JESUCRISTO
NDC
 

SUMARIO: 1. Introducción: 1. Desafíos actuales al anuncio de Jesucristo; 2. Cristocentrismo de la catequesis. II. Claves cristológicas: 1. El misterio de la encarnación; 2. Un «Dios de los hombres»; 3. La salvación, un dinamismo de «comunión transformadora»; 4. La salvación, un camino de «entrega hasta la muerte»; 5. La salvación culmina en la resurrección de Cristo y el reino de Dios. III. Catequesis sobre Jesucristo: 1. Claves que articulan la catequesis sobre Jesucristo; 2. La catequesis de Jesucristo en sus tareas; 3. Catequesis de Jesucristo por edades.


I. Introducción

«Jesucristo es el mismo ayer, hoy y siempre» (Heb 13,8). La Iglesia tiene el mandato divino de testimoniar su presencia y proclamar su salvación en todo tiempo y en todo lugar. El anuncio de la buena noticia de Jesucristo es siempre el mismo, pero la modulación que adquiere en cada época y para cada destinatario varía según los gozos y esperanzas, angustias y frustraciones que los caracterizan.

Hoy, para que la Iglesia sea fiel a la encomienda recibida y para que Jesús germine en los corazones de nuestros contemporáneos y, por ellos, en las estructuras de nuestra sociedad, la comunidad cristiana debe estar atenta al campo del mundo. Debe detectar las vías que el contexto cultural abre actualmente al anuncio del evangelio, y también las que cierra. Unas son ocasiones que la acción del Espíritu ofrece a su Iglesia para que, con nuevo ardor, testimonie a Jesucristo. Las otras son retos que Dios le lanza para que se desinstale y se identifique con la pascua del Señor que ella anuncia.

1. DESAFÍOS ACTUALES AL ANUNCIO DE JESUCRISTO. El contexto socio-cultural actual plantea desafíos de diverso orden al anuncio de Jesucristo:

a) La situación religiosa de nuestra sociedad es, en muchos casos, al menos problemática. El secularismo imperante hace que el hombre de hoy se debata entre la indiferencia y la negación de Dios. Como reconoce el Directorio general para la catequesis, sin necesidad de expresarlo, el hombre de hoy se desentiende de Dios existencialmente (cf DGC 22). Esta falta del sentido trascendente de la vida y el debilitamiento de la actitud religiosa hace mella en la presentación de Jesucristo, porque arrancado de la tierra madre de Dios, se hace imposible conocer y penetrar su Misterio. De ahí que la catequesis sobre Jesucristo tendrá, como encomienda primera, preparar y ahondar la experiencia religiosa de sus destinatarios. Jesús de Nazaret, su vida, su persona, no puede ser comprendido si no se tiene presente lo que significa Dios para el hombre.

b) La sociedad posmoderna tiene especial alergia a cualquier visión de la realidad que pretenda ser globalizante. La caída de las ideologías, la consideración de que a la verdad sólo se tiene acceso fragmentariamente, son, entre otros, signos de esta tendencia. Esto incide, incluso, en el plano existencial. La mayoría de nuestros contemporáneos, divididos por los diferentes ámbitos en donde se juega su vida, van en pos de referencias parciales y múltiples como modo de adaptarse a un mundo que tiene a gala ser plural y tolerante. Incluso los creyentes muestran una configuración ecléctica y débil de su fe. Pues bien, la Iglesia anuncia a Jesucristo como la Palabra única de Dios. El gran relato que da sentido a toda la vida; que bajo la pretensión de unicidad y totalidad es capaz de estructurar en un conjunto armónico la vida del que lo acoge. La catequesis debe tener en cuenta este escollo y ofrecer el conocimiento de Jesucristo como salida a la sensación de vacío de nuestros contemporáneos.

c) Los medios de comunicación de masas ofrecen una visión planetaria del mundo y sus problemas: la sociedad del bienestar, el norte y el sur, las migraciones, los adelantos científico-técnicos, la destrucción de la biosfera... Junto a ello, la incapacidad del hombre para resolverlos. Esto, necesariamente, genera unos nuevos posicionamientos ante la realidad: la visión pesimista de ésta lleva a refugiarse en un mundo propio e individual; el rechazo de lo feo, doloroso y comprometido lleva a subrayar lo estético agradable y cómodo; ; la impotencia ante los problemas del mundo lleva a la búsqueda de la propia realización... La presentación de Jesucristo deberá considerar estos nuevos posicionamientos y hacer del concepto amplio y renovado de salvación uno de sus ejes.

d) La propia presentación y conocimiento de Jesucristo es problemática. Cristo es un gran desconocido para nuestra generación. Cuando el hombre de hoy se acerca a él, esta aproximación se debate, a menudo, entre una referencia moralizante y una perspectiva subjetivo-emocional, que intenta compensar necesidades de diversa índole; pero casi siempre con una escasa visión evangelizadora. La presentación que de su Misterio hace la Iglesia suele ser rechazada por lejana, desencarnada y ajena a las preocupaciones del mundo actual. La misma presentación catequética es también problemática. Queriendo aproximar a Jesús a nuestros contemporáneos, a veces insiste sólo en la humanidad de Jesús, sin hacer referencia explícita a su divinidad; en otras ocasiones, menos frecuentes en nuestro tiempo, acentúa tan exclusivamente su divinidad que no pone de relieve la realidad del misterio de la encarnación del Verbo (cf DGC 30). La catequesis debe hacer un esfuerzo por presentar todas las facetas del misterio de Jesús, tal como lo proclama la Iglesia, ayudando a que los creyentes tengan un acceso experiencial a través de su encuentro con Cristo.

2. CRISTOCENTRISMO DE LA CATEQUESIS. «Cristo, el Hombre nuevo (nuevo Adán), en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación» (GS 22a). Por eso «la verdad profunda de Dios y de la salvación del hombre... se manifiesta en Cristo, mediador y plenitud de toda la revelación» (DV 2; cf 4). El hecho de que Jesucristo sea la plenitud de la revelación y el centro de todo el misterio cristiano «es el fundamento del cristocentrismo de la catequesis: el misterio de Cristo, en el mensaje revelado, no es un elemento más junto a otros, sino el centro a partir del cual los restantes elementos se jerarquizan y se iluminan» (DGC 41; cf CT 5).

a) La persona de Jesucristo. El que la catequesis sea cristocéntrica significa que debe centrar toda su atención en la persona de Jesucristo. Debe ayudar al recién convertido, a través del encuentro personal con Cristo, a conocer y entrar en comunión de intimidad con el Misterio de aquel en cuyas manos se ha puesto por la fe inicial (cf CT 20; DGC 80-81). Y esto, no como una figura del pasado, como un mero maestro de ética a quien imitar, sino como quien permanece vivo por su resurrección y, a tra vés de su palabra y de su Espíritu, se presenta como salvador nuestro, que nos llama a su seguimiento.

La catequesis debe presentar, por tanto, no sólo la doctrina acerca de Jesús, sino la persona misma, la vida y el mensaje de Cristo, como buena noticia para el hombre de hoy y, a través de él, para el mundo, en toda su integridad y originalidad, sin reduccionismos: en el realismo de su vida, de su palabra y su actuación. Así pues, Cristo no es sólo objeto de la catequesis como una mera verdad objetiva que debe ser enseñada o demostrada, sino que, como Resucitado, es más bien el verdadero sujeto activo que puede manifestarse al hombre de hoy y, a través de sí, introducirlo en el misterio íntimo del Dios Trino (cf DGC 99). El Señor se hace presente a través de su cuerpo, que es la Iglesia, la comunidad cristiana y sus miembros, en especial del catequista que, por la encomienda celesial, es su testigo ante los nuevos creyentes. «El bautismo, sacramento por el que nos configuramos con Cristo, sostiene con su gracia este trabajo de la catequesis» (DGC 80).

