MORAL SEXUAL
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SUMARIO: I. El hombre, ser sexuado. II. Plan de Dios sobre la sexualidad: 1. Antiguo Testamento; 2. Nuevo Testamento. III. Para una moral de la sexualidad: 1. Rasgos característicos; 2. Horizonte ético de la sexualidad como relación. IV. Ética sexual cristiana: 1. Contenidos; 2. Especificidad. V. Orientaciones catequéticas generales: 1. Los condicionamientos; 2. Las convicciones fundamentales; 3. Las líneas pedagógicas; 4. El catequista y los ambientes educativos. VI. Orientaciones catequéticas concretas: 1. Las tareas de la catequesis; 2. Las distintas edades de la vida.


I. El hombre, ser sexuado

El Vaticano II ha afirmado que hay que iniciar a los niños y adolescentes en una positiva y prudente educación sexual (GS l b). Algunos elementos para tal educación pueden hallarse en las páginas conciliares dedicadas al matrimonio y la familia (GS 47-52), especialmente en el apartado sobre el amor conyugal (GS 49). Habría que recoger también las anotaciones antropológicas sobre la constitución psicosomática del ser humano, la alabanza de la condición corporal (GS 14) y la presentación de la vocación dialógica del ser humano, expresada ya en su misma creación como imagen de Dios, y su complementariedad en la mutua referencia bisexual: «Dios no creó al hombre en solitario. Desde el principio los hizo hombre y mujer (Gén 1,27). Esta sociedad de hombre y mujer es la expresión primera de la comunión de personas» (GS 12d).

La sexualidad no es algo extrínseco a la persona. Pertenece íntimamente a su constitución. Se sitúa no tanto en la línea del tener cuanto en la línea del ser. No existe persona si no es persona sexuada. Parafraseando una cita del evangelio referida al hombre y al sábado (cf Mc 2,27), se puede decir que no es la persona para la sexualidad, sino la sexualidad para la persona.

La sexualidad humana no puede ser reducida a un fenómeno puramente fisiológico. Esta necesidad, siendo a la vez física y psíquica, integra y supera los límites de la mera manifestación genital. Tras haberla reducido durante largo tiempo a sus manifestaciones genitales, y estas a mediaciones indispensables para la generación humana, la antropología coincide hoy casi unánimemente en considerar la sexualidad humana en el ámbito de la significatividad y de la comunicación interpersonal.

El magisterio de la Iglesia católica se expresa en los últimos tiempos en términos que denotan una forma más global y personal de comprender la sexualidad. La persona humana, según los datos de la ciencia contemporánea, está de tal manera marcada por la sexualidad, que esta es parte principal entre los factores que caracterizan la vida de los hombres1. «A la verdad, en el sexo radican las notas características que constituyen a las personas como hombres y mujeres en el plan biológico, psicológico y espiritual, teniendo así mucha parte en la evolución individual y en su inserción en la sociedad». «La sexualidad es un elemento básico de la personalidad; un modo propio de ser, de manifestarse, de comunicarse con los otros, de sentir, expresar y vivir el amor humano... La sexualidad caracteriza al hombre y a la mujer no sólo en el plano físico, sino también en el psicológico y espiritual con su impronta consiguiente en todas sus manifestaciones»2.

Así se expresa también el Catecismo de la Iglesia católica: «La sexualidad abraza todos los aspectos de la persona humana, en la unidad de su cuerpo y de su alma. Concierne particularmente a la afectividad, a la capacidad de amar y de procrear y, de manera más general, a la aptitud para establecer vínculos de comunión con otro» (CCE 2332).


II. Plan de Dios sobre la sexualidad

1. ANTIGUO TESTAMENTO. a) Los capítulos 2 y 3 del Génesis constituyen una especie de parábola sapiencial sobre el sentido de la vida humana, del trabajo, la sexualidad y la muerte. El relato parece querer incluir, al menos, las siguientes afirmaciones: 1) La sexualidad humana ha sido querida y diseñada por el mismo Dios como signo y medio del encuentro interpersonal. Ya sólo con esa constatación se excluye una visión pesimista de la realidad sexual (Gén 2,21). 2) La sexualidad humana, como ocasión para el encuentro, parece marcar la diferencia entre los seres humanos y los demás vivientes. Sólo ante la mujer puede Adán salir de su soledad y encontrar una ayuda adecuada que no le pueden proporcionar los demás seres de la creación (Gén 2,18.22). 3) La sexualidad humana significa y realiza la igualdad entre las personas de diverso sexo. La pérdida de la igualdad original de la pareja es fruto del pecado (Gén 3,16), con lo que se sugiere que la subordinación social de la mujer no estaba diseñada por Dios, sino que es más bien fruto del pecado. 4) La sexualidad humana es vista como signo y expresión de la armonía ideal de las relaciones humanas, todavía no empañadas por el pecado. La desnudez de la pareja que vive y se contempla sin vergüenza nos remite a un mundo de paz que refleja y realiza el proyecto de Dios (Gén 2,25; 3,10-11). 5) La sexualidad humana es considerada en la perspectiva de la unión matrimonial. La sexualidad es humana precisamente porque es de la persona y para la persona y, en consecuencia, para su capacidad de encuentro. Desde el comienzo, la sexualidad humana ha sido diseñada por el Creador como un signo de la capacidad de donación de la persona. Una donación que aquí parece referirse inmediatamente a la comunión interpersonal –significado unitivo–, pero que, por el mismo orden creacional, está llamada a la comunión transpersonal –significado procreativo–. 6) Según el poema de la creación, Dios ha creado al ser humano a su imagen y semejanza. Tal referencia iconal parece necesitar la bisexualidad para poder reflejar de alguna manera la riqueza inefable del ejemplar: «Dios creó al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó, macho y hembra los creó» (Gén 1,27). 7) La sexualidad y la vida pertenecen a la forma humana de ejercer el señorío sobre el mundo creado. Los seres humanos colaboran en la obra de la creación con el Señor de la vida: «Sed fecundos y multiplicaos, poblad la tierra y sometedla; dominad...» (Gén 1,28)3.

Se puede afirmar, en consecuencia que la sexualidad no es vista como un elemento negativo en la vida humana. Es más, ha sido diseñada y querida por el mismo Dios.

Por otra parte, es preciso subrayar que la sexualidad humana es vista en primer lugar en su dimensión unitiva y, consecuentemente, en su dimensión procreadora. Por la primera, los seres humanos salen de su soledad y se abren al encuentro interpersonal. Por la segunda, participan en el poder creador del mismo Dios y se abren a lo que hemos llamado su vocación transpersonal (cf CCE 2334, 2335).

El amplio contenido de las normas legales veterotestamentarias podría ser resumido en algunos puntos fundamentales. El adulterio es prohibido expresamente por Ex 20,14 y por Dt 15,17.

b) Los profetas han vivido una intensa experiencia religiosa que no queda reducida al ámbito de su peripecia individual. A la luz de la misma, la sexualidad humana ha de recibir la orientación que brota de la experiencia religiosa y de la escucha de la palabra de Dios. La experiencia de esposo traicionado le ayuda a Oseas a ver la idolatría como un adulterio. La alianza ha sido quebrantada (Os 8,1).

