PALABRA DE DIOS
NDC
 

SUMARIO: I. La palabra humana: 1. Antes de la palabra; 2. La palabra; 3. La escritura. II. El Antiguo Testamento: 1. Dios habla en la historia; 2. Dios habla por el profeta; 3. Dios habla en la Ley; 4. Dios habla por boca de los sabios; 5. Dios habla por medio del que ora. III. El Nuevo Testamento: 1. Relación entre ambos Testamentos; 2. Jesús y la palabra; 3. La palabra apostólica; IV. Conclusión: palabra de Dios y catequesis: 1. Función propedéutica de la Palabra; 2. La enseñanza de Israel; 3. La palabra definitiva.


«Dios, después de haber hablado muchas veces y en diversas formas a nuestros padres por medio de los profetas, en estos días, que son los últimos, nos ha hablado por el Hijo, a quien nombró heredero de todas las cosas» (Heb 1,1-2). Estas pocas palabras sintetizan un pensamiento sobre la Revelación rico en consecuencias, la principal de las cuales es que la relación entre Dios y los hombres se entiende como un diálogo que ha llegado a su punto culminante en Jesús. La palabra aparece así como el medio, el sacramento del encuentro entre Dios y el hombre. Explicar la naturaleza de esa relación en clave dialogal implica que no se puede comprender el sentido de la palabra de Dios como acontecimiento revelador más que en la medida en que se ha profundizado en el valor y el sentido de la palabra humana. El Vaticano II, por su parte, al afirmar que «la palabra de Dios, expresada en lenguas humanas, se hace semejante al lenguaje humano, como la Palabra del Eterno Padre, asumiendo nuestra débil condición humana, se hizo semejante a los hombres» (DV 13), interpreta el hecho de la palabra desde el misterio de la encarnación.

Al estudiar el tema no se puede caer en el error de identificar palabra de Dios y Biblia. Significaría negar el valor permanente y siempre actual de la primera y extrapolar el valor normativo de la segunda. Dios sigue hablando a los hombres de cada época para descubrirles sus designios y llevarles a la plenitud. De hecho la palabra de Dios escrita adquiere su pleno sentido y toda su eficacia cuando es proclamada ante la asamblea o profundizada en la catequesis. La palabra no es una realidad estática como la escultura o la arquitectura, sino profundamente dinámica como la música o la danza. La palabra escrita no es sino la memoria permanente de la palabra viva.


I. La palabra humana

1. ANTES DE LA PALABRA. Antes de la palabra existía el silencio. No ha de entenderse como la nada o el vacío, sino como la realidad muda, encerrada en sí misma por falta de una inteligencia que la comprendiera y como el proceso de la existencia en cuanto desarrollo de la vida aún no interpretada. Las cosas y la vida, el mundo y la existencia preceden a la palabra. En esta etapa el universo sigue sus propias leyes y camina hacia su pleno desarrollo según el plan trazado por el Creador, pero es un proceso no consciente. Cuando aparece la inteligencia, la realidad se impone con todo su misterio y la primera reacción es el asombro, la sorpresa, la admiración. El hombre primitivo, como el niño, abre sus ojos desorbitados en cada descubrimiento y expresa sus sentimientos no con palabras, sino con gestos. El mundo en cada una de sus facetas puede ser percibido como una amenaza o como un bien, dando lugar al miedo o a la fascinación, a la angustia o al gozo. Podemos así afirmar que antes de la palabra y después del silencio lo que existe es la percepción de la realidad como distinta, como lo otro.

¿Cuál es la naturaleza de este sentimiento? Es el encuentro con algo que sobrepasa, que desborda, y hace que el hombre se sienta pequeño y perdido. De alguna forma se vive la experiencia de lo absoluto como percepción de algo permanente, grandioso, fuerte... Cuando es percibido como terrible, surge el miedo, ya que el hombre siente amenazada su individualidad, sin posibilidad de defensa; cuando lo es como grandioso, aparece la seducción, que no es sino el deseo de compartir la grandeza. De este modo el mundo, sus elementos y los fenómenos que en él tienen lugar son vistos como hierofanías o manifestaciones de lo sagrado. Por eso puede hablarse de una revelación natural en la creación, es decir, de una manifestación no verbal de Dios. En este caso lo divino se impone como una evidencia y puede provocar miedo o seducción, dando lugar a expresiones religiosas de uno u otro signo. El sentimiento que el ser humano vive a lo largo de esta experiencia es inefable, no puede ser expresado con palabras, no puede ser descrito; por eso se recurre al símbolo, que es una representación de la realidad en su ser más profundo.

Ahora bien, ¿por qué la realidad es percibida como misteriosa? Porque no se conoce su ser más íntimo, las leyes internas que la mueven, la globalidad del proceso a que está sujeta, su razón de ser. Conocer significa dominar, y dominar, desvelar el misterio.

2. LA PALABRA. Cuando aparece la palabra, presenta ya diversas funciones:

a) La primera función es nombrar la realidad. Al hacer esto, el hombre no se limita a describirla, sino que expresa en ese acto el conocimiento que de la misma ha adquirido por la experiencia. De alguna manera, algo que no es evidente en una primera percepción, algo profundo, empieza a ser puesto de relieve en el hecho de nombrar. La palabra va así desvelando el misterio de las cosas, a la vez que manifiesta la comprensión de las mismas que el hombre tiene y se convierte en el lazo de unión entre lo objetivo y lo subjetivo, la realidad y el sujeto, el mundo y el hombre. La palabra nominadora no es sino la expresión en la realidad cósmica e histórica una vez que ha empezado a ser comprendida por un ser inteligente. El relato de un proceso no es la mera descripción de cada una de sus fases, sino la explicitación de las leyes internas por las que se rige en sus relaciones de causa y efecto.

b) La segunda función es expresar la realidad interior del mismo hombre. Este no es sólo espectador del mundo que le rodea, sino que además puede ser él mismo objeto de su propia percepción: sus sentimientos, sus vivencias, sus ideas, la conciencia de su proceso personal... son parte de la realidad que él es y que puede también ser expresada por la palabra. Esta, en su función de expresar, se convierte en intérprete y manifestación del mundo interior del sujeto que habla. Gracias a ella, el hombre, como ser social, puede comunicarse con otros hombres, dialogar y entrar en comunión con ellos al expresarse y aceptar la expresión de los otros. La palabra da así forma a la interioridad del hombre y a la vida social, le ayuda a comprenderse a sí mismo y a captar el sentido profundo de su relación con los otros. Esto supone el riesgo de salir de sí mismo, de exponerse a ser mal comprendido o bien de bloquearse ante la manifestación de los otros, con lo cual el diálogo y la comunión se hace imposible. La palabra, como expresión, es ambivalente y puede generar el efecto contrario de lo que pretende. Al interpretar configura la realidad o la desfigura, es portadora de luz o de oscuridad, de verdad o de engaño. La mentira no es sino una visión deformada de la realidad, una interpretación sin fundamento, pero con apariencia de legitimidad debido a los elementos de verdad que encierra. La mentira absoluta no sería aceptada. Para conseguir adeptos necesita mostrarse como verdad. Debido a esta ambivalencia, la palabra, en su función de expresar, puede velar o desvelar, ocultar o manifestar.

c) En el mundo de las relaciones sociales, la palabra tiene también la función de interpelar. La palabra que se me dirige no es reflejada por mí como el eco de una montaña: de un modo mecánico e impersonal. Una vez percibida, provoca una respuesta distinta según el aspecto de mi personalidad al que se dirige: ideológica, afectiva, ética e incluso corporal. Gracias a esto, el interlocutor se ve obligado a reaccionar, es decir, a actuar de acuerdo con el estímulo recibido, a comprometerse en la relación establecida. Ahora bien, debido a la libertad, su respuesta puede ser de aceptación o de rechazo, puede acercar o separar, engendrar amor u odio. La palabra, que da sentido a la realidad exterior y expresa la interioridad . del sujeto, se convierte así en detonador de la acción, creadora de vínculos positivos o negativos e incluso configuradora de la interioridad del otro.