Desde esta perspectiva, y dado que la presencia inmediata del Resucitado no nos es accesible si no es a través de representaciones sensibles, es preciso someter a examen las imágenes de Jesús que prevalecen en los catequizandos o en sus ambientes, para purificarlas si fuese necesario. Y no sólo las imágenes explícitas de Cristo cargadas de proyecciones terrenas o fantásticas, sino también otras que pueden estar latentes en ciertas actitudes o comportamientos, tendentes a contraponer de forma radical lo humano y lo divino, lo natural y lo sobrenatural (o lo sagrado y lo profano).

b) Jesús mediador entre Dios y el hombre. «Porque hay... un solo mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús, también él hombre, que se entregó a sí mismo para liberarnos a todos» (1Tim 2,5-6), el punto central de la catequesis deberá ser la realidad personal de Jesús, en su unicidad y concreticidad como mediador salvífico, más que en su dualidad como Dios y hombre. Hay que situar al catequizando ante la persona de Jesús, ante sus actitudes, sus relaciones y su camino concreto, más que ante unos atributos que suelen ser los de una divinidad un tanto abstracta o los de una humanidad un tanto ideal. Para que esta catequesis alcance su objetivo, y dado que en nuestros días el acceso a la dimensión trascendente es más difícil, ya que el término Dios es una palabra teórica o encierra imágenes antropomórficas o mágicas, es necesario, en muchos casos, que a la catequesis sobre Jesucristo preceda la formación de los catequizandos en el sentido y la actitud religiosa. Su apertura a Dios, referencia última de la persona, proyecto y vida de Jesús, es la perspectiva desde donde los neófitos pueden ser introducidos en el misterio de Cristo, para descubrir en él al mediador entre Dios y el hombre y el nuevo semblante que nos ofrece del Dios Padre. Esto implica una renovación de la imagen que tenemos de Dios y del propio Jesús, revisada a la luz del Dios de Jesucristo, en su originalidad en relación con el Dios contemplado por las religiones.

Esta catequesis precisa un profundo sentido bíblico, atento al proyecto de Dios que —en el dinamismo de la historia de la salvación— prepara la venida de Cristo, preludiando en el Antiguo Testamento el misterio de la encarnación; lo lleva a plenitud en la realidad histórica del propio Jesús, testimoniada en los evangelios; y lo prolonga en la historia del nuevo pueblo de Dios, recogida en el resto de los escritos neotestamentarios.

En consecuencia, la catequesis no deberá partir, en un primer momento, de la ontología —la doble esencia o naturaleza estática— de Cristo, ni de las formulaciones que, desde los concilios de Efeso y Calcedonia hasta el III de Constantinopla —del año 431 al 681— sirvieron de cauce de expresión a una cristología dogmática, centrando hasta tal punto su atención en el hecho de la encarnación, que olvidaron y marginaron los mysteria vitae Christi: el desarrollo de la vida, muerte y resurrección de Jesús, que aún se mantenía en los símbolos de Nicea (año 325) y Constantinopla I (año 381). Antes que el mero aprendizaje de fórmulas hechas o definiciones, la catequesis debería, de la mano de los evangelios, contemplar el desarrollo histórico, dinámico, existencial de Jesús, conduciendo a una fe confesante en la que el creyente exprese la relación personal entre Cristo y él; y desde ahí se produzca la resonancia, en su propia vida personal, de la presencia viva y actuante del Señor. En este marco, y en un segundo momento, la síntesis de fe expresada en los diferentes símbolos será para los catecúmenos luz de guía que iluminará su propia relación creyente con Jesús y les permitirá ahondarla en todo su tenor eclesial.


II. Claves cristológicas

1. EL MISTERIO DE LA ENCARNACIÓN. a) Afirmación de la persona de Jesús, Hijo de Dios y Hombre nuevo. Se trata, ante todo, de reconocer a Jesús como Hijo de Dios y Hombre nuevo. La consideración de la divinidad o la humanidad de Jesús como dos magnitudes no del todo integradas en su personalidad englobante, no sólo desvirtúa el misterio de la encarnación, sino que condiciona el comportamiento cristiano, llevándolo a un dualismo y a una disociación práctica entre la vida cristiana y la profana, como si la fe del creyente nada tuviera que ver con la realidad secular. En tal caso, el vínculo entre ambas es puramente ético, al margen de la salvación de Dios en Cristo proyectada como gracia capaz de transfigurar y renovar la realidad secular.

b) Superación de la «confusión» entre lo humano y lo divino. Pero también es preciso evitar la confusión entre ambas dimensiones: la absorción de lo humano en lo divino o viceversa.

Una reducción de lo humano a lo divino. La prevalencia de una cristología descendente, con olvido de la historia de Jesús reflejada en los evangelios, llevó a una insistencia exclusiva en un Jesús sólo Dios, con olvido de su humanidad. Por eso es preciso recuperar la centralidad de la humanidad de Jesús, quicio del misterio cristiano y la salvación, afirmada por la revelación, y que el Vaticano II destaca (GS 22).

La minusvaloración de la realidad humana de Jesús condujo a la acentuación de una serie de rasgos extraordinarios (milagros, conocimiento singular, dimensión sacra absoluta, etc.), y a la atribución de títulos divinos, más propios de las divinidades paganas (Rey, Altísimo, Omnipotente) o de un Dios abstracto, racional, que del Dios del evangelio (afirmado como Padre por Jesús, en el Espíritu, desde una singularidad trinitaria). Próxima a esta mentalidad está la consideración de Jesús como un ser híbrido (semidiós o superhombre), pero sin ser plenamente una cosa ni otra. También esto aleja a Jesús y lo hace ajeno al drama humano: no llega a adentrarse en el mundo del sufrimiento, la tentación, la angustia, la pobreza o el fracaso; no necesita optar, ni ejercer la libertad o la responsabilidad propias del hombre. Como si todo se le diese ya hecho por obra de una divinidad de la que sería mero juguete. Se olvida así que Jesús, aunque es aquel «por quien todo fue hecho», alcanzó ser «perfecto mediante los sufrimientos» y, «probado en todo a semejanza nuestra», «aprendió, sufriendo, a obedecer». Partícipe de nuestra carne y sangre, se hizo «en todo semejante a sus hermanos» (Heb 2,10-14; 4,15; 5,8; 2,17).

Es preciso, por tanto, recuperar al Jesús del evangelio como personaje histórico real, evitando caer en una figura mítica, situándolo en el ámbito en el que vivió y actuó, con su cultura y religiosidad propias (la Galilea «de los gentiles» [Mt 3,15-17], semipagana, donde él se crió e inició su misión); con los condicionamientos económicos y sociales a los que él se enfrentó. El conocimiento del entorno geográfico e histórico de Jesús, nos permitirá aproximarnos a la figura concreta de Alguien que sigue llamando hoy al mismo seguimiento al que llamó entonces. Sólo desde la realidad de la persona, y desde su encarnación en la vida y la experiencia cotidiana —y no como un ser abstracto—, Jesús podrá ser verdaderamente universal y contemporáneo nuestro (el universale concretissimum de K. Barth). Esta perspectiva es importante para plantear correctamente la relación de Cristo, Hombre nuevo (cf GS 22), con las religiones, así como con las aspiraciones de la humanidad. Contando finalmente con la fuerza del Espíritu, que presidió toda la actuación salvadora de Jesús.

Por otra parte, esa minusvaloración de la humanidad de Jesús llevó a considerar el misterio de la encarnación como algo que se concentra en la persona de Jesús, como un caso único, excepcional e irrepetible de la conjunción entre Dios y el hombre, olvidando que la encarnación, aunque única y original, no queda clausurada en Jesús, sino que se proyecta sobre la humanidad, sobre el conjunto de la creación y la historia (que por eso es historia de alianza y salvación): el en de Jesús conduce al por nosotros y por nuestra salvación. Por nuestra participación en el cuerpo de Cristo (Iglesia), llegamos a ser en plenitud hijos de Dios (Jn 1,12-14; 1Jn 3,1-2; 5,1), a quien podemos llamar «Padre» (Rom 8,15; Gál 4,6).

Una reducción de lo divino a lo humano. Por el otro extremo hay que superar una insistencia exclusiva en la humanidad de Jesús donde, desde los presupuestos de un humanismo secular, todo se redujese a la afirmación de Jesús como un mero Hombre, en detrimento de su dimensión divina trascendente o de su identidad como Hijo único de Dios. Este planteamiento tiende a reducir a Jesús a una mera figura del pasado, convirtiendo los evangelios en puro relato biográfico (vidas de Jesús); lo que hace de él un mero modelo a seguir, similar a otras figuras del pasado, o un hombre ideal, quizá extraordinario, pero no encarnación de Dios, sino de una serie de arquetipos humanos de carácter religioso o ético. La persona de Jesús quedaría así instrumentalizada, puesta al servicio de unos valores teóricos que él encarnó y de los que él vendría a ser mero exponente. En este caso lo que importa es su conducta, mientras pierde valor la realidad fundante de su persona: la encarnación y revelación del misterio de Dios. Entonces la catequesis ya no podría inducir a un verdadero seguimiento de Cristo, sino sólo a la imitación de los ideales que él encarna.

