EVANGELIO
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SUMARIO: I. Evangelio, anuncio de salvación: 1. Sentido básico; 2. Uso bíblico; 3. Término cristiano. II. Evangelio, predicación escrita: 1. Salvación proclamada; 2. Predicación escrita. III. Rasgos típicos del evangelio escrito: 1. Material tradicional; 2. Presentación historificada; 3. Intención kerigmática. IV. Evangelio: cuatro libros canónicos. V. Para una lectura creyente del evangelio.


Los evangelios son los escritos del Nuevo Testamento que siempre han gozado de mayor veneración entre las generaciones cristianas. No es sorprendente: recogen el testimonio apostólico sobre Jesús, el Cristo, el Hijo de Dios, sobre su vida y su muerte, sus palabras y su actuación. A ellos ha de acudir cualquier persona que se interese por Jesús de Nazaret, sea creyente o no. Y lo que es más importante, la comunidad cristiana sabe que la fidelidad a su Señor resucitado pasa necesariamente por la fidelidad a estos escritos.

Sin embargo, los cuatro evangelios no corresponden exactamente con lo que los primeros testigos de Jesús resucitado entendían bajo el término evangelio; para ellos, más que un libro, evangelio fue, en su origen, una actividad: lo que Jesús hizo y dijo (He 1,1; In 21,25), lo que mandó proclamar a todo el mundo (Mt 28,19-20; He 1,8). Mucho antes de que el primer evangelio fuera escrito, existía el evangelio predicado; es más, hubo un tiempo, el más próximo a los sucesos narrados en los libros evangélicos, en el que no existía más que un evangelio (Gál 1,6-9): su contenido se resumía en la afirmación de la muerte y la resurrección de Jesús según las escrituras (1Cor 15,3-5); el mismo Marcos, el evangelista que lo empleó como término al inicio de su obra, no pretendió con él dar nombre a su libro, sino presentar a Cristo Jesús como salvación definitiva (Mc 1,1). En realidad, fue sólo a partir de Justino, alrededor del año 150, cuando se empezó a emplear evangelio para designar un escrito apostólico sobre Jesús de Nazaret (Apol. I, 66, 3: PG 6, 429).

Se dio, pues, entre los cristianos del siglo primero, un lento cambio en la comprensión del evangelio; cambio que permitió la transformación de la predicación oral en literatura evangélica. Este cambio implica un reconocimiento, al menos tácito, de la identidad básica entre ambas presentaciones –la oral y la escrita– del evangelio, sin desconocer su diferencia y la subordinación de la forma escrita a la oral: lo sustantivo en el evangelio es la predicación. Lo fue en su origen y lo será siempre: es en la predicación donde el libro renace de nuevo como buena noticia.


I. Evangelio, anuncio de salvación

En su origen, evangelio no es un concepto de exclusivo uso cristiano; tanto el helenismo contemporáneo como el mundo bíblico lo utilizaban, antes de que llegase a definir la predicación cristiana. Recorrer el desplazamiento de sentido que el término ha conocido ayuda a esclarecer la naturaleza misma del fenómeno evangélico.

1. SENTIDO BÁSICO. Etimológicamente, evangelio significa buena noticia o, mejor aún, lo que concierne al mensajero de buenas nuevas. Y así, el testimonio más antiguo de su uso es el de recompensa dada al mensajero por la buena noticia; luego, vendrá a indicar el contenido mismo de la buena noticia. Normalmente connota la idea de noticia alegre para un grupo social que la recibe; con frecuencia se refería a victorias militares: su anuncio provocaba ofrendas sacrificiales a la divinidad, idea que también llegó a incluir. En el mundo helenístico, cuando las victorias militares se vieron en relación con el poder divino del emperador, adquirió por vez primera un alcance religioso: los momentos más relevantes de la vida del emperador, sus decretos, son evangelios para el pueblo; son celebrados comunitariamente como sucesos salvadores, pues el monarca era la raíz principal de la prosperidad de sus súbditos.

