HISTORIA GENERAL DE LA CATEQUESIS
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SUMARIO: I. En la Edad antigua: 1. Kerigma y catequesis; 2. Contenidos de la catequesis; 3. Organización del catecumenado; 4. Decadencia del catecumenado. II. La Edad media: 1. La evangelización de los bárbaros; 2. La predicación litúrgica; 3. La escuela; 4. La familia; 5. Las imágenes; 6. La «sociedad cristiana»; 7. Decadencia. III. La catequesis de la Reforma: 1. La reforma necesaria; 2. La reforma protestante; 3. La reforma católica. IV. La Ilustración: 1. La catequesis escolarizada; 2. La religión útil; 3. La reacción. V. La catequesis contemporánea: 1. El «método de Munich»; 2. La aportación de la escuela activa; 3. La renovación kerigmática; 4. Catequesis «de la experiencia»; 5. Momento de síntesis.


Quienes se han preocupado por la catequesis en los últimos cien años se han visto urgidos por problemas prácticos inaplazables, referentes sobre todo a la orientación pedagógica, pero también a la legitimidad de la misma acción catequística. Probablemente por esta razón, la historia de la catequesis no está aún suficientemente estudiada. La consecuencia puede ser doble: falta precisión en el objeto sobre el que debe reflexionar la catequética y, en el orden práctico, riesgo de que se vuelvan a repetir los errores del pasado.


1. En la Edad antigua

1. KERIGMA Y CATEQUESIS. El anuncio del evangelio, según se presenta en el Nuevo Testamento, se desarrollaba en dos niveles: primero se anunciaba la resurrección de Jesucristo, y luego, a quienes se habían convertido, se les ofrecía una enseñanza más sólida sobre la vida que debían llevar en adelante y sobre las palabras y obras de Jesús.

Estos dos niveles de la formación cristiana parecen reflejarse, por ejemplo, en la manera de argumentar Pablo en algunos pasajes de sus cartas (cf 1Cor 3,10-11; ICor 15). Pero el texto más citado para mostrar las etapas de la evangelización es, sin duda, Heb 5,12-13, donde se contrapone la leche, o primeros rudimentos de la fe, y el alimento sólido. Los términos con que más frecuentemente se designa en el Nuevo Testamento la enseñanza que recibían los convertidos son didaskein (95 veces), que significa enseñar, y, probablemente introducido por Pablo, katechein (17 veces), que significa resonar y también instruir de viva voz. Catequesis es la expresión que ha hecho fortuna, aunque en el Nuevo Testamento no es ni mucho menos un término técnico. Necesita que el contexto (cf ICor 14,19) o un complemento (cf Gál 6,6) refiera su significado precisamente a la instrucción cristiana. El complemento que acompaña a katechein en He 18,25 –«lo habían instruido [a Apolo] en el camino del Señor»– muestra bien a las claras qué clase de instrucción es la catequesis: más que comunicación de unos saberes, es iniciación a la vida de comunión con Cristo.

2. CONTENIDOS DE LA CATEQUESIS. Si bien algunos han creído encontrar en el Nuevo Testamento el catecismo de la Iglesia primitiva1, la verdad es que sólo se puede hablar de algunos esquemas, en torno a los cuales se organizaría la catequesis moral y dogmática, y que perduraron en la literatura catequética posterior. El esquema más frecuentemente utilizado en la catequesis moral es el de los dos caminos. En él se insertan otros temas morales, como la regla de oro, el decálogo, las bienaventuranzas, preceptos sobre relaciones sociales. De origen enteramente judío, pasa fielmente acogido por los Padres apostólicos y, sin cambios notables, a la catequesis cristiana. Se encuentra bien sistematizado en Didajé 1-6 y en Carta de Bernabé 18-20; más o menos desarrollado se encuentra en Pastor de Hermas, Segunda epístola de Clemente, Homilías pseudoclementinas y Constituciones apostólicas.

La catequesis doctrinal se desarrolla a partir de los núcleos kerigmáticos, los himnos y confesiones de fe, contenidos en el Nuevo Testamento. Responde a la necesidad de enseñar, a quienes se iban a bautizar, la fe que se les pedía profesar antes del bautismo. Consiste en la presentación del designio salvador de Dios, culminado en Cristo, según se va desplegando a lo largo de la Sagrada Escritura. No se puede decir que existiera un credo oficial en el siglo II, pero tanto Justino (Primera apología 13, 1-3) como Ireneo (Demostración 6-7), entre otros, ofrecen ejemplos de cómo se va avanzando hacia una formulación común de la fe trinitaria.

3. ORGANIZACIÓN DEL CATECUMENADO. Hasta la segunda mitad del siglo II no parece que haya existido una institución especializada en la preparación bautismal de los convertidos. Justino (Primera apología 61-66) da testimonio, al menos, de la preparación litúrgica inmediata. En el siglo III, el catecumenado aparece vigorosamente establecido en las principales Iglesias. Por lo que se refiere a Roma, Hipólito presenta en su Tradición apostólica (aproximadamente en el 215) una reglamentación catecumenal bastante completa, que debió influir notablemente en otras Iglesias. Diversos escritos de Tertuliano (t 220) y Cipriano (t 258) dan información sobre el catecumenado en Cartago. En Egipto, según Clemente de Alejandría, existiría una escuela de catecúmenos al empezar el siglo III. Orígenes informa de la actividad catecumenal en Cesarea de Palestina, hacia el 240. El catecumenado en el área siro-palestina está atestiguado por la Didascalía, los Hechos apócrifos de los apóstoles y las Homilías pseudoclementinas.

La Tradición apostólica cuenta el proceso que siguen «los que se presentan por primera vez a escuchar la Palabra». Antes de ser admitidos, son interrogados acerca de sus intenciones (se recaba también el testimonio de quienes los han conducido a la fe), su estado de vida y su profesión, con el fin de averiguar si reúnen las condiciones necesarias para seguir con provecho el catecumenado. Quienes superaban este primer examen, ya oficialmente catecúmenos, empezaban un período de unos tres años de iniciación en la doctrina y en la vida cristiana, a cargo del catequista –clérigo o laico– designado por la comunidad, quien, además, oraba con ellos y les imponía las manos. Transcurrido este período, los catecúmenos eran examinados de nuevo, principalmente sobre su vida moral. También entonces se reclamaba el testimonio de quienes habían sido sus garantes cuando vinieron la primera vez. Los que son elegidos para recibir el bautismo, empiezan la preparación inmediata, mucho más breve, en la que escuchaban el evangelio, se les imponían las manos y eran exorcizados por el obispo. Finalmente, después de ayunar el viernes y velar y orar el sábado, al amanecer del domingo eran bautizados y confirmados, y admitidos a la eucaristía.

