EXPERIENCIA RELIGIOSA
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SUMARIO: I. Primera aproximación al significado de experiencia religiosa. II. Significado del término y justificación de su empleo. III. En la historia de las religiones y en la actualidad. IV. Las variedades de la experiencia religiosa: 1. Experiencias de lo sagrado; 2. Experiencias religiosas como experiencias de la presencia de Dios; 3. La experiencia mística; 4. Experiencias religiosas en medio de la vida. V. La estructura de la experiencia religiosa. VI. La educación de la experiencia religiosa.


La experiencia religiosa ha pasado a ser en los últimos decenios el tema por excelencia en las preocupaciones de los sujetos y las comunidades religiosas y en los estudios sobre el fenómeno religioso. Muestra de esto último es la atención de las ciencias humanas, de la filosofía y la fenomenología de la religión al problema de la mística, la recuperación del tema de la experiencia cristiana por la teología católica y la importancia, cada día mayor, que cobra la experiencia en los estudios sobre el fenómeno religioso. J. Kitagawa resumía la situación cuando, tras constatar que las piedras fundamentales sobre las que descansa la religión son la autoridad, la tradición y la experiencia, afirmaba que en la actualidad «el centro de gravedad en la religión se ha desplazado de la autoridad y la tradición a la experiencia».

De la preocupación por la experiencia en el terreno de la práctica son indicios claros la proliferación de grupos, movimientos y comunidades religiosas centrados en el cultivo, la expresión y la comunicación de las experiencias de sus miembros, y la insistencia, en todos los procesos catequéticos, en el momento de la iniciación, el despertar y el desarrollo de la experiencia.

El tema puede ser abordado desde múltiples perspectivas. Este artículo pretende ofrecer una fenomenología de la experiencia religiosa, con especial atención a la experiencia cristiana, basada en la clasificación y el estudio de sus múltiples formas, que pretende llegar al establecimiento de su núcleo o estructura significativa. Como conclusión, se ofrecerán algunas consideraciones sobre la transmisión y la educación de la experiencia cristiana.


I. Primera aproximación al significado de experiencia religiosa

Con esta expresión nos referimos a un aspecto concreto de la relación que se produce en toda religión. Todo fenómeno religioso, en efecto, contiene la puesta en relación de una persona o un grupo de personas con una realidad a la que consideran superior. Experiencia religiosa se refiere a esa relación en cuanto vivida por ese sujeto y pasada por las múltiples facetas de su psiquismo. Experiencia religiosa designa, pues, la vivencia por el sujeto religioso de su relación con el mundo de lo sobrehumano. A ella subyace una religación de las dos realidades que intervienen en la relación, de la que se ocupan las teorías sobre el hombre, y fundamentalmente la filosofía primera u ontología. A ella subyace también la asunción por el sujeto de esa relación, en una actitud fundamental de apertura, acogida y reconocimiento. Este segundo nivel es el que la fenomenología de la religión describe como actitud religiosa. A él corresponde en la fenomenología del cristianismo la relación teologal resumida en la actitud de fe. La experiencia religiosa se expresa, se manifiesta en actos o comportamientos religiosos tales como el culto, los ritos, la oración, el sacrificio, etc. Experiencia religiosa designa, pues, una fase o un nivel en el lado subjetivo de esa relación que instaura y en que consiste toda religión. Un nivel situado entre la actitud de acogida de la realidad sobrenatural, que en el cristianismo denominamos fe o actitud teologal, fundada a su vez en la religación ontológica que la sustenta, y la expresión de esa acogida en los múltiples actos que componen el sistema de las mediaciones religiosas.

Naturalmente, este intento de localización de la experiencia religiosa no debe hacernos imaginar esos niveles como separables en la realidad, aislables en su relación efectiva. Lo verdaderamente real es una relación unitariamente vivida, pero notablemente compleja, y en la que el análisis del propio sujeto y la interpretación del estudioso del fenómeno religioso descubren aspectos, fases y niveles que permiten aclarar esa complejidad. Deteniéndonos en el nivel al que se refiere la experiencia religiosa, esa vivencia de la relación en que la hemos hecho consistir contiene todos los elementos que componen una vivencia humana. Entre ellos se destacan por su importancia los componentes de conciencia y los afectivos, sin olvidar el inevitable componente corporal de toda vivencia humana. De ahí que podamos ofrecer como primera aproximación al significado de experiencia religiosa alguna de las siguientes, propuestas por psicólogos contemporáneos de la religión: «captación inmediata, en o por la afectividad, de una realidad sobrenatural» (A. Vergote); «un cierto sentido de contacto con una instancia sobrenatural» (Glock y Stark) que incluye «todos los sentimientos, percepciones y sensaciones experimentadas por un sujeto o definidos por un grupo religioso como implicando cierta comunicación, por ligera que sea, con una esencia divina, es decir, Dios, la realidad última o una autoridad trascendente».

Basta esta primera aproximación al significado del término para percibir su complejidad y la posibilidad de abordar su estudio desde diferentes perspectivas. En una interpretación adecuada de la experiencia religiosa tienen una palabra importante que decir prácticamente todos los saberes sobre lo religioso: la teología, la filosofía y la epistemología, la psicología, la fenomenología e incluso la sociología y la historia. Sin excluir la luz que puedan aportarnos otros saberes a los que recurriremos en momentos precisos, nuestra exposición se instalará en el terreno de la fenomenología de la religión. Pretenderá, pues, una descripción de la estructura de la experiencia religiosa, basada en la comparación de sus diferentes formas y con la pretensión de obtener su significado.


II. Significado del término y justificación de
su empleo

El primer paso de una tarea como la propuesta es la descripción del hecho en sus múltiples formas. Pero la polivalencia del término experiencia y las dificultades que comporta su empleo en el terreno religioso exigen una aclaración previa.

