MISTERIO PASCUAL, CATEQUESIS SOBRE EL
NDC
 

SUMARIO: I. Un acontecimiento fundamental: 1. La situación anterior a la Pascua; 2. La situación posterior a la Pascua; 3. El hecho de la resurrección del Señor. II. La resurrección, un hecho sin precedentes: 1. Una experiencia totalmente nueva; 2. El judaísmo tardío: la restauración de los justos. III. La primera predicación cristiana. La catequesis pascual: 1. Dos modos de lenguaje; 2. Evolución de las fórmulas; 3. La superficie de la tradición: los textos; 4. Tipos de relatos de apariciones. IV. Síntesis del mensaje sobre la resurrección del Señor: 1. La resurrección del Señor es acción de Dios; 2. La resurrección y el misterio de Jesús; 3. La resurrección, clave para entender el hecho de Jesús; 4. Inauguración del mundo nuevo de Dios; 5. Cristo resucitado, primicia de una gran cosecha; 6. La resurrección y la esperanza humana; 7. La resurrección, un acontecimiento siempre presente; 8. La resurrección, un reto para nuestra fe. V. Claves catequéticas: 1. Propuesta metodológica; 2. Dificultades más recurrentes; 3. Pistas para cada segmento de edad.


I. Un acontecimiento fundamental

La resurrección del Señor fue el hecho más decisivo para el cristianismo naciente. Por ello, invade todos los estratos del Nuevo Testamento: es el hecho fundamental que, en visión retrospectiva, revela el auténtico misterio de la persona de Jesús y que, en visión prospectiva, genera y constituye las primeras comunidades cristianas. Y es a la vez el mensaje fundamental que constituye la fe y, consecuentemente, el contenido principal de la predicación de estas comunidades primeras. Todo el Nuevo Testamento es un impresionante mosaico de la resurrección del Señor Jesús, construido a base de diferentes tradiciones y relatos, con variadas formas y fórmulas, lleno de vivencias y experiencias, de contenidos y consecuencias deducidas. En el Nuevo Testamento encontramos los testimonios de los primeros testigos de este hecho fundamental: el testimonio directo de Pablo de Tarso y el testimonio indirecto de las mujeres y de los Doce. Y encontramos también las fórmulas de predicación en sus diferentes formas: breves frases de anuncio (kerigma), credos, resúmenes de catequesis y relatos más extensos como los de las apariciones.

1. LA SITUACIÓN ANTERIOR A LA PASCUA. La muerte de Jesús fue un final inesperado y traumático: todas las esperanzas en torno a Jesús de Nazaret se habían truncado y todo parecía quedar en nada (Lc 24,21-24; He 5,34-39). Las tradiciones que poseemos muestran con crudo realismo la situación de los discípulos después de la muerte de Jesús, descrita con palabras como miedo, desencanto, tristeza, desánimo, incomprensión, desconcierto, huida, abandono. Todo había sido una maravillosa expectativa, pero fallida; se volvieron a sus casas en Galilea (Mc 16,7). No habían entendido el misterio de Jesús. Se habían quedado con muchos hermosos recuerdos: «un profeta poderoso en obras y palabras ante Dios y ante todo el pueblo» (Lc 24,19; cf He 2,22; 10,38), pero sus expectativas de un mesías triunfante política y humanamente (Mc 10,35-37; Lc 24,21; He 1,6) se habían derrumbado. La muerte en la cruz fue algo incomprensible en aquellos primeros momentos; sus tradiciones sólo les permitían ver la muerte en cruz en la perspectiva de la clásica muerte violenta de los profetas auténticos (Lc 13,33) o del tradicional sufrimiento de los justos (He 3,14). En resumen: no esperaban nada para la mañana de Pascua.

2. LA SITUACIÓN POSTERIOR A LA PASCUA. Pero algo inesperado y sorpresivo cambió radicalmente la situación. Muy pronto, entre aquellos discípulos fracasados comienza a correr, de boca en boca, un grito: «¡Verdaderamente el Señor ha resucitado y se ha aparecido a Simón!» (Lc 24,34). Este grito invade el Nuevo Testamento y no se ha apagado hasta hoy mismo. Y entonces se dio un vuelco radical en la vida de aquellos primeros discípulos: los dos de Emaús deshacen su camino de desilusión y vuelven llenos de ardor a reunirse con los hermanos (Lc 24,28-35); a partir de ahí surgen en diferentes lugares pequeñas comunidades y nace la Iglesia. Aquellos discípulos, antes derrotados, ahora se ven llenos de fuerza, y comienzan una tenaz lucha por la fe, superando dificultades, enfrentando persecuciones, hasta el extremo de dar su vida por esta fe. Y nace una misión que, a pesar de la falta de todo tipo de medios, se extiende rápidamente por Judea, Asia Menor, Grecia, Italia... A partir de la resurrección del Señor, aquellos discípulos antes desorientados, ahora se llenan de luz, comprenden el pasado, descubren el misterio de Jesús, entienden el sentido de su muerte como entrega y sacrificio y se llenan de un Espíritu nuevo que los constituye en testigos y mártires. En una palabra, transformaron su vida y su mentalidad de una forma radical y permanente.

3. EL HECHO DE LA RESURRECCIÓN DEL SEÑOR. Algo muy importante y decisivo tuvo que suceder para que se diera un cambio tan radical; un cambio que no duró unos meses o unos pocos años, sino toda la vida; un cambio que no afectó solamente a los que habían acompañado a Jesús, sino también a testigos de segunda y tercera generación, como san Pablo, y de las generaciones sucesivas hasta hoy mismo. ¿Qué sucedió para que este cambio radical y permanente tuviese lugar? Todos los testimonios convergen: fue el hecho de encontrarse con el Señor resucitado. Pero, desconcertantemente, el hecho mismo de la resurrección del Señor no está narrado en ninguna parte del Nuevo Testamento.

a) Los evangelios no narran el hecho mismo de la resurrección. Narrar el hecho mismo de la resurrección del Señor Jesús tenía que ser, para aquellos primeros cristianos, algo de decisiva importancia para la propia vida y para la actividad de misión; por eso resulta tan extraño que no haya en todo el Nuevo Testamento una narración de este hecho. Expresión de este deseo y muestra de esta extrañeza es un evangelio apócrifo tardío, el Evangelio de Pedro; se trata de un pergamino, fechado entre los siglos VIII-IX, descubierto en 1886 en una zona del Alto Egipto; uno de sus fragmentos, en los vv. 31-49, describe el hecho mismo de la resurrección del Señor: dos ángeles sirven de apoyo a un Jesús vacilante para que salga del sepulcro, la cabeza de Jesús llega a los cielos y les sigue una cruz, todo ello envuelto en una radiante luz. Naturalmente este relato tardío no tiene valor histórico ni teológico alguno; simplemente es indicativo de la piedad popular del momento, que echaba en falta una descripción del hecho mismo de la resurrección. ¿Por qué el Nuevo Testamento, y concretamente los evangelios canónicos, no narran el hecho mismo de la resurrección de Jesús? Una respuesta es obvia: porque en las tradiciones recibidas no tenían la descripción del hecho en sí mismo; y no cayeron en la tentación de inventar sobre la tradición, lo que indica su seriedad para constituir la fe. Pero algo más profundo motiva esta ausencia: y es que el hecho mismo de la resurrección del Señor Jesús sobrepasa los límites del tiempo y del espacio humanos, no es objetivable ni historificable dentro de este espacio y tiempo; la resurrección es un hecho que no pertenece al más acá humano sino al más allá de Dios; es entrar en el tiempo perfecto y definitivo de Dios, en la eternidad, en la Vida definitiva, así con mayúsculas.