Aunque se bautizaba a niños –se cuenta en la Tradición apostólica 21–, no existían en el catecumenado ni ritos ni catequesis infantiles. Los padres o alguien de la familia respondían por ellos.

La existencia y funcionamiento de la institución catecumenal tal como se describe en la Tradición apostólica y en los otros documentos citados, pone de manifiesto, en primer lugar, la fuerza de la acción misionera, realizada por todos los miembros de la comunidad. Justino (Primera apología 60-61), las Homilías pseudoclementinas (13, 10), la Didascalía (II 56, 4) y Orígenes (Contra Celso 3, 55) atestiguan el interés de los verdaderos creyentes por presentar el evangelio a cuantos les rodeaban. Eran laicos, creyentes convencidos, quienes traían ante los catequistas a los aspirantes a catecúmenos. El catecumenado del siglo III pone también de manifiesto la seriedad de las exigencias de la conversión. Siendo las comunidades cristianas minoritarias, en un ambiente hostil, preferían disuadir a quienes no estaban dispuestos a vivir conforme al evangelio. Muestra, por último, el catecumenado la complejidad de la iniciación cristiana, que tiene lugar propiamente en la celebración de los sacramentos, pero que incluye también los aspectos experienciales, cognoscitivos, morales, a través de los cuales se vive y se expresa la vida nueva que se recibe como don.

4. DECADENCIA DEL CATECUMENADO. A lo largo del siglo IV el cristianismo va pasando de ser perseguido a ser tolerado en el Imperio, para terminar siendo la única religión autorizada. Se extiende, además, a los ambientes rurales. La nueva situación, positiva en algunos aspectos, afectará negativamente a la institución catecumenal.

La evangelización está oficialmente favorecida, y el convertirse ha dejado de ser exigente. No es de extrañar, pues, que los obispos2 se preocuparan por desenmascarar a quienes, como era frecuente, pretendían hacerse cristianos por motivos tan poco rectos como medrar en la política, conseguir el matrimonio deseado, o agradar al amo. Como, por otra parte, la Iglesia consideraba ya cristianos a los catecúmenos, muchos se instalaban en esta situación, retrasando el bautismo hasta el final de la vida. El número de los catecúmenos se veía engrosado también por los hijos de padres bautizados que, faltos de verdadera educación cristiana, preferían retrasar las responsabilidades bautismales.

Las condenas y exhortaciones de los obispos, tanto en Oriente como en Occidente3, no pueden evitar la devaluación del catecumenado.

La primera etapa, a la que, según la Tradición apostólica, había de preceder un examen riguroso, se ha desdibujado completamente. Los ritos que marcan la entrada en el catecumenado no significan ya la conversión que en otro tiempo se exigía. La conversión se exige ahora propiamente para iniciar la preparación cuaresmal, que es a lo que, de hecho, se reduce el catecumenado4. En cuarenta días había de concentrarse la instrucción doctrinal sobre el Símbolo y el padrenuestro, el entrenamiento moral y la iniciación litúrgica. Después del bautismo recibían los neófitos la catequesis mistagógica, en la que aprendían a saborear los misterios que acababan de celebrar.

Precisamente de esta época son las catequesis posbautismales que conservamos: Catequesis mistagógicas, de Cirilo de Jerusalén; De sacramentis y De mysteriis, de Ambrosio de Milán; Catequesis bautismal, de Juan Crisóstomo; Homilías catequéticas, de Teodoro de Mopsuestia.

Sobre cómo había que recibir y acompañar a los catecúmenos, escribió Agustín, a principios del siglo V, De catechizandis rudibus, tratado de pedagogía catequística dedicado al diácono cartaginés Deogracias.

La devaluación catecumenal iniciada en el siglo IV avanza rápidamente: los catecúmenos no son ya convertidos que aspiren al bautismo; el catecumenado va dejando de ser un proceso, para convertirse en un estado; el bautismo pasa de ser un don a ser un derecho; los símbolos y ritos con que se enriquece la preparación cuaresmal significan cada vez menos.

Aunque en el siglo VI son ya raros los adultos que se bautizan, se conservan, sin embargo, algunos testimonios de continuidad en la práctica catecumenal5. A partir de este siglo, con la generalización del bautismo de niños y el progresivo afianzamiento del régimen de cristiandad, puede decirse que prácticamente desaparece el catecumenado.

II. La Edad media

1. LA EVANGELIZACIÓN DE LOS BÁRBAROS. La evangelización de los pueblos germanos no había preocupado especialmente a la Iglesia en los primeros siglos. Sin embargo, al producirse la invasión del Imperio, la Iglesia se decide a evangelizar toda Europa y a hacerlo rápidamente.

A finales del siglo V se había convertido Clodoveo, rey de los francos. Es este un hecho de capital importancia, ya que la potencia política unificadora que tenía este pueblo, había de impulsar decisivamente la empresa misionera. Las condiciones en que se lleva a cabo la evangelización –que se prolongará hasta el siglo X– no favorecen, por lo general, la profundidad en la fe. Muchas veces bastó con la conversión del príncipe para que se convirtiera toda la tribu. Los intereses políticos se mezclaron frecuentemente con los religiosos, y no sería aventurado decir que se produjeron conversiones a la fuerza. Hubo bautismos masivos sin que precediera la debida catequesis. El bautismo no venía ya a sellar el proceso de la iniciación cristiana, sino más bien era su punto de partida. Así la Iglesia fue creciendo en número, pero sus miembros carecían de aquella formación personal profunda que daba el catecumenado.

2. LA PREDICACIÓN LITÚRGICA. La catequesis que no habían recibido antes del bautismo, se procuraba que la recibieran después, a través de la predicación litúrgica. Los contenidos de esta se pueden establecer con bastante aproximación a partir de testimonios indirectos —cartas, biografías, historias—: condenación de la idolatría, existencia de un Dios único y creador que envió a su Hijo para salvar a los hombres, historia de la salvación, bautismo, vicios y pecados, novísimos6. Son los temas que en otro tiempo sirvieron para la introducción al catecumenado. Entre la escasa documentación directa de la predicación en el siglo VII, cabe recordar las Admonitiones de cognitione baptismi, obra en la que Ildefonso de Toledo (+ 667) explica a los recién bautizados el credo, el padrenuestro y los sacramentos de la iniciación; y De singulis libris canonicis scarapsus, atribuido a Pirmino de Reichenau, que resume la historia de la salvación, desde la creación hasta la resurrección de Cristo, y presenta la vida moral del bautizado.

