HOMBRE NUEVO
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SUMARIO: I. El hombre, imagen y semejanza de Dios. II. Concepción bíblica del ser humano. III. El hombre carnal y espiritual. IV. Aquí tenéis al Hombre (Jn 19,5). V. El «somos» todos. VI. El camino del hombre nuevo.


Cuando hablamos del hombre nuevo lo hacemos en referencia a un hombre viejo. Este binomio, que alude claramente a una realidad interior del ser humano –pues es obvio que nada tiene que ver con la edad física de los individuos (Jn 3,3-8)— nace de la experiencia del pecado y de la gracia forjada, especialmente, en el lenguaje del Nuevo Testamento. Detrás de estas expresiones se encuentra, como marco de referencia donde únicamente puede ser comprendida, la concepción bíblica del ser humano, es decir, las formas, los modos como se veían a sí mismos los hombres y mujeres cuya experiencia religiosa quedó plasmada en los escritos de la Biblia. Para acercarnos a ella veremos, en primer lugar, el punto de arranque de su reflexión: la peculiar vinculación del ser humano (la criatura) con Dios (el creador).

I. El hombre, imagen y semejanza de Dios

El hombre, que no el varón, el ser humano, la persona, adam, que no Adam, fue hecho, según el libro bíblico del Génesis, a imagen y semejanza de Dios. Comenzamos haciendo esta puntualización porque, aunque parezca tan solo un juego de palabras, tiene importantes repercusiones en la comprensión religiosa de la humanidad, y también de la divinidad.

«¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él, el ser humano para que de él te preocupes?», se pregunta el autor del salmo 8. Los creyentes de todas las religiones descubrimos a Dios como el ser supremo, el absoluto, el creador del universo, y al hombre como una de sus criaturas, la más importante si cabe, pero una criatura al fin y al cabo, que nace, crece en medio de múltiples penalidades y, finalmente, muere. No obstante, y a pesar de la pequeñez en la que se desenvuelve la existencia humana, Dios se fija en el hombre, en ese ser desvalido cuyos días son «como la hierba, como la flor del campo así florece; la azota el viento y deja de existir» (Sal 103,15-16).

Las personas religiosas, al menos las que integran su espiritualidad en la gran tradición bíblica, se descubren queridas y amadas gratuitamente por su creador, a quien reconocen como Padre, y así se dirigen a él. Y lo llaman de este modo porque sienten que de él proceden, que su existencia depende absolutamente de él y a él se asemejan. Los creyentes se sienten hijos de Dios. Esta es la creencia más básica e importante de entre las que van a ir arraigando en la fe israelita y posteriormente en la cristiana. Pero esto no es un logro, una conquista humana; el hombre no se hace semejante a Dios, aunque esto es lo que pretende en múltiples ocasiones. Sus manos, que parecen alcanzarlo todo, no pueden llegar hasta los cielos de Dios. Tendidas hacia el árbol de la vida, sólo pudieron arrancar un fruto que resultó amargo. La humanidad recrecida esperaba que se abrieran sus ojos y ser así, como Dios, «conocedores del bien y del mal» (Gén 3,5); pero sólo alcanzó a ver que su destino, como el de todas las criaturas, como el de todo lo que no es Dios, es la muerte; y que si se aleja de su creador, no tendrá ya un lugar en el paraíso.


II. Concepción bíblica del ser humano

Comenzábamos diciendo que adam y no Adam fue hecho a imagen y semejanza de Dios. Y lo decíamos así utilizando el lenguaje que la Biblia nos ofrece al respecto. Adam (con mayúscula) es el nombre propio que en Gén 2 recibe el primer ser humano, varón en este caso, aquel que, después de haber visto a todos los demás seres vivos, descubre únicamente en Eva a un semejante, y la reconoce como «hueso de mis huesos y carne de mi carne» (Gén 23); adam (con minúscula) es, en cambio, el nombre común con el que se denomina en hebreo al conjunto de todos los seres humanos, la humanidad entera a la que Dios creó haciendo a unos varones y a otros mujeres, y a la que bendijo y entregó el dominio sobre toda la obra de sus manos con estas palabras: «Sed fecundos y multiplicaos, poblad la tierra y sometedla; dominad sobre los peces del mar, las aves del cielo y cuantos animales se mueven sobre la tierra» (Gén 1,28).