Esta distinción establecida en los párrafos anteriores es sólo metodológica, ya que la realidad es totalizadora. Las tres funciones –nombrar, comunicar e interpelar– suelen aparecer mezcladas y condicionándose mutuamente, lo que hace que sea muy difícil crear formas puras de cada función. Por otra parte conviene añadir que, a veces, la realidad se resiste a ser encerrada en la palabra, mostrándose como inefable. En este caso el hombre recurre a la metáfora, que no es sino un uso simbólico de la palabra, o al mito, que es una interpretación metafórica del universo y de la existencia. Esto no significa empobrecimiento, sino todo lo contrario, pues, al encerrar la realidad en un símbolo, esta queda universalizada y, en cierto modo, eternizada. Por ello se puede afirmar que el uso simbólico de la palabra es la plenitud de la misma.

3. LA ESCRITURA. Con el tiempo, el hombre crea un sistema de signos gráficos para representar la voz. Así aparece la escritura. Esta supuso a la vez una conquista y un empobrecimiento. Lo primero porque la palabra podrá ser conservada inalterable a lo largo del tiempo y sobrevivir a cada generación; lo segundo porque la escritura no puede encerrar todas las posibilidades y matices que posee el sonido. A pesar de esta limitación, la palabra escrita se impuso sobre la oral y a ella se confiaron funciones normativas de cara a la lengua y, sobre todo, la misión de ser transmisora y garante de la tradición. Esto es muy importante de cara a la Biblia porque, en su desarrollo, llegará un momento en el que el texto será intocable, sagrado.

Las consecuencias de la aparición de la escritura fueron importantes:

a) Poemas, leyendas, tradiciones, leyes... dejaban de estar confiadas a la memoria de los hombres y eran fijadas con medios materiales, unos más resistentes y otros menos, pero todos ellos con una duración inmensamente mayor que la del ser humano. Podemos afirmar que la escritura inmortaliza la palabra y todo aquello que ella expresa. El pasado, la tradición, los orígenes, pueden ser recuperados por cada una de las generaciones siguientes y servir de punto de referencia en el presente. Más aún, al ser memoria colectiva, puede ayudar a un pueblo a encontrar su propia identidad, su personalidad histórica y la comprensión de sí mismo. Pero, como nada humano es perfecto, lo que representa un valor es a la vez un inconveniente, pues, gracias a la escritura, el pasado se convierte en un valor absoluto que, en ciertas circunstancias, puede poner en peligro la creatividad y el empuje de las generaciones posteriores y favorecer planteamientos regresivos y anacrónicos. Este peligro es tanto mayor cuanto más olvida un pueblo que primero es la vida y luego la palabra, que primero es la palabra viva y luego la palabra escrita.

b) La escritura empieza a acaparar funciones que estaban confiadas en muchos casos a ritos religiosos: los pactos, puestos al principio bajo la tutela de un dios por medio de un sacrificio, pasan a ser estables cuando son puestos por escrito; los textos de execración nos muestran que a la palabra escrita se le reconoce un valor mágico... Una de las funciones que más nos interesa destacar en el contexto que nos ocupa es la de superar las limitaciones de espacio y tiempo de la palabra oral. Gracias a la escritura, un mensaje puede llegar a donde no puede hacerlo el emisor y sobrevivirle tras su muerte. De este modo adquiere el carácter de testimonio a la vez que crece su eficacia.

c) Todo esto hace que, poco a poco, la escritura vaya adquiriendo atributos propios de lo divino: poder, omnipresencia, permanencia, inmutabilidad... No puede sorprender que llegue un momento en que adquiera carácter sagrado y sea reconocida como palabra de Dios. Hammurabi justifica su código aduciendo, entre otras razones, la de haber sido elegido por los dioses para proclamar el derecho en el país, para destruir al malvado y al perverso, para impedir que el fuerte oprimiera al débil. Moisés presenta al pueblo la voluntad de Dios escrita sobre unas tablas de piedra (Ex 32,15-16). En ambos casos la divinidad es presentada como garantía de las leyes que se promulgan y que se han fijado por escrito.


II. El Antiguo Testamento

La noción de palabra divina no es exclusiva de Israel. En el Enuma Elis se dice que la palabra de Marduk es veraz y su mandato, indiscutible. Y los dioses, antes de reconocerlo como soberano de todos ellos, lo someten a la prueba del poder creador de su pa-labra. Más elevado aún es el pensamiento de la teología egipcia según la cual Ptah crea por medio del corazón y de la lengua. Dado que ambas culturas, la mesopotámica y la egipcia, son más antiguas que la hebrea, es legítimo pensar que el pueblo de Dios pudo tomar de ellas el concepto. No obstante existen diferencias funda-mentales en cuanto al contenido: en los dos casos citados estamos ante mitos etiológicos (el primero pretende legitimar la supremacía de Marduk, dios protector de Babilonia, sobre los dioses originarios; el segundo trata de justificar la preeminencia de Menfis y de su dios); en Israel, además, la palabra de Dios no se limita a la creación: es sobre todo un concepto que actúa a través de la historia.

1. DIOS HABLA EN LA HISTORIA. Sería imposible entender la Biblia en su conjunto, y la existencia y religión de Israel, sin valorar su íntima vinculación con la historia. En último término, el yavismo no es sino el resulta-do de una profunda reflexión y revisión que tuvo como objeto la historia de un pueblo: Israel. Conducidos por el Espíritu, indagaron en el pasado para encontrar el sentido último de los acontecimientos que estaban vi-viendo. Esto les llevó a descubrir un hilo conductor, un designio divino, que se iba realizando en el tiempo y en el mundo. No era difícil deducir que en el futuro también sería así. Los criterios desde los cuales se llevó a cabo este juicio teológico sobre la historia fueron la promesa patriarcal, con el doble contenido de la posesión de la tierra y de una numerosa descendencia, la promesa dinástico-mesiánica y la Ley. El resultado de esto fueron los libros históricos del Antiguo Testamento. Estos son palabra de Dios escrita, revelación, porque desvelan el sentido trascendente de los hechos narrados. La realidad, la historia, ha precedido –como ocurre con la palabra humana– a la comprensión.

Tocamos aquí el valor de la narración y su función en la transmisión de la fe. La historia redaccional del Antiguo Testamento, como más tarde la del Nuevo, nos enseña que Israel, en los momentos de crisis y desconcierto, es decir, cuando necesitaba comprenderse a sí mismo y el porqué de lo que estaba ocurriendo, repasaba su historia para descubrir la presencia permanente de Dios en ella y así alcanzar el sentido de su ahora, y para, desde este descubrimiento, proyectarse hacia un futuro de plenitud. Porque veía a Dios en su pasado, creía que estaba en su presente y esperaba que estaría en su futuro. Este proceso se realizaba cuando narraba su historia, cuando contaba los hechos que configuraron su pasado histórico. Gracias al relato, a la narración, el que escucha y el que habla quedan implicados en la historia que se narra y pueden descubrir que su propia experiencia, su historia personal o colectiva, es parte de un proceso que se inició en el pasado y que encontrará su plenitud en el futuro. Dios habla hoy como habló ayer y como lo hará mañana. Se escucha al mismo Dios porque se es beneficiario del mismo designio salvífico. El relato pone de relieve qué acciones están cargadas de significado para el creyente. Escuchar el relato salvífico es situarse en la fuente de la fe del otro y aceptar la posibilidad de que sea fuente de la propia historia de salvación. Las consecuencias de este hecho para la catequesis son importantes.

a) En primer lugar, hay que reconocer la primacía de la narración sobre el discurso puramente teológico (DGC 107; 130). Comunicar la fe no es transmitir un saber sobre Dios, sino una experiencia de él. Pero esto no está exento de peligros, pues el relato puede quedar desvirtuado y el sentido de los hechos adulterado por un mal uso del mismo. Es lo que ocurre cuando la Biblia es vista como una recopilación de historias aleccionadoras pertenecientes a la historia sagrada o cuando un relato es mutilado en función de los intereses del narrador/catequista o interpretado desde una ideología cuya confirmación se busca. Para evitar esto, el relato ha de ser situado en el contexto de la historia de la salvación, como un eslabón en una cadena; ha de ser presentado como algo perteneciente al pasado, no al presente (es actual la situación de los implicados en la catequesis, cuyo sentido se trata de descubrir, no el hecho recogido en el relato); y se ha de destacar el sentido del hecho tal como aparece en la narración o, lo que es lo mismo, la presencia salvadora de Dios tal como fue descubierta más tarde por los creyentes que la escribieron (de este modo se evita la simple comparación o analogía que ignora el sentido de la historia como proceso y rompe la cadena de la tradición).

b) En segundo lugar hay que reconocer y aceptar la diversidad de exigencias que un mismo relato puede encarnar, dada la variedad de situaciones desde las cuales puede ser escuchado. Esto no significa que se pueda caer en el subjetivismo. El sentido es uno, pero los hechos sobre los que se proyecta pueden ser muchos. Esto fue lo que ocurrió en el Nuevo Testamento con los cuatro evangelios, que no son sino cuatro relatos distintos de un mismo hecho, narrados desde cuatro situaciones existenciales diferentes.

c) En tercer lugar, la catequesis tiene que plantearse el modo de educar en cada generación de creyentes la capacidad de ver en profundidad, de distinguir diversos niveles en la realidad. Esto no es posible más que en la medida en que se da una sensibilidad ante el símbolo. Si no hay más realidad que aquella que perciben los sentidos, es inútil buscarle un significado. La catequesis en este caso o se reduce a un saber o simplemente desaparece. Es un hecho que Dios se reveló en la historia, mostrando el sig nificado último de los hechos que la configuran. Este modo de actuar es una de las características de la pedagogía divina (DV 2; DGC 143), la misma que sigue utilizando hoy con su pueblo.

d) En cuarto lugar hay que destacar que el marco más adecuado para llevar a cabo el relato de los acontecimientos salvíficos es la liturgia. En ella la palabra de Dios es proclamada para una comunidad que escucha, medita y ora. De este modo la Sagrada Escritura deja de ser una palabra escrita y muerta para asumir el rol de anuncio-proclamación de un acontecimiento de salvación presente. La Biblia es, por consiguiente, palabra de Dios viva cuando es dicha en voz alta a una comunidad. La catequesis, que tiene como objetivo inmediato un cambio de mentalidad, una nueva visión de la realidad, y, como objetivo último, un cambio de vida, tiene a su vez como complemento necesario la celebración, que no es sino la expresión festiva de dicho cambio. Por otra parte, hay que recordar que, por ser la catequesis –junto con la evangelización, la liturgia y la teología– una forma del ministerio de la palabra (DGC 52), la lectura de la Biblia en la misma tiene un carácter cuasi-litúrgico.

e) Finalmente conviene no olvidar que el relato no es una fábula o un mito atemporal sino el testimonio escrito de una experiencia religiosa. Es importante situar en el espacio y en el tiempo los acontecimientos a los que se hace referencia, y la identidad de sus protagonistas, para que el lector y los que escuchan se sientan involucrados en ellos. De este modo la narración de la historia de la salvación inquieta, cuestiona e ilumina.

2. DIOS HABLA POR EL PROFETA. El fenómeno del profetismo se dio en Israel de dos maneras bien diferenciadas. En la época más antigua va acompañado de manifestaciones de tipo estático (1Sam 10,5-13; 19,20-24; I Re 18,46) y el mensaje suele ser circunstancial. Con Amós se inicia un nuevo tipo de profetismo, caracterizado por la ausencia de fenómenos extraños, y sobre todo porque el suyo es un mensaje permanente, que profundiza la religión y la teología, y que había de ser sustancialmente valedero para todos los tiempos. El mensaje del profeta adquiere tal importancia que anula la personalidad del mismo y su identidad llega a ser olvidada en algunos casos. Los escritos y la predicación de estos hombres son recogidos en otro de los grandes bloques que configuran el Antiguo Testamento: los libros proféticos.

Con la aparición de este tipo de profecía se opera un cambio importante en el diálogo entre Dios y su pueblo. La palabra de Dios toma la forma de discurso. Si el relato respondía a la primera función de la palabra –nombrar–, el discurso responde más bien a la segunda –comunicar–. El discurso designa la comunicación de un locutor a un oyente con la intención de influir en él. Su característica más importante es la actualidad. No se trata ya de un pasado que interpela, sino de un presente en el que Dios habla directamente; su intención no es hacer entrar al lector en una serie de acontecimientos que se desarrollan encadenándose entre sí, sino poner al locutor en relación inmediata con el oyente. En esta comunicación, el profeta es consciente de ser sólo un intermediario, un mensajero (Jer 1,9; Is 6,7s.), incapaz de resistirse ante el empuje de la Palabra que le llega para que la anuncie al pueblo (Am 3,8). Las consecuencias de este nuevo modo de hablar de Dios también se hacen sentir en la catequesis:

a) En primer lugar, advertimos que el discurso completa la función del relato. Catequizar no es sólo narrar las intervenciones salvadoras de Dios en la historia pasada para, desde ahí, ayudar a descubrir el sentido del momento presente. Es además una reflexión teológica, una comunicación viva y actual, que pone al catequizando en relación directa con Dios, que le interpela, le muestra su voluntad, lo corrige, lo consuela, etc.

b) El discurso nos permite definir con más precisión la función del catequista como profeta. Este ha de ser consciente de que la palabra de Dios que transmite se dirige primero a él y luego a los demás. Irrumpe en su vida y la transforma hasta tal punto que le convierte en signo de la presencia de Dios. Por esta razón se puede afirmar que es un llamado y que su ministerio responde a una vocación. Lo cual no significa que la eficacia de su mensaje dependa de él. Su palabra, como la del profeta, le transciende y tiene por sí misma fuerza suficiente para transformar la vida de los destinatarios. En su calidad de mensajero sabe que no se predica a sí mismo ni es dueño de la enseñanza que transmite (cf 2Cor 4,5).

c) La relación entre el relato y el discurso, tal como aparece en la Biblia, permite lograr el difícil equilibrio entre estos elementos dentro de la catequesis. En el fondo estamos ante un problema que ha sido la gran dificultad de la catequesis en los últimos años: la actualización del texto bíblico o, dicho de otra forma, el paso desde la experiencia al mensaje. No pocos catequistas tienen la impresión de una ruptura entre la reflexión sobre la experiencia, con frecuencia rica y gratificante, y la presentación del mensaje, que aparece como algo añadido y falto de interés. La superación de esta dificultad sólo es posible si se es capaz de comprender el problema humano fundamental, que subyace en la experiencia que se trata de iluminar, y el problema religioso de fondo que se refleja en el texto que se trata de actualizar. Sólo superando lo anecdótico y alcanzando la profundidad, puede lograrse la actualización de un texto y la iluminación de una situación. Esto no quiere decir que cada pasaje de la Biblia tenga que ser leído desde un hecho de experiencia, ni que haya un texto para cada situación o cada problema. Defender esto sería ignorar los múltiples significados que encierra un texto y desconocer la variedad de posibilidades que tiene la vida.

3. DIOS HABLA EN LA LEY. En la tradición bíblica y rabínica, el término Ley designa los libros que forman el Pentateuco. Son cinco libros de naturaleza muy diversa, puesto que recogen leyendas sobre los orígenes del pueblo, relatos épicos, censos, leyes... El hecho de que históricamente se incluya algo tan dispar bajo el título genérico de Ley nos hace ver que este concepto tenía un significado muy especial en Israel. Ante todo hay que advertir que no existe una sola, sino varias colecciones de leyes. 1) La primera en importancia es el decálogo (Ex 20,2-17). Contiene las normas fundamentales que han de regular el comportamiento en relación con Dios y con los hombres. 2) Sigue luego el Código de la alianza (Ex 20,22–23,33), un conjunto de prescripciones y disposiciones que solucionan las dificultades, explican algunos principios y orientan la conducta de los hombres en la existencia ordinaria. 3) En tercer lugar hay que situar el Deuteronomio, que, en forma de discursos puestos en boca de Moisés, desarrolla los preceptos anteriores a tenor de las exigencias de una sociedad más avanzada. 4) Finalmente están las colecciones sacerdotales: el Código de santidad (Lev 17-26) y las leyes relativas al culto (Ex 25-31; 35-40). A pesar de la diversidad, hay algo común que subyace como fundamento de toda ley: su profunda vinculación a Dios y a la alianza. La ley es palabra de Dios por antonomasia, ya que es expresión de su voluntad. Esto hace que se establezca una estrecha relación entre vida moral y religiosa, lo que permitió a Israel alcanzar un elevado sentido de la justicia, como no se encuentra en otros pueblos, y pone en evidencia la capacidad de la fe religiosa de transformar la vida hasta en sus más pequeños detalles. Esta transformación es vista como deseo y voluntad de Dios, como exigencia necesaria de la fe en él.

Estamos ante la tercera función de la palabra –interpelar–, que nos introduce en otro de los temas pilares: la educación del sentido moral. Sin caer en el moralismo, que ha llevado a muchos a considerar como objetivo prioritario y casi único de la catequesis la educación de los valores éticos, es necesario, tener claros los principios que la palabra de Dios inspira al educar esta importante dimensión de la persona humana.

Hay que buscar el equilibrio entre el anuncio del mensaje y las exigencias que de él se derivan. El Directorio general de pastoral catequética (1971) distinguía perfectamente ambos elementos, al afirmar que la catequesis es el medio mejor para comprender el designio de Dios en la propia vida y discernir el sentido último de la existencia y de la historia (DCG 21). No puede, por tanto, hacerse un anuncio de los contenidos de la fe de modo desencarnado, sin conexión con la vida y sin derivar exigencias para el individuo y la comunidad. Asimismo es improcedente presentar las exigencias morales sin una clara y explícita referencia a la fe de la que se derivan.

La consecución del equilibrio fe-vida no es posible más que en la medida en que el designio salvador de Dios es presentado de modo global, es decir, realizándose en la historia, teniendo como destinatarios a todos los hombres y abarcando todas las dimensiones de la persona. En este sentido es normativa la triple manifestación de la palabra de Dios. El respeto a la integridad de la Revelación es también respeto a la integridad de sus formas. Una catequesis que ignorara este principio conduciría a un injustificado divorcio entre la fe y la vida, tantas veces lamentado. La presentación de la fe ha de respetar la integridad del mensaje, sin presentaciones parciales ni deformadas por miedo al rechazo (DGC 111-112).

La catequesis ha de favorecer una opción fundamental, totalizante, capaz de integrar todos los aspectos de la existencia humana. Las exigencias concretas han de presentarse como expresión o manifestación de la exigencia fundamental para evitar la dispersión interior y facilitar la aparición de actitudes y comportamientos adultos, basados en la libertad y la responsabilidad. Es necesario integrar las distintas normas en un sistema al que da cohesión la fe. El olvido de este principio lleva al desarrollo de la casuística, que elimina la responsabilidad del sujeto al descargarla en la norma que ha de ser obedecida en todo momento, y facilita la hipocresía, que sobrevalora la letra en perjuicio del espíritu de la ley.

El objetivo de la educación moral es alcanzar la madurez de la conciencia, que consiste esencialmente en la facultad de percibir las exigencias que plantea la voluntad de Dios, manifestada en Cristo, al creyente en su existencia concreta. Se trata de un juicio que tiene por objeto las diversas posibilidades de acción confrontadas con el mandamiento de Jesús. Consiste en trasladar al campo de la educación moral el objetivo de la catequesis: facilitar la maduración de la fe en el ámbito de los contenidos (adultos en el creer) y en el de las exigencias (adultos en el obrar). Es importante recordar al respecto la advertencia hecha por Juan Pablo II en la exhortación sobre la catequesis: «Es inútil insistir en la ortopraxis en detrimento de la ortodoxia: el cristianismo es inseparablemente la una y la otra. Unas convicciones firmes y reflexivas llevan a una acción valiente y segura; el esfuerzo por educar a los fieles a vivir hoy como discípulos de Cristo reclama y facilita el descubrimiento más profundo del misterio de Cristo en la historia de la salvación» (CT 22).

4. DIOS HABLA POR BOCA DE LOS SABIOS. Todos los pueblos de la antigüedad se esforzaron por resolver los problemas de la vida a partir de lo que enseñan la razón y la experiencia. Con ello sólo pretendían asegurarse la felicidad y el bienestar facilitando en cada caso la elección mejor. El suyo no era, por tanto, un saber especulativo, producto de la sola razón, sino un saber arrancado de la experiencia y de la vida.

En Israel esta actividad estuvo tan profundamente marcada por el yavismo, que la sabiduría llega a formar parte de la Revelación, ya que gracias a ella el hombre puede conocer la voluntad de Dios, que se manifiesta en el mundo y en la existencia diaria. El proceso seguido es, sin embargo, ilustrador del modo de actuar de un pueblo que se deja conducir por la fe en el diálogo con otras culturas y otros pueblos.

Al principio, Israel comprendió que también los demás pueblos tenían parte en la verdad, y así evitó la exclusión apresurada de todo lo ajeno a su propia tradición religiosa o cultural. No duró mucho esta actitud, ya que las circunstancias políticas le obligaron a replegarse sobre sí mismo y a aferrarse a los valores que definían su identidad, amenazada por la dispersión en medio de los pueblos. Más tarde, cuando se definió más como pueblo de Dios que como estado, reapareció la actividad sapiencial con toda su fuerza, pero depurada de influencias extrañas. En ese contexto aparecieron libros como el de Job, el Qohélet, el Sirácida o el de la Sabiduría. En ellos es objeto de reflexión no sólo la existencia concreta del individuo, sino también la existencia y la historia de Israel (Si 44,1–50,26; Sab 10,1-11), si bien esta reflexión tiene como destinatario, no al pueblo en cuanto tal, sino al individuo, y no sólo a los hijos de Israel, sino a todos los hombres (Si 1,10).

Este universalismo arranca de la vinculación que se establece entre la sabiduría y el universo (Prov 8,22-31; Si 24). En ese momento el influjo más importante era el de la filosofía griega. El autor de Sabiduría se sirve de sus ideas para explicar cómo actúa la sabiduría en el mundo, si bien elimina las ideas religiosas no conciliables con el yavismo. Acepta, por consiguiente, todo lo válido de la cultura y del pensamiento griego, pero sin renunciar a su identidad y a sus valores. Al mismo tiempo revisa y profundiza en la tradición, a la luz de las nuevas ideas e intereses culturales. Finalmente, la sabiduría alcanza su máximo desarrollo cuando comienza a aparecer con características personales (hipóstasis). El origen de esto puede estar en el deseo de mantener al Dios trascendente lejos del acontecer mundano y en la reivindicación que hacen los sabios de su propia autoridad. Esta transformación del concepto será muy importante de cara a la cristología del Nuevo Testamento. Influirá sobre todo en la doctrina del Logos, del cuarto evangelio.

De cara a la catequesis, la experiencia de Israel en este campo ilumina el problema de la relación fe-cultura en el mundo moderno así como el de la inculturación. Después de un tiempo de aceptación indiscriminada, fruto del asombro y seducción que produce lo nuevo, es necesario un proceso crítico, un discernimiento desde la fe, sobre la base de que todos los hombres tienen acceso a la verdad aunque todos estén amenazados por el fantasma del error. Un diálogo honesto debe hacer posible que se acepten en la Iglesia los valores del mundo moderno o de las culturas a las que se anuncia el evangelio sin que ello signifique la pérdida de la propia identidad o la renuncia a los valores fundamentales. Sin este diálogo, la Iglesia corre el peligro de replegarse en sí misma, olvidando la misión y apagando la capacidad de su mensaje de ser palabra viva para todos los hombres en todos los tiempos (DGC 202-214; cf FR 95).

5. Dios HABLA POR MEDIO DEL QUE ORA. Los salmos constituyen la antología más completa de oraciones que nos ha legado el pueblo de Dios y el mejor testimonio de los sentimientos que embargan al hombre cuando se sitúa ante Dios desde la vida personal o la historia del pueblo. Ellos son el testimonio de cómo Dios educa a Israel como un padre a su hijo: le enseña el lenguaje con que debe dirigirse a él. Puede decirse que la oración de Israel es palabra de Dios porque nos habla de Dios y porque nos enseña a hablar con él.

Un problema que se plantea, no sólo a la catequesis, sino a la piedad cristiana en general, es cómo utilizar hoy oraciones que responden a situaciones, problemas y contextos tan distintos de los nuestros. No se logra despojándonos de la conciencia de nuestro tiempo ni de nuestra experiencia cristiana, sino asimilando en nuestra vida las oraciones que otros escribieron para nosotros. Se trata de escuchar al hombre que habla en los salmos, de conectar con sus vivencias más profundas, hasta que sus palabras nos penetren y sean nuestras.

La reflexión sobre los salmos nos introduce en el tema del sentido de la oración en la catequesis. El DGC 85 ilumina la tarea y establece los siguientes principios: 1) se trata de asumir el carácter orante y contemplativo de Jesucristo y de orar con sus mismos sentimientos; 2) el padrenuestro es la mejor expresión de ello y, por lo mismo, el modelo de la oración cristiana; 3) la oración da profundidad al aprendizaje de la vida cristiana; 4) todo esto es particularmente necesario cuando el catequizando se enfrenta con los aspectos más exigentes del evangelio.

A estos principios podemos añadir algunas advertencias en orden a clarificar el valor y el sentido de la oración como momento clave de la catequesis: 1) La oración brota de la vida y es una experiencia de encuentro con Dios. La educación a la oración presupone la vida interior, es decir, la capacidad de dejarse impactar por la vida y de comprender los sentimientos que esto despierta en el corazón del hombre. La palabra expresa, teniendo a Dios por interlocutor, estos sentimientos. 2) La práctica de la oración es difícil ya que, en ella, el hombre adquiere una fuerte conciencia de su pequeñez y siente diluirse su individualidad en aquel que es el Todo, aunque sea sentido como padre. 3) Es muy fácil caer en estereotipos, sobre todo cuando se trata de oración comunitaria. La causa de esto es la superficialidad y la dificultad de escuchar y escucharse en silencio. En este caso la oración no brota de lo profundo del corazón, sino de una mente llena de ideas. 4) La oración es una experiencia que afecta a toda la persona y, por tanto, puede ser expresada desde cualquier aspecto de la personalidad. El gesto, el canto, la palabra, incluso la danza, pueden ser medios utilizados por el orante para expresar sus sentimientos y vivencias ante Dios. 5) El lenguaje bíblico debe ser el preferido, sobre todo en la oración comunitaria. La catequesis debe facilitar el aprendizaje de fórmulas comunes que faciliten este tipo de oración.


III. El Nuevo Testamento

1. RELACIÓN ENTRE AMBOS TESTAMENTOS. La Iglesia asumió desde el principio el Antiguo Testamento en su integridad y le reconoció el carácter de Sagradas Escrituras y, por tanto, la autoridad de palabra de Dios, pero con una plena conciencia de que sólo era preparación y anuncio de lo que iba a venir (cf 1Cor 10-11; 2Tim 3,15-17). Esto significa que, para la Iglesia, el Antiguo Testamento es palabra de Dios provisional, incompleta. Con la llegada del Hijo aparece la palabra definitiva y total (Heb 1,1-4). De este modo se establece un criterio hermenéutico fundamental: el Antiguo Testamento ha de ser leído a la luz del misterio de Cristo. Por tanto el régimen de la Ley, fundado sobre la alianza sinaítica, es sustituido por el régimen de la Gracia, fundado en Jesús (Rom 7,1-6). De este modo, en la Iglesia primitiva se plantea el problema con el judaísmo en dos campos a la vez: a nivel teórico, por el sentido del Antiguo Testamento, y a nivel práctico, por la relación entre Israel y la comunidad naciente. El problema no por ser antiguo puede considerarse resuelto. Hoy seguimos planteándonos el valor de las normas morales y preceptos veterotestamentarios, así como la legitimidad de recuperar símbolos y elementos del régimen de la Ley. La constitución Dei Verbum establece dos principios básicos al respecto: 1) Los libros del Antiguo Testamento conservan un valor permanente por ser libros inspirados (DV 14), pero, dado que el régimen del Antiguo Testamento estaba ordenado a preparar, anunciar y significar la venida de Cristo (DV 15), es un régimen superado; 2) Los libros del Antiguo Testamento adquieren y manifiestan su plena significación en el Nuevo, ilustrándolo y explicándolo (DV 16).

El paso del Antiguo al Nuevo Testamento significa que la palabra de Dios no es una realidad estática e inerte, sino profundamente dinámica y viva. Dios ha hablado a los hombres utilizando un lenguaje y una pedagogía que les permita ir creciendo en la comprensión y, a la vez, en la aceptación de su designio. Dado que el hombre es un ser en proceso, la palabra que Dios le dirigiera tenía que ser necesariamente progresiva (DGC 143), con una dinámica que va de lo provisional a lo definitivo, de lo incompleto a lo completo, de lo imperfecto a lo perfecto. La catequesis no puede olvidar la pedagogía seguida por Dios, ya que en cada hombre se realiza, de algún modo, el proceso de todo un pueblo. No tener esto en cuenta es ser infiel a una de las exigencias básicas de la catequesis que, junto con la fidelidad a Dios, es la fidelidad al destinatario (DGC 145).

2. JESÚS Y LA PALABRA. La palabra de Jesús —su predicación y los signos con que la acompaña— aparece en los evangelios como una palabra reveladora, al estilo de los profetas, pero con una diferencia radical: no es la palabra de alguien que transmite un mensaje al pueblo en nombre de Dios, inspirado por él, sobre acontecimientos que le afectan, sino la palabra de alguien que habla por sí mismo (Jn 3,32), con autoridad para corregir la ley (Mt 5,21-48) y perdonar los pecados (Lc 5,17-26), con poder sobre la naturaleza (Mt 8,23-37) y sobre los demonios (Mc 5,1-13). No es la suya una palabra más de las que Dios había dirigido a Israel, sino la palabra definitiva que anuncia la llegada del Reino (Mt 4,23). Cuando la Iglesia puso por escrito lo que hizo y enseñó Jesús desde el principio hasta el día en que se lo llevaron (He 1,1-2), tenía conciencia de poseer escrita la palabra definitiva y completa de Dios, anunciada por su Hijo, capaz de salvar a todo el que cree (Rom 1,16).

Más tarde, cuando la Iglesia —tras reflexionar sobre la misión de Jesús—comienza a preguntarse sobre su naturaleza, aparece la idea de que Jesús no es sólo aquel que proclama la palabra de Dios, sino que además él mismo es la palabra de Dios encarnada (Jn 1,1-18), de modo que en su persona la palabra de Dios se hace historia al aparecer corporalmente y, por ello, se manifiesta como la palabra plena y definitiva. Si en la predicación de Jesús la palabra de Dios se hace mensaje, en su persona se hace acontecimiento, de modo que, a partir de él, ya no hay que esperar ni un nuevo régimen salvador, ni una nueva revelación pública (DV 4). El origen de este planteamiento está en el mismo Jesús, que no dudaba en presentar su poder como confirmación de su palabra (cf Lc 5,23-25). Este doble aspecto que el Nuevo Testamento distingue en Jesús pone de relieve las dos dimensiones existentes en la vida cristiana —la noética y la existencial— y la necesaria vinculación entre ambas. La pedagogía que Dios utiliza con su pueblo es la misma en ambos testamentos. De cara a la catequesis se ha de tener en cuenta:

a) Que el objeto de la catequesis no es lo que Jesús dijo sin más, sino la persona de Jesucristo (DGC 80). La catequesis no anuncia una enseñanza válida para la vida o una doctrina esotérica, sino a una persona que es Dios y hombre, mesías, salvador e Hijo de Dios. La catequesis debe ser necesariamente cristocéntrica (DGC 98), ya que Jesús es la razón suprema de la intervención de Dios en el mundo y de su manifestación a los hombres y (por ello) centro del mensaje evangélico en el conjunto de la historia de la salvación. Según esto, la finalidad que se pretende en la actividad catequética no es la adhesión a un sistema de verdades, sino a una persona. No se trata tanto de anunciar la doctrina del maestro cuanto de presentar al maestro de la doctrina. Indudablemente esto implica la aceptación de su enseñanza y de su vida como principio inspirador de la propia vida y estructurador de la escala personal de valores (CT 5-9).

b) Que el misterio de Cristo ha de ser situado, además, en el contexto de la historia de la salvación, como eje de la misma. La catequesis no puede presentar a un Jesús desvinculado de la historia que le precedió y del pueblo en el que nació, como tampoco sin mostrar la relación con la Iglesia que él fundó, como si el creyente de hoy pudiera conectar con él prescindiendo de todo un pasado, que puede estar lleno de grandezas y de miserias, pero que es auténtica historia de salvación (DGC 107-108). El acceso a Jesús sólo es posible a través de la Iglesia, que conserva su palabra, que posee su Espíritu y que lo entrega en los signos sacramentales.

c) Hay que evitar radicalismos en la presentación de la persona de Cristo. Tanto el DGC como la CT insisten en este punto por considerar que el peligro de desviarse en un sentido u otro es grande y de graves consecuencias. La catequesis debe presentar a Jesús en su existencia concreta, con toda su humanidad, pero no puede reducirse a esto: debe defender y robustecer la fe en la divinidad de Jesucristo para que sea aceptado no sólo por su admirable vida humana, sino además, y sobre todo, porque es el Hijo unigénito de Dios (CT 59). No se puede olvidar en este punto que la palabra divino-humana de la Sagrada Escritura encuentra en Jesucristo, Dios y hombre, su más perfecta comprensión.

3. LA PALABRA APOSTÓLICA. En virtud de la autoridad que Jesús les confirió (Mc 16,15-18), a la predicación de los apóstoles se le reconoció desde el primer momento el carácter de palabra de Dios (He 4,29-31). Ellos mismos eran conscientes de que la palabra que anunciaban no era suya (He 8,25; 1Tes 2,13). De hecho, provoca en los hombres las mismas reacciones y efectos que la palabra de Jesús (Le 10,16; He 3,6-8). El cambio que esto representa es significativo y de gran trascendencia para el futuro. Estamos ante el paso de Cristo a la Iglesia, que la convierte en instrumento o sacramento de salvación para todos los hombres (LG 1). La salvación, como en la etapa de Israel, no se confía a un libro, sino a una comunidad en cuya palabra y en cuya vida se hace presente el Señor hasta el fin de los tiempos (Mt 28,20). La identificación de la palabra apostólica con la palabra de Jesús implica, pues, la identificación de este con la Iglesia (Jn 13,20). Significa además una nueva etapa en la encarnación de la palabra divina. Primero se encarnó en un libro, luego se encarnó en un hombre, finalmente se ha encarnado en la predicación permanente de la Iglesia. El libro preparó la salvación; la predicación la continúa. El primero es su testimonio permanente; la última es su permanente anuncio.

La función del catequista queda redimensionada desde esta perspectiva. Como agente de una de las formas del ministerio de la palabra (DGC 52), debe ser consciente de que realiza una acción eclesial, es decir, de que actúa en nombre de la Iglesia y no en nombre propio (CT 6), por lo cual la comunión con ella y con Cristo es una exigencia básica a la que debe ser fiel todo el que realice este ministerio. El catequista ha sido llamado del seno de la comunidad para ser de nuevo enviado a ella, revestido de la autoridad de quien le envía; actúa, no por una misión que él se atribuye o por inspiración personal, sino en comunión con la misión de la Iglesia y en su nombre; no es dueño absoluto de su acción evangelizadora, de modo que pueda realizarla según sus criterios personales (EN 60); en su vida y en su palabra, ha de ser testigo del misterio que anuncia; y, sobre todo, es un intermediario cuya misión es poner al catequizando en comunión con Cristo dentro de la Iglesia.

La predicación apostólica no fue sólo el anuncio de la enseñanza y vida de Jesús, sino que además se llevó a cabo una labor de profundización que dio origen a numerosos escritos que fueron incluidos entre los libros revelados del Nuevo Testamento. Se trata del libro de los Hechos de los apóstoles, las cartas y epístolas de Pablo y de los demás apóstoles y el libro del Apocalipsis. A estos escritos se les reconoció desde el principio esta autoridad (cf 2Pe 3,14-16; 2Tes 2,15), porque son la fijación de la predicación de aquellos que actuaban con el poder y en el nombre de Jesús (2Cor 5,20; 13,3). Esto nos hace ver que la predicación no es una repetición mecánica e impersonal de un anuncio o de unos hechos, sino el testimonio de unos hombres que se sienten transformados por los mismos y convertidos en testigos. El libro de los Hechos es una muestra de la creatividad de la Iglesia, que trata de ser fiel a los orígenes, en medio de las circunstancias cambiantes de su historia diaria. Igualmente Pablo trata de iluminar la vida de sus comunidades desde el evangelio que les había anunciado.

Este modo de actuar de la Iglesia de los primeros siglos nos pone en guardia frente a concepciones rigoristas de la catequesis que, por el afán de ser fieles al depósito recibido, olvidan la realidad existencial del catequizando y la situación actual de la Iglesia en el mundo. Como el antiguo profetismo, la catequesis ha de apoyarse a la vez en el pasado, al que tenemos acceso por la Tradición y la Escritura, y en el presente, que hay que iluminar y asumir como momento de la historia de la salvación, que continúa hasta la vuelta del Señor. Cuando se olvida esta doble exigencia, la palabra de Dios no es un principio de salvación, y por tanto, de liberación (DGC 103), sino una traba en el compromiso de los creyentes. Esto es origen, a la vez, de una doble exigencia para el catequista: Ante todo se le exige una adhesión a Cristo, que es aceptación vital de su persona, de su enseñanza y de su programa de vida o, lo que es lo mismo, adhesión al Reino con el nuevo orden que inaugura el evangelio (EN 23). En segundo lugar se le exige un profundo sentido y conocimiento de la historia personal y comunitaria de los catequizandos para que, gracias a su ministerio, estos puedan comprender el designio de Dios en su propia vida y el sentido de la existencia y de la historia, de modo que, iluminados por la luz del evangelio, respondan a las exigencias del mismo. La preparación de un catequista ha de ser a la vez espiritual y profesional. Espiritual, porque la suya es una labor de apostolado; y profesional, porque está condicionada por la realidad, y cualquier cosa que contribuye a conocerla la facilita. Los documentos del magisterio insisten en este punto por considerar que no es intrascendente la capacitación pedagógica de los catequistas (CT 58-59; cf IC 44).


IV. Conclusión: palabra de Dios y catequesis

La palabra es el instrumento básico de la catequesis, tanto considerada en su aspecto puramente humano como situada en el contexto de la Revelación.

1. FUNCIÓN PROPEDÉUTICA DE LA PALABRA. La semilla de la Palabra fructifica por la acción del Espíritu en el corazón del hombre, y su crecimiento no siempre es comprendido por quienes pretenden un estudio puramente fenomenológico del sentido religioso y de la vivencia espiritual de un hombre o de una comunidad. Hay en él un componente que escapa al control del investigador: la fe. Sin embargo, no es indiferente la situación del destinatario de esa Palabra que, como la tierra de la parábola evangélica, puede favorecer la acogida y posterior desarrollo de la misma o entorpecerla. En la catequesis es necesario realizar una labor de preparación cuando las condiciones humanas o situación de la persona no permiten una labor de evangelización eficaz.

La experiencia de Dios supone una mínima capacidad de percibir el misterio subyacente en la realidad de la que el hombre forma parte. No se trata ciertamente de abogar por la vuelta a actitudes ya superadas, propias de una religiosidad primitiva que sacraliza todo lo que desconoce, sino más bien de educar para la admiración, de desarrollar el sentido de lo profundo, de despertar la capacidad de ver más allá de la apariencia. Esta labor es importante en un mundo en el que son sobrevaloradas la forma exterior, la utilidad inmediata o la sensación. Todo lo cual tiene como resultado una sociedad de personas inseguras e inestables, superficiales y materialistas. La palabra interpreta la realidad, pero es necesario para ello que el hombre sea capaz de percibirla en un ser más profundo.

La catequesis debe educar también para el diálogo interior y exterior, y crear las condiciones que hagan posible el compromiso del hombre en el mundo. Comunicar un vocabulario que le permita comprender y expresar su mundo interior y su percepción del mundo exterior, desarrollar la capacidad de escucha y de comunicación, y educar el sentido de responsabilidad por la pertenencia al mundo concreto en el que vive, son presupuestos que facilitarán en la actividad catequética la búsqueda comunitaria del sentido de la vida desde el evangelio y la adopción de compromisos acordes con lo descubierto. Tampoco el ambiente ayuda en este sentido. Con frecuencia los medios de comunicación ocupan en las familias el lugar reservado al diálogo familiar que hacía posible el acercamiento de las generaciones, la transmisión de los valores culturales y religiosos por el medio vivo de la palabra, la reflexión conjunta sobre los acontecimientos y problemas, y el desarrollo de los afectos entre las personas.

El desarrollo del sentido histórico es otro de los presupuestos de una eficaz acción catequética. El hombre queda perdido y confundido si se le borra la memoria del pasado, y su vida carece de estímulo si se le arrebata la ilusión del futuro. Únicamente si logra ocupar su lugar entre lo uno y lo otro, alcanza el equilibrio que le permitirá el desarrollo de una existencia verdaderamente humana. Una recta valoración de la tradición en su sentido más auténtico, así como la educación de la esperanza, hacen que el hombre descubra su dimensión histórica y su responsabilidad como algo irrenunciable. El desarrollo de estos valores es fundamental en la catequesis, ya que esta tiene entre sus objetivos lograr que el catequizando se sitúe en el proceso de la historia de la salvación.

2. LA ENSEÑANZA DE ISRAEL. Es cierto que Israel y el Antiguo Testamento son preparación y figura de lo que estaba por venir. Pero hay algo que es permanente y, por tanto, irrenunciable: la pedagogía utilizada por el Gran Educador.