Todo esto no significa que haya que disociar la persona y la obra de Jesús de los sentimientos y anhelos más profundos del ser humano, que él también asumió y que, por ello, pueden servir como medio para aproximarnos a su persona y su obra. Pues en Cristo acaece la revelación plena de lo que estaba latente en el ser humano, bien como tendencia o como interrogante cuya plenitud nos tendrá que ser dada desde una salvación como un don que adviene (K. Rahner). Ya Pablo habló de la antigua ley judía como «pedagogo» que nos conduce a la plenitud de Cristo, y que desemboca en la filiación (Gál 3,23-26 y 4,1-5). Cristo, el Hijo único, es a la vez el «primogénito de toda la creación» en el que todo fue creado y se sustenta (Col 1,13-17): por eso es posible hallar en la historia humana semillas del Verbo, que coinciden con las demandas de ética, de justicia, de paz y esperanza, que aparecen en la sociedad. De ahí que sea preciso dialogar con la cultura y el mundo actual, pero sabiendo que la verdadera medida o regla es la persona de Cristo, y no viceversa; considerando los problemas y anhelos de la humanidad, sus búsquedas y sus logros más bien como respuestas parciales, que en Cristo deberán encontrar respuesta plena. Así lo afirma el Vaticano II (cf GS 22.32.38 y 45).

Jesús, pues, no es mero eco de las aspiraciones humanas, o mera respuesta a nuestras inquietudes o a las exigencias indiferenciadas o instintivas del ser humano, sino que él, como Luz salvadora que luce en las tinieblas (Jn 1,5), rompe también nuestros esquemas (y no sólo los prolonga o profundiza), otorgando así una salvación que no podemos darnos a nosotros mismos, sino que es don del amor salvador de Dios y que conlleva la exigencia de conversión.

2. UN «DIos DE LOS HOMBRES». a) Una «nueva humanidad», que brota en Jesús del misterio de Dios. La humanidad de Jesús no es un mero ropaje o signo externo del que Dios se reviste para acercarse y comunicarse al hombre, y del que podría despojarse a su antojo. Sino que es algo que afecta realmente al misterio de Dios, que en el Logos llegó a ser carne, de la que ya no puede desprenderse. Esto significa que el misterio de la encarnación no es algo accidental en Dios, pues, aunque podía no haber acaecido, de hecho Dios Padre decidió que el Hijo fuese hombre –y en él eligió a la humanidad– «antes de crear el mundo» (Ef 1,3-4). La encarnación es así fruto de una decisión amorosa y eterna, antecedente, de Dios Padre, por la que proyectó hacia fuera su propia intimidad trinitaria divina. Jesús supera así al primer hombre (Adán) como imagen del Creador (Gén 1,26). Por ser el Hijo único del Padre, del que procede como «resplandor de su gloria e impronta de su ser» (Heb 1,3), Jesús es el nuevo Adán (segundo hombre: cf 1Cor 15,47-49), perfecta «imagen de Dios» (2Cor 4,4; Col 1,15; cf Rom 8,29). Así, siendo proyección del propio ser divino, la humanidad de Jesús es como la otra cara de Dios, que traduce en carne, en palabra y gesto humano –humilde pero muy elocuente (curación y convite, parábolas)– la riqueza y la profundidad de un Dios nuevo, que es por esencia comunión, amor infinito.

b) Un «nuevo Dios» se hace presente en la humanidad de Jesús. El misterio de la encarnación no podrá ser entendido si no es partiendo de la novedad del ser de Dios que Jesús encarna y manifiesta. Como imagen, él es también «camino nuevo y vivo» que nos conduce al corazón del misterio (Heb 10,20; Jn 14,6; cf 1,18; 6,46), de un Dios que, por ser Padre, no permanece cerrado en sí mismo, sino que se abre en una autodonación infinita: fuente de donde proceden el Hijo-Palabra y el Espíritu; ambos también como total donación en respuesta a la donación-amor del Padre. Esta Trinidad de personas que se definen como pura relación (ser para) confluye en la unidad de una íntima e infinita comunión de amor, que constituye el ser mismo de un Dios que, como Padre, Hijo y Espíritu se define como ser solidario en su relacionalidad, y no solitario. Pues bien, en la encarnación Dios quiso proyectar hacia fuera de sí esa relación –donación y entrega– infinita que él mismo es. Y lo hizo en su Palabra infinita (y su Espíritu) que, al resonar en los linderos de la nada, produce un eco: la humanidad de Jesús como palabra humana (y por ello relación y entrega), eco en respuesta que refleja, en pobreza, un misterio de Palabra, relacionalidad y comunión infinita que Dios mismo es como Trinidad. La humanidad de Jesús (y en ella la nuestra) emerge así de la hondura del misterio como un árbol que se desarrolla cuanto más hunde sus raíces en una profundidad que lo desborda y lo sustenta. O como una casa en construcción, que alcanza altura y consistencia en la medida en que está anclada sobre la «roca» firme (cf Mt 7,24; Le 6,48s.; «Dios es mi roca salvadora»: cf Dt 32,4.15.18.31; Sal 62,2; 89,269): Dios mismo en su Logos-Palabra eterna, desde donde adquiere ser (y consistencia personal) la humanidad de Jesús.

Desde esta perspectiva, ya no cabe pensar en Dios y el hombre como antagonistas o seres opuestos por el vértice, sino como seres emparentados por una mutua relación en Cristo. Gloria Dei vivens homo (Ireneo). De modo que Jesús en su humanidad no hace más que prolongar y traducir en carne –en vida y gesto humano– lo que Dios mismo es: no potencia o lejanía, sino amor y autodonación. Si el ser de Dios, ya en el Antiguo Testamento, se definía como misericordia y fidelidad absolutos, Jesús, el Hijo único, en su humanidad, está ahora «lleno de gracia y de verdad» (Jn 1,14) o de la misericordia y fidelidad que Dios es en sí mismo (cf Lc 6,35-36; 2Cor 1,3; Ef 2,4; Tit 3,4-5; Sant 5,11). Al participar de la gloria (el ser) de Dios, que radica no en el mero poder, sino en el poder de la misericordia y fidelidad radical, es la encarnación no sólo de Dios, sino de un Dios nuevo, definido como auto-donación plena (agape).

No cabe, pues, una postura que desde lo cristiano tienda a negar lo humano sin más. Antes bien, la encarnación afirma y potencia lo más noble y rico de lo humano, mientras implica el rechazo y la negación de lo inhumano (que afecta tantas veces a lo humano), tratando de superarlo, regenerarlo y salvarlo. Esta humanidad plena, fruto de una divinidad que (ya desde la creación) no niega nada de lo humano, sino que lo potencia, liberándola del pecado, fue afirmada por el III concilio de Constantinopla (año 681): «su carne (= la humanidad de Jesús) deificada (por la encarnación) permaneció en su propio estado y razón», y «no fue eliminada, antes bien, fue salvada» (DS 556; FIC 343; citado por el Vaticano II: GS 22b; cf AG 9; LG 17).

c) El camino del hombre a Dios. Los discípulos de Jesús descubren la hondura y el misterio de la persona de Jesús a través de su humanidad, cayendo así en la cuenta de su superioridad respecto a los profetas. De este encuentro surge la admiración y la pregunta: «¿quién es este?» (Mt 8,27; Mc 4,41); a la que responde la confesión de Pedro: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16,16), así como la del centurión pagano ante la muerte de Jesús: «Verdaderamente este (hombre) era Hijo de Dios» (Mc 15,39; Mt 27,54). Pues bien, la catequesis debe recorrer este camino con Jesús (desde la fe y la vida de la Iglesia, iluminada por el evangelio), dejándose impresionar por la persona de Jesús y provocando el seguimiento, no como mera imitación o aprendizaje sino como conversión y decisión, desde un sentirse concernidos por el Misterio. Pues si la imitación puede darse respecto a otros hombres, la opción y el seguimiento radical sólo se dan respecto a aquel que se proclama «el camino, la verdad y la vida» (Jn 14,6; cf Heb 10,20), y cuyo «Yo soy» remite al misterio de Dios como fundamento de su ser, reclamando una entrega radical que sólo cabe ante la divinidad.