Los testimonios de encuentro con el Resucitado indican expresamente que no se trata de la misma situación de vida humana anterior: tienen dificultades en reconocerle, aparece y desaparece de repente, «estando las puertas cerradas», puede ser confundido con un espíritu, etc. Todo expresa que la vida del Resucitado ya no es la vida de este mundo. La resurrección del Señor Jesús es escatología. La resurrección de Jesús es la explosión de la vida perfecta y definitiva de Dios, venciendo a la muerte de un modo absoluto. Por eso mismo, la resurrección del Señor no puede ser confundida con una resucitación, con una vuelta a cualquier tipo de vida humana para morir después, como son los casos de Lázaro (In 11,1-44), del hijo de la viuda de Naín (Lc 7,11-17) o de la niña Tabita (Mc 5,21-24.35-43). Igualmente, tampoco puede ser confundida con opciones de otras religiones que propugnan otras formas de vida después de la muerte, pero que siguen estando injertadas en el tiempo y el espacio humanos, como la reencarnación por ejemplo. El historiador aquí encuentra dificultades: puede investigar la vida de Jesús, su muerte y su sepultura, incluso esta sepultura vacía. Este mismo historiador continúa constatando, poco después, la existencia de unos testigos concretos que dicen que «¡Jesús vive!», y lo afirman porque dicen haberse encontrado con él vivo; y estos testigos forman unas primeras comunidades cristianas, cuyos lugares, tiempos, actuaciones y mensajes pueden ser identificados. Pero, en el medio, queda algo que sucedió y que el historiador no es capaz de abarcar: la resurrección; sólo accede a ella a través de sus signos consecuentes: las apariciones y, en menor medida, la sepultura vacía.

b) La resurrección del Señor es un hecho real. Afirmar que el hecho de la resurrección no es objetivable ni cabe dentro de los límites de la investigación histórica no quiere decir que sea un hecho irreal, inventado por aquellos primeros discípulos. La resurrección es un hecho real, aunque supere nuestro tiempo y espacio; el creyente sabe que hay mucha más realidad que aquella que es abarcable objetivamente. Que es un hecho real lo indica no sólo el cambio operado en aquellos discípulos, sino la misma forma con que relatan su encuentro con el Resucitado: como algo que les sorprendió, que se les impuso desde fuera de ellos, algo con lo que no contaban, y ante el cual la primera actitud fue la de la duda. Afirmar que la resurrección es un hecho real excluye directamente que sea una creación de la fantasía, o una proyección psíquica interna consecuente a una situación traumática debida a las esperanzas fallidas, o una muerte aparente, y menos todavía un fraude intencionado, porque en ninguno de estos supuestos se explicaría el cambio radical operado en aquellos primeros testigos hasta dar su vida por esta fe; ni tampoco explicaría la permanencia de este cambio durante toda la vida, ni su persistencia en testigos de décadas posteriores y de geografías lejanas que no conocieron a Jesús ni vivieron el trauma de la cruz. La conclusión se impone: realmente aquellos primeros cristianos se encontraron con el Señor resucitado, esto es, con Jesús vencedor de la muerte, viviendo en el tipo de vida perfecto y definitivo de Dios. Esta fue la experiencia que transformó las vidas de aquellos primeros testigos.

c) ¿Cómo acceder al hecho de la resurrección del Señor? Los primeros testigos llegaron a descubrir el hecho de la resurrección por las diferentes experiencias de encuentro con el Señor resucitado que tuvieron. Las apariciones están en la base de la fe en la resurrección. Allá por los años 50, san Pablo recogía la lista más antigua de estos testigos y añadía: «de los que la mayoría viven todavía», como invitación expresa para que los creyentes de segundas generaciones les preguntasen (lCor 15,6-8). Entre estos testigos originarios hay que destacar especialmente el testimonio directo de san Pablo: él vivió, allá por el año 35, esta experiencia de encuentro con Jesús resucitado, que también le cambió radicalmente la vida; y de esta experiencia habla expresamente a sus comunidades (lCor 9,1; 15,7-11; Gál 1,1.11-17; Flp 3,5-11). Este acontecimiento paulino fue el germen de la Iglesia en los ámbitos paganos. Los testigos de segunda y tercera generación, como Lucas, Timoteo o Tito, llegan a descubrir el hecho de la resurrección a través del testimonio que les llega desde los testigos originarios; este es el camino más normal, del que tenemos noticia por todo el Nuevo Testamento. A este testimonio primero, se unen posiblemente nuevas experiencias de encuentro con el Resucitado, de las que no tenemos noticia, la propia experiencia del creyente, la gracia de Dios en el interior del hombre y la opción por la fe hecha de un modo libre y consciente. Así se ha ido creando, a través de la historia, la amplia e ininterrumpida cadena de testigos y de testimonios de la resurrección de Jesús, que llega hasta nosotros hoy. También nosotros podemos entrar en contacto, a través del Nuevo Testamento, con los testimonios primeros; disponemos además de los testimonios posteriores (santos Padres, santos de la Iglesia, magisterio oficial) ininterrumpidos a través de la historia; y en nuestro alrededor existen múltiples testigos actuales que nos invitan a la misma opción de fe en el Señor resucitado.

El hombre de hoy hace esta opción a base de los múltiples testimonios recibidos, a base de la llamada interior de Dios escuchada en el corazón, y a base de la decisión libre y consciente de cada persona, que se educa y fortalece en el seno de las comunidades cristianas y que se hace operativa en el compromiso de la vida diaria.


II. La resurrección, un hecho sin precedentes

Aquellos primeros cristianos tuvieron clara conciencia de que esta experiencia pascual no podía ser guardada para ellos, sino que era buena noticia para el mundo y, por lo tanto, debía ser anunciada, comunicada, compartida por todos los hombres que de buena fe la aceptaran. Así surgieron las primeras palabras de la fe, así surgió la primera predicación cristiana y la primera catequesis. Pero existía una grave dificultad: ¿cómo transmitir a otros una experiencia que les había desbordado, que les había resultado inaudita, de la que no había otro caso similar en toda su tradición? Es el problema del lenguaje de comunicación; un problema importante si queremos comprender aquellos testimonios primeros y formar parte de la cadena de testigos.

