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CAPITULO XII "Creo en la vida eterna"


I. SIGNIFICADO Y VALOR DEL ARTÍCULO

Los apóstoles quisieron concluir el Símbolo - síntesis de nuestra fe - con la verdad de la vida eterna. Y esto por dos razones: a) porque después de la resurrección de la carne no restará a las almas más que recibir el premio de la vida eterna; b) y para que tuviéramos siempre ante los ojos, como pábulo del alma y fuente de santos pensamientos, la visión de aquella felicidad eterna, llena de todos los bienes.

El recuerdo de los premios eternos será siempre uno de los estímulos más eficaces en nuestra vida cristiana (248). Por grave y pesada que nos resulte en ciertas circunstancias la fidelidad a nuestra fe de cristianos, la esperanza del premio nos la hará más llevadera y reanimará nuestro espíritu, de modo que Dios nos encuentre siempre prontos y alegres en su divino servicio.

II. "LA VIDA ETERNA"

A) Felicidad perpetua

Muchos son los misterios ocultos en este último artículo del Credo. Procuremos penetrarlos diligentemente y acomodarlos a la capacidad de nuestros fieles.

Ante todo, notemos que la palabra vida eterna no significa tanto la perpetuidad de la vida - concedida también a los reprobos y a los demonios - cuanto la felicidad que hará eternamente dichosos a los buenos. Así nos parece debió pensar aquel doctor de la Ley cuando dijo al Señor: ¿Qué de bueno haré yo para conseguir la vida eterna? (Mt 19,16). Como si dijera: "¿Qué he de hacer yo para llegar allí donde se goza la felicidad perfecta?" (249) Éste es el auténtico sentido que en la Sagrada Escritura tienen las palabras vida eterna, como puede comprobarse en muchos de los textos (250).

B) Naturaleza de esta felicidad

1) Vida eterna ha sido llamada la última y suma felicidad, para que nadie creyere que ésta consiste en bienes materiales y caducos. La sola palabra bienaventuranza no expresa suficientemente la realidad de nuestro último destino, habiendo existido hombres, presuntuosamente sabios, que creyeron poder colocar el sumo bien en la felicidad que proviene de las cosas sensibles (251). Éstas envejecen y mueren; la bienaventuranza, en cambio, no puede circunscribirse a límites de tiempo.

Las cosas de la tierra distan tanto de la verdadera felicidad, que quien quiera alcanzar la eterna bienaventuranza debe necesariamente apartar de ellas su deseo y amor. Está escrito: No améis al mundo ni a lo que hay en el mundo. Si alguno ama al mundo, no está en él la caridad del Padre. El mundo pasa, y también sus concupiscencias (1Jn 2,15-17).

Aprendamos, pues, a despreciar las cosas caducas y convenzámonos de que es imposible conseguir la felicidad en esta vida, donde estamos, no como ciudadanos, sino como peregrinos advenedizos (1P 2,11). Aunque también aquí, en la tierra, podemos poseer la felicidad negándonos a la impiedad y a los deseos del mundo y viviendo sobria, justa y piadosamente en este siglo, con la bienaventurada esperanza en la vida gloriosa del gran Dios y de nuestro Salvador, Cristo Jesús (Tt 2,12-13).

Por no querer entender este lenguaje, muchos, alardeando de sabios, pensaron que la felicidad se ha de buscar en las cosas de la tierra; se hicieron necios y cayeron en gravísimas miserias, trocando la gloría del Dios incorruptible por la ¡semejanza de la imagen del hombre corruptible (Rm 1,21-22).

2) Significamos, además, con las palabras vida eterna, que la felicidad, una vez conseguida, jamás puede perderse. Algunos pensaban así, pero erróneamente; porque, siendo la felicidad el conjunto de todos los bienes sin mezcla de mal alguno, si su posesión no fuera estable, cierta y eterna, dejaría de ser felicidad para convertirse en angustioso suplicio de temor. Y si la felicidad debe llenar todas las aspiraciones del hombre, quien ha llegado a ser bienaventurado no puede dejar de querer que la posesión feliz de todos los bienes que ha conseguido dure para siempre.

C) Felicidad inefable

Cuan grande sea la felicidad de los bienaventurados que están en la patria celestial, puede deducirse fácilmente de la misma expresión vida bienaventurada. Tan grande, que sólo ellos pueden comprenderla.

