ENCARNACIÓN, Principio de la
NDC
 

SUMARIO: I. El Verbo se hizo carne: 1. El testimonio de la Escritura; 2. Los evangelios sinópticos; 3. Texto y contexto del cuarto evangelio; 4. El «Corpus paulinum». II. El principio de la encarnación: 1. El Verbo hecho carne, cumplimiento del Dios-con-nosotros; 2. La donación de la Palabra de Dios a los hombres: las semillas de la Palabra; 3. La donación de la Palabra: la encarnación como descenso de Dios al hombre. III. La encarnación: la eternidad en el tiempo y la revelación en la imagen: 1. De lo visible a lo invisible; 2. Los signos de los tiempos. IV. Jesucristo, Hijo de Dios e hijo de María (Dios y hombre verdadero): 1. Las dificultades; 2. La persona de Jesús; 3. El concilio de Calcedonia: la unidad personal de Jesucristo, hijo de María, Hijo de Dios. V. Consecuencias de la encarnación: 1. La caridad de Dios en nosotros y el amor fraterno; 2. La humanidad de Dios.


La encarnación del Verbo de Dios se entiende como «la asunción de una plena naturaleza humana por parte del Hijo de Dios preexistente». Esta formulación coincide prácticamente con la del Catecismo de la Iglesia católica, el cual añade la finalidad de la encarnación, que es la salvación del género humano: «La Iglesia llama encarnación al hecho de que el Hijo de Dios haya asumido una naturaleza humana para cumplir en ella nuestra salvación»1.

La incorporación de la reflexión trinitaria y de la dimensión histórica a la teología actual permite contemplar la encarnación no solamente como un tema metafísico —la unión de Dios y del hombre—, sino como la apertura de la historia de los hombres al misterio trinitario, a partir del momento culminante de la historia de la salvación: la donación del Hijo de Dios a la humanidad.

La encarnación de la Palabra de Dios, el Padre, culmina una tendencia de la acción de Dios perceptible desde los comienzos de la historia salvífica: a los humanos les será posible encontrarse con Dios porque él ha prometido estar entre ellos y con ellos. Desde la revelación del Éxodo, la expresión «yo soy» equivale a «yo estaré con vosotros». Por eso los hombres y mujeres del pueblo de Dios le pueden hallar2.


I. El Verbo se hizo carne

1. EL TESTIMONIO DE LA ESCRITURA. El dogma de la encarnación del Verbo tiene una base escriturística fortísima y explícita en el Nuevo Testamento. No se trata de indicios o insinuaciones, sino de la más rotunda afirmación de la fe y de la teología: «La Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros». Pero en el Nuevo Testamento esta frase no brota como una afirmación aislada y descontextualizada en el cuarto evangelio, sino que se trata de un tema altamente desarrollado y central3.

2. Los EVANGELIOS SINÓPTICOS. LOS evangelios sinópticos afirman la encarnación, aunque no lo hagan de la manera teológica, precisa y explícita con que lo hace el cuarto evangelio. Los evangelios de Mateo y Lucas, en las narraciones de la infancia, suponen que Jesucristo —el Jesús de la historia nacido de María Virgen– es alguien que viene de Dios; que de él ha salido (cf Mc 1,38). Es el Hijo de Dios (Lc 1,35), el Hijo del Altísimo (Lc 1,32). No sólo pertenece a Dios, sino que es el Emanuel, es decir, el Dios con nosotros (Mt 1,21). Finalmente, el arraigo del hombre Cristo Jesús en la intimidad de Dios viene indicado por las formulaciones que, en los mismos evangelios de la infancia, se refieren al Santo Espíritu: «lo engendrado en ella (en María) es del Espíritu Santo» (Mt 1,20; cf Lc 1,35). Estas afirmaciones están suponiendo que en Jesucristo hay una dimensión escatológica –divina– innegable.

En virtud de esta dimensión divina, Jesús expulsa los demonios «con el dedo de Dios», esto es, con el Espíritu Santo (Mt 12,28). Por eso, cuando el Mesías adviene a la historia humana, «el reino de Dios está dentro de vosotros» (Lc 17,21). Por lo que se refiere a la muerte/resurrección de Jesús, el centurión afirmará lleno de fe que «verdaderamente este hombre era Hijo de Dios» (Mc 15,39).

3. TEXTO Y CONTEXTO DEL CUARTO EVANGELIO. El cuarto evangelio distingue el plano del principio (Ev a pxrl) del plano de la historia. «En el principio» existía Dios y (pre)existía el Verbo de Dios. Pero, en la historia, «el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros». El tema del Verbo que se hace hombre enlaza con el tema de la donación y envío, por parte de Dios Padre, de su mismo Verbo e Hijo a los hombres: «Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único»4.

Es realmente asombroso que se establezca una intrínseca continuidad entre el momento de la encarnación y el de la pascua. Esta observación vale también para san Pablo. Como si la encarnación no estuviera completa hasta el momento de la cruz y de la resurrección. Y realmente es así: lo más hondo y decisivo del hombre es su muerte: ahí está el máximo enigma humano; ahí está el máximo fracaso, pero asimismo la más grande posibilidad del ser humano, cuya apertura al infinito tan solo podría realizarse através del paso de la muerte a una vida más plena.