1. UNA EXPERIENCIA TOTALMENTE NUEVA. En toda la tradición judía no había nada igual, ni en todo el Antiguo Testamento ni en los escritos judíos del entorno. Había, sí, algunas pocas tradiciones de resucitación (lRe 17,17-24; 2Re 4,31-37) y algunos relatos de rapto (Gén 5,24; 2Re 2,11), pero ninguno de estos casos era igual: la resucitación era una vuelta a esta misma vida para morir posteriormente y el rapto siempre excluía la muerte, eran raptos de vivos. Ninguno de ambos casos era el de Jesús.

Hay que tener en cuenta dos datos: 1) La ausencia de vida eterna en el Antiguo Testamento. En el Antiguo Testamento nunca se llegó a una concepción clara de vida eterna. La eternidad era un atributo exclusivo de Dios que, por su naturaleza, no podía ser comunicado a los hombres. El hombre justo, y en términos colectivos el pueblo de Israel, a lo más que podía aspirar era a una larga vida, a la abundancia de hijos y a una situación de paz, felicidad y bienestar humanos. No había horizontes de eternidad. 2) El Dios que vive y hace vivir. Pero Israel creía en el Dios que vive (lSam 17,26.36; lRe 18,15; Jer 10,10; Sal 18,47; 42,3; etc.) y el Dios que hace vivir (Sal 36,10; Jer, 2,3; 17,13; etc.) y esta fe inunda todas sus tradiciones, las de la creación (Gén 1-2) y todas aquellas que hablan del vivir histórico de los individuos (Jue 8,32; Dt 5,33; 16,20; 30,19-20; 32,47; etc.) o de la supervivencia del todo Israel (Os 6,1-3; Ez 37,1-14). Si el individuo o Israel vive, se debe a que Dios es el Señor de la vida. Toda vida es un don que viene de las manos de Dios y que depende siempre de él. Por eso en el Antiguo Testamento no hay un destino ciego que rija la vida humana, ni siquiera la búsqueda de cómo traspasar la frontera de la muerte, como sucedía en los pueblos vecinos (Egipto, Babilonia).

En el Antiguo Testamento no existe ningún principio, ninguna cualidad humana, ninguna propiedad natural del hombre, ningún rito misterioso que pueda dar, utilizar o recuperar la vida después de la muerte. Es Dios quien da toda vida, para que el hombre y la creación le alaben y para que sigan sus mandatos; es esta la única condición de una vida larga y feliz. La muerte no es una ruptura traumática sino un final sereno: «acostarse en paz con sus padres», dicen.

2. EL JUDAÍSMO TARDÍO: LA RESTAURACIÓN DE LOS JUSTOS. Con esta fe vivió Israel su existencia, su vida y su muerte. La existencia individual no era comprendida más que desde la perspectiva colectiva: lo importante era que viviera todo Israel, sólo desde ahí el individuo puede contemplar su vida. Pero este esquema tradicional fue modificado a raíz del Destierro (siglo V). Fueron los profetas del tiempo quienes, ante el fracaso colectivo del pueblo, exigieron responsabilidad individual más que responsabilidad colectiva (Jer 31,29-30; Ez 18,2). Y entonces se desencadenaron acuciantes preguntas sobre el don divino de la vida y la justicia de Dios (Jer 12,1-4; Sal 73). Ante la experiencia cotidiana, los antiguos esquemas fallaban: si Dios es el Señor de la vida, ¿por qué los justos sufren, no viven en paz, no gozan de larga vida? Y al contrario, ¿por qué los impíos viven largos años y en paz? Job es el grito angustioso del justo que sufre perdido en el misterio; Sirácida es el sabio escéptico y creyente que invita a gozar de la vida porque «es bendición de Dios», lo demás «es vanidad»; los Salmos presentan la postura mística: «lo importante es estar con Dios» (Sal 73,25). Todas estas posturas eran expresión de un problema cuya solución no se vislumbraba (Job 42,6).

Los interrogantes se agravaron dos siglos más tarde (siglo II), ante los sufrimientos causados por la soberbia imposición griega (2Mac 6,9) que martirizaba a los justos que defendían la Ley (2Mac 6,18-7,42), y por ella morían jóvenes en las luchas macabeas. Entonces se dio un paso adelante: en virtud de su justicia, Dios tenía que intervenir reivindicando a sus justos, muertos en martirio o en batalla. Así se comenzaron a abrir horizontes: Dios los «resucitaría en el día del juicio» (Dan 11,32; 2Mac 7,6.9.11.14.30-38); esto es, cuando se instaurasen los tiempos mesiánicos, todos los justos de Israel volverían a esta vida para constituir el Israel auténtico, al que tenían derecho por su justicia, para después, colmadas ya sus aspiraciones, morir en paz (Lc 2,25-32). Este esquema estaba vigente en los tiempos de Jesús, alimentando la mayor parte de los escritos apocalípticos y generando en los círculos fariseos una reflexión innovadora sobre la «resurrección mesiánica» (Mc 12,18-27) en base a las claves anteriores.


III. La primera predicación cristiana. La catequesis pascual.

Pero la resurrección de Jesús desbordaba todo este camino anterior, porque en ningún momento se había conseguido llegar a una afirmación de vida eterna más allá de la vida humana y de victoria definitiva y radical sobre la muerte. Esto era lo original y lo novedoso de la experiencia vivida en los encuentros con el Señor resucitado. Y aquel hecho inaudito y sin parangón, necesitaba de un lenguaje adecuado para la comunicación a todos los hombres. Un lenguaje que debía comunicar experiencias difíciles de expresar y del que no había tradición; en definitiva, un lenguaje sin hacer. Y, aunque para el anuncio de muerte no aparecen fórmulas definidas y constantes, muy pronto se fueron acuñando fórmulas de resurrección tópicas, con un lenguaje muy definido y constante.