Jeremías utiliza la imagen del amor juvenil para reflejar la ternura que Dios siente por su pueblo (Jer 2,2). El amor humano resalta, pues, como un don mutuo en la sacrificada entrega, en la fidelidad y la estabilidad, en la ternura, en la apertura al misterio de lo invisible (Jer 3,1-13).

En dos alegorías sobre la historia del pueblo de Dios (Ez 16 y 23), Ezequiel evoca el hondo misterio de elección y fidelidad –o infidelidad– que se esconde en toda experiencia humana de amor y sexualidad.

c) Los libros sapienciales. La prostitución es censurada con frecuencia en los libros sapienciales (Prov 23,27). El adulterio es condenado en la literatura sapiencial (Prov 5,20-23; cf Si 23,18-19), por significar un olvido de la alianza con Dios (Prov 2,17).

El Cantar de los Cantares es un cántico destinado a ser cantado-representado en el marco de unas bodas populares. Para el Cantar es ya bastante noble el amor humano como para ser incluido entre los valores más importantes de su pueblo. Si los salmos enseñaban a orar, el Cantar enseñaba a amar. A ensayar, al menos, un tipo de amor diferente: 1) En un ambiente que tolera la poligamia, el Cantar sugiere la posibilidad de un amor basado en la unicidad de la persona amada (Cant 6,9). 2) En un ambiente donde la mujer es a veces considerada como una más de las propiedades familiares, el Cantar evoca un amor de igualdad (Cant 1,15-16; 2,8; 3,1). 3) En un ambiente donde la institución matrimonial admite la posibilidad de divorcio, el Cantar propugna la permanencia del amor, al que se proclama fuerte como la muerte (Cant 8,6). Este poema admirable puede ser calificado como el evangelio del amor humano.

Se podría afirmar, en resumen, que a lo largo del Antiguo Testamento la sexualidad encuentra una valoración muy positiva, en cuanto proyecto de Dios y en cuanto expresión del amor y del encuentro interpersonal. Es más, la experiencia de la sexualidad es asumida como parábola de la elección del pueblo por parte de Dios y su respuesta al amor divino. Es cierto, por otra parte, que la reflexión veterotestamentaria no deja de mirar con realismo el ejercicio de la sexualidad, marcada, como toda realidad humana, por el signo del pecado y expuesta al riesgo de no significar ni las adecuadas relaciones de la humanidad con Dios, ni las relaciones humanizadoras entre las mismas personas humanas.

2. NUEVO TESTAMENTO. a) El mensaje de Jesús orienta a las primeras comunidades a vivir en el mundo de una forma diferente. La moral evangélica es al mismo tiempo tradicional y novedosa. Asume los ideales transmitidos por el Antiguo Testamento, aunque los radicaliza. No por la vía de una exigencia antinatural, sino por la integración de los mismos en la vocación al seguimiento de Cristo y la aceptación del reino de Dios y su justicia.

Jesús, que hizo suya la suerte de los indefensos, sorprende por su abierta actitud ante la mujer. Las catequesis evangélicas que tienen por protagonistas a las mujeres constituyen una galería de actitudes de fe y acogida de la buena noticia de Jesús y la salvación (Mc 1,29-31; 5,21-43; 7,24-30; Lc 7,11-17; 8,2ss.; 13,10-17). Su cercanía a la mujer constituye uno de los signos de la llegada del reino de Dios y de la novedad que aporta consigo al mundo. Jesús anuncia ciertamente un evangelio para la mujer. Pero la misma relación de Jesús con la mujer se convierte ya en un evangelio: la buena noticia de la llegada del reino de Dios.

Ante la cuestión del divorcio, Jesús invitaba a sus oyentes a remontarse «al principio» (Mt 19,3-12). Tras la pregunta por el divorcio, los discípulos se admiraron por la radicalidad de la doctrina enseñada por Jesús. En respuesta, él establece una distinción entre los eunucos que lo son desde su nacimiento, los que han sido castrados y «los que se hicieron eunucos por el reino de Dios» (Mt 19,12). Al mencionar a ese tercer grupo, Jesús se refería a sí mismo y ofrecía la posibilidad carismática y vocacional de un celibato por amor al reino de los cielos.

Sin embargo, también los sinópticos ponen en boca de Jesús la comparación del reino de Dios con la celebración de un banquete de bodas (Mt 22,1-14). Con ello se insertan en la tradición profética y rabínica, que utiliza la imagen de las bodas para significar la plenitud y la alegría de los tiempos mesiánicos. Jesús mismo es presentado como el novio que centra la atención del banquete nupcial (Mc 2,19; Mt 25,1-13). El significado parece intentado también en el relato joánico de las bodas de Caná (Jn 2,1-12).

Por lo que se refiere al aspecto moral de la responsabilidad ante la sexualidad, Jesús no se limita a repetir al pie de la letra la condena del adulterio expresada ya en el Antiguo Testamento (Ex 20,14; Dt 5,18). Amplía el ámbito de la responsabilidad ética en un doble sentido: el que apunta a la interioridad de los pensamientos y los deseos (Mt 5,27-30) y el que orienta a una reconsideración más radical de las normas que en su tiempo eran habituales sobre el repudio o el eventual matrimonio de la repudiada (Mt 5,31-32).

b) En las comunidades primeras, a los cristianos llegados de la cultura helénica se les pide que se abstengan de la fornicación (He 15,20.29; 21,25). Para san Pablo, cada hombre debe tener su propia mujer y cada mujer ha de tener su marido (lCor 7,2). El Apóstol pide que los cónyuges vivan con naturalidad sus compromisos matrimoniales (lCor 7,3-5). Es cierto que Pablo valora personalmente la dignidad del celibato (1Cor 7,7; 1,17). Dirigiéndose a los que viven en virginidad y celibato, Pablo les habla, no con una palabra del Señor que él conserve como mandamiento (cf Mt 19,12), sino con la autoridad del apóstol. Con esa autoridad puede subrayar el elevado valor moral de la vida célibe (lCor 7,25-26). Ante la tentación de la prostitución cultural, Pablo utiliza las razones más sagradas y las palabras más duras: el cuerpo es inviolable, como un templo en el que habita el Espíritu (lCor 6,12-20).

En Ef 5,22-23 el matrimonio cristiano se ilumina a la luz del misterio de la unión de Cristo con su Iglesia. Los esposos cristianos se constituyen en una especie de modelo eclesial de la colaboración y sometimiento de los fieles entre sí, que refleja la aceptación del señorío de Cristo. Más adelante (Ef 5,25-33) se subraya el amor de Cristo hacia su Iglesia, presentada con los colores de una novia elegida. El amor de Cristo hacia su Iglesia se convierte en modelo para el amor que el esposo ha de profesar a su esposa. Para el autor de la carta, el misterio del hombre y la mujer que se convierten en «una sola carne» (Gén 2,24) ha sido revelado en la unión de Cristo con su Iglesia, que se convierte en modélica para los esposos cristianos.

Al final de este recorrido esquemático, podrían subrayarse ya algunas convicciones importantes para una teología cristiana de la sexualidad. 1) En primer lugar, en las páginas bíblicas, la sexualidad humana aparece marcada, como tantas otras realidades, con el sello de la ambigüedad. En cuanto creada por Dios, es en sí misma buena y valiosa. Pero su ejercicio histórico introduce y significa en la vida diaria, dramáticamente, la desarmonía en las relaciones humanas. 2) Tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento ofrecen una cierta continuidad en la exigencia de una rectitud moral en el uso y ejercicio de la sexualidad. Tal continuidad viene determinada tanto por el origen de la misma y por el proyecto creatural de Dios como por su capacidad significativa. A la luz del evangelio, algunas formas de comportamiento, aceptadas previamente por el pueblo judío o en el ambiente social del mundo helenista en el que viven los cristianos, son juzgadas como contrarias al espíritu de Jesús y consideradas como otras tantas formas de idolatría.


