ECUMENISMO Y CATEQUESIS
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SUMARIO: I. Hacia una definición del ecumenismo. II. Carácter histórico: 1. Orígenes del movimiento ecuménico; 2. Momento actual del ecumenismo. III. Carácter teológico: 1. La cuestión de la verdad en el ecumenismo; 2. Los problemas doctrinales del ecumenismo. IV. Pistas pedagógicas: 1. La dimensión ecuménica de la catequesis y de la predicación; 2. Las pautas del «Directorio ecuménico» (1993); 3. Cómo transmitir en la catequesis contenidos ecuménicos.


I. Hacia una definición del ecumenismo

El término castellano ecumenismo, deriva del griego oikoumene, y significa la relación amistosa entre las Iglesias cristianas, que durante siglos estuvieron en permanente estado de división y que intentan hoy superar las mutuas rivalidades por medio del diálogo doctrinal, del acercamiento entre jerarquías y fieles de las distintas comunidades y de la plegaria común para que se haga realidad aquella unidad de los discípulos de Cristo por la que él mismo oró al Padre antes de padecer (Jn 17,21).

Aunque la palabra oikoumene pertenece a una familia de términos que tienen que ver con la vivienda (oikos), la amistád (oikeiotés) y la responsabilidad casera (oikonomeo), su sentido directo hace relación a la tierra habitada, al mundo conocido y civilizado, al universo reconciliado. En su sentido, pues, primero y original, la oikoumene era el mundo habitado en el que coexisten diversos pueblos, con diversidad de lenguas y culturas, teniendo en común, sin embargo, la misma humanidad. En el griego clásico primero, pero también en el hablado más tarde en Roma por un tiempo, la oikoumene adquiere perspectivas geográficas, culturales e incluso políticas: es la tierra habitada donde llega el mundo civilizado, porque más allá de la oikoumene se halla el mundo de los bárbaros, el mundo desconocido...

También en la literatura bíblica aparece la palabra oikoumene. Por lo que respecta al Nuevo Testamento —en quince lugares se emplea este término— su significado va desde el que designa claramente esta tierra habitada o lugar habitable para toda la familia humana, aunque con carácter transitorio, hasta el que se anuncia como una nueva y transformadora oikoumene en la que reinará Dios para siempre (Heb 2,5). En la literatura cristiana primitiva, aunque se mantienen las acepciones conocidas: mundo, Imperio romano, mundo civilizado, etc., se amplía a la acepción de la Iglesia universal, o a la de los usos y doctrinas eclesiales con validez universal. Por eso los concilios que hablan en nombre de toda la Iglesia serán llamados concilios ecuménicos; los Padres cuyas doctrinas son reconocidas y celebradas por todo el orbe cristiano son doctores ecuménicos (Basilio el Grande, Gregorio Nacianceno, Juan Crisóstomo); las fórmulas de la fe de la antigua Iglesia aceptadas por todas las comunidades constituirán los credos ecuménicos, etc. Siglos más tarde, cuando las Iglesias de Oriente y Occidente están ya divididas y cuando la misma Iglesia occidental ha conocido los desgarrones dentro de su propio seno, en ambientes protestantes de Inglaterra se constituye la Alianza evangélica, con el propósito de preparar un concilio ecuménico evangélico universal. En una de sus asambleas celebrada poco después de 1846, a la que asisten cristianos de diferentes denominaciones, un pastor francés, Adolphe Monod, agradece a los organizadores británicos el «espíritu verdaderamente ecuménico» que habían demostrado los organizadores de la asamblea. El término ecuménico se empleaba por primera vez, según apunta Visser't Hooft, para indicar más una actitud personal que una realidad geográfica universal.

Será a principios del siglo XX, sin embargo, cuando el término ecumenismo y su derivado ecuménico adquieran una nueva acepción. A partir de la Conferencia misionera mundial de Edimburgo (1910), los movimientos Fe y constitución (Faith and Order) y Vida y acción (Life and Work), surgidos de dicha Conferencia, van a emplear con frecuencia, en sus sesiones y asambleas, el término ecumenismo, entendiendo por él la relación amistosa entre Iglesias, con la finalidad de promover la paz internacional, el intento de la unión de varias Iglesias, o incluso el deseo de gestar un espíritu de cercanía entre los cristianos de diversas confesiones. Con la creación, en 1948, del Consejo ecuménico de las Iglesias (en inglés World Council of Churches, pero en francés Conseil Oecuménique des Eglises), el término entra ya en el vocabulario eclesiástico corriente. Desde entonces, la palabra ecumenismo expresa el intento de reconciliación de las Iglesias cristianas como expresión visible de la universalidad del cristianismo y como signo «para que el mundo crea» (Jn 17,21).

La palabra ecumenismo en su sentido actual, así como el mismo movimiento ecuménico, sufrieron ciertas reticencias por parte de la jerarquía católica, al considerar que sólo en la Iglesia católico-romana se daba la unidad querida por Cristo. Desde esa perspectiva parecía inútil cualquier esfuerzo por alcanzar la unidad que, ya de hecho, se daba en ella misma. Sólo a partir del Vaticano II, la Iglesia católico-romana acepta su incorporación al movimiento ecuménico que, según los Padres conciliares, había «surgido por impulso del Espíritu Santo». Y el Decreto sobre el ecumenismo llegará a afirmar: «Puesto que hoy, en muchas partes del mundo, por inspiración del Espíritu Santo, se hacen muchos intentos, con la oración, la palabra y la acción, para llegar a aquella plenitud de unidad que quiere Jesucristo, este sacrosanto Concilio exhorta a todos los fieles católicos a que, reconociendo los signos de los tiempos, cooperen diligentemente en la empresa ecuménica» (UR 4).

De lo dicho hasta ahora sobre la génesis del término ecumenismo, se desprenden algunos elementos que facilitarán más tarde la definición de lo que hoy constituye en realidad el movimiento ecuménico. Estos tres elementos parecen ser decisivos: la novedad y originalidad, la actitud y voluntad de diálogo y la espiritualidad. 1) La novedad del ecumenismo radica en que las Iglesias, por primera vez en la historia y superado el espíritu de polémica del pasado, intentan mantener la obediencia al evangelio para recuperar y manifestar su unidad ante el mundo, para que crea en el enviado del Padre. Por eso cabe hablar del ecumenismo como de una experiencia inédita, sin precedentes en la historia del cristianismo. 2) No cabe ecumenismo sin diálogo. La actitud de escucha del otro y el respeto mutuo es condición indispensable para que el clima de recelos y malentendidos vaya dejando paso a nuevas posibilidades de entendimiento. Oposiciones, incluso doctrinales, que hace años parecían irreductibles, hoy han sido superadas gracias a la incesante movilidad de nuevos planteamientos. El diálogo, que ensaya siempre enfoques nuevos y que confía en la buena disposición del interlocutor, ofrece la posibilidad de avanzar juntos hacia la plena comunión de todos los cristianos. Pero el diálogo ecuménico no abarca sólo los aspectos doctrinales y las cuestiones teológicas; implica también el acercamiento y la escucha de los otros cristianos a niveles de la vida diaria, de la vida litúrgica y de la vida de oración. 3) Por ello se dice que el movimiento ecuménico es fundamentalmente un movimiento espiritual. Existe un convencimiento unánime de que las divisiones cristianas son hoy día superables, tanto desde el punto de vista de las doctrinas y dogmas como desde las tradiciones y cosmovisiones que se fueron creando a partir del hecho de las divisiones. Pero este convencimiento, en vez de provocar nuevas rupturas o mantener las ya habidas, genera una nueva actitud que podría calificarse de orante, actitud en la que la unidad aparece no sólo como tarea a realizar por los cristianos, sino como don divino a recibir. El Vaticano II llegará a afirmar que la plegaria es el «alma del ecumenismo» (UR 8). A partir de ahí es fácil pensar que en los foros ecuménicos deban prevalecer actitudes humildes y espacios de oración cristiana.

Ahora pueden entenderse mejor algunas descripciones del movimiento ecuménico, que diferentes autores han ofrecido. He aquí algunas: «El ecumenismo comienza cuando se admite que los otros —y no solamente los individuos, sino los grupos eclesiásticos como tales– tienen también razón, aunque afirmen cosas distintas que nosotros; que poseen también verdad, santidad, dones de Dios, aunque no pertenezcan a nuestra cristiandad. Hay ecumenismo cuando... se admite que otro es cristiano no a pesar de su confesión, sino en ella y por ella» (Y. Congar). «Movimiento suscitado por el Espíritu Santo con vistas a restablecer la unidad de todos los cristianos, a fin de que el mundo crea en Jesucristo. En este movimiento participan quienes invocan al Dios trino y confiesan a Jesucristo como Señor y Salvador, y que en las comunidades donde se ha escuchado el evangelio aspiran a una Iglesia de Dios, una y visible, verdaderamente universal, enviada al mundo entero para que se convierta al evangelio y se salve para gloria de Dios» (J. E. Désseaux). «El ecumenismo es una actitud de la mente y del corazón, que nos mueve a mirar a nuestros hermanos cristianos separados con respeto, comprensión y esperanza. Con respeto, porque los reconocemos como hermanos en Cristo y los miramos como amigos más que como oponentes; con comprensión, porque buscamos las verdades divinas que compartimos en común, aunque reconozcamos honestamente las diferencias en la fe que hay entre nosotros; con esperanza, que nos hará crecer juntos en un más perfecto conocimiento y amor de Dios y de Cristo...» (C. Meyer). Y los Padres conciliares dejaron escrito en el Decreto sobre el ecumenismo: «Por movimiento ecuménico se entiende el conjunto de actividades e iniciativas que, conforme a las distintas necesidades de la Iglesia y a las circunstancias de los tiempos, se suscitan y se ordenan a favorecer la unidad de los cristianos» (UR 4).