La primera conclusión que se desprende de esta revelación bíblica, es que la humanidad es una e igual ante la mirada de Dios, porque toda ella fue creada a imagen y semejanza suya. Y la segunda, es que por encima de ella sólo se encuentra su Creador; el resto de las criaturas le deben estar sometidas. Y por criaturas no debemos entender solamente los animales y las plantas, sino también todo tipo de seres, materiales (bienes, negocios...) y no materiales (ideologías, proyectos...). Nada puede estar por encima del ser humano (del varón y de la mujer en absoluta paridad), porque él y sólo él es imagen y semejanza del Creador.

Esto es lo que, como punto de partida, nos revela la palabra de Dios sobre los seres humanos. Pero, para poder comprender bien el alcance de esta revelación bíblica en su conjunto, hay que realizar un ejercicio no siempre fácil, pero necesario; un ejercicio que, por otra parte, es comprensible, pues lo hacemos constantemente nosotros cuando queremos distinguir en medio de las voces que nos llegan de nuestro mundo, de nuestra cultura, de nuestras formas de vivir y de comprender las cosas, la voz de Dios que nos ilumina desde la fe. Se trata de discernir, en nuestro caso, entre la revelación bíblica y la cultura de la Biblia, en sus diferentes épocas y lugares.

Algo de luz encontramos, en este sentido, si comparamos la comprensión bíblica del ser humano con la que tenían las religiones vecinas del Israel de aquella época. En rasgos generales, observamos que, según sus creencias, los dioses de aquellas civilizaciones (Mesopotamia, Egipto y Canaán principalmente) habían creado a los hombres interesadamente, esperando sacar provecho de ellos. Los seres humanos estaban en el mundo para trabajar y contribuir con su esfuerzo al bienestar de los dioses. En la mayoría de los casos, estos dioses se comportaban con sus criaturas de un modo arbitrario, dependiendo de cómo estas les agasajasen con sus bienes y ofrendas.

Si comparamos estas creencias con las de Israel, nos damos cuenta de que la experiencia de Dios de los israelitas se alejaba notablemente de la de estos pueblos. Para la Biblia –y a esto le daríamos el calificativo de verdadera revelación– el ser humano no fue creado por Dios porque lo necesitase, pues Dios es omnipotente, sino por pura gratuidad y generosidad; no lo sometió a un trabajo esforzado para vivir él confortablemente, ni se comporta con él conforme a los dones que, como criatura, pueda ofrecerle. Precisamente lo que reclama el Dios de Israel es la atención de unos hombres sobre otros, de los poderosos respecto de los desvalidos (cf Is 1,10-17; Miq 6,6-8); pues él nada necesita para sí, y si lo necesitase, por él mismo lo obtendría. ¿Qué puede dar la criatura al Creador?

Pero junto a esto, encontramos que Israel, al igual que las culturas de su entorno, creía que Dios había hecho al hombre del barro de la tierra, y que por castigo divino debía morir; y que la mujer debía estar sometida al varón, y que tras la muerte no le esperaba sino una existencia muy disminuida en la lejanía del Dios de la vida. Estas creencias y otras muchas más están sirviendo de soporte a la verdadera revelación divina; pero a la luz de la fe, podemos estimarlas como secundarias y prescindibles, pues no formarían parte realmente de la revelación de Dios, sino de la cultura en la que esta se manifiesta, la cultura hebrea, la cultura general de todo el Próximo Oriente.

En este contexto tendríamos que situar el conjunto de la comprensión antropológica del Antiguo Testamento, y posteriormente también la del Nuevo; como tendríamos que hacer, igualmente, con las diferentes antropologías cristianas que se han dado a lo largo de la historia, muchas de ellas hoy totalmente desfasadas. Nosotros hemos nacido en una cultura que, heredera del mundo griego, concibe al hombre como un conjunto dual de dos principios, uno negativo y caduco: el cuerpo, y otro positivo e inmortal: el alma. Pero si nos acercamos a los textos bíblicos veremos que esto no funciona así en ellos. En la antropología bíblica el ser humano no es una dualidad sino una unidad integrada por diversos elementos; de modo que, cuando esta unidad se rompe, el sujeto desaparece.