III. Para una moral de la sexualidad

De las reflexiones antropológicas y del mensaje bíblico, apenas esbozado, pueden deducirse algunas constataciones imprescindibles a la hora de intentar esbozar las bases para una ética del uso de la sexualidad.

1. RASGOS CARACTERÍSTICOS. a) Referencia a la globalidad de la persona y a la conquista de su madurez integral. La sexualidad no puede ser aislada de otras vivencias fundamentales enraizadas en la personeidad y colaboradoras de la estructuración de la personalidad. «La persona casta mantiene la integridad de las fuerzas de vida y amor depositadas en ella. Esta integridad asegura la unidad de la persona; se opone a todo comportamiento que la pueda lesionar. No tolera ni la doble vida ni el doble lenguaje (cf Mt 5,37)» (CCE 2338).

b) La sexualidad es, como otros aspectos de la vida humana, una realidad dinámica en continua evolución, sea esta progresiva o regresiva. Como la vivencia de la justicia o de la veracidad, también la vivencia ética de la sexualidad es susceptible de un más o menos de integrabilidad y de plausibilidad. «El dominio de sí es una obra que dura toda la vida» (CCE 2342).

c) Referencia a la dialogicidad y complementariedad de las personas. «La caridad es la forma de todas las virtudes. Bajo su influencia, la castidad aparece como una escuela de donación de la persona. El dominio de sí está ordenado al don de sí. La castidad conduce al que la practica a ser ante el prójimo un testigo de la fidelidad y de la ternura de Dios» (CCE 2346).

d) La sexualidad humana es una realidad íntimamente vinculada a la manifestación del íntimo ser personal y de esa doble manera de estar en el mundo de forma humana y creativa que son la masculinidad y la feminidad. De ahí que la sexualidad, entendida en sentido amplio y, en consecuencia, también en el sentido reducido de genitalidad, constituya una forma privilegiada de lenguaje en profundidad. De ahí que su ejercicio –y aun su misma presencia– sea siempre la epifanía de un compromiso afectivo –o de su ausencia–, al tiempo que, en la especie humana, está vinculada al surgimiento de la vida física y/o espiritual, pero siempre humana (cf EV 23).

A este carácter de expresividad y lenguaje, tan subrayado por M. Merleau Ponty4, parece referirse el documento vaticano citado más arriba cuando dice: «La sexualidad es un elemento básico de la personalidad; un modo propio de ser, de manifestarse, de comunicarse con los otros, de sentir, expresar y vivir el amor humano. Por eso es parte integrante del desarrollo de la personalidad y de su proceso educativo»5.

2. HORIZONTE ÉTICO DE LA SEXUALIDAD COMO RELACIÓN. En una sociedad pluralista, la ética no está directa ni solamente fundada sobre la experiencia religiosa de los creyentes. Precisamente por eso, una base antropológica suficientemente coherente debería prestar los elementos para la fundamentación de unas líneas éticas indispensables y, a ser posible, aceptables por los miembros de la comunidad. He aquí algunos puntos que parecen imprescindibles.

a) Personalización. El comportamiento sexual está ontológicamente integrado en el desarrollo armónico de toda la persona. Lo que es un dato ha de convertirse en una tarea. Es decir, parece absolutamente necesario el esfuerzo moral por lograr intencionadamente tal integración en el desarrollo armónico de la persona.

En consecuencia, la educación de la sexualidad no puede limitarse a una información biológica que desconozca la formación de hábitos y la asunción de valores fundamentales para el crecimiento integral de la persona. La educación de la sexualidad –y no solamente en la etapa adolescente o juvenil– ha de situarse en la dirección global de ese sentido. Un criterio básico primordial será, en consecuencia, el intento de vivir la sexualidad en vista de tal desarrollo armónico.

b) Apertura a la revelación del «tú». El ser humano nace y se desarrolla en la comunicación. Todo él es palabra, signo y mensaje. Es verdad que la vocación humana a la comunicación se concentra especialmente en el rostro, en cuya desnudez se refleja siempre una interpelación y una llamada a la responsabilidad6. El rostro humano es «ese lugar en donde, por excelencia, la naturaleza se hace porosa a la persona»7.

Pero lo que se dice del rostro ha de decirse del cuerpo entero del hombre y de la misma experiencia de la sexualidad. La sexualidad juega un papel inesquivable en la capacidad humana de responder a la vocación de amor. Ella refleja, en efecto, tanto la incompletez como la relacionalidad de la persona. En ella encuentran los seres humanos la base biológica, emocional y psicológica de su capacidad de amar y comunicarse. La sexualidad es la forma ingeniosa de que Dios se ha servido para convocar a las personas al encuentro y a la comunión mutua.

Entendida en su sentido amplio, la sexualidad se desarrolla y se realiza en la persona del yo hacia un tú, aceptado como tú, es decir, en su personalidad y en su diversidad. Esta apertura no es fácil. De hecho, pasa por etapas diferentes en las que el es imaginado, cosificado, generalizado. Actitudes adolescentes, de narcisismo o autoerotismo, de homoerotismo, voyeurismo o flirteo, pueden constituir otros tantos riesgos en el avance hacia el descubrimiento del y hacia la verdadera comunicación con el tú. Requieren del educando el esfuerzo decidido para la ascensión y del educador el acompañamiento generoso para la superación de la dificultad. Exigen un progreso y ofrecen siempre el riesgo de un regreso. No está de más recordar que tal progreso nunca estará completado y que tal regreso siempre es una tentación.

En ese contexto, la relación heterosexual no puede ser tomada a la ligera. El no es una cosa, ni una simple proyección del yo, ni una pieza fácilmente recambiable. El no es una ocasión para que surja el amor y posteriormente el lenguaje sexual que lo expresa. Sería más exacto decirlo al contrario: el sólo surge verdaderamente en un marco efusivo. No es que exista el amor porque existe el encuentro con el tú, sino que aparece el cuando existe amor. Antes del amor no existe el tú, sólo existe la gente. La apertura al tú es una vocación y una tarea ética. Ha de ser entendida en la clave de un lenguaje interpersonal, regido necesariamente por un compromiso afectivo y efectivo.

La relación intersexual debe, en consecuencia, esforzarse por mantener íntegras tanto la alteridad y la diferencia sexual como la complementariedad y la igual dignidad entre los sexos. Muchos de los llamados desórdenes sexuales nacen precisamente de alguno de estos fallos. O bien se trata de negar y suprimir la alteridad y la diferencia, o bien se pretende afirmarlas hasta tal punto que la asunción de uno de los sexos como paradigma de humanidad lleva a un desprecio y abuso del otro.

El descubrimiento del encuentra con alguna frecuencia serias dificultades en la superación de las tendencias homoeróticas. El juicio ético sobre la responsabilidad personal en los casos concretos ha de ser cuidadosamente matizado, como más adelante se verá.

c) Apertura al «nosotros». El amor no se agota en la mutua contemplación dual, sino que exige un proyecto común. Efectivamente, la relación diádica ha de trascender el diálogo meramente dual, si quiere superar el escalón de los egoísmos compartidos y estériles. En el terreno de la sexualidad, la responsabilidad ética ha de realizarse, por tanto, en la doble vertiente de lo personal-interpersonal y de lo personal-social.