II. Carácter histórico

1. ORÍGENES DEL MOVIMIENTO ECUMÉNICO. A la hora de rastrear los orígenes del ecumenismo moderno, hay que reseñar nombres muy concretos, personas con clara vocación, que «supieron esperar contra toda esperanza», fechas, ciudades y pequeñas instituciones que fueron como el hogar donde se dieron los primeros pasos de esa aventura del Espíritu que es el ecumenismo. Lo que distingue a los pioneros que apostaron por la causa ecuménica fue la profunda convicción de que la unidad de las Iglesias cristianas, por ser voluntad del Señor de la Iglesia, se conseguiría un día en nuestra historia. El horizonte utópico es imprescindible a la hora de valorar el trabajo de los cristianos empeñados en la obediencia evangélica de «permanecer unidos para que el mundo crea». Sin soñadores como John Mott, J. H. Oldmann, Charles H. Brent, Nathan Sóderblom, William Temple, Ferdinand Portal, Lord Halifax, el cardenal Mercier, Paul Couturier, Yves Congar, etc. —por citar sólo un puñado de pioneros— no cabría pensar en lo que hoy es el movimiento ecuménico.

Durante los siglos XVIII y XIX, el cristianismo europeo había sufrido algunos de los mayores desafíos de toda su historia. La Ilustración y el racionalismo, la revolución industrial, el nacimiento de la conciencia de clase obrera, el surgir de los movimientos socialistas y comunistas, la exaltación de la democracia y el liberalismo debilitaron de manera decisiva la influencia y el papel que las Iglesias cristianas venían desempeñando durante siglos. Aunque algunas Iglesias tomaron claras posturas defensivas y condenaron abiertamente al mundo moderno, otras intentaron suscitar nuevas presencias cristianas en la sociedad. Varios factores contribuyeron a descubrir a los cristianos sus raíces comunes y su pertenencia a la sola familia de los bautizados en Cristo. El éxodo a las grandes ciudades, con la consiguiente pérdida —al abandonar las zonas rurales— de los reductos confesionales que mantuvieron durante siglos separados a católicos, luteranos, calvinistas y anglicanos, ibana significar la posibilidad del encuentro y del descubrimiento mutuo al tener lugares comunes: la escuela, el barrio, el trabajo, la universidad, las tareas de beneficencia. Surgen así una serie de movimientos e instituciones cristianas con influencia decisiva para el futuro movimiento ecuménico.

Entre los movimientos más importantes en este sentido cabe citar a la Asociación cristiana de jóvenes (Youth Men Christian Association: YMCA) y la Asociación cristiana de mujeres jóvenes (Youth Women Christian Association: YWCA), fundadas ambas en Inglaterra, en 1844 y 1854 respectivamente, y con una rápida expansión en el mundo anglosajón y francófono. Grandes pioneros del movimiento ecuménico —John Mott, W. A. Visser't Hooft, V. S. Azariah, etc.— militaron durante su juventud en YMCA y en YWCA. La Federación mundial de estudiantes cristianos (World Student Christian Federation: WSCF), un movimiento de laicos pertenecientes a diferentes Iglesias cristianas, trabajó a partir de 1895 para que el evangelio se hiciese presente en el mundo de la universidad. John Mott y Ruth Rouse organizaron sedes del WSCF por numerosos puntos de Rumanía, Serbia, Bulgaria, Grecia... Así iban a incorporarse en esta tarea interdenominacional estudiantes de la tradición ortodoxa oriental. Todavía dos grandes movimientos tuvieron decisiva influencia, cada uno a su manera, en el nacimiento del ecumenismo: la Alianza mundial para la amistad internacional a través de las Iglesias (Worlds Alliance for International Friendship through the Churches), un espacio donde cristianos de diferentes tradiciones eclesiales intentaron contribuir —aunque sin éxito— a la paz que se veía amenazada años antes de 1914; y el llamado Movimiento misionero, con clara conciencia de la tensión misión-unidad como expresión de la llamada del Espíritu a las Iglesias para que presenten unánimemente al mundo el único evangelio de Jesucristo.

La más decisiva entre las raíces enumeradas respecto al nacimiento del movimiento ecuménico es, sin duda alguna, la acción misionera. Ya en 1888 se había celebrado en Londres una conferencia misionera con carácter interconfesional e internacional, que sería el inicio de sucesivas reuniones similares. En 1890 se celebra otra en la ciudad de Nueva York, y años más tarde y en la ciudad de Edimburgo tiene lugar la Conferencia misionera mundial (1910), que es designada por todos los especialistas como cuna del movimiento ecuménico. Edimburgo representó la aceptación del desafío que la unidad plantea a la acción evangelizadora de las Iglesias. Las Iglesias no pueden presentar a un Cristo dividido. Sólo desde una misión unánimemente llevada adelante por todas las Iglesias cabe una evangelización auténtica. A partir de ese convencimiento nacía la idea ecuménica: la división es un pecado de desobediencia al evangelio y un escándalo para el mundo. Importa recordar que las conferencias misioneras precedentes habían tenido carácter protestante. La representatividad en Edimburgo se amplía enormemente; los hombres del anglicanismo juegan un papel decisivo; sin embargo allí no estuvieron presentes ni las Iglesias ortodoxas ni la Iglesia católico-romana. Muchos apostaron para que, en siguientes asambleas, católicos y ortodoxos pudieran compartir con ellos su común interés en el servicio de Jesucristo.

La significatividad de la Conferencia misionera mundial de Edimburgo (1910) radica en el hecho de que, a partir de ella, toman consistencia tres movimientos que van a consolidar la tarea ecuménica, y cuya confluencia en un solo organismo (el Consejo ecuménico de las Iglesias) dará enorme estabilidad al movimiento ecuménico durante buena parte del siglo XX. Los tres movimientos iniciales son: el Consejo internacional misionero (The International Missionary Council), creado en 1921 y que trabajará en la promoción de la obra misionera desde perspectivas ecuménicas, publicando una revista de alto nivel, The International Review of Missions, y celebrando grandes asambleas misioneras: Jerusalén (1928), Madras (1938), Whitby (1947), Willigen (1952), Ghana (1958), México (1963), Upsala (1968), Bangkok (1973), Melbourne (1980) y San Antonio (1989); el movimiento Vida y acción (Life and Work), llamado a veces Cristianismo práctico, y, por último, Fe y constitución (Faith and Order).

El movimiento Vida y acción se debe a la creatividad del arzobispo luterano Nathan Sóderblom (1866-1931), intelectual de talla y obstinado militante dispuesto a llevar el testimonio cristiano a la sociedad europea, conmocionada por una guerra devastadora. Gracias a su intervención, las asambleas de este movimiento se abrieron a cristianos de todas las tradiciones. La primera asamblea de Vida y acción tuvo lugar en Estocolmo (1925) y su filosofía subyacente es la idea de que «la doctrina separa, sólo la acción une». A pesar de la encarecida invitación a Roma para que asistiera junto a otras Iglesias, el cardenal Gasparri declinaría cortésmente dicha invitación. La segunda asamblea tiene lugar en Oxford (1937), bajo el tema de estudio «Iglesia, Nación, Estado». Es la época de los fascismos. Desde Oxford hay una palabra de condena al Estado cuando se convierte en ídolo. El movimiento Vida y acción se integrará años más tarde en el llamado Consejo ecuménico de las Iglesias.

El movimiento Fe y constitución, de mucha más entidad doctrinal, nacido también en el clima de Edimburgo (1910), se debe en concreto a la inspiración del sacerdote episcopaliano Charles H. Brent (1862-1929). Trabajó incansablemente para que las Iglesias se reunieran a dialogar sobre sus concepciones teológicas, bajo el método de los acuerdos y divergencias, método hoy superado pero imprescindible a comienzos del siglo XX, cuando durante siglos las Iglesias se habían ignorado completamente. La conferencia de Lausana (1927) reunió a delegados de 108 Iglesias, divididos en dos corrientes de pensamiento: una de tipo católico, impulsada por ortodoxos y anglicanos; otra de tipo protestante, representada por los delegados de las Iglesias reformadas. Cuando se celebró la segunda conferencia de Fe y constitución, en Edimburgo (1937), el liderazgo lo ostentaba William Temple, nombrado poco después arzobispo de Canterbury. Los delegados de las Iglesias trabajaron sobre temas como la gracia; la Iglesia de Cristo y la palabra de Dios; la Iglesia, sus ministerios y sacramentos; la unidad de la Iglesia en la vida y en el culto, etc. Los textos finales de cada uno de los temas estudiados necesitaron, con frecuencia, notas aclaratorias y precisiones para explicar las propias posiciones dogmáticas de las diferentes Iglesias participantes en Edimburgo. Años más tarde, Fe y constitución se fusionaría con Vida y acción, para constituir el Consejo ecuménico de las Iglesias. La razón era clara: los delegados de uno y otro movimiento llegaron a la conclusión de que la unidad cristiana no puede ladear ninguno de los dos polos de la fe cristiana: su vertiente teológica y su dimensión vital. Ambos se necesitan necesariamente.

