CARISMAS Y MINISTERIOS
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SUMARIO: I. Carismas: 1. Terminología y uso lingüístico; 2. Significado sociológico; 3. Utilización teológica. II. Ministerios: 1. Terminología y contenido; 2. Ministerios ordenados; 3. Ministerios laicales. III. Relación entre carismas y ministerios: 1. En una Iglesia comunión, guiada por el Espíritu; 2. En el desempeño de las tareas catequéticas.


En su aparente simplicidad, la conjunción y entre carismas y ministerios establece una relación mutua de ambos términos; su articulación recíproca resulta, sin embargo, compleja en la situación actual de las distintas comunidades eclesiales. De esta complejidad forman parte la plurivalencia semántica de los mismos términos empleados, su utilización en el lenguaje teológico-jurídico y en el lenguaje ordinario, los presupuestos eclesiológicos en los que se inserta su articulación y las necesidades pastorales de la misión y de la evangelización, tanto en las nuevas Iglesias como en las de vieja raigambre. Partiendo del Vaticano II (1965), se tendrán en cuenta los desarrollos posconciliares, con especial atención a lo dicho en el Código de Derecho canónico (CIC 1983), en el Catecismo de la Iglesia católica (CCE 1992) y en
el reciente Directorio general para la catequesis (DGC 1997). Lo que se pretende es exponer sucintamente la realidad plural de carismas (I) y ministerios (II) en sus coordenadas teológicas, así como su armonización eclesial en la perspectiva de las tareas catequéticas (III).


I. Carismas

1. TERMINOLOGÍA Y USO LINGÜÍSTICO. a) Nuevo Testamento griego: La palabra carisma es la transcripción del término griego charisma, muy raro en los textos anteriores al Nuevo Testamento (cf Si 7,33; 38,30); en el Nuevo Testamento está presente en 17 ocasiones, todas ellas, a excepción de lPe 4,10s., pertenecientes a san Pablo, y a las cartas pastorales (Rom 1,11; 5,15-16; 6,23; 11,29; 12,6; 1Cor 1,7; 7,7; 12,4.9.28.30-31; 2Cor 1,11; 1Tim 4,14; 2Tim 1,6). En griego, charisma es sustantivo verbal de chariseszai (mostrarse generoso, gratificante), está relacionado con charis (don, gracia), y mediante el sufijo -ma indica «el resultado de una acción entendida como charis (don, gracia), sin distinguirse siempre netamente de esta palabra» (Conzelmann) 1.

b) La Vulgata latina. La Vulgata solamente transcribió el término en 1Cor 12,31 (charismata), llevando a cabo una traducción en los demás casos, si bien de manera diversa: gratia (Rom 5,16; 6,23; lCor 1,7; 12,4.9.28.30; 1Tim 4,14; 2Tim 1,6; lPe 4,10), donum (Rom 5,15; 11,29; lCor 7,7), donatio (2Cor 1,11). La Nueva Vulgata (1979) se aparta de la precedente en el caso de Rom 6,23 (donum), conserva charismata en lCor 12,31, gratia en Rom 1,11; 5,16; lCor 12,4 y donatio en 2Cor 1,11, traduciendo con este mismo término todos los restantes pasos.

c) Historia de la teología. Remitiendo a estudios más detallados2, puede decirse que la introducción del término carisma en la teología latina constituye una transcripción y no añade significados distintos de los que tenía en su uso griego. Durante mucho tiempo se utilizó de manera reducida (santo Tomás establece su comprensión como gratia gratis data, para distinguirlo de la gracia santificante [Sum. Theol. III 8111 al]). A comienzos del siglo XVII se abre paso su progresiva utilización técnica. Pero con el paso del tiempo se producirá un desplazamiento de su origen bíblico-teológico hacia la utilización sociológica (cf infra M. Weber). Las interferencias mutuas se reflejan en gran parte del lenguaje ordinario contemporáneo.

d) Vaticano II. Aunque la acción del Espíritu Santo se menciona repetidamente en sus textos, no es muy frecuente el uso del sustantivo carisma o del adjetivo carismático para designarla3 : LG 11 (cita de lCor 7,7), 12 (dones o gracias especiales, carismas excelsos o sencillos), 25 (carisma de infalibilidad), 30 (carisma de los fieles laicos), 50 (carismas de los santos); DV 8 (carisma cierto de la verdad); AA 3 (carismas también de los más sencillos), 30 (carismas para el bien común); AG 23 (cf lCor 12,1), 28 (carisma y ministerio, cf 1 Cor 12,11); PO 4 (carisma de los predicadores), 9 (carismas multiformes de los laicos); LG 4 (dones jerárquicos y carismáticos), 7 (apóstoles y carismáticos, cf lCor 14); AG 4 (dones jerárquicos y carismas). Así, junto a textos en los que se hacen observaciones que presuponen conocido su significado, hay otros que expresan la valoración conciliar de los carismas en la Iglesia.

e) El Código de Derecho canónico (CIC 1983). En su redacción definitiva no contiene referencia alguna a los carismas, de los que sí se hablaba aún en el proyecto de 1982. En el texto vigente se han sustituido por indicaciones generales sobre la acción del Espíritu Santo. Quizá la falta de un concepto preciso y universalmente aceptado de carisma en el lenguaje teológico, junto al miedo de alimentar la contraposición entre carisma y norma canónica, ha impedido al legislador su uso en la nueva codificación. Especialistas en la materia lamentan esta ausencia como un déficit pneumatológico, si bien creen que no ha desaparecido por completo el principio carismático 4.

f) El Catecismo de la Iglesia católica (CCE 1992). También aquí el término carisma es objeto de un uso más bien limitado. En ocasiones se trata de citas del Vaticano II o de otros documentos magisteriales: el carisma de la verdad, propio de los obispos, (94, cf DV 8); múltiples gracias especiales, llamadas carismas, abiertas a todos (798, cf LG 12; AA 3); según los carismas que el Señor quiera conceder a los fieles (910, cf EN 73). Otras veces hace una aplicación del mismo a realidades muy precisas: se trata del carisma de infalibilidad, otorgado a los pastores (890, 2035); de los carismas ofrecidos a cada una de las vírgenes consagradas (924); del carisma de la vida consagrada, propio de religiosos y religiosas (1175), del carisma especial de curación (1508), del carisma personal de un testigo del amor de Dios hacia los hombres (2684). Pero el CCE ofrece también como peculiaridad un tratamiento explícito de los carismas en los nn. 799-801: presenta una definición de los mismos, diciendo que «son gracias del Espíritu Santo, que tienen, directa o indirectamente, una utilidad eclesial; los carismas están ordenados a la edificación de la Iglesia, al bien de los hombres y a las necesidades del mundo» (799; cf en este sentido los nn. 688, 951, comunión de los carismas, y 2003, gracias especiales ordenadas a la gracia santificante); el CCE indica también la actitud con la que han de ser acogidos («con reconocimiento, como maravillosa riqueza de gracia) y ejercidos (según la caridad, verdadera medida de los carismas [800]), e insiste en la necesidad del discernimiento (referencia al papel de los pastores y complementariedad de los diversos carismas [801]).

g) El Directorio general para la catequesis (DGC 1997). Dentro de un uso reducido, se emplea en distintos contextos de interés catequético: para indicar el carisma de la verdad, propio del magisterio y de los obispos (44, 222; cf DV 10,8); para la diversidad de carismas en función de las distintas responsabilidades (216); para poner en conexión los diversos métodos catequéticos con los numerosos carismas de servicio a la palabra de Dios (148); como término aplicado con propiedad a los fundadores de órdenes religiosas (229) o a las peculiaridades de asociaciones o movimientos (262), a fin de distinguirlos del ministerio ordenado y de los servicios (224), y para aplicarlo especialmente a la función del catequista (156).