La experiencia como forma fundamental del conocimiento humano ha sido objeto de innumerables consideraciones. Su estudio recorre la historia de la filosofía en su conjunto, y la forma de explicarla constituye uno de los criterios más importantes para la diferenciación y clasificación de los sistemas filosóficos. En general, experiencia designa una forma peculiar de conocimiento. De los diferentes rasgos que se seleccionen para describir su peculiaridad se derivan los diferentes significados que actualmente tiene el término experiencia.

a) El término experiencia es utilizado a veces como sinónimo de experimento, para designar la acción de experimentar en el sentido técnico que este término ha adquirido en la metodología científica. Significa entonces un paso del método científico, que consiste en provocar un fenómeno en unas circunstancias precisas, con el fin de someter a control un principio o una teoría explicativa. En este sentido, la palabra experiencia no tiene aplicación en el terreno religioso, dado que la relación vivida en la experiencia religiosa se caracteriza por tener su origen en una realidad sobrenatural, o al menos superior al hombre, que escapa a su iniciativa y a su control. A esta conclusión llegó el esfuerzo critico de Kant en relación con los objetos metafísicos que ha seguido todo el pensamiento moderno. De él es buen testimonio el conocido texto de L. Wittgenstein: «Cómo sea el mundo es del todo indiferente para aquello que es más alto. Dios no se revela en el mundo».

b) Pero experiencia significa, hoy, además, una forma de conocimiento que se caracteriza por constituir la captación inmediata de una realidad externa o interna al sujeto. Así se habla de experimentar frío o calor, un dolor o una alegria, y de conocer por experiencia lo que es un accidente o la realidad de la montaña o la vida en la ciudad. Experiencia en este segundo sentido comporta como elementos más importantes: el ser un conocimiento inmediato —teniendo en cuenta que la inmediatez absoluta es imposible para el hombre, ya que su contacto experiencial con la realidad está mediado por la cultura, la sociedad y, sobre todo, el lenguaje—, en oposición al que tenemos por las noticias de otro; el ser un conocimiento obtenido por contacto vivido con la realidad, en oposición al que obtenemos del análisis de un concepto: así, se conoce por experiencia el amor cuando se ha vivido la realidad a la que esa palabra se refiere, en oposición al conocimiento que se puede obtener por el estudio de la teoría sobre el amor. En los dos casos, la experiencia remite a un conocimiento vivido, a un conocimiento obtenido en la vida y por la vida. Así, decimos conocer por experiencia cuando podemos decir: «yo sé lo que es eso, yo he pasado por ello». Este tipo de conocimiento, aun cuando se refiera a un objeto exterior, repercute sobre el sujeto, lo implica, y transforma en alguna medida su vida y su mundo.

c) Experiencia puede tener, además, el significado de conocimiento acumulado por contacto prolongado con una situación, un medio o una realidad, que familiariza con ellos y facilita una cierta connaturalidad. En este sentido hablamos de una persona con experiencia en el mundo de la enseñanza o en los negocios. Estos dos últimos sentidos de experiencia originan el uso que resume el adjetivo experiencial, en oposición al primero, que origina el adjetivo experimental. Y una mirada, incluso superficial, al lenguaje del hombre religioso y al de las ciencias de la religión, muestra que el término utilizado en este segundo sentido ocupa, de forma paradójica, en ambos un lugar importante. De forma paradójica, ya que la condición sobrenatural, trascendente de la realidad con la que pone en contacto la relación religiosa, parece excluir los rasgos de directo, inmediato y vivido que conlleva el conocimiento experiencial.

La paradoja se acentúa si se observa que no sólo existen hechos innumerables a los que nos referiremos en seguida, designados por los sujetos de las más diferentes tradiciones como experiencias religiosas, sino que son muchos los sujetos que afirman que la relación que vivían con la realidad sobrehumana sólo ha comenzado a ponerles efectivamente en contacto con ella, a partir del momento en que ha sido vivida como experiencia. «Sólo te conocía de oídas; pero ahora, en cambio, te han visto mis ojos», exclama Job (42,5) después de la manifestación del misterio; «Porque no el mucho saber harta y satisface al ánima, mas el sentir y gustar las cosas interiormente», escribe san Ignacio en sus Ejercicios espirituales; y en un sentido parecido, la Kena Upanishad, tras referirse a la nueva visión de Brahman que otorga la experiencia de su identidad con el atman, repite una y otra vez «Has de saber que eso es en verdad Brahman, no lo que la gente venera como tal» (1.1.4ss).


III. En la historia de las religiones y en la actualidad

Consideraremos ahora el hecho de la experiencia religiosa en la historia de las religiones y en la actual situación socio-cultural y religiosa.

a) La historia de las religiones muestra una sucesión ininterrumpida de situaciones que han sido vividas por los sujetos como experiencias religiosas. Las formas de tales experiencias son tan numerosas y variadas como las mismas religiones en las que se producen. Pero tan estrechamente unidas aparecen religiones y experiencias religiosas, tan permanente es la presencia de estas en todas las áreas y épocas de la historia, que se ha podido escribir una historia de las religiones con el título nada engañoso de «La experiencia religiosa de la humanidad» (N. Smart), y con el título de «La experiencia humana de lo divino» se ha escrito un estudio excelente sobre «los fundamentos de una antropología religiosa» (M. Meslin).

Ante la imposibilidad de ofrecer aquí ni siquiera un resumen de los hechos que confirman las afirmaciones precedentes, baste anotar que casi todas las páginas de los libros sagrados consisten en relatos de experiencias o en reflexiones sobre experiencias religiosas; que las historias de los fundadores y grandes reformadores religiosos, sin excepción, tienen su punto de partida en profundas experiencias vividas por ellos e interpretadas por ellos mismos y sus seguidores como experiencias de Dios; que el proceso que culmina en la iluminación (samadhi, satori) en las religiones orientales, el que resume el término conversión en las religiones proféticas y el que se expresa en los ritos de iniciación en las religiones primitivas no son sino una progresiva y prolongada experiencia religiosa; y que a esa experiencia remite como a su fuente el hecho, omnipresente en todas las religiones, de la oración.

b) Algunos rasgos de la actual situación socio-cultural y religiosa, tales como la progresiva desacralización de la naturaleza, la secularización de la sociedad y de la vida personal, el eclipse cultural y hasta la muerte de Dios, el predominio de una superficial cultura científico-técnica, podrían hacer pensar que han sido superadas las épocas en que podrían producirse experiencias religiosas. Pero la revitalización de la experiencia en las religiones tradicionales, el surgimiento de nuevos movimientos religiosos con gran predominio de lo experiencial y los estudios positivos sobre comportamientos y valores de nuestros contemporáneos coinciden en atestiguar una persistente presencia de hechos muy variados que personas muy numerosas interpretan y formulan como experiencias religiosas. También en nuestros días, y en proporciones muy considerables, que en algunos estudios llegan a porcentajes elevados (A. Hardy, A. Vergote), sigue habiendo personas que no encuentran otra forma de dar cuenta de determinados acontecimientos de su vida que la confesión: «también yo he sido visitado»; «Dios existe; yo me he encontrado con él» (J. P. Jossua; A. Frossard).