La aportación católica al movimiento ecuménico antes del Vaticano II es tema complejo. Se ha recordado el rechazo oficial de la Iglesia católico-romana a las reiteradas invitaciones a participar en las asambleas de Vida y acción y Fe y constitución. Rechazo debido, sin duda, a la concepción eclesiológica dominante en aquellos años. La unidad de la Iglesia no podía hacerse a base de reuniones y conversaciones: dicha unidad existía ya en la Iglesia católica, no había razón para buscarla fuera de ella misma. Lo que debían hacer quienes se alejaron un día de su seno era regresar pura y llanamente. La idea del retorno iba a prevalecer hasta el Concilio. Tampoco faltaban razones pastorales: los fieles católicos podrían escandalizarse si su Iglesia —la verdadera— mantenía ambiguas relacionescon quienes eran cismáticos y herejes. Por todo ello, Roma se mantenía al margen de cualquier participación de tipo oficial en las asambleas ecuménicas. Pero con esto no está dicho todo.

Hay qué reconocer y estimar la labor delicada y callada, casi siempre incomprendida, que desde algunos sectores del catolicismo romano se llevó a cabo en favor de la reconciliación cristiana. Constituyen los antecedentes que hicieron posible su entrada durante el pontificado de Juan XXIII. Y es que habría que encontrar alguna explicación plausible a estos dos extremos: la prohibición total y absoluta, dictada desde la curia romana, a que los católicos participasen en reuniones ecuménicas, por una parte, y, por otra, la afirmación subsiguiente de que el movimiento ecuménico «es una gracia que ha surgido por impulso del Espíritu Santo» (UR 1). La explicación hay que encontrarla, pues, en una serie de acontecimientos y en personas muy determinantes, que fueron preparando el terreno propicio para la incorporación oficial del ecumenismo como parte del acervo doctrinal y pastoral de la Iglesia católica. Entre esos eventos y personajes cabe destacar el significado de las Conversaciones de Malinas (1921-1926), la creación de la abadía benedictina de Chevetogne (1925), la creación de los centros ecuménicos de Istina (París) y los de San Ireneo y Unidad cristiana (Lyon), la promoción del ecumenismo espiritual a través de la Semana de oración universal por la unidad (18-25 de enero) inspirada por el P. Paul Couturier, la creación de la Asociación Unitas, debida al P. Ch. Boyer, y la Conferencia católica para el ecumenismo (1952), obra de J. Willebrands. De gran importancia son igualmente los movimientos de restauración litúrgica, bíblica y patrística, que significaron un abrirse de la Iglesia a experiencias similares vividas por el anglicanismo, la ortodoxia y el protestantismo, así como las aportaciones teológicas y doctrinales llevadas a cabo por hombres de la altura de Chenu, Rahner, De Lubac, Von Balthasar y, sobre todo, el dominico Yves Congar, cuya obra Cristianos desunidos (1937) iba a significar la primera reflexión teológica del hecho ecuménico por parte católica.

El Consejo ecuménico de las Iglesias (CEI), en inglés World Council of Churches —la expresión más completa de los anhelos de unidad cristiana que existe hoy entre las Iglesias divididas— es, como se ha dicho, el resultado de la fusión de los movimientos Vida y acción y Fe y constitución, ocurrida en la Asamblea constituyente de la ciudad de Amsterdam, en agosto de 1948. Las 330 Iglesias que forman hoy día el CEI, representan a casi todas las tradiciones eclesiales, pertenecen a casi todos los países del mundo y mantienen relaciones fraternas con muchas Iglesias que no forman parte de él, como es el caso de la Iglesia católica. El CEI no pretende ser la Iglesia universal, ni una super-Iglesia; es, sin embargo, un medio privilegiado para hacer cada vez más visible la unidad dada ya en Cristo. Por eso es como una fase transitoria en el camino cristiano que va de la desunión de las Iglesias a la comunión completa de la Iglesia. Existe una base doctrinal que las Iglesias que deseen ser miembros del CEI deben suscribir. La actual redacciónquedó definitivamente formulada en 1961: «El CEI es una asociación fraternal de Iglesias que creen en nuestro Señor Jesucristo como Dios y Salvador según las Escrituras, y se esfuerzan en responder conjuntamente a su vocación común para gloria de solo Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo». El CEI, cuya sede central se halla en Ginebra, posee una organización compleja, que con el tiempo ha venido simplificándose. Su tarea gira alrededor de cuatro unidades de trabajo: 1) Unidad y renovación, dentro de la cual se halla la comisión de Fe y constitución, brazo teológico del CEI; 2) Vida, educación y misión; 3) Justicia, paz y creación, y 4) Participación y servicio.

La Asamblea general es la autoridad máxima del CEI y el órgano legislativo; se reúne cada seis o siete años en ciudades distintas y a ella acuden los delegados de las Iglesias miembros, con derecho a voto, representando a todos los estamentos eclesiales: clérigos y laicos, hombres y mujeres, jóvenes y adultos, miembros de Iglesias del primer y tercer mundo. Hasta ahora las Asambleas celebradas han sido las de Amsterdam (1948), Evanston (1954), Nueva Delhi (1961), Upsala (1968), Nairobi (1975), Vancouver (1983) y Canberra (1991). La Presidencia del CEI está asegurada por seis presidentes —cargos honoríficos— y un secretario general que anima y empuja realmente todas sus actividades. Estos son.los nombres que han desempeñado esta máxima responsabilidad hasta hoy: W. A. Visser't Hooft, Carson Blake, Philip Potter, Emilio Castro y Konrad Raiser.

El Consejo pontificio para la promoción de la unidad es el organismo encargado de las cuestiones ecuménicas por parte de la Iglesia católico-romana. En realidad su primer nombre fue el de Secretariado romano para la unidad de los cristianos (Secretariatus ad Christianorum Unitatem Fovendam), dicasterio creado en junio de 1960 por Juan XXIII, en vistas a que el Concilio ya anunciado pudiera incorporar la temática ecuménica, totalmente nueva para la Iglesia. El principal cometido de este organismo romano fue el asesoramiento técnico al papa y a los obispos durante las sesiones del Vaticano II. Ya entonces desarrolló una intensa labor. Además de la ayuda prestada a los padres en la elaboración del decreto Unitatis redintegratio (1964) y de la declaración Nostra aetate (1965), ha constituido posteriormente —junto a las jerarquías de otras Iglesias— las Comisiones mixtas de teólogos para el diálogo doctrinal; ha elaborado textos capitales para impulsar el ecumenismo: el Directorio ecuménico (1967-1970) y su nueva revisión en 1993, Reflexiones y sugerencias sobre el diálogo ecuménico (1970), La colaboración ecuménica a nivel regional, nacional y local (1975); ha ofrecido normas para la traducción ecuménica de los textos bíblicos juntamente con la Alianza bíblica mundial; mantiene el asesoramiento ecuménico a las conferencias episcopales de todo el mundo; prepara los materiales conjuntamente con el CEI para la celebración de la Semana de la unidad, y, finalmente, es notable el trabajo que lleva con respecto al judaísmo en materia religiosa. Los presidentes del Consejo pontificio han sido hasta ahora hombres de gran valía: Agustín Bea, Johannes Villebrands y Edward Cassidy. La actividad ecuménica, tanto a niveles internacionales como a niveles locales y nacionales, recae hoy sobre dos grandes organismos descritos: el Consejo ecuménico de las Iglesias y el Consejo pontificio para la promoción de la unidad, aunque es cierto que también existen iniciativas locales, sin carácter oficial, pero sumamente creativas, donde toman parte todos aquellos cristianos deseosos de plasmar en sus comunidades signos de unidad.

2. MOMENTO ACTUAL DEL ECUMENISMO. No son un secreto para nadie las realizaciones ecuménicas que, a todos los niveles, se han operado en los últimos cincuenta años. El trabajo realizado por las Comisiones mixtas en el plano doctrinal, entre unas Iglesias y otras, ha sido óptimo. Los encuentros a escalas más sencillas, como los grupos de oración, los encuentros parroquiales, las lecturas y comentarios bíblicos interconfesionales entre comunidades vecinas. Las liturgias comunes, tanto en monasterios como en centros ecuménicos, eran impensables hace pocos decenios. Se han derrumbado infinidad de malentendidos y falsos clichés que unos cristianos tenían de otros... Los herejes y cismáticos de antaño son hoy hermanos separados o simplemente hermanos cristianos de otras Iglesias.

Por lo que respecta a la Iglesia católico-romana habrá que reconocer, sin embargo, que tras los primeros años del posconcilio llenos de euforia —a veces algo ingenua, sin duda— han seguido momentos de desánimo y dejadez, de rutina, habiéndose convertido aquel primer ecumenismo audaz en un ecumenismo mucho más educado y cortés, más de buenas maneras que entregado a la búsqueda valiente de pasos concretos hacia la unidad. Si es cierto que en el movimiento ecuménico la paciencia es virtud fundamental —los desencuentros de siglos no pueden arreglarse de la noche a la mañana— es también verdad que a veces el inmovilismo se reviste de aparente paciencia.