Los elementos que constituyen la unidad humana son principalmente cuatro: la carne (basar), el aliento vital (nephes), la fuerza divina (ruaj) y la razón, cuya sede principal está en el corazón (leb).

a) Basar se refiere, en general, al soporte material del ser humano, lo que se ve de él, su cuerpo; también, en un sentido global, la persona en su conjunto. Representa la condición humana en su debilidad y caducidad. Debilidad que hace que la persona quede expuesta al pecado, a la infidelidad, a la desobediencia a su Creador. Esta condición carnal comporta no sólo la limitación física sino también, y sobre todo, la moral. Dejarse llevar por la carne es abandonarse a los propios impulsos desoyendo la voz de Dios. La carne en sí no es mala, sino simplemente débil, y si no se deja guiar por el Espíritu de Dios, conducirá al hombre a la ruina.

b) Nephes es el aliento de vida. Representa a la persona en su condición de ser vivo. El hombre, como el resto de los animales, es un ser vivo porque tiene nephes, aliento, espíritu. «El Señor Dios formó al hombre del polvo de la tierra, le insufló en sus narices un hálito de vida, y así el hombre llegó a ser un ser viviente» (Gén 2,7). Por eso, cuando alguien muere exhala su último suspiro, y su aliento de vida se escapa, dejando su cuerpo inerte. Es frecuente que en las Biblias se traduzca este término por alma, aunque hoy procura evitarse, pues resulta confuso; lo mejor es hacerlo simplemente por vida. La vida que reside en el cuerpo llega un momento en que se va, cuando el hombre deja de respirar y, como cualquier animal, muere.

c) Ruaj es el viento, la fuerza que en manos de Dios es capaz de cambiar las cosas. La creación surgió mientras «la ruaj de Dios aleteaba sobre las aguas» (Gén 1,2); los profetas de Israel levantaron su voz impulsados por la ruaj divina. Es el principio poderoso que, procediendo del mismo Dios, anima con fuerza la existencia humana. Este principio resulta totalmente opuesto a basan Así pues, la persona que se deja guiar por esta ruaj, por el espíritu, será obediente a la voluntad de Dios, fiel a sus mandatos; y no será ya un ser carnal (guiado por la carne), sino espiritual (conducido por el espíritu).

d) Leb es el corazón, la sede de los pensamientos. El leb humano convierte a la persona en ser racional. En el corazón se fraguan los pensamientos y los sentimientos, en él se toman las decisiones. El hombre espiritual debe abrir su corazón al consejo divino, pues Dios ilumina a sus fieles a tomar las decisiones más idóneas y les ayuda con su fuerza (ruaj) para llevarlas a cabo.

Estos cuatro elementos integran y configuran al ser humano como una única realidad. Así pues, el hombre no tiene un cuerpo, sino que es cuerpo, carne; no tiene vida, sino que es un ser vivo; y así sucesivamente.

En el contexto cultural del Nuevo Testamento, esta visión unitaria persiste, pero al adoptarse en los escritos sagrados la lengua griega, cambia ahora la terminología. Así se hablará de sarx (carne), soma (cuerpo), pneuma (espíritu), nous (mente), etc.


III. El hombre carnal y espiritual

El ser humano, que es siempre una unidad, está, sin embargo, sometido a una doble tensión: una que lo acerca confiadamente hacia su Creador y otra que lo separa de él recelosamente. A los ojos de la fe, la segunda fuerza es considerada como negativa y, puesto que el hombre sucumbe a ella por debilidad, se la relacionó en los tiempos bíblicos con la dimensión carnal del ser humano. La primera, en cambio, es positiva, y se produce cuando la fuerza de Dios (ruaj) logra vencer la debilidad que impone la carne, triunfando entonces la dimensión espiritual.

Con esta tensión, llegamos a la experiencia de la primitiva Iglesia, que proclama que los creyentes reciben en el bautismo la fuerza del Espíritu Santo para renacer a una vida nueva. Y esta vida nueva está caracterizada por la muerte, no física aunque sí real, del hombre carnal, el hombre viejo que habita en cada uno de nosotros, y el nacimiento, igualmente real, de un hombre nuevo en Cristo.