IV. Las variedades de la experiencia religiosa

El título de la célebre obra de W. James responde a un hecho real. La experiencia religiosa, en la historia y en la actualidad, aparece bajo una enorme pluralidad de formas muy variadas. Y una descripción, aunque sea tan somera como la que aquí intentamos, necesita referirse a sus tipos más importantes. Atendiendo a la historia, cada tipo de religiosidad presenta una forma característica de experiencia religiosa. 1) Así, en las religiones del Extremo Oriente, de orientación mística, la experiencia religiosa reviste la forma de la identificación del fondo del sujeto con el Absoluto, que envuelve, penetra y sostiene la totalidad de lo real, representado como Brahman (Chandogya Upanishad, 9.3.14) o como Tao innombrable (Tao te Ching, 1, 22, 71); 2) en textos orientales dominados por una espiritualidad de Bhakti aparece como devoción personal, sin perder del todo el trasfondo de la identificación con el Absoluto (Bhagavadgita, 11); 3) en las tradiciones proféticas, en cambio, es decir, en el mazdeísmo y las religiones del tronco abrahámico: judaísmo, cristianismo, islamismo, así como en el maniqueísmo, son numerosos los textos en los que fundadores, patriarcas y profetas narran intensas experiencias de encuentros con un Dios representado personalmente, invocable como tú para el hombre, que entabla con él relaciones de alianza y pide respuestas de obediencia, elección del bien, fidelidad, confianza o sumisión, según los casos (Gén 18,1-15; 22,1-13; 28,10-20; 32,23-33; Éx 3,13-16; 33,12-23; 1Re 19,9-14; Gathas Yasna 30, 33, 43, 50; Corán 53, 1-18; 12, 3; 97).

Aun dentro de una misma tradición, las experiencias aparecen en formas muy diferentes. Baste, por ejemplo, comparar los relatos citados del libro del Génesis. Cada uno refleja las circunstancias concretas del sujeto, su situación particular, y subraya un aspecto singular de los muchos que contiene un fenómeno tan complejo. Así como en algunos de los textos citados predomina la conciencia de la presencia: «Dios está aquí y yo no lo sabía»; en otros el carácter agónico de una relación de la que el hombre nunca llega a disponer del todo, de una presencia que nunca termina de darse, y cuyas señales siempre tienen algo de herida (Gén 32,23-33); en otros la seguridad de haber sido agraciado con una revelación (Corán 97); en otros, por fin, predomina la conciencia de la responsabilidad de una misión recibida (Ex 3,13).

La misma variedad de formas aparece en los hechos vividos a lo largo de la historia y en la actualidad como experiencias religiosas. Para poner algún orden en un hecho tan abigarrado en sus formas, se hace imprescindible operar una clasificación de las mismas. Pero pronto se constata que las posibilidades son incontables, de acuerdo con el criterio de clasificación que se adopta. De hecho, los psicólogos y fenomenólogos de la religión las han propuesto en gran número1.

Apoyándonos en los estudios de algunos de ellos, proponemos una tipología que nos permite ordenar muchas de las formas de experiencia religiosa que ofrece la historia de las religiones y aparecen atestiguadas en la vida religiosa actual, de la que desarrollaremos sólo las más importantes.

1. EXPERIENCIAS DE LO SAGRADO. Como es sabido, lo sagrado constituye una categoría central para la interpretación de los fenómenos religiosos a partir, por una parte, de la corriente iniciada por N. Sóderblom y continuada por R. Otto, G. Mensching, M. Eliade, etc., y, por otra, de la escuela francesa de sociología de la religión, representada por E. Durkheim, H. Hubert y M. Mauss, R. Caillois, etc. Lo sagrado no designa para nosotros, contra lo que pudieran suponer numerosas expresiones de los primeros, la religión definida como ordo ad sacrum (N. Sbderblom), una realidad identificable con Dios, lo divino, lo numinoso o el misterio tremendo y fascinante, y que constituye el objeto o término de la relación religiosa. Con ese término designamos, más bien, el ámbito de realidad, el orden o la esfera del ser (M. Scheler), algo análogo a la Lebenswelt de E. Husserl, en que se inscriben todos los elementos que componen el fenómeno religioso y les confiere su peculiar e irreductible condición de religiosos.

Pues bien, al hablar aquí de experiencias de lo sagrado, nos referimos a situaciones en las que determinadas personas entran en contacto con ese orden de realidad, operan una ruptura de nivel existencial en relación con la experiencia en la que discurre su vida ordinaria, y viven la irrupción en ella de nuevas dimensiones, finalidades y valores. Se trata de hechos designados en otras descripciones como experiencia religiosa en contraposición a fe; experiencia de trascendencia o de absoluto; experiencia de mística natural, experiencias oceánicas; experiencias cumbre. Lo peculiar de todas ellas es que constituyen momentos en los que la experiencia ordinaria, el estado habitual de la conciencia se ven desbordados por la irrupción de una realidad superior; constituyen situaciones en las que la conciencia ordinaria sufre una súbita, o lenta y progresiva, ampliación de su capacidad de captación. En esos momentos y situaciones, el sujeto entra en contacto con numerosas dimensiones de la realidad, que expresa en términos de profundidad o totalidad; asiste a una ampliación maravillosa de las fronteras de su conocimiento; trasciende la forma de conocimiento ordinario en términos de sujeto-objeto; se siente de alguna manera inundado por la realidad que se presenta, y hasta misteriosamente identificado con ella; y padece una intensa conmoción afectiva que origina sentimientos de paz, gozo, sobrecogimiento, terror y maravillamiento.

La psicología de orientación humanista ha identificado este tipo de experiencia y ha contribuido notablemente a su análisis con la categoría de peak-experiences o experiencias cumbre (A. H. Maslow). Tales experiencias se producen en contacto con diferentes realidades del mundo: la naturaleza en sus manifestaciones más enormes, impresionantes o hermosas, el orden de lo que los filósofos existenciales denominan experiencias-límite; el contacto con los valores que produce la experiencia ética; la relación interpersonal en sus momentos privilegiados de amor intenso, de diálogo y comunicación con la verdad. Entre los rasgos que el análisis psicológico descubre como propios de este tipo de experiencias, cabe subrayar su condición de experiencias metamotivadas y metafuncionales; su referencia a realidades metaobjetivas; su inscripción en el orden de los fines, más allá del saber y el hacer instrumentales; su capacidad de conferir sentido y valor a la experiencia y la vida del hombre en su conjunto.