2. Uso BÍBLICO. También en Israel, besorah, el equivalente a evangelio, es inicialmente un término profano, significando anuncio de victoria (2Sam 18,20.25.27; lRe 1,42; 2Re 7,9) y recompensa debida a quien la proclama (2Sam 4,10; 18,22). La connotación religiosa aparece tardíamente, en el exilio, para designar el anuncio de la salvación definitiva de Dios, su victoria escatológica, que puede ya predecirse (Is 40,9; 52,7; 60,6; 61,1) y que trae consigo la realización de su Reino. Ha sido esta convicción, con toda probabilidad, la que ha preparado la denominación del mensaje de Jesús como evangelio (Mc 1,14-15; 8,35; 10,29; 13,10; 14,9; 16,5).

3. TÉRMINO CRISTIANO. En el lenguaje técnico de los primeros cristianos, evangelio se refería al anuncio de Cristo Jesús, la proclamación de que sólo en él tenemos la salvación (He 13,32; 14,15.21; 15,35; 16,10); sus sinónimos, la palabra (1Tes 1,8; 2,13; lCor 1,18; 2Cor 5,19; 6,7), la predicación (lCor 2,4; 15,14; Rom 16,25; Tit 1,3), subrayan la forma oral de su expresión. Su contenido más antiguo no fue la historia de Jesús de Nazaret, sino la confesión de que en él Dios ha cumplido su promesa de salvación (lCor 15,3-5; Rom 1,1-7); para decir el evangelio no había de narrarse la vida de Jesús, tenía que proclamarse que Dios se había ligado sólo a su persona; por tanto, no existía más que un evangelio legítimo, el que unía indisolublemente la salvación de Dios con la persona de Jesús (Gál 1,6-9).


II. Evangelio, predicación escrita

No se sabe si Jesús utilizó el término para referirse a su predicación del reino de Dios; pero al presentarse como portavoz y realizador de las esperanzas mesiánicas (Lc 4,16-21; 7,22; Mt 11,2-5; cf Is 61,1-2) da por descontado que anuncia un reinado de Dios tan cercano, como para intuirlo ya presente (Mc 1,14-15; Mt 4,17; 9,35); sus parábolas explican la naturaleza de ese Reino (Mc 4,1-34; Mt 13,1-52), lo mismo que su actuación taumatúrgica (Lc 11,15-20); más aún, es él mismo en persona el signo de la presencia de ese Reino (Mt 12,41-42).

Tras los sucesos de pascua, la proclama del Reino que Jesús había hecho dio paso a la proclamación de Jesús como el Señor por parte de sus discípulos; la predicación de Jesús se convirtió en predicación sobre Cristo: la salvación escatológica, anunciada inminente por el profeta de Nazaret, Dios la ofrecía a quien le aceptara como Cristo e Hijo suyo (He 5,42; 8,35; 11,20; 13,32-33; 17,18; 18,25; 28,31). Este anuncio se entiende todavía como predicación a viva voz; y quien la promueve es reconocido como evangelista (He 21,8; Ef 4,11; 2Tim 4,5).

1. SALVACIÓN PROCLAMADA. Siendo el evangelio la predicación del suceso salvífico que es Jesús de Nazaret, un personaje histórico, los hechos de su vida, aunque sean afirmaciones parciales de ese hecho, pasan a ser afirmaciones salvíficas. La predicación apostólica activó la memoria de los testigos, puesto que sus recuerdos del Mensajero eran ahora parte del mensaje.

Esta memoria, que se sabía comprometida con quien se recordaba, no fue neutral, pero sí fiel: los recuerdos apostólicos no anularon la diferencia entre el Jesús creyente, predicador del reino de Dios, y el Cristo creído y predicado como Señor por venir; eran recuerdos que motivó la fe y, por tanto, no produjeron sólo una simple historia de «lo acontecido entre nosotros» (Lc 1,1), sino que aportaban, sobre todo, la comprensión que de los hechos narrados tenían sus predicadores. Su testimonio era histórico porque se refería a un personaje histórico con el que habían convivido (Lc 1,2; He 1,21-22), pero estaba al servicio de su fe: la narración de la vida de Jesús pretendió ser, desde un principio y de forma intencionada, predicación de la salvación de Dios.

