamente al catecúmeno.

Llegar a un verdadero conocimiento del misterio cristiano supone asimilar la simplicidad de su contenido y, al mismo tiempo, penetrar progresivamente la multiplicidad y la interrelación de sus elementos. Para que esto sea posible, es necesario que el catequista, en cuanto adulto en la fe, haya hecho vida en sí mismo esta síntesis de la fe. Desde esa síntesis personal, que generalmente se expresa con una fórmula simple, deberá «ir proponiendo el contenido de la fe de una forma cada vez más amplia y explícita, de modo que cada fiel, y la comunidad cristiana, lleguen a un conocimiento cada vez más profundo y vital del mensaje cristiano, y juzguen las situaciones concretas o comportamientos de la vida humana a la luz de la revelación» (DGC 38). Un principio teológico y pedagógico importante a este respecto es el de la jerarquía de verdades. La transmisión de la fe no acontece de forma lineal, es decir, como una sucesión de informaciones aportadas una tras otra; más bien es de forma concéntrica, desarrollando de manera cada vez más amplia unos núcleos que constituyen el centro del misterio en el que cree la Iglesia.

2. INICIACIÓN EN LA CELEBRACIÓN DEL MISTERIO DE CRISTO. La celebración es otro de los elementos constitutivos de la experiencia cristiana. Su origen es el gozo y la gratitud que produce en el creyente el encuentro salvador de Dios con él. En todas las formas religiosas, primitivas o actuales, está presente la experiencia celebrativa. La religiosidad implica necesariamente la celebración.

Para poder iniciar en esta dimensión de la experiencia cristiana, la catequesis no puede perder de vista la educación de algunas actitudes básicas que la hacen posible; más aún, teniendo en cuenta el presente contexto cultural, en que estas actitudes tienen, con frecuencia, poco ámbito de ejercicio: la gratuidad, es decir, la capacidad de aceptar el amor desinteresado y el favor que viene a beneficiarnos desde fuera de nosotros mismos; la apertura sin condiciones al Otro y a los otros, que está en la base de la capacitación para la experiencia comunitaria; la espontaneidad, como capacidad de ofrecer algo desde el interior de uno mismo con naturalidad, y de dejarse sorprender por lo que llega desde fuera, ofrecido por otro, y que crea un nuevo clima de relación cuando se comparte; la gratitud, como reconocimiento de que Dios nos ha favorecido con su don, y ahora somos más ricos que antes, gracias a ese don recibido.

La catequesis, al iniciar a la celebración, ilumina también la razón profunda y teológica por la que el cristiano y la comunidad cristiana celebran. Toda la teología de la liturgia debe estar presente en esta catequesis, aunque sólo sea presentando sus núcleos esenciales. No puede tener sentido una celebración si no se tiene conciencia de qué se está celebrando. Por supuesto, hará falta saber traducir al lenguaje del hombre de hoy las realidades misteriosas que se celebran. Esta es una de las tareas de la acción catequética.

Finalmente, la iniciación litúrgica comporta también introducir al catecúmeno en el lenguaje de la celebración cristiana, que se compone de ritos y palabras: ritos cargados de simbolismo, que es necesario desvelar y penetrar y palabras que proclaman la acción salvadora y eficaz de Dios en favor de los que celebran. Igual que en los tiempos de la catequesis primitiva, que se realizaba en un medio cultural pagano, la catequesis de hoy no puede olvidar este carácter mistagógico, de introducción en el misterio, porque la cultura actual tampoco ofrece soportes a este tipo de comunicación (cf IC 42).

3. INICIACIÓN EN LA VIVENCIA DEL MISTERIO DE CRISTO. Como consecuencia del conocimiento del misterio de Cristo y de la experiencia del encuentro salvador con él en la celebración comunitaria, la conducta del creyente va adquiriendo un estilo propio, que es el de los seguidores de Jesucristo. Esta conducta tiene unos elementos originales que identifican a los cristianos y a los que debe iniciar la catequesis.