Pues bien, este trasfondo último de la persona y la vida de Jesús, lo expresa él mismo en clave relacional con el apelativo «Abba-Padre (mío)», referido al Dios bíblico como fuente radical de su propio ser personal, y «el Hijo (amado)» referido a sí mismo, desde una estrecha relación vital, que implica además un conocimiento (Mt 11,27; Lc 10,22-23) y amor mutuos (Jn 3,35 y 10,15; 13,3; 16,32), que superan la relación religiosa normal entre el hombre y Dios. Su filiación es singular: «el Padre ama al Hijo y ha puesto en sus manos todas las cosas» (Jn 3,35); lo que el Padre hace «lo hace igualmente el Hijo. Porque el Padre ama al Hijo y le muestra todo cuanto hace» (Jn 5,19-20). Por eso Jesús puede afirmar: «el que me ha visto a mí ha visto al Padre», porque «yo estoy en el Padre y el. padre en mí» (Jn 14,7-11; 17,21), n unidad perfecta (Jn 10,30). Jesús procede del Padre y a él retorna (Jn 13,3; 16,28). Es desde la radicalidad de ser él el Hijo único del Padre (el Hombre de Dios) desde donde puede ser verdaderamente el Hombre para los demás y Hermano nuestro, de todos por igual. En esa radicación última en el Misterio está la fuente última de su libertad humana y de su universalismo. Aquí se abre ya el camino que va de la encarnación a la salvación; o de la cristología a la soteriología.

3. LA SALVACIÓN, UN DINAMISMO DE «COMUNIÓN TRANSFORMADORA». a) Unión entre «cristología» y «soteriología» (DGC 101-102). La disociación entre la cristología (o la encarnación) y la soteriología (o la salvación) condujo a una reducción de la humanidad de Jesús a la divinidad y a una mera funcionalidad de su humanidad, como puro instrumento inerte de Dios. En Jesús el en sí es indisociable del por y para nosotros y viceversa; por eso la encarnación es el principio y la raíz de la salvación. Con la eliminación de uno de los dos polos (divinidad o humanidad) se acabaría perdiendo el carácter salvífico de la persona y la obra de Cristo pues, o bien eliminaríamos al Salvador (que lo es por su divinidad) o perderíamos la realidad humana (la historia y el mundo) que tiene que ser salvada.

Por otra parte, la salvación no puede ser reducida al mero perdón de los pecados, vinculado tradicionalmente a la muerte expiatoria de Jesús en la cruz, sino que deberá ser planteada como comunicación de la luz, la gracia, el amor y la vida eterna de Dios, que empiezan dándosenos (en la misma encarnación) en y por Jesucristo. En la perspectiva de Juan, la salvación coincide con la luz que, con su brillo, puede vencer las tinieblas (aunque esta victoria no se dé sin el dolor y la muerte del grano de trigo que cae en tierra y muere). La encarnación —la aproximación de la luz y la palabra— es, pues, necesaria para que la tiniebla sea superada y vencida. Tampoco puede ser considerada como algo estático, como un acto puntual aislado, sino como un dinamismo vivo: más que un descender en sentido espacial, es un abajamiento que implica no sólo un «descendió del cielo» sino un «descendió a los infiernos» del pecado y la «desgracia» humana (cf 2Cor 8,9s.; Flp 2,6-9). La encarnación es, pues, un dinamismo progresivo de abajamiento, que se ordena todo él a «encumbrar» a los humildes (Lc 1,50s.; cf Mt 23,12; Lc 14,11; 18,14), haciendo de los primeros los últimos y de los últimos los primeros (Mt 19,30; 20,16; Mc 9,35; 10,31.44; Lc 13,30). Así «el Señor se hace siervo» para hacer «del siervo Señor» (K. Barth). En el primer dinamismo late el misterio de la encarnación; en el segundo el de la salvación.

b) La vida entera de Jesús como salvación. La salvación de Cristo no puede reducirse al momento puntual de su muerte en la cruz, sino que comprende la globalidad de su persona y su trayectoria: el decurso temporal de su vida entera tiene valor salvífico, desde la encarnación hasta la muerte y la resurrección. Hay que evitar, pues, toda fragmentación de la existencia de Jesús: lo que reduciría su acción salvadora a una mera causalidad eficiente o ejemplar (extrínseca y de carácter jurídico o moralizante), olvidando lo que la salvación entraña de incorporación a Cristo.

Jesús es, además, salvador del hombre, porque participa de la realidad de lo humano universal: entendida no como una naturaleza humana genérica o estática, sino desde un proyecto de vida dinámico por el que, como todo ser humano, Jesús es hombre como una unidad personal que acaece en un devenir (o llegar a ser) hombre. Por eso, Jesús no sólo es el Salvador sino que lo va siendo en un proceso que, asumiendo el decurso de la existencia humana, va desde el inicio de la encarnación, pasando por la oscuridad y el silencio del nacimiento y la vida oculta, a la relacionalidad y la entrega en todo el proceso de su vida y su actuación pública hasta la muerte, alcanzando la plenitud en la resurrección. Y que culmina en la efusión del Espíritu, que expande la obra salvadora de Cristo y da participación en ella a los discípulos. Este sentido relacional de la salvación implica también la actitud de diálogo con Jesús, el escuchar su llamamiento y descubrir su sentido, incorporándonos a la vida de Jesús en un seguimiento que perdura en la comunidad eclesial.

c) La vida salvadora de Jesús en su actuación concreta y en su dimensión universal. Jesús no es un personaje ideal, de novela, sino alguien que encama toda la densidad de lo humano, tanto en su nobleza como en sus limitaciones (excepto el pecado). Algo que se refleja ya en los 30 años de vida oculta: un tiempo de lenta maduración y aprendizaje (Lc 2,52), de trabajo cotidiano, en el que Jesús se incorporó al éxodo de un pueblo que vivió la vida como tránsito por la tierra. Es ahí, inmerso en lo profundo de lo humano, donde Jesús se nos manifiesta como alguien de carne y hueso. Asumiendo nuestra condición, se mostró «semejante a los hombres» (Flp 2,7), sometido a la tarea de hacerse hombre desde una libertad condicionada que marca de antemano su existencia. Jesús tendrá que asumir esa realidad, y a la vez superarla, lanzando su propia vida hacia el futuro de una existencia nueva: hacia un nuevo proyecto de vida personal y comunitaria que le hará profundizar en las raíces originales de un amor liberador, desde el que asumirá las riendas de su propio vivir en una apertura radical al Padre y a los otros. Así Jesús se abrirá paso con una autoridad nueva, reconocida por sus paisanos, extrañados del nuevo camino que emprende, y que «se escandalizaban de él» por el mensaje y los nuevos gestos que realizaba (mientras él «se quedó sorprendido de su falta de fe»: Mc 6,1-6; Mt 13,53-58; Lc 4,16-30; Jn 6,41-42; 7,41-43).

En este nuevo camino, Jesús, siguiendo los designios del Padre, irá viviendo su vida como puro don, a la vez que como misión y como pura relacionalidad y comunicación plenas (en referencia al Padre y a los demás), que desembocan en la universalidad del hombre todo para los demás, en el que encuentran acogida los sentimientos humanos más hondos. Muestra especial sensibilidad ante las criaturas y una compasión y conmiseración, sobre todo ante el hombre. Posee una singular perspicacia para intuir a Dios como el Misterio latente en lo más hondo de su propio ser y del acontecer humano general (las parábolas); y para hacer aflorar esa luz profunda y misteriosa como don curativo en la pobreza, la enfermedad y el dolor humano (milagros): anticipando así, ya en ciernes, la vida en plenitud del reino de Dios (cf LG 5a). Tiene, además, un especial sentido del compartirlo todo, incluida su vida, que aparece en la invitación abierta al convite como fracción y multiplicación del pan que es su propia vida. Pero la salvación de Jesús es abarcante y entraña una dimensión universalista que implica, en primer término, una actitud abierta a todo ser humano (en especial a los pobres) desde la compasión por la situación de cada uno. No puede medirse por la cantidad de personas con las que él entabló contacto, sino por la calidad: por la hondura en la que él se sitúa, por su capacidad de descender a ese nivel profundo donde todos los seres humanos somos iguales (en la alegría o el dolor, en la enfermedad o la muerte). De ahí su aproximación a los últimos, que para él son los primeros, y su capacidad de perdonar, asumiendo una función que es propia de Dios (y que obliga a sus contemporáneos a preguntarse: «¿Quién es este que dice blasfemias? ¿Quién puede perdonar los pecados sino sólo Dios?»: cf Mt 9,2-6; Mc 2,5-10; Lc 5,20-24), cultivando la amistad, pero también sintiéndose afectado por la dureza del corazón humano, por la dura realidad del fracaso y la angustia ante la muerte.