Pablo es, sin duda, el mejor testimonio de ese período cristiano, entre los años 30 a los 60, en que evangelio significaba, ante todo, anuncio de Jesús, hijo de Dios, y evangelización, la actividad esencial de la comunidad cristiana; la conciencia cristiana de Pablo, su ser creyente y su deber ser apóstol, están dominados por el evangelio (Gál 1,15-16; Rom 1,1; Col 1,23; Ef 3,7); toda su obra es evangelización, cuyo contenido tiene a Dios como autor (Rom 15,16; 2Cor 11,7; lTes 2,2.8.9) y a Cristo Jesús como tema único (Rom 1,3; 15,19; 1Cor 9,12; 2Cor 2,2; 9,13; 10,14; Gál 1,11-12; F1p 1,17).

El evangelio paulino se diferencia del evangelio del reino de Dios que presentan los sinópticos como la predicación de Jesús de Nazaret (Mt 4,23; 9,35; 24,14; Lc 4,43; 8,1; 16,16); en este aspecto, Pablo representa una etapa más evolucionada que la que testimonian los evangelios escritos; para el apóstol, Cristo llena exclusivamente su evangelio; todo cuanto haga palidecer o tienda a sustituir esta primacía de la persona de Jesús, anunciada como única salvación, no cabe en su predicación. Ello explica su defensa a ultranza de la justificación por la fe en Cristo, frente a las tendencias judaizantes del primer cristianismo (Gál 2,11-21), y cómo, frente al entusiasmo de los cristianos procedentes del helenismo, impone la teología de la cruz como única palabra de salvación (cf lCor 1,17–2,5).

Por tanto, para el cristianismo más primitivo, evangelio designa esa proclamación de Jesús, el Cristo, el Hijo de Dios, salvación definitiva para todos los hombres. Ahora bien, al ser esta predicación testimonio de Cristo Jesús, cualquier apunte escrito que contenga trazos de su vida o trozos de su predicación, pudo considerarse evangélico, en la medida en que recogiera la proclamación de la fe cristiana y estuviera a su servicio. De ahí que, sobre todo en ambientes de misión, surgiera la necesidad de poner por escrito recuerdos de la vida de Jesús, para recoger la predicación de sus testigos y alimentar nuevas proclamaciones de su persona: colecciones de hechos y dichos de Jesús, narraciones de su muerte y de las apariciones, fueron engrosando la tradición evangélica. De forma casual, respondiendo a necesidades misioneras y catequísticas, se pasaba del evangelio predicado al evangelio escrito.

2. PREDICACIÓN ESCRITA. Que la puesta por escrito de la tradición evangélica sirviera a la predicación no explica todavía la novedad que el surgimiento de la literatura evangélica trae consigo. Tuvieron que darse otras circunstancias muy concretas y decisivas para el futuro de la misma predicación cristiana.

a) Condiciones históricas previas. En primer lugar, la paulatina desaparición de los testigos presenciales obligó muy pronto a la comunidad a preservar su testimonio. La comunidad, creyendo que en Jesús resucitado Dios había actuado definitivamente, vivía apoyada en su recuerdo: su existencia y su persistencia dependía de su memoria; a falta de hombres vivos que actualizasen un pasado compartido con Jesús, recogieron sus recuerdos en escritos en los que pudieran reconocer su voz y sentirse, a su vez, discípulos y testigos. De ahí la necesidad de que tales escritos fueran apostólicos, es decir, que condensaran el testimonio auténtico de los primeros discípulos de Jesús.

Además, y en contra de lo que habían creído en un principio, el mundo no parecía estar acabado y el Señor Jesús retrasaba indefinidamente su retorno; la comunidad tuvo que afrontar tareas nuevas para las que no encontraba soluciones directas en la tradición apostólica; sin contar con que, perdida la esperanza de una pronta liquidación de este siglo, no tuvo más remedio que comenzar a insertarse conscientemente en él. Alargándose indefinidamente el tiempo por venir, tuvo que mirar al pasado con mayor atención: lo ocurrido a Jesús, el Cristo, era la mejor fuente de inspiración para imaginarse lo que les iba a suceder a ellos y el apoyo más fuerte frente a cuanto les estaba sucediendo. Tuvieron que leer su propia historia reactivando la historia de su Señor; seguramente la obra lucana es la mejor prueba, aunque no la única, de esta situación.