El hombre viejo estaba guiado por las fuerzas de la carne, cuyas obras son, según san Pablo: «lujuria, impureza, desenfreno, idolatría, supersticiones, enemistades, disputas, celos, iras, litigios, divisiones, partidismos, envidias, homicidios, borracheras, comilonas y cosas semejantes» (Gál 5,19-21). El hombre nuevo, en cambio, se deja guiar por el Espíritu, y sus obras son: «amor, alegría, paz, generosidad, benignidad, bondad, fe, mansedumbre y dominio de sí mismo» (Gál 5,22-23). Al hombre viejo hay que someterlo a la ley; sin embargo, al hombre espiritual no, porque el Espíritu supera a la ley, va más allá en sus exigencias. Y este hombre nuevo es fruto de la gracia, del don del Espíritu, cuyo modelo y referencia es y será únicamente Jesucristo, el Hijo de Dios, el nuevo Adán, la verdadera imagen y semejanza del Padre. En él, según la revelación neotestamentaria, todos seremos criaturas nuevas.


IV. Aquí tenéis al Hombre (Jn 19,5)

Hombre nuevo es una categoría referida a Cristo y que, por lógica de gracia, se aplica igualmente a sus seguidores. Una categoría central y ambiciosa: con ella se identifica tanto a Jesús como al cristiano. Por eso resulta importantísima en la catequesis, como punto de partida –gracia con que se nos agracia– y como punto de llegada de nuestro compromiso vocacional cristiano. Gracia que, en nuestro caso, tiene una dimensión esencial de purificación, de liberación de tantas esclavitudes que gravan al hombre viejo, en el extremo dialéctico y de lucha contra el hombre nuevo, y que nos ayudará, por contraste, a entender mejor su significado.

Jesús es el Hombre nuevo, la revelación espléndida, definitiva, última, que culmina el proceso de revelación-donación de Dios, y que inaugura una «nueva creación» (Gál 6,15; 2Cor 5,17), avanzada proféticamente por Isaías (41,20; 45,8), «alianza nueva» proclamada por Jeremías (31,31-34), que comporta «un corazón nuevo», como dice Ezequiel (36,26). Jesús, nuevo Adán, imagen del Dios invisible, Cabeza de la nueva humanidad, «espíritu que da vida» (ICor 15,45), por oposición al hombre viejo, heredado del primer Adán, que «ha sido crucificado con él [con Cristo]», destruyendo su dominio, y haciendo que sobreabunde la gracia (Rom 5,20). En él aparece y se establece en la historia de la humanidad el dominio de la vida, «el hombre que Dios había querido desde toda la eternidad» (L. Boff). Jesús inicia «el camino nuevo» (Heb 10,19-20), establece la «nueva alianza» (Lc 22,20; 1Cor 11,25), escrita en los corazones (2Cor 3,3), que implica «vino nuevo y nuevos odres» (Mt 9,16-17), y que conduce a la «nueva Jerusalén» (Ap 3,12; 21,2), «morada de Dios con los hombres» (21,3), en la que se cantará «un cántico nuevo» (5,9; 14,3), y en donde verdaderamente se realizará el mundo nuevo anunciado: «Ahora hago nuevas todas las cosas» (Ap 21,5).

Jesús, Hombre nuevo, el que, en palabras de san Juan de la Cruz, «nunca tomó por sí» (Camino, 35, 3), el que «no hizo caso de sí» (Subida III, 23, 2); o de santa Teresa: «el Crucificado»: «esclavo de Dios... y de todo el mundo» (Moradas VII, 4, 8); Hombre de comunión y de reconciliación entre Dios y la humanidad (cf 2Cor 5,18-19; Col 1,20-22), abierto totalmente a su Padre y a sus hermanos los hombres, en quien se nos ha manifestado en todo su esplendor el amor inefable de Dios como entrega de sí mismo hasta morir «para que tuviéramos vida abundante». «Si el ser-para es la ontología misma de Jesús..., y no la nueva descripción de una bondad ética o psicológica, entonces se comprende que su ser humano es un ser para los demás» (J. I. González Faus). Así elimina Jesús toda división, derriba los muros de separación (Ef 2,14), crea un hombre nuevo, universal. El Padre «recapituló por Cristo todas las cosas» (Ef 1,10). La recapitulación consiste en crear un Hombre nuevo, introducirlo todo en el ámbito de esa Humanidad nueva y dar el Hombre nuevo a la Iglesia.