En realidad, todo ejercicio humano de la sexualidad es ocasión de fecundidad y fuente de vida. De vida física, unas veces, y de vida espiritual, en muchas ocasiones. De vida y de sentido para la vida. Si la sexualidad es verdaderamente humana está llamada a una fecundidad que a veces trasciende la mirada de las mismas personas implicadas. La esterilidad no es una fatalidad, pero es ciertamente un riesgo. La esterilidad física puede ser asumida y superada en la generosidad. La otra esterilidad, la espiritual, es la señal de un egoísmo, con frecuencia dual.

De ahí que la sexualidad tenga necesariamente una dimensión social. Y de ahí que la sociedad se vea necesariamente implicada en toda expresión de la sexualidad, tanto si es signo de un compromiso afectivo como si no lo es, y más aún en este caso. De ahí que la sociedad tenga el derecho-deber de tutelar las manifestaciones sexuales de sus miembros. Esa dimensión social de la vivencia sexual no puede dar lugar ni al intrusismo ni a la inhibición social frente al comportamiento individual. El riesgo de ambos extremos es tanto mayor cuando está en juego la instrumentalización de las personas, especialmente las más débiles.


IV. Ética sexual cristiana

1. CONTENIDOS. El mensaje bíblico o las indicaciones de la Iglesia sancionan como bueno o malo un comportamiento moral, precisamente porque es bueno o malo para el ser humano. Es decir, para su madurez personal, para su encuentro con el para la lenta y fructífera creación del nosotros. En este contexto se sitúa la doctrina de la Iglesia cuando emite un juicio decididamente negativo sobre algunas ofensas a la castidad, como la pornografía, la prostitución o la violación (CCE 2351-2356).

En algunos otros casos, como la masturbación y la homosexualidad, la doctrina de la Iglesia católica establece una clara distinción entre la maldad objetiva de tales comportamientos y la eventual responsabilidad moral de la persona.

Por lo que se refiere a la masturbación, así se expresa el Catecismo de la Iglesia católica: «Para emitir un juicio acerca de la responsabilidad moral de los sujetos y para orientar la acción pastoral, ha de tenerse en cuenta la inmadurez afectiva, la fuerza de los hábitos contraídos, el estado de angustia u otros factores psíquicos o sociales que reducen, e incluso anulan, la culpabilidad moral» (CCE 2352).

La doctrina de la Iglesia considera los actos de homosexualidad como intrínsecamente desordenados, por no proceder de una verdadera complementariedad afectiva y sexual, y por cerrar el acto sexual al don de la vida. Sin embargo reconoce que «un número apreciable de hombres y mujeres presentan tendencias homosexuales instintivas. No eligen su condición homosexual; esta constituye para la mayoría de ellos una auténtica prueba. Deben ser acogidos con respeto, compasión y delicadeza. Se evitará, respecto a ellos, todo signo de discriminación injusta. Estas personas están llamadas a realizar la voluntad de Dios en su vida y, si son cristianas, a unir al sacrificio de la cruz del Señor las dificultades que pueden encontrar a causa de su condición» (CCE 2358).

2. ESPECIFICIDAD. Dicho esto, cabe todavía una última pregunta sobre la identidad y especificidad de una ética cristiana de la sexualidad. Seguramente, los dos polos pueden ser afirmados.

a) La ética cristiana habría de afirmar su identidad con una ética racional de la sexualidad, siempre que trataran ambas de fundarse sobre una base ontológica, es decir, en el ser y en la verdad de la persona humana y en los rasgos constitutivos de su sexualidad. La ética cristiana no puede ni debe ignorar tal conocimiento antropológico. Por una parte considera que «el cuerpo expresa la persona», es una especie de «sacramento primordial» y constituye «el primer mensaje de Dios al hombre»8. Y, por otra parte, afirma que también los no creyentes pueden llegar por medio de su razón a descubrir el proyecto creatural de Dios sobre el género humano (cf Rom 2,13-16). Los últimos documentos de la Iglesia, cuando tratan de ofrecer una fundamentación para la moral sexual de los cristianos, recurren sistemáticamente a argumentos de ética natural y a fundamentos antropológicos naturales.

b) En teoría, los valores éticos que en este campo promueve y tutela la fe cristiana podrían ser alcanzados por la razón humana. En la práctica, el anuncio del evangelio significó una novedad revolucionaria ante el panorama moral de las ciudades griegas.

La especificidad de una ética cristiana de la sexualidad, más que en el ámbito categorial de los contenidos, los valores o los deberes —ya descubiertos hipotéticamente por la razón y la experiencia—, se encuentra en el tono trascendental de las motivaciones evangélicas. En concreto, en el seguimiento de Jesucristo, que nos ha desvelado definitivamente la silueta y la vocación del ser humano. El mensaje evangélico, también en este terreno, se sitúa en la línea del redescubrimiento de las intuiciones básicas de la revelación bíblica. El ser humano es imagen de Dios y como tal ha de comportarse y ha de ser tratado. La iconalidad del hombre es un don, pero es también una exigencia.

La sexualidad forma parte del proyecto original de Dios y de la bondad primera del encuentro interpersonal. Es esa una convicción que se encuentra ya en las primeras páginas de la Biblia.

Junto a esta convicción que recorre los escritos sagrados, los discípulos de Jesús saben y confiesan que pueden darse en el mundo algunos comportamientos sexuales que no deberían mencionarse entre los cristianos, los cuales deberían comportarse «como debe ser entre creyentes» (Ef 5,3). Su Señor ha proclamado dichosos a los limpios de corazón (Mt 5,8) y ha explicado que no basta con «no adulterar», sino que es preciso conservar limpia la mirada (Mt 5,27-30).

Es cierto que la bienaventuranza de la limpieza del corazón no puede restringirse al ámbito de lo sexual, sino que abarca toda la coherencia de la fe. Pero puede referirse también a la sexualidad. Si se formula en términos negativos, tal bienaventuranza recuerda a los cristianos que ni los impuros ni los adúlteros heredarán el reino de Dios, mientras no traten de huir de la lujuria (lCor 6,9.18). Considerada en una perspectiva más positiva, lleva a los creyentes a confesar que el cuerpo no es para la lujuria sino para el Señor y el Señor para el cuerpo (lCor 6,13).

La tradición cristiana ha tratado de conservar y meditar esas intuiciones fundamentales para considerarlas como fuente fecunda de la vida y del pensamiento de los discípulos de Jesús.

Superando la tentación del desenfreno y la del espiritualismo desencarnado, los cristianos, siguiendo la luz de la razón y las fuentes de la Revelación y la tradición, están llamados a brindar su oferta en medio del mundo: que el aprecio de la sexualidad humana no implica una renuncia a los grandes ideales cristianos, ni, por otra parte, el cultivo de la virtud de la castidad significa una castración, sino más bien una plenificación de lo humano. Se trata de anunciar una buena noticia. Un evangelio de la libertad, del amor y de la verdad.