A partir del siglo VIII son algo más abundantes los textos destinados a la predicación que se conservan. Destacan, entre otros, los sermones atribuidos a Bonifacio (+ 754); cincuenta homilías de Beda el Venerable (+ 735) para adviento, cuaresma y fiestas; de Rabano Mauro (784-856), Homiliae de festis praecipuis item de virtutibus, escritas en la abadía de Fulda, y Homiliae in evangelia et epistolas, siendo obispo de Maguncia. De gran difusión en España, las Collectiones epistolarum et evangeliarum de tempore et de sanctis o Liber comitis, de Smagardo (+ 825), benedictino consejero de Carlomagno.

Aun en el caso de que estas homilías no fueran realmente leídas en la liturgia —no es fácil probarlo—, constituyen, al menos, el testimonio de un esfuerzo serio por instruir a los fieles.

Ahora bien, los primeros que debían ser instruidos eran los párrocos. El bajo nivel cultural hacía a la mayoría de ellos incapaces de predicar por sí mismos. El emperador Carlomagno, que tuvo gran interés por la instrucción religiosa del pueblo, comenzó por exigir instrucción a los sacerdotes, haciéndoles pasar por un examen antes de ordenarse. En el concilio de Friul (796) obligó a los clérigos a saber de memoria el Símbolo de Nicea7. La difusión de los homiliarios fue, pues, una necesidad de esta época.

3. LA ESCUELA. Las escuelas erigidas en torno a monasterios, catedrales y parroquias, constituyeron un cauce importante de formación cristiana. A ellas acudían sobre todo los aspirantes a monjes o a sacerdotes, es decir, los futuros predicadores y catequistas.

Ya en el siglo VI, Cesáreo de Arles había ordenado en el concilio de Viaison (529) que los párrocos rurales se dedicaran a la educación de jóvenes todavía célibes, que pudieran ser sus sucesores; y en el concilio de Toledo (527) se ordena la erección de escuelas episcopales con el mismo fin. Pero es en la época carolingia cuando la organización escolar recibe el mayor impulso. Artífice de la reforma fue Alcuino, monje procedente de York, que vino a ser como el ministro de educación de Carlomagno. A él se le atribuye la Disputatio puerorum per interrogationes et responsiones, destinada a la formación escolar de los clérigos, cuya influencia duró hasta el siglo XI. Presenta una síntesis —no muy lograda— de los grandes temas de la historia de la salvación, los nombres y atributos de Dios, la tipología veterotestamentaria, y la explicación del credo y del padrenuestro. Los mismos deseos de renovación cultural de Alcuino se reflejan en De institutione clericorum y De disciplina ecclesiastica, de su discípulo Rabano Mauro.

Otra obra destinada a la formación de los clérigos, de gran influjo en la predicación a partir del siglo XII, fue el Elucidarium, escrito anónimo por voluntad de su autor, pero atribuido a Honorio Augustodunense (parece que no de Autun). En forma de diálogo entre un discípulo que pregunta y un maestro que responde, resume, siguiendo el orden del credo, la historia de la salvación, desde la creación hasta la Iglesia (libro primero); presenta la vida cristiana con sus dificultades (libro segundo) y explica la escatología (libro tercero). Utiliza fórmulas fáciles de retener, y las explicaciones que da a las cuestiones dogmáticas o de moral son simples y concretas. Su influencia durará hasta el siglo XV.

Los Septenarios constituyen un método didáctico-catequístico, tradicionalmente ligado a Hugo de San Víctor (t 1114)8, rápidamente difundido, que consiste en sistematizar la doctrina en siete puntos que se comparan o se oponen a otros siete; como por ejemplo, siete peticiones del padrenuestro, siete dones del Espíritu Santo, siete vicios, etc9.

La reflexión teológica en las universidades se hace más científica —según el concepto aristotélico de ciencia— a partir del siglo XIII. Esto trae consigo una creciente separación entre la escolástica y la instrucción de los simples, pero también, por influencia de la teología científica, la catequesis se hace más árida y discursiva, convierte en temas candentes algunas cuestiones marginales, se hace antropocéntrica y moralizante, y favorece una concepción mágica de los sacramentos.

Quizá por esto es más llamativo el caso de Juan Gerson (1363-1429), que simultaneaba su tarea como canciller de la universidad de París con la de catequizar a los niños. Además de un catecismo titulado Opus tripartitum de praeceptis decalogi, de confessione et de arte moriendi, escribió De parvulis ad Christum trahendis, tratado de pedagogía religiosa en el que justificaba por qué hay que dedicarse a la catequesis de los niños.

Con todo, hay que decir que ni los esfuerzos de la reforma carolingia, ni el esplendor que posteriormente consiguió la teología universitaria, hicieron que el clero, en general, fuera capaz de instruir al pueblo. La insistencia de la disciplina sinodal en la formación de los párrocos indica tanto el interés de los obispos en este punto como la ineficacia de la exigencia.

4. LA FAMILIA. Los destinatarios de la predicación eran naturalmente los adultos. Los niños asisten con sus padres a las celebraciones litúrgicas, pero son los propios padres, ayudados por los padrinos, quienes tienen la obligación de educarlos cristianamente: «aquellos porque los engendraron, estos porque fueron garantes de su fe»10.

La predicación se reducía a explicar sencillamente a lo largo del año litúrgico el credo y el padrenuestro, que el pueblo debía repetir para retener en la memoria, junto con el decálogo y la lista de los vicios y virtudes. La catequesis familiar consistía en hacer aprender a los hijos las fórmulas de la fe y las oraciones, y explicarles de modo adaptado a su mentalidad la predicación escuchada en la iglesia11

Los padres son considerados como los jefes de la pequeña iglesia doméstica que es la familia. Jonás, obispo de Orleans en el siglo IX, en su De institutione laicali12 recuerda a los padres que, como los obispos y los sacerdotes, también ellos, en su propia casa, tienen el officium pastoris.

Un testimonio muy particular de la preocupación paterna por la educación cristiana de los hijos es el de Dhuoda, esposa de Bernardo, marqués de Septimania, que dedica a su hijo mayor Guillermo todo un tratado de espiritualidad, el Liber manualis (entre 841 y 843), sobre Dios, la Trinidad y, en especial, las virtudes. También Ramón Llull, pensando en la educación cristiana de su hijo, escribiría siglos más tarde la Doctrina pueril (entre 1273 y 1275), un compendio de doctrina cristiana, cuyo estilo hace pensar quizá más en destinatarios adultos que en su hijo Domingo.