Ante posibles situaciones de sincretismos y fundamentalismos, las Iglesias desean legítimamente reencontrar sus identidades. Seguramente este énfasis en la propia identidad retarda sinceras búsquedas de unidad junto a las otras Iglesias. Por eso el momento actual del movimiento ecuménico —sin olvidar sus innegables logros— atraviesa momentos difíciles, y su camino aparece, más que nunca, lleno de retos y desafíos. A la dificultad que suponen las espinosas cuestiones doctrinales —objeto del siguiente apartado— se suman los interrogantes que vienen a cuestionar los frágiles pasos dados. Los titubeos e incoherencias de muchos dirigentes de Iglesias ante la invitación de los mejores teólogos a llevar a buen puerto los acuerdos logrados, o las preguntas ante las urgencias de reconciliación humana —para muchos cristianos a veces más importantes que la misma reconciliación eclesiástica—, y el resurgimiento del clericalismo en Iglesias que creían caducado ese peligro, hacen que la utopía ecuménica esté siendo cuestionada en amplios sectores de las Iglesias. Y cuando no hay cuestionamientos serios al ecumenismo —difícilmente sostenible en Iglesias que apostaron por la búsqueda de la unidad cristiana— aparece de nuevo el fenómeno del desinterés y la desinformación, la desgana y el olvido, o el conformismo a permanecer desunidos como algo inherente a las mismas Iglesias.

Algunos de los problemas actuales que impiden una marcha más coherente del movimiento ecuménico tienen relación con el llamado fenómeno del proselitismo, es decir, la búsqueda desleal de nuevos adeptos venidos de otras comunidades eclesiales. El proselitismo es causa, por ejemplo, de que las relaciones entre las Iglesias ortodoxas y muchas otras Iglesias cristianas de tradición católica o protestante estén hoy día en punto muerto. Igualmente incide de manera muy negativa en las relaciones ecuménicas el fuerte incremento que han tomado en los últimos años algunas sectas fundamentalistas de tradición protestante, cuando se las confunde con las Iglesias realmente protestantes. La aparición de ciertos Nuevos movimientos religiosos de carácter sincretista, la Iglesia de la Unificación, o grupos de la Nueva Era, por ejemplo, son causa de enorme confusión, entorpeciendo negativamente las relaciones amistosas entre las Iglesias. Tomas de postura unilaterales de algunas Iglesias, como por ejemplo la validez de la ordenación ministerial de la mujer en la comunión anglicana, incide de manera directa en las relaciones con Roma y, sobre todo, con la ortodoxia oriental. Otros problemas internos a las mismas Iglesias, pero que repercuten también en el diálogo con las otras comunidades, son los referentes a las relaciones entre jerarquías y teólogos.

Si desde el punto de vista teórico es perfectamente conciliable el servicio de los obispos y el de los teólogos, el problema se suscita en el ámbito de la aplicación concreta y de las interrelaciones entre ambos servicios. Cuando los teólogos se hacen preguntas sobre los textos mismos del magisterio, o elaboran una reflexión crítica sobre la oportunidad de ciertas tomas de postura episcopales, o expresan su disentimiento de forma pública, las medidas tomadas a veces por la jerarquía para vigilar la integridad del depósito revelado, aparecen en ambientes ecuménicos como entorpecedoras de las relaciones ecuménicas. Por eso muchos procesos a teólogos ponen en entredicho, a los ojos de las otras Iglesias, no sólo el tema de la libre investigación teológica, sino la credibilidad de una Iglesia que ha apostado por la transparencia.

Los problemas y dificultades anotados hacen pensar a algunos en un cierto estancamiento ecuménico. Sin embargo, el movimiento ecuménico, a pesar de visiones pesimistas, es irreversible. Esta afirmación ha sido pronunciada por las más altas jerarquías de muchas Iglesias. La invitación que se hace a todos los cristianos, por ejemplo, desde la Tertio millennio adveniente, de Juan Pablo II, a llegar al próximo milenio mucho más unidos, es sólo un signo de la buena voluntad que se respira en las Iglesias cristianas. Pero la cuestión última estriba en saber si los acuerdos teológicos alcanzados ya van a ser ratificados por las autoridades eclesiásticas, es decir, si van a recibir la recepción eclesial traduciéndose en la vida de las Iglesias, de modo que la unidad de fe y costumbres convivacon la legítima variedad y pluralidad en la Iglesia una.


III. Carácter teológico

1. LA CUESTIÓN DE LA VERDAD EN EL ECUMENISMO. La unidad cristiana —objetivo último del movimiento ecuménico— tiene un precio caro. No cualquier tipo de unidad goza de la credibilidad suficiente entre las Iglesias. Sólo la unidad en la verdad recibe unánime aceptación como objetivo del ecumenismo. Por eso, cualquier intento de unidad que prescindiese del núcleo del depósito revelado estaría condenado al fracaso. La verdad es el precio de la unidad. El problema del ecumenismo es, en definitiva, el problema de la verdad.

De ahí que el movimiento ecuménico gire alrededor de dos polos centrales: la unidad de la Iglesia y la verdad de la revelación preservada en la Iglesia. Unidad y verdad que no pueden ni deben sacrificarse una en aras de la otra.

Tras el hecho de las divisiones eclesiásticas, y con el convencimiento de que Jesús oró ardientemente por la unidad de sus discípulos (In 17,21), a lo largo de la experiencia ecuménica se han evidenciado algunas convicciones básicas respecto al tipo de unidad que deben buscar las Iglesias. En primer lugar, dicha unidad debe tener una dimensión teológica, ya que debe constituir una koinonía tan íntima como la que existe entre el Padre y el Hijo; debe tener también una dimensión sacramental y de signo, significativamente visible «para que el mundo crea», y, finalmente, una dimensión confesional, en el sentido de que la unidad querida por Cristo no puede buscarse fuera o al margen de la Iglesia, sino en la Iglesia; de ahí la necesidad de la fidelidad confesional, aunque con deseos de trascenderla para alcanzar de nuevo la única confesionalidad de la Iglesia indivisa. Convicciones que manifiestan la idea central de que la unidad no se ha perdido totalmente, ya que entre las Iglesias divididas existen signos visibles de unidad (LG 15; UR 20-23) y, consecuentemente, el movimiento ecuménico no puede pretender crear la unidad como si ella fuera obra del hombre y no de Dios.

A partir de estas convicciones, los teólogos han reflexionado sobre posibles modelos de unidad. Quizá uno de los que han recibido mayor aceptación sea el de diversidad reconciliada, concepto que supone la aceptación de la propia identidad confesional por parte de cada Iglesia, rechazando sin embargo el aislamiento actual y tratando de abrirse a las otras comunidades para llegar a la plena comunión sin renunciar a su propia herencia. El concepto de diversidad reconciliada es asumido en grandes áreas del protestantismo y especialmente en medios de la Federación luterana mundial. Desde la Iglesia católico-romana —abandonada la idea del retorno a Roma como la única posibilidad de reencontrar la unidad de la Iglesia indivisa— se prefiere hablar de una eclesiología de comunión, en la que las diferentes Iglesias particulares, en comunión con la sede romana, como heredera del servicio de Pedro, podrían manifestar al mundo la catolicidad, sin abandonar la diversidad en la justa colegialidad de los obispos. El CEI, a través de sus diferentes asambleas, ha analizado el concepto de unidad proponiendo algunos elementos clave: debe ser unidad visible, vivida desde la realidad local (Nueva Delhi, 1961), según la categoría de comunidad conciliar de Iglesias locales (Nairobi, 1975), unidad que sería sacramental (Lima, 1982) y que estaría inmersa dentro del diálogo universal de culturas (Vancouver, 1983, y Canberra, 1991). Otras Iglesias han propuesto el modelo de unidad orgánica total, que consiste en la desaparición de las comunidades eclesiales actualmente existentes y que deciden entrar en un proceso de negociaciones para emerger todas ellas en una nueva Iglesia. Así, por ejemplo, la Iglesia de la India del Sur o la Iglesia unida del Canadá son resultado de la fusión de diferentes diócesis o Iglesias de distintas tradiciones, que dejaron de ser tales en un momento dado, para formar estas nuevas Iglesias.

Se recordaba antes que el problema del ecumenismo es, en definitiva, el problema de la verdad. Es cierto que antes de llegar al tema crucial de la verdad hay que transitar por los caminos previos de la tolerancia, del respeto mutuo, del cese de estériles polémicas, del diálogo y de la acogida de los otros; pero llega un momento en que la verdad aparece como la cuestión decisiva del ecumenismo. Porque finalmente, si las Iglesias buscan vivir la comunión, es porque esa es la voluntad de Dios para su Iglesia expresada en la revelación bíblica. Y ello no es cuestión trivial. Pero no todo lo que se propone en las Iglesias es verdad divina. Es esta la que hay que preservar de errores y distinguir de las tradiciones humanas, e inclusodel cuerpo doctrinal, por muy venerable que sea, pero que nunca habría que identificar con la verdad revelada. Se trata, por tanto, de precisar los límites de lo que se considera núcleo central de la fe —como tal irrenunciable— y la construcción doctrinal en la que la fe aparece revestida. Deslindar esos límites es parte del problema ecuménico. Este trabajo de clarificación entre la verdad de fe y su enunciado debe ser realizado por teólogos y jerarquías de las Iglesias, distinguiendo sin ambigüedades la propia fe de lo que es el sistema teológico que ha ayudado a generaciones a transmitirla, y revisando —cuando parezca necesario— la validez de las viejas fórmulas en los nuevos contextos histórico-culturales. Pero, además, es evidente que más allá de las expresiones y lenguajes teológicos existen realmente complejos problemas de contenido que todavía hoy dividen a las Iglesias. Precisamente ahí aparece con todo su realismo y seriedad la problemática ecuménica de tipo doctrinal.