V. Él «somos» todos

Jesús es la definición cumplida del hombre. Nos recuerda la Gaudium et spes, del Vaticano II, que nuestro misterio sólo se esclarece en Jesús (GS 22), que él es luz y fuerza para responder a nuestra vocación (GS 10), revelador del mandamiento nuevo del amor como fuerza transformadora del mundo (GS 38). Jesús nos ha introducido en el estado definitivo de hijos, libres, en el Reino de la luz. En él somos «hombre nuevo», «criatura nueva» (Gál 6,15; 2Cor 5,17), «un solo hombre nuevo» (Ef 2,15); en y por Cristo «pasó lo viejo» y «todo es nuevo» (2Cor 5,17). «Somos ázimos... de pureza y verdad» (1Cor 5,7-8).

Somos hijos en el Hijo, y no menos que el Hijo, aunque por diferente título: por esencia él, nosotros por gracia. Pero en él y en nosotros Dios pone «el mismo amor», «los mismos bienes», como escribe con fuerza Juan de la Cruz (Cántico 39, 5-6).

Esta mínima referencia al ser nuevo, libre, de hijo, gracia y don, se justifica ahora solamente para argumentar que siendo, podemos obrar, activar ese ser nuevo, asumirlo consciente y responsablemente, con libertad, hasta el despliegue de todas sus potencialidades. Hablando Juan de la Cruz de la máxima realización posible de esta condición nueva, que él llama, ateniéndose a la tradición bíblica y eclesial, matrimonio espiritual, distingue muy bien «el que se hizo en la cruz», «que se hizo de una vez», «al paso de Dios», del que se hace «por vía de perfección», que no se hace sino «poco a poco», «al paso del alma» (Cántico 23, 6).

Del enunciado de lo que somos arranca el imperativo vocacional de ir siendo «al paso del alma» lo que somos: «Cristo nos ha liberado para que seamos hombres libres; permaneced firmes» (Gál 5,1); «obrad como hombres libres» (1Pe 2,16); porque «somos ázimos», «celebremos la fiesta, no con levadura vieja, con levadura de malicia y de maldad, sino con panes sin levadura, panes de sinceridad y de verdad» (1Cor 5,8); puesto que, por el bautismo, «os habéis revestido de Cristo» (Gál 3,27), «revestíos de Jesucristo y no os preocupéis de la carne» (Rom 13,14; Ef 2,24). Hombres nuevos en el Hombre nuevo. Hombres nuevos por gracia, hombres nuevos que asumen dinámicamente la gracia de serlo, de acuerdo con su condición de criaturas libres. Simone Weil captó y expresó bien la dinámica de la revelación cristiana, de la antropología en general: «La grandeza del hombre está siempre en el hecho de recrear su vida. Recrear lo que le ha sido dado. Fraguar aquello mismo que padece».


VI. El camino del hombre nuevo

Somos y se nos apremia a ser hombres nuevos, a fraguar el nuevo ser que se nos da, creados en Cristo y llamados a recrearnos. En la situación histórica que vivimos, el camino del hombre nuevo es necesariamente un camino de purificación, de liberación de todo lo que grava su propio ser y se opone a que sea. A la vez que, por la muerte y resurrección de Jesús, nacimos hombre nuevo, también el hombre viejo «fue crucificado con él» (Rom 6,6), murió. Y, sin embargo, el apóstol nos exhorta a despojarnos de nuestra «vida pasada, del hombre viejo, corrompido por las concupiscencias engañosas» (Ef 4,22). A despojarnos «del hombre viejo con sus obras» (Col 3,9).