Cuando para significar una realidad cualquiera hemos de valemos de un bien común por carecer del propio, es claro que dicha realidad es inexpresable o inefable. Para designar esta bienaventuranza nos servimos de una expresión no exclusiva, sino común; la llamamos vida eterna, locución común a los bienaventurados del cielo y a cuantos poseen una eternidad de vida. Prueba evidente de su grandiosidad y sublimidad, que no puede expresarse con nombre propio.

En la Sagrada Escritura se la designa con múltiples nombres: reino de Dios, reino de Cristo, reino de los cielos, paraíso, ciudad santa, nueva Jerusalén, casa del Padre (252).

Pero es claro que ninguno de ellos expresa suficientemente su grandeza.

D) Frutos que debe reportarnos esta verdad de fe

El recuerdo de los bienes y premios sublimes expresados en las palabras vida eterna, debe estimularnos a todos a la práctica de la piedad, de la santidad y de todas las virtudes.

La vida es, en verdad, uno de los mayores bienes que el hombre apetece por naturaleza. Por eso al decir vida eterna se define la bienaventuranza como el mejor de los bienes. Si esta misma pobre vida terrena, tan llena de miserias que más que vida podría llamarse muerte, nos resulta tan amable y gustosa, ¿con cuánto mayor ardor y alegría no debemos anhelar aquella vida eterna, que llevará consigo - superados todos los males - la razón absoluta y perfecta de todos los bienes?

Según la concorde opinión de los Padres (253), la felicidad eterna consistirá en la posesión de todos los bienes sin mezcla alguna de mal. Por lo que respecta a la exclusión de los males, son clarísimos los testimonios de la Sagrada Escritura. En el Apocalipsis está escrito: Ya no tendrán hambre, ni tendrán ya sed, ni caerá sobre ellos el sol ni ardor alguno (). Y en otra parte: Enjugará Dios las lágrimas de sus ojos y la muerte no existirá más, ni habrá duelo, ni gritos, ni trabajo, porque todo esto ya es pasado (). Será inmensa la gloria de los bienaventurados e incontables las especies de sus eternas delicias.

Mas lo que en modo alguno puede comprender nuestra inteligencia es la grandeza de esta gloria celeste. Para comprenderla y medirla será necesario que entremos nosotros en aquel gozo del Señor (Mt 25,21), que penetrandonos, saciará perfectamente todos los deseos de nuestro corazón.

III. DOBLE BIENAVENTURANZA

San Agustín dice que es más fácil enumerar los males de que estaremos privados que los bienes que hemos de gozar (254). Convendrá, sin embargo, pensar frecuentemente en ellos para inflamarnos en el deseo de conseguir tan gran felicidad.

Y ante todo es necesario distinguir las dos clases de bienes de que nos hablan los más autorizados teólogos:

1) los que constituyen la esencia misma de la bienaventuranza, y

2) los que se derivan de ella como natural consecuencia. Los primeros son llamados esenciales, y los segundos accidentales.

A) Bienaventuranza esencial

La bienaventuranza esencial consiste en ver a Dios y gozar de Él como de fuente y principio de toda bondad y perfección.

Ésta es la vida eterna - dice el Señor-; que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a tu enviado Jesucristo (Jn 17,13). Y San Juan parece querer explicar estas palabras del Maestro cuando escribe: Carísimos, ahora somos hijos de Dios, aunque aún no se ha manifestado lo que he - mos de ser. Sabemos que, cuando aparezca, seremos semejantes a Él, porque le veremos tal cual es (1Jn 3,2).

Esto significa que la vida eterna consistirá en dos cosas: ver a Dios como es en su naturaleza y substancia y llegar nosotros a ser "como dioses". Porque los que gozan de Él, aunque conservan su propia naturaleza, se revisten de una forma tan admirable y casi divina, que más parecen dioses que hombres.

Una pálida idea de este misterio podremos descubrirla en el hecho de que cualquier realidad es conocida por nosotros o en su misma esencia o a través de alguna semejanza o analogía. Y como no existe cosa alguna que tenga tal semejanza con Dios que pueda conducirnos a su perfecto conocimiento, es claro que nadie podrá ver su naturaleza y esencia divina si esa misma esencia no se une de alguna manera a nosotros. Esto parecen significar aquellas palabras del Apóstol: Ahora vemos por un espejo y oscuramente; entonces veremos cara a cara (1Co 13,12). Con la palabra oscuramente - comenta San Agustín - San Pