NUEVO TESTAMENTO
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SUMARIO: I. Historia de los escritos del Nuevo Testamento: 1. La formación del Nuevo Testamento; 2. La fijación del canon. II. El contenido del Nuevo Testamento: 1. Sinópticos y Hechos; 2. Escritos de Pablo; 3. Cartas católicas; 4. Escritos joánicos.


En la tarea de creación literaria del Nuevo Testamento la Iglesia no pretendió elaborar una síntesis perfecta de pensamiento religioso, sino recoger el mensaje de los primeros testigos y consolidar la fe (Le 1,1-14; Jn 20,31). Esto confiere a algunos de los escritos un carácter ocasional y de respuesta a problemas concretos. El estudio de cada escrito nos permite conocer la comunidad de origen o de destino.

Desde una perspectiva catequética, el estudio del Nuevo Testamento nos ofrece la oportunidad de conocer el modo de actuar de la Iglesia en este período. De ello podemos derivar criterios metodológicos inspirados no sólo en el contenido, sino también en la experiencia y la vida de aquellas comunidades. Se nos plantea el mismo problema que en el Antiguo Testamento con la pedagogía que Dios siguió con su pueblo. Acostumbrados a considerar la palabra de Dios sólo como palabra-dicha, olvidamos su carácter de palabra-acontecimiento, y con ello corremos el peligro de convertir la catequesis en la transmisión de un saber religioso y la fe en la simple aceptación de un sistema doctrinal.


I. Historia de los escritos del Nuevo Testamento

El Nuevo Testamento tuvo una historia redaccional similar a la del Antiguo Testamento, si bien el período transcurrido desde la tradición oral hasta la obra escrita fue mucho más breve –un siglo aproximadamente– y su contenido más unitario, por centrarse en un solo personaje: Jesús de Nazaret. Más lenta fue, por el contrario, la clarificación de los libros que habrían de formar parte de esta colección. La Iglesia necesitó varios siglos para fijar el canon. De hecho, la última palabra en este punto no se dijo hasta el concilio de Trento.

1. LA FORMACIÓN DEL NUEVO TESTAMENTO. La dinámica que generó el Nuevo Testamento fue la misma que la del Antiguo Testamento. El proceso hecho-palabra-acontecimiento vuelve a repetirse. A través del kerigma (palabra), Jesús de Nazaret (hecho) es presentado como el Cristo (acontecimiento). La Iglesia necesitó un tiempo de clarificación conceptual para pasar del judaísmo al cristianismo, del Jesús de la historia al Cristo de la fe, del hijo de María al Hijo de Dios. Los escritos neotestamentarios reflejan esta indefinición inicial cuando nos presentan a los apóstoles subiendo al templo a orar (He 3,1), discutiendo sobre la obligatoriedad de la circuncisión (Gál 2) o reticentes al contacto con los paganos (He 10).

No fueron ajenos a esta labor de clarificación la historia y los problemas con los que hubieron de enfrentarse. El evangelio de Marcos y el Apocalipsis sugieren una comunidad que sufre la amenaza exterior de la persecución. Mateo hace pensar en una comunidad que necesita comprender su relación con el judaísmo y el Antiguo Testamento. Pablo describe en sus cartas grupos cristianos problematizados y a veces divididos. Estudiar la historia del Nuevo Testamento es, de alguna manera, estudiar la vida de una Iglesia en busca de su propia identidad. Las fases por las que fue pasando quedan reflejadas en los diversos escritos y, dentro de un mismo libro, en la variedad de fuentes utilizadas.

El punto de partida es Jesús de Nazaret. Siguiendo la tradición de los grandes maestros, él no escribió nada. Más aún, a sus discípulos no les mandó escribir, sino predicar (Mc 16,15). Durante muchos años, su vida y sus enseñanzas fueron pura tradición oral, en la cual se mezclaban los datos informativos con la confesión de fe. Si queremos llegar al dato original, al hecho histórico, hemos de investigar en los escritos que lo han transmitido. La dificultad radica en que estos no son crónicas, sino evangelio, es decir, el relato de los hechos tal como los interpreta una comunidad que cree en Jesús de Nazaret como mesías, Hijo de Dios y salvador. Debido a que es muy escasa la información no cristiana sobre Jesucristo, cualquier intento de llegar a él parece inútil. Lo cual no significa que la comunidad primitiva inventara los hechos o que estos carezcan de importancia. Es cierto que los evangelios no son una biografía de Jesús hecha siguiendo un orden lógico y cronológico: faltan datos sobre la mayor parte de su vida, no coinciden las indicaciones geográficas o las referencias temporales; incluso las palabras que se le atribuyen tienen distinto sentido según el evangelista que las recoge... Pero esto no significa que los evangelios no estén reproduciendo la esencia de su vida y de su predicación. El proceso seguido por los pioneros no difiere del que se da en cualquier hombre que vuelve sobre su pasado para encontrarle sentido. De cualquier hecho, lo primero que se tiene es un conocimiento descriptivo y, por consiguiente, superficial. Con el tiempo y gracias a hechos posteriores van destacándose como fundamentales aspectos que en un principio pasaron desapercibidos. Finalmente el hecho es reformulado e incluso descrito de un modo diverso desde la nueva visión que se tiene de él.

La convivencia durante varios años con Jesús convirtió a los apóstoles en testigos predilectos y confidentes (Mc 4,34) del Rabí de Galilea. Es lógico que el sentido último de numerosos hechos y discursos les pasara desapercibido (Mc 6,52; 8,14-21; 9,10; etc.) hasta que la experiencia del contacto con el resucitado les hizo volver sobre ellos y comprenderlo en su verdadero sentido. Cuando se lanzan a predicar, es esto lo que anuncian y no la experiencia primera.

Los escritores sagrados reflejan el último estadio del proceso, y por ello no tienen reparos en adaptar los elementos que consideran oportunos, si ello sirve a su propósito. No estamos ante una tergiversación de los hechos ni ante una creación literaria perteneciente al género de la novela histórica, sino ante una descripción de los hechos que pone de relieve el sentido profundo de los mismos, lo cual no quita valor histórico a lo narrado ni desautoriza al narrador, sino que hace de él un creyente y un testigo.

La valoración del núcleo histórico de los evangelios es de gran importancia para la catequesis y un elemento clave para diferenciarla de la formación religiosa escolar. Sin él, el cristianismo no pasaría de ser un sistema de pensamiento, ordenado al establecimiento de un orden moral concreto, como ocurrió con el estoicismo. Un planteamiento semejante conduce a una sobrevaloración de los conocimientos al identificar fe y saber, lo cual a su vez lleva a entender la catequesis como un aprendizaje (memorismo) y a considerar como el objetivo de la catequesis la adopción de determinados comportamientos (moralismo), cayendo así en la religiosidad del mérito y olvidando el carácter gratuito de la salvación.

En un planteamiento de este tipo, el orden moral no es entendido como un modo de vivir consecuente con la fe, sino al revés: la fe es sólo la justificación racional de un modo de vida gracias al cual el hombre consigue, por los méritos acumulados, el bien de la salvación. El hombre se salva y el hombre se condena. Dios se limita a dictar sentencia. No hay lugar para la gracia y para la misericordia en un planteamiento semejante. En otros casos la catequesis se confunde con la formación religiosa escolar. A esta le interesa el hecho religioso en sí mismo, al margen de las implicaciones existenciales que este conlleva; se interesa por él como un sistema de verdades que aporta una visión del mundo, del hombre y de la existencia, que se expresa en unos ritos, que configura un período de la historia o condiciona el universo cultural de un pueblo. El estudio debe ser objetivo, es decir, no implica existencialmente al que lo afronta. Cuando la catequesis asume los objetivos y métodos de la enseñanza religiosa, el compromiso de vida queda reducido a un elemento de segundo orden.

Cuando Jesús es arrebatado al cielo (He 1,9), sus seguidores se refugian en Jerusalén, donde permanecen unidos en oración con María. La venida del Espíritu los marcó profundamente y provocó un cambio de actitud. A partir de ese momento, se lanzan a anunciar la experiencia de la que habían sido testigos, iniciándose así la fase del anuncio oral del evangelio. Las circunstancias en las que se debatían hacen difícil pensar que hubiera una preocupación literaria. El convencimiento de que el fin de los tiempos era algo inminente estaba en la conciencia de la primera comunidad cristiana. El mismo Pablo se considera uno de los que verán al Señor antes de morir (1Tes 4,15-17). ¿Qué sentido podía tener escribir cuando el final estaba tan cerca? Por otra parte, no hay que olvidar que los primeros testigos eran y se sentían judíos. Entendían su misión como el anuncio a los hijos de Israel de la salvación realizada en Jesucristo, y para ello contaban con las Sagradas Escrituras del judaísmo. Sólo ellas gozaban de autoridad ante sus hermanos y, por tanto, sólo a partir de ellas podían demostrar que en Jesús se habían cumplido las profecías.

Estamos, además, ante un grupo preocupado por encontrar su propia identidad, algo que no empezará a aclararse hasta que la incorporación de paganos y la persecución judía les hagan comprender que forman un grupo aparte. Cuando la persecución se recrudeció y fue asumida por el Imperio romano, surgió una profunda crisis similar a la vivida por Israel en el exilio: o acababa la Iglesia por la desaparición de los creyentes o acababa por la apostasía de sus miembros. Esto condujo a una revisión de la idea de la parusía como algo inmediato y a una vuelta a los orígenes para encontrar una explicación de lo que estaba ocurriendo. Sólo entonces surgió la necesidad de escribir.

No conservamos ningún testimonio escrito del contenido de esta predicación, pero las líneas esenciales de la misma podemos deducirlas a partir de los discursos recogidos en He 2,14-39; 3,12-26; 4,9-12; 5,30-32; 10,34-43; 13,16-41. Todos ellos están construidos según el mismo esquema, en el cual aparecen la muerte y resurrección de Jesús como el cumplimiento de las profecías del Antiguo Testamento. C. H. Dodd resume así el contenido del kerigma: El día del Mesías, anunciado por los profetas, ha llegado; todo ha sido actualizado en la vida, muerte y resurrección de Jesús, que, según la Escritura, se han desarrollado conforme a un plan trazado por Dios; por la resurrección ha sido exaltado a la derecha de Dios como jefe mesiánico del nuevo Israel; el Espíritu Santo es en la Iglesia el signo del poder y de la gloria de Jesús; la era mesiánica llegará pronto al fin con la vuelta del Señor. El kerigma concluye siempre con una invitación a la penitencia, el ofrecimiento del perdón y del Espíritu y la promesa de la salvación. A esto se añade, cuando el auditorio es de origen pagano, la exhortación a apartarse de la idolatría y a volverse al Dios único y verdadero. La respuesta a este anuncio es el acto de fe, por el cual se proclama que Jesús es el Señor (lCor 8,6). Esta confesión de fe da origen a una serie de fórmulas que más tarde serán recogidas en los escritos del Nuevo Testamento (Rom 1,3-4; 10,9; ITes 4,14; lCor 15,3-5).

Este período es importante porque muestra que la fe es engendrada por el anuncio vivo del evangelio y no por la palabra escrita, lo cual da al ministerio de la palabra un valor trascendental para la vida de la Iglesia. Esto hace, además, que todo el que acepte en su corazón y en su vida que Jesús de Nazaret es el Hijo de Dios, el mesías anunciado y el Señor, quedará vinculado no a un movimiento doctrinal, sino a una comunidad (Mt 12,50), la cual se estructura y vive de acuerdo con el mensaje y la vida de Jesucristo (He 2,42-47; 5,12-16). La relación personal entre el apóstol y el evangelizando es un elemento constitutivo de la acción evangelizadora, y nunca podrá ser sustituido por otros medios aparentemente más eficaces.

Coincidiendo con la etapa anterior, comienzan a aparecer pequeñas unidades literarias y colecciones de carácter funcional, como himnos litúrgicos (Flp 2,6-11; Col 1,15-20; 1Tim 3,16; Ef 1,3-14), relatos de milagros, o resúmenes de discursos de Jesús y, sobre todo, la historia de la pasión. No cabe pensar todavía en una intención literaria. Se trata únicamente de que las primeras comunidades cristianas, al organizar su vida, producen los textos que necesitan para expresar y estructurar su existencia, permaneciendo fieles a sus orígenes. Algo muy importante, sin embargo, está ocurriendo: la memoria del pasado, la vida interna de las comunidades y los acontecimientos en que se ven envueltas, sobre todo el rechazo del judaísmo oficial y la persecución, provocan un proceso de clarificación sobre la persona, vida y doctrina del Señor. Las Iglesias viven un período de iluminación que se refleja en la producción literaria de esta etapa. De hecho, los evangelistas, cuando redacten sus evangelios, se limitarán con bastante frecuencia a insertar en la obra estos fragmentos, sin apenas correcciones, como el constructor que levantara un gran edificio a base de columnas, sillares y otros elementos arquitectónicos anteriores.

Al mismo tiempo, tiene lugar un proceso de clarificación doctrinal y moral. Así surge la parénesis, o exhortación a llevar una vida de acuerdo con las exigencias del evangelio. En los ambientes judeocristianos el problema se centra en la vigencia de la Ley mosaica, mientras que en los helenísticos se trata más bien del necesario abandono de las costumbres paganas. Las cartas de Pablo son un buen testimonio del tipo de instrucción moral que se daba a las diversas comunidades. En las secciones exhortativas recoge catálogos de virtudes (Gál 5,22-24; Flp 4,8-9; Ef 4,1-2; etc.) y vicios (Rom 1,29-31; lCor 6,9-10; Gál 5,19-21; etc.), recomendaciones de carácter familiar (Col 3,18–4,1; Ef 5,22–6,9; 1Tim 2,8-15; Tit 2,1-10) o análisis de casos concretos (lCor 5-6).

Las Iglesias aparecen en este período como comunidades vivas, en crecimiento constante, no sólo por la difusión del evangelio, sino, ante todo, por la profundización en el mismo y por la capacidad de crear fórmulas de fe, instituciones comunitarias y ritos en consonancia con la nueva visión religiosa que el Señor les había proporcionado. Lo mismo que los profetas en el Antiguo Testamento, supieron mirar hacia el futuro desde la fecunda experiencia del pasado, pero sin dejarse bloquear por él. La vida eclesial de ese momento muestra una exigencia que debe ser considerada eje de toda la acción catequética: es necesario construir el presente en comunión con el pasado y con la mirada puesta en el futuro. El difícil equilibrio que esto supone es la clave de toda catequesis.

Cuando la tradición comienza a verse amenazada por la desaparición de los primeros testigos y la multiplicación de las Iglesias da origen a diversas interpretaciones, se plantea la necesidad de crear una literatura canónica que garantice la transmisión íntegra y la recta interpretación de lo recibido (Lc 1,4).

El primer evangelio que aparece es el de Marcos. Su autor, muy vinculado a Pedro (He 13,5; lPe 5,13), parece recoger la predicación del príncipe de los apóstoles. Dado que suele explicar las costumbres judías (Mc 7,3-4) y que contiene algunos latinismos, hemos de suponer que sus destinatarios son de origen romano, tal como afirma la tradición (prólogo antimarcionita). En cuanto a la fecha de composición, podemos situarlo antes de la destrucción de Jerusalén —ocurrida el año 70—, puesto que no hace referencia a ella. La iniciativa de Marcos fue bien acogida en las iglesias cristianas, pero la debieron considerar insuficiente. En los medios judeo-cristianos existían materiales no recogidos en su evangelio, sobre todo palabras de Jesús, y además no destacaba suficientemente el cumplimiento de las profecías en él. El evangelio de Mateo aparece como una respuesta más completa al problema de la transmisión y fijación de la predicación apostólica. Al mismo tiempo, en los ambientes helenistas, Lucas lleva a cabo una gran obra de interpretación de la historia, poniendo a Cristo como eje de la misma, que cristaliza en una obra dividida en dos partes (Lc-He). La tesis —según se desprende de dos hechos programáticos (Lc 4,16-30; He 28,23-28)—es que el evangelio ha sido anunciado a los paganos porque sus primeros destinatarios, los judíos, lo han rechazado. Más tarde aparece el evangelio de Juan, elaborado desde la altura de una larga reflexión que ha calado en el sentido de muchas cosas.

Esta actividad literaria coincide con un período de persecución. La dificultad de permanecer fieles a la fe y la desaparición de los apóstoles les lleva a buscar luz y fuerza en el Señor. Junto a los evangelios aparecen escritos destinados a animar y alentar la perseverancia, encontrándole un sentido al sufrimiento (Ap, Heb, lPe). Con la muerte de Domiciano —año 96— esta situación se ve aliviada y los escritos que aparecen no insisten tanto en la paciencia como en la disciplina interna de la Iglesia. Las cartas a Timoteo y Tito, las de Juan y Judas y 2 Pedro —último escrito del Nuevo Testamento— aparecen en este período.

Es ahora cuando puede hablarse de que la primera comunidad cristiana tiene conciencia de poseer unas Escrituras Sagradas que han de añadirse a las del judaísmo. El significado de este hecho es trascendental para comprender la historia de la Iglesia. Gracias a él, lo que fue entendido como un final se convirtió en un principio y la historia de la salvación quedó redimensionada. Cristo pasa de ser la esperanza de Israel a ser la clave de la historia humana universal. La superación del nacionalismo religioso judío garantizó la supervivencia de la Iglesia. Si esta hubiera cedido a la tentación de imponer la Ley mosaica a los conversos del paganismo, no habría pasado de ser una secta judía, y habría seguido el destino que la historia tenía reservado al Judaísmo.

2. LA FIJACIÓN DEL CANON. Junto a los escritos apostólicos aparecieron otros que, de modo anónimo o pseudoepigráfico, reclamaban la misma autoridad. Varios siglos duró la labor de discernimiento que condujo a fijar los libros que integran el Nuevo Testamento. Tres fueron los hechos que provocaron el debate interno de la Iglesia en esta línea.

a) En primer lugar, la aparición de sectas o corrientes de pensamiento disidentes: los judeocristianos que, expulsados de la sinagoga y vistos con recelo por los helenistas, se fueron replegando sobre sí mismos hasta desaparecer; los gnósticos, que reconocían, junto a las Escrituras, el carácter revelado de los escritos de los grandes maestros como transmisores de la verdadera tradición oral; los montanistas, que se consideraban portadores de una revelación superior a la de los evangelios. Frente a estos grupos, la Iglesia necesitaba destacar la importancia de los evangelios y de los demás escritos apostólicos como única norma y como revelación definitiva.

b) El segundo hecho fue el rechazo del Antiguo Testamento y la propuesta de un canon breve del Nuevo Testamento hecha por Marción a mediados del siglo II. Para él el Dios Padre de Jesucristo no tenía nada que ver con el Dios creador del Antiguo Testamento, y las únicas escrituras válidas eran un evangelio similar al de Lucas, sin las referencias judías, y diez cartas de Pablo. Esta iniciativa forzó a la Iglesia a establecer el canon de libros revelados, eliminando los apócrifos y sospechosos.

c) Finalmente, el tercer hecho fue la publicación del Diatessaron de Taciano, que, al hacer una síntesis de los cuatro evangelios eliminando duplicados, combinando textos e incluso introduciendo algunas tradiciones, atentaba contra la tradición cuatriforme del evangelio. La obra fue aceptada al principio, puesto que era ortodoxa, pero jamás llegó a suplantar a los cuatro evangelios.

En esta situación de pluralismo y búsqueda, los responsables de las Iglesias luchaban por conservar el depósito recibido y defenderlo de la agresión a que se veía sometido. El criterio seguido era el de la tradición apostólica, garantizada por la sucesión episcopal, por el contenido de los libros y por su uso en las asambleas. La tarea era doble: establecer el catálogo de libros y fijar el texto recibido. El Canon de Muratori muestra que, a finales del siglo II, la mayor parte de los escritos neotestamentarios son reconocidos y leídos en la Iglesia de Roma. Los únicos escritos que faltan son Heb, 1-2Pe y 3Jn. Orígenes, sin embargo, reflejando el uso de la Iglesia griega, distingue entre libros aceptados universalmente (los cuatro evangelios, He, 13 cartas de Pablo, 1Pe, 1Jn y Ap), los discutidos (2Pe, 2-3Jn, Heb, Sant y Jds) y los rechazados (los evangelios de los egipcios, Tomás, Basílides y Matías). Eusebio reelabora a principios del siglo IV esta clasificación, y coloca entre los aceptados la Carta a los hebreos. A finales del siglo IV se llega a un pleno acuerdo sobre el reconocimiento de los 27 libros que integran el Nuevo Testamento en el concilio de Cartago (397). En el siglo XVI los protestantes vuelven a plantear el problema de la canonicidad de ciertos escritos, al sustituir los criterios externos vinculados a la autoridad del Magisterio y de la tradición por criterios internos. El concilio de Trento reaccionó frente a esto, y en el decreto Sacrosancta (8 abril 1546) definió solemnemente semel pro semper el canon de las Sagradas Escrituras. En el mundo católico la cuestión quedaba definitivamente resuelta.

En el contexto de la catequesis el problema del canon no pasaría de ser un problema estrictamente teológico, si no fuera porque nos pone en contacto con un modo de actuar de la Iglesia directamente relacionado con la catequesis. Una verdad sólo es asumida expresamente cuando es puesta en crisis. De este modo la crisis se convierte en un factor de crecimiento. En consonancia con la psicología evolutiva, se puede afirmar que lo que es plenitud en una etapa de la vida, ha de ser puesto en crisis y superado para acceder a niveles superiores. La catequesis ha de ser fiel al principio de la superación si quiere ser coherente con la historia de la revelación y con la psicología humana, y evitar fijaciones que bloquearían el proceso de la fe.


II. El contenido del Nuevo Testamento

En el Nuevo Testamento podemos distinguir un primer bloque de libros de carácter histórico formado por los evangelios, a los que se une el libro de los Hechos como segunda parte del evangelio de Lucas. Viene a continuación el conjunto formado por las cartas de Pablo, el gran sistematizador del pensamiento cristiano, a las que unimos la Carta a los hebreos por las afinidades que presenta. En un tercer grupo se recogen las cartas dirigidas a la Iglesia universal, de ahí el nombre de católicas. La colección se cierra con el libro del Apocalipsis.

1. SINÓPTICOS Y HECHOS. La palabra evangelio significó originariamente la paga que se daba al portador de una buena noticia y, más tarde, la buena noticia en sí misma. Se utilizó sobre todo en el contexto del culto al emperador, considerado desde los tiempos de Alejandro Magno una manifestación de la divinidad. Sin embargo, no es aquí donde hay que buscar el origen del término tal como se utiliza en el Nuevo Testamento. Su origen es claramente veterotestamentario. Utilizado para referirse a noticias relativas a la vida profana (2Sam 18,19-20), adquiere en el Deuteroisaías un sentido profundamente teológico. En Is 40,9 aparece el mensajero de la paz con la misión de anunciar que Dios viene a traer la salvación. El contenido de su anuncio se amplia en 52,7 y, en 61,1-3 aparecen sus destinatarios: los pobres, los cautivos, los que lloran, los abatidos...

En el Nuevo Testamento su sentido va a sufrir una gran transformación. Comienza significando el contenido del mensaje que Jesús anuncia: «El reino de Dios está cerca» (Mc 1,14). El aparece como mensajero o sujeto que anuncia la buena noticia, como aquel en el que se cumple la profecía de Isaías (Lc 4,18-21). Muy pronto, sin embargo, empieza a verse a Jesús como aquel que hace presente, en su palabra y sobre todo en su vida, el reino de Dios. De esta manera pasa de ser el que anuncia a ser objeto del anuncio. Cuando Marcos escribe su evangelio ya se ha producido esta transformación, y por eso habla del evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios (Mc 1,1). Pablo utiliza con frecuencia el término en sentido absoluto, indicando así que su contenido ha sido ya asumido por las comunidades. Una vez escritos los evangelios, se produce un nuevo cambio: se utiliza el término para designar los libros en que se narra el acontecimiento salvador que es Jesucristo. Primero se habla del evangelio tetramorfo y más tarde de los cuatro evangelios. El Canon de Muratori es testigo de esta evolución.

La Iglesia, sin embargo, siempre ha hablado del evangelio de Jesucristo para referirse a la salvación que el hombre alcanza en él como algo distinto de los libros en que se narra el acontecimiento. El objeto de su anuncio no es, por tanto, un libro, sino una persona de la que confiesa que es Hijo de Dios y salvador del mundo. La catequesis es por ello un verdadero acto de evangelización que implica existencialmente al enviado y al destinatario.

Al comparar entre sí los tres primeros evangelios, se observa que tienen bastantes puntos en común, a la vez que notables diferencias. La investigación en este terreno ha llevado a la conclusión de que Marcos es el más antiguo y fue utilizado como fuente por Mateo y por Lucas. Estos, además, debieron utilizar un documento que se habría formado al recopilar palabras de Jesús y resúmenes de su predicación. Cada uno de ellos, a su vez, debió contar con informaciones propias. Esta diversidad y unidad nos muestra que los evangelistas no pensaban en escribir biografías de Jesús, sino en presentar un testimonio escrito de la buena noticia del reino de Dios realizado en Jesucristo, Hijo de Dios, mesías y salvador.

a) El evangelio de Marcos fue escrito siguiendo un criterio geográfico, a partir de colecciones anteriores. En él pueden aislarse fácilmente unidades literarias menores, que parecen haber sido agrupadas por temas (milagros 4,35–5,43; controversias 2,1–3,6; instrucciones 9,33-50; parábolas 4,1-34; etc). Estos materiales debieron ser organizados por el redactor a partir de la geografía, resultando la siguiente estructura: después de una breve introducción (1,1-13), narra el ministerio de Jesús en Galilea (1,14–6,13), durante el cual fue formado el grupo de los Doce. Sigue a continuación su actividad fuera de Galilea (6,14–8,26) y el viaje a Jerusalén (8,27–10,52), estructurado a partir de los anuncios de la pasión (8,27-33; 9,30-32; 10,32-34). La última parte nana la predicación de Jesús en Jerusalén (11,1–13,37) y la pasión y resurrección (14,1-8). Más tarde se le añadió un relato de las apariciones (16,9-20).

La tradición identifica a su autor con el Juan Marcos de He 12,12, relacionado con Pablo y Bernabé (He 12,25; Col 4,10; 2Tim 4,11) y con Pedro (IPe 5,13). Este habría escrito su evangelio para los cristianos de Roma (prólogo antimarcionista, Ireneo, Clemente de Alejandría) entre el 60 y el 70.

¿Qué motivos le impulsaron a escribir el evangelio, iniciando así un género literario nuevo y de importancia única en la vida de la Iglesia? La respuesta a esta pregunta hay que buscarla en la comunidad para la que escribe. Roma vive bajo la crueldad de Nerón, que incendia la ciudad el año 64 y desata la primera gran persecución contra los cristianos, acusados del mismo. En ella mueren Pedro y Pablo. En Palestina se vive un período de agitación que lleva a la destrucción de Jerusalén en el 70. En este ambiente de violencia y persecución, los cristianos ven desaparecer a sus líderes sin que se produzca la parusía. Esto provoca una profunda ansiedad que pone en peligro la fidelidad a la fe recibida y la estabilidad del grupo. Para hacer frente a la crisis se vuelven a los orígenes, a Jesús,

con el deseo de encontrar en su mensaje y en su vida el sentido de la historia que estaban viviendo, de ahí que la cruz sea una de las claves teológicas de este evangelio. La muerte de Cristo es el ofrecimiento al Padre hecho para salvación de los hombres (Mc 10,45; 14,24). Es precisamente en ese gesto de suprema renuncia y entrega donde se realiza su mesianismo. Este es también el sentido de la cruz que ellos están soportando y el valor de su sufrimiento. La preocupación del evangelista no es refutar errores o desmentir falsas interpretaciones, sino confirmar la fe de una comunidad en crisis.

La intencionalidad catequética del escrito no aparece sólo en la clave de la cruz. La unidad temática de las secciones, la incipiente organización eclesial, la declaración del centurión en el momento de la muerte (Mc 15,39) y el capítulo 13, entre otras cosas, muestra que estamos ante un escrito que trata de ayudar a una comunidad atormentada por profundos interrogantes que necesitan ser despejados. La doctrina empieza a sistematizarse, las funciones se estructuran según las necesidades, la personalidad y carácter divino de Jesús se van defendiendo, la historia contemporánea es interpretada a la luz de la historia de Jesús y de su doctrina... Marcos refleja una comunidad preocupada por la firmeza de la fe de sus miembros y la perseverancia en medio de la dificultad y la persecución.

b) Mateo es el más extenso de los cuatro evangelios. Escrito entre el 80 y el 90, refleja la situación de una comunidad que trata de comprender su relación con el judaísmo. Comienza con el evangelio de la infancia, que destaca la vinculación de Jesús con el pueblo de Israel, su ascendencia davídica y la universalidad de la salvación. Sigue la primera parte (3,1–13,53), que es la proclamación del Reino por las obras y las palabras de Jesús. Introducido en la vida pública por Juan, es bautizado en el Jordán antes de adentrarse en el desierto, donde será sometido a las mismas tentaciones que el pueblo de Dios (3-4). El sermón de la montaña (5-7) muestra la nueva justicia, superior a la de los escribas y fariseos, que debe caracterizar a los discípulos. La implantación del Reino no será, sin embargo, fácil: encuentra numerosas resistencias, que Jesús va venciendo con su poder (8-9), si bien los adversarios se volverán contra los mensajeros que lo anuncien (10); esto no es de extrañar, puesto que él mismo ha sido objeto de incomprensión y de hostilidad (11-12). La razón de este rechazo es la dureza de corazón que hace incomprensible el misterio del Reino (13).

La segunda parte es una descripción de las diversas posturas que se adoptan ante el anuncio del Reino: la fe y el rechazo (13,54—16,12). A partir de este momento se sigue más fielmente el relato de Marcos. Frente a la incredulidad de sus paisanos y de Herodes (13,54–14,12), destaca la adhesión de la multitud (14,13-36). Jesús aparece en esta sección criticando unas tradiciones (15,1-20) y unas enseñanzas (16,1-12) que obstaculizan la fe de la gente sencilla (15,21-39). La profesión de fe de Pedro (16,13-20) enlaza esta parte con la siguiente.

La tercera parte (16,21–20,34) muestra el viaje a Jerusalén, a lo largo del cual se va explicando el sentido de la cruz a partir.de los tres anuncios de la pasión (16,21-23; 17,22-23; 20,17-19). La muerte violenta es el final de un profeta que quiere permanecer fiel a su misión.

La cuarta parte (21-25) recoge la actividad y discursos de Jesús en Jerusalén, los dos días anteriores a la pasión. En el primero tiene lugar la entrada en la ciudad y el episodio del templo (21,1–22,17); en el segundo destacan las discusiones en el templo (21,23–23,39) y el discurso escatológico (24,3–25,46). Jesús se presenta como mesías, pero no es aceptado por los responsables del pueblo. Esto provoca una fuerte discusión pública, que termina con la desautorización abierta de los escribas y fariseos y el anuncio del final de un sistema religioso centrado en el templo. Una vez que se ha retirado, Jesús se dedica a advertir a los suyos de las dificultades que se avecinan, exhortándoles a permanecer fieles. El evangelio se cierra con el relato de la pasión, muerte y resurrección de Jesús (26-28).

La identificación del autor con el apóstol Mateo no encuentra apoyo en la crítica interna. El uso que hace del Antiguo Testamento muestra que está dirigido a una comunidad que le reconoce autoridad, es decir, de judeocristianos, a la que habría que situar en Siria entre los años 80 y 90.

El problema de los grupos judeocristianos era clarificar su situación de cara al judaísmo. Estos cristianos seguían obedeciendo la Ley y lucharon en la Iglesia primitiva por la obligatoriedad de sus preceptos, creando no pocos enfrentamientos con los helenistas a causa de ello. Por otra parte, en el año 80 fueron proscritos por el judaísmo oficial al ser considerados entre los grupos sectarios. Mateo propone una salida por vía de superación y cumplimiento: la Ley ha quedado inutilizada porque las exigencias del evangelio son mayores (Mt 5,24-48); la piedad exterior resulta insuficiente y vacía ante la actitud del corazón (6,1-18); esto significa la implantación de un orden religioso nuevo (6,19–7,27), en el cual tienen cabida todos los hombres (28,19).

El evangelio de Mateo es, por consiguiente, un escrito de consolación para una comunidad angustiada por las exigencias de una doble fidelidad. Su autor fue capaz de mirar al pasado para encontrar en las profecías el sentido del presente, sin que esto significara defender planteamientos regresivos. Esto implicaba una superación del judaísmo de modo pacífico, sin ruptura. Al mismo tiempo proyecta una nueva luz sobre el presente eclesial de la comunidad, ocupada en mejorar sus relaciones interiores, su organización, los actos de culto y el apostolado.

Desde un punto de vista catequético, hay que destacar en primer lugar el hecho de la alternancia relato-discurso que parece responder al convencimiento de que en Jesús se dan dos aspectos complementarios: su vida y su mensaje. La dimensión existencial y la doctrinal de la fe quedan así diferenciadas y a la vez vinculadas. Son aspectos pero no realidades distintas. El olvido de esta relación lleva a comportamientos pastorales que, a la larga, dan lugar a cristianos cultos, pero no adultos en la fe. Otro hecho significativo es que numerosos pasajes de este evangelio reflejan la práctica catequética de la Iglesia primitiva. Así, por ejemplo, el sermón de la montaña es una catequesis sobre la identidad del discípulo de Cristo, en contraposición con la enseñanza de los escribas y fariseos, y el discurso eclesiástico, una instrucción sobre las relaciones entre los miembros de la comunidad.

c) La obra de Lucas se divide en dos partes que él relaciona en He 1,1. La estructura global de Lc-He refleja que el autor ha seguido un criterio a la vez geográfico y teológico, en el cual Jerusalén es el centro del mundo y de la historia. Después del prólogo (Lc 1,1-4), en el que explica el método seguido y las razones que le han llevado a escribir el evangelio, coloca la historia de la infancia (1,5–2,52). Contraponiendo la anunciación y nacimiento de Juan y de Jesús, muestra el carácter excepcional del Mesías frente al precursor. Sigue a continuación la introducción al ministerio de Jesús (3,1–4,13) con el ministerio de Juan y las tentaciones en el desierto.

El resto de la obra sigue un plan concéntrico en la distribución de las secciones: a) ministerio de Jesús en Galilea (Lc 4,14–9,50); b) viaje a Jerusalén (9,51–19,27); c) en Jerusalén: la Pascua (19,28–24,53); c) en Jerusalén: Pentecostés y primeros pasos (He 1,1–9,31); b) el camino hacia los gentiles (9,32–15,35); a) ministerio de Pablo entre los gentiles (15,36–28,31).

Llama la atención que en el tercer evangelio Jerusalén nunca es punto de partida de ninguna acción. Siempre es el lugar hacia el cual Jesús se dirige para cumplir en ella plenamente su misión. Una vez realizada, Jerusalén es punto de partida de la difusión del evangelio. La actividad de Jesús va desde el ambiente gentil de Galilea a la ciudad santa. La actividad de la Iglesia empieza en Jerusalén y termina en medio de los gentiles. Jerusalén es, pues, el centro geográfico hacia el que todo confluye y desde el que todo irradia. Pero es, además, el lugar en el que acontece la pascua de Jesús, es decir, su pasión, muerte y resurrección. Por ello es un símbolo teológico y los acontecimientos que la tuvieron por escenario son el centro de la historia. El pasado culmina en el tiempo de Jesús y este es el comienzo del futuro. Lucas conjuga perfectamente dos niveles de lectura: el histórico-geográfico y el simbólico-teológico. De ese modo transforma la historia de la humanidad en historia de la salvación.

Lucas salva a la Iglesia primitiva del nacionalismo religioso, que le habría hecho replegarse en sí misma. Este planteamiento global, en el que los paganos aparecen como destinatarios del evangelio, y la insistencia en el rechazo del mismo por parte de los judíos, nos hace pensar que fue escrito para defender el universalismo de la salvación frente a las pretensiones de los judaizantes. En este sentido podemos afirmar que su autor pertenecía al círculo de Pablo, el apóstol de los gentiles. Por otra parte, dado que viene a calmar las inquietudes religiosas de quienes, siendo judíos, se vieron excomulgados por la Sinagoga, su redacción no puede ser anterior al año 80.

Desde el punto de vista catequético, la obra de Lucas es la que mejor refleja la praxis de la primera comunidad. En el prólogo aparece reflejado el talante catequético del autor en su dependencia de la tradición –después de investigarlo todo cuidadosamente desde los orígenes–, en su sistematicidad –por su orden– y en su intencionalidad –para que compruebes la solidez de las enseñanzas que has recibido– (cf DGC 42-45).

2. ESCRITOS DE PABLO. La persona y la obra de san Pablo son de una importancia excepcional por haber sido el gran promotor de la apertura a los paganos y por su gran producción literaria. Para comprender su pensamiento tal como aparece reflejado en las cartas, hay que tener en cuenta que pertenece a dos medios culturales diferentes: el judío y el helenista. Frente a sus adversarios defiende su origen judío (Gál 2,15; Flp 3,5) y su celo por la tradición de los padres (Gál 1,14); Lucas nos informa de que fue educado en la escuela de Gamaliel (He 22,3) y que vivió en Jerusalén (He 26,4-5.9-11). Su formación judía se refleja en el modo como interpreta el Antiguo Testamento, en los recursos literarios que utiliza y, sobre todo, en su pensamiento. Su concepción del mundo, su misticismo y sus continuas referencias a la Escritura reflejan un espíritu influido por la religiosidad profética en contacto con las corrientes apocalípticas. El influjo helenista fue menor pero también se deja sentir en el vocabulario, en algunas de sus ideas, que parece tomar del ambiente estoico y de los cultos mistéricos, y en las referencias a costumbres del mundo gentil. Pablo poseía la personalidad adecuada para llevar a cabo el trasvase del mensaje cristiano desde los círculos judíos a los helenistas, y ese fue su gran servicio a la Iglesia del siglo primero.

Otro factor a tener en cuenta es el carácter ocasional de sus escritos. Cuando Pablo empieza a escribir no se dan en los ambientes cristianos las circunstancias necesarias para que surja una literatura. Únicamente se dan problemas que reclaman una solución rápida. De ahí que aparezcan las cartas. Estas no son una presentación sistemática del mensaje cristiano ni abordan todos los problemas y situaciones en que el creyente puede verse. Más aún: no todas son de la misma naturaleza.

El tercer factor que condiciona la lectura de las cartas paulinas es que su autor incorpora a las mismas materiales anteriores. Sus referencias al kerigma, los himnos, los catálogos de vicios y de virtudes, etc., son prestaciones que él toma del ambiente. Lo mismo que los evangelistas, tomó ciertos materiales y los incorporó a sus escritos, si bien su labor creadora fue mucho más intensa. Su conciencia religiosa le llevó a hacer del evangelio algo vivo que había de iluminar la existencia concreta de los creyentes, dar un sentido a los problemas en los que se debatían y proporcionar una respuesta a los interrogantes que se planteaban. Todo esto tuvo que hacerlo en un clima de tensión, ya que había quienes negaban la autenticidad de su apostolado o ponían en duda su doctrina sobre la libertad frente a la Ley, y quienes soliviantaban a las comunidades con un cierto laxismo en el orden moral o la predicación de ideas pregnósticas en el orden doctrinal.

Pablo conserva del judaísmo el celo en la defensa de lo divino, que le llevó primero a perseguir a los cristianos y luego a entregarse totalmente a la causa de Cristo (Flp 3,3-15); el sentido religioso de la historia que le hace hablar de la salvación como una realidad que une el tiempo y la eternidad (Ef 1,3-14); el carácter misionero de la existencia, que le lleva a entender su apostolado como un don que debe entregar gratuitamente (lCor 9,15-18); el sentido de Dios como Padre misericordioso (2Cor 1,3-4), paciente y consolador (Rom 15,5), fuente de salvación (Ef 1,3), a quien va dirigida siempre la oración; el sentido litúrgico de la vida, concebida como un acto de culto a Dios (Rom 12,1-2). Típicamente cristianas son sus ideas sobre la centralidad de Cristo, cuyo amor nada ni nadie le puede arrebatar (Rom 8,3-39), que ha sido constituido Señor (Flp 2,11), y la fe en el Espíritu que, recibido en el bautismo (Rom 5,5), nos hace hijos de Dios (Rom 8,14-17).

Desde una perspectiva catequética, san Pablo representa, en primer lugar, la capacidad creativa del evangelizador, fruto de un espíritu abierto a la realidad y a los problemas de los hombres que escuchan su mensaje. La expresión máxima de esta apertura fue la acogida de los gentiles en el seno de la comunidad cristiana como miembros de pleno derecho. Desde el evangelio señala el camino a seguir, corrige desviaciones, amplía o limita las libertades, estimula en la dificultad. Su lucha le lleva a situaciones de compromiso tanto frente a los judíos, que rechazaban el mensaje, como frente a los judaizantes, que lo tergiversaban. En segundo lugar, Pablo es prototipo de la preocupación del apóstol por los que ha engendrado a la fe, a los que no abandona, por la responsabilidad que siente sobre ellos. Él se sabe un intermediario que trata de acercar el hombre a Cristo. Al mismo tiempo es consciente del deber que tiene sobre la salud espiritual de aquellos que han aceptado el evangelio por su palabra. En tercer lugar, Pablo es prototipo de la libertad de espíritu frente a la tradición y al pasado. Su doctrina sobre la gracia como superación de la Ley parece más propia de un gentil que de un judío. Eso explica las dificultades que encontró en el seno de la misma comunidad cristiana. Finalmente, Pablo es una muestra de que la cruz acompaña al mensajero del evangelio. El sufrió la persecución desde todos los flancos: desde el círculo de sus hermanos en la fe, desde el mundo judío y desde el Imperio romano. Sintió en su propia carne los dolores de parto con que nació la Iglesia (cf 2Cor 4,7-18).

3. CARTAS CATÓLICAS. Son escritos breves que no están dirigidos a una persona o comunidad concreta, sino a toda la Iglesia, de ahí el nombre de católicas o eclesiales. Debido a su antigüedad, son una buena fuente de información sobre la vida de los primeros grupos cristianos, su organización, el culto y sus planteamientos doctrinales. Surgidas en los ambientes judeocristianos, pretenden dar respuesta al problema de estar en el mundo sin ser del mundo. Los cristianos eran conscientes de que el mundo tenía que recibir el mensaje de la salvación por su predicación y su testimonio, y a la vez se sentían extraños en él por el rechazo de su anuncio. El peligro que les amenazaba era replegarse sobre sí mismos y olvidar la misión, o bien contemporizar con el mundo y suavizar las exigencias del evangelio para hacerlo más aceptable. Las cartas alumbran un camino de solución, insistiendo en la paciencia para soportar las pruebas y en la fidelidad al Señor. La fe y el bautismo son el único camino para entrar en el reino de la luz establecido por Cristo en su pasión, muerte y resurrección. Gracias a la salvación por él alcanzada y mediante el Espíritu, el cristiano, hecho hijo de Dios, puede combatir por la verdad hasta la vuelta de Jesús como juez del mundo. La vida moral se centra en el amor a Dios y al prójimo, que une a los creyentes entre sí y con Dios como una gran familia, en la Iglesia. El fundamento de esta fe y de este modo de vivir es la vida y las enseñanzas de Jesús. Dada esta orientación fundamental, las cartas católicas son un buen testimonio de la parénesis cristiana primitiva. A sus autores no les preocupa tanto la presentación del kerigma para suscitar la fe en Jesucristo cuanto la predicación en clave moralizante dirigida a quienes pertenecen a la Iglesia. A estos se les presenta su mensaje con la exigencia de vivir los acontecimientos de cada día según las normas de la fe y guiados por el ejemplo del Señor.

Desde un punto de vista catequético estos escritos proyectan su luz sobre el problema que se plantea a los cristianos que quieren vivir la doble exigencia de la fidelidad a Cristo y del servicio a los hombres. El influjo materialista del ambiente y las dificultades pueden llevar a las comunidades a la rutina y a la mediocridad y estas, a la pérdida del fervor primero y a la superficialidad. La razón última de esto es el cansancio de los creyentes, empeñados en una lucha que dura demasiado tiempo. En esas circunstancias es necesaria la vuelta a Cristo, maestro de vida y de doctrina, que permite lograr la coherencia entre la vida y la fe, corregir la impaciencia y evitar la adulteración del mensaje.

4. ESCRITOS JOÁNICOS. Se incluyen en este apartado el cuarto evangelio, las cartas de Juan y el Apocalipsis. A pesar de las notables diferencias que existen entre ellos, sobre todo en cuanto al género literario, las coincidencias son tan notables que permiten considerarlos escritos relacionados entre sí y conectados con el apóstol san Juan. Brown distingue cuatro etapas en la historia de los grupos en los que surgieron estos escritos. En un primer momento (fase preevangélica) se trataba de un grupo de seguidores de Juan Bautista que no dudaron en aceptar a Jesús como mesías. A estos debieron unirse más tarde algunos procedentes de Samaria, que introdujeron una visión más elevada de Jesús con la idea de la preexistencia y del descendimiento al mundo, junto con la crítica de las instituciones judías. Debido a esto, las ya tensas relaciones con el judaísmo oficial se agravaron, llegando a ser expulsados de la sinagoga.

En esta nueva situación (fase de la redacción del evangelio), el grupo entró en conflicto con otros grupos cristianos que no compartían sus planteamientos cristológicos, sobre todo los judeocristianos, que valoraban más la ascendencia davídica de Jesús y eran reacios a la admisión de paganos en su seno. En un tercer momento (fase de la redacción de las cartas), surge la tensión en el seno de la comunidad al aparecer dos modos opuestos de interpretar el evangelio, por la incorporación de un nuevo grupo influenciado por las ideas gnósticas. Finalmente (fase posterior a las cartas) el grupo se disuelve al integrarse una sección en los grupos heréticos de la época y la otra en la gran Iglesia que ya ha asumido la doctrina de la preexistencia del Verbo.

a) El cuarto evangelio. Para comprender la naturaleza del cuarto evangelio hay que tener en cuenta que aparece en el seno de una comunidad que está en conflicto con otros correligionarios, por la diversidad de planteamientos, y con el mundo judío, al cual pertenecen muchos de los miembros que integran el grupo y que acaba por expulsarlos de la sinagoga; y que vive sometida a la presión de las corrientes de pensamiento del momento como el gnosticismo, el hermetismo, el judeohelenismo y los movimientos heterodoxos judíos.

Aunque el autor nos dice para qué escribió el evangelio (20,30-31), la finalidad y destinatarios del mismo no son fáciles de determinar. La diversidad de teorías existentes nos lleva a hablar no de uno, sino de varios destinatarios y objetivos. A los judeocristianos, preocupados por una doble fidelidad –a su fe en Jesús y a la religión de los padres–, y rechazados por el judaísmo oficial, les exhorta a permanecer fieles a Jesús, el mecías, que vino a sustituir las fiestas e instituciones hebreas de las que habían sido excluidos. A todos los cristianos intenta confirmarlos en la fe, sometida a prueba por las dificultades que encuentran. Tampoco faltan intenciones polémicas contra los discípulos del Bautista, que pretendían engrandecer su figura a costa de Jesús, y contra los judíos. Es posible, además, que el autor haya tenido presentes las corrientes filosófico-religiosas del momento, como el gnosticismo, el mandeísmo o Filón.

Se han propuesto varias posibilidades de estructurar el texto. Todos coinciden en considerar el prólogo como una unidad literaria independiente, elaborada a partir de un himno cristiano primitivo adaptado por el redactor. De hecho, si se eliminan los elementos narrativos (1,6-9.12b-13.15.17), el resto tiene sentido y puede ser entendido como una profesión de fe. También hay acuerdo en considerar el capítulo 21 como un relato adicional de las apariciones. Excluidos el prólogo y el epílogo, la obra primitiva se divide en dos partes: el libro de los signos (1,19—12,50) y el libro de la gloria (13,1—20,31); o bien en tres: de Juan a Jesús (1,19-51), la obra del Mesías (2,1–19,42) y la nueva creación (20,1-31).

La extensión y profundidad de la teología de Jn no permite intentar aquí una síntesis. Sin embargo, en el contexto de la actividad catequética de la Iglesia, debe tenerse en cuenta, en primer lugar, la presencia de la dimensión simbólica en todo el evangelio. Juan llama a los milagros signos (2,11). El signo es la manifestación exterior de una realidad interior, la expresión material de una realidad espiritual y –en el orden religioso– la encarnación histórica de una realidad trascendente. Para Juan, el primer signo es la Palabra hecha carne, el Hijo preexistente que habita entre los hombres. Como es necesaria la inteligencia para comprender el signo, así es necesaria la fe para comprender la verdadera naturaleza de Jesús. Juan educa la capacidad de ver en profundidad conduciendo, en su relato, la mirada desde la superficie de las cosas materiales a la profundidad de las realidades espirituales. Así pasa del agua a la gracia (4,10-14), de la parálisis al pecado (5,6-14), del pan a la eucaristía (6,5-14.32-35), etc.

En una sociedad positivista y materialista como la actual, es necesario recuperar para la catequesis el valor simbólico de la realidad. Sólo desde este presupuesto es posible facilitar la experiencia religiosa que toda catequesis debe buscar. Relacionado con el simbolismo está el tema del sacramentalismo. Los investigadores no están de acuerdo a la hora de precisar si el evangelio contiene referencias a la vida sacramental de la Iglesia primitiva, pero sí coinciden en que muy pronto fue utilizado este evangelio para ilustrar los sacramentos cristianos. Así aparece la curación del paralítico de la piscina (5,1-18) en las catequesis sobre el bautismo y el discurso del pan de vida (6,32-66) en relación con la eucaristía. Para valorar justamente el cuarto evangelio en su dimensión sacramental, hay que tener en cuenta que todo texto –y por tanto también los textos bíblicos– es una realidad preñada de significados que afloran cuando es leído desde diversas situaciones existenciales, al margen de la intención de su autor. Esto es posible, porque el texto, en último término, no tiene como objetivo ser considerado en sí mismo, sino ayudar a la comprensión de la propia realidad del que lo lee. Es, por consiguiente, una clave desde la que es posible interpretar esa realidad, una luz que ayuda a descubrir su sentido. Finalmente hay que destacar, desde una perspectiva catequética, la capacidad del autor de presentar el misterio de Cristo teniendo en cuenta su entorno eclesial y cultural. Juan no se limita a transmitir lo recibido, sino que interpreta la tradición, explicita su significado, alterando si es necesario los datos históricos, de modo que sea respuesta a los interrogantes y problemas que se le plantean. Su insistencia en la preexistencia, a costa de la ascendencia davídica de Jesús, representa un progreso en la revelación que no fue fácilmente aceptado por los grupos judeocristianos. La catequesis de Juan no es la transmisión de un saber desencarnado, sino un proceso de profundización que saca a la luz el sentido último de la verdad transmitida, corrige las posibles desviaciones en la interpretación, se enfrenta a los planteamientos de los adversarios y fortalece la fe de los creyentes.

b) Las tres cartas que se relacionan con Juan nos proporcionan importantes datos sobre la situación de los grupos cristianos en aquel momento. La tercera sale al frente de un problema interno. El autor critica la conducta inhospitalaria de Diotrefes, jefe de una comunidad, que se niega a recibir a sus enviados. No se dice cuál es la razón de la negativa, pero el tenor de la carta deja entrever que se trata de diferencias doctrinales (vv. 3-4). La segunda está dirigida a una comunidad que tiene problemas doctrinales por la presencia de quienes negaban la encarnación del Verbo. Frente a estos recomienda que vivan según la verdad, practicando el mandato del amor y sin trato con los seductores. El interés de estas cartas reside en que nos informan de la existencia de una organización misionera en la Iglesia y de la autoridad de un presbítero sobre varias comunidades.

La más importante es, sin duda, la primera de las cartas. La fe de la comunidad que en ella se refleja está amenazada por doctrinas que niegan que Jesús sea el Cristo o el Hijo (2,22-23). Se debía tratar de herejes que negaban la identidad entre el Jesús histórico y el Cristo de la fe. No está muy claro a quiénes se refiere en concreto, pero podemos identificarlos como precursores del docetismo y del gnosticismo. Contra ellos argumenta que es incompatible el ser hijos de Dios con la falta de amor al hermano; que Jesús es el mesías, Hijo de Dios encarnado, y que el amor es la primera de las exigencias. De alguna manera el autor aborda el fundamento de toda la existencia cristiana: la fe en Jesús como mesías e Hijo de Dios configura la vida como una relación de amor con Dios y con los hermanos, que se manifiesta en la rectitud moral.

c) El Apocalipsis cierra la colección de escritos del Nuevo Testamento. Es un libro desconcertante y difícil que, sin embargo, atrapa el interés de quien se adentra en él con el deseo de captar su mensaje. Por la dificultad que encierra el lenguaje simbólico, ha sido uno de los libros más olvidados, cuyo mensaje permanece oculto al pueblo cristiano a pesar de su fuerza y permanente actualidad.

En el libro, además del prólogo (1,1-3) y del epílogo (22,6-21), pueden distinguirse dos partes: la primera (1,4—3,22) está constituida por siete cartas dirigidas a las Iglesias, precedidas de una introducción litúrgica (1,4-20); la segunda, más amplia, se divide a su vez en cinco secciones (Introducción: 4-5; Los sellos: 6,1—7,17; Las trompetas: 8,1—11,14; Las tres señales: 11,15—16,16; Conclusión: 16,17—22,5).

El contenido del libro es diferente en cada parte. La primera tiene por objeto las situaciones en que viven las comunidades cristianas, a las que se amonesta para que guarden intacto el depósito de la fe y procedan rectamente en el orden moral. La segunda es una teología de la historia. Trata de confortar a unos hombres que viven angustiados y cuestionados por la persecución de que son objeto. Su mensaje es que confíen, porque la persecución acabará y Dios triunfará sobre los enemigos de sus fieles. El prólogo del libro (1,3) sitúa todo el anuncio en un contexto litúrgico. La Iglesia tiene acceso al sentido de su vida y de los acontecimientos en que se ve envuelta, en un clima de oración y de escucha de la palabra de Dios.

La proyección catequética del libro es evidente. El creyente de hoy, como el de todos los tiempos, tiene necesidad de comprenderse a sí mismo en un mundo que es hostil a Dios; tiene que encontrar respuesta al problema del rechazo del evangelio y de sus valores en una sociedad materializada y seducida por el valor de lo inmediatamente útil; tiene que encontrar su identidad en una ciudad secularizada y autosuficiente. El cansancio que genera un esfuerzo sin sentido o el sufrimiento absurdo puede llevar a posturas de conformismo e incluso de rechazo del mensaje. El autor del Apocalipsis se hizo visionario para hallar la salida del laberinto de la historia que vivían las comunidades de aquel momento. La imaginación, guiada por la fe, ha de crear, en la reflexión y en la oración, respuestas convincentes a los nuevos problemas. A la Iglesia se le plantea en cada momento de su historia la necesidad de encontrar su identidad y su lugar en el mundo, sin ser del mundo. Como madre y maestra, tiene el deber de confirmar la fe de sus hijos en el desconcierto que cada nueva situación crea. En el Apocalipsis hay un camino de lectura de la historia que está en gran parte sin recorrer.

BIBL.: BORNKAMM G., Jesús de Nazaret, Sígueme, Salamanca 1990'; BROWN R. E., La comunidad del discípulo amado, Sígueme, Salamanca 1991'; El nacimiento del Mesías, Cristiandad, Madrid 1982; CONZELMANN H., El centro del tiempo. La teología de Lucas, Fax, Madrid 1974; DODO C. FI., The Apostolic Preaching and its Developments, Hodder & Stoughton, Londres 1970; GONZÁLEZ Ruiz J. M., Nuevo Testamento, en FLORISTÁN C.-TAMAYO J. J. (eds.), Conceptos fundamentales del cristianismo, Trotta, Madrid 1993; GRELOT P., La formación del Nuevo Testamento, en GEORGE A.-GRELOT P., Introducción crítica al Nuevo Testamento II, Herder, Barcelona 1993'; JEREMIAS J., Abba. El mensaje central del Nuevo Testamento, Sígueme, Salamanca 1993'; LATOURELLE R., A Jesús el Cristo por los evangelios, Sígueme, Salamanca 19923; LÉON-DuFOUR X., Jesús y Pablo ante la muerte, Cristiandad, Madrid 1982; Los evangelios y la historia de Jesús, Cristiandad, Madrid 1982'; LOHSE D., Teología del Nuevo Testamento, Cristiandad, Madrid 1978; PALACIO C., Jesucristo. Historia e interpretación, Cristiandad, Madrid 1978; SCHELKLE K. H., Teología del Nuevo Testamento, Herder, Barcelona 1975-1978; TRILLING W., Jesús y los problemas de su historicidad, Herder, Barcelona 19854.

Francisco Echevarría Serrano