Resultado: carisma es la transcripción de un término (charisma), que en el griego bíblico paulino encierra una gama de significados diferentes, presentes también actualmente. Su utilización en sentido técnico ha sido resultado del lenguaje teológico posterior. Pero tampoco en nuestros días hay unanimidad respecto al mismo. Con frecuencia necesita ser traducido y no es correcto transcribir siempre el término carisma, con las connotaciones actuales, en todos los lugares bíblicos donde aparece en griego. No en vano el término se ve afectado por la evolución semántica y por los desplazamientos en su utilización.

2. SIGNIFICADO SOCIOLÓGICO. Enlazando con el uso paulino del término, e inspirándose también en los trabajos de dos autores protestantes, los del jurista e historiador del derecho, R. Sohm, sobre la organización social del cristianismo primitivo, y los del teólogo e historiador de la Iglesia, K. Holl, sobre el monacato griego5, M. Weber introdujo el término carisma en la moderna sociología de la religión, entendiéndolo así: «una cualidad... que se estima extraordinaria... de una personalidad, por cuyo motivo a esta se la valora como dotada de fuerzas o propiedades sobrenaturales o sobrehumanas, o al menos específicamente extracotidianas, no accesibles a cualquier otra persona, o bien se la estima como enviado de Dios o como modelo y, por tanto, como caudillo (Führer)»6. De esta manera, el concepto de carisma se formaliza (cualidad extraordinaria), se generaliza (aplicable a diversos fenómenos religiosos) y permite hablar de un poder o de una autoridad carismática (cualidades personales no comunes), al lado de la autoridad legal (en razón del derecho) y tradicional (en virtud de la transmisión).

Pero no solamente queda desvinculado de su contexto bíblico originario. Constituido en concepto autónomo, propio de las teorías sociológicas, se proyecta a su vez sobre las realidades eclesiales, sobre todo de tipo institucional, dando origen a una tensión entre concepto teológico y concepto sociológico de carisma (realidades no homologables)7. Weber se interesó especialmente por el carisma de las personalidades (fundadores de religiones, revolucionarios, políticos), el carisma in statu nascendi. Pero también se ocupó de su normalización cotidiana y de su institucionalización. Y aquí elaboró el concepto de carisma ministerial (Amtscharisma): el carisma ya no aparece vinculado a la persona, sino al ministerio (officium), al elemento institucional; queda objetivado. Ejemplo emblemático de esta institucionalización del carisma es para Weber el ministerio sacerdotal de la Iglesia católica. Nos encontramos, pues, ante implicaciones recíprocas entre perspectiva sociológica y teológica, que pueden contribuir, según los casos, a esclarecer o a complicar la comprensión de los carismas y de su relación con los ministerios. Sobre todo porque, en el lenguaje cotidiano, carisma se ha convertido en sinónimo de espontaneidad y libre inspiración, algo imprevisible, al margen de cualquier vínculo, irracional, sin sistema ni organización.

3. UTILIZACIÓN TEOLÓGICA. La exposición previa ha puesto ya de manifiesto la distancia que separa el significado de carisma en la teología paulina y las connotaciones adquiridas progresivamente en el lenguaje teológico8. De entre estas se destacan aquí las que pueden tener mayor incidencia en la comprensión de los ministerios. El carisma es un don generoso que tiene su origen último en Dios (con frecuencia se hace referencia al Espíritu Santo) y que no resulta homologable sin más con las capacidades o habilidades naturales (aunque lógicamente se inserte en ellas). Dios lo otorga individualmente, siendo su carácter extraordinario u ordinario uno de los motivos centrales de la discusión intrateológica en el Vaticano II: si se acentúa su índole excepcional, entonces los carismas son raros; si se comprenden como gracias de todo tipo, cada cristiano puede estar dotado de carismas en su vida diaria9. LG 12 considera los carismas «gracias especiales» y AA 3 «dones peculiares» (es decir, no toda gracia es considerada carisma), que, sin embargo, se hallan distribuidos entre todos los fieles, pues hay carismas excelsos y carismas más sencillos y más extendidos (carisma sive clarissima, sive etiam simpliciora et latius diffusa [LG 12]).

Los carismas han de recibirse de manera positiva, con agradecimiento; no justifican expectativas temerarias ni presuntuosas; están sometidos al discernimiento de quienes presiden la Iglesia (tarea peculiar suya es «no apagar el Espíritu» [LG 12; AA 31), y han de ser ejercitados para el bien de los hombres, la renovación y la edificación de la Iglesia (LG 12; AA 3). Su utilidad constituye otro punto de discusión intrateológica. El Vaticano II ha mantenido la comprensión de santo Tomás (Sum. Theol. I II q 111 al), quien prolongaba el «para utilidad» de 1 Cor 12,7 con la añadidura «es decir, de los demás» (scilicet aliorum), ausente del texto paulino. Sin embargo, no puede excluirse que la utilidad de los carismas tenga también que ver con el aprovechamiento personal de quien los posee (lo cual influirá sin duda positivamente en la comunidad), y no sólo con su utilidad eclesial en favor de los demás. En este ámbito se ha de plantear la relación entre carismas y ministerios, que será expuesta más adelante.


II. Ministerios

1. TERMINOLOGÍA Y CONTENIDO. El término ministerio se usa ampliamente para designar tareas, funciones, servicios o poderes en el interior de aquellas realidades sociales que aspiran a una cierta permanencia y estabilidad. No es, en este sentido, algo exclusivo del lenguaje eclesial teológico. Pero en la medida en que la Iglesia constituye una realidad peculiar (pueblo de Dios, comunión), adquiere en ella características especiales. Originariamente significa servicio (diakonía, ministerium) y encuentra su realización emblemática en el ministerio de Cristo, servidor por excelencia de los designios salvíficos de Dios Padre (cf Mc 10,45; Mt 20,28; He 1,17; 6,4; Rom 11,13; 2Cor 4,1); esta actitud impregnará también, en consecuencia, el conjunto de la misión apostólica como cooperación a la salvación divina (cf lCor 4,1; 2Cor 5,18ss.; He 1,25; 6,4; 20,24; Col 1,7). Conservando en su raíz este significado originario de servicio, que siempre mantuvo en las diversas vicisitudes de la historia cristiana, el término ha conocido una gran difusión en la época posconciliar, siendo perceptible como una doble dirección: por una parte, su uso en un sentido englobante, genérico o polivalente; por otra parte, su empleo en un sentido más delimitado y preciso. Tomemos como referencia ejemplificativa los recientes CIC, CCE y DGC.