1. Dos MODOS DE LENGUAJE. Además de otras formas menores de lenguaje («fue devuelto a la vida»), se descubren dos lenguajes predominantes: lenguaje de exaltación, lenguaje de resurrección.

a) Lenguaje de «exaltación». Aquellos primeros testigos tenían a mano en su tradición veterotestamentaria y en su entorno apocalíptico varios relatos de raptos de personajes insignes que no habían muerto, sino que Dios había llevado consigo (Gén 5,24; 2Re 2,11), y echaron mano de este lenguaje de exaltación para poder comunicar el hecho de la resurrección de Jesús. Se reconoce este lenguaje por expresiones típicas: «glorificar» (He 3,13a; 5,34), «exaltar» (He 2,33; 5,31; F1p 2,9), «ascender» (Lc 24,51; He 1,9; ITim 3,16), «sentar a la derecha» (He 2,34). Este primer esquema de lenguaje contaba con una aceptable tradición y con un entorno abundante. Pero, al mismo tiempo, presentaba varias dificultades: los casos de rapto no suponían, sino que excluían la muerte, lo que no era el caso de Jesús; los relatos de rapto destacaban bien la glorificación que habían experimentado en Jesús, pero resaltaban demasiado una trascendencia lejana del Resucitado, que no cuadraba con la experiencia de «presentarse en medio», de cercanía con sus discípulos; por otro lado los diferentes casos de rapto (Elías, Henoc, y otros) no permitían captar bien la originalidad del Señor resucitado, que no tenía comparación con ningún otro caso. Fue esta una manera de hablar muy primitiva y muy bien aceptada por las comunidades griegas, en cuya tradición religiosa había muchos relatos de dioses que bajaban a tomar contacto con los hombres y luego ascendían de nuevo a su situación celestial.

b) Lenguaje de «resurrección». En paralelo con el lenguaje de exaltación, aparece más abundantemente el lenguaje de resurrección. Se le reconoce por el uso constante de dos verbos griegos: egeiro (imagen de despertar de un sueño: He 3,15; 4,10; 5,30; 10,40; 1 Cor 15,4.12.14.16-17.20; Mt 16,21; 17,9.23; 20,19; Jn 2,22; 21,14; etc.) y anistanai (imagen de ponerse en pie desde una posición yacente: He 2,24.32; 3,26; 10,41; 13,33-34; 17,3.31; lTes 4,14.16; Ef 5,14; Mc 8,31; 9,9.31; 10,34; Jn 20,9; etc). Ambos verbos son imágenes, sin apenas diferencias, que nosotros ya traducimos directamente por la palabra resucitar. Era este un lenguaje novedoso, sin tradición, y por eso capaz de llenarlo de un contenido que expresase la novedad original de Jesús vencedor de la muerte. Fue el lenguaje que se extendió por toda la primera predicación cristiana y por todas las comunidades, aunque las comunidades griegas tuviesen notables dificultades para comprenderlo adecuadamente.

2. EVOLUCIÓN DE LAS FÓRMULAS. Con este lenguaje se fueron acuñando las fórmulas primitivas con las que nos transmitieron la experiencia de encontrarse con el Señor vivo, vencedor de la muerte. Estas fórmulas, llamadas kerigma, son las primeras palabras de la fe. Las encontramos en el fondo de cualquier escrito del Nuevo Testamento.

a) Dios resucitó a Jesús. Es la fórmula más primitiva (He, 2,24.32; 3,15.26; 4,10; 5,30; 10,40-41; 13,30.33-34.37; 17,3.31; Rom 4,24; 8,11; 10,9; lCor 6,14; 15,15; 2Cor 4,14; Gál 1,1; Ef 1,20; lTes 1,1; Rom 4,24; 8,11; 10,9; lCor 6,14; 15,15; 2Cor 4,14; Gál 1,1; Ef 1,20; lTes 1,19). Dios es siempre el sujeto de la acción y Jesús (no el Señor, ni el Cristo) es el objeto de la acción. De su uso en el Nuevo Testamento se destaca que es la única fórmula que utiliza Hechos, que es muy frecuente en los escritos paulinos, y que está ausente en los evangelios. Tanto por el uso paulino como por la ausencia en los evangelios, tenemos que concluir que es una fórmula de la predicación de los años 40-50. Su desarrollo cristológico es mínimo: está en la línea del Antiguo Testamento como otra de las maravillosas acciones de Dios sobre sus elegidos, pero no indica, en sí misma, una trascendencia de Jesús, que aparece como elemento pasivo de la acción de Dios.

b) Cristo (Señor, el Hijo del hombre) fue resucitado. Es la fórmula intermedia (Rom 4,25; 6,4.9; 7,4; 8,34; lCor 15,4.12-14.16-17.20; 2Cor 5,15; 2Tim 2,8; Mt 16,21; 17,9.23; 20,19; 27,63; 28,6; Mc 16,14; Lc 9,22; 24,6.34; Jn 2,22; 21,14). Se reconoce por el verbo siempre en pasiva, y por el sujeto lleno de contenido teológico (Señor, Cristo, nunca Jesús). Es la fórmula que más usa Pablo y que también aparece en los evangelios; destaca su presencia en textos prepaulinos (lCor 15,4; 2Tim 2,8) y el uso que hace Mt sobre tradiciones anteriores a él: anuncios de la pasión de Jesús (Mt 16,21; 17, 9.23; 20,19); por lo cual también tenemos que concluir que es una fórmula muy primitiva, típica de los años 50. Contiene ya una cristología en desarrollo, con afirmaciones de fe sobre Jesús (Señor, Cristo, Hijo del hombre) y con el puesto destacado que supone la posición del sujeto en griego.

c) El Hijo del hombre (Señor, Cristo) resucitó. Es la tercera fórmula (Mc 8,31; 9,9.31; 10,34; Lc 18,33; 24,7.46; Jn 20,9). Es una fórmula tardía, que nunca aparece en Pablo, pero que es la preferida de los evangelios y de los escritos más tardíos (años 70-90). Supone ya una cristología elaborada en sus niveles máximos de trascendencia: Cristo, persona divina, se resucita a sí mismo.

3. LA SUPERFICIE DE LA TRADICIÓN: LOS TEXTOS. Con estas bases se fueron configurando en la tradición diversas unidades o textos, algunos muy breves, unos procedentes de la predicación (fórmulas de anuncio), otros procedentes de la catequesis (credos), y otros más extensos (relatos de apariciones).

a) Las fórmulas de anuncio. Son fórmulas breves, con estructura bimembre y con estricto paralelismo en la disposición de sus elementos. Ejemplos claros son: «Si creemos que Jesús ha muerto y ha resucitado» (1Tes 4,14a) o «Acuérdate de Jesucristo, resucitado de entre los muertos, del linaje de David, según el evangelio que predico» (2Tim 2,8). Fórmulas como estas se encuentran en todo el Nuevo Testamento, especialmente en las cartas paulinas (cf Rom 4,25; 8,34; 14,9; 2Cor 5,15; etc). Son expresiones hechas dentro de la tradición recibida, usadas como afirmaciones básicas en las confesiones de fe y en la predicación. Contienen todas un anuncio de resurrección, a veces con alusión a la descendencia davídica, resaltando el mesianismo de Jesús (2Tim 2,8; Rom 1,3b-4) si su origen es judeocristiano; otras veces con alusión a la conversión de los ídolos (lTes 1,9-10) si el kerigma proviene de ambientes paganos; y las más de las veces aparece como centro de la confesión el binomio «muerte-resurrección» (lPe 3,18), con breves y diferentes consecuencias.

b) Los credos catequéticos. Estas fórmulas breves se fueron desarrollando hasta constituir pequeños credos catequéticos o resúmenes de fe más completos, utilizados preferentemente en los catecumenados bautismales: 1 Cor 15,3b-5 es un buen ejemplo. Pablo confiesa que este credo es la predicación de todos los testigos cristianos (ICor 15,11); más concretamente es el evangelio que Pablo predicó (lCor 15,1) y que a su vez es anterior a él, ya que reconoce que lo ha recibido para poder transmitirlo (lCor 15,3a). El análisis de su estructura gramatical remite a un origen judeoaramaico, y la abundancia de términos no paulinos indica que se trata de un credo que debe ser fechado en la década de los años 40. La estructura es bimembre: afirma los dos hechos fundamentales (muerte y resurrección) y aporta complementos catequéticos en estricto orden paralelo («por nuestros pecados»-«al tercer día»); señala que ambos hechos tienen una inserción en las tradiciones veterotestamentarias («según las Escrituras»-«según las Escrituras») y que ambos hechos gozan de una constatación que asegura su realidad (sepultura-apariciones); le siguen dos muy antiguas listas de testigos.