Por último, la instalación de la comunidad cristiana dentro del mundo grecorromano, consecuencia directa del éxito misionero inicial, llevó a la tercera generación cristiana a fijar su mensaje tradicional frente a cultos mistéricos o sistemas gnósticos. La comunidad guardó fidelidad al evangelio oral, poniéndolo por escrito en unos libros que unieron la predicación con la biografía y la afirmación escatológica con la crónica histórica, la fe en el misterio y el relato como forma de expresión. Así salvó el primer cristianismo el desafío de concretar la salvación de Dios en Jesús de Nazaret, evitando tanto el peligro de convertirse en el triunfo de la Idea (gnosis = la salvación por el conocimiento) como la tentación de reducirse a la historia humana, de modo que no dejara lugar al protagonismo divino.

b) El evangelio escrito. El traspaso de la tradición oral a documento escrito supuso una transformación en la comprensión del mismo evangelio: aunque siempre la predicación de Cristo Jesús como salvación de Dios había incluido el recuerdo de su figura histórica, ahora la historificación del kerigma se hizo de forma más consecuente; lo que había sido, ante todo, anuncio escatológico, tuvo que ir tomando forma de crónica histórica: el hoy de la predicación encontró un comienzo localizable en la historia profana, los días de Juan el Bautista (cf Lc 3,1-3; 4,21), y un final también histórico, bajo Poncio Pilato (cf Mc 15; He 10,37-40).

A esta historificación interna de la predicación cristiana acompañó otra, externa quizá, pero no menos determinante: el interés de los cristianos por Jesús de Nazaret se basaba en que le creían Señor universal e Hijo único de Dios. Al saberlo vivo y a su favor, les importó su pasado: siendo desde la experiencia actual cristiana desde donde rememoraban aquel pasado y lo asumían en su testimonio de fe, su recuerdo fue selectivo; su memorización de cuanto «Jesús hizo y dijo entre nosotros» (He 1,1), estaba activada por las preocupaciones que su vida actual les presentaba. En cierta manera, eran las ocupaciones del presente y los miedos ante el futuro inmediato lo que les obligó a mantener el recuerdo de Jesús. Y esta es la razón por la que hoy sabemos tan poco de la vida de Jesús de Nazaret y de lo que sabemos a través de la vida y de la predicación de sus testigos; la comunidad cristiana, cuando se puso a escribir el evangelio, no supo, y probablemente ni quiso, separar la memoria de su Señor de la crónica de su presente. Recuerdo de Jesús y vivencia cristiana conforman de igual modo el relato evangélico.

Ello ayuda a explicar la originalidad del evangelio, en cuanto predicación escrita. El evangelio cristiano muestra escaso interés por el desarrollo externo e interno de Jesús, sus orígenes, su formación, su psicología; falta una caracterización de su persona, la de sus amigos o discípulos; más grave aún: el marco cronológico y la localización geográfica del relato de su vida y muerte despiertan serias reservas. El evangelio se caracteriza por su sobriedad narrativa, por su evidente desinterés en magnificar a sus personajes, por la presencia omnipresente de Dios en los hechos y dichos de Jesús de Nazaret.

Considerado como documento literario, no encuentra paralelos en la literatura antigua: ni puede compararse con las Vidas de hombres célebres, según el modelo de la historiografía helenística, ni son colecciones de anécdotas o milagros atribuidas a algún taumaturgo errante. Tampoco la literatura cristiana posterior ofrece auténticos paralelos; y ello es aún más significativo.

Los llamados evangelios apócrifos no son, desde el punto de vista formal, verdaderos evangelios: en ellos domina la ingenuidad y la imaginación, la curiosidad y la piedad popular y no el esfuerzo misionero o la preocupación catequética; se interesan más por llenar los silencios de la tradición apostólica que por llamar a la conversión. No obstante su influencia en la piedad popular de los primeros siglos —y a través de ella, en los dogmas cristológicos—, los evangelios apócrifos no pueden verse en continuidad con los evangelios canónicos.