— El CIC (1983), que utiliza el término ministro (minister) en 71 ocasiones, para referirse bien al titular de una función litúrgica, bien al que ha recibido la ordenación, bien a un ministro no católico, hace un uso del término ministerio (ministerium) para designar el ministerio de Cristo (canon 519), el de la Iglesia (618, 654, 1025.2), el de un laico instituido (230.1, 1035.1, 1050.3), el de un clérigo ordenado (245.1, 252.1, 255, 324.2, 499, 506.1, 509.2, 545.2, 548.2, 553.2, 559, 899.1, 1041.1°, 1051.1, 1740) o para expresar el sentido general de servicio, función jurídica (41) o judicial (1481.1, 1502, 1634.1).

— En el CCE (1992) se habla de ministerios a propósito de Jesús (574, 858) o de Cristo (2600), del evangelio (2636), de la Iglesia (1684), del ministerio de los apóstoles (553, 858), de los ministerios diversificados y plurales (873, 2004, 2039), del ministerio de la catequesis y de la palabra (9, 24, 132), de ciertos ministerios eclesiales que no requieren un sacramento específico (1668); pero se aplica mayoritaria y especialmente al ministerio eclesial, ordenado, apostólico, pastoral o sacerdotal, en sus diversos grados (episcopado, presbiterado, diaconado) y en sus distintas tareas (830, 874-896, 1088, 1120, 1142, 1175, 1367, 1442, 1461, 1536-1589).

— El DGC (1997) usa el término aplicado a Jesús (163), a la tarea evangelizadora de la Iglesia (287), a la acción educativa de los padres (227; cf FC 38; CT 68), al ministerio ordenado de obispos (222, 284) y presbíteros (224), al ministerio de Pedro (270); pero especialmente aplicado a la tarea catequética (9, 13, 59, 216, 219, 222, 231, 233) y al ministerio de la Palabra (9, 35, 50-52, 57, 61, 64, 69, 71, 73, 77, 82, 93, 97, 108, 121, 127, 257, 260, 272, 280).

A su vez, sobre todo en la terminología teológico-canónica, se percibe el deseo y la búsqueda de un sentido más preciso y delimitado, en el que ministerium (ministerio) se distinga de munus (tarea) y de officium (oficio)10. No puede decirse que la cuestión terminológica haya encontrado por ahora una solución satisfactoria para todos; a la dificultad contribuye también la diversidad de comprensiones teológicas y de acentos eclesiológicos. El término se aplica, en primer lugar, a las tareas y oficios que exigen como requisito previo la ordenación sacramental; así se habla de ministerios ordenados (episcopado, presbiterado y diaconado). Pero el término se emplea también aplicado a las tareas y oficios que pueden ser ejercidos por bautizados, sin la necesidad previa del sacramento del orden. La terminología, en este segundo caso, se presta a más fluctuaciones: desde el lenguaje sobre una Iglesia enteramente ministerial 11 (es decir, de servicio), hasta expresiones como nuevos ministerios, ministerios no ordenados, ministerios bautismales, ministerios laicales, ministerios confiados a laicos (que, sin embargo, también son o pueden ser ejercidos por ordenados), entre los cuales, a su vez, se distinguen ministerios instituidos, ministerios reconocidos y simples servicios. No puede negarse, ulteriormente, que en este campo se da no sólo una gran diversidad, sino también, a veces, una cierta confusión terminológica a la hora de designar concretamente a las personas bautizadas que ejercen dichos ministerios (agentes o asistentes de pastoral, colaboradores o coordinadores pastorales, dirigentes de comunidades, laicos en responsabilidad pastoral...) 12.

Al tratarse de una situación en gran parte nueva, se requerirá tiempo hasta lograr determinadas clarificaciones. Las cuestiones terminológicas, por sí solas, no son las más importantes. Pero pueden ser de ayuda para solventar algunas dificultades.

2. MINISTERIOS ORDENADOS. a) Comprensión teológico-eclesial. La misión de Jesucristo y el envío o misión apostólica de los doce constituyen el fundamento bíblico de los ministerios ordenados, el modelo originario de referencia, su núcleo vinculante. Lo que no significa una fijación normativa de los elementos circunstanciales e históricos. Entre las líneas básicas de su comprensión teológica y eclesial merecen destacarse:

La sacramentalidad 13: elemento integrante de la tradición teológico-dogmática sobre el ministerio ordenado (cf Trento y Vaticano II), este hecho implica su radicación última en el misterio de Dios. Es decir, se trata de una realidad fundamentada en el acontecimiento Jesucristo y en el don del Espíritu Santo, algo de origen divino. Con ello se va más allá de una concepción meramente funcionalista (utilidad) y horizontal (creación humana). Pero sobre todo, se ubica al ministro ordenado en el lugar que le corresponde: actuar no en nombre propio, sino haciendo presente a Cristo, cabeza y pastor de la Iglesia (in persona Christi capitis). De esta manera, en cuanto servidor transparente de una salvación que no es él mismo ni de él procede, visibiliza la alteridad de Dios y de su poder salvífico.

La radicación eclesial. La dimensión se ha recuperado con fuerza en la época posconciliar y lleva consigo la superación de un individualismo deficiente, en el que la ordenación parecía otorgar una potestad de la que hacer uso y abuso, de forma autónoma, al margen de su matriz y de su finalidad eclesial. Pero sobre todo ha contribuido a colocar al ministro ordenado en el contexto eclesial-comunitario, donde encuentra su razón de ser: en igualdad radical y solidaria con los demás bautizados, para facilitar el ejercicio del sacerdocio común, desempeñando las tareas que le son propias y específicas. Al ministerio ordenado le es inherente una dimensión comunitaria y eclesial por constituir también una actuación in persona Ecclesiae14.

— La inserción secular. Esta se refiere no al simple ser en el mundo, que va parejo con el existir humano y con la lógica cristiana de la encarnación, sino al modo específico en que este ser en el mundo queda configurado por la ordenación sacramental. En una reciprocidad asimétrica, ya que también la configuración concreta y cambiante del mundo incide en la inserción secular de quien ha sido ordenado. Para ello Jesús de Nazaret constituye la referencia decisiva. En él la presencia divina en el mundo se ha hecho tan radical que la carne de Dios ha devenido el quicio de la salvación. Por ello, el ministerio ordenado en cuanto realidad sacramental aparecerá descentrado de sí mismo y centrado sobre el mundo, siguiendo el dinamismo del Espíritu divino. Precisar en la teología y en la praxis esta inserción secular sigue siendo, no obstante, una tarea en gran parte pendiente 15.