Este precioso credo supone ya una evolución teológica sobre las fórmulas kerigmáticas: la muerte es calificada como muerte sacrificial («por nuestros pecados») y es vista desde la perspectiva del Antiguo Testamento (muerte de los profetas, muerte de los justos, sacrificio de víctimas animales en el Templo). La resurrección es calificada con la fórmula «al tercer día», que, además de partir de una base cronológica, cuya expresión adecuada es «después de tres días» (cf Mc 8,31; 9,31; 10,33), indica el día de la plenitud de la acción de Dios, cumpliendo sus promesas, y realizando en plenitud su salvación.

c) Los relatos de apariciones en los evangelios. Ya se ha dicho que las apariciones son la base de acceso al hecho de la resurrección; son su manifestación y su enclave en el tiempo humano. Quizás sea mejor hablar de encuentros con el Señor resucitado, para evitar malas comprensiones y no confundir las apariciones pascuales, fundamento constitutivo de la fe, con otras apariciones que no son constitutivas de la misma. En los evangelios, excepto en Mc, cuyo final se ha perdido y restaurado con un elenco (que no relatos) de apariciones (Mc 16,9-20), tenemos varios relatos de aparición del Resucitado, todos ellos muy diferentes en su contenido y en sus destinatarios; solamente coinciden los evangelistas en una aparición a los once (Mt 28,16-20; Le 24,36-53; Jn 20,19-23), pero difieren totalmente en el contenido; por la extrañeza que supone, debemos admitir que la primera aparición fue a las mujeres (Mt 27,9-10) entre las que todos los evangelios nombran a María Magdalena y que Jn destaca especialmente dedicándole un relato propio (Jn 20,11-18); las demás apariciones ya divergen totalmente: los dos discípulos de Emaús sólo en Lc (24,1-35), Tomás sólo en Jn (20,26-29), pesca milagrosa sólo en el apéndice añadido a Jn (21,1-14). Por otro lado, la lista más primitiva de testigos que poseemos pone como destinatarios de las apariciones a «Pedro y luego a los doce..., los quinientos hermanos... Santiago..., todos los apóstoles» (ICor 15,6-8). Hubo ciertamente una aparición a Pedro (cf también Lc 24,34), de la que extrañamente en los evangelios no queda un relato, como tampoco queda de las apariciones a los «quinientos hermanos..., a Santiago, a todos los apóstoles». Y a la inversa, en esa lista tan primitiva no se mencionan las mujeres, ni los dos de Emaús, ni Tomás, que son los relatos evangélicos.

Por último, las apariciones de los evangelios tienen una localización diferente y desconcertantemente irreconciliable: Mateo no pone apariciones en Jerusalén, sino en el camino (Mt 28,9) y en Galilea (Mt 28,7.10; cf Mc 16,7); por el contrario, Lucas y Juan (excepto el añadido joánico Jn 21) sitúan todas las apariciones en Jerusalén (Lc 24,49-53; Jn 20,1 1. 19.26), excluyendo su localización en Galilea. Todo esto nos obliga a concluir que los evangelistas no siguieron una tradición común, con toda seguridad porque no la había, y que por eso su actividad literaria se deja notar con mayor intensidad. Es decir, los relatos de aparición que tenemos en los evangelios, aunque parten del hecho fundamental de las apariciones primeras y conservan algunos de sus recuerdos, han sido intensamente elaborados por cada evangelista con la finalidad de transmitir a sus cristianos de décadas posteriores aquella experiencia primera y de responder a los problemas que sus comunidades presentaban. En pocas palabras, estos relatos, más que descripciones exactas de los hechos de encuentro con el Señor resucitado, son relatos al servicio de la posterior comunicación catequética.

4. TIPOS DE RELATOS DE APARICIONES. Veremos a continuación los dos principales tipos de relato de apariciones, que encontramos en los evangelios.

a) Apariciones de envío. Los dos relatos de Mateo presentan una estructura invariable: 1) una presentación gloriosa del Resucitado abre el relato («se me ha dado todo poder»), pero no tiene como finalidad el reconocimiento (de hecho la duda [Mt 28,171, que se retiene por ser un elemento primitivo, se nota fuera de lugar); en vez del reconocimiento sigue una actitud de adoración consecuente; 2) un mandato de misión (Mt 28,10.19) ocupa el centro, indicando la finalidad catequética del relato: impulsar a la misión a aquella comunidad que, por ser judía, no tenía horizontes de misión universal (Mt 10,5); y 3) una promesa de asistencia para esa misión: «Yo estoy con vosotros», cierra el relato. Estos relatos siguen los esquemas tradicionales de los relatos de encomienda de una misión en el Antiguo Testamento (teofanía-misión-asistencia; Éx 3,1-12; Jue 6,11-18; Jer 1,4-10; etc). Estos relatos de aparición mateanos tienen la finalidad de ser el fundamento y el impulso que aquella comunidad judeocristiana (de la década de los 80) necesitaba para asumir con decisión la misión eclesial.

b) Apariciones de reconocimiento. Los relatos de aparición en Lucas y Juan presentan elementos nuevos como el toca; el comer; la duda es un elemento destacado, el reconocimiento es difícil y progresivo, se invocan las Escrituras, se menciona la presencia del Espíritu. La estructura es muy diferente: 1) una presentación sorpresiva, marcada con el saludo: «Paz a Vosotros», que no tiene caracteres gloriosos ni engendra adoración, sino estupefacción, duda e increencia; 2) la duda ocupa un lugar preferente, destacada expresamente sobre todo en Juan; 3) el reconocimiento ocupa el puesto central y obtiene una atención especial: tocar, comer, mala comprensión, testimonio de las Escrituras (Lc 24,16.31; Jn 20,19.26); 4) la misión confiada cierra el relato. Son relatos dirigidos a comunidades griegas, de la década de los 80-90; estas comunidades griegas no precisaban de una invitación a la misión; ellas habían sido, bajo la dirección de judeohelenistas, las impulsoras de la misión universal (Pablo; Antioquía; Macedonia). Sus necesidades y sus problemas eran otros: necesitaban una intensa catequesis sobre el realismo de la resurrección. Y esto es lo que hacen Lucas y Juan. El mensaje de la resurrección les llegaba en unas claves diferentes a las que ellos tenían: aquellos primeros testigos eran hebreos y, en su cultura semita, se concebía al hombre en unidad, sin dividir alma y cuerpo; entonces la resurrección incluía la persona entera, naturalmente con su corporeidad, pero sin reducirla solamente al cuerpo y sin confundirla o mezclarla con la inmortalidad del alma o con una presencia espiritual.