2. Los PROBLEMAS DOCTRINALES DEL EcuMENISMO. Todas las Iglesias, también la Iglesia católico-romana, vienen manteniendo entre sí desde hace varios años diálogos oficiales de tipo teológico, algunos de tipo bilateral (entre dos Iglesias), otros con carácter multilateral (entre varias comunidades eclesiales). La Iglesia católica tiene establecidos ahora mismo diálogos doctrinales con las siguientes Iglesias o comuniones eclesiales: Iglesias ortodoxas de tradición bizantina y antiguas Iglesias orientales no calcedonianas; Comunión anglicana; Federación luterana mundial; Alianza reformada mundial; Consejo metodista mundial; Iglesias de los discípulos de Cristo; y con algunas Iglesias de la Alianza bautista mundial y del Movimiento pentecostal. De carácter muy peculiar es el diálogo que mantiene con el Consejo ecuménico de las Iglesias (CEI).

He aquí algunos de los problemas que todavía separan a las Iglesias y que son objeto de los diálogos interconfesionales: el concepto de Iglesia; el concepto y el ejercicio de los ministerios y del ministerio de la unidad; el papel de María en la historia de la salvación, y el tema y la práctica de la intercomunión. Se dejan al margen ciertos temas clásicos que en el pasado ocuparon la atención de las polémicas: problema de la justificación de la fe, relaciones entre naturaleza y gracia, definición del acto de fe y del pecado, posibilidad del conocimiento natural de Dios, teología natural y revelación cristiana, Revelación, Biblia y Tradición, unicidad y centralidad de Jesucristo en la salvación, etc. Temática que ha recibido en los últimos años aportaciones mucho más matizadas que en el pasado y sobre la que se vislumbran consensos muy prometedores.

a) El concepto de Iglesia. La idea que los reformadores del siglo XVI propusieron de Iglesia resultó extraña a la mayoría de los teólogos de su tiempo. Martín Lutero distinguió entre Iglesia invisible (la verdadera) e Iglesia visible (llena de errores y falsa). Y a la hora de definirla se expresaba así: existe Iglesia «allí donde la palabra se predica correctamente y donde los sacramentos se administran rectamente». Aquella idea ha tenido lógicamente desarrollos posteriores: «El conjunto de hombres y mujeres que se adhieren a la llamada de Dios para constituirse como Pueblo por la obediencia». En esta concepción existe indiscutiblemente una prioridad de la acción del Cristo glorioso, a través del Espíritu Santo que llama al fiel como en un acontecimiento actual y vertical, y cuya acción acontece en la Iglesia local. La idea católica de Iglesia, por el contrario, revalorizó siempre los elementos dados por el Cristo histórico y por los apóstoles desde los orígenes. Pone énfasis no sólo en la acción salvífica, sino también en los medios de salvación, los valores institucionales y estructurales que vienen dados desde el principio, es decir, la estructura sacramental (sucesión apostólica, ministerios como sacramento).

Existe hoy un indiscutible acercamiento. Se está superando aquella visión protestante que sólo veía el elemento salvífico que se daba en la Iglesia local en un momento determinado; pero se está superando también aquella visión católica que parecía dar exclusiva preferencia al elemento institucional, cuando se la concibió como Societas perfecta.

Por parte católica, tras el Concilio, hubo un desmarque a la hora de identificar la Iglesia católica con la Iglesia de Cristo. No cabe la identificación total y exclusiva. Se buscó sustituir la fórmula Ecclesia Catholica est Ecclesia Christi por Ecclesia Christi subsistit in Ecclesia Catholica (LG 8; UR 4; DH 1-2). Además la Iglesia católica viene empleando una fórmula que habla de las Iglesias hermanas, atribuida ciertamente a las Iglesias ortodoxas y en alguna ocasión a la Iglesia anglicana; la pregunta es si llegará un día en que se aplique también a las Iglesias de la Reforma.

b) El problema de los ministerios. La cuestión ministerial no es solamente un problema teórico: tiene también dimensiones prácticas. Entre la Iglesia católica y la Comunión ortodoxa de Iglesias no existen hoy grandes discrepancias; las graves diferencias aparecen con respecto a las Iglesias reformadas y a las Iglesias anglicanas (con estas últimas, sobre todo a partir de la publicación de la Apostolicae curae, de León XIII [18961). Es cierto que los últimos Papas han tenido gestos (y por los gestos también se habla) con los arzobispos de Canterbury, que hacen pensar en una nueva modalidad de enfocar la cuestión ministerial anglicana.

La dificultad para la Iglesia católica se formula así: ¿qué garantías tienen unos ministerios eclesiales que no fueron instituidos desde el principio por la imposición de manos dentro de la sucesión apostólica? Y las preguntas y cuestiones de unos a otros aparecen así formuladas: 1) Respecto a los ministerios en general: ¿es ministerial toda la Iglesia o sólo una parte, es decir, la que constituyen los diáconos, presbíteros y obispos? 2) Respecto a la identidad, la pregunta inquiere sobre si el ministerio es algo constitutivo o algo funcional y regulativo, y si constituye —en aquellos que tienen ordenación— un sacramento, o es el rito de ordenación un simple rito venerable. Las Iglesias de tradición episcopal poseen el triple grado de diáconos, presbíteros y obispos, pero ¿esto es de revelación bíblica o de derecho eclesiástico? Y cuando los ministros son ordenados, ¿suposición es estar enfrente de la Comunidad o dentro de la Comunidad? ¿Representan a Cristo cabeza o representan a la comunidad delante de Dios? En los últimos años se ha suscitado, además, el problema de la ordenación de la mujer, con una negativa rotunda tanto por parte de la Iglesia católica como de las Iglesias ortodoxas. Es verdad que el Documento de Lima (1982) sobre Bautismo-Eucaristía-Ministerio ha venido a suscitar nuevas esperanzas de ver un día el reconocimiento mutuo de los ministerios con ordenación.

c) El problema del primado romano. La institución papal —creada para fomentar y mantener la unidad— se convirtió con el tiempo en su mayor obstáculo, llegando a estar en medio de las escisiones de Oriente y Occidente, en el centro de las divisiones del siglo XVI en la Europa cristiana y en el inicio del nacimiento de la Iglesia vétero-católica, tras las definiciones del Vaticano I (1869-1870) sobre la jurisdicción universal del primado romano y la infalibilidad de su magisterio extraordinario. Para la Iglesia católica, sin embargo, es tema que afecta al núcleo de la fe católica. Hoy ya no se plantea desde contexto polémico, sino desde la eclesiología de comunión, en el que todo el episcopado mantiene relaciones colegiales, aunque uno, cuyas funciones no deben estar en contraposición, está a la cabeza de ese colegio.

Para conocer en profundidad el tema y superar ciertas visiones del pasado han servido mucho las investigaciones bíblicas sobre la figura de Pedro y las investigaciones históricas sobre el primitivo cristianismo y el papel de instancia orientativa y última de que gozó entonces la Iglesia de Roma. En una perspectiva ecuménica, debe rechazarse la lectura maximalista del Vaticano I, que hace pensar como si todo lo que dice y habla el papa fuera ex cathedra. Por tanto, hay necesidád de una paciente exégesis de las fórmulas, teniendo en cuenta la advertencia que el mismo Ratzinger, presidente de la Congregación de la doctrina de la fe, dio hace años: «Roma no debe exigir a Oriente una doctrina sobre el primado distinta a la formulada en el primer milenio...». Y el mismo Juan Pablo II en la encíclica Ut unum sint ha pedido encarecidamente que las jerarquías y teólogos de otras Iglesias le ayuden —en un diálogo sincero— a encontrar el mejor modo del ejercicio del primado (UUS 95-96).

Hoy están ya elaborados textos ecuménicos muy prometedores respecto al tema del primado romano: la Relación de Malta (1972), titulada El evangelio y la Iglesia, de la Comisión luterano-católica internacional llega a decir: «El primado de jurisdicción debe ser un servicio a la comunidad y vínculo de unidad». El Grupo teológico luterano-católico USA, en su texto sobre el primado del papa (1974), daba tres principios que podrán esclarecer muchas cuestiones: la necesidad de admitir en la Iglesia una legítima diversidad; el respeto que se debe a la colegialidad de obispos e Iglesias particulares, y el principio de la subsidiaridad, que supondría el abandono definitivo de posiciones centralistas. Por último, la Declaración de Windsor (1981), titulada La autoridad en la Iglesia, de la Comisión anglicano-católica, ha llegado a afirmar: «La necesidad de una primacía universal... que debe estar en Roma» (n. 9); «puede dejar de ser un obstáculo, dado el desarrollo reciente...» (n. 14); pero «debe ejercerse en asociación colegiada..., ya que no es poder, sino servicio» (n. 19).

d) El papel de María en la historia de la salvación. Este es uno de los temas más delicados en la agenda ecuménica, debido a las diferentes sensibilidades cristianas. Existe en el tema mariológico mucha más comunión entre ortodoxos y católicos que entre estos y los fieles de la Reforma.