La perspectiva ecuménica. Los diversos documentos del diálogo interconfesional16 confirman cómo se ha convertido en tema de interés común algo que fue motivo de enfrentamientos y divisiones. El camino recorrido no ha sido pequeño. Puede hablarse de un acuerdo casi completo con la Iglesia oriental ortodoxa (excepción hecha de algunos puntos relativos a su eclesiología eucarística y a la configuración del ministerio de los sucesores de Pedro). También se ha avanzado en el diálogo con los anglicanos, abordando explícitamente la validez de sus ordenaciones; las dificultades que permanecen están relacionadas con el problema de la autoridad en la Iglesia y con la reciente ordenación de mujeres para el ministerio presbiteral y episcopal. Las divergencias con las Iglesias protestantes son mayores, ya que afectan a la comprensión sacramental del ministerio, a la teología y configuración del episcopado y a la incidencia que el principio de la justificación por la sola fe tiene en las cuestiones eclesiológicas. Pero también aquí se han dado pasos importantes. A pesar de las dificultades aún vigentes, hoy día se impone elaborar la teología del ministerio ordenado en perspectiva ecuménica 17.

b) Obispos, presbíteros y diáconos. Siendo uno, el ministerio ordenado se desglosa en tres grados:

Episcopado. El Vaticano II promulgó un decreto (Christus Dominus [CD]) sobre el oficio pastoral de los obispos y supuso, además, un avance doctrinal, al decantarse claramente por la sacramentalidad del episcopado (LG 21) y recuperar la importancia de la colegialidad episcopal en una eclesiología de comunión (LG 22s). La institución de las conferencias episcopales (CD 37s.), que contaban ya con algunos antecedentes, pretendía traducir en la práctica los principios conciliares. El motu proprio Ecclesiae sanctae (1966), de Pablo VI, prescribió que se constituyeran donde aún no existían y en el Directorio de los obispos (1973) son valoradas como aplicación concreta del afecto colegial18. La normativa específica que regula su erección, composición y funcionamiento, su finalidad y sus competencias, queda recogida en el CIC de 1983 (447-459). Por su parte, en el sínodo extraordinario de los obispos de 1985, al mismo tiempo que se reconocía su utilidad pastoral y su necesidad, se pedía que se explicitase con mayor amplitud y profundidad su estatuto teológico y jurídico. La responsabilidad personal de cada obispo para con su Iglesia particular, la participación en la responsabilidad común de todos los obispos y la autoridad doctrinal de las conferencias episcopales eran los principales puntos necesitados de explicitación respecto a una institución eclesiológica establecida prácticamente en toda la Iglesia19

Después de varios años de intensas discusiones teológicas, con reacciones mayoritariamente críticas a los primeros proyectos y al Instrumentum laboris por parte de los episcopados, ha visto la luz el motu proprio de Juan Pablo II, Apostolos suos (1998), en el que se explicitan los principios teológicos y jurídicos de las conferencias episcopales y se concreta la nueva normativa que debe entrar en vigor a partir de ahora20.

Presbiterado. También la figura del presbítero encontró su lugar en el Vaticano II (cf LG 28, PO y OT). Sin embargo, en el inmediato posconcilio se difundió la impresión de no haber recibido un tratamiento adecuado, en comparación con el otorgado a obispos y laicos. El estallido de una crisis de identidad, cuyos ecos y efectos no han desaparecido del todo, alcanzó no sólo a muchos presbíteros en su existencia concreta, sino también a su comprensión teológica y eclesial. A la crisis contribuyeron numerosos elementos: el deseo de superar una concepción retenida como demasiado sacral y ontologizante, la aplicación de principios democráticos en su comprensión y ejercicio, la contraposición entre evangelización y sacramentalización, las propuestas para modificar la disciplina (celibato, actividades profesionales), el impacto de los profundos cambios sociales y culturales. Esta problemática fue abordada en varios sínodos de obispos (1967, 1971, 1974), pero sobre todo en el de 1990, que dio como resultado la exhortación apostólica de Juan Pablo II Pastores dabo vobis (1992), seguida por el Directorio (1994) para la vida y el ministerio de los presbíteros21.

En la época posconciliar se han multiplicado los trabajos sobre la teología y espiritualidad presbiteral22. Pero la dificultad mayor no parece residir en este campo, sino más bien en las consecuencias de la reducción drástica y creciente del número de presbíteros.

Diaconado. Aunque el ministerio eclesiástico es ejercido por quienes ya desde antiguo se llaman obispos, presbíteros y diáconos (LG 28), el diaconado, que en la Iglesia de los primeros siglos desempeñó un papel relevante, se había convertido, de hecho, en una etapa transitoria hacia el presbiterado. Su restablecimiento como grado propio y permanente de la jerarquía constituyó una gran innovación del Vaticano II, cuya realización dejó en manos de las distintas conferencias episcopales (LG 29; cf también 20, 41; SC 35, 86; CD 15; DV 25; AG 15, 16; OE 17). Las reglas generales para su restauración en la Iglesia latina fueron establecidas por Pablo VI en la carta apostólica Sacrum diaconatus ordinem (1967), a la que siguió la aprobación del nuevo rito de ordenación (1968) y las precisiones establecidas en la carta apostólica Ad pascendum (1972) para la admisión y ordenación de candidatos23

En el CIC (1983) se recogen los elementos esenciales de la normativa en vigor para los diáconos permanentes en la Iglesia latina (236, 276, 281, 288, 1031, 1032, 1035, 1037, 1042, 1050). Recientemente se ha publicado una Ratio fundamentalis y un Directorium (1998), en los que se ofrecen las normas directrices, la legislación en vigor y los principios orientativos, relativos a los diáconos permanentes24. La elaboración de una teología del diaconado menos fluctuante, el lugar preciso de los diáconos en el interior de una eclesiología diocesana25, las necesidades concretas de su formación y de su existencia, la pregunta siempre planteada sobre la ordenación de mujeres al diaconado, todo ello sigue constituyendo un conjunto de cuestiones pendientes, con incidencias de relieve sobre un grupo eclesial, cuyo número ha aumentado significativamente a lo largo de los últimos años26.

3. MINISTERIOS LAICALES27. a) Desarrollo posconciliar. Está relacionado con la difusión de una nueva conciencia eclesiológica (redescubrimiento del sacerdocio común, valoración del laicado, corresponsabilidad y participación eclesial de todos los bautizados) y con las nuevas situaciones surgidas en las diversas iglesias (la misión como responsabilidad común, escasez creciente de sacerdotes, urgencia de las tareas evangelizadoras). En el lenguaje del Vaticano II no aparece el término ministerio (ministerium) aplicado a las diversas tareas laicales, pero sí afirmaciones que son como el punto de partida: LG 33, donde los laicos aparecen aptos en orden a que «la jerarquía los escoja para ciertas funciones (munia) eclesiásticas orientadas a un fin espiritual»; AA 24, donde la jerarquía puede encomendar a los laicos «algunas funciones (munia) que están estrechamente unidas a las tareas (officia) de los pastores». Son como los presupuestos para el primer uso posconciliar del término ministerio aplicado a los laicos, obra del teólogo Y. Congar28.