Esta concepción, propia del kerigma, chocaba frontalmente con la cultura griega de estas comunidades, con sus presupuestos filosóficos y religiosos, ya que en ella se concebía al hombre en clave dualista, alma y cuerpo como elementos separables, y se afirmaba la inmortalidad del alma, mientras que se despreciaba el cuerpo como un elemento obstaculizador de cualquier proceso espiritual. Estas comunidades griegas no entendían la resurrección (1Cor 15), ya que, o bien la reducían solamente al elemento cuerpo, o bien la consideraban innecesaria al creer en la inmortalidad del alma. En cualquier caso les resultaba difícil creer en una resurrección del hombre entero, de toda la persona; llegaba a parecerles incluso ridículo (He 17,32); no tenían dificultad en admitir que Jesús vivía después de muerto, ya que su alma era inmortal, pensaban, o era un espíritu (Lc 24,37; Jn 20,27), pero el realismo de una resurrección de la persona, con una corporeidad transformada, les resultaba inconcebiblemente extraño. Por eso Lucas y Juan se esfuerzan por enseñar a estos cristianos griegos que la resurrección es una realidad que deben comprender como nueva creación de la persona, con su corporeidad transformada, en una situación de vida perfecta y definitiva; que no deben confundirla con una inmortalidad del alma o reducirla solamente al elemento cuerpo. Así Lucas y Juan llenan estos relatos de motivos catequéticos: el reconocimiento ocupa el centro de interés catequético, se le reconoce progresivamente (Lc 24,16.31; Jn 20,19.26); se multiplican los signos de realismo corporal: tocar, comer, no es un espíritu (Lc 24,37; Jn 20,27).

La duda, además de ser un dato primitivo, tiene una importante función catequética, es una invitación a la opción de fe; Juan destaca especialmente este elemento duda dedicándole un relato especial, la aparición a Tomás, que termina con una abierta confesión de fe y una bienaventuranza para los creyentes del futuro (Jn 20,26-29). La insistencia en el cumplimiento de las Escrituras (Lc 24,27.44), el abrirles el entendimiento (Lc 24,25-26.45), el indicarles cuál es la postura de fe (Lc 24,25.38; Jn 20,27-29), son todos elementos importantes de esta catequesis para aquellos cristianos griegos, con la finalidad de fundamentar su fe en la realidad de la resurrección corporal.

También se detectan intereses catequéticos menores: motivos de construcción eclesial: volver junto a los hermanos (Lc 24,33-35); perdón de los pecados (Jn 20,23); recepción del Espíritu (Jn 20,22; Lc 24,49); misión encomendada (Lc 24,47; Jn 20,21). Todos son puntos clave de una catequesis eclesial para afianzar la identidad de la Iglesia naciente en los ambientes griegos. Y asimismo resaltan en primer plano motivos litúrgicos: «el primer día de la semana» (Jn 20,1.11.19), en clara alusión al domingo; «le reconocieron al partir el pan» (Lc 24,30-31.41-42), que son alusiones eucarísticas: las comidas con el Señor resucitado eran al mismo tiempo signos de realismo corporal, comunión del Señor resucitado con los suyos y comidas eucarísticas originantes de las eucaristías posteriores.


IV. Síntesis del mensaje sobre la resurrección del Señor

1. LA RESURRECCIÓN DEL SEÑOR ES ACCIÓN DE Dios. Las fórmulas Dios resucitó a Jesús o Cristo fue resucitado remiten a Dios como el que ha realizado el hecho de la resurrección. Entonces la resurrección se enmarca dentro de la serie de acciones de Dios en la historia de salvación: desde la actividad creadora del comienzo, siguiendo por la actividad constantemente salvadora de Dios a través de la historia (éxodo, profetas, vuelta del destierro, etc.) por medio de agentes humanos, hasta llegar al acontecimiento de Jesús, hecho hombre entre los hombres. Todo este proceso continuado de actividad de Dios culmina en la resurrección. La resurrección es la acción definitiva de Dios, acción radicalmente transformadora que culmina todas las demás acciones. Todas las acciones anteriores suceden dentro del tiempo y espacio humanos y, en general, mediante agentes humanos; en el caso de la resurrección no hay mediación humana, es la acción absolutamente propia de Dios, sin intervención de la actividad humana; hasta en la muerte de Jesús intervienen el hacer y el querer humanos, pero en la resurrección no. Hablando con propiedad, no fue el hombre Jesús el que superó la muerte, sino que Dios acoge a su Hijo Jesús en la comunión definitiva y en la unión perfecta con él. Precisamente por esto, la resurrección de Jesús es la revelación perfecta de quién es Dios y en quién y para qué confían los hombres que creen en él. En la resurrección de Jesús, Dios se manifiesta como el que llama al hombre a su realización en plenitud, como el que invita al hombre a compartir su vida divina. Desde aquí se entiende que la resurrección es la revelación definitiva de la soberanía de Dios: la instauración del reinado de Dios, de su generosidad gratuita y amorosa para con el hombre y con la creación entera.

2. LA RESURRECCIÓN Y EL MISTERIO DE JESÚS. Ahora se revela que la acción, las palabras, las opciones, los conflictos de Jesús, tienen el Sí de Dios frente al No de los hombres. Ahora desaparece la incertidumbre sobre la validez y el futuro de la acción de Jesús, que las autoridades religiosas judías habían puesto en entredicho con su muerte en la cruz. En la resurrección, Dios ha reivindicado a Jesús frente al rechazo humano, y desde ahí la cruz comienza a tener sentido: es el resultante de la injusticia humana, es la consecuencia de la postura auténtica de Jesús, es la entrega amorosa de Dios a los hombres, es el sacrificio por los pecados del hombre, es la muerte del hombre viejo, esto es, del hombre contra Dios.