El universalismo de Jesús hunde sus raíces en la radicalidad de su monoteísmo: del único Dios cuya paternidad se extiende a todos, buenos y malos, sin excepción (Mt 5,44-46; Lc 6,35-36), desde un amor previo que busca la salvación de todos; y que luego explicitará la Iglesia primitiva, al decir que «Dios no hace distinción de personas... acepta al que le es fiel y practica la justicia» (cf He 10,34-35, en boca de Pedro; y Rom 2,11; Ef 6,9; Col 3,25, de Pablo). Dado que Dios se muestra por igual Padre y salvador de todos (cf Rom 3,29-30), queda superada toda discriminación entre los hombres: ya no hay judío ni griego, hombre ni mujer, sino que todos son uno en Cristo, formando así un «único cuerpo» (cf Rom 1,14.16; 2,9-10; 3,9; 10,12; lCor 1,24; 12,10-14; Gál 3,23; Col 3,11).

La vida de Jesús y su actuación ante situaciones concretas es el contenido básico del evangelio (y el del credo: nació, padeció, etc). Aunque los evangelios, al aplicar la vida y la palabra de Jesús a la situación de las diversas comunidades, muestran ciertas divergencias. El evangelio único de Jesús puede difractarse en las distintas situaciones, acentuando ciertos matices, pero sin perder nada de la originalidad del único Evangelio primordial.

4. LA SALVACIÓN, UN CAMINO DE «ENTREGA HASTA LA MUERTE», a) La salvación como un misterio dinámico de «comunión». La salvación acaece en el seguimiento de Cristo entendido como incorporación a ese dinamismo de recirculación por el que el Hijo sale del Padre hacia nosotros (la gracia de la encarnación) para retornar a él (por la vida-muerte-resurrección). Es por ello un misterio de comunión viva y dinámica: clave central para entender todo lo que la salvación encierra de oblación sacrificial.

La salvación es así, sobre todo, don y gracia de un Dios que se aproxima al hombre y se abaja en la encarnación (y no de un Dios airado que exige la muerte del Hijo como expiación por el pecado). Pues «tanto amó Dios al mundo que le dio a su Hijo único, para que quien crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3,16; Rom 8,32; Un 4,9). Pues «el Hijo de Dios, en la naturaleza humana unida a sí, redimió al hombre, venciendo la muerte con su muerte y resurrección, y transformándolo en una creatura nueva» (LG 7; cf Gál 6,15; 2Cor 5,17).

b) La salvación como «recreación». Por la aproximación de Dios al hombre en Jesucristo, el mismo Dios creador que «tomó el barro de la tierra» para modelar al hombre, infundiendo en él su espíritu de vida, vuelve a tomar ahora —en Cristo— el barro de nuestra pobreza y nuestro pecado para remodelarlo en un hombre nuevo (con un Espíritu nuevo). Ese es el admirable intercambio por el que Dios nos comunica gratuitamente lo que es suyo y asume sobre sí lo nuestro para transformarlo. En esta intercomunión, desde una aproximación gratuita de Dios —en el camino del Hijo de Dios a tierra extraña— radica el comienzo de la salvación.

c) La salvación, como oblación «sacrificial» que Jesús hace de sí mismo en la entrega filial y fraternal hasta la muerte. La muerte (como radicalización de la entrega de la vida) juega también un papel importante en la realidad de la salvación. El misterio pascual de Cristo implica una dialéctica de escándalo y ruptura que acompaña, como «dolores de parto», a la salvación misma (Jn 16,19-22), como una «luz que luce en la tiniebla», pero que esta «no la recibió» (Jn 1,4-5.9-11). La pasión y la muerte de Jesús aparecen así como la radicalidad de la encarnación: Cristo entra en nuestra historia de mal para cargar con ella y sufrir en propia carne sus consecuencias, asumiendo toda la desgracia humana (cf Mt 8,16-17).

Así, si la salvación comienza siendo palabra y don de Dios al hombre en Cristo, continúa y se prolonga en la respuesta humana de Jesús, en la que el hombre es atraído y él mismo se deja atraer hacia Dios, alejándose de su propia maldad y superando su lejanía de Dios y de los otros. Este camino de retorno, este paso del «corazón de piedra» a un «corazón de carne», filial, propio de la «alianza nueva» (Ez 36,2628; cf Jer 31,3134; Heb 8,10), «cuesta sangre», porque implica salir fuera de sí, muriendo a uno mismo. Esta es la muerte que Jesús irá padeciendo cada día en una entrega voluntaria de la propia vida (cf Jn 10,1718) por todos, en el transcurso de su caminar terreno, y que se radicaliza en la última cena y en la cruz, como entrega plena por todos en las manos del Padre (cf Lc 22,19; 23,46).

Pues bien, nuestra salvación radica en la incorporación a este dinamismo e itinerario de Jesús, bebiendo del mismo cáliz que él tuvo que beber (cf Mc 10,38s.; 14,2324.36). No basta, pues, que Jesús viva y muera él solo por nosotros, sino que se requiere que nosotros vivamos y muramos con él. Es en la incorporación a su vida y a su muerte donde acaece nuestra salvación. En la muerte de Cristo, Dios condena y da muerte a nuestro pecado: pero no de forma extrínseca, «expiatoria o sustitutoria», sino en la medida en que, incorporándonos a su muerte, morimos con él. La salvación es así «un misterio pascual» (LG 7a; DV 17; SC 5.61): paso del «hombre viejo», pecador, al «hombre nuevo» en, por y con Cristo (cf Rom 6,3-11; 7,4-6).

5. LA SALVACIÓN CULMINA EN LA RESURRECCIÓN DE CRISTO Y EL REINO DE DIOS. a) La salvación como «misterio pascual»: paso de la muerte a la vida. La salvación no se reduce a la vida y la muerte de Jesús por nosotros (y ni siquiera de nosotros con él). Se requiere, además, la culminación de la obra salvadora de Jesús (y de nuestra salvación misma) en la resurrección, donde la oblación personal de Cristo es aceptada por el Padre y en, por y con ella es aceptado también nuestro retorno –desde la conversión movida por el amor– y nuestra autodonación y oblación a él (realizada, como la de Cristo, a través de nuestra donación a los demás). De este modo, viviendo y muriendo con Cristo, pasamos de la muerte del pecado (del hombre viejo) a la vida del hombre nuevo: resucitados con él a una vida nueva. Por eso, al presentar el misterio de la salvación, la catequesis deberá evitar centrarse sólo en la muerte de Jesús, disociada de su resurrección. Pues es en la resurrección de Jesús, como vida nueva y primicia de nuestra propia resurrección, donde radica la plenitud de nuestra salvación. Así lo destaca el Vaticano II (cf SC 5; LG 5b.7a).