Un paso adelante supuso el motu propio Ministeria quaedam (1972), de Pablo VI, sobre la reforma de las hasta entonces denominadas órdenes menores, en el que, por una parte, se habla del lectorado y acolitado como ministerios (ministeria) confiados a laicos y, por otra parte, se autoriza a las conferencias episcopales para que instituyan nuevos ministerios como el de catequista y el de la caridad29. La exhortación apostólica Evangelii nuntiandi (1975) prosigue en esta línea, hablando de ministerios (ministeria) no derivados del orden sagrado, y enumerando algunos que pueden ser considerados como tales30.

El CIC (1983) prefiere el uso de otros términos, como tareas, oficios, derechos, obligaciones o actividades (munus, officium, ius, obligatio, opera) para precisar las distintas facetas de la cooperación de los laicos, vinculando la condición laical masculina únicamente con los ministerios estables de lector y acólito (230, 1035, 1050); pero introduce dos novedades importantes, al admitir que los laicos puedan ser nombrados jueces de un tribunal diocesano (1421) y que puedan participar en el ejercicio de la cura pastoral de una parroquia (517).

El sínodo de los obispos de 1985 se hizo eco de algunas críticas relativas al uso indiscriminado del término ministerio, con la posible confusión entre sacerdocio común y ministerial, así como al abuso de la suplencia, y a una posible clericalización de los laicos; tales críticas fueron recogidas en la exhortación apostólica Christifideles laici (1988), de Juan Pablo II, donde se habla, no obstante, de «ministerios, oficios y funciones de los fieles laicos», con fundamento sacramental en el bautismo, confirmación o matrimonio31. En Redemptoris missio (1990), Juan Pablo II recuerda el incremento de los ministerios (ministeria) eclesiales y extraeclesiales, con posibilidades abiertas a formas de ministerio (ministerium) bastante diversificadas32. Finalmente, el desarrollo posconciliar culmina, por ahora, con una Instrucción (1997) firmada por ocho dicasterios de la curia romana y aprobada en la forma específica por Juan Pablo II33: tras una premisa introductoria, se recuerdan algunos principios teológicos y se establecen una serie de disposiciones prácticas relativas a la cooperación de los laicos con el ministerio de los sacerdotes.

b) Cuestiones suscitadas. La asunción por parte de laicos de responsabilidades pastorales que puedan ser valoradas como ministerios ha suscitado numerosas cuestiones, replanteadas de nuevo a propósito de la última Instrucción34. Aquí se mencionan sólo las dos siguientes, unidas por una misma pregunta de fondo: 1) Identidad teológica y ubicación eclesial de los ministros ordenados. No es una pregunta artificial, sino una dificultad perceptible en la vida personal de algunos protagonistas, en el funcionamiento de diversas comunidades y en determinados planteamientos teológico-eclesiales. Su origen no radica principalmente en la negación teórica de una diferencia sacramental (essentia, non gradu tantum) entre sacerdocio común y sacerdocio ministerial, si bien esta queda difuminada en algunos proyectos (donde el sacerdote queda como simple delegado de la comunidad). En la mayor parte de los casos las dificultades han surgido al hilo del funcionamiento concreto de las comunidades, de la magnitud de los nuevos desafíos evangelizadores y de la atribución a laicos de competencias nuevas. Todo ello, muy condicionado por la escasez creciente de sacerdotes, que a veces ha impuesto, por vía fáctica, una dirección no querida ni sospechada por los planteamientos conciliares (el sacerdote como el hombre del culto y de los sacramentos); escasez relacionada con las condiciones de acceso al ministerio ordenado (celibato, exclusión de los viri probati casados), y previsible también para un futuro inmediato. Se han producido así desplazamientos intracomunitarios, con la posibilidad de una estructura ministerial en parte nueva y desconocida. Nada extraño que algunos presbíteros concretos tengan la impresión de no encontrar su sitio, se vean obligados a un nuevo aprendizaje de inserción en la comunidad y, en sintonía con otros bautizados, juzguen necesario repensar su propia identidad teológico-eclesial. 2) Identidad teológica y ubicación eclesial de los ministerios laicales. En la época posconciliar se ha intensificado el deseo de superar una simple descripción negativa de la condición laical (no ordenados) por un concepto mucho más positivo. Que de hecho aunque se haya conseguido no resulta del todo evidente. La distinción entre tareas seculares –en el mundo– (reservadas a laicos o seglares) y tareas ministeriales intraeclesiales (reservadas a ministros ordenados), siendo legítima, tropieza con serios inconvenientes en cuanto principio de delimitación estricta. Por otra parte, el reconocimiento o la concesión a los laicos de tareas ministeriales e incluso de participación directa en la cura pastoral ha suscitado la discusión sobre el estatuto eclesial-teológico de estos laicos: ¿siguen siendo tales, se lleva a cabo sin quererlo una clericalización de ellos, o constituyen algo así como un nuevo ordo, una especie de tercer polo de referencia?35

Aunque la mayor parte de los ministerios confiados a laicos se ejercen sin problemas, con aceptación creciente y con resultados positivos para la vida cristiana y para la evangelización, hay un caso límite de las tareas ministeriales reconocidas hasta ahora a laicos no ordenados. Se trata de las posibilidades abiertas por el CIC (1983) en su canon 517.2: el obispo diocesano tiene competencia para conceder una «participación en el ejercicio de la cura pastoral» a diáconos y a personas que no hayan recibido previamente el orden sacerdotal. Se trata de una posibilidad impensable y no integrable en el CIC de 1917; va, por tanto, más allá del derecho hasta entonces vigente. Pensado en un principio para Iglesias del tercer mundo, donde la escasez de sacerdotes era un problema habitual, el carisma ha encontrado aplicación también en Iglesias europeas y occidentales, si bien en una medida por ahora relativa 36. En sí es el desarrollo ulterior de otros carismas, en los que a los no ordenados se les reconoce la posibilidad de administrar el bautismo y de asistir a los matrimonios (861.2, 1112). Y es también una de las posibilidades para remediar la penuria de sacerdotes, junto al caso de un sacerdote que tiene la cura pastoral de varias parroquias (526) o a un grupo de sacerdotes que tienen la encomienda in solidum de una o varias parroquias (517.1). La innovación del canon 517.2 respecto al pasado es valorada de manera desigual por quienes lo hacen desde una perspectiva canónica (en general bastante críticos con los nuevos desarrollos) y por quienes lo hacen desde una perspectiva pastoral, en sintonía con las nuevas situaciones de la misión y de la evangelización (oportunidad para revitalizar y renovar el estilo de dirigir las comunidades cristianas)37.