Por eso, el primer descenso de la Palabra –«el Verbo se hizo carne»–necesita ir seguido de un segundo descenso: a la muerte, la enemiga última del hombre, para que Dios mismo asuma esta realidad máximamente oscura, enigmática y radical, pero que –al mismo tiempo– conlleva la mayor posibilidad de vida. Dios asume el dolor y la muerte, lo más hondo del hombre, porque quiere realmente encarnarse de verdad en lo humano y asumir todo lo humano: lo más profundo que hay en la persona humana.

Por eso, a la encarnación le sigue, en continuidad estricta, la pascua o paso de la muerte a la vida, de la angustia a la libertad, de la tiniebla a la luz. Una prueba de que, según el cuarto evangelio, encarnación y pascua forman un todo unitario es que en la pascua, en el momento más dramático de la crucifixión, aparece María Virgen, y aparece como la Madre. Sólo la Madre que engendra la humanidad nueva de Jesús –su persona ungida y movida por el Espíritu– es capaz de engendrar el cuerpo eclesial, es decir, a todos y cada uno de sus miembros, a la nueva vida según el Espíritu de Jesús. Ese cuerpo y esos miembros individuales deben pasar espiritualmente por la maternidad espiritual de María para ser engendrados como hijos de Dios.

Se puede añadir que Jn 13,1 sitúa la encarnación del Verbo en el esquema llamado misión/retorno (exitus/ redditus): salida del Padre y venida al mundo; de nuevo, salida del mundo y retorno al Padre. Es importante el exitus/redditus porque también san Pablo conoce ese dinamismo y lo tiene presente tanto en Flp 2,5-11 como en 1 Cor 15,20-28.

4. EL «CORPUS PAULINUM». 1Tim 3,16 dice del modo más bello que el gran misterio de piedad «se ha manifestado como hombre». Pero el texto capital sobre la encarnación es, sin duda, el citado F1p 2,5-11, donde Pablo une al descenso del Verbo de Dios en la encarnación el anonadamiento del Verbo de Dios en la cruz. Es decir, que une indisolublemente los dos grandes misterios cristianos: la encarnación y la pascua. Este doble descenso es, además, la realización histórica del plan de Dios, coincidente con su propia Trinidad entregada5. El Padre se comunica diciendo su Palabra a la humanidad: dando a los hombres esa Palabra. A su vez, la Palabra realiza, en el doble abajamiento y humillación de la encarnación y de la cruz, la obra que le ha encomendado el Padre. Terminado el descenso a lo más hondo de lo humano, esta obra culmina con la exaltación del Crucificado a la derecha del Padre, desde donde enviará el Espíritu Santo a los hombres y mujeres para que participen de la vida divina. Acabo de formular con las palabras mismas de san Pablo y de los Hechos de los apóstoles la fe en la encarnación y en la pascua, incluido pentecostés, para mostrar el nexo intrínseco indisoluble entre la donación de la encarnación y la de la pascua.


II. El principio de la encarnación

1. EL VERBO HECHO CARNE, CUMPLIMIENTO DEL DIOS-CON-NOSOTROS. Al narrar el episodio de «las aguas de Meribá», el libro del Exodo pone en boca del pueblo la pregunta decisiva: «¿Está el Señor en medio de nosotros o no?» (Ex 17,7). La afirmativa es la fe que sostiene: «Si no os afirmáis en mí no estaréis firmes» (Is 7,9b). La negativa es la duda o la increencia. La buena noticia surge con la presencia benévola de Dios en su pueblo, según el conocido paradigma: «Yo seré su Dios; ellos serán mi pueblo».

La promesa del «Dios con nosotros» se cumplirá plenamente en la encarnación y en la pascua de Jesús, según la conocida afirmación: «Yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo», lo que equivale a decir que Jesucristo glorioso es el cumplimiento de la promesa según la cual Dios es el Emanuel, el que estará con nosotros para siempre.

2. LA DONACIÓN DE LA PALABRA DE DIOS A LOS HOMBRES: LAS SEMILLAS DE LA PALABRA. Los antiguos Padres de la Iglesia tenían muy claro que el Verbo de Dios hecho carne era la Palabra viva que el Padre pronunciaba sobre los hombres. Al hablar por su Verbo o Palabra viva, el Padre la regalaba a los hombres, como primer don o regalo inapreciable. (El segundo gran regalo es el Espíritu Santo, don del Padre y del Hijo). Así se expresa san Ignacio de Antioquía: «Jesucristo es la boca infalible ,por la que el Padre nos ha hablado verdaderamente»6.