¿Qué significa el apóstol con la expresión «hombre viejo», «hombre carnal», «que vive según lo humano» (lCor 3,3), o lleva una existencia según la carne? (Rom 7,5). Pues lo opuesto al hombre nuevo, al que vive según el Espíritu, que es lo que caracteriza la nueva humanidad nacida de la obra salvífica de Jesús. Por tanto, hombre viejo, hombre carnal, significa genéricamente el que vive según el orden de la naturaleza, también según los criterios religiosos vigentes antes de la venida de Jesús. Así Pablo puede confesar que, una vez conocido Cristo, todo lo anterior lo «tiene por basura» y «pérdida» (Flp 3,7-8). Hombre viejo es una forma de ser y comportarse, de relacionarse con todo, Dios y las criaturas, no según la verdad ni en libertad, sino posesivamente.

Juan de la Cruz evoca con relativa frecuencia esta caracterización dual del hombre, entendiéndola en extensión y profundidad así: «hombre viejo, que es la habilidad del ser natural», que, por el cambio operado por la purificación, se viste «de nueva habilidad sobrenatural según todas sus potencias» (Subida I, 5, 7). «Todas las fuerzas y afectos del alma, por medio de esta noche y purgación del hombre viejo, todas se renuevan en temples y deleites divinos» (Noche II, 4, 2). Afirma reiteradamente que tenemos que purificarnos o liberarnos «de todo lo que no es Dios», porque lo que no es Dios en nosotros atenta contra nuestra condición personal, nos degrada. También de las imágenes que hemos fabricado de Dios, los ídolos que se convierten en nuestros carceleros: un Dios recreador y liberador de la persona, y no un Dios que actúa, por miedo o celos, contra la persona que él creó libre y que, por su Hijo, nos restableció en la libertad asombrosa de hijos: «Para ser libres nos libertó Cristo»: «llamados a la libertad», que es servirnos «por amor los unos a los otros» (Gál 5,1.13). Llamada que nos capacita para ser sus «hijos adoptivos» (Rom 8,15).

Desde esta perspectiva cristiana podemos dar la vuelta a la afirmación de Sartre –«si Dios existe, el hombre no puede ser libre»–, diciendo que sólo porque Dios existe podemos vivir en libertad.

El Vaticano II afirmó: «La verdadera libertad es signo eminente de la imagen divina en el hombre» (GS 17). «El reconocimiento de Dios no se opone en modo alguno a la dignidad humana, ya que esta dignidad tiene en el mismo Dios su fundamento y perfección. Es Dios creador quien constituye al hombre inteligente y libre en la sociedad» (GS 21). Libertad que, por estar herida, cautiva, necesita ser liberada.

También señaló el Concilio: «El hombre logra esta dignidad cuando, liberado totalmente de la cautividad de las pasiones, tiende a su fin con la libre elección del bien y procura medios adecuados para ello, con eficacia y esfuerzo crecientes». Añadiendo inmediatamente: «La libertad humana, herida por el pecado, para dar la máxima eficacia a esta ordenación a Dios, ha de apoyarse necesariamente en la gracia de Dios» (GS 17). La libertad, de este modo, pasa a ser un elemento configurador del hombre nuevo, tanto en su constitución de gracia como en el resultado del proceso en el que debe implicarse con eficacia y esfuerzo crecientes.

Dios libera al hombre por las virtudes teologales «del moverse por la propia preocupación moral sobre sí mismo, moviéndole por esa esperanza a la que abre la fe, y ese Amor por el que se encuentra llamado a la fe» (J. I. González Faus). Son las virtudes teologales, según la doctrina sanjuanista, las que «tienen por oficio apartar al alma de todo lo que es menos que Dios» y, «consiguientemente, de juntarla con Dios» (Noche II, 21, 11). En el fondo se trata de liberarse de todo lo que nos impide amar, de cuanto no nos permite entrar en Dios o estar con él, ser lo que por vocación somos y que san Juan de la Cruz cantó en un verso de plenitud existencial: «que ya sólo en amar es mi ejercicio». Existencia amorizada, en la que «no desechando nada del hombre ni excluyendo cosa suya de este amor, dice: Amarás a tu Dios con todo tu corazón...» (Noche II, 11, 4). Existencia mudada «en una nueva manera de vida», «aniquilada [el alma] de todo lo viejo» y renovada «en nuevo hombre» (Cántico 26, 17).