5. LAS IMÁGENES. Junto a la predicación litúrgica y la catequesis familiar, fue muy importante para la educación cristiana medieval la transposición de la doctrina en imágenes: 1) las llamadas biblias de los pobres, que representaban pasajes de la historia de la salvación o de la vida de los santos; 2) la decoración de las iglesias y otros edificios públicos, figurando también el decálogo o los vicios capitales; 3) imágenes que alimentaban –y expresaban– devociones como el viacrucis o el rosario, a través de las cuales se podían asimilar y profundizar las verdades de la fe.

Imágenes vivas eran, al fin y al cabo, las representaciones de los misterios de navidad, pasión y pascua, que acercaban al pueblo, facilitando su comprensión, a los ritos de la liturgia oficial.

6. LA «SOCIEDAD CRISTIANA». El punto clave para comprender cómo el cristianismo se ha mantenido vivo en la Europa medieval está en la fuerza del ambiente. La vida familiar y social estaba completamente marcada por lo religioso; y en esas condiciones, la iniciación cristiana tiene lugar del mismo modo que se aprende la lengua materna, como por ósmosis. Los niños, al crecer, van aprendiendo a decir la fe, a practicar los ritos, a reconocer el significado que tienen las cosas en la sociedad en la que se abren a la vida. La fuerza del ambiente se impondrá también cuando un individuo se desordene, obligándole a reinsertarse en el grupo social como le corresponde13

7. DECADENCIA. Al concluir la Edad media, la catequesis se encuentra en un momento de franca decadencia. La ignorancia religiosa es profunda y generalizada. Reformas como la pretendida por el concilio de Tortosa (1429) quedan estériles14. La ausencia del elemento bíblico, el antropocentrismo y moralismo, y el descuido de la liturgia, defectos que venían caracterizando la vida cristiana de este período, aparecen ahora agudizados. El Tratado de la doctrina, del español Pedro Berague, de principios del siglo XV, pasa por ser un buen exponente de la catequesis del momento. A esta situación, que ha sido calificada como de vacío catequístico, hubo de suceder lógicamente un serio intento de reforma.


III. La catequesis de la Reforma

1. LA REFORMA NECESARIA. La Reforma no surge inopinadamente en la Iglesia del siglo XVI. El humanismo, que se va extendiendo desde Italia a lo largo de los siglos XIV y XV, propicia una mayor atención a la Biblia y a la literatura patrística y, a la vez, una más aguda conciencia del yo individual y de la laicidad. Estas serán, por tanto, las características de los primeros catecismos de la renovación.

Erasmo de Rotterdam es el autor de dos de estos catecismos: Christiani hominis institutum (1513), catecismo breve escrito en hexámetros, y Symboli apostolorum decalogi praeceptorum et orationis dominicae explanatio (1533), en preguntas y respuestas, compuestos ambos bajo el lema: «Lo que vale es una fe que se traduce en el amor» (Gál 6,5). El subrayar los aspectos místicos y espirituales de la Iglesia relegando los aspectos jurídicos, así como la importancia concedida en el campo moral a las intenciones, muestran la valoración de la conciencia subjetiva que caracterizó a los humanistas. Más que los mismos catecismos de Erasmo, pensados para la escuela, no para el pueblo, el erasmismo ejerció una poderosa, aunque corta, influencia sobre otros catecismos. El Diálogo de doctrina cristiana, del español Juan de Valdés (1529), es un claro ejemplo de la influencia erasmista.

2. LA REFORMA PROTESTANTE. Si a Erasmo le preocupaba la formación de los jóvenes estudiantes, a Lutero le impresionó profundamente la ignorancia que había encontrado en el pueblo. Por eso, en 1525 encargó que se escribieran catecismos y, finalmente, los escribió él mismo en 1529: Der deutsche Katechismus, o Catecismo mayor para los padres de familia, y Enchiridion; Der kleine Katechismus für die gemeine Pfarherr und Prediger o Catecismo pequeño. La estructura es clara: primero los mandamientos, que enseñan al hombre a reconocerse pecador; luego el credo, que enseña la misericordia que Dios ha ofrecido en Jesucristo; finalmente, el padrenuestro, que enseña cómo desear y pedir la gracia.

La rapidísima difusión de los catecismos de Lutero se debió principalmente a la simplicidad del planteamiento, al engarce inmediato con las preocupaciones religiosas populares, y al lenguaje sencillo y directo que empleó. En 1580 fueron declarados textos doctrinales vinculantes en la confesión luterana.

Algunos años antes ya había descubierto Calvino la función que habían de desempeñar los catecismos: unificar los diversos movimientos de reforma que estaban en ebullición. Con esa intención publicó la Institutio religionis chri.. tianae (1536), la lnstruction et confession de foi dont on use dans l'Église de Genéve (1537) y las Ordonnances ecclésiastiques con el Formulaire d'instruire les enfants en la chrétienté (1541). No fue Calvino un buen pedagogo, pero sí un severo y eficaz organizador de la catequesis en la Iglesia de Ginebra.

3. LA REFORMA CATÓLICA. a) Catecismos. Al catecismo de Calvino se opuso en Francia el del jesuita Edmond Auger, Catéchisme et sommaire de la doctrine chrétienne (1563). En Alemania, frente a Lutero, los del también jesuita Pedro Canisio no fueron los primeros por parte católica, pero sí los que más se difundieron: Summa doctrinae christianae (1555), destinada a estudiantes universitarios y de los últimos cursos de los colegios; Catechismus minimus (1556), acomodado a la capacidad de los más ignorantes, y el Parvus catechismus catholicorum (1558), para estudiantes de enseñanza media.

Una de las razones del éxito de los catecismos de Canisio es su antiprotestantismo, aunque sin entrar directamente en la polémica. La primera parte de los catecismos trata sobre la sabiduría cristiana; la segunda, sobre la justicia en las situaciones de la vida ordinaria: el hombre transformado por la fe, la esperanza y la caridad, justificado por Dios, traduce en las obras su fe. Se acentúa, además, la importancia de la tradición de la Iglesia junto a la Sagrada Escritura. La Iglesia es ciertamente reformanda, pero el Espíritu Santo sigue actuando en ella, y la catequesis no le puede dar la espalda.

Mientras que Lutero, emocional, escribe para la predicación y la catequesis familiar, Canisio, racional y frío, escribe para las aulas. Sus catecismos se han seguido utilizando en la escuela hasta nuestro siglo.

Fruto de la reforma tridentina fue el llamado Catecismo romano, publicado por Pío V en 1566. Es un manual de predicación destinado a los párrocos, pero no para ser leído directamente en los púlpitos. Los pastores tendrán que adaptar sus enseñanzas a la edad, capacidad intelectual y condiciones de vida de sus oyentes. Estructurado en cuatro partes —credo, sacramentos, mandamientos, oración—, habrá de ser acomodado a las fiestas del año litúrgico. La influencia de este catecismo fue sobre todo indirecta, ya que de hecho se prefirieron otros manuales ya preparados para la aplicación catequística inmediata.

Entre los catecismos escritos en el siglo XVI, deben señalarse el de Jerónimo Ripalda (1591) y el de Gaspar Astete (1593), ambos jesuitas. Ampliados por Juan Antonio de la Riva (en 1800) y Gabriel Menéndez de Luarca (en 1788) respectivamente, se han mantenido vigentes en la Iglesia española hasta 1957. También en Latinoamérica fueron empleados estos catecismos, aunque no exclusivamente. Entre los catecismos publicados allí durante el siglo XVI, muchos de ellos en edición bilingüe, cabe señalar los del franciscano Juan de Zumárraga (México 1539 y 1543), los del dominico Pedro de Córdoba (México 1544 y 1548) y el primer libro impreso en Sudamérica, el Catecismo que, a instancias del arzobispo Toribio de Mogrovejo, escribió el jesuita José Acosta (Lima 1583), inspirado en el Catecismo romano.

Los últimos grandes catecismos del siglo XVI son los de Roberto Bellarmino. A instancias de Clemente VIII publicó en 1597 la Dottrina cristiana breve da imparare a mente, y en 1598, la Dichiarazione piú copiosa della dottrina cristiana, para catequistas. Además de la orientación antiprotestante, caracteriza a estos catecismos la sistematización, concisión y, sobre todo, la claridad con que expone la doctrina. Su gran difusión se debió sin duda a dichos méritos, pero también al favor que le dispensaron los papas, empezando por Clemente VIII, que lo adoptó inmediatamente para la diócesis de Roma y lo recomendó para toda la Iglesia. Habrían podido ser la base del catecismo único universal sobre el que se debatió en el Vaticano 1.

b) Progresiva organización de la catequesis. Ya antes del concilio de Trento, Castellino da Castello funda en Milán la Compañía de los Siervos de los párvulos de caridad (1539), para promover la catequesis de los niños. Carlos Borromeo, celoso ejecutor de la reforma tridentina, se preocuparía luego de dar forma jurídica a tan valiosa iniciativa. A imitación de la de Milán, se fueron creando compañías o cofradías de la doctrina cristiana en otros lugares de Italia y Europa.

La implantación de la catequesis parroquial, tal como mandaba el concilio de Trento15, fue avanzando poco a poco. Puede decirse que donde logró mejores resultados fue en Francia, en el siglo XVII, con hombres como Bourdoise, Bossuet, Fleury, verdaderos renovadores de la organización, contenidos y métodos de la catequesis en ese momento.

Tanto Adrien Bourdoise (1584-1655), párroco en Saint-Nicolas-du-Chardonnet de París, como Jacques-Bénigne Bossuet (1627-1704), obispo de Meaux, conciben la parroquia centrada en la eucaristía. La catequesis —en familia para los más pequeños—que prepara para la celebración y ayuda a perseverar en ella, será lógicamente la tarea pastoral más importante.

Claude Fleury publica en 1683 su Catecismo histórico. Frente a una catequesis marcadamente conceptual, propone la narración de los hechos bíblicos, a través de los cuales se ha ido desplegando el amor de Dios. La intención era ciertamente revolucionaria, pero, de hecho, Fleury, yuxtapone a la historia sagrada, como segunda parte, un catecismo dogmático de estilo tradicional.

Junto a la parroquia, en la que se seguirá recordando que los padres son los primeros catequistas de sus hijos, no hay que olvidar la importancia que va cobrando la escuela como cauce para la formación cristiana, tanto las escuelas parroquiales como los colegios y universidades dirigidos por congregaciones religiosas, que, siguiendo el lema de pietas literata, se proponen formar cristianos bien instruidos.


IV. La Ilustración

La nueva conciencia de sí que el hombre había adquirido a partir del Renacimiento no había dejado de fortalecerse. Puede decirse que, frente al pesimismo protestante, el mismo concilio de Trento sancionó el optimismo humanista. Su antropología teológica, aun teniendo bien presentes las consecuencias del pecado original, proclamó la dignidad del hombre, de la humanitas. Y este es el principio que guió el esfuerzo pedagógico de la Iglesia, y en especial de los jesuitas, durante los siglos XVI y XVII. La Iglesia tenía motivos, pues, para valorar muy positivamente que, a partir del siglo XVIII, se generalizara la obligatoriedad para todos los niños de acudir a la escuela, y que, entre las materias que se impartían en ella, la catequesis ocupara un puesto de honor.

1. LA CATEQUESIS ESCOLARIZADA. El que la catequesis se introdujera oficialmente en la escuela trajo consigo algunos beneficios. Los catequistas, influenciados por la pedagogía científica de la Ilustración —Rousseau (1712-1778), Pestalozzi (1746-1827)—, se esforzaron por conocer mejor a sus alumnos para graduar la enseñanza según su modo de ser, según su edad y su capacidad; recurrieron a la inteligencia más que a la memoria; elaboraron el método de preguntas, llamado socrático, que ayuda a los niños a descubrir poco a poco la verdad que en realidad ya poseían; aprovecharon la historia sagrada para hacer asimilar mejor la doctrina. La catequesis ganó en organización: el marco escolar aseguraba un tiempo para que todos los niños, ordenados por clases, recibieran instrucción religiosa.

Sin embargo, no todo fue positivo. Por la misma importancia concedida a la razón y a la ciencia, se produjo un sintomático cambio de nombre: la catequesis o enseñanza de la fe se convierte en enseñanza de la religión. La nueva denominación es indicativa, tanto de la variación en los contenidos, como del intelectualismo —razonamientos, análisis, subdivisiones—que sobrecargaba una enseñanza cuyo objetivo principal era transmitir conocimientos religiosos.

2. LA RELIGIÓN ÚTIL. Para el hombre de la Ilustración no puede haber revelación sobrenatural ni autoridad eclesiástica que contradiga a la razón. La única religión verdaderamente humana será la religión natural, sin dogmas, universalmente vinculante por encima de cualquier división confesional, y fundamento de la única moral que puede hacer felices a todos los hombres.

Ningún catecismo enseñaba exactamente estas ideas, pero en todos, especialmente en Centroeuropa, se dejó sentir la mentalidad ilustrada. Suele citarse la obra de V. A. Winter, Religióssittliche Katechetik (Landshut 1811), como ejemplo de la primacía de la moral sobre el dogma, y de las verdades descubiertas por el método socrático sobre la novedad de la revelación. Desde el punto de vista de la pedagogía, I. von Felbiger (1724-1788), canónigo en Silesia y en Austria, es recordado por el impulso que, a partir de observaciones psicológicas, dio al método catequístico; B. H. Overberg (1754-1826), formador de maestros-catequistas, por su Historia bíblica del Antiguo y Nuevo Testamento, para la instrucción y edificación, destinada a maestros, alumnos mayores y padres de familia.

En Francia es representativo el Catecismo imperial (1806), adaptación del antiguo de Bossuet, en el que los misterios de Cristo y los sacramentos pasan a segundo término ante la importancia de la moral.

En España son muchos los catecismos y textos escolares de religión que llevan la impronta de la Ilustración: Pedro Vives, Catecismo de la doctrina cristiana (1740); Cayetano Ramo, Explicación de la doctrina cristiana (1808); Antonio María Claret, Catecismo de la doctrina cristiana, explicado y adaptado a la capacidad de niños y niñas (1867), Santiago J. García Mazo, El catecismo de la doctrina cristiana explicado (1839); Camilo Ortúzar, Catecismo explicado con ejemplos (18883); Enrique de Ossó, Rudimentos de religión y moral (18962). Son sólo algunos ejemplos. Todos ellos hacen la misma apología del cristianismo: es la religión más natural y más humana, es la moral más santa y más útil por la dicha individual y la paz social que procura.

3. LA REACCIÓN. J. M. Sailer (1751-1832), profesor de catequética en Landshut y luego obispo de Regensburg, tuvo el mérito de plantear con progresiva lucidez la pastoral y la catequética, a partir del anuncio del reino de Dios, en sus Vorlesungen aus der Pastoraltheologie (1788-1789). El catequista, liberado de la especulación y de los conceptos, debe ser un heraldo del evangelio. Pocos años más tarde, J. B. Hirscher (1788-1865), profesor en Tubinga y en Friburgo de Brisgovia, siguiendo a Sailer, llega más lejos en la concreción de sus planteamientos catequéticos: todas las verdades de fe no tienen la misma importancia y, por tanto, deben ser jerarquizadas en la catequesis según su conexión con el acontecimiento central, que es el reino de Dios. Sus catecismos, publicados en 1845, demasiado difíciles quizá para los catequistas, dejaron de utilizarse en su diócesis después de su muerte.

Los intentos de renovación de Sailer y Hirscher fueron olvidados pronto, al publicar J. Deharbe su Catecismo de la doctrina cristiana (1847), magnífica divulgación de la neoescolástica entonces vigente. Lógico, claro, completo, ortodoxo, apologético, apareció en un momento de especial inquietud y confrontación entre la Iglesia y la sociedad. Las más de veinte ediciones en los primeros seis meses, el favor que le dispensaron enseguida los obispos alemanes, así como las numerosas e inmediatas traducciones, acreditan su oportunidad.


V. La catequesis contemporánea

1. EL «MÉTODO DE MUNICH». La catequesis, tal como venía practicándose, parecía no bastar ya para educar cristianos en un mundo marcado por la industrialización y el urbanismo, y en el que la educación familiar tenía tan poco peso. Esta observación, junto con el éxito que la aplicación de una nueva pedagogía producía en otras materias escolares, estimuló la reflexión de los catequistas. En torno a Munich y a Viena fue cristalizando una renovación metodológica.

Se abandona el antiguo análisis exegético del texto del catecismo y, siguiendo las aportaciones de pedagogos como Herbart (1776-1841) y Ziller (1817-1882), tal como las había reformulado y simplificado Otto Willmann (1839-1920), se incorpora a la catequesis la didáctica de los grados formales: la presentación del tema, intuitiva, hecha a través de narraciones o comparaciones; la explicación, que procede de lo concreto a lo general, y se hace en diálogo con los catequizandos; la aplicación a la vida concreta, que permite cierta verificación práctica del contenido de la catequesis.

El método, llamado también psicológico o de Stieglitz (+ 1920), se afianzó y se difundió a través de los cursos y congresos catequéticos que, desde 1903, se celebraron en Salzburgo, Viena y Munich.

2. LA APORTACIÓN DE LA ESCUELA ACTIVA. La creciente indiferencia religiosa siguió estimulando la reflexión de los catequistas, que se dejaban enriquecer por nuevas aportaciones de la pedagogía. Tanto el norteamericano Dewey (1859-1952) como el alemán Kerschensteiner (1855-1932), habían llegado a las mismas conclusiones: lo que mejor se aprende es lo que se hace (learning by doing). Así pues, si la catequesis quería ser eficaz, debía incorporar a su pedagogía las actividades.

Pero no era bastante con que los niños adquirieran los conocimientos religiosos más fácilmente. La catequesis tenía que formar para la vida. Para ello se procuraba que el grupo de catequesis constituyera el ambiente cristiano que ya no se daba ni en la sociedad ni en las familias, pero que era tan necesario para una verdadera educación cristiana. En él se recibía la enseñanza, por supuesto, pero también se jugaba y se celebraban fiestas, se organizaban obras de caridad, se educaba la conciencia moral y, sobre todo, se entraba en contacto con los ritos litúrgicos. En el Congreso catequético de Munich, de 1928, fueron oficialmente sancionadas todas estas nuevas aportaciones. Como tal método, aún fue adoptado en el Catecismo católico de las diócesis de Alemania (1955) y de Austria (1959).

En Francia, como impulsores de la aplicación de la pedagogía activa a la catequesis, cabe señalar a Camille Quinet (1879-1961), uno de los redactores del catecismo nacional de 1937, André Boyer (1890-1976), Marie Fargues (1884-1973), Francoise Derkenne (1907-...).

Representantes españoles de la reforma metodológica son Andrés Manjón (1846-1923), fundador de las Escuelas del Ave María, y Daniel Llorente (1883-1971), catequista y obispo.

3. LA RENOVACIÓN KERIGMÁTICA. Aquella renovación de los contenidos que venían intentando desde hacía dos siglos los catequetas más lúcidos (Fleury, Sailer, Hirscher) parecía ya inaplazable. La renovación venía impulsada, además, por teólogos de Innsbruck: J. A. Jungmann (Die Frohbotschaft und unsere Verkündigung, 1936) y H. Rahner (Eine Theologie der Verkündigung, 1939), entre otros.