En una línea algo más evolucionada, los Padres apologetas del siglo II hablan del «Logos sembrado en el universo» por la voluntad de Dios, que quiere, de este modo, atraer a los hombres a la verdad. Vale la pena seguir, de principio a fin, el pensamiento que, sobre este tema, desarrolla san Justino en sus dos Apologías.

a) En la Apología 1 se abre el tema con cierta timidez: Justino afirma que «parece haber (en todos los filósofos que hablaron de la inmortalidad del alma) como unos gérmenes de verdad»7. Pero, apesar de la realidad de estos gérmenes de verdad, dichos filósofos no entendieron las cosas con exactitud, «como lo prueba el hecho de que se contradicen unos a otros»8.

b) El tema continúa en la misma Apología 1, cuando se afirma que Platón «da el segundo lugar al Verbo que viene de Dios, quien lo dejó esparcido... en el universo»9, al paso que el tercer lugar es para el Espíritu.

c) El tema culmina en la Apología II. Justino habla, por fin, del «Verbo sembrado» (diseminado, seminal): sperµatikou Logou10. La Verdad –coincidente con el Verbo o Palabra de Dios– se esparce en el universo como semillas diseminadas o sembradas, lo que tiene como efecto que algunos amantes de la verdad –los filósofos— viven, al menos parcialmente, de manera conforme con el Verbo que les inspira. En efecto, los hay que viven conforme a una parte del Logos, al paso que otros viven «conformes al conocimiento y a la contemplación del Logos total que es Cristo»11.

d) Así se completa el pensamiento de Justino: la religión cristiana ofrece un modelo de vida perfecto, que no consiste simplemente en una parte o en una semilla dispersa y sin desarrollar del Logos de Dios. La religión cristiana ofrece al «entero Verbo que es Cristo»12, entera imagen de Dios vivo. Cristo, en efecto, comunicó a los hombres quién era el Padre. Y lo comunicó a todos, porque él es la «fuerza (S u v a µ L S) del Padre inefable, y no el recipiente de una mera razón humana»13

3. LA DONACIÓN DE LA PALABRA: LA ENCARNACIÓN COMO DESCENSO DE DIOS AL HOMBRE. La Trinidad, en sí misma, es el misterio del Amor infinito. Inspirados en Jn 10,30, podemos llegar a balbucear que el Amor infinito es realidad porque es la comunión del Padre y del Hijo en el amor unitivo del Espíritu.

Pero la Trinidad es también la forma como Dios se comunica —por su Palabra y por su Espíritu— al corazón de los hombres. Los hombres están dotados de racionalidad (palabra) y de impulso vital (espíritu). Por eso son capaces de recibir el don de la palabra de Dios y el don de su Espíritu de amor. Pues bien, he aquí que el Amor infinito, que es la Trinidad, ha descendido por pura gracia hasta los hombres mediante la encarnación de Dios14. De manera que el dogma trinitario se presenta, a través de la encarnación del Verbo, como el descenso del amor divino a la historia humana.

Es muy importante hablar de Dios desde la perspectiva del Amor infinito, porque de este modo no es necesario imaginar la sustancia de Dios en términos de grandiosa solidez, como si Dios fuera el Atlante que ha construido mecánicamente el mundo y lo sostiene. La línea de Aristóteles, según la cual la sustancia es el cuerpo sólido por excelencia que sostiene las demás cosas, puede ser incluso un estorbo cuando hemos de pensar qué es la esencia o sustancia divina. Esta se manifiesta en el Antiguo y en el Nuevo Testamento no como algo sólido y pesado, como lo fuerte del mundo, sino como la luz transparente que lo llena todo y como el amor que va a buscar lo pequeño y lo bajo, incluso lo caído.

El secreto lo desvela Jesús, que dibuja con su existencia visible la esencia divina. El, con su vida humilde, escondida, entregada, anonadada, crucificada, nos enseña cómo es Dios. Nos enseña visiblemente cómo es Dios en su esencia invisible e indecible.

El tema del descenso de Dios en la encarnación ha sido tratado por los Padres de la Iglesia. A propósito del bautismo de Cristo, los Padres insisten en que desciende la voz del Padre, desciende el Espíritu Santo en forma de paloma, después que el Hijo ha descendido al seno del agua, de la cual asciende, bendecido por el Padre15.

Modernamente, el tema surge con fuerza en santa Teresa de Lisieux, a propósito de las preferencias de Dios. Dios tiene predilección por los pequeños y débiles, puesto que si no fuera así, tan solo subsistirían los fuertes y poderosos. No habría lugar para la variedad de la creación, que cuenta entre sus riquezas la alta montaña, pero también la pequeña flor16.

El Antiguo Testamento recoge ya el deseo de Dios de abajarse. En efecto, Dios es el que desciende de su solio altísimo. Al revés de los poderosos que se ensoberbecen y se elevan para dominar y para poseer, Dios se anonada y se esconde para hacer ser y para dejar ser a toda criatura, especialmente a los hombres, a quienes ha dotado de libertad. Dios es el Altísimo que no sólo se inclina para estar con los humildes y sencillos, sino que quiere adentrarse en el espíritu de los pobres, marginados y pecadores para elevarlo. Lo hace impelido por el peso de su bondad que ama cuanto ha creado, para llevarlo a la vida (cf Sab 11,21-26) y a su propia vida. El Altísimo se abaja y se anonada, según Isaías: «Pues esto dice el altísimo, el excelso, el que habita una morada eterna y cuyo nombre es santo: Yo habito en una morada excelsa y santa, pero también estoy con el hombre arrepentido y humilde, para reanimar el espíritu de los humildes, para reconfortar el corazón afligido» (Is 57,15).

Isaías subraya la trascendencia divina con estos dos nombres aplicados a Dios: el que se esconde (Is 45,15; 54,8; 57,17; 59,2; 64,6) y el que se abaja (Is 57,15). Este contraste –Dios es sumamente trascendente pero sumamente próximo y familiar– llega a ser una constante en la Biblia y en los santos y culmina en la encarnación de Dios. El famoso texto kenótico de san Pablo a los filipenses presenta el doble anonadamiento de Dios en la encarnación y en la cruz. ¿Acaso la encarnación detiene el descenso del hijo de Dios en el nivel de la asunción de la naturaleza humana? No. El descenso continúa hasta lo más profundo. Va a buscar el dolor y la muerte del hombre –el enigma, el sinsentido del hombre– para que también el dolor y la muerte entren en el amor de Dios y, asumidos por él, adquieran pleno sentido.

Solamente el amor llega a lo más bajo. El amor no se impone violentamente desde la altivez, sino que todo lo crea y todo lo salva, elevándolo hasta el ser y hasta el bienestar. Así debería entenderse el poder de Dios que crea y redime. ¿Qué cosa es el poder de Dios sino la fuerza del amor? La fuerza de amar infinitamente lleva a Dios desde su trascendencia hasta la intimidad de lo más pobre.

De este modo, al mostrar el nexo indisoluble de la encarnación con la pascua, y al advertir que el amor de Dios desciende y se anonada para encontrar lo más pobre, podemos actualizar hoy el concepto de redención y aproximarlo a nuestra experiencia humana. En efecto, la redención se realiza cuando el Amor infinito desciende a la miseria material, al dolor, a la muerte y al pecado del hombre –a lo más perdido y humillado– para iluminarlo y levantarlo con el soplo del Espíritu que ha de convertir toda esta corrupción y pérdida en nueva creación, donde no hay lágrimas ni dolor ni clamores ni muerte ni tiniebla, pues todo este cortejo habrá pasado (Ap 21,4-5.23). Este es el lugar para inscribir, desde el punto de vista de la encarnación de Dios, una teología del problema del mal.

El mal, que escandaliza al hombre de la Ilustración y escandaliza al de hoy, surge con la aparición del hombre implantado en la naturaleza (ver Job 5,7a). El mal aparece como mal irreductible a la razón cuando el hombre, que es persona, y por tanto, inteligencia, amor y libertad, se siente reducido y constreñido por la violencia de los elementos de la naturaleza o por los demás hombres, en cuanto desconocen su ser de persona; es decir, cuando se ve tratado no como persona, sino, él mismo, como naturaleza. No es lo mismo que un incendio devore un bosque o que una persona, inteligente, amante, libre, se convierta en una antorcha humana en un incendio que otro provocó. En el primer caso la naturaleza sufre (explícitamente). En el segundo caso, la persona –seguramente inocente– sufre inexplicablemente.

Ahora bien: el largo camino ascensional hacia el reino de Dios, hacia los nuevos cielos y la nueva tierra, donde habita la justicia y donde está ausente el dolor, la muerte y el pecado, tan solo puede hacerlo ese mismo sujeto libre, bendecido además por la gracia de Dios. Sólo puede hacerlo el cuerpo místico de los que siguen a Cristo, el Hijo de Dios hecho hombre, de cuya gracia participamos. El largo ascenso hacia el Reino pasa por la libertad del hombre, ciertamente, pero arranca decisivamente de la encarnación, de la cruz y de la donación del Espíritu17.


III. La encarnación: la eternidad en el tiempo y la revelación en la imagen

1. DE LO VISIBLE A LO INVISIBLE. La encarnación ha articulado –de modo peculiar, gratuito y a través de Cristo–la eternidad con el tiempo. La primera ley de esta nueva articulación entre la eternidad y el tiempo se suele enunciar diciendo que, a través de Jesús, los cielos se abren y se comunican con la historia (tal como ha aparecido en la escena del bautismo). El Cielo –Dios mismo– entra en comunicación con la tierra, con la historia, con los humanos, con los pobres. Junto al descenso de Dios, hay lugar para el ascenso de los humanos. Por eso, la realidad descendente de Dios da lugar al conocimiento ascendente de los hombres y mujeres contemplativos. Da lugar asimismo a la teología ascendente que, a partir de lo humano –a través de conceptos, analogías, imágenes y símbolos– tiende a señalar lo divino.

Esta es la segunda ley de la articulación entre eternidad y tiempo: los hombres pueden conocer lo invisible a partir de lo visible. La corriente de comunicación gratuita de Dios tiene en Cristo su mediación: por cuanto Cristo constituye la sunción de lo humano en lo divino y la unidad de lo divino en lo humano. Este nexo entre el hombre y Dios (Dios se hace hombre para que el hombre sea «Dios por participación», como dice san Juan de la Cruz18) hace posible el conocimiento de lo divino. Hace posible conocer lo invisible a través de lo visible. Lo visible se convierte en sombra, imagen, semejanza de lo invisible19, es decir, de los bienes futuros que esperamos; sombra, imagen, semejanza de lo divino: del reino de Dios. Todo esto se expresa en el célebre prefacio de navidad: «Porque, gracias al misterio de la Palabra hecha carne, la luz de tu gloria brilló ante nuestros ojos con nuevo resplandor, para que, conociendo a Dios visiblemente, él nos lleve al amor de lo invisible»20.

El Catecismo de la Iglesia católica ha cuidado mucho esta capacidad de conocimiento ascendente de lo visible a lo invisible: «El Verbo se ha hecho carne para que nosotros conozcamos así el amor de Dios: "En esto se ha manifestado el amor de Dios por nosotros: en que ha mandado a su Hijo único al mundo para que nosotros vivamos por él" (Un 4,9)»21.

Hay una realidad divina descendente, y la fe recibe con gozo ese descenso de Dios a los hombres. Pero el conocimiento –la teología, inclusive– son en primer lugar ascendentes, porque tienen como punto de partida de su elevación, lo visible. Lo importante es que este conocimiento no chapotee limitándose a pensar según los conceptos de la razón o los impulsos de la sensibilidad de una época (cultura), o contentándose con salvar los escollos que ofrece esa cultura (apologética), sino que aspira a ascender en la dirección del Verbo de Dios. Así como el Verbo de Dios ha descendido hasta la miseria, la muerte y el pecado del hombre, así a la mente, al afecto y a las obras del pecador se le ha dado poderse levantar hasta la confesión y el seguimiento del Verbo de Dios hecho hombre.

Por eso santa Teresa de Jesús sabía leer en la humanidad visible de Jesús lo invisible del Verbo de Dios en sí mismo22. Lo dice con precisión el Catecismo de la Iglesia católica. Dice, después de haber citado el II prefacio de navidad: «Las particularidades individuales del cuerpo de Jesús expresan la persona divina del hijo de Dios»23.

En este sentido, «toda la vida de Jesús es revelación del Padre»24, lo que el cuarto evangelio dirá en forma lapidaria: «El que me ha visto a mí ha visto al Padre» (Jn 14,9).

2. Los SIGNOS DE LOS TIEMPOS. La articulación entre la eternidad y el tiempo –entre la revelación y su imagen–encuentra también su punto de apoyo en la doctrina de los signos de los tiempos, expresada por el mismo Jesús: «sabéis interpretar el aspecto del cielo, ¿y no sois capaces de interpretar las señales de los tiempos?» (cf Mt 16,3). Esto es: ¿cómo no sabéis reconocer el tiempo favorable (kairós)?

Leyendo el aspecto de la historia, podemos discernir, a través de cierta semejanza, o como en filigrana, el sentido del tiempo en que vivimos; es decir, podemos leer nuestro tiempo bajo la gravitación de la gracia de Dios.

Este es el sentido evangélico, que recoge el Vaticano II en la Constitución sobre la Iglesia en el mundo actual: «El pueblo de Dios, movido por la fe, que le impulsa a creer que quien lo conduce es el Espíritu del Señor que llena el universo, procura discernir en los acontecimientos, exigencias y deseos, de los cuales participa juntamente con sus contemporáneos, los signos verdaderos de la presencia o de los planes de Dios»25.

El Concilio avanza un paso más y expresa quiénes son los sujetos del discernimiento evangélico: todo el pueblo de Dios, pero principalmente los pastores y los teólogos. Puntualiza además dos cosas: que ese discernimiento se hace con la ayuda del Espíritu Santo, y que consiste en auscultar, discernir e interpretar las voces de nuestro tiempo, valorándolas a la luz de la palabra de Dios. La finalidad del discernimiento, finalmente, consiste en que la revelación –y, por consiguiente, la voluntad de Dios sobre la humanidad, expresada a través de Cristo– sea mejor percibida y entendida, así como mejor expresada: «Es propio de todo el pueblo de Dios, pero principalmente de los pastores y de los teólogos, auscultar, discernir e interpretar, con la ayuda del Espíritu Santo, las múltiples voces de nuestro tiempo y valorarlas a la luz de la palabra divina, a fin de que la Palabra revelada pueda ser mejor percibida, mejor entendida y expresada en forma más adecuada» 26.

Este es el sentido propio de los llamados signos de los tiempos. Están constituidos por los avatares y acontecimientos de cada época de la historia, que se presentan ante la mirada de los creyentes como objeto de discernimiento. De esta manera, el contemplativo, a la luz de la palabra de Dios y bajo el impulso del Espíritu, puede discernir (=entrever) a través de tales signos, o bien la voluntad de Dios que nos mueve a actuar en el sentido del amor, sobre todo de cara a los más débiles y oprimidos, o bien la misma presencia de Dios que inspira nuestra acción y la acompaña.

Antes del Concilio, Juan XXIII había destacado, como tres fenómenos que caracterizaban la época moderna y daban que pensar, la promoción integral de la clase trabajadora, el ingreso de la mujer en la vida pública y la tendencia a la independencia y a la igualdad entre los pueblos27. Bien pueden considerarse signos de los tiempos estas tres características, porque a través de ellas entrevemos la llamada de Dios, pero no debemos –sin más– atribuir la categoría de signos de los tiempos a los simples caracteres de una época. Estos hechos adquieren la formalidad de signos de los tiempos cuando son objeto de discernimiento por parte de los hombres de fe, que los emplean como lectura para descubrir en ellos la voluntad o la presencia de Dios.

El cristiano, por tanto, no se limita a decir que la emancipación de la mujer es. un signo de los tiempos, sino que sabe discernir la voluntad de Dios que impele a la sociedad a aceptar la plena igualdad como personas del hombre y de la mujer. Este cristiano sabe, asimismo, descubrir la presencia de Dios que se manifiesta en el trabajo, en el dolor y en la esperanza de las mujeres que trabajan y luchan con los suyos o por los suyos para vivir con dignidad.


IV. Jesucristo, Hijo de Dios e hijo de María (Dios y hombre verdadero)

En esta penúltima parte debe tratarse el tema de la persona de Jesucristo. Si se pregunta a un cristiano formado cuál es el sentido de su fe en la encarnación de la palabra de Dios, seguramente dirá que la fe le lleva a confesar la divinidad de Jesucristo. Dicho en otras palabras: ese cristiano confesará desde la fe la identidad del hijo de María con el Hijo de Dios. Aquí quisiéramos mostrar la veracidad y, en lo posible, la profundidad de estas formulaciones.

1. LAS DIFICULTADES. Enseguida vienen las dificultades. La primera del lado del judaísmo: ¿acaso la divinidad de Jesucristo supone que la unidad absoluta del monoteísmo, propia de la religión de Israel se resquebraja? La segunda, del lado de la lógica occidental (griega): ¿acaso la confesión de la fe me ha de llevar a la afirmación de que «esta carne» (la de Jesús), en cuanto carne de un hombre, es Dios?

Quizá sea sorprendente decir que, desde la fe, ambas dificultades han de contestarse con una negativa. A la primera dificultad, hay que decir lo siguiente: la fe confiesa que el Verbo se hizo carne, no que el Verbo hecho carne sea un segundo Dios. Después de veinte siglos de leer las Escrituras, de teología, de herejías y de fe, podemos decir que se ha hecho hombre el Hijo de Dios, es decir, la segunda persona de la Trinidad, que es el Verbo. Así, la encarnación no abre brecha en la unidad de Dios, sino que afirma que el Verbo ha fundamentado, configurado y asumido la humanidad concreta de Jesús de Nazaret, y la ha hecho suya. De tal manera que Dios mismo -el Verbo mismo de Dios- se expresa y se manifiesta en esta carne. Subsiste en ella.

Esto me lleva también a no confundir la divinidad con la carne o con la humanidad, en cuanto humanidad: yo llamo Dios a la persona que subsiste en la carne de Jesús; pero no llamo Dios a esa carne del hombre. El misterio de la persona de Jesús, hijo de María e Hijo de Dios, está atrayendo, por tanto, nuestra atención y nuestra fe.

2. LA PERSONA DE JESÚS. ¡La persona de Jesús! «¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre?» (Mt 16,13). ¿Cuál es su secreto siempre desvelándose, siempre escondido en la luz de Dios? He aquí la formulación tradicional: el Logos divino se ha identificado con la persona misma de Jesús. El Logos eterno ha tomado en el tiempo -en la,plenitud del tiempo- la carne de Jesús. Son variaciones al texto básico del cuarto evangelio.

El creyente, viendo a Jesús, adora a la Palabra eterna del Padre. Ahí, en la persona del Verbo hecho carne, se da el nexo de unidad, la más estricta, entre la divinidad y la humanidad. Mirando las cosas desde abajo, he de decir que Jesús es el Hijo de Dios, y así mantengo la identidad del hijo de María con el Hijo de Dios. Desde arriba, debo decir que la persona del Verbo de Dios subsiste fuera de Dios, en la humanidad de Jesús, y así identifico al Hijo de Dios, a la Palabra del Padre, con Jesús de Nazaret.

3. EL CONCILIO DE CALCEDONIA: LA UNIDAD PERSONAL DE JESUCRISTO, IDJO DE MARÍA, HIJO DE DIos. El concilio de Calcedonia quiere afirmar, sobre todo, la única persona de Cristo, Hijo de Dios, hijo de María. Es cierto que lo hace echando mano de las palabras filosóficas naturaleza (divina y humana) y persona, pero de esta última cabe decir que tiene asimismo un uso obvio y vulgar, de manera que todos la empleamos espontáneamente. Decimos: «es toda una persona»; «había miles de personas», con lo que se quiere aludir al individuo racional: consciente, amante y libre.

He aquí las lapidarias y venerables palabras del concilio de Calcedonia (22 de octubre del año 451) sobre la unidad de la persona divina del Verbo, que subsiste en la naturaleza divina y en la naturaleza humana, ambas inseparablemente unidas sin confusión, de modo indiviso e inmutable: «Siguiendo a los santos Padres, todos a una voz enseñamos que ha de confesarse a uno solo y el mismo Hijo, nuestro Señor Jesucristo, perfecto en la divinidad y perfecto en la humanidad, Dios verdadero y verdaderamente hombre, [dotado] de alma racional y de cuerpo, consustancial con el Padre en cuanto a la divinidad y consustancial con nosotros en cuanto a la humanidad, semejante en todo a nosotros, excepto en el pecado (Heb 4,15)... Se ha de reconocer al mismo y único Cristo, Señor e Hijo unigénito, [subsistente] en dos naturalezas sin confusión, sin cambio, sin división y sin separación; sin que en modo alguno se borre la diferencia entre las naturalezas a causa de la unión, sino conservando cada naturaleza lo que le es propio, concurriendo [ambas] en una sola persona e hipóstasis, de tal forma que no está dividido o partido en dos personas, sino uno y el mismo Hijo unigénito, Dios Verbo, Señor Jesucristo»28.

Así, la manera metafísica de afirmar la unidad de Jesús el hombre, y del Verbo de Dios, es mediante el concepto de unión hipostática, es decir, personal: es la unión de la divinidad con la humanidad en la persona del Verbo. El Verbo se manifiesta y expresa en Jesús de Nazaret.

Intentamos decirlo con palabras más de hoy: la Palabra misma de Dios forma parte de la estructura personal de Jesús. La Palabra misma de Dios está constituyendo como persona -divina- a Jesús de Nazaret29.

El centurión, al final del evangelio de Marcos, lo hizo más llano cuando afirmó con fe: «Verdaderamente este hombre era el Hijo de Dios» (Mt 15,39).


V. Consecuencias de la encarnación

1. LA CARIDAD DE DIOS EN NOSOTROS Y EL AMOR FRATERNO. La encarnación de Dios supone que su amor ha tomado carta de naturaleza entre los humanos. La encarnación de Dios supone la primacía de la caridad, tal como Jesús la enseña, ya sea con la regla de oro «Haz a los demás lo que quisieras que ellos te hicieran a ti», ya sea en la forma del doble mandamiento del amor a Dios y del amor al prójimo como a uno mismo. Este amor comprende la ley y los profetas, es decir, toda la enseñanza de la Escritura. Para que, de nuevo, se vea el nexo intrínseco e indisoluble entre encarnación y pascua, cabe decir que la realización plena del amor más grande tiene lugar en la entrega de Cristo en la cruz, entrega plena al Padre y a toda la humanidad de la vida -divina y humana- de Jesús, el Cristo, el Hijo de Dios.

Como fondo de estas enseñanzas de Jesús, se supone que todos los hombres formamos un solo cuerpo: el cuerpo de Cristo, esto es, el cuerpo de Dios mismo, que será entregado -devuelto- al Padre para que Dios sea todo en todas las cosas (1Cor 15,28). La existencia real de este cuerpo de Cristo, en el que se realiza la unidad y comunión de todos los hombres, tiene como efecto algo que el evangelio señala explícitamente: cuanto se ha hecho a uno de los pequeños del mundo, se lo hacemos propiamente a Cristo, cabeza que da consistencia o estructura unitaria a este cuerpo vivificado por el Espíritu Santo.

En virtud de la encarnación, lo sagrado ha perdido violencia, pero ha ganado en precisión y universalidad. Precisión, porque ahora, más que nunca, se trata no sólo de no dañar al prójimo (no matarás) sino de ayudarlo a ser-en-plenitud, dignidad y libertad. Universalidad, porque ahora, más que nunca, todo es sagrado porque, en un sentido estrictamente cristológico, todo es de Dios, como cuerpo de Cristo que es: todo subsiste en él.

2. LA HUMANIDAD DE DIos. La encarnación de Dios funda la más intensa y extensa expansión de la caridad. Pero esta no es una tesis abstracta, sino que debe desarrollarse a partir del recuerdo vivo de lo que Cristo hizo visiblemente en su vida terrestre. Eso nos permite contemplar en imagen precisa el rostro de Dios.

Recordamos, por ejemplo, que Jesús cura a los enfermos y sana a los perturbados en su mente (endemoniados), porque Dios ama la vida; atiende a los pobres, a los mendigos, a los ciegos, a los marginados, porque Dios desciende a buscar todo lo que se había perdido; parte y reparte el pan con sus discípulos, para enseñarnos la solidaridad de Dios con los que tienen hambre y sed de justicia o simple hambre y sed; come con los pecadores, perdona a la adúltera y al paralítico, porque sólo Dios puede levantar a los pecadores hasta la santidad; pide a Pedro que meta la espada en su vaina y sufre la pasión con infinita paciencia, porque Dios ama la pacificación muy por encima de la violencia; consuela a su madre y al discípulo, porque la entrega de Dios a las personas las salva de la tristeza y de la depresión; muere en la cruz, porque Dios es amor. A estas actitudes se las puede englobar con tres verbos de acción: acoger, compadecer (viene dél latín compassio, que es la actitud igualitaria, no paternalista, de padecer juntamente con el otro) y compartir (de ahí, el acto repetido de partir y, así, multiplicar el pan, que tanta importancia tiene en Jesús). Así se equilibra el seguimiento de Jesús, tal como vivió y pasó por el mundo haciendo el bien, con la recepción del don vivo de Cristo glorioso que es su Santo Espíritu.