Teniendo ante los ojos la cultura actual, se toma conciencia de la importancia de este aspecto de la catequesis. Se trata de ofrecer al catecúmeno un marco de valores y unos principios de conducta, a cuya luz vaya siendo capaz de discernir en cada situación la respuesta propia de un cristiano. La catequesis, por tanto, debe acompañar al catecúmeno en la interiorización y aprendizaje de estos valores y principios. La propuesta que hace la catequesis no puede ser teórica. El catequista, que se presenta y actúa siempre como enviado de la comunidad es, en primer lugar, testigo y modelo de aquello que propone, encarnando en su vida el talante y los valores evangélicos y dando razón de ellos, en referencia a su condición de creyente y de hijo de Dios.

Esta iniciación a la vida según el evangelio resulta tanto más necesaria cuanto que la cultura actual parece consagrar el relativismo moral y la más radical autonomía del ser humano, al que se pretende privar de referencias filosóficas o religiosas en las que pueda apoyar la rectitud de sus acciones. Por otra parte, el hecho de que los catequistas sean ellos también miembros de esta cultura y partícipes de esta mentalidad puede explicar la debilidad e, incluso en ocasiones, la ausencia de esta formación moral en el conjunto de la acción catequética.

La vida del cristiano debe configurarse en una relación trinitaria, a la que va llevando la catequesis: el catecúmeno se inicia en la vida como hijo de Dios, bajo la mirada del Padre, incorporado a Cristo e imitándole, y sabiéndose templo del Espíritu y movido por él. Al servicio de esta educación moral, la catequesis reviste unas características originales, porque es una catequesis del Espíritu Santo, de la gracia, de las bienaventuranzas, del pecado y del perdón, de las virtudes humanas y cristianas, del doble mandamiento del amor y, finalmente, una catequesis eclesial que crece, se despliega y se comunica en el misterio de la «comunión de los santos» (CCE 1697).

Un aspecto que en el momento actual resulta inexcusable es el de la formación en la dimensión social de la fe. Sin ella, es difícil que los valores evangélicos, encarnados y vividos por personas adultas y coherentes, puedan hacerse presentes en las realidades humanas en las que hoy se desarrolla la vida de nuestra sociedad: cultura, profesión, política, economía, educación, ocio, etc. (cf Para una pastoral de la cultura, 1 lss).

4. INICIACIÓN EN LA CONTEMPLACIÓN DEL MISTERIO DE CRISTO. El primer modelo de catequesis cristiana, que fue la acción de Jesús con sus discípulos, tuvo como uno de sus elementos primordiales la iniciación a la oración: «Señor, enséñanos a orar...». «Cuando oréis, decid: Padre,...» (Lc 11,1-4). Desde los orígenes de la Iglesia, uno de los aspectos que identificó a los cristianos fue su forma de orar, referida en su talante y en su expresión más a la oración del Señor que a las fórmulas de la plegaria judía. Al estructurarse el proceso de la iniciación cristiana en el catecumenado, la catequesis sobre el padrenuestro y la entrega de la oración del Señor, en el marco de un rito prebautismal, pasaron a formar parte del proceso iniciático.

El Directorio general de catequesis, al plantear esta tarea de la catequesis, habla de contemplar el misterio de Cristo concretándolo después en la enseñanza de la oración (DGC 86). Se constata con ello la intención de poner el acento en un aspecto que ha estado muy olvidado, si no ausente del todo, en la catequesis de la oración. El modelo que Jesús ofrece de sí mismo a sus discípulos es el de un contemplativo, tanto por el tiempo que dedica a la oración como por su actitud radical de orante. Quizá los estilos de oración que durante muchos siglos se han hecho práctica común de los cristianos han estado muy distantes, y lo están aún, de ese modelo. Por eso tiene gran importancia que la catequesis recupere en toda su riqueza la originalidad de la oración cristiana, inspirándose en la oración de Jesús.