V. Orientaciones catequéticas generales

1. LOS CONDICIONAMIENTOS. Ante la catequesis sobre la sexualidad, el catequista no puede ignorar algunos condicionamientos que hacen particularmente ardua su tarea.

a) La sexualidad acompaña y configura interior y decisivamente a la persona (al catequista y al catequizando): es, pues, un tema motivador por sí mismo (con interés educativo interno) y, al mismo tiempo, está tan cerca de nosotros que, por ello mismo, puede dificultarnos la mirada objetiva.

b) El tratamiento que nuestra sociedad hace de lo sexual es abrumador, escorado y dicotómico: omnipresente, despojado no sólo de tabúes, sino del misterio; situado entre los comportamientos espontáneos y absolutamente privatizados, es un juego que reclama y divierte, fuente de pingües negocios y objeto de consumo... Por otro lado, el pensamiento contemporáneo ha descubierto, en positivo, la sexualidad como una realidad rica, imprescindible, misteriosa en su profundidad y que reclama su puesto libre de miedos y tabúes, elemento esencial en la personalidad y energía casi inagotable para la vocación humana al encuentro y la intersubjetividad.

c) Otros condicionamientos se sitúan en el ámbito de la comunidad eclesial, y están provocados por el cambio cultural y por la propia dinámica de la evolución en la Iglesia. Ella ofrece el tesoro de la fe, de la que es portadora, a todas las generaciones, y desea que sea recibido. Su mensaje sobre la sexualidad provoca en muchos contemporáneos sospecha y juicio negativo previo. El mismo catequista, a la vez hombre de fe y de su tiempo, puede verse tensionado interiormente entre sus convicciones más hondas sobre la sexualidad, desde el asentimiento fundamental a las grandes propuestas del mensaje cristiano, y la búsqueda del puente más adecuado para llevar a sus oyentes, de manera significativa, las propuestas concretas que sobre algunos temas hace la Iglesia.

2. LAS CONVICCIONES FUNDAMENTALES. a) Contenidos. En el mensaje cristiano sobre la sexualidad destacan algunos contenidos que estarán presentes en toda catequesis sobre el tema. Señalamos los siguientes:

La persona es sexuada por deseo de Dios, y, por ello, la sexualidad es buena. Esta visión optimista, tanto del ser corporal como de lo específico sexual, primará por encima de otros posibles acentos. Optimista no se identifica con ingenua, porque desde el principio y siempre la sexualidad aparece amenazada, como todo lo humano, por la situación real de la naturaleza humana, tocada por el pecado y necesitada de salvación. Los riesgos a la que está expuesta puede llevar a visiones y conductas erráticas, maniqueas y reduccionistas, que la desvirtúan y aniquilan el sentido que tiene en el conjunto de la personalidad humana.

La sexualidad humana se entiende en toda su compleja realidad: cuerpo, corazón, espíritu (nivel biológico, psicológico y espiritual), sin negar ninguno de ellos y buscando dinámicamente su integración en el horizonte de la maduración personal por el amor.

El sentido de la sexualidad se entiende como fuerza dinámica para la plena realización de la persona y como capacidad y llamada al encuentro interpersonal por el amor, que es el factor integrador, emergente y definitivo de la vocación humana y, específicamente, de la sexualidad. Este amor está llamado a la fecundidad en los hijos y la fecundidad personal y espiritual. Desde la primacía del amor (meta y camino, tarea y sentido de la vida), deliberadamente buscado y trabajado, se deriva la bondad o malicia del comportamiento sexual concreto. Aquí creemos que está la más profunda fuente de moralidad de la sexualidad, destacando que muchos comportamientos concretos, sobre todo en la etapa de formación de la personalidad, sólo pueden ser valorados subjetivamente desde la orientación dinámica que ha tomado la persona: el empeño decidido hacia la meta de la maduración personal, el aprendizaje del amor y la comunicación interpersonal, o la instalación en una vivencia reductiva y egoísta de la sexualidad.

Significado transcendente de la sexualidad. Lo ha tenido en la Escritura, en la literatura patrística y en la mística espiritual, y es un precioso valor añadido a la vivencia antropológica de la sexualidad. Además de su ontológica realidad de misterio (no tabú), por su destino a la comunicación interpersonal (siempre misteriosa) y al origen de la vida (misterio en sí), la sexualidad ha sido mediación simbólica para expresar las relaciones de Dios con su pueblo, de Jesucristo con su Iglesia, e incluso de Dios con cada persona (literatura mística, por ejemplo, san Juan de la Cruz). Hay que destacar también el carácter sagrado del cuerpo humano en sí mismo (cf misterio de la encarnación y templo del Espíritu Santo). No en vano la Escritura se abre con el encuentro primordial hombre-mujer, se cierra con el grito del Espíritu y la esposa Iglesia («Ven, Señor Jesús» [Ap 22]), y está sembrada de desposorios y banquetes nupciales.

b) Objetivos. La formación para la vivencia cristiana de la sexualidad se realiza a través de etapas, objetivos concretos y mediaciones educativas. Destacamos las grandes tareas.

Información sobre todo lo relativo a la sexualidad y el comportamiento sexual en sus dimensiones biológica, psicológica y espiritual. La catequesis puede facilitar esta información y no debe presuponer que está hecha por otras instancias educativas. Esta suposición ha de verificarse, y, para ello, hay que establecer una corriente de colaboración continua, sobre todo con la familia. La información ha de ser rigurosa y adecuada a las edades, respetuosa y natural, veraz y progresiva, concreta y que atienda a las partes y al conjunto, acerca de la realidad vivida y de su orientación evolutiva.

La formación, que disponga al educando a emprender el camino en la dirección que le indica lo más profundo y auténtico de su experiencia. La formación incluye el descubrimiento del sentido de sus impulsos y emociones, sus sentimientos y sensaciones, de todos los integrantes complejos de su experiencia sexual, en relación con los valores que la realizarán en plenitud; así como la motivación para tomar la firme decisión de alcanzarlos en su vida. Tomar conciencia también de las energías y debilidades que le acompañan, de los medios y ayudas que necesita, de las condiciones de su proceso sembrado de titubeos, ensayos, verificaciones, equivocaciones, sorpresas gratificantes, descubrimientos gozosos..., para que pueda retomar continuamente la decisión y el camino. Aquí está una de las mayores dificultades de la catequesis: motivar positiva e interiormente el dominio y la renuncia, el avance dinámico y progresivo en la integración de todos los elementos, desde el máximo valor de la realización personal en el amor. Y todo ello en un ambiente cultural que no permite el aplazamiento, que empuja hacia lo concreto e inmediato, que no quiere saber nada de renuncias, que permite todo y condena a quien propone la lucha y esfuerzo en este terreno. Es una formación contracultural.

Dos apuntes sobre la formación. La formación es positiva o no lo es en absoluto. La integración de las dimensiones de la sexualidad no se logra por vía de anulación o negación de alguna de ellas, sino por vía de afirmación, tanto de su sentido profundo como del valor de cada una. Los elementos diversos son válidos, aunque en su desarrollo natural aparezcan de forma anárquica y desintegrada. La equivocación puede venir de creer que el desarrollo natural es de por sí homogéneo y armónico, o por la impaciencia personal y el voluntarismo pedagógico. El crecimiento (también el biológico) es lento y tiene su tiempo, que exige respeto y presencia. En nuestro tema la armonización no se realiza sin tensión y sin voluntad de integración: la tensión supone afirmar cada parte, y la integración exige decisión voluntaria, trabajo paciente y conocimiento de la meta.

La motivación para los valores que fundan la moralidad sólo puede ser interna, aunque ayudada desde las influencias educativas. La clave está en no dar de entrada los criterios morales (que para el catequista han de ser claros) como imperativos, sino en apelar al resultado de la propia experiencia, en la que puede llegar a descubrir, con la ayuda educativa, que sus anhelos profundos se encuentran básicamente con lo que Dios quiere para nosotros. Es un camino lento y laborioso, que requiere presencia, paciencia y compromiso, pero es el realmente válido para la apropiación personal de los valores y criterios morales. La formación moral cristiana no se agota en este encuentro entre Dios y la experiencia humana, pues la palabra revela, ilumina, abre nuevos horizontes y es real y radicalmente nueva.

3. LAS LÍNEAS PEDAGÓGICAS. a) El catequista necesita haber interiorizado personalmente una actitud positiva ante la sexualidad. Será consciente de los riesgos que acompañan al proceso de maduración personal y al aprendizaje para que la corporalidad llegue a ser, por el amor, mediación significativa en la comunicación personal; pero ello no le impedirá transmitir una actitud de confianza y optimismo ante la tarea que propone.

b) Esta actitud positiva se refiere al sentido de la sexualidad en sí misma, pero también al proceso de maduración, que no siempre se realiza a base de experiencias positivas. La integración sexual es dinámica y se realiza en tensión entre sus elementos; es progresiva y se prolonga toda la vida. Pero, especialmente a partir de la preadolescencia (y hasta que se toman las grandes decisiones sobre la identidad personal y la intercomunicación, y se adoptan interiormente los grandes valores que cristalizan y especifican la integración), el joven necesita verse alentado permanentemente, animado positivamente, encauzado lúcidamente, comprendido exigentemente. Es esta una etapa de exploración y verificación personal, de tanteo y búsqueda, y como tal ha de ser tratada. Cada etapa del proceso precisa una atención específica y fiel, que aliente la vida que va emergiendo y ayude a afirmar las bases para la etapa siguiente.

c) El catequista ha de responder y proponer, prestando gran atención al desarrollo personal. Ninguna auténtica pregunta puede quedar sin respuesta, pero su sentido, atento a la realidad de los jóvenes, le dictará cuándo ha de adelantarse a lo que previsiblemente va a interpelar al educando. En este acompañamiento educativo los indicios vitales del chico son para el catequista como signos de los tiempos, y el diálogo es el instrumento pedagógico más válido para que emerja lo que estos indicios significan y, de ese modo, él pueda ser iluminado y encauzado.

4. EL CATEQUISTA Y LOS AMBIENTES EDUCATIVOS. a) Un clima básico de confianza, comprensión y aliento positivo es indispensable en quien acompaña este proceso. Lo mismo que la cercanía y la presencia personal, que ha de ser respetuosa con los ritmos y la intimidad de los chicos. Una presencia acompañada de disponibilidad, pero que no atosiga ni coarta la espontaneidad, que no controla ni ahoga, sino que facilita la manifestación de las vivencias y alienta la búsqueda y la verificación personal.

b) Atención especial merece el tema de la culpabilidad. La culpabilidad es un dique de arena, que resiste pocas embestidas. Lo que verdaderamente encauza la energía vital no es la culpabilización sino el aliento y la acogida incondicional. Aquella puede llevar al adolescente a rechazar la sexualidad o, más frecuentemente, a rechazar la propuesta cristiana sobre la misma, derivando hacia un enfoque reduccionista y desintegrador. La actitud positiva de comprensión y respeto, que se transmite más por lo que el catequista es que por lo que dice, dará confianza al educando para mantenerse en el esfuerzo personal que requiere su proceso, porque en el mismo educador puede descubrir hecho verdad viva (con las carencias normales que puede tener, pues también él está en proceso) el ideal de integración y de donación personal que se le propone.

«El ambiente educativo desempeña una acción positiva en el crecimiento, en la medida en que ama y acepta incondicionalmente al muchacho, lo ilumina, apoya y estimula, y le ofrece ejemplos vivos de sexualidad integrada satisfactoriamente en personalidades abiertas y maduras. Ningún educador aislado constituye por sí solo semejante ambiente»9. El catequista necesita verse a sí mismo en este ambiente educativo, del que forman parte el resto de catequistas, la comunidad parroquial, los grupos juveniles, el colegio y, sobre todo, los padres. Con ellos establecerá una intensa y continua comunicación para el bien de los chicos. Manteniendo con el equipo de educadores de la fe la responsabilidad del conjunto del proceso catequético, evitará la tentación del monopolio educativo, buscará la ayuda y colaboración de especialistas en algunos temas y el recurso a mesas redondas y similares.


VI. Orientaciones catequéticas concretas

1. LAS TAREAS DE LA CATEQUESIS. a) En el conocimiento de la fe. Suponiendo lo indicado en el apartado de contenidos, destacamos aquí la necesidad de conocer la verdadera visión cristiana del hombre, de la corporalidad y de la sexualidad, como realidades positivas y globales, don de Dios para la libre maduración personal, energías y llamada para realizar la vocación humana por el encuentro personal en el amor. Obviamente, se transmitirán los textos bíblicos fundamentales indicados más arriba, así como el sentido profundo del que son portadores, dentro del plan de salvación de Dios para los hombres. Hay que destacar la actitud de Jesús ante el cuerpo humano, que él mismo asume y al que sana y redime por el amor, y su actitud ante la mujer, así como su invitación a valorar la conducta humana desde la interioridad, y la primacía del amor como sentido y tarea de la vida.

La catequesis transmitirá también la propuesta moral de la Iglesia sobre la sexualidad, en su conjunto y en sus valoraciones concretas, en el marco general de la doctrina del Vaticano II (GS 12-17 y 47-52) y del magisterio posterior. Algunas conductas son absolutamente opuestas a la visión y la práctica cristiana, otras encuentran su verdadero valor moral en el conjunto del proceso de maduración y aprendizaje personal. Lo decisivo es tener clara la dirección que se ha tomado y mantenerla firme ante las incidencias del camino.

La catequesis dará a conocer las distintas formas de realización adulta de la sexualidad, con una valoración y motivación positiva de todas ellas: matrimonio, virginidad, celibato.

b) En la formación litúrgica y la oración. La catequesis hará explícita la convicción de que Dios camina y trabaja con el hombre en su proceso de maduración personal; también, y con singular significación, en la tarea de vivenciar la sexualidad en ese proceso. Expresamente destacará la necesidad de los sacramentos, sobre todo la eucaristía y la penitencia; en los que el creyente es alimentado y sostenido por la palabra de vida y el pan de los fuertes, y vive la experiencia de fe de un amor que lo acepta, lo levanta y lo renueva para retomar el camino. La penitencia, además, favorece la práctica del acompañamiento personal, tan necesario para personalizar el proceso y para fortalecer, iluminar y liberar de cargas pesadas. Especial importancia tiene la catequesis sobre el sacramento del matrimonio en la etapa juvenil y adulta, tanto en la fase del noviazgo y en la preparación inmediata para el matrimonio como en el transcurso de la vida matrimonial en sus diversas etapas (Orientaciones para el amor humano, 60-63).

c) En la transformación moral de la persona. La catequesis orientará hacia la adopción y el ejercicio de actitudes positivas ante la sexualidad, y hacia la toma de decisiones voluntarias, ordenadas a la meta de la integración en el amor, que madura a la persona. Esto supone lograr valores motivados interiormente, apoyados en la propia experiencia e iluminados por la actitud de Jesús y su palabra, que lleguen a gozar de verdadera credibilidad para el catequizando. Sólo se logrará mediante el diálogo educativo, que sabe despertar y conectar con los anhelos y necesidades profundas de la persona y desarrollar su capacidad para el bien (cf Orientaciones para el amor humano, 37).

Entre las actitudes a conseguir destacan la mirada y la valoración positiva de la sexualidad, el espíritu de lucha constante y de superación, la aceptación del proceso como condición de desarrollo y maduración, el fortalecimiento de la voluntad. Especial importancia tiene el proceso de aprendizaje del amor, que pasa por una actitud de respeto ante los demás; el aprecio, valoración y respeto de ambos sexos; el reconocimiento y la gratitud por el amor que recibimos, el ejercicio del compartir, la colaboración y la solidaridad, la vida en grupo y, de forma destacada, la experiencia de la amistad, que se inicia en la preadolescencia y está llamada a formar parte integrante del resto de la existencia humana. La amistad es escuela general de amor y vértice de la maduración afectiva, clima propicio para las relaciones afectivas entre ambos sexos, clave de paso para la relación de pareja, integrante de la vida de la pareja, experiencia afectiva que vivifica y sostiene la sexualidad adulta no conyugal (celibato, virginidad, soltería) (cf Orientaciones para el amor humano, 92-93).

d) Iniciación a la vida comunitaria y la misión. La riqueza de significados de la sexualidad no se agota en la relación interpersonal, o en el pequeño grupo cerrado en sí mismo, sino que está llamada a realizarse también en el interior de la comunidad cristiana y a manifestarse como fuerza renovadora en la sociedad.

Por una parte, los cristianos estamos llamados a vivir la sexualidad con pleno sentido, y de un modo distinto al que promueve la cultura dominante, y a dar testimonio vivo de ello. Un testimonio que, con frecuencia, será también mediante manifestaciones públicas (anuncio y denuncia) por parte de la comunidad cristiana, en defensa de valores humanos fundamentales: la vida, el amor, el respeto, la dignidad humana, la defensa del menor...

Los jóvenes cristianos vivirán en sus grupos un clima de naturalidad, respeto, alegría y comunicación, que favorezca la amistad y el crecimiento personal y afectivo. Grupos de chicos y chicas que no giren sobre sí mismos, sino que crezcan en su proceso, promoviendo desde su interior presencia y compromiso, acciones solidarias y de voluntariado, desde las parroquias, movimientos, colegios y asociaciones. Lo mismo puede decirse del compromiso social y eclesial que pueden asumir las parejas cristianas como tales parejas, tanto en la etapa de noviazgo como en el matrimonio.

La familia es el primer ambiente educativo, también en la formación de la sexualidad. Un clima de serenidad y realismo, en el que actúen como árbitros la paz y el amor mutuo, en el que puedan aparecer todas las preguntas y llegar las respuestas, se dialogue sin condiciones, se acepten las sorpresas de la evolución personal y las peculiaridades de cada uno, se afronten los conflictos... es condición para cumplir su misión educadora y para poder ayudar a otros a cumplirla. Porque en este asunto es fundamental la ayuda que se pueden prestar las familias, mediante encuentros, grupos o movimientos. Y también la ayuda que estas parejas cristianas pueden ofrecer, en el marco de la comunidad cristiana, a otras familias, en orden a la educación sexual de los hijos, a su propio crecimiento como pareja y, cuando sea necesario, la ayuda a personas o familias en situaciones difíciles.

Finalmente, los cristianos estamos llamados a dar testimonio, tanto en la juventud como en la vida adulta, de una vivencia madura de la amistad, como encuentro interpersonal, como ayuda para el crecimiento en los bienes personales y espirituales, y en la maduración y el enriquecimiento de la personalidad.

2. LAS DISTINTAS EDADES DE LA VIDA. a) Infancia. El niño nace sexuado, pero su vivencia sexual en los primeros años es difusa e indiferenciada. El descubrimiento de su propio cuerpo y de las diferencias que percibe en el otro sexo ofrece a los padres la oportunidad de dar las primeras explicaciones y hacer una explícita valoración positiva tanto de su cuerpo como del de los demás, reconociéndolos con gratitud como don de Dios e inculcando el respeto y el cuidado de uno y otros. La pregunta por su origen y el de la vida (con ocasión, por ejemplo, de un nuevo embarazo en la familia) ofrece una especial oportunidad para los padres. La familia tiene en esta etapa el protagonismo absoluto, y a ella le corresponde iniciar a sus hijos en el misterio de vida y amor que va inscrito desde el principio en la sexualidad, garantizar una valoración positiva y natural de la misma, y fundamentar las actitudes básicas necesarias para su desarrollo en las etapas superiores (respeto, relación afectuosa, ternura, colaboración, reconocimiento, gratitud...).

En la fase de latencia (7-10 años) el interés objetivo es muy intenso, concretamente por la anatomía sexual. Además de responder con verdad, alegría y sencillez a sus preguntas, los padres podrán tomar la iniciativa para ofrecer al niño un buen bagaje de conocimientos y actitudes básicas que le preparen para la tormenta de la pubertad. En esta etapa es clave el tipo de relación que establezcan con sus compañeros, para cultivar las actitudes y experiencias de valoración personal, colaboración, respeto.

b) Preadolescencia. Esta es una etapa crucial por la complejidad y trascendencia de los cambios que se operan en la persona. La evolución sexual es evidente: genitalidad, transformaciones e impulsos biológicos, sentimientos afectivos desbordantes, interioridad, pregunta sobre la propia identidad, llamada a una nueva relación con los demás, sentimientos de atracción personal y de amistad intensa... Aparece con fuerza la diferencia de sexos, con la curiosidad por lo que identifica al otro sexo.

Los chicos y chicas de esta edad necesitan, ante todo, seguridad, confianza y cercanía. Los padres y educadores se las ofrecerán si crean un clima de naturalidad y comprensión, de claridad y de vigilante dedicación. Es necesario ilustrar el cambio, informar, explicar su sentido y dirección en el todo de la persona y en su vocación para el amor, en el marco de un plan educativo amplio, que contemple todas las necesidades educativas de esta edad10. Creemos que todo el complejo mundo que vive el preadolescente necesita percibirlo como una nueva y hermosa noticia que Dios le comunica en su propia experiencia: «lo que te pasa lleva un mensaje: estás llamado al amor, prepárate para amar». Naturalmente, hay que tener en cuenta los riesgos de desorientación, sobre todo si no le llega la ayuda adecuada; riesgos que no hay que minimizar, pero que normalmente habrá que desdramatizar y entender como compañeros del aprendizaje.

c) Adolescencia. Los impulsos fisiológicos y la intensidad emotiva son muy fuertes. La integración, aun si es deseada, es difícil y está en sus primeros pasos; cada elemento quiere imponerse, y con más fuerza los instintivos y eróticos. «Hay una incapacidad relativa y temporal para realizar una síntesis entre sus tendencias, aunque son ya capaces de entrever lo que es una integración feliz»11. Necesita ayuda para comprender el lugar de cada elemento en el conjunto de la sexualidad, y en el general de la persona: energía para llegar a ser persona madura, y a madurar por y en el amor. Ayudarle también a que encuentre sentido a los normales desajustes entre sus experiencias parciales, las llamadas imperiosas que percibe en su interior y su capacidad real de integración y de síntesis vital; integración que irá creciendo mediante la reflexión sobre sí mismo, la adquisición del necesario autodominio y la reafirmación en la dirección tomada, después de cada desacierto o fracaso. En todo ello es decisiva la estima que percibe hacia él, y la consiguiente autoestima.