Permanece, en cualquier caso, como una solución de emergencia, impuesta por las necesidades. Pero si esta situación se convirtiera en normal, entonces habría que plantearse una nueva configuración de la estructura ministerial, que afectaría tanto al ministro ordenado como al laico. Por una parte, estamos ante la figura de un sacerdote, que de hecho no es párroco, que tampoco es el moderador del canon 517.1, que ejerce su ministerio en varias parroquias sin las obligaciones y derechos de un párroco, y que puede terminar apareciendo a la comunidad respectiva y a la persona o grupo que de hecho llevan la responsabilidad pastoral como un cuerpo más bien extraño; se desgaja así el tipo de unidad tradicional entre las diversas tareas sacerdotales (palabra, sacramentos, celebración eucarística, vida comunitaria, conocimiénto recíproco). Por otra parte, el laico no ordenado (o el grupo a quien se le encarga) aparece como un cuasi-párroco, que de hecho lleva la responsabilidad de la cura pastoral, pero que no puede hacerlo en su globalidad, porque carece de la ordenación sacramental necesaria para el desempeño de ciertas funciones (celebración eucarística, sacramento de la penitencia). Su ministerio tiene, además, un carácter de suplencia (aunque la situación de excepcionalidad se convierta en algo estable) y se ve afectado por una cierta provisionalidad (mientras dure la penuria de sacerdotes).

El canon 517.2 representa un caso límite, aún poco frecuente, que lleva a que algunos se pregunten por la conveniencia de ordenar sacerdotes a estos laicos. Pero los problemas que afloran en torno a él resuenan de alguna manera en los demás ministerios laicales; se trata de la identidad teológica del laico y su ubicación en el conjunto de la eclesiología. Las dificultades son objetivas. Y requieren respuestas, teóricas y prácticas, que constituyan un camino teológica, eclesial y pastoralmente acertado.


III. Relación entre carismas y ministerios

1. EN UNA IGLESIA COMUNIÓN, GUIADA POR EL ESPÍRITU. La idea de Iglesia comunión se ha ido convirtiendo en hilo conductor y en concepto clave de la eclesiología posconciliar38. Nos remite al Dios comunión, Padre, Hijo y Espíritu, como la fuente y como el modelo de la realidad eclesial; de este Dios dimana el dinamismo que hace surgir en el pueblo de Dios relaciones de reciprocidad. Todos somos radicalmente iguales en un pueblo convocado por Dios, diferentes en los dones y responsabilidades dentro del único Cuerpo de Cristo, unidos vitalmente en el interior de esta Iglesia, que es también acontecimiento del Espíritu Santo. Para que esta idea clave de comunión no se transforme en fórmula vacía o en invocación mágica, debe mostrar su eficacia al afrontar con realismo las tensiones, las dificultades y los desafíos existentes. Entre ellos, la necesidad de superar teórica y prácticamente una comprensión piramidal de la Iglesia (descenso progresivo desde la cúspide hasta el último cristiano) y una contraposición dualista clérigos-laicos (en la que se identifica a los segundos por lo que no son), a favor de una Iglesia caracterizada por la participación y por la corresponsabilidad. En esta Iglesia comunión no hay lugar para una contraposición alternativa entre carismas y ministerios. Primero, porque no se corresponde con la realidad histórica un supuesto modelo bíblico, que hoy se trataría de reproducir; como si en las comunidades paulinas se hubiera dado una sustitución progresiva de una organización inicial, totalmente carismática, más auténtica cuanto más primitiva, por otra organización más tardía, menos originaria en razón de su posterioridad, en la cual el ministerio ordenado habría terminado absorbiendo y domesticando, es decir, anulando todos los carismas39.

En segundo lugar, porque tampoco puede sostenerse que el ministerio ordenado nada tenga que ver con la realidad del Espíritu40. Es también un don suyo y, por tanto, una realidad pneumatológica: en este sentido un carisma (1 Tim 4,14). Esto no significa identificar carismas y ministerios, ya que la distinción es correcta (cf LG 4; AG 4). Pero tampoco se les puede contraponer de manera excluyente. Precisamente en los textos litúrgicos de ordenación ministerial es donde mejor se expresa la conciencia eclesial de estar ante un don gratuito del Espíritu, que se acoge agradecidamente.

¿Podremos hablar, entonces, de una estructura fundamental carismática de la Iglesia? Si con ello quiere decirse que los carismas son esenciales en ella, que una Iglesia sin carismas es una Iglesia empobrecida, que también el ministerio ha de valorarse como don de Dios y de su Espíritu, entonces sí podría emplearse la expresión. Pero la respuesta es negativa en el caso de que con ella se pretendieran excluir los elementos ministeriales como algo no querido ni previsto por Cristo. El ministerio apostólico es una estructura fundamental y un elemento irrenunciable, transmitido en la Iglesia por la imposición de manos, en el poder del Espíritu. Parte muy importante de su tarea consiste precisamente en ayudar a discernir los carismas y a que sean aceptados gozosamente; conformarse con afirmar que no puede apagarlos es demasiado poco.

2. EN EL DESEMPEÑO DE LAS TAREAS CATEQUÉTICAS. Puesto que en otro lugar hay un tratamiento explícito del ministerio del catequista, baste aludir aquí a la necesidad de imaginar la Iglesia católica41 de cara al futuro en relación con las tareas catequéticas, y recordar brevemente algunas indicaciones del DGC. Entre ellas destacan tres: el papel central otorgado a la Iglesia particular (V parte, c. I), la presentación de la catequesis como responsabilidad común de todos y la diferenciación de esta, según condición personal y según el ministerio recibido42. Sostener que la catequesis es acción de toda la Iglesia particular (218, 219, n. 13) hace de esta el centro de gravedad de la catequesis, acentúa su carácter eclesial y lleva consigo la valoración de la comunidad cristiana como origen, lugar y meta de la catequesis (254). De ahí que todos sus miembros sean comúnmente responsables de las tareas catequéticas (216, 219, 221).

Pero al ser una responsabilidad diferenciada, cabe distinguir niveles. Destaca el papel del obispo como primer responsable de la catequesis (222s., 136), en cuanto anunciador y maestro de la fe (LG 25), dotado con el carisma cierto de la verdad (DV 8), catequista por excelencia (CT 63), que ha de ejercer su solicitud en comunión eclesial y colegial (76, 131, 270, 282). Los presbíteros, en cuanto educadores en la fe (PO 6), han de animar la catequesis de la comunidad cristiana, cuidando especialmente el cultivo de vocaciones para esta tarea y la formación catequética (224s.), en una doble dirección: la relacionada con los catequistas (246) y la relacionada con él mismo (11, 246). Sobre los diáconos, el DGC se limita a enumerarlos en la lista de los que participan de la responsabilidad común (216, 219); pero en el DGC se les recomienda que aprendan el arte de comunicar la fe al hombre moderno de manera eficaz e integral, y que presten atención solícita a la catequesis de los fieles erí las diversas etapas de la existencia cristiana (23s). Los padres de familia son (deberían ser) los primeros educadores de la fe y los que introdujeran progresivamente a sus hijos en los misterios de la vida cristiana (226ss). Especial invitación reciben los religiosos y religiosas para dedicar a la catequesis el máximo de sus capacidades, como una aportación que brota de su condición específica, y que con frecuencia responde a los carismas fundacionales, de gran impacto y vitalidad en la historia de la catequesis (228s).