Algo que está presente en ambos Testamentos es la consideración de la historia como lugar en el que tiene lugar la acción salvadora de Dios. La Biblia no muestra al hombre un camino por el que alcanzar la salvación escapando del devenir histórico. Muestra a Dios actuando en ella, en toda ella, a través de los acontecimientos que tienen lugar y en los cuales están implicados los hombres. El descubrimiento de este sentido oculto de los hechos es el resultado de una reflexión sobre el pasado, que es reinterpretado desde la fe y permite establecer las leyes internas que lo conducen hasta el presente. Gracias a estas leyes es posible prever lo que será el futuro. El presente es fruto del pasado y semilla del futuro. Dios está presente en todo el proceso. Al creyente le toca descubrirlo en su ahora, conocer su voluntad, para dar la respuesta que de él se espera y asumir su responsabilidad. Como un árbol, hunde sus raíces en la historia del mundo y eleva sus ramas con la esperanza del mundo futuro, en el cual tendrá lugar la salvación plena y definitiva.

La voz de Dios no llega a través de visiones y experiencias maravillosas, sino por medio de hombres sujetos a todas las limitaciones de lo humano. Atrapados por la fuerza del mensaje se convierten en profetas en medio de sus hermanos. La palabra de Dios se humaniza en la palabra de un hombre. El creyente ha de ser luz en medio de un mundo en tinieblas. Su palabra y su vida han de aportar esperanza en la crisis, crítica en la falsa seguridad, sentido en el desconcierto, ánimo en el sufrimiento. En definitiva, ha de ser presencia y memoria de los valores absolutos en un mundo que cambia continuamente; portavoz de Dios en un mundo replegado sobre sí mismo. Cuando calla el profeta, Dios calla. Cuando el creyente abdica de esta tarea, Dios enmudece para los hombres de su tiempo.

Dios actúa y habla para descubrir su designio y manifestar su voluntad, de modo que los hombres configuren su vida personal y comunitaria de acuerdo con ella. La fe implica una determinada concepción de la vida, del mundo, del hombre y de Dios, pero no se reduce a esto. Trata de estructurar la existencia de acuerdo con el sistema de valores que esa concepción encierra. Gracias a esto, la vida religiosa y la moral quedan ensambladas y unidas como dos aspectos de una misma realidad. No hay amor a Dios donde falta el amor al hermano. La catequesis ha de vincular esta doble exigencia al educar el sentido moral de los creyentes.

Dado que el hombre es un ser histórico y que la historia es cambiante, cada época aporta, con sus problemas e interrogantes, una demanda a los creyentes para que revisen sus formulaciones doctrinales y sus expresiones de fe. No se trata de una revisión del mensaje, sino de su formulación. Esto responde a la necesidad de anunciarlo a cada generación y a todos los pueblos. Si la palabra de Dios se encarna en el lenguaje de los hombres para poder llegar a ellos, esta palabra ha de reencarnarse en el lenguaje de cada época y cultura para que nadie se vea privado de su luz. La catequesis ha de educar esta capacidad de responder desde la fe a cada nueva situación, sin perder la propia identidad y sin complejos. El diálogo fe-cultura, Iglesia-mundo, no es sino una exigencia del diálogo Dios-hombre que ocurre en la Revelación (cf FR 70-71, 92).

El verdadero creyente ora profunda y frecuentemente. Su oración es personal y comunitaria, y de ella arranca toda la fuerza de su vida. La oración, por supuesto, entendida como la respuesta del hombre a Dios desde la existencia concreta y diaria. El hombre que quiere configurar su vida de acuerdo con la fe que profesa encontrará no pocos motivos para dirigirse a Dios: las alegrías y las penas, el placer y el sufrimiento, el bien y el mal, la virtud y el pecado, etc., son una fuente de satisfacciones y de angustias, de certezas y de dudas, que necesita presentar ante el Dios en el que cree. La oración no es más que una consecuencia del carácter histórico de la salvación. Si Dios actúa en la historia, cada acontecimiento significativo de la misma provoca una respuesta del hombre. La catequesis no puede olvidar la educación de esta dimensión orante de la existencia, sin dejar al creyente abandonado a sus propias fuerzas.

3. LA PALABRA DEFINITIVA. El Nuevo Testamento significa la culminación de la historia de la Revelación. La realidad sucede al símbolo, el cumplimiento anula la promesa y el Hijo pasa a ser el último enviado. Hasta la consumación del universo, vivimos los tiempos definitivos, pues no habrá una nueva economía de salvación.

Cristo es la clave de todo. El Antiguo Testamento es reinterpretado desde el misterio que él es y que en él se realiza, de modo que muchos textos, personajes y símbolos del mundo religioso que él representa son redimensionados y adquieren un nuevo significado y valor. El Nuevo Testamento no es sino una presentación de su vida y enseñanza y un desarrollo de las mismas.

Y no sólo es clave de la Escritura; es también el eje de la historia de la salvación, que se divide en dos partes: la que preparó su venida y la que siguió a partir de ella. Igualmente en la vida del hombre el encuentro con Cristo marca un giro radical en su existencia. Su palabra y su vida pasan a ser la clave o el principio estructurados de toda la vida personal y comunitaria. Cristo es, por consiguiente, la presencia salvadora de Dios en la historia, el profeta por excelencia, ya que él mismo es la palabra viva de Dios, el cumplimiento perfecto y ejemplar de la voluntad de Dios que lo llevó a aceptar la muerte en la cruz, el modelo del diálogo entre Dios y los hombres y el maestro de oración. La catequesis ha de ser un permanente anuncio de Jesucristo y ha de crear las condiciones oportunas para que se dé el encuentro personal con él.

La Iglesia hace presente a Cristo a lo largo del tiempo y en todas partes, como sacramento universal de la salvación. No es posible el acceso pleno a Cristo si no es en ella, ni se puede comprender su ser en profundidad más que en referencia a él. Ni la Iglesia sin Cristo, ni Cristo sin la Iglesia. Sólo un falso planteamiento puede llevar a establecer una separación entre ellos. No obstante, hay que admitir que se ha podido llegar históricamente a un planteamiento semejante por el escándalo que ha supuesto para algunos la realidad imperfecta de la Esposa de Cristo. Para evitar esto ha de vivir en un permanente estado de conversión que la haga ser en todo momento reflejo de su Señor. No obstante, siempre habrá imperfecciones en ella, porque imperfecto es todo lo humano y humanos son sus miembros. La catequesis ha de educar esta conciencia de pertenencia a la Iglesia y el deber de todos los creyentes de reflejar en su vida la vida del Señor.

La Iglesia recibió de Cristo la misión de evangelizar a todos los hombres y lleva a cabo esta tarea en el ministerio de la palabra. No se anuncia a sí misma, ni es ella la meta de su predicación. Cristo es el objeto de su anuncio, y hacer llegar su salvación a todos los hombres la razón de su predicación. La catequesis no es sino la acción por la que conduce a sus hijos a una comprensión más profunda de Cristo y su misterio, que les permita dar a su vida el sentido y la configuración que él exige. No puede, por consiguiente, abandonar esta tarea sin que la vida de fe de los creyentes se atrofie o derive hacia manifestaciones impropias de su condición.

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Francisco Echevarría Serrano