Es indudable que existe una afinidad notable entre todas estas experiencias de lo sagrado. Tal afinidad se explica por la referencia en todas ellas, por la irrupción en todas ellas, de lo eterno en el hombre; por actuarse en todas ellas la apertura al Absoluto, bajo las formas diferentes en sus manifestaciones hacia el hombre, pero con idéntica raíz de la verdad, la belleza, el bien, el ser y la unidad del todo.

Pero anotada la afinidad, una fenomenología diferenciada de estas experiencias permite descubrir peculiaridades en cada una de ellas y, en concreto, en las experiencias de lo sagrado. En relación con estas últimas, señalemos el subrayado de la pasividad, la mayor implicación del sujeto, la apariencia de la doble posibilidad de la salvación y la perdición como forma peculiar de vivir la conciencia del sentido, así como la agudización de la polaridad de lo sobrecogedor o tremendo y la fascinación o el maravillamiento.

La experiencia de lo sagrado está atestiguada en numerosísimos casos de experiencias religiosas. Se identifica, a mi entender, con la experiencia de lo numinoso descrita por R. Otto como experiencia del misterio tremendo y fascinante. Pero no siempre desemboca en una experiencia religiosa plena. Con frecuencia se limita a una especie de ruptura de nivel que la prepara, a un presentimiento de otra realidad, de otro mundo en el interior del mundo ordinario, sin que se den los pasos para la entrada en él, aunque su presencia elimine cualquier tentación de absolutización de este último. Tal experiencia constituye, pues, más que un caso claro de experiencia religiosa, el preludio o el atrio de la misma. Testimonios de este tipo de experiencia se encuentran en la obra de numerosos artistas, creadores literarios, científicos eminentes y, naturalmente, no faltan en las confesiones de los sujetos religiosos2.

2. EXPERIENCIAS RELIGIOSAS COMO EXPERIENCIAS DE LA PRESENCIA DE DIOS. Se trata de experiencias que tienen su lugar preferente en el interior de religiones de orientación profética, en las que la concepción fuertemente personalizada de Dios desempeña un papel preponderante. Se manifiesta en expresiones bien conocidas del estilo de «he sido visitado por Dios»; «ahora te han visto mis ojos»; «me he encontrado con Dios», etc.

La experiencia puede darse acompañada de visiones u otros apoyos perceptivos3 y sin tales apoyos4. Decisivo es, en tales experiencias, el hecho de que el sujeto no sólo percibe la presencia, sino que la acepta, la reconoce. Puede darse en un momento privilegiado para desaparecer de inmediato; reaparecer después o dejar sólo el recuerdo imborrable de su paso; puede, en otros casos, convertirse en el sentimiento y la conciencia de una presencia permanente de Dios, que envuelve la vida de la persona y la lleva a decir, como Jesús, «yo no estoy solo» (Jn 8,16; 16,32), y le hace vivir de forma diferente el conjunto de la vida.

Entre los rasgos característicos de este tipo de experiencia se pueden anotar los siguientes: 1) Constituyen un hecho extraordinario en la vida de los sujetos, un hito que divide la vida y del que se señalan con todo cuidado las circunstancias de lugar y de tiempo. «El año de gracia de 1654, el día 23 de noviembre... desde las diez y media hasta las doce de la noche», escribe, por ejemplo Pascal al comienzo de su Memorial. 2) Los sujetos viven estos acontecimientos atribuyendo a la experiencia que los constituye un índice elevadísimo de realidad que los lleva a concederles mayor crédito que al mismo testimonio de los sentidos. 3) Se trata de experiencias de Dios, de Dios en persona, más allá de los nombres y las representaciones con que el sujeto le conoce en la experiencia ordinaria. 4) Es Dios inconfundiblemente, pero, por eso, es Dios misterio insondable e inefable para el hombre, Dios sólo accesible, incluso en estas experiencias, en el interior de la fe. 5) Tales experiencias son, como la fe misma, sumamente ciertas, sin dejar de ser oscuras: «Que bien se yo la fuente que mana y corre, aunque es de noche» (san Juan de la Cruz). 6) En ellas se actúa la conciencia de la presencia, pero a través de intensos sentimientos de paz, gozo, serenidad, reconciliación, confianza, de los que se hacen eco todos los relatos. 7) Son experiencias cuyo contenido supera con mucho la capacidad de expresión del sujeto, que manifiesta constantemente la inadecuación de todos los recursos expresivos que ha utilizado. 8) Es una experiencia de alguna manera inmediata, pero que tiene lugar en la mediación de la misma experiencia (J. Mouroux, R. Guardini), sin romper el velo de la fe que imponen la condición humana y corpórea del hombre y la absoluta trascendencia de Dios. 9) Tales experiencias contienen, por último, una enorme capacidad de movilización de todas las facultades del sujeto, liberan en él todos los caudales de su energía, son dinamogénicas (W. James), hasta el punto de que el hombre tiene conciencia de vivir de ellas: «mi justo vivirá por la fe» (Rom 1,17; Heb 10,38).

Muchos son los problemas que suscitan este tipo de experiencias (J. Maréchal). A alguno de ellos tendremos ocasión de referirnos más adelante. Pero es indudable que, en conjunto, constituyen un caso prototípico de experiencia religiosa, sobre todo en el contexto propio de la religiosidad profética en el que se inserta la experiencia cristiana.

3. LA EXPERIENCIA MÍSTICA. La expresión aquí utilizada puede ser comprendida de formas notablemente diferentes. Con ella me refiero a una forma eminente de experiencia religiosa, presente en muy numerosos y variados contextos religiosos, tanto en las religiones de orientación mística como en las de orientación profética, y presente también bajo formas no religiosas, en determinados casos de experiencia filosófica (Plotino) y en formas eminentes de experiencia estética. En la descripción que sigue tendré en cuenta, sobre todo, las formas específicamente religiosas, procurando asumir los rasgos de sus diferentes manifestaciones.