Finalmente, ante la realidad de la resurrección es preciso evitar un doble escollo (que nos llevaría a la negación de la salvación como vida nueva): por una parte el reducir la resurrección de Cristo a una mera experiencia interior de los discípulos o a una expresión simbólica de un Jesús que pervive en la memoria de la Iglesia o en la fe y la vida de los cristianos; por otra, el concebirla como un simple retorno a la vida terrenal o carnal anterior (similar a la resurrección de Lázaro). La resurrección implica una vida nueva, superior a la terrena y que se identifica con Dios mismo, al que Jesús retorna y de cuya plenitud de vida participa ya su humanidad transida de la gloria y el resplandor de la divinidad (por lo que en la resurrección culmina el misterio de la encarnación como latencia de la divinidad tras el velo de la carne). Por esa gloria, la humanidad de Jesús desborda la carnalidad de la existencia terrena, permitiendo que el cuerpo de Cristo se abra hacia su cuerpo eclesial. La salvación culmina así en la incorporación a Cristo (a través de su cuerpo eclesial; y no sólo por sus merecimientos extrínsecos). Así lo expresa la parábola de la vid (Jn 15,1-17): los sarmientos tienen vida y producen fruto en la medida en que permanecen unidos a la vid. Es en esa comunión donde acaece la salvación en su doble vertiente: como participación en la vida nueva, eterna, comunicada y, por ello, como superación de la muerte del pecado. Incorporación que alcanzará su plenitud cuando todo quede sometido a Cristo y «el Hijo se someta al que todo se lo sometió. Y Dios sea todo en todas las cosas» (lCor 15,28).

b) El reino de Dios como plenitud de la salvación de Cristo. Junto a la mirada hacia el pasado, también es preciso mirar hacia el futuro de la historia de la salvación. Pues, aunque la plenitud de los tiempos coincida con la persona de Jesús, en quien «quiso el Padre que habitara la plenitud» (cf Col 1,19; 2,9; Gál 4,4; Ef 1,20; 4,13), este se abre también hacia la plenitud futura, última, del Cristo total. Es decir: hacia una incorporación de la humanidad al misterio de Cristo: a su encarnación salvadora, así como a su muerte y su resurrección. Por eso, Pablo puede hablar del «cuerpo en crecimiento de Cristo» (en la Iglesia) donde, por «la edificación del cuerpo de Cristo», este va creciendo hasta que alcance «la edad de la plenitud de Cristo» (Ef 4,12-13.15-16). O, en expresión de Juan, como «grano de trigo que... si muere produce mucho fruto» (Jn 12,24). La encarnación de Cristo se proyecta así como un dinamismo progresivo, que deberá ir realizándose en la historia hasta la recapitulación final de todo en Cristo (cf Ef 1,10.22). Esta encarnación dinámica coincide con la salvación misma que, anticipada en Jesús y en su cuerpo-Iglesia, encontrará su plenitud al final de los tiempos. Por eso la encarnación se orienta hacia la resurrección: la de Cristo como primicia, y la nuestra. La catequesis cristológica no deberá olvidar esta tensión hacia el futuro.

Una tensión o proyección que implica, junto a la evocación memorial del pasado, la orientación hacia el futuro de la consumación definitiva. Por eso si el anuncio de Cristo debe cuidar el relato fundante –la teología narrativa–, expresión del dinamismo de la vida de Jesús (y que aparece ya en los primeros discursos de Pedro: He 2,22-36; 3,13-26; y de Pablo: He 13,16-41), tampoco debe olvidar que la vida de Jesús es anticipación del futuro último del reino de Dios. Tal como se refleja en los evangelios escritos, que son a la vez relato e interpretación creyente de los hechos y dichos de Jesús. Por eso el lenguaje narrativo no puede reducirse a una mera crónica anecdótica o a un relato biográfico de Jesús (desde una pura memorización de sucesos pretéritos), sino que implica una lectura de su vida inseparable de una interpretación de su sentido profundo y del misterio último que la impulsa: descubriendo en la historia de Jesús la salvación que Dios nos otorga a través de la presencia viva del Resucitado. Finalmente la catequesis no debería olvidar el lenguaje de la tradición eclesial que explicitó el lenguaje bíblico a lo largo del tiempo. Así el misterio de Cristo será presentado desde una clave eclesial: la fe de la Iglesia que confiesa a Cristo como Señor y Salvador.

En suma: es preciso anunciar a Cristo en toda su densidad y amplitud: desde el preexistente en el seno del Padre, hasta el que vivió en un ámbito y en un momento concreto de la historia, muerto en la cruz y resucitado, que continúa presente en la Iglesia y en los sacramentos por la fuerza de su Espíritu, y vendrá al final a consumar la historia humana como salvador universal.


III. Catequesis sobre Jesucristo

1. CLAVES QUE ARTICULAN LA CATEQUESIS SOBRE JESUCRISTO. La catequesis sobre Jesucristo debe llevar a los nuevos creyentes desde el «¿quién es éste?» (Mc 4,41), pregunta que se hacen los seguidores de Jesús después de contemplar las maravillas que realiza, hasta el «tú eres el mesías, el Hijo del Dios vivo», respuesta de Pedro a la pregunta que Jesús hace a sus discípulos: «¿quién decís que soy yo?» (cf Mt 16,15-17).

El testimonio que de Jesucristo hace la catequesis debe suscitar en los catequizandos el interrogante lleno de admiración: «¿quién es este?». Es el primer paso para que el nuevo creyente arda en deseos de conocer a Jesús y se movilice en un proceso existencial de conversión y de seguimiento ante Aquel que se le ofrece como fuente y plenitud de vida. Para que la catequesis pueda suscitar esa pregunta, debe ayudar a descubrir en Jesús la «imagen de Dios invisible» y el «primogénito de toda la creación» (cf Col 1,15). Mostrando el paso del Hijo de Dios por la historia, su plenitud de humanidad, y no desencarnando la Palabra hecha carne, es como los catequizandos podrán abrirse al misterio de Jesús y descubrir, enlazados en un abrazo eterno, el misterio de Dios y del hombre.

Esta primera impresión admirativa por Jesús, lograda por un primer anuncio del kerigma que toca, bajo la acción del Espíritu, el más profundo centro de la persona, es el desencadenante del proceso de catequesis y de por sí la garantía de su éxito. El movimiento que suscita es existencial, no meramente interior. Abarca toda la persona y repercute en todos los ámbitos de la vida del que busca a Jesús (cf DGC 55). Es lanzadera para conocer y ganar a Cristo, abandonando como basura lo que antes se consideraba ventaja (cf Flp 3,7-8).

La catequesis culmina con la confesión de fe: «Tú eres el mesías, el Hijo del Dios vivo». Confesión de fe personal, que cada uno de los miembros del grupo de catequesis debe expresar al reconocer a Jesús como su Salvador y Señor. Confesión que pone a cada uno «no sólo en contacto sino en comunión, en intimidad con Jesucristo» (CT 5; cf DGC 80). Es la afirmación por la que el creyente manifiesta el rostro que el Espíritu, a través de la catequesis, va dibujando en su corazón. Y en cuanto profesión le compromete, de por vida, con aquel a quien confiesa: participando en sus padecimientos, configurándose con su muerte para alcanzar la resurrección (cf Flp 3,9-11).

La adhesión a Jesucristo lleva necesariamente a vincularse con aquello que Jesús manifiesta y a lo que él mismo se vincula. Por eso la confesión cristológica lleva en primer lugar a Dios, y a la vez a la confesión trinitaria bautismal, «Creo en el Padre, en el Hijo y en el Espíritu, ya que no son más que dos modalidades de expresar la misma fe cristiana» (DGC 82; cf CAd 146-150); después a la Iglesia de sus discípulos, la congregación de los hijos de Dios, continuadores de su misión de anunciar el evangelio (cf DGC 83; CAd 151-158); y por último, a sus hermanos los hombres, en especial a los pobres, rostros desfigurados de su presencia (cf CAd 159-164).

El itinerario catequético se mueve siempre entre estos polos. Pero debe ser dinamizado desde las claves siguientes:

a) Jesucristo vive. La pregunta-anuncio de los ángeles a las mujeres la mañana de la resurrección: «¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive? No está aquí, ha resucitado» (Lc 24,5-6); es la pregunta-anuncio que la Iglesia propone a todos los hombres que buscan la fuente y plenitud de vida. Jesús de Nazaret, el hombre que Dios acreditó en medio de su pueblo con milagros, prodigios y señales; que conforme a su plan salvador lo entregó en manos de los hombres y estos lo rechazaron crucificándolo y matándolo. A ese Jesús de Nazaret, Dios lo ha resucitado, rompiendo las ataduras de la muerte y, exaltado en Dios, permanece vivo para siempre (cf He 2,22-41). Quien busque la plenitud personal, quien quiera ver cumplida la historia, sólo encontrará la respuesta en Cristo vivo y vivificante: en su realidad histórica concreta, que por su resurrección preside la historia entera fecundándola con su presencia en poder y gloria.