La catequesis no es una divulgación de un sistema de verdades religiosas ni de principios morales, sino el anuncio del mensaje cristiano; el catequista, por lo tanto, no es profesor, sino testigo que transmite un mensaje en el que él mismo está implicado; el núcleo del mensaje lo constituye la persona de Cristo, y de su relación con él depende el valor de cada verdad particular; su muerte y resurrección culminan la historia de la salvación, y su gracia se nos comunica a nosotros y a todos los pueblos. El contenido prima sobre el método, y este ha de ser fiel a los lenguajes en que nos llega el mensaje: bíblico, litúrgico, doctrinal y testimonial.

El Catecismo católico alemán de 1955, ya citado como exponente del método de Munich, lo es también de la nueva orientación kerigmática de los contenidos. En Francia lo es Joseph Colomb (1902-1979), quien pone al servicio de la catequesis los resultados de los movimientos bíblico y litúrgico, equilibra los contenidos doctrinales del catecismo y los articula en una perspectiva cristocéntrica. En España son representativos de esta concepción de la catequesis los Catecismos escolares de 1969. En Italia, La scoperta del regno di Dio (Turín 1963).

El Vaticano II propició una nueva mentalidad, más sensible a la dimensión antropológica, experiencial, comunitaria y política de la catequesis. Esto supuso la superación de la catequesis kerigmática que, acentuando unilateralmente el carácter teológico de la palabra de Dios, había dejado en la sombra a su destinatario, que es el hombre.

4. CATEQUESIS «DE LA EXPERIENCIA». No sólo la palabra de Dios tiene como destinatario al hombre; la palabra de Dios se ha hecho humana, nos llega encarnada en acontecimientos, situaciones y palabras humanas. Por eso, después del Vaticano II, la catequesis se orienta a hacer descubrir y acoger, a la luz de las experiencias bíblicas, el mensaje que Dios dirige al hombre desde la vida. Sólo si el mensaje aparece trabado en la propia experiencia humana (es decir, en un proceso de apropiación de los acontecimientos en el que toda la persona queda implicada y como provocada a darles un sentido), podrá ser realmente buena noticia y transformar la vida. A este avance del movimiento catequético contribuyó la atención prestada a las ciencias humanas (psicología, sociología, antropología). En España el Catecismo escolar de cuarto curso (1972) supone el primer reconocimiento oficial de la nueva perspectiva; le siguió el catecismo para preadolescentes Con vosotros está (1976).

No faltaron riesgos en la práctica catequística durante estos años: el inmanentismo, que no respetaba la alteridad y la gratuidad de la revelación; el subjetivismo, el intimismo, que reducía la experiencia cristiana a los límites de los sentimientos individuales; la superficialidad, que impedía superar los análisis más externos y descubrir las preguntas últimas.

Frente a la perspectiva meramente psicológica que dominaba a veces la catequesis de la experiencia, en la Semana internacional de catequesis de Medellín (1968) se impuso la reflexión sobre las implicaciones sociales y políticas de la catequesis. El hombre al que se dirige la catequesis es, en efecto, un hombre concretamente situado, marcado por el pasado y también por la evolución del presente; las situaciones humanas, por tanto, han de formar parte de los contenidos de la catequesis, pues para el creyente la historia es historia de salvación. Se hizo famosa la definición que se acuñó entonces: «acción por la cual un grupo humano interpreta su situación, la vive y la expresa a la luz del evangelio»16. La catequesis que surge en Medellín, llamada liberadora, tiene el indudable mérito de mostrar cómo la salvación está enraizada en la historia humana, pero también el peligro de reducir la salvación cristiana simplemente a las liberaciones sociopolíticas.

5. MOMENTO DE SÍNTESIS. La máxima contestación que sufrió la catequesis en torno a los años 70, exigió un serio esfuerzo de reflexión. Desde entonces se han publicado una serie de documentos oficiales que forman ya como un corpus catequético: Directorio general de pastoral catequética (1971); Ritual de la iniciación cristiana de adultos (1972); Evangelii nuntiandi (1975); Mensaje del sínodo al pueblo de Dios (1977); Catechesi tradendae (1979); Redemptoris missio (1990). En ellos se asumen las sucesivas aportaciones con que se ha ido enriqueciendo la pastoral catequética, de modo que hoy no se concibe una catequesis que no sea comunitaria, cristocéntrica, antropológica o experiencial y liberadora.

Entender y practicar la catequesis de este modo, supone tomar absolutamente en serio la experiencia humana, para poder descubrir en lo más profundo de ella los grandes interrogantes sobre el origen, el destino y el sentido de la vida; y supone también tomar en serio la Sagrada Escritura, como el relato de las más hondas experiencias religioso-cristianas de unos hombres, de un pueblo, a través de las cuales se nos ha comunicado Dios y nos ha dado a conocer su designio de hacernos a todos familia suya. Precisamente la confrontación con las experiencias bíblicas permitirá iluminar, interpretar y transformar en experiencia cristiana el propio proyecto de vida personal y comunitario. Confesión de fe, celebración litúrgica y testimonio del evangelio en la sociedad, son tres modalidades indispensables —se reclaman unas a otras—para expresar la novedad que Dios va instaurando en la vida personal y social del cristiano.

Una contribución valiosísima a la pastoral catequética actual ha sido el Catecismo de la Iglesia católica (1992). En un momento en que era generalmente reconocido en la catequesis el riesgo de superficialidad y reduccionismos individualistas, aparece el Catecismo con el propósito de servir a la objetividad de la experiencia eclesial de la fe. Todavía es pronto para valorar los frutos que, sin duda, se producirán a medida que los obispos y sus colaboradores, lejos del apasionamiento de los primeros momentos, vayan publicando los catecismos en las diversas Iglesias locales, como justas mediaciones de la doctrina común de la Iglesia17.

La recta utilización del Catecismo de la Iglesia católica resulta precisamente clarificada e impulsada por la publicación, en 1997, del Directorio general para la catequesis, un nuevo hito en la pastoral catequética contemporánea, en el que se recogen de modo sistemático los avances de la reflexión catequética del posconcilio. Su asimilación ayudará a plantear una catequesis más realista en cuanto a la situación de los destinatarios, bien fundada teológicamente en la constitución Dei Verbum, bien articulada pastoralmente dentro del proceso global de la evangelización, al servicio de la iniciación cristiana en el seno de la Iglesia particular.