III. Rasgos típicos del evangelio escrito

Marcos es considerado comúnmente como el creador del género; su evangelio, por la originalidad literaria y por su trascendencia histórica, constituye una auténtica hazaña. Es verdad que Marcos encontró en la predicación misionera y en la catequesis comunitaria el camino a seguir, pues ambas explicaban las afirmaciones de la fe cristiana mediante narraciones de la vida de Jesús. La aportación personal del autor consistió en enmarcar esa predicación en un relato histórico; su decisión estaba motivada por las necesidades de su comunidad, que sentía urgencia por dar base histórica homogénea a la predicación sobre Cristo que había oído de los primeros testigos y que se ocupó en conservar.

1. MATERIAL TRADICIONAL. La primera, y principal, característica del evangelio en cuanto género literario es, pues, la presencia en él de la tradición sobre Jesús, el Cristo: los evangelistas se nutren de los elementos previos a ellos, los recopilan y conservan, los transmiten creando para ellos un marco que intencionadamente los convierte en un relato continuado de una parte significativa de la vida de Jesús. Se saben, pues, deudores de una tradición común y responsables de ella ante una comunidad. Y aunque haya que aceptarse un largo período de puesta por escrito, desde las primeras colecciones de hechos y dichos de Jesús hasta su definitiva redacción, toda la obra gira en torno a ese fondo tradicional de narraciones sobre Jesús de Nazaret, cuyo verdadero productor era la comunidad cristiana; ella fue y sigue siendo el sujeto de la tradición sobre Jesús y, en definitiva, su mejor garantía.

2. PRESENTACIÓN HISTORIFICADA. El segundo rasgo típico es el marco común en el que las tradiciones han sido encuadradas, y que va desde la predicación del Bautista hasta los sucesos pascuales (cf He 1,1-2; 10,37-40). El encuadre, que sirve de nexo a los diversos fragmentos tradicionales, sean historias de milagros o conjuntos de sentencias, no refleja la situación de lo narrado en la vida de Jesús; a pesar de su apariencia biográfica, estos encuadres narrativos, por proceder de la mano de su redactor y por pretender especialmente unir bloques de tradiciones originariamente dispersas, no suelen ser fidedignos desde el punto de vista histórico. Aunque los distintos evangelios canónicos no coincidan totalmente en este marco geográfico y temporal, poseen una base común, que responde al esquema utilizado por Marcos; él fue quien organizó los materiales en torno a dos ejes: el temporal, desde los días del Bautista hasta el día de la resurrección de Jesús, y el espacial, desde Galilea hasta Jerusalén.

El evangelio se presenta, pues, como una exposición historificada de la predicación cristiana. Lo que no quiere decir que debamos considerar los relatos evangélicos como fuentes seguras para la reconstrucción de la vida de Jesús; aunque, por otra parte y a falta de mejores documentos, son ellos los únicos en que podemos apoyarnos para conocer algo sobre el pensamiento y la obra histórica de Jesús. Aquí, a nivel literario, está latente la conciencia de la comunidad cristiana, que se sabe esencialmente referida a unos sucesos concretos y a personas reales: de ahí que los evangelios se presenten como predicación historiada, lectura de lo que nana a la luz de la fe que se tiene, confesión de fe formulada como crónica de una vida.

3. INTENCIÓN KERIGMÁTICA. La presentación histórica del evangelio no ha de llevar a engaños: el evangelio es, ante todo y sobre todo, anuncio de Cristo que busca motivar la conversión en los oyentes; ello impone que esa predicación intente ser significativa en la situación del oyente del evangelio; obliga, pues, a su actualización. La tradición evangélica no se recogió ni se transmitió como un sagrado depósito de cosas pasadas, sino que era considerada digna de transmisión —no sólo, pero también— en la medida en que era capaz de iluminar la problemática que vivía la comunidad destinataria.