Es el momento de descubrir la vida como vocación: la general de toda persona y las formas concretas en las que aquella se realiza: matrimonio, virginidad, celibato; y de ayudarlos a plantearse la propia.

En el proceso de maduración afectivo-sexual suelen darse tres fases: autoerótica, atracción homosexual leve y atracción heterosexual12. Es un proceso en el que tiene una decisiva importancia la experiencia de amistad, que necesita ser cultivada y aclarada para librarla de posibles fijaciones regresivas. La masturbación merece una atención especial, por la incidencia y la repercusión psíquico-moral que puede tener en el adolescente: Teniendo en cuenta su valoración moral ya indicada, aquí destacamos la necesidad de un enfoque de superación dinámica, motivado desde la preparación y el aprendizaje para el amor de donación. La atracción homosexual leve, generalmente transitoria y explicada desde la dinámica del proceso evolutivo de la afectividad, se comprenderá, sin juicio condenatorio, como un posible momento en el camino hacia el amor y como llamada honda a una vivencia de auténtica amistad. En ambos casos la preocupación se centrará en evitar que conductas momentáneas y transitorias se conviertan en fijaciones regresivas y paralizantes.

d) Juventud. En la juventud, normalmente, se va llegando a la estabilidad afectiva, desde la relación de pareja y/o la definición vocacional. Es la edad del amor intenso, vivido como totalidad y con horizonte de duración ilimitada. Poco a poco va afianzándose lo que en el matrimonio será un sí, todo y para siempre, ante la otra persona. El noviazgo también precisa orientación, respetuoso acompañamiento y formación en los grupos sobre la etapa misma de noviazgo y como preparación para el matrimonio. A lo largo de la relación afectiva, la pareja va aprendiendo y ejercitándose en el amor al que están llamados, aprendizaje hecho de comprobaciones, responsabilidad ante y con la otra persona, respeto, atención y cuidado, crecimiento en la comunicación y el compartir. Un aspecto importante es la formación moral sobre las relaciones prematrimoniales, en el contexto de una relación personal cada vez más profunda y comprometida y en la perspectiva del matrimonio, como marco genuino para la plena expresión del amor. La ternura y, en su conjunto, el lenguaje del cuerpo como mediación configuradora del amor de pareja, es otro tema de especial importancia en esta etapa.

e) Edad adulta. El matrimonio supone la integración de todos los elementos de la sexualidad, en un crecimiento dinámico y continuo, puesto a prueba y fortalecido por las crisis y dificultades propias de la misma relación de pareja, y por las que vienen de fuera. Cuerpo, corazón y espíritu se integran, expresan y desarrollan desde el amor de donación conyugal, hecho de amor en libertad y respeto mutuo, fidelidad y fecundidad, compromiso para el hoy y para el futuro.

El crecimiento en la relación de pareja va tomando formas específicas a lo largo de las distintas etapas de la vida del matrimonio. Los primeros años, los hijos pequeños, los hijos mayores, la soledad de la pareja y, en su caso, la viudedad. La comunidad cristiana ha de ofrecer ayudas y perspectivas de fe para cada una de estas etapas. En todas ellas la pareja está llamada a crecer (sin dejarse vencer por la rutina o la reducción de horizontes para su amor) en el amor oblativo, que busca el bien y la alegría del otro, mediante la donación de uno mismo.

El amor entre esposos cristianos está llamado a ser para ellos mismos una revelación de Dios Amor, y un lugar de encuentro con él. Y para los demás, un signo vivo del amor de Cristo a su Iglesia. Por propia dinámica, su amor va más allá de ellos mismos: desde luego en los hijos, pero también en una apertura potenciada mutuamente como pareja, que les lleve al compromiso social y eclesial (dentro de los límites que les permita su realidad familiar: hijos, discapacitados, familiares mayores...).

En la etapa final de la vida, los ancianos también necesitan nuevas perspectivas para vivir su sexualidad personal. Envejeciendo juntos, la pareja goza de un amor, hecho de ternura y probado en la fidelidad y en el tiempo, que les ayuda a caminar unidos, seguros el uno en el otro, y a comunicarse sin apenas palabras. Cuando falta uno de los dos, el apoyo de la comunidad ha de ser aún mayor, pero la viudedad cristiana ofrece hermosos horizontes desde la fe en la resurrección, y desde la seguridad de una presencia misteriosa que traspasa el espacio y el tiempo. Pero además, muchas personas viudas encuentran otros modos de vitalizar su afectividad, en el compromiso con la comunidad, en voluntariados, en grupos de ayuda mutua, asociaciones... En todo caso, unos y otros tienen su lugar propio y activo, tanto en su propia familia como en la comunidad; lugar que los demás debemos descubrir, reconocer y potenciar. Ellos son especialmente capaces de amar con un amor gratuito y probado.

NOTAS: 1. Cf CONGREGACIÓN PARA LA EDUCACIÓN CATÓLICA, Orientaciones sobre el amor humano (11.12.1983); con el título Pautas de educación sexual puede verse en Ecclesia 2155 (24-31.12.1983); CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Declaración acerca de ciertas cuestiones de ética sexual (CES) 1. – 2 Orientaciones sobre el amor humano 4-5. – 3. También el CCE (357, 2332) ofrece una interpretación relacional de esa iconalidad del ser humano creado por Dios. A estos textos del Génesis retorna igualmente la carta de Juan Pablo II a las mujeres (29.6.1995) 7-8, L'Osservatore Romano, ed. esp. (14.7.1995). – 4. Cf M. MERLEAU-PONTY, Fenomenología de la percepción, I, V, ED 62, Barcelona 19802, 171-190 (original francés de 1945). – 5 Orientaciones sobre el amor humano 4, donde se remite al documento Persona humana 1, publicado en 1975 por la Congregación para la doctrina de la fe. – 6. E. LÉVINAS, Totalidad e infinito, Sígueme, Salamanca 1977, 225-228. — 7. O. CLÉMENT, Sobre el hombre, Encuentro, Madrid 1983, 44. — 8. Orientaciones sobre el amor humano 22, donde se cita a Juan Pablo II en sus audiencias generales del 9 de enero y 20 de febrero en 1980: Insegnamenti di Giovanni Paolo II, 1980, III-I, 90 y 430. — 9. G. GATrI, Etica cristiana y educación moral, CCS, Madrid 1988, 225. — 10 N. GALLI, Educación sexual, en F. COMPAGNONI-G. PIANA-S. PRIVITERA (dirs.), Nuevo diccionario de teología moral, San Pablo, Madrid 1992, 533-534. Propone cinco criterios metodológicos para esta edad: verdad, adecuación, oportunidad, integración y serenidad. — 11 M. VAN CASTER, Dios nos habla III, Sígueme, Salamanca 1968, 195. -12 N. GALLI, o.c., 534.

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José-Román Flecha Andrés
y Fernando García Herrero