Es tradicional el rechazo protestante ante las manifestaciones de la piedad y del culto mariano del catolicismo. En el fondo, se hallan las dispares atmósferas espirituales: leyendas medievales, santuarios marianos, apariciones y milagros, devociones y escapularios, excesos barrocos... Todo lo cual constituye un mundo extraño a los fieles reformados. Se une a ello el escaso material bíblico, los silencios significativos de los tres primeros siglos, las frágiles argumentaciones escolásticas respecto a los privilegios marianos, la dificultad de mantener con nitidez el carácter mediador único de Jesucristo y la proclamación de los dogmas de la Inmaculada Concepción (1854) y la Asunción corporal (1950). Dos razones de base subyacen en el rechazo protestante a las doctrinas conciliares sobre María: la posibilidad de elevar a categoría dogmática una doctrina no bíblica, y el ejercicio del magisterio papal al margen del Concilio.

Existen, sin embargo, puntos de acercamiento. En ambientes cultos protestantes se reconoce que en sus medios se ha infravalorado, a veces, a María, y se está iniciando una seriareflexión para reencontrar el debido equilibrio. Cabría afirmar que, por parte protestante, la teología reformada ha sido «una teología de reacción y falta de equilibrio» (Warren A. Quanbeck); incluso se ha llegado a decir que los nombres de María y de Pedro en el protestantismo apenas han sido musitados. Pero ello ha significado una «pérdida de realismo en cristología, y casi un menosprecio de la humanidad de Cristo». El protestantismo debe confesar más abiertamente sin reparos a María como Theotokos (madre de Dios), pues es evidente que María no significa ningún atentado a la obra de Cristo, sino más bien garantía de la humanidad de Cristo. Y Edmund Schlink escribe en 1983: «María, la madre de Jesús, pertenece inseparablemente al mensaje de la venida de su Hijo al mundo. En ninguna época puede la Iglesia silenciar ni olvidar a la madre terrena de Jesús. Con todo derecho ha introducido la Iglesia el nombre de María en el credo y la recuerda en todo tiempo como la elegida de Dios».

Por parte católica cabe distinguir dos fases, ubicadas entre la proclamación del dogma de la Asunción de María (1950) y la celebración del Vaticano II (1962-1965). La primera se define por un quizá desmedido interés en alcanzar nuevas definiciones de dogmas marianos (María corredentora, María medianera de todas las gracias...). Eran momentos de euforia mariana. La segunda busca un acercamiento mariano con mayor rigor bíblico, más sobriedad en el culto, lo que para algunos, sin embargo, supone un empobrecimiento mariano. El Vaticano II dio el tono. Se intentó buscar la verdadera perspectiva, esdecir, relacionar a María con Cristo y con la Iglesia, no al margen y aparte de ellos. Una minoría de padres conciliares había pretendido –sin éxito–promulgar un esquema sobre la Virgen con personalidad propia. Triunfó el buen sentido, y hoy María constituye el capítulo octavo de la Lumen gentium.

Queda todavía un largo camino por recorrer. Oscar Cullmann, uno de los grandes teólogos protestantes, pero que manifiesta simpatías con tesis católicas, expresa de manera muy correcta lo que se piensa en tantos espacios evangélicos: «En cuanto al espinoso tema de la mariología, que entorpece el diálogo entre católicos y protestantes, me ciño a preguntar: todos los dogmas marianos, ¿pueden en serio ser considerados como un desarrollo de las afirmaciones contenidas en el Nuevo Testamento y en las confesiones de fe de la Iglesia antigua sobre la concepción por el Espíritu Santo y sobre el nacimiento virginal? J. Ratzinger afirma con insistencia, refiriéndose al Vaticano II, que la mariología está anclada en la cristología y, además, que los cuatro dogmas marianos tienen un fundamento bíblico que, según él, sería evidente. Sin embargo, el camino que, con rodeos, conduce a contrapelo del dogma de la Asunción corporal de María a las afirmaciones del Nuevo Testamento (y a las confesiones de fe de la Iglesia antigua), ¿no es, a pesar de todo, demasiado largo para que lo consideremos como un desarrollo de estas afirmaciones? Un tan gran distanciamiento, como en este caso, ¿no tiene su importancia?»1.

El hecho de que el tema de María esté presente en algunos de los diálogos bilaterales, así como la afirmación de Juan Pablo II en su encíclica Redemptoris mater: «Hay que resolver discrepancias considerables de doctrina... referentes al papel de María en la historia de la salvación» (RM 31), indican, por una parte, que se reconocen los problemas existentes, pero en una perspectiva de diálogo, y, por otra, que la figura de María, lejos de atentar a la mediación única de Jesucristo, está siendo considerada cada vez más como un modelo de identificación para los cristianos, en cuanto que ella fue la más fiel de los creyentes y el estímulo de todos aquellos que se ponen a la escucha de la palabra de Dios.

e) La intercomunión. El no poder comulgar juntos en una misma eucaristía es, quizá, el signo más visible de la división de los cristianos. Problema que afecta a los matrimonios mixtos, pero también a muchos cristianos que desean hacer visible la unidad ya existente entre todos los cristianos, y que se preguntan: ¿por qué no podemos comulgar juntos? Pero este problema refleja problemas previos y subyacentes de tipo sacramental, eclesiológico, jurídico y de fe, que dificultan la práctica normal de la comunión entre cristianos. Varios términos se emplean para designar el problema: intercomunión, comunicatio in sacris, hospitalidad eucarística, etc.

Si se quiere entender la problemática que subyace en esta cuestión se debe recordar la doble consideración que cabe hacer respecto a la eucaristía: 1) Por una parte, ella es expresión y manifestación visible de la comunión eclesial. Manifiesta visiblemente la unión de todos aquellos que celebran juntos el memorial de Jesucristo. Comulgar significa vivir juntos, tener un mismo pensar, amar y esperar, trabajar por el Reino de manera unánime. Es culmen de la vida cristiana. Por eso cuando no se comparte la misma fe eclesial —que es más que creencias sueltas y numéricamente contables– difícilmente la eucaristía compartida puede ser expresión de comunión eclesial. Comulgar juntos deja entonces de ser signo coherente de la fe eclesial. Ante esta consideración, la intercomunión no debe ser practicada, porque no expresa visiblemente la comunión eclesial, pues no existe en realidad. 2) Por otra parte, la eucaristía es medio y causa de la gracia que anuncia. En este sentido, la intercomunión cabe como camino para recomponer la comunión eclesial rota (UR 8).

Ante ese panorama de principios, las diferentes Iglesias cristianas tienen prácticas distintas, según pongan el acento en uno u otro de los principios recordados. La ortodoxia y el catolicismo romano acentuaron siempre el principio de la necesidad de la plena comunión en la fe para poder acceder a la eucaristía. Esta posición se basa en el respeto a la verdad y a la coherencia de la fe. Cualquier otra práctica debilita y banaliza la misma acción eucarística. El dolor sentido al no poder comulgar juntos no fomenta un conformismo fácil, sino que es acicate de nuevos impulsos para superar las divisiones2. Las Iglesias de la Reforma, al poner el acento en el bautismo que une radicalmente a todos los cristianos, permiten más fácilmente la práctica de la intercomunión. En ellas es muy frecuente la hospitalidad eucarística (admisión por parte de una Iglesia a los cristianos de otras comunidades para acercarse a participar libremente en la propia celebración eucarística).

Los teólogos, de unas y otras Iglesias, justifican sus posiciones. Heinrich Fries (católico), por ejemplo, invita a que la Cena del Señor no tenga por qué ser considerada exclusivamente como signo y expresión de una unidad ya existente, pues cabe perfectamente la consideración de signo que causa y acrecienta la misma unidad. Unidad de la Iglesia que nunca es una realidad monolítica y acabada, sino que está bajo el signo de la provisionalidad y de lo no acabado de la reserva escatológica, realidad abierta y viva y que puede describirse muy bien como don y como tarea. Sin embargo no es partidario de una intercomunión frecuente y una práctica generalizada, porque equivaldría implícitamente a afirmar que la separación de las Iglesias carece de importancia teológica.

El teólogo evangélico J. J. von Allmen propone una serie de condiciones para la credibilidad de la intercomunión: «Teológicamente el triunfo sobre las divisiones no es la intercomunión (que pasa por encima de la división cristiana que permanece), sino la comunión (que sella una división ya superada, ya abandonada, por tanto). Por eso, a la hora de tomar decisiones concretas, el problema se ve afectado por tantos factores no teológicos, que una solución teológicamente pura es imposible, de modo que hay que considerar la intercomunión como una anomalía admisible»3. He aquí las condiciones que expone von Allmen para la intercomunión: 1) No se la debe confundir con la recuperación de la unidad; 2) es sólo una etapa de esa recuperación; 3) debe estar autorizada, si es verdad que la comunión es un misterio en el que se es recibido; 4) una intercomunión por propia cuenta y riesgo es más una satisfacción egoísta que un factor que acelere la unidad; 5) debe ser resultado de algún consenso eucarístico, siquiera mínimo entre las diferentes Iglesias que practican la intercomunión, y con las condiciones que permitan evitar nuevos cismas y disensiones.