La experiencia mística, aunque puede darse en un acto aislado en la vida de un sujeto, designa de ordinario una experiencia continua, preparada y ahondada en largas etapas de purificación ascética y de prueba activa y pasiva. Origina una forma de relación con Dios o lo divino, según los contextos religiosos, sumamente simplificada, en la que más allá de las potencias y facultades del hombre entra en acción su mismidad más profunda, la sustancia del alma, el atman al que se llega tras largos procesos de interiorización y concentración. Frente al uso diferenciado de las facultades en otros tipos de experiencia, aquí el contacto se produce por un toque sustancial de Dios en la sustancia misma del alma (san Juan de la Cruz). La experiencia mística desarrolla y lleva a su culminación el carácter experiencial pasivo de toda experiencia religiosa. Todo en ella tiene carácter infuso, frente a la actividad del sujeto que predomina en otras etapas. Toda ella tiene la condición de experiencia pática (J. Baruzi), padecida, aunque padecida de forma fruitiva, es decir, con hondas repercusiones en el nivel de la afectividad, que producen en el sujeto sentimientos únicos, de intensidad sublime y, por ello, indescriptibles. Con su característica sobriedad, santo Tomás resumirá estos rasgos en su conocida definición: cognitio Dei experimentalis et affectiva, conocimiento experiencial y afectivo de Dios.

La experiencia mística supera de forma clara el esquema sujeto-objeto con el que funciona el conocimiento ordinario. El sujeto místico no sólo tiene conciencia de la presencia de Dios, sino que la vive como una presencia original y originante de su propia experiencia que, por ser la raíz del sujeto, el manantial del que procede el curso de su vida, la luz que ilumina su capacidad de ver, no se deja percibir como objeto separado –«¿Cómo ver al gran vidente?» (Kena Upanishad); videntem videre (san Agustín)– por muy eminente que se le considere, sino sólo como la totalidad en la que el propio sujeto está abarcado, en la que se experimenta sumido, o con la que se siente unido más estrechamente que con cualquier otro sujeto, incluso que con su propia intimidad, interior intimo meo (san Agustín); «el centro del alma es Dios» (san Juan de la Cruz). La experiencia mística, debido a la intensidad con que repercute sobre el nivel afectivo, produce con frecuencia fenómenos extraordinarios en la dimensión mental y corporal del sujeto, tales como agudización de la capacidad de captar y sentir, raptos y éxtasis físicos, levitaciones, suspensión de necesidades primarias como la del alimento, etc. Pero tanto los estudiosos de la mística como los propios místicos están de acuerdo en el carácter accidental y meramente derivado y secundario de tales fenómenos (H. Houston). Sin ánimo de ofrecer una definición precisa ni una descripción exhaustiva, propongo como resumen de los rasgos que he ido acumulando esta descripción aproximada: con el término mística designo una experiencia interior, inmediata, simple, pasiva, fruitiva —que tiene lugar en un nivel de conciencia diferente del que rige en la experiencia ordinaria de los objetos y sujetos en el mundo—, de la unión del centro de sí mismo, el absoluto, lo divino, Dios, el Espíritu5.

4. EXPERIENCIAS RELIGIOSAS EN MEDIO DE LA VIDA. Todas las formas de experiencia religiosa a que nos hemos referido hasta ahora tienen en común su carácter extraordinario. Afectan a un número reducido de personas y las sacan de la vida del común de la gente. En principio parece extraño que, perteneciendo la religión al hombre como una dimensión constitutiva y siendo un hecho en el que coinciden —incluso en nuestros días— la inmensa mayoría de los hombres, y constituyendo la experiencia el núcleo central del fenómeno religioso, se produzca en un número tan reducido de personas y tenga un carácter tan excepcional. De hecho, no faltan en la vida de los sujetos religiosos indicios de otras formas de experiencias religiosas que, sin el acompañamiento de fenómenos extraordinarios, les permite tomar conciencia, advertir y sentir, la religación con el misterio y la adhesión a su presencia que comporta la actitud de fe. K. Rahner tiene el mérito de haber llamado la atención sobre este tipo de experiencias y haberlas descrito con detalle. Sin entrar en los tecnicismos de su fundamentación en una antropología teológica de inspiración trascendental, es indispensable referirse a la condición humana habitada por la presencia indisponible e inobjetiva del misterio y destinada desde su origen por pura gracia a la visión de Dios como su salvación definitiva. «El hombre —dice desde una tematización diferente otro teólogo eminente— es el ser con un misterio en su corazón, que es mayor que él mismo» (H. U. von Balthasar) y, con frecuencia, cada vez que se encuentra con realidades que le reflejan ese fondo de sí mismo, o mejor, cada vez que realiza aquellas en las que, aunque no tengan a Dios por objeto expreso, se actúa esa profundidad desde la que existe, esa generosidad que permanentemente le está dando de ser, cada vez que es más él mismo, porque deja de disponer completamente de sí, sin percibir a Dios ni tomar conciencia reflejamente de él, puede decirse —y él no deja de percibirlo calladamente— que está haciendo la experiencia de Dios. Momentos de esa naturaleza pueden ser aquellos en los que deja aflorar a su conciencia preguntas tan radicales que, más que hacérselas él mismo, tiene la impresión de que en ellas una realidad que no abarca le descubre puesto en cuestión; y aquellos otros en los que, con una casi completa falta de razones para confiar, se encuentra confiando, apoyado en un más allá de sí mismo que no se deja captar; momentos en los que, sin haber superado su tendencia constitutiva a ser recibiendo, se descubre a sí mismo dando y dándose con una generosidad que hunde sus raíces más allá de sí mismo; o momentos en los que corre el riesgo de orar en medio de tinieblas silenciosas, «sabiendo que siempre somos escuchados, aunque no percibamos una respuesta que se pueda razonar o disfrutar» (K. Rahner).

Es verdaderamente la mística de la cotidianidad, la experiencia religiosa en medio de la vida, accesible al común de los creyentes, abierta al común de los mortales, incluso si, por razones complejas, no siempre es vivida expresamente ni expresamente interpretada con categorías religiosas. No es difícil encontrar en las tradiciones religiosas, y concretamente en el cristianismo, apoyo para la justificación de este tipo de experiencia. Recordemos que Mt 25 sitúa el encuentro con Jesús en el encuentro de incógnito con el hermano necesitado, y que el amor a los hombres, el amor sin más, ha sido considerado criterio de autenticidad del amor de Dios: «el que no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor» (Un 4,8). De ahí que el amor efectivo, sobre todo a los más pobres, sea probablemente el lugar por excelencia para este tipo de experiencia de Dios (J. Sobrino).