La catequesis no tratará, pues, de buscar o personificar en Jesús el ideal de unos valores más o menos abstractos; o de contemplar en él a un maestro de moral (Kant) o un paradigma eximio de religiosidad (Schleiermacher), sino de ayudar a descubrir a alguien vivo que nos precede y acompaña como «autor y consumador de la fe» (Heb 12,2). Tratar de mostrar al catequizando quién es Jesús, más que demostrarle qué es. De hecho, ese quién es el verdadero protagonista de todo el Nuevo Testamento y permanece como tal en la historia. No tratará pues de anunciar algo, sino a alguien vivo que quiere dar la vida de Dios a todo aquel que le acepta. La catequesis procurará el encuentro con la persona del Señor.

b) Encuentro con Jesucristo. Mientras el nuevo creyente, al igual que los de Emaús y el resto de los discípulos, no se encuentre y vaya ahondando su relación personal con Jesús, el anuncio de su presencia no terminará de prender y vivificar su corazón. Sólo cuando los discípulos de Emaús reconocen la presencia del Señor, que se ha hecho el encontradizo (cf Lc 13-35), o cuando los discípulos ven al Resucitado y reciben su Espíritu (cf Jn 19,19-29), es cuando las enseñanzas del Maestro pueden iluminar sus vidas y la presencia cierta del Señor se convierte en fuerza transformadora de sus personas y existencias.

Este encuentro acaece en la fe: sólo por ella el creyente se hace contemporáneo de Jesús. La catequesis debe alentar la experiencia de fe de los catequizandos (cf DGC 53). Esta experiencia creyente brota del encuentro con Jesús, donde aparece cómo los misterios de su vida son respuesta de Dios a los problemas, anhelos y expectativas de los hombres. Más aún, la catequesis debe ayudarles a reconocer que en ese encuentro con Jesús, antes que respuestas y dones, Dios se da a sí mismo en su Hijo. Esta autodonación de Dios, por la respuesta de fe del creyente, tiene poder transformador. La catequesis debe iniciar a sus destinatarios en ese intercambio de amor, por el que los creyentes serán transformados en hijos a imagen de aquel por quien y para quien fueron hechos (cf Col 1,15-20).

En este sentido tendría un cierto valor la clave impresión que F. Schleiermacher atribuye al Cristo del evangelio; pero entendida, no en el sentido de una mera ejemplaridad proveniente de una figura del pasado que nos impresiona hoy por su comportamiento, sino del contacto vivo sacramental con Cristo. No se trata pues de la mera impresión exterior producida un maestro que con su palabra o su ejemplo nos interpela y nos conmueve, sino por una persona que nos llama, nos invade y nos incorpora a él. Esta impresión acaece, pues, por un contacto vivo, por una identificación personal y una incorporación que Pablo formuló como un estar en Cristo: él en nosotros y nosotros en él; así como el consiguiente «vivir, morir y resucitar con Cristo». Algo que no acaece al margen de la irrupción y el don del Espíritu. Todo esto significa que el catequista tiene que guiar a los nuevos creyentes hacia este contacto con Cristo en el Espíritu, en el seno de la Iglesia, cuerpo de Cristo. Debe propiciar el encuentro personal con él, base de todo conocimiento verdadero.

e) Mediaciones del encuentro con Jesucristo. Sin haber visto y oído físicamente, todo creyente, por los sentidos espirituales que le da la fe, debería hacer suyas las palabras de la primera Carta de san Juan: «Lo que era desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros propios ojos, lo que hemos contemplado, lo que han tocado nuestras manos acerca de la palabra de la vida» (Un 1,1-4). Es necesario que el catequizando se encuentre con el Cristo vivo y verdadero; no con la proyección imaginaria de sus propios deseos e ilusiones.

Este conocimiento de Cristo sólo lo logrará si la catequesis le ayuda a entrar en contacto y comunión a través de las mediaciones históricas elegidas por el propio Jesús para hacer posible el contacto experiencial con él.

Signo privilegiado de Jesucristo es la Iglesia, cuerpo de Cristo animado por su Espíritu y prolongación de su presencia en el mundo. En el seno de su Iglesia late la Palabra recogida en la Escritura, por lo que «la ignorancia de las Escrituras es ignorancia de Cristo» (san Jerónimo); los sacramentos, en especial la eucaristía, encuentros celebrativos donde el Resucitado se hace presente obrando la salvación; las pequeñas comunidades, reunidas por la fe y signo de la comunión de Dios en una porción de la humanidad; los testigos, creyentes que por su entrega generosa al Señor fueron y siguen siendo su viva imagen. En medio del mundo, la creación, manifestadora de la gloria del Resucitado; los signos de los tiempos que revelan la fuerza del reino de Cristo; los pobres, que son viva imagen suya.

En la medida en que la catequesis ponga en contacto a los nuevos creyentes con estas mediaciones, favorecerá su encuentro con Cristo. La dinámica pascual deberá presidir su presentación y acogida. En cuanto signos de Cristo, estas mediaciones son a la vez reveladoras y veladoras de su Misterio, reclamando a un tiempo ser aceptadas y trascendidas por los creyentes que buscan el trato de amistad con su Salvador. La dinámica pascual en la que introduce la fe garantizará el conocimiento experiencial de Cristo, exento de la tentación subjetivista, y favorecerá la identificación progresiva del neófito con su Señor, hasta que llegue, por su Espíritu, a vivir en él.

2. LA CATEQUESIS DE JESUCRISTO EN SUS TAREAS. El misterio de Cristo, fuente y meta de toda la vida cristiana, se difracta en todas las dimensiones de la fe. Estas son, a la vez, camino y manifestación de la comunión con Cristo (cf DGC 87). Por tanto, el amor al Señor Jesús se alimenta en el cristiano al conocer, celebrar, vivir y anunciar el evangelio. Caminos que la catequesis considera como tareas propias.

a) Propiciar el conocimiento de Jesucristo (cf DGC 85a; CAd 175-179). La adhesión de fe a Cristo (fides qua), para que sea veraz y madure, exige el conocimiento de los contenidos de fe: su misterio y el designio salvífico del Padre que él reveló (fides quae). Es esta «indagación vital y orgánica en el misterio de Cristo la que, principalmente, distingue a la catequesis de todas las demás formas de presentar la palabra de Dios» (DGC 67). Por ella, el catecúmeno profundiza en «el sublime conocimiento de Cristo» (Flp 3,8), dejando que su luz ilumine su vida, fortalezca su fe y, a la vez, le capacite para dar razón de ella a sus contemporáneos.

El objetivo es que el creyente tenga un conocimiento amoroso, empático de Cristo. Por eso, los contenidos de la fe han de ser presentados en su significación vital, para que el catequizando se sienta concernido por ellos y llegue a conocer a Cristo por connaturalidád. La narración evangélica ofrecida a la contemplación de los neófitos y la explicación del símbolo a partir de la Escritura y la Tradición, serán dos momentos en este proceso inicial. Los demás misterios de la fe tendrán en Cristo el foco cuya luz recibirán.

b) Educar en la celebración del misterio de Cristo (cf DGC 85b; CAd 180-184). Por la celebración de los misterios de Cristo los creyentes entran en contacto salvífico con su vida y su persona. Al igual que la primitiva comunidad fue alumbrando en el contexto celebrativo su fe en su presencia viva, en su filiación única con el Padre y en su señorío, también ahora los creyentes tienen acceso a su Señor en la celebración litúrgica, especialmente en la eucarística, donde Cristo se hace presente de modo eminente y donde, de forma privilegiada, toda la persona del catequizando queda envuelta, concernida e interpelada, a partir de la salvación que Cristo, por su Iglesia, le ofrece. En la celebración litúrgica, espacio privilegiado en el que el espíritu de Cristo actúa, el catequizando recibe la impresión de Cristo, entra en comunión de vida con él y alienta su esperanza escatológica de ser coheredero del reino. Una buena catequesis mistagógica, a partir de los sacramentos, que manifieste los significados de los signos y ritos litúrgicos, facilitará lo que venimos diciendo.