Por último, el teólogo dominico Yves Congar parte del principio de que «no puede haber celebración eucarística al margen de la comunión en la fe», y que la victoria entre las divisiones no consiste en la intercomunión, sino en la verdadera comunión. Pero Congar es sensible a la problemática de muchas parejas que han formado matrimonios mixtos, y de muchos de nuestros contemporáneos para los que la verdad se encuentra más en la línea de la experiencia de seriedad vivencial que en reglas objetivas y definidas. Por ello llega a descubrir en estas transgresiones de las reglas un sentido positivo, siempre que no sean producto de la ligereza o indiferencia, sino de la necesidad espiritual.


IV. Pistas pedagógicas

Habiendo analizado el término ecumenismo y, sobre todo, la realidad eclesial que implica (la búsqueda de la unidad querida por Cristo), varias cosas han quedado claras: en primer lugar, que el ecumenismo es una gracia del Espíritu Santo. Lo afirma explícitamente el Vaticano II en su decreto Unitatis redintegratio: Gracia que impulsa a todos los cristianos a anhelar la unión, a orar por ella y a trabajar, preparando de mil modos y maneras, el don de la unidad que Cristo quiere para su Iglesia (cf UR 1). En segúndo lugar, que en la tarea para llegar a la plenitud de la unidad los cristianos se encuentran con numerosos problemas de tipo doctrinal, y también con dificultades históricas, psicológicas y ambientales que se heredaron de siglos de desunión. Finalmente, parece claro que las diferentes Iglesias cristianas, después de un cierto acercamiento y de participación activa en el movimiento ecuménico, han ido adquiriendo una experiencia que debe traslucirse en la vida de todo el pueblo de Dios.

La razón de ser de esta cuarta parte es precisamente ofrecer algunas pistas de tipo práctico para que los fieles católicos, en su proceso de iniciación en la fe, en las celebraciones cristianas y en sus compromisos apostólicos, se impregnen de la dimensión ecuménica que debe acompañar la fe y la práctica de todo discípulo de Jesucristo. Por eso veremos en un primer momento la dimensión ecuménica que se desprende de la catequesis y de la predicación evangélica; después, las pautas que ofrece el Directorio ecuménico (1993), y, por último, cómo se podría enfocar en concreto la catequesis dirigida a los niños, a los jóvenes y a los adultos, desde el punto de vistá ecuménico.

1. LA DIMENSIÓN ECUMÉNICA DE LA CATEQUESIS Y DE LA PREDICACIÓN. Aunque el movimiento tiene un origen reciente –inicios del siglo XX–, teológicamente encuentra su explicación en el vínculo existente entre la Iglesia y el misterio de su unidad. De ahí que todo lo eclesial tenga una tensión hacia la unidad de la Iglesia, o con otras palabras: una dimensión ecuménica debe reflejarse en toda la vida de la Iglesia, también en la catequesis y en la predicación.

Para ello, el decreto Unitatis redintegratio, al hablar de los Principios católicos del ecumenismo, propone tres factores que, de menos a más, contribuyen a que la dimensión ecuménica vaya impregnando la vida de la Iglesia: en primer lugar, evitando caer en los errores acríticos del pasado: «Intentos de eliminar palabras, juicios y actos que no sean conformes, según justicia y verdad, a la condición de los hermanos separados» (UR 4b). En segundo lugar, promoviendo el diálogo: «El diálogo, entablado entre peritos y técnicos en reuniones de cristianos de diversas Iglesias o comunidades... (hace que) todos adquieran un conocimiento más auténtico y un aprecio más justo de la doctrina y de la vida de ambas comuniones» (UR 4b). Y en tercer lugar, fomentando el aprecio hacia los hermanos de otras Iglesias: «Es necesario que los católicos, con gozo, reconozcan y aprecien en su valor los tesoros verdaderamente cristianos que, procedentes del patrimonio común, se encuentran en nuestros hermanos separados» (UR 4h), ya que «todo lo que obra el Espíritu Santo en los corazones de los hermanos separados puede conducir también a nuestra edificación» (UR 4i).

Todo en la Iglesia católica posee una dimensión ecuménica que debe traslucirse en su vida. También, lógicamente, su catequesis y su predicación del evangelio comparten aquellos aspectos que tan explícitamente recuerda el Vaticano II. No cabe, pues, una catequesis que mantenga palabras, juicios o actos en contra de la dignidad de los hermanos de otras Iglesias, que no promueva el diálogo, o que no valore en su justa medida los tesoros cristianos y la obra del Espíritu Santo que se encierra en las comunidades cristianas separadas de Roma.

2. LAS PAUTAS DEL «DIRECTORIO ECUMÉNICO» (1993). Para que la doctrina y las directrices ecuménicas del Vaticano II puedan llegar a todo el pueblo de Dios, el Pontificio consejo para la promoción de la unidad ha puesto al día recientemente el Directorio ecuménico para la aplicación de los principios y normas sobre el ecumenismo (1993), que en su día publicase el Secretariado romano para la unidad (1967-1970). De él se coligen algunas pautas que pueden ayudar tanto a la catequesis específicamente católica, para la presentación de temas ecuménicos, como a la colaboración ecuménica en el campo de la catequesis.

Una catequesis específicamente católica deberá tener en cuenta aquellos elementos del Directorio ecuménico que inciden en la educación de la propia fe, en la celebración cristiana —litúrgica o paralitúrgica— y en el compromiso apostólico de los fieles católicos.

a) Parte de la catequesis consiste en iniciar en la enseñanza de la fe y de la doctrina. Afecta a la fe y a la doctrina eclesiológica católica todo lo referente al misterio de la Iglesia y su unidad en el plan de Dios, como también el reconocimiento del hecho de las escisiones que, en contra de la voluntad unificante del Espíritu Santo, aparecieron en Oriente y Occidente, y más tarde en la misma Iglesia de Occidente. La comunión y la unidad, aunque dañadas por el pecado humano, nunca fueron aniquiladas. Es doctrina católica que la Iglesia de Cristo subsiste en la Iglesia católica, y que la plenitud de la unidad de la Iglesia de Cristo se ha mantenido en ella. Este hecho y esta convicción no obsta para que las otras Iglesias, aun no estando en plena comunión con la Iglesia católica, conserven en realidad cierta comunión con ella, ya que existen numerosos elementos compartidos por todas las tradiciones cristianas. Elementos que podrían ayudar a superar las divisiones heredadas del pasado (Cf DE 11-20). Toda esta temática de tipo eclesiológico debería ser incorporada en la catequesis. Pero además, el mismo Directorio ecuménico recuerda unas líneas directrices, recogidas en la Catechesi tradendae, de Juan Pablo II, que aquí resumimos: 1) la catequesis debe exponer con claridad toda la doctrina de la Iglesia católica, respetando especialmente el orden y la jerarquía de las verdades y evitando las expresiones o formas de exponer la doctrina que obstaculizarían el diálogo; 2) al hablar de las otras Iglesias y comunidades eclesiales es importante presentar correcta y lealmente su enseñanza; 3) la catequesis tendrá una dimensión ecuménica si suscita y alimenta un verdadero deseo de unidad y, aún más, si provoca esfuerzos sinceros, incluidos los esfuerzos de humildad para purificarse, a fin de quitar los obstáculos existentes a lo largo del camino; 4) la catequesis debe tener esta misma dimensión ecuménica si se dedica a preparar a los niños y a los jóvenes, así como a los adultos, para vivir en contacto con otros cristianos, formándose como católicos y al mismo tiempo respetando la fe de los otros; 5) pero esto se puede hacer discerniendo las posibilidades ofrecidas por la distinción entre las verdades de fe y sus modos de expresión y por el esfuerzo mutuo de conocimiento y estima de los valores presentes en las tradiciones teológicas respectivas, así como por el hecho de mostrar con claridad que el diálogo ha creado nuevas relaciones que, si se entienden bien, pueden llevar a la colaboración y a la paz (cf DE 61).

b) Pero la catequesis no consiste únicamente en enseñar la doctrina, sino que es iniciación a toda la vida cristiana. Por eso parte de la catequesis, desde la perspectiva ecuménica, debería consagrarse a que en la iniciación a las celebraciones litúrgicas y paralitúrgicas se tenga en cuenta todo lo referente a la comunión de vida y de actividad espiritual entre los bautizados, que constituye el capítulo cuarto del Directorio ecuménico. Son varios los elementos que deberán considerarse.

c) Todo lo referente al sacramento del bautismo, como sacramento de incorporación a Cristo y a su Iglesia, el mutuo reconocimiento, la validez y la fórmula trinitaria, las condiciones para la participación del ministro católico en la celebración bautismal de otra comunidad eclesial, la cuestión de los padrinos y madrinas, la validez del bautismo administrado en otras Iglesias cristianas, etc. (DE 92-101).