V. La estructura de la experiencia religiosa

Un ensayo de fenomenología de la experiencia religiosa no puede limitarse a enumerar, describir y clasificar sus formas. Debe intentar descubrir los rasgos comunes de esas formas y proponer, a partir de ellas, la descripción de la estructura significativa que fundamente la adscripción de todas ellas a la categoría de experiencias religiosas. Naturalmente, tal estructura no es una entidad que se encuentre idéntica y estática en las diferentes manifestaciones, por debajo de sus peculiaridades. Es un momento del proceso de interpretación. Es una construcción teórica, realizada con los materiales de la descripción, y que está exigiendo ser verificada por la referencia a los mismos.

Comencemos por señalar los rasgos comunes a los diferentes tipos de experiencia religiosa que hemos propuesto. Todas ellas comparten, en primer lugar, el carácter de experiencias, de hechos vividos en primera persona, expresados e interpretados en términos de visión, escucha, padecimiento, encuentro, visita. En todos los casos, el objeto de esa experiencia ha sido algo superior al propio sujeto. Por ello, la experiencia tiene lugar por otros medios que los que originan las experiencias mundanas, pone en contacto con otro mundo, aunque se haga presente en este. Todas las experiencias religiosas, en mayor o menor medida, producen en el sujeto una impresión profunda, intensa y compleja que le anonada y sobrecoge, al mismo tiempo que le llena de paz.

Pero ¿cómo se comporta el sujeto en tales experiencias? ¿Con quién se encuentra más precisamente? ¿En qué consiste la relación que se instaura entre los dos términos que la originan? Es la respuesta a estas preguntas —ya en parte aludidas en la descripción de los fenómenos— lo que nos permitirá establecer la estructura que buscamos.

El sujeto de las experiencias religiosas es el hombre, pero lo es de una forma peculiar. Lo es, en primer lugar, con la conciencia de ser más sujeto pasivo que activo de la relación. Lo es, además, poniendo en ejercicio en esa relación todas las facetas, dimensiones y niveles de su ser personal. Lo es, siendo él mismo, personalmente, y no ninguna de sus facultades, el sujeto de la relación. De forma que la relación no pertenece al orden del tener o del hacer del sujeto, sino que afecta a su mismo ser. A esto se refieren los sujetos religiosos al subrayar el carácter totalizador de los actos que les ponen en relación con Dios: amarle con todo el corazón, buscarlo con todas las fuerzas. Un místico musulmán lo expresaba en estos términos: «tu lugar en mi corazón es mi corazón entero y nada más que tú tienes lugar en él» (Al Hallaj). A esto se refieren también los sujetos de tales experiencias cuando dicen que la relación tiene lugar «del alma en el más profundo centro», que afecta a la sustancia del alma, al hondón de la persona, a la cima de su mente. A esto se refieren los intérpretes del hecho cuando afirman que no es que el hombre haga o tenga experiencia de Dios, sino que es experiencia en Dios (X. Zubiri). Esto explica que todas las tradiciones religiosas hayan multiplicado los sistemas y métodos de interiorización, concentración, unificación y purificación del sujeto, como pasos indispensables para que pueda producirse la experiencia. En ninguna relación el hombre tiene que ser tan plenamente sujeto como en esta relación. Por eso la experiencia religiosa comienza muy frecuentemente con un «heme aquí» por el que el hombre se pone enteramente a disposición.

El término de la relación religiosa que, a medida que se progresa en ella aparece cada vez más como el verdadero sujeto y el centro del que parte la iniciativa, es una realidad superior al hombre. Basta adentramos un poco en las descripciones de la experiencia, para que aparezca la insuficiencia de esa caracterización tan genérica. No es algo superior, es lo supremo.

Con los rasgos sólo aparentemente contradictorios de la más absoluta trascendencia y la más próxima intimidad: «interior íntimo meo, superior summo meo» (san Agustín), aquello de lo que sólo se puede decir: «no es así», «no es así», y de lo que se debe decir: «tú eres eso» (Upanishads). Y que, en la medida en que aúna la suma trascendencia y la suma inmanencia, se hace presente con una presencia que trasciende lo objetivo y lo subjetivo, supera toda forma de presencia dada y sólo se deja descubrir como presencia dante, originante a partir de la cual el sujeto se percibe existiendo.

La relación como tal puede aparecer bajo formas concretas muy variadas, como amor total e incondicional, como adhesión, confianza, fidelidad, devoción, obediencia, y generalmente en formas complejas que reúnen algo de todas esas actitudes, como sucede en la actitud teologal: fe-esperanza-caridad, que es el nombre para designar la actitud que se expresa en la experiencia cristiana. La actitud puede aparecer revestida de una gama variada de sentimientos y actos de conciencia, entre los que, sin embargo, prevalecen el sobrecogimiento, el anonadamiento, acompañados de paz, sosiego, reconciliación, serenidad, maravillamiento; la certeza, el sentimiento de realidad, la oscuridad. Puede originar y expresarse en actos concretos muy variados, que van de la adoración silenciosa a la invocación, la alabanza, la petición de perdón, la confesión de fe, la petición de auxilio. Puede ir acompañada de motivaciones diferentes, tales como un cierto temor, que no se confunde con el miedo, la conciencia de la gratuidad, el puro amor más inmotivado. Pero s nos preguntamos por lo decisivo de la experiencia, por la actitud fundamental que pone en juego, esta procede de una peculiar importación de la opción fundamental, de un ejercicio de la libertad, de una disponibilidad radical, por la que el sujeto, al toma] conciencia de ser visitado, invadidc por la trascendencia que irrumpe er su vida, acoge el más allá de sí mismo como su verdadera raíz, se descentra de sí mismo y consiente se] desde ese nuevo centro, entrega las riendas de su propia vida como actc supremo de su propia libertad, se da a sí mismo como única forma de se] plenamente, es decir, de salvarse. Tal decisión fundamental puede ser vivida como conformidad con la voluntad que se le ha revelado, como obediencia a su mandato, como confianza absoluta. Pero si consideramos las formas más perfectas de religiosidad que conocemos –y ahí radica la posible verificación de la estructura que proponemos para interpretar lo fundamental de la experiencia religiosa-nos encontramos efectivamente con formas distintas de esta actitud común. A eso se reduce la bhakti o devotio del hindú devocional, el «tú eres eso» del brahmanismo, el nirvana budista, la recta elección por el bien de Zaratustra, el islam o sumisión completa de Mahoma, la obediencia fiel de Israel, la fe-esperanza-amor de la actitud teologal cristiana.