Pero la resurrección no es simplemente una manifestación de la validez de sus hechos y palabras, sino también la manifestación del misterio de Jesús, de la autenticidad de su ser. En la resurrección, Jesús culmina su vida terrena: sus hechos, sus actitudes, su mensaje, quedan definitivamente sellados como auténticos, y convertidos en referencia obligada para la Iglesia y para los creyentes de todos los tiempos. En la resurrección, se revela que Dios estaba en Jesús (2Cor 5,19), en su actuar, en su palabra y en su sufrimiento, en su muerte. La resurrección es la realización de la unidad perfecta de Dios y Jesús: Dios está en Jesús, Jesús está en Dios, Jesús es Dios. Desde entonces Jesús puede ser invocado como Señor, el mismo apelativo que usaban los cristianos judeohelenistas y griegos para Dios, como traducción del clásico Yavé (Adonay). Por eso Jesús es el lugar del encuentro con Dios para el hombre que busca en Dios su realización definitiva. Pero no cualquier realización del hombre o cualquier imagen de Dios. Jesús había vinculado a su propia persona la imagen de un Dios misericordioso, amor y perdón, para con los necesitados; y esa vinculación no quedó como un intento pasado de dudosa validez; en la resurrección de Jesús, Dios ha manifestado que esa proximidad amorosa de Dios es real y permanente. Dios ha revelado y ha instaurado definitivamente la autenticidad de la relación humana con el mismo Dios y con los demás hombres: el amor de Dios se ha impuesto y ha comenzado un nuevo tiempo de salvación. En la resurrección de Jesús, Dios se revela claramente como una cercanía amorosa, perdonadora y salvadora frente a un mundo perdido. Dios manifiesta ante el mundo (apariciones) que esa escandalosa imagen de Dios presentada por Jesús es la auténtica, y desde entonces el hombre descubre el verdadero rostro de Dios que le invita a su comunión para llenarlo de vida.

3. LA RESURRECCIÓN, CLAVE PARA ENTENDER EL HECHO DE JESÚS. LOS primeros cristianos tenían razón al releer la historia de Jesús desde la luz de la resurrección, porque la resurrección revela el auténtico sentido de Jesús y la profundidad de su misterio. La resurrección no resta importancia al Jesús histórico, sino precisamente al revés: hace que el Jesús histórico, en todas sus facetas, sea comprendido como Revelación y como realización auténtica del hombre según los planes de Dios. Desde la resurrección, Jesús se convierte en el acontecimiento salvífico de Dios ofrecido al mundo: las palabras y hechos de Jesús, sus actitudes y decisiones, han quedado fijados como el camino auténtico de realización del hombre de cualquier tiempo. La resurrección hace que el Jesús histórico, tal y como fue, siga estando presente en nuestro mundo, no como un recuerdo y un ideal del pasado, sino como una presencia activa constantemente salvadora, invadiendo nuestros procesos de salvación e impulsando el camino hacia nuestra resurrección; esto es, como Señor resucitado.

4. INAUGURACIÓN DEL MUNDO NUEVO DE DIOS. Dios, resucitando a su Hijo Jesús, ha irrumpido en nuestra historia con su soberanía, instaurando su reino, destruyendo «todo señorío, todo poder y toda fuerza... (incluida) la muerte» (ICor 15,24-27), llenándolo todo de vida, para que el curso de este mundo pueda cambiar definitivamente: Dios se manifiesta en la resurrección de Jesús como aquel que transforma el sufrimiento del mundo, abriendo el camino de superación de las estructuras causantes de la miseria, el dolor y la injusticia, el pecado y la muerte.

Esta inauguración del reino de Dios indica que estamos en el tiempo final y definitivo, en el tiempo de la realización perfecta. Todavía queda nuestra opción personal, pero nuestro tiempo limitado ya está invadido de eternidad. Se han abierto horizontes de eternidad y el hombre puede realizarse en plenitud: ahora ya podemos hablar de liberación del hombre, porque el poder más significativo, la muerte, límite de cualquier realización, ha sido vencida (Rom 8,31-39; ICor 15,54-57); pero más importante que la muerte física, en la resurrección ha quedado vencida nuestra muerte eterna, nuestra pérdida y alejamiento de Dios, de sus criaturas y de nosotros mismos, es decir, nuestro pecado; en la resurrección se ha realizado nuestra reconciliación, nuestra justificación, en germen y en raíz ya ahora, y en posibilidad segura si nosotros queremos. Por eso ahora ya podemos hablar de nueva creación, de hombre nuevo, de cielos nuevos y tierra nueva.

5. CRISTO RESUCITADO, PRIMICIA DE UNA GRAN COSECHA. El hombre, con palabras de Pablo, se siente incorporado al Cristo muerto y resucitado por su fe y su bautismo; y sabe que Cristo es la primicia de una gran cosecha (l Cor 15,20). El creyente sabe que dentro del hombre se ha sembrado la semilla de la Vida nueva. La historia personal del hombre en Cristo ha sido asumida por la acción de Dios, y tiene todas las garantías de culminar en éxito. Por eso el hombre puede llamarse y ser de verdad hijo adoptivo de Dios, con un Espíritu que dentro de él clama: Ahha (Padre) a Dios, y que le libera de ser esclavo para hacerle «heredero del cielo» (Gál 4,1-7) no por derecho, sino por gracia y amor. Aquí se fundamenta el respeto, la delicadeza y el amor que debemos a cada persona; nuestras relaciones humanas van marcadas por la relación que Dios, en Jesús, tuvo con nosotros, y por el misterio de vida eterna y de filiación divina que cada hombre lleva dentro.

6. LA RESURRECCIÓN Y LA ESPERANZA HUMANA. En la resurrección de Jesús se manifiesta el proyecto de Dios sobre el hombre; y el cristiano vive en esa tensión de realización de un proyecto que le atrae y le desborda al mismo tiempo; en ella asienta su esperanza: en unas metas que siempre se le escapan, porque su realización definitiva supera el más acá. Y así, el creyente acepta gustoso la lucha de cada día contra los poderes de muerte y destrucción que experimenta en su entorno diario; aquí basa su esfuerzo por transformar y transformarse, sabiendo que la fuerza de la resurrección ya está potenciando su actuar y su decidir; aquí radica la fortaleza del creyente: sabe aguantar los golpes, encajar los reveses, superar los fracasos, relativizar los éxitos. En definitiva, aquí fundamenta la aventura de su vida y de su fe: la capacidad de riesgo, de creación, de inquietud, de búsqueda, de continua conversión, son rasgos típicos del hombre que cree y vive la resurrección del Señor.

7. LA RESURRECCIÓN, UN ACONTECIMIENTO SIEMPRE PRESENTE. La resurrección no es un hecho del pasado: es un acontecimiento continuamente presente en la historia de cada hombre y de cada tiempo: la eternidad se ha mezclado con el tiempo y el tiempo ha adquirido dimensiones de eternidad. Y esta presencia de la resurrección en medio del tiempo es una continua fiesta en el corazón de cada hombre que opta por ella y en la comunidad que la celebra, especialmente cada primer día de la semana, el domingo. En medio de la caducidad de su tiempo, el cristiano descubre que en la sucesión de continuas muertes (días, flores, sentimientos, hombres, planetas), a su alrededor siempre triunfa la vida. Y así la resurrección del Señor es la buena noticia que proclamamos, porque la hemos creído y sentimos la necesidad de anunciarla.