También los laicos ejercen la catequesis desde el carácter peculiar de su inserción en el mundo, pero como una tarea que brota del bautismo y de la confirmación (230s). En resumen, todos los carismas y ministerios, en su diversidad de gamas y de acentos, están llamados a tener su lugar propio en la tarea global de la evangelización y en la óptica de una catequesis decididamente misionera.

NOTAS: 1. Cf O. CULLMANN, La notion biblique du charisme et l'oecumenisme; W. N. WAMBACQ, Le mot «charisme», NRTh 97 (1975) 345-355; A. VANHOYE, l carismi nel Nuovo Testamento, Roma 1986. – 2 Cf los trabajos de N. BAUMERT, Charisma und bei Paulus, en A. VANHOYE, L'Apótre Paul, Leuven 1986, 60-78; Zur Semantik von «charisme» bei den frühen Vütern, ThPh 63 (1988) 60-78; Zur Begriffsgeschichte von «charisme„ im griechischen Sprachraum, ThPh 65 (1990) 79-100; para la teología de santo Tomás, cf P. FERNÁNDEZ, Teología de los carismas en la «Summa Theologiae» de santo Tomás, Ciencia tomista 105 (1978) 177-223. – 3 Cf G. RAMBALDI, Uso e significato di «Carisma» nel Vaticano JI, Greg. 56 (1975) 141-162; Carismi e laicato nella Chiesa, Greg. 68 (1987) 57-111; V. GARCÍA MANZANEDO, Carisma-ministerio en el concilio Vaticano II, PS, Madrid 1982; A. VANHOYE, El problema bíblico de los carismas a partir del concilio Vaticano II, en R. LATOURELLE (ed.), Vaticano II. Balances y perspectivas, Sígueme, Salamanca 1989, 295-312. — 4. Así E. CORECCO, Istituzione e carisma in riferimento alle strutture associative, en W. AYMANS (ed.), Das konsoziative Element in der Kirche; sobre el tema, cf más ampliamente L. GEROSSA, Charisma und Recht, Einsiedeln 1989. — 5 Sobre historia y recepción del concepto, cf M. N. EBERTZ, Das Charisma des Gekreuzigten, Tubinga 1987, 15-51.—6 M. WEBER, Wirtschaft und Gesellschaft, Tubinga 1922, 140. — 7. Cf A. ZINGERLE, Institution des Ausserallt/iglichen. Das Konzil aus der Sicht soziologischer Charisma-Theorie, en F. X. KAUFMANN-A. ZINGERLE (eds.), Vatikanum II und Modernisierung, Paderborn 1996, 189-208. — 8. Cf N. BAUMERT, Charisma, 20-28, quien constata hasta treinta connotaciones distintas en su evolución semántica, se muestra partidario de una regulación lingüística y hace una propuesta: «Carisma es una capacitación procedente de la gracia de Dios, otorgada por Dios especialmente en cada caso (es decir, individuell und ereignishaf), para la vida y el servicio en la Iglesia y en el mundo», 46 (trad. propia). — 9 Cf G. RAMBALDI, Carismi, 79-92. - 10 Cf A. BORRAS, Petite grammaire canonique des nouveaux ministéres, NRT 117 (1995) 240-261. — 11. Cf ASAMBLEA PLENARIA DEL EPISCOPADO FRANCÉS, ¿Todos responsables en la Iglesia? El ministerio presbiteral en la Iglesia enteramente ministerial, Santander 1975. — 12 Cf A. BORRAS, Les ministéres laics: fondements tholégiques et figures canoniques, en ID (dir.), Des largues en responsabilité pastorales?, París 1998, 95-120. -13 Cf S. DEL CURA ELENA, La sacramentalidad del sacerdote y su espiritualidad, en COMISIÓN EPISCOPAL DEL CLERO, Congreso de espiritualidad sacerdotal, Madrid 1989, 73-119. — 14 Cf G. GRESHAKE, Ser sacerdote, Sígueme, Salamanca 1995, 89-120; S. DIANICH, Teología del ministerio ordenado, San Pablo, Madrid 1988. — 15 Cf F. VALERA SÁNCHEZ, En medio del mundo, Atenas, Madrid 1997; S. DEL CURA ELENA, La secularidad del presbítero desde su sacramentalidad, en COMISIÓN EPISCOPAL DEL CLERO, Simposio presbiterado y secularidad, Madrid 1998. — 16 Cf A. GONZÁLEZ MONTES (ed.), Enchiridion Oecumenicum, 2 vols., Sígueme, Salamanca 1986, 1993. — 17 Cf A. MAFFEIS, Il ministeoo nella Chiesa. Uno studio del dialogo cattolico-luterano (1967-1984) Brescia 1991 (bibl. 315-361). — 18. Cf para sus antecedentes la instrucción del 24.8.1889 en Leonis XIII Acta IX (1890); el motu proprio Ecclesiae sanctae, en AAS 58 (1966) 773s. - 19 Según el Annuario Pontificio de 1998, en la actualidad hay 106 conferencias episcopales jurídicamente constituidas; sobre el conjunto de cuestiones, cf H. LEGRAND-J. MANZANARES-A. GARCÍA (eds.), Naturaleza y futuro de las conferencias episcopales, Sígueme, Salamanca 1988. — 20. Carta apostólica en forma de motu proprio sobre la naturaleza teológica y jurídica de las Conferencias de obispos: texto orig. latino en L'Osservatore Romano (24.7.1998), trad. española en Ecclesia 2904 (1.8.98) 17-24. — 21 Cf JUAN PABLO II, Adhortatio apostolica postsynodalis «Pastores dabo vobis», AAS 84 (1992) 657-804; CONGREGACIÓN PARA EL CLERO, Directorio para el ministerio y la vida de los presbíteros, Ciudad del Vaticano 1994. — 22 Sobre esta temática, cf la colección que publica la Facultad de teología del Norte de España, Burgos, sobre Teología del Sacerdocio, 22 vols., desde 1969ss. — 23 Cf AAS 59 (1967) 697-704; 60 (1968) 369-373; 64 (1972) 534-540. - 24 CONGREGACIÓN PARA LA EDUCACIÓN CATÓLICA Y PARA EL CLERO, Normas básicas de la formación de los diáconos permanentes. Directorio para el ministerio y la vida de los diáconos permanentes, Ciudad del Vaticano 1998. — 25 En la redacción anterior del CCE 875 no quedaba claro si la facultad de actuar in persona Christi Capitis era válida también para los diáconos. En la reciente edición oficial en latín, dicha potestad se atribuye a obispos y presbíteros, reservando para los diáconos la capacidad de servir al pueblo de Dios en la diaconía; igualmente se aplica el término sacerdocio sólo al obispo y al presbítero, pero con ello no se pretende cuestionar la sacramentalidad