En esta raíz de la experiencia religiosa se reflejan, además, los rasgos del término absolutamente trascendente, sólo accesible a través del trascendimiento, y más próximo al hombre que su propia yugular –Corán–, misterio absoluto y salvación definitiva.


VI. La educación de la experiencia religiosa

Como la fe, de la que forma parte, la experiencia religiosa tiene su origen en la presencia del misterio y en la iniciativa que esa presencia origina. En este sentido no cabe hablar de la transmisión humana de la fe, ni consiguientemente de la experiencia religiosa, ni de su educación, dado que por educación se entiende un proceso en el que el educador transmite la realidad, la actitud, los valores en los que educa al sujeto.

Pero tanto la fe como la experiencia en la que es vivenciada por el sujeto, requieren la opción de este, su consentimiento a la iniciativa divina. Y esta opción comporta una larga serie de pasos en los que sí puede intervenir la ayuda de otros sujetos, una ayuda que puede revestir la forma de lo que conocemos por educación.

El primer paso de la educación de la experiencia religiosa se refiere al campo de lo que podríamos llamar sus presupuestos.

En efecto, como hemos visto en la descripción anterior, la raíz de la experiencia religiosa es la previa presencia, la presencia originante de Dios en el ser y la vida de la persona. Esta presencia, por ser personal, reclama la libertad del sujeto, requiere su reconocimiento, y este puede verse dificultado por las condiciones en las que discurre su vida y por sus disposiciones anteriores. Así, no cabe duda de que determinados climas sociales y determinados medios culturales pueden contener dificultades importantes para el seguimiento de la fe y el desarrollo de la experiencia.

Pensemos, por ejemplo, en un contexto sociocultural refractario a la trascendencia, como el que constituyen un ambiente y una mentalidad exclusivamente centrada en las dimensiones científico-técnicas de la realidad, o que no estime más valores que lo puramente utilitario, o que reduzca el ser al poseer, ni admita otra relación con la realidad que la del dominio.

Esta situación puede verse agravada por el hecho de que las instituciones que enmarcan la vida de las personas a educar, están organizadas de acuerdo con ese clima cultural y con esas escalas de valores. Así, una escuela o un colegio con los mejores proyectos pedagógicos y excelentes profesores puede resultar incapaz de educar a sus alumnos en la fe y la experiencia cristiana si su organización responde a unos criterios y se rige por unos valores ajenos o contrarios a los del evangelio.

Pero a los presupuestos que constituyen un ambiente, una cultura, una institución (familia, escuela, etc.) adecuados, hay que añadir, como paso necesario para la educación de la fe, los presupuestos existenciales, es decir, una determinada manera de vivir y unas actitudes humanas indispensables. En efecto, como hemos oído a san Juan de la Cruz, el encuentro con Dios tiene lugar «del alma en el más profundo centro». Y un hombre instalado en la superficie de sí mismo, que no desarrolla su ser personal, que no ejercita su ser espiritual, se incapacita a sí mismo para el descubrimiento de la presencia de Dios y para una respuesta adecuada a su llamada.

Llegar al centro de la persona supone un cultivo adecuado de la razón humana, un ejercicio efectivo de la libertad, el indispensable desarrollo de relaciones personales auténticas. Con frecuencia las crisis religiosas tienen su raíz en el terreno, anterior a lo propiamente religioso, de la vida espiritual de las personas; y una incapacidad para la fe tiene su origen en la falta de la infraestructura espiritual indispensable. No olvidemos que los maestros religiosos han insistido en todas las tradiciones en el ejercicio continuado del sujeto en unas prácticas ascéticas que tienen como finalidad la disposición del sujeto para el ejercicio de la actitud teologal y la obtención de su experiencia.

Todavía en el terreno de los presupuestos, sobre todo en situaciones de avanzada secularización de la sociedad y la cultura, la educación de la experiencia religiosa exigirá la iniciación de los sujetos en ese mundo peculiar, en ese ámbito específico de la realidad, designado con la categoría de lo sagrado. Paso indispensable para la escucha de la voz de Dios es haber caído en la cuenta de que el lugar que se pisa es santo, y haber realizado la ruptura de nivel existencial, simbolizada en la exigencia de descalzarse. Sólo esa ruptura dota a las personas del sentido que les permite percibir la dimensión oculta a los ojos puramente científicos, el lado invisible para una mirada puramente utilitaria, que convierte las cosas en símbolos y los acontecimientos en historia salvífica.

Una de las dificultades fundamentales de un proceso auténtico de educación en la experiencia religiosa consiste en educar para la percepción de lo sagrado, en dotar de oído para lo religioso a quien dice no disponer de él.

Sin pretender ofrecer recetas universales, un camino posible para ello puede consistir en la educación para las experiencias cumbre, poniendo a las personas en contacto con situaciones, relaciones o aspectos de la realidad natural que más fácilmente las desencadenan. Porque toda persona es capaz del maravillamiento que produce el hecho mismo de la existencia, o la aparición fugaz o intensa de la belleza; toda persona es capaz de entrar en contacto con lo que significa lo incondicional, a través de la experiencia ética en la que se entra en contacto con algo que se impone a la libertad, reclamando categóricamente su adhesión; toda persona es capaz de hacer la experiencia del descentramiento de sí mismo hacia la persona del otro, a través de la experiencia del amor personal. Y puede darse por seguro que quien realiza tales experiencias está a un paso de poder reconocer el Absoluto personal al que los creyentes llamamos Dios.

De ahí que la familiarización de los sujetos con las «colinas vecinas» (M. Heidegger) de la experiencia ontológica, de la experiencia estética, la ética, la de las relaciones interpersonales profundas, pueda facilitar, en personas que viven en una cultura notablemente secularizada, el sentido de lo sagrado, clima ordinario de las experiencias de Dios.