d) Es de suma importancia ecuménica saber que el compartir espiritual es algo admitido en la práctica cristiana y abarca realidades como la oración hecha en común, el compartir el culto litúrgico, el uso común de lugares y de los objetos litúrgicos necesarios para el culto. Pero es lógico pensar que debe hacerse de un modo y en un grado apropiados a su actual estado de división (DE 102). La catequesis deberá ofrecer los principios que rigen el compartir espiritual con los otros cristianos. El primer principio es la existencia entre todos los bautizados de una «real comunión, aunque imperfecta, que puede expresarse de múltiples formas, incluido el compartir la oración y el culto litúrgico»; el segundo es que, entre los elementos y dones que pertenecen como propios a la Iglesia católica, algunos existen fuera de sus límites visibles, y por tanto las celebraciones de estas Iglesias o comunidades eclesiales pueden alimentar la vida de gracia en quienes participan en ellas; el tercero es que, sin embargo, el carácter incompleto de la comunión existente entre los cristianos de diferentes Iglesias hace que, a la hora de compartir, no pueda hacerse sin restricciones; por lo que se hacen necesarias algunas normas, teniendo en cuenta la diversidad de situaciones eclesiales; por último, siendo la concelebración eucarística una manifestación visible de la plena comunión de fe, de culto y de comunidad de vida, no está permitido concelebrar la eucaristía con ministros de otras Iglesias y comunidades eclesiales (cf DE 104). Será necesaria, según las edades y la formación de los catequizandos, una explicación sobre los temas complejos que implica el compartir la vida sacramental, especialmente la eucaristía (DE 122-136).

e) Debe entrar en la catequesis la explicación y el significado ecuménico de todo aquello que implica el permiso de utilizar templos, edificios, hospitales y cementerios católicos a hermanos de otras Iglesias que no disponen de tales espacios apropiados (DE 137-142). E incluso, «allí donde existen buenas relaciones ecuménicas, puede resultar de interés práctico la posesión o uso común de lugares de culto durante tiempo prolongado» (DE 138).

f) Una seria catequesis católica con dimensión ecuménica deberá tener en cuenta los complejos aspectos del llamado matrimonio mixto referido al matrimonio entre una parte católica y cualquier otra parte cristiana bautizada que no está en plena comunión con la Iglesia católica (DE 143-160).

g) Finalmente, la catequesis inicia a los católicos en el compromiso apostólico. Compromiso que, desde la perspectiva ecuménica, invita a la colaboración, al diálogo y al testimonio común. El Directorio ecuménico dedica el capítulo quinto a esta temática. Teniendo en cuenta los diferentes tipos de colaboración enumerados en el texto, parece que la catequesis debería insistir fundamentalmente en aquellos aspectos que hacen referencia a la colaboración en la vida social y cultural con los cristianos de otras Iglesias: estudio común de las cuestiones sociales y éticas (DE 214), colaboración en el campo del desarrollo, de las necesidades humanas y de la protección de la creación (DE 215), de la medicina (DE 216) y de los medios de comunicación social (DE 217-218).

De diversa índole serían otros tipos de colaboración ecuménica entre cristianos de distintas Iglesias (trabajo común respecto a traducciones de la Biblia, elaboración de textos litúrgicos comunes, colaboración en institutos de enseñanza superior, etc). En nuestro contexto es especialmente interesante la colaboración en el campo de la catequesis. No se trataría ahora de la dimensión ecuménica de la catequesis católica, sino de la colaboración ecuménica en el terreno catequético. También el Directorio ecuménico aborda nuestro tema en los números 188, 189 y 190. Este tipo de colaboración se vislumbra sólo en circunstancias en que la enseñanza de la religión se hace en común con miembros de religiones diferentes de la cristiana. Tres situaciones completamente distintas que requieren tres acercamientos.

En el primero de los casos, la Iglesia reconoce que tal colaboración en el terreno de la catequesis con otros cristianos «puede enriquecer su vida», pero «completando la catequesis normal que de todos modos deben recibir los católicos». Y es que habrá de considerarse que, pese a que los cristianos poseen muchos elementos comunes —y ese es el fundamento de tal colaboración—, la comunión entre ellos todavía no es completa y perfecta. De ahí se sigue que, en el campo de la catequesis, la colaboración ecuménica sólo puede ser limitada, pues «no se trata de buscar una reducción al mínimo común» (DE 188). El otro caso contempla la situación que puede darse cuando los Estados imponen una forma de enseñanza cristiana común a católicos y protestantes u ortodoxos; en realidad no se trata ahorade una verdadera catequesis, aunque no se niega que tal tipo de enseñanza posea valores ecuménicos incuestionables, a condición de que se resalten suficiente y lealmente elementos del acervo común cristiano. En este caso habrá que asegurar a los niños y jóvenes católicos una catequesis específicamente católica (DE 189). El último supuesto implica una dificultad mayor. Ocurre cuando las leyes de educación de algunos países permiten la enseñanza religiosa en las escuelas a alumnos de diferentes religiones. En ese caso deberá hacerse un esfuerzo particular para asegurar que el mensaje cristiano se presente de manera que se resalte la unidad de fe que ya existe entre los cristianos en temas fundamentales (DE 190).

3. CÓMO TRANSMITIR EN LA CATEQUESIS CONTENIDOS ECUMÉNICOS. Se trata, en este último apartado, de sugerir algunas pautas en orden a transmitir, más allá de la dimensión ecuménica que posee en sí la catequesis, algunos contenidos programáticos que ayuden al catequista a emplear unas sesiones de la misma.

— Respecto a la catequesis con niños (10-13 años), podrían suscitarse tres temas, cuya explicación deberá matizarse lo suficiente para que el niño no concluya con la idea de que es indiferente la existencia de muchas Iglesias distintas sin comunión entre ellas: Tema 1: Jesús quiso una sola Iglesia. Explicación de lo que significa unidad como característica de la Iglesia de Cristo, pese a la diversidad de Iglesias extendidas por todo el mundo. La diversidad, cuando mantiene la comunión, es una riqueza. Tema 2: Los cristianos no supieron mantener la unidad querida por Cristo. Los pecados de los cristianos —ambición, orgullo, incomprensiones— hicieron que la Iglesia de Jesús no mantuviese a la perfección aquella unidad que tuvo en los primeros tiempos. No es bueno buscar culpables en una sola parte: todos tuvieron su parte de responsabilidad en las divisiones eclesiales. El caso es que unos y otros, cuando estaban rompiendo la unidad, creían que lo hacían por fidelidad a la voluntad de Cristo. Tema 3: Los cristianos deben orar y trabajar para recuperar la unidad. Durante siglos, los cristianos, cada uno dentro de su Iglesia, no querían saber nada de los otros. Llegaron a considerarse incluso enemigos. Se echaban mutuamente las culpas. Hasta que llegó lo que se llama el ecumenismo: la gracia del Espíritu Santo que ha significado un interés en todas las Iglesias para unirse en la comunión que Cristo quería. Para que llegue tal unión, los cristianos necesitan: orar, perdonarse, conocerse unos a otros, respetarse y dialogar, en orden a cumplir la voluntad de Cristo.

— Respecto a la catequesis con jóvenes (14-25 años). Se trataría de ofrecer una temática en la que aparezcan, con un desarrollo mayor, los siguientes temas: Tema 1: La necesidad de vivir en un mundo de tolerancia y respeto a las opiniones ajenas. La sociedad occidental presenta como uno de sus logros más preciados el respeto a la persona y la tolerancia con sus ideas, aunque no las acepten personalmente. Esta nueva situación significa el destierro para siempre de la intolerancia, el fanatismo y el exclusivismo. Tres peligros que, con frecuencia, aparecieron también entre los cristianos cuando setrataba de juzgar a los otros cristianos. Tema 2: Razones del ecumenismo. Explicación del movimiento ecuménico. Cuándo nace, quiénes son sus impulsores. Cómo la Iglesia católica, a través de Juan XXIII y del Vaticano II, se ha introducido en dicho movimiento, el cual abarca varias dimensiones: ecumenismo espiritual, ecumenismo pastoral y ecumenismo doctrinal. Cómo todos los cristianos están llamados a participar en acciones ecuménicas. Tema 3: La Iglesia católica: su participación en el movimiento ecuménico. Las dimensiones o notas de la Iglesia: una, santa, católica y apostólica. La Iglesia una, y las Iglesias diversas. ¿Podrá alcanzarse históricamente la unidad en la fe, en el culto, en la vida y misión? ¿Cuáles son hoy los diálogos teológicos que mantiene la Iglesia católica con las otras Iglesias? ¿Cómo podrían participar en acciones ecuménicas los cristianos de a pie, tanto a niveles parroquiales y diocesanos como a niveles interdiocesanos?

— Respecto a la catequesis con adultos. Los temas ecuménicos de la catequesis dirigida a los adultos deberían ser los mismos de la catequesis con jóvenes, pero profundizando en sus contenidos y explicaciones. Además se incorporarían dos nuevos temas: Tema 4: Problemas teológicos que todavía impiden la comunión plena entre las Iglesias cristianas. Tema 5: Ideas principales de dos grandes textos ecuménicos de la Iglesia católica: decreto conciliar Unitatis redintegratio y encíclica Ut unum sint, de Juan Pablo II.

NOTAS: 1. O. CULLMANN, L'Unité par la diversité, Cerf, París 1986, 35-36. – 2. La posición oficial de la Iglesia católica se halla en el Directorio ecuménico para la aplicación de los principios y normas para el ecumenismo (1993), cap. IV, nn. 122-128 (con las Iglesias orientales), y 129-136 (con las otras Iglesias y comunidades eclesiales). – 3. J. J. VON ALLMEN, Condiciones para una intercomunión admisible, Concilium 44 (1969) 9-16.

Juan Bosch Navarro