Al servicio de esta iniciación, la catequesis debe ofrecer, en primer lugar, el testimonio del propio catequista, llamado a ser maestro de oración, quizá desde un nivel sencillo y popular, pero auténtico. En segundo lugar, la catequesis debe ser el lugar donde se despierten y eduquen las actitudes básicas que hacen posible la oración: confianza, escucha, gratitud, alabanza, súplica. La catequesis debe también iniciar en el estilo y el lenguaje de la oración de la Iglesia: desde el aprendizaje —incluso memorístico—de las principales fórmulas de oración cristiana, siguiendo por el conocimiento de, al menos, los principales salmos, de algunas fórmulas oracionales de la liturgia sacramental y de la liturgia de las Horas, hasta llegar a las expresiones más elevadas de la oración de la Iglesia, como son las fórmulas de la plegaria eucarística. Finalmente, tanto el grupo de catequesis como la sesión de catequesis deben llegar a ser progresivamente escuela práctica de oración, que capacite para poner en ejercicio las actitudes y las expresiones que la instrucción vaya proporcionando. Sin olvidar, por supuesto, que la oración compartida va consolidando los vínculos comunitarios del grupo que se siente convocado, unido y capaz de orar gracias a la acción del espíritu del Señor que está en medio de él.

5. INICIACIÓN Y EDUCACIÓN PARA LA VIDA COMUNITARIA. Esta es otra de las características originarias del grupo de los discípulos de Jesús. Los propios evangelios y, sobre todo, el libro de los Hechos de los apóstoles nos dan testimonio de ello. A lo largo de los siglos, a causa del paso de la comunidad a la cristiandad, se ha ido perdiendo la conciencia de la pertenencia comunitaria, dando paso a una pertenencia más diluida e impersonal, de carácter más sociológico que religioso. En el momento actual, la masificación de la sociedad, por una parte, y la descristianización de la cultura, por otra, han hecho que la Iglesia y los cristianos vayan retornando a la experiencia originaria de la comunidad, como expresión identificadora de la pertenencia cristiana.

De la misma forma que la comunidad es el origen de la catequesis, también ella es su lugar normal y, por último, el regazo materno que acoge a los ya catequizados al final de su proceso; en ella «pueden vivir, con la mayor plenitud posible, lo que han aprendido» (CT 24). Esta relación permanente de la catequesis con la comunidad es un bien para la catequesis, a la vez que lo es también para la comunidad. Esta crece y madura en la medida en que ejercita su función maternal en favor de los catecúmenos. No se olvide, tampoco, que el final del proceso catecumenal son los sacramentos de la iniciación cristiana, así como la conclusión de los procesos de catequesis de inspiración catecumenal es la renovación de estos sacramentos. Y los sacramentos cobran su pleno sentido como acciones salvadoras de Dios en favor de su pueblo, que este acoge y celebra en un contexto siempre comunitario.

Es tarea de la catequesis ejercitar a los catequizandos en las actitudes que hacen posible la relación comunitaria: apertura, acogida, escucha, confianza, colaboración, desinterés, agradecimiento. Y esto en la doble vertiente de actitudes humanas, que facilitan la convivencia, y de frutos del Espíritu, que va construyendo la comunidad de los discípulos del Señor.

6. INICIACIÓN Y EDUCACIÓN PARA LA MISIÓN. La educación para la madurez de fe está llamada a desembocar en una personalidad cristiana adulta, capacitada, al menos inicialmente, para vivir la fe con todas sus consecuencias. El cristiano adulto actúa como creyente, es capaz de dar razón de su conducta y se convierte, por la propia fuerza de su conciencia cristiana, en anunciador y mensajero para otros de lo que él vive.

En la actual situación de nuestra cultura, se hace urgente la sólida preparación de los cristianos para que puedan testimoniar en la vida diaria la coherencia de sus actos con la fe que profesan y comprometan la existencia en la construcción de la sociedad humana, según el proyecto de Dios. Esta tarea no puede llevarse a cabo sin una iniciación y maduración en la condición misionera y confesante de la propia existencia cristiana.