Pero ya hemos visto que la experiencia religiosa auténtica no se agota en el estremecimiento ante lo sagrado. Y no basta con vivir de forma espiritualmente auténtica para que se produzca la experiencia religiosa. Esta consiste esencialmente en el reconocimiento de la presencia de Dios, en el ejercicio de la actitud teologal. ¿Cómo se educa la actitud de fe? La catequética ha aprendido ya hace mucho que la fe no se enseña. La práctica pastoral ha insistido a ve - ces para designar la forma de transmisión de la fe en una imagen peligrosa. Ha repetido que la fe «se contagia», sin caer en la cuenta de que lo que se contagia no pasa por la conciencia y la decisión del sujeto, mientras que la fe requiere la intervención de estas dos dimensiones humanas, porque exige la puesta en ejercicio de toda persona. La fe, deberíamos decir más propiamente, tiene un único medio de transmisión: el testimonio. Este requiere: 1) la experiencia del testigo: sólo puede dar testimonio quien ha visto y oído; 2) requiere, además, la relación efectiva, creíble, aceptable, con aquellos ante quienes se ha de testimoniar; 3) requiere, por último, poner la propia vida al servicio de la comunicación, haciendo que la forma de vivir de la persona transparente la adhesión a la persona o a los valores de los que se testifica.

Aquí está el punto central de la educación de la experiencia religiosa. Pero un proceso adecuado de educación religiosa contiene todavía otro paso importante: la educación en las mediaciones en las que el sujeto ha de encarnar su actitud de reconocimiento del misterio. En efecto, para que el sujeto pueda hacer suya la experiencia religiosa hay que dotarle de los recursos necesarios para que viva y exprese la vida teologal que la ha suscitado. Y estos recursos se refieren a su razón, sus sentimientos, su actividad, su dimensión comunitaria. De ahí que la educación de la experiencia religiosa requiera la enseñanza de la doctrina —la teología-- más adecuada a la edad, mentalidad y situación cultural de la persona a educar; así como la correcta iniciación sacramental, la correspondiente educación moral y la introducción en la comunidad de los creyentes.

Lo descrito hasta ahora no constituye el orden cronológico de los diferentes pasos de la educación religiosa. Con frecuencia es el contacto con las mediaciones auténticas de una comunidad creyente lo que permite la intuición de la actitud anterior y lo que mueve eficazmente a adoptarla. Somos muchos los que hemos aprendido a creer con ayuda de las mediaciones sencillas de una fe vivida en el seno de la familia. Aunque, de suyo, la oración proceda de la fe, con frecuencia es la oración la que conduce a creer. Pero esto no debe hacernos olvidar que el centro de la vida religiosa se sitúa en la adhesión de la fe, y que a suscitarla, ayudar a vivirla y desarrollarla deben orientarse los esfuerzos de la educación religiosa.

Un proceso como el descrito no puede desarrollarse en el vacío. Su desarrollo requiere, por tanto, la atención a la situación social, cultural y personal de quienes lo viven. Aunque estas situaciones puedan ser, y sean de hecho, muy variadas, la homogeneización de la situación cultural de nuestras sociedades avanzadas permite señalar algunos rasgos comunes que deberán ser tenidos en cuenta en los programas y procesos de educación religiosa. Anotemos los más importantes. El primero, exigido por la situación de secularización de la sociedad y la cultura, y por la naturaleza misma de la vida religiosa, es la personalización del proceso educativo. El éxito de una educación religiosa estará en haber despertado la fe, es decir, la adhesión personal a Dios del educando, y haberle ayudado a vivenciarla personalmente.

Educar en la experiencia religiosa en una situación como la actual de secularización socio-cultural y de extensión de la increencia, exige educar para vivir la fe en situación de silencio y de ocultamiento de Dios. Porque ese silencio puede ser una ocasión para la purificación de nuestras representaciones de Dios y de nuestra forma de vivir la relación con él. Con todo, habrá que evitar confundir el silencio de Dios con posibles consecuencias de la falta de atención por parte de los sujetos a su presencia siempre elusiva, o de pereza que conduce a no aquilatar las ideas y las palabras sobre él. Para que la personalización de la fe no caiga en su privatización o psicologización, en satisfacción de necesidades subjetivas, es decir, para evitar caer en una especie de versión posmoderna de la realización del cristianismo, será necesario cultivar la dimensión eclesial de la fe y su ejercicio, y la dimensión comunitaria de la existencia cristiana. Anotemos, por fin, el peligro de la marginalización de la educación religiosa. Desconectada de la institución escolar, de la cultura ambiente y, en no pocos casos, de la vida de la familia, la educación de la experiencia cristiana puede reducirse a un requisito para la celebración de unos actos cultuales: primera comunión, confirmación, sin apenas relación con la vida real, que discurre por los cauces de la escuela, el tiempo libre, el trabajo, la familia, etc. Por eso es indispensable entroncar la educación cristiana con la vida real de las personas. Para ello pueden proponerse algunos cauces concretos entre los que destacaremos como más importantes: 1) En primer lugar, activar la relación de la catequesis con la cultura, intentando que la educación religiosa responda a los problemas que se plantean a los jóvenes en la enseñanza escolar; ofreciendo una síntesis del cristianismo verdaderamente inculturada, es decir, expresada en la mentalidad y la sensibilidad actuales, atenta a los valores positivos, crítica para con sus limitaciones y capaz de mostrar la fecundidad cultural de la fe cristiana, su posibilidad de expresarse en situaciones históricas diversas y su capacidad de desarrollar la creatividad cultural del cristianismo actual. 2) En segundo lugar, cultivar, junto a la dimensión mística del cristianismo a la que se refiere la experiencia religiosa, las dimensiones éticas, prácticas y políticas que comporta una experiencia como la cristiana que, además de comportar la adhesión personal al Señor, exige el seguimiento de su vida y la instauración de los valores del Reino que en él se hace presente. 3) Por último, desarrollar la entraña humanista del cristianismo, educando en el poder humanizador de la fe y en su capacidad para inspirar unas relaciones sociales justas, solidarias y generadoras de paz.

NOTAS: 1. Referencias a algunas de ellas en J. MARTÍN VELASCO, Las variedades de la experiencia religiosa, en Dou A. (ed.), La experiencia religiosa, Universidad Pontificia Comillas, Madrid 1989, 36-38. — 2. Ib, 41-45. — 3. SANTA TERESA, Libro de la Vida, c. 28. — 4. Ib, 27; M. GARCÍA MORENTE, El hecho extraordinario y otros escritos, Rialp, Madrid 1986; B. PASCAL, Memorial, etc. – 5 MARTÍN VELASCO J., Espiritualidad y mística, SM, Madrid 1994.

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Juan Martín Velasco