NOTAS: 1. G. O'CoLLINS, Gesú oggi. Linee fondamentali di cristologia, San Paolo, Milán 1993, 314. — 2 CCE 461. —3. Los salmos celebran este encuentro: «Que se alegren en cambio los que en ti confían, que siempre estén alegres, porque tú los proteges; que se gocen en ti los que aman tu nombre» (Sal 5,12). — 4 In 3,16. Respecto de la misión, ver —entre otros— 5,37.43; 6,29.32.44.57; 7,16.28.29.33; 8,16.18.26.29.42; 10,36; 11,42; 12,44.45; 13,20; 14,24; 16,5; 17,3.8.18.21.23.25; 20,21. El cuarto evangelio insiste en que Jesús ha sido dado, enviado, por el Padre. Eternamente estaba con el Padre, pero en la plenitud del tiempo ha sido dado a la humanidad. Así trata el cuarto evangelio el tema de la preexistencia del Hijo como presupuesto para la encarnación. — 5. La Trinidad, en sí misma, es abismo divino, original, paterno, del que proceden la Palabra y el Espíritu. La Trinidad manifestada en la historia coincide con la forma de darse Dios a los hombres. — 6 SAN IGNACIO DE ANTIOQUÍA, Carta a los Romanos VIII, 3, en D. Ruiz BUENO, Padres apostólicos, BAC, Madrid 1950, 479. — 7 SAN JUSTINO, Apología 1, 44,10 en D. RUIZ BUENO, Padres apologetas griegos, Madrid 1979, 230. — 8 Ib. — 9 Ib, 60,7, 249. — 10 ID, Apología 11, 7, 3, o.c., 269. — 11. Ib. — 12 Ib, 10,1, 272. — 13. Ib 10,8, 273. — 14 El descenso de Dios que es su encarnación no puede eliminarse en el diálogo con el judaísmo y el islam. Al contrario, la encarnación y la pascua —verdadera historia de Dios en el sentido evangélico, que no hegeliano— ha de ser la base del diálogo entre las tres religiones. — 15 Ver, por ejemplo, ORÍGENES, Homelies sur saint Luc (Sources Chrétiennes), Introducción y notas de H. Crouzel, F. Fournier y P. Perichon, París 1962, 349-351. Pocos Padres han hablado con tanta profundidad teológica y con tanta belleza poética del descenso del Espíritu Santo. — 16 SANTA TERESA DEL NIÑO JESÚS, Manuscritos autobiográficos, Burgos 1958, 5. — 17. J. M. ROVIRA BELLOSO, Tratado de Dios Uno y Trino, Secretariado Trinitario, Salamanca 19934, 364-369. La versión catalana, El Misteri de Déu, Barcelona 1994, 299-303, intenta profundizar y aclarar más el tema. — 18 «El alma más parece Dios que alma y aun es Dios por participación», Subida del Monte Carmelo, II, c. 5, en SAN JUAN DE LA CRUZ, Obras completas, BAC, Madrid 1994, 304. –19 SAN BUENAVENTURA, 1 Sent., 35, un. 1 Concl., en Opera omnia, t. I, Ad Aquas Claras (Quaracchi) 1882, 60 y II Sent. 16, 1,1 ad 2, o.c., t. II, 395. — 20. MISAL ROMANO, prefacio I de navidad. El prefacio II dice así: «En el misterio santo que hoy celebramos, Cristo, el Señor, sin dejar la gloria del Padre, se hace presente entre nosotros de un modo nuevo: el que era invisible en su naturaleza, se hace visible al adoptar la nuestra». Podemos decir que, en navidad, «se manifestó la bondad y el amor a los hombres de Dios, nuestro Salvador» (Tit 3,4). — 21. CCE 458. — 22 J. M. RovIRA BELLoSo, L'experiéncia de Déu en les Moradas de santa Teresa, Revista catalana de teología XIX (1994) 165-181, en especial, 178-180. — 23. CCE 477. En la misma línea está el n. 515: «Desde los pañales de su natividad hasta el vinagre de su pasión y el sudario de su resurrección, todo en la vida de Jesús es signo de su misterio. A través de sus gestos, sus milagros, sus palabras, se ha revelado que "en él reside toda la plenitud de la divinidad corporalmente" (Col 2,9)». El concepto de imagen aparece ya en Col 1,15 y en 2Cor 4,4. -24 CCE 51. — 25 GS 11. — 26 GS 44. — 27. PT 34-36. – 28 CONCILIO DE CALCEDONIA, Symbolum chalcedonense, 22.10.451, DS 302.— 29. J. M. ROVIRA BELLOSO, Tratado de Dios Uno y Trino, o.c., 466-467.

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Josep Mª. Rovira Belloso