En España hay que reseñar la publicación, en 1999, de La iniciación cristiana. Reflexiones y orientaciones, aprobado por la LXX Asamblea plenaria de la Conferencia episcopal el 27 de noviembre de 1998. El documento, que aborda con realismo y profundidad los temas fundamentales de la orientación de la acción catequizadora de la Iglesia, la formación cristiana de nuestros niños y jóvenes y la celebración de los sacramentos de la iniciación cristiana, está llamado a jugar un papel importante en la vida pastoral de nuestras diócesis.

Se abre, pues, un camino esperanzador para una catequesis que no da por supuesta la conversión, sino que trata de suscitarla y cultivarla, potencia los perfiles de la identidad cristiana por la adhesión a Jesucristo y la vinculación a la Iglesia, y educa para el diálogo y el testimonio misionero del evangelio.

NOTAS: 1. Cf A. TURCK, Évangélisation et catéchése aux deux premiers siécles, Editions du Cerf, París 1962; cf G. CAVALLOTTO, Catecumenato antico. Diventare cristiano secondo i Padri, EDB, Bolonia 1996. — 2. Cf SAN AMBROSIO, In Psalm 118, 20, 48-49; SAN AGUSTÍN, De catechizandis rudibus, 5, 9; SAN CIRILO DE JERUSALÉN, Procatequesis, 17. – 3. Cf SAN BASILIO, Ho,nilia in sanctum baptisma, 1 y 3; SAN GREGORIO NACIANCENO, Oratio in sanctum baptisma, 40, 11; SAN AMBROSIO, Exp. In Luc. 4, 76; SAN AGUSTÍN, Quaest. ad simpl., 1, 2, 2. — 4. Esta es la práctica reflejada por san Cirilo de Jerusalén en la Procatequesis, 4; SAN JUAN CRISÓSTOMO, Cat. ad illum. 1 et II; EGERIA, Itinerario, 45. — 5. Por ejemplo, la consulta del diácono Ferrando a Fulgencio de Ruspe (+ 533) sobre la suerte eterna de un competente muerto sin bautizar (cf PL 65, 380); la disciplina del concilio de Agde (506) sobre el momento de enseñar el Símbolo a los competentes y la duración del catecumenado de los judíos conversos (cf MANSI, Sacrorum Conciliorum nova et amplissima collectio, 327 y 330). — 6. G. BAREILLE, Catéchése, en Dthc, II, 2, París 1905, 1891-1893. — 7. Cf PL 99, 293-295. — 8.. Es el autor de De quinque septenis seu septenarüs, en PL 175, 405-414. -9 Al mismo género pertenecen los cinco opúsculos catequísticos de santo Tomás de Aquino y la llamada Sommele-Roy del dominico J. Laurent (1279). — 10 Cf Sínodo de Aries (813), c. 19, en MANSI 14, 62. — 11. Cf Capitulare Aquisgranense (813), cc. 10 y 19, en MANSI 14, 60 y 62; Capitularía Ludovici, Lotharii et Caroli Magni imperatorum (827), c. 76, en PL 519-520. — 12. Cf PL 106, 197-199. -13 Cf Sínodo de León (1303), c. 38, en A. GARCÍA Y GARCÍA (ed.), Synodicon bispanum III, BAC, Madrid 1984, 281; Concilio de Valladolid (1322), const. XVII; Concilio de Tarragona (1329), const. LXII, LXXII y LXXV, en J. y R. TEJADA, Colección de cánones y de todos los concilios de la Iglesia española III, Madrid 1859, 493 y 542-545. — 14. Cf MANSI 28, 1147-1148. — 15. Sesión XXIV. Decreto de reforma c. 4. — 166 J. AUDINET, La renovación catequética en la situación contemporánea, en AA.VV., Catequesis y mundo de hoy, Marova, Madrid 1970. — 17. Cf J. RATZINGER, Introducción al nuevo Catecismo de la Iglesia católica, en O. GONZÁLEZ DE CARDEDAL-J. A. MARTÍNEZ CAMINO (eds.), El catecismo posconciliar, San Pablo, Madrid 1993, 47-64.

BIBL.: ARNOLD F. X., Al servicio de la fe, Herder, Buenos Aires 1963; CHAVASSE A., Histoire de l'initiation chrétienne des enfants, de l'antiquité á nos jours, La Maison Dieu 28 (1951) 26-44; L'initiation á Rome dans l'Antiquité et le Haut Moyen-Age, en Communion solennelle et Profession de foi, Editions du Cerf, París 1952, 13-32; COLOMB J., Al servicio del evangelio, Herder, Barcelona 1971, 50-82; CSONKA L., Historia de la catequesis, en BRAIDO P. (ed.), Educar III, Sígueme, Salamanca 1966, 67-232; DANIÉLOU J., La catequesis en los primeros siglos, Studium, Madrid 1975; DHOTEL J. C., Les origines du catéchisme moderne d'aprés les premiers manuels imprimés en France, Aubier, París 1967; DUJARIER M., Le parrainage des adultes aux trois premiers siécles de 1'Église, Editions du Cerf, París 1962; Breve historia del catecumenado, Desclée de Brouwer, Bilbao 1986; ERDOZAIN L., La catequesis hoy. De Nimega y Eichstiitta Medellín, Sinite 2 (1970) 267-296; ETCHEGARAY A., Historia de la catequesis, San Pablo, Santiago de Chile 1972; FERNÁNDEZ MAGAZ M., Historia de la catequesis medieval a través de los concilios, Sinite 5 (1964) 25-52; GADLER G.-VOGELEISEN G., Un siécle de catéchése en France, Beauchesne, París 1981; GERMAIN E., Parler du salut? Aux origines d'une mentalité religieuse, Beauchesne, París 1968; Langages de la foi á travers l'histoire, Fayard-Mame, París 1972; JUNGMANN J. A., Catequética, Herder, Barcelona 1957, 15-51; LÁPPLE A., Breve historia de la catequesis, CCS, Madrid 1988; MAERTENS T., Histoire et pastorale du rituel du catéchuménat et du baptéme, Publications de St. André, Brujas 1962; RESINES L., Historia de la catequesis en España, CCS, Madrid 1995; La catequesis en España, BAC, Madrid 1997; SAUVAGE M., Catequesis y laicado, Madrid 1963; SCHNEYER J. B., Geschichte der katholischen Predigt, Seelsorge Verlag, Friburgo Br 1969; TURCK A., Evangélisation et catéchése aux deux premiers siécles, Editions du Cerf, París 1962.

Ángel Matesanz Rodrigo