8. LA RESURRECCIÓN, UN RETO PARA NUESTRA FE. Pero la resurrección, oferta gratuita y amorosa de Dios al hombre, hecha en Jesús, no es de aceptación obligada ni de imposición mágica, ni de utilización circunstancial interesada. Pero tampoco se llega a ella por demostración racional o histórica; por eso, en toda la predicación paulina, y en general en las primeras décadas (30-60), nunca se invoca el sepulcro vacío como prueba de la resurrección; será este un tema de interés en las tradiciones posteriores y tendrá otras finalidades. La resurrección es un reto para nuestra fe, es el mismo centro de la fe, y ante su vivencia se constata lo genuino o no de nuestra postura de fe. Como los discípulos de Emaús (Lc 24,13ss.), necesitamos ojos nuevos porque frecuentemente los nuestros están pesados, y nuestros caminos tristes y confusos impiden ver al Señor resucitado, sobre todo cuando se realizan apartándose del ámbito comunitario de los demás hermanos; cuando nuestras previsiones fallan constantemente, ya que no tienen por qué realizarse, entonces nos sentimos defraudados por los montajes equivocados que hacemos; pero el Señor resucitado va de camino con nosotros, aunque no le reconozcamos: en la Palabra leída a través de Jesús descubrimos esa presencia de Dios con nosotros, y en el partir el pan, la eucaristía, lo reconocemos a nuestro lado, compartiendo la mesa de la vida eterna; entonces los rumbos anteriores se cambian para ir al encuentro de la comunidad de hermanos para celebrar en común, porque solos no se puede, esta increíble noticia.


V. Claves catequéticas

1. PROPUESTA METODOLÓGICA. El objetivo de la catequesis ante el mensaje de la muerte-resurrección de Jesús puede ser expresado a través de tres elementos: 1) Procurar un conocimiento correcto de los datos mediante la aproximación a los textos bíblicos y sus elementos según las diversas edades. 2) Favorecer su comprensión, haciendo notar de qué manera, desde la primera comunidad en adelante, estos datos han sido comprendidos. 3) Poner de relieve el ámbito de la experiencia al cual estas narraciones resultan pertinentes, que es el ámbito de la confianza y de la fe. Hechas estas premisas, el intento siguiente será el de abordar, a través de un método prevalentemente sintético, los textos bíblicos que hacen referencia al misterio pascual de Jesús, seleccionando mediante los criterios de la moderna exégesis aquellos que resultan más significativos e importantes.

Según el Nuevo Testamento, la resurrección de Jesús es un acontecimiento que no tiene espectadores; sin embargo tenemos una constatación inmediata y difusa: Jesús ha resucitado, ha dejado la tumba y ha ascendido al cielo. Para explicar cómo se ha llegado a esta afirmación, podemos individuar cuatro grupos de textos o lenguajes que asumen a nivel didáctico una gran importancia, porque cada uno tiene su lógica y lleva a un eco particular de experiencia: 1) Las exclamaciones de sorpresa (Lc 24,34). Esta sorpresa es como un contrapié de frente a la doble reacción que sigue a la muerte de Jesús: por un lado la desilusión (caso ejemplar son los discípulos de Emaús), y por otro la piedad (de las mujeres que van a cuidar el sepulcro). 2) Las confesiones de fe (ICor 15,41-11). La necesidad de recoger aquellos elementos que dicen que la experiencia no es ilusoria. El texto reúne cuatro afirmaciones: ha muerto, fue sepultado (la evidencia de que había muerto), resucita (ya no está allí), se ha aparecido (se hace ver). Aparece claro que cada vez el segundo dato está puesto para recalcar la verdad del primero. El tercer verbo, resucita, rompe la cadena de verbos en pasado, e indica una acción cuyo efecto perdura en el presente. 3) Los himnos. La necesidad de expresar con cantos el gozo de la experiencia. 4) Las narraciones. La preocupación de narrar la génesis del descubrimiento de la nueva condición de Jesús y las dificultades que ello comportaba.

Tener en cuenta esta tipología de textos es importante porque ayudará a percibir la estructura de la experiencia pascual: la maravillosa novedad que motiva la aparición de la necesidad de relatarla mediante hechos y acontecimientos concretos, cantar el gozo que produce, y mostrar cómo se llega, también a través de dificultades y dudas, a la percepción de esta experiencia.

2. DIFICULTADES MÁS RECURRENTES. La experiencia de los propios catequistas individúa una serie de dificultades que deben ser tenidas en cuenta: la dificultad de vivir serenamente esta temática, ya que toca el problema del dolor y la muerte, dimensiones fundamentales de nuestra realidad humana; cómo hacer intuir el concepto de resurrección, de la vida después de la muerte; es difícil hablar de la muerte y del dolor a los niños que no han tenido experiencia y, por lo tanto, no muestran curiosidad alguna por estos aspectos; es difícil hablar de la vida en general y de la muerte de Jesús como don, dado el contexto humano en el cual el catequizando vive, caracterizado por cierto individualismo y egoísmo; es difícil hablar del dolor, de la muerte, de la enfermedad: los destinatarios infantiles y juveniles no merecen estas cosas; es difícil hacer comprensible cómo Jesús, un hombre bueno, se convierte en un condenado a muerte por delincuente; en definitiva, tal vez la dificultad mayor es la de afrontar, con una terminología simple y apropiada y con signos y símbolos concretos, una temática tan compleja.

3. PISTAS PARA CADA SEGMENTO DE EDAD. Podemos organizar un protocolo de observación sobre los contenidos del misterio pascual, teniendo en cuenta estos cuatro indicadores: 1) las experiencias humanas (fiesta, estupor, condivisión...); 2) los símbolos de valor psicológico (confianza, gozo, paz...); 3) los signos (valores de tipo lógico como por ejemplo los ramos, la cruz, las campanas, el fuego...), y 4) los propios ritos litúrgicos. En cualquier caso, sea cual sea la franja de edad a la que nos dirigimos, la presentación de la resurrección de Jesús debe partir del convencimiento de que la vida cristiana hoy ha de recuperar su razón de ser para volverse fehaciente ante quienes la quieren vivir, y fidedigna frente a quienes la abandonaron o nunca la experimentaron. El único motivo válido y suficiente para ser cristiano sigue siendo que Cristo vive hoy, pues «verdaderamente... ha resucitado y se ha aparecido a Simón» (Le 24,34). Y es su testimonio, y el de los demás testigos primeros (cf 1Cor 15,5-8), lo que se ha de recordar y exponer. Que Jesús ha resucitado y, por ende, no sea inútil la fe en él, sigue siendo un reto hoy como en tiempos de Pablo. Aunque se le sepa vivo, no siempre esa convicción se constituye, como debiera, en el núcleo central de la vida cristiana.

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José Antonio González García,
Eladio Vega Landriz
y José Pérez. Barreiros