Esta iniciación se mueve entre dos afirmaciones: la corresponsabilidad de todos los bautizados en la misión de la Iglesia y la multiforme distribución de los carismas por parte del Espíritu Santo, para el bien común. La catequesis debe despertar esta doble conciencia, a la vez que ayuda a cada uno a discernir su vocación específica. Un aspecto central que habrá que discernir siempre es el lugar o ámbito en el que se realiza la vocación de cada uno: a veces hay la tentación de oponer la actividad intraeclesial y el compromiso en el mundo. En realidad, ambos lugares deben ser complementarios en la realización de la vocación cristiana, sobre todo del laico. Un segundo aspecto que hay que clarificar es la forma de llevar a cabo la vocación misionera. También aquí se da el riesgo de las polarizaciones: o el compromiso, o el anuncio. Y no se trata de realidades excluyentes: más bien el compromiso, a través del testimonio, lleva al anuncio (AG 11).

El catequista deberá ofrecer al grupo una gama amplia de lugares y situaciones en los que se pueda ejercer el compromiso cristiano, tanto en el plano individual como en el asociativo, y en los diferentes ámbitos de la vida social, tanto en el campo de los derechos humanos (vida, libertad, justicia, paz...) como en el de la actividad que configura la vida social (familia, política, trabajo, educación, economía, cultura, comunicación, ocio...). Dentro de la vida de la comunidad, los campos de intervención posible se corresponden con la misma acción de la Iglesia: la evangelización y la catequesis, la celebración y la oración, la atención y asistencia a los pobres, la promoción de la vida comunitaria. Al catequista se le pide una sensibilidad a este aspecto de la vocación cristiana y una preparación suficiente para poder despertar y acompañar a los catecúmenos en los primeros pasos de su acción como testigos de la fe.


III. Las tareas de la catequesis en la formación de los catequistas

Las orientaciones catequéticas de la Iglesia posconciliar, formuladas en el nuevo Directorio, muestran claramente que estas son las dimensiones de la vida cristiana y que, por tanto, no se puede pensar en una catequesis que prescinda de alguna de ellas o no atienda a su desarrollo y educación de forma global. La formación de los catequistas, responsables de este delicado trabajo, debe estar concebida y realizada de modo que facilite su preparación en este sentido. Incorporando, a su nivel, los necesarios elementos de la formación teológico-bíblica, moral, litúrgica, pastoral, etc., deberá procurar que esta formación se vaya adquiriendo de forma equilibrada y armónica. La metodología que se emplee deberá también ser, ella misma, cauce de formación; es decir, debe facilitar que el propio catequista pueda asimilar y crecer en estos aspectos en la medida en que se va preparando. Incluso si el catequista es un cristiano adulto y maduro en la fe —siempre debería serlo—, su formación en cuanto catequista debe significar para él un cierto entrenamiento y experimentación en el talante catecumenal que después deberá imprimir a su trabajo catequético.

Teniendo ante los ojos el cristiano adulto que hoy necesitan los tiempos de nueva evangelización, y la comunidad adulta y misionera que hace falta para ello, a la acción catequética le corresponderá iniciar a estos creyentes en la fe y acompañarlos hasta su ingreso en la comunidad, lo mismo si son ya bautizados y sacramentalizados que personalizan su fe en la edad adulta, que si se trata de personas no bautizadas y que hacen el itinerario catecumenal propiamente dicho hacia los sacramentos de la iniciación. (A este respecto puede verse la aportación de la Conferencia episcopal española en diversos apartados de IC). De lo que se trata es de que la riqueza de la vocación y de la existencia cristiana, compuesta de facetas distintas pero complementarias, sea debidamente educada para que llegue a dar sus frutos en una vida creyente, vivida en permanente correspondencia a la gracia del Espíritu.

BIBL.: ALBURQUERQUE E., Vida cristiana y catequesis, CCS, Madrid 1986; ALCEDO A., La catequesis en la Iglesia, SM, Madrid 1990; ÁLVAREZ L. F., Celebración cristiana y catequesis, CCS, Madrid 1987; PRIETO R., La Iglesia celebra su ,fe: los sacramentos, SM, Madrid 1991.

Antonio M°Alcedo Ternero