del diaconado (CCE 875). — 26 Cerca de 23.000 diáconos permanentes hay en estos momentos (cf Annuarium Statisticum Ecclesiae); para las cuestiones pendientes, cf A. G. MARTIMORT, Les diaconesses. Essai historique, Roma 1982; M. J. AUBERT, Des femmes diacres, un nouveau chemin pour 1'Eglise, París 1987; A. BoRRAS-B. POTTIER, La grace du diaconat. Questions actuelles autour du diaconat latin, Bruselas 1998. — 27 Siendo posibles y legítimas otras denominaciones, usamos esta. A pesar de las discusiones recientes, el mismo Juan Pablo II habla de ministerios ordenados y ministerios laicales, cf L'Osservatore Romano (6.8.1998) 4, Ecclesia 2907/8 (1998) 1257. La razón de ello está en «la constante referencia al único y fontal ministerio de Cristo», tal como había dicho en su alocución al simposio sobre Colaboración de los fieles laicos al ministerio presbiteral nn. 3s. (L'Osservatore Romano [23.4.1991] 4), no obstante las advertencias hechas sobre su posible ambigüedad, recogidas por el DGC 1997 (54-55) y por la reciente Instrucción (1998) art. 1. — 28 Así S. PIÉ, Los ministerios confiados a los laicos, Phase 224 (1998) 133-153 (144), donde resume las etapas del desarrollo posconciliar. «La Iglesia de Dios no se construye solamente por los actos del ministerio oficial del presbiterado, sino por una multitud de servicios diversos más o menos estables u ocasionales, más o menos espontáneos o reconocidos...; hasta ahora ni se les había llamado por su verdadero nombre, el de ministerios, ni se les había reconocido su puesto, su estatuto en la eclesiología» (Y. CONGAR, Ministerios y comunión eclesial, Fax, Madrid 1973). — 29 Cf AAS 54 (1972) 529-534. — 30 «Catequistas, animadores de la oración y del canto, cristianos dedicados al servicio de la palabra de Dios o a la asistencia de los hermanos necesitados y los jefes de pequeñas comunidades responsables de movimientos apostólicos o de otros responsables», EN 73. — 31. «Los pastores, por tanto, han de reconocer y promover los ministerios, oficios y funciones de los fieles laicos, que tienen su fundamento sacramental en el bautismo y en la confirmación, y para muchos de ellos, además en el matrimonio... Sin embargo, el ejercicio de estas tareas no hace del fiel laico un pastor. En realidad, no es la tarea lo que constituye el ministerio, sino la ordenación sacramental... Ha sido constituida una comisión... para estudiar en profundidad los diversos problemas... surgidos a partir del florecimiento actual de los ministerios confiados a laicos» [ChL 23]. — 32 RMi 73 habla de munus a propósito de la tarea de los catequistas y RMi 74 de otras formas de ministerio (ministerii) y de otros ministros (ministri), además de la catequesis. — 33 CONGREGATIO PRO CLERICIS ET ALIAE, Instructio de quibusdam quaestionibus circa fidelium laicorum cooperationem sacerdotum ministerium spectantem, AAS 89 (1997) 852-877; trad. esp. en Ecclesia 2876 (17.1.1998) 78-87 — 34 Cf A. CATTANEO, Die Institutionalisierung pastoraler Dienste der Laien. Kritische Bemerkungen zu gegenwdrtigen Entwicklung, AKKR 165 (1996) 56-79; A. BORRAS (dir.), Des latcs en responsabilité pastorales?, o.c.; los artículos de P. TENA, D. BOROBIO, S. PIÉ, en Phase 224 (1998) 95-153; B. SESBOÜE, ¡No tengáis miedo! Los ministerios en la Iglesia hoy, Sal Terrae, Santander 1998 (orig. francés 1996). — 35 Cf K. RAHNER, Pastorale Dienste und Gemeindeleitung; SdZ 195 (1977) 733-743; D. BOROBIO, Ministerios laicales, Atenas, Madrid 19862; L. RUBIO (ed.) Los ministerios en la Iglesia, Sígueme, Salamanca 1985. — 36 Según SECRETARIA STATUS, Annuarium Statisticum Ecclesiae, Ciudad del Vaticano 1998, 61-63, los datos correspondientes al 31.12.96 son los siguientes: parroquias con párroco propio del clero diocesano, total 134.239, Europa 77.433, España 10.511; con párroco del clero religioso, total 25.087, Europa 9.257, España 1.108; parroquias sin párroco: administradas por otro sacerdote o vicario, total 55.644, Europa 47.042, España 10.419; confiadas a diáconos permanentes, total 609, Europa 204, España 3; a religiosos no sacerdotes, total 132, Europa 59, España 0; a religiosas mujeres, total 1.133, Europa 141, España 13; a laicos, total 1.669, Europa 995, España 1; vacantes, total 2.070, Europa 1.363, España 6. — 37 Cf ST. HAERING, Die Ausübung pfarrlicher Hirtensorge durch Diakone und Laien, AKKR 165 (1996) 353-372; R. TORFS, La position délicate des animateurs pastoraux dans le cadre du canon 517.2, en A. BORRAS (dir.), Des laUs en responsabilité pastorales?, o.c., 147-154. — 38 Cf J. ZIZIOULAS, La Iglesia como comunión, Diálogo ecuménico 94-95 (1994) 305-318; M. KEHL, La Iglesia, Sígueme, Salamanca 1996, 55-72, 133-144; J. RIGAL, L'ecclésiologie de communion. Son evolution historique et ses fondements, París 1997. — 39 La contraposición entre carismas y ministerios es hilo conductor del trabajo de E. KÁSEMANN, Amt und Gemeinde im NT, en Exegetische Versuche und Bestimmungen 1, Gotinga 1960, 109-134, cuyos resultados fueron asumidos por H. HÜNG, La estructura carismática de la Iglesia, Concilium 4 (1965) 44-65; para su discusión crítica, cf A. VANHOYE, a.c., 300-308. — 40 Cf G. CANNOBIO, Lo Spirito e 1'istituzione: senso e non senso di una contrapposizione, Riv. Sc. Rel. 12 (1998) 5-14. -41 Tomo la expresión del libro de G. LAFONT, Imaginer l'Eglise catholique, París 1996. — 42 Cf V. M. PEDROSA, La catequesis en la Iglesia local, Sinite 117 (1998) 121-152.

Santiago del Cura Elena