La concepción subyacente a este hecho es realmente revolucionaria: la comunidad que recuerda no lo hace miméticamente, ni está dominada por una curiosidad por sus orígenes; está proclamando cuanto su Señor dice a su comunidad y obra en ella, cuando repite lo que Jesús hizo y dijo; así reconoce su propia historia como la mejor crónica de la vida de su Señor. De ahí que vea legítimo retrotraer circunstancias y problemas nuevos situándolos entre los que afrontó Jesús, poner discursos o sentencias no pronunciados por él, tan solo porque ellos, como cristianos, los están viviendo o necesitando.

Sus mismas características y las circunstancias que lo hicieron nacer situaron el evangelio entre la literatura popular. Este tipo de literatura tiene rasgos definidos: generalmente ofrece poco valor desde el punto de vista literario; lengua y estilo son poco cuidados; las narraciones son breves y de estructura artificiosa, que por estar centradas en las afirmaciones de fe dejan lagunas informativas que hoy nos pueden parecer lamentables; sus autores no tuvieron grandes pretensiones literarias. La libertad de redacción puede detectarse con relativa facilidad: mediante paralelismos se reelaboran los materiales tradicionales, se les une con frases estereotipadas, se reúnen hechos o dichos en torno a un lugar o a una jornada, logrando así formar escenas narrativas. Este modo de hacer literatura ha sido producido y utilizado en ambientes populares; si se quiere comprender el fenómeno evangélico, no puede olvidarse su origen popular; de él proviene, en parte, su originalidad literaria.


IV. Evangelio: cuatro libros canónicos

A pesar de las diferencias que median entre ellos, los cuatro evangelios que la Iglesia ha aceptado como canónicos cumplen con los requisitos indicados, propios del género evangelio: han sistematizado tradiciones orales y escritas sobre la actuación y la predicación de Jesús en torno a unas coordenadas espacio-temporales muy concretas, para responder a las necesidades de sus respectivas comunidades.

Partiendo de un esquema básico común, fundamentalmente el utilizado por Marcos, se advierte un progresivo ensanchamiento narrativo, que puede muy bien entenderse si los imitadores de Marcos, que contaban con mayor información sobre Jesús de la que él dispuso, intentaron conservarla añadiéndola al relato-base: introdujeron nuevos materiales (por ejemplo, Lc 9,51—19,27, donde Lucas ha colocado gran parte de las tradiciones que le son propias) y alargaron lo mismo el principio (por ejemplo, los llamados evangelios de la infancia: Mt 1,1—2,23; Lc 1,1—2,52) que el final (comparar Mc 16,1-8 con Mt 28,1-20 o Lc 24,1-35).

El resultado es sorprendente: mientras Marcos inicia su relato presentando a Jesús, adulto ya, junto al Bautista, Juan pone el inicio de la vida de Jesús en un período antes del tiempo (Jn 1,1-18; Mc 1,1-16); si Marcos acaba su evangelio con el relato de la tumba vacía y el silencio de las mujeres (Mc 16,1-8), Lucas, en cambio, lo finaliza en la ascensión de Jesús resucitado al cielo, tras cuarenta días de convivencia con sus discípulos (Lc 24,50-53).

Los redactores tuvieron, además, interés en dar mayor homogeneidad y profundidad teológica a las tradiciones que habían llegado a ellos (por ejemplo, Mt 1,9-11; Mc 3,13-17; Lc 3,21-22; Jn 1,19-34); ninguno estuvo libre de una determinada comprensión de la fe que transmitían, ni alejados de las necesidades de sus comunidades; por ello, su tratamiento del fondo común y las innovaciones que introdujeron, caracterizan y reflejan la versión personal que se hizo del único evangelio. Así, por ejemplo, Lucas y Juan siguen el modelo de Marcos; pero mientras Lucas está interesado en escribir una obra digna y asegurar con ello la verosimilitud histórica de cuanto escribe (Lc 1,1-4; He 1,1-2), Juan prescinde de ambas preocupaciones y sabe que su relato es parcial y somero (Jn 20,30-31; 21,25): a Lucas le interesaba narrar la expansión del evangelio y su predicación hasta los confines del mundo (Lc 24,47; He 1,8); Juan escribió su obra para fortalecer la fe de los ya creyentes (Jn 20,30-31). Ambos transformaron fuertemente el modelo en el que se inspiraron, y ello, con toda seguridad, de forma deliberada: su presentación de Jesús respondía a la forma de vivir la fe en Cristo y a la situación de la comunidad para la que escribieron.