Especial mención merece la iniciación en la oración cristiana (cf DGC 85d; CAd 180-184). La oración, entendida como trato de amistad con Cristo, debería ser el corazón de una catequesis que pretende ser iniciación al encuentro y relación del creyente con su Señor. El centro de la oración cristiana es la oración del creyente «por Cristo, con él y en él». Por Cristo, el creyente se dirige como hijo al Padre; con él, el cristiano ora a Jesús y hace de él su oración; y en él, deja que el espíritu de Cristo ore en él. El padrenuestro, «resumen de todo el evangelio» (Tertuliano), el propio Jesús hecho oración por el creyente, es la referencia de la oración cristiana.

)c) Iniciar en el seguimiento de Cristo (cf DGC 85c; CAd 185-190). La unión con Cristo, relación objetiva de dimensión ontológica por el bautismo, es también una relación moral que debe hacerse operativa. Y esto en una doble dirección: en cuanto punto de arranque, a Jesús sólo se le conoce recorriendo su camino, siguiéndole, caminando tras sus huellas. Y como consecuencia, quien es de Jesús, vive con él y en él y, necesariamente vive como él. La catequesis debe disponer y ayudar al creyente a tomar conciencia de las consecuencias que la llamada de Cristo y su voluntad de seguirle tienen para su vida.

El deseo de romper con el pecado y con todo lo que le impide el seguimiento, es el primer impulso que el catequizando debe acoger como fruto de su enamoramiento de Cristo. La consiguiente introducción operativa en el mandamiento doble del amor, desde el ejercicio de las bienaventuranzas, será la calzada real, que facilitará el seguimiento actual de Cristo, su conocimiento y pertenencia comunional. Este paso, de por sí doloroso, del hombre viejo al hombre nuevo, es ocasión y fruto de la participación del creyente en la pascua de Cristo. Es buena oportunidad para fraguar un conocimiento por connaturalidad.

d) Incorporar a la Iglesia y a su misión evangelizadora (cf DGC 86; CAd 191-195). Nadie puede permanecer unido a Cristo como su cabeza, si no está incorporado a su cuerpo que es la Iglesia. La Iglesia es el ámbito donde realmente se conoce a Cristo y se tiene acceso a su obra salvadora. Ella es el sacramento de su presencia, la obra que Dios realiza por la fuerza de su Espíritu. La catequesis, al propiciar la vinculación del creyente a ella, favorece su adhesión verdadera a Cristo, permitiéndole participar en su obra salvadora. En la Iglesia, el creyente participa de la comunión que Jesús, el Hijo de Dios, tiene con el Padre; y por ello, de la misión que él realizó en el mundo y hoy continúa en su Espíritu. La misión es la otra cara del misterio eclesial, igual que lo es de Cristo, el enviado del Padre.

Pues bien, la catequesis que inicia en la adhesión madura a Cristo, vincula a su Iglesia y a la misión que realiza. Y viceversa, en la experiencia laboriosa de la fraternidad, vivida en la comunidad y buscada en medio del mundo, el creyente percibirá como gracia la presencia activa del Hermano mayor en la comunidad, pues «donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (Mt 18,20), y en la misión: «yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28,20). Los discursos evangélicos de la vida en comunidad (cf Mt 18) y los de la misión (cf Mt 10,5-42 y Lc 10,1-20) recogen actitudes configuradoras con Jesús que la catequesis debe trabajar.

3. CATEQUESIS DE JESUCRISTO POR EDADES. El misterio de Cristo es siempre el mismo, pero como signo de la condescendencia divina, la Iglesia lo anuncia según la edad y situación de los destinatarios (cf DV 13; DGC 146). La palabra eterna de Dios, pronunciada de una vez para siempre, debe ser declarada por la comunidad, con carácter personal, a aquellos que quieren hacer de ella la luz de su vida.

a) La catequesis de infancia. Es el tiempo en que el niño se abre a la vida, a las relaciones humanas, a la estima de sí mismo. Religiosamente su iniciación está íntimamente vinculada a este despertar vital en el que la dimensión afectiva, sustentada por la propia familia, es fundamental.

En este momento la catequesis ha de subrayar la presentación de Dios como Padre, fuente de vida y amor, cercano, generoso y tierno. Jesús es su Hijo y hermano nuestro. Un hijo obediente que en todas sus palabras y acciones nos dirige hacia el Padre suyo y nuestro. Un hermano bueno que quiere nuestro bien y nos enseña a ser buenos hijos y hermanos. Jesús es quien, sobre todo, remite a otros: al Padre y a los hermanos, tanto a los que formamos ya la familia de Dios, la Iglesia, como a los que todavía no le conocen o sufren. La catequesis debe tener un alto componente afectivo. El lenguaje simbólico, especialmente el litúrgico, ha de ser privilegiado en estas edades.

b) La educación de la fe en la preadolescencia. Es un tiempo de transición, donde el niño se busca entre sus iguales fuera del espacio familiar, aunque este siga siendo fundamental. La experiencia de amistad es clave en estas edades: se reúnen en pandillas, disfrutan estando juntos, contándose sus cosas, conociendo sus ilusiones y proyectos. Es un tiempo donde los niños gozan de una gran capacidad racional y sintética.

Jesús debe ser presentado-ofrecido como el amigo del grupo de catequesis. El preadolescente debe considerar a Jesús como su gran amigo; un buen amigo que no falla, con quien se puede contar siempre. El conocimiento de Jesús, la cercanía a su humanidad, facilitará esta referencia amistosa y, desde ella, a todo aquello a lo que Jesús refiere: Dios, la comunidad de sus amigos, el mundo nuevo... Instrumentos privilegiados son la cercanía de la comunidad cristiana y la narración actualizada del evangelio.

c) La educación de los adolescentes. Es un período especialmente crítico en la vida de la persona; por ser un tiempo de transición en el que el sujeto se pregunta por su identidad: ¿quién soy yo? Interrogante que, vivido con frecuencia de forma angustiosa, está precedido por el desmoronamiento de su mundo infantil y del ideal de sí mismo. La inestabilidad en todos los órdenes de la vida es característica de esta edad. La cercanía comprensiva, la paciencia exigente y la autoridad afectiva será la respuesta que la comunidad cristiana deberá ofrecerle a través de los educadores-catequistas.

Es conveniente que en estas edades la presentación y aceptación de Jesucristo siga una línea evolutiva. Manteniendo como clave de fondo Jesús amigo incondicional, debe ir apareciendo Jesús modelo de referencia, donde el adolescente pueda mirarse y desear construir su vida y persona. Este aspecto debe alumbrar necesariamente la clave de Jesús salvador. El salva de la angustia y de las propias incoherencias, salvación personal de la que tan necesitados están los adolescentes; y salva al ser humano ante su impotencia frente a un mundo que se le muestra como problemático y alejado del ideal. La figura del educador y testigo de Cristo es crucial en estas edades.

d) La catequesis de jóvenes y adultos. Aun con edades y situaciones sociales diversas, los cristianos que integran estos períodos de la vida están llamados a alcanzar la talla de Cristo. Los primeros en proyecto y los adultos en responsabilidad ante la sociedad, ambos grupos están llamados a vivir por Cristo, con él y en él, y a ser sus testigos en un mundo que deben transformar desde el evangelio. Es esta integración en la sociedad y la responsabilidad que trae en los diferentes órdenes de la vida la principal característica de estas edades. Ellos están en disposición de vivir en plenitud todos los misterios de la fe, de entrar en confrontación dialogante con otras cosmovisiones y de contribuir a la transformación de todo en Cristo.

Por tanto, es el momento de presentar el misterio completo de Jesucristo, y en él tanto el misterio de Dios como el misterio del hombre (cf GS 22). Desde la relación personal con Cristo resucitado convendría ir avanzando en esta línea progresiva: Jesús Hijo de Dios e hijo del hombre; Jesús es mi/ nuestro salvador; Jesús, el Señor del universo, es mi Señor. Este itinerario deberá articularse desde el conocimiento de la fe y el seguimiento identlficativo, hasta el punto de que el cristiano asuma su bautismo: «ya no vivo yo: es Cristo quien vive en mí» (Gál 2,20). Una buena catequesis sistemática y el despliegue, ante el grupo de catequesis, de toda la riqueza de la comunidad cristiana, son medios privilegiados para estas edades.

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Manuel Gesteira Garza
y Juan Carlos Carvajal Blanco