A nadie se le oculta que el camino y la llegada a esta existencia amorizada requiere una implicación, presencia agente del Señor de la historia, que sólo por él es salvífica, personal y comunitariamente considerada. La persona no puede hacer ese camino, ni acariciar esa meta; «no atina por sí sola —como dice el doctor místico— a vaciarse de todos los apetitos para venir a Dios» (Subida I, 1, 5). Enuncia un principio entre la pregunta del lector y la respuesta del autor, al hilo de lo que viene diciendo de la purificación total y radical que se requiere para la divina unión: «Dirás que... despedir lo natural con habilidad natural, que no puede ser...». Responde: «y por hablar la verdad, con natural habilidad sólo es imposible» (Subida III, 2, 13). Necesariamente Dios se implica y actúa más todavía que en la creación primera, y por el mismo movente: su amor comunicativo.

También aquí la palabra de Juan de la Cruz, en su enunciación conclusiva o de principio, nos evita entrar en un discurso en sí mismo, y en sus derivaciones, apasionante. Escribe: «Por lo dicho se verá cuánto más hace Dios en limpiar y purgar una alma de estas contrariedades que en criarla de la nada. Porque estas contrariedades de afectos y apetitos contrarios, más opuestas y resistentes son a Dios que la nada, porque esta no resiste» (Subida 1, 6, 4).

Aun en el caso de que la persona se empeñe bien y con generosidad, dirá el santo, «no puede ella activamente de manera que esté dispuesta en la menor parte para la divina unión de perfección de amor, si Dios no toma la mano y la purga en aquel fuego oscuro para ella» (Noche I, 3, 7). «Los hábitos imperfectos» están «muy arraigados en la sustancia del alma», o esta «está ennaturalizada en estas pasiones e imperfecciones» del «hombre viejo» (Noche II, 6, 5), como para que la ascética de la persona pueda llegar a ellos y desarraigarlos. Sólo la acción recreadora y renovadora de Dios puede «limpiarla y curarla con esta fuerte lejía» (Noche JI, 13, 11) de su gracia, como sólo el fuego puede curar al leño verde de sus humores y «hacerle llorar el agua que en sí tiene», antes de «transformarle en sí y ponerle tan hermoso como el mismo madero» (Noche II, 10, 1). En términos directos, explícitos, se trata de purificar a la persona de «todo lo que no es Dios», para que pueda participar de «las propiedades de Dios» (Cántico 24, 4) hasta el punto de que «parece Dios» (Cántico 22, 5), también en la novedad esplendente, constitutiva de Dios: «ínsulas extrañas», Dios «sólo para sí no es extraño ni tampoco para sí es nuevo» (Cántico 14, 8).

Hombre nuevo, hijo y hermano, hombre reconciliado y reconciliador, hombre comunitario y solidario, creador de una «nueva humanidad» (GS 30), agente de «un nuevo humanismo, en el que el hombre queda definido principalmente por la responsabilidad hacia sus hermanos y ante la historia» (GS 55).

Hombre de libertad y canto, como experimentó y confesó san Juan de la Cruz, en la cúspide del proceso de hominización: «Así en esta actual comunicación y transformación de amor..., siente nueva primavera en libertad y anchura y alegría de espíritu» (Cántico 39, 8). «En este estado de vida tan perfecta, siempre el alma anda interior y exteriormente como de fiesta y trae con frecuencia en el paladar de su espíritu un júbilo de Dios grande, como un cantar nuevo, siempre nuevo..., anda comúnmente cantando a Dios en su espíritu» (Llama 2, 36).

Novedad escondida, tamizada por la corporalidad, por la no del todo opaca condición terrestre, pues estas personas «traen en sí un no sé qué de grandeza y dignidad, que causa detenimiento o respeto a los demás, por el efecto sobrenatural que se difunde en el sujeto de la próxima y familiar comunicación con Dios» (Cántico 17, 7). Presencia real que nos hace sentir el misterio y gozar de sus efluvios, tierra de promesa para todos.

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Juan Antonio Mayoral López
y Maximiliano Herráiz García