Fue la Iglesia posapostólica la que reconoció el carácter vinculante de los cuatro evangelios; para ella era evidente que el testimonio de los cuatro evangelios no hacía más que repetir el único evangelio de Dios. Entrado el siglo segundo, aún se resistía a hablar de evangelios en plural (Dida15, 3-4; Clem. 2, 8, 5). Justino parece haber sido el primero en usarlo, al hablar de «las memorias de los apóstoles, que son llamadas evangelios» (Apol. I, 66, 3; de paso habría que celebrar lo acertado de esta antiquísima definición de los evangelios como memoria apostólica de Jesucristo); nada extraño que con el tiempo el término evangelista pasara de su sentido original de predicador errante, misionero (He 21,8; Ef 4,11) a significar el autor de un evangelio (Hipólito, De Antichr. 56).

No obstante, en la conciencia eclesial dominó siempre la convicción de que el evangelio es uno solo: Ireneo habla de un único evangelio pero cuadriforme (Adv. Haer. III, 11, 8), predicado a viva voz y, por voluntad divina, transmitido por escrito. La misma inscripción con que fueron introducidos en el canon y como son utilizados en la liturgia (o el intento de Taciano de publicar a finales del siglo segundo un evangelio hecho a base de los cuatro) no son más que síntomas de esa persuasión eclesial.

A partir del siglo II, el testimonio unánime de la Iglesia conoce sólo cuatro evangelios y nombra a sus autores: Mateo, Marcos, Lucas y Juan. A pesar de que haya convergencia constante en la atribución a tales autores y de que tal opinión está bien documentada, hoy existen fuertes reparos, por motivos de crítica interna, contra esa atribución. Sin embargo, sigue siendo decisivo vincular los materiales que tales escritos nos han conservado con la predicación de los apóstoles, discípulos de Jesús y testigos de su muerte y resurrección.

La apostolicidad de los evangelios no queda salvada sólo si un apóstol garantiza su testimonio, cosa, además, improbable en el caso de Marcos y Lucas y dudosa en el de Mateo y Juan; más bien, ha sido el consenso eclesial que aceptó los escritos como evangelios el fundamento mejor de su apostolicidad: no radica su valor en quién los escribiera sino qué es lo que anunciaban los escritos; por ello han sido aceptados en la Iglesia y son venerados como palabra de Dios.


V. Para una lectura creyente del evangelio

Del conocimiento del proceso formativo del evangelio se deducen un par de características que, de ser tomadas en consideración, facilitarían su lectura creyente.

a) Por un lado, la comunidad creyente es, en cuanto sujeto enunciador y lugar del anuncio, el origen de la tradición y su destinatario principal: los evangelios nacieron porque existía la Iglesia, que guardó memoria de Jesús, anunció su vida y su muerte como salvación, perpetuó su predicación poniéndola por escrito y la reconoció como buena noticia. El papel de la comunidad en la creación y conservación de la tradición evangélica obliga al lector del evangelio a convertirse en miembro consciente de esa comunidad; quien quiera leer el evangelio y entenderlo tendrá que situarse dentro de la comunidad cristiana para comprenderlo como ella lo hace y sentirse responsable ante ella de cómo lo hace.

b) Por otra parte, la predicación oral fue, y ha de seguir siendo, el núcleo originario y la actividad recreadora de la tradición evangélica; si hubo evangelio escrito es porque había habido previamente proclamación a viva voz. El anuncio del evangelio es el mejor modo de conservarlo y de entenderlo, de transmitirlo y de recrearlo. Una lectura del evangelio que no se convierta en buena noticia, en proclamación actualizada de la oferta de salvación que tenemos en Cristo Jesús, y que espera una respuesta personal no se autentifica como verdadera.

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Juan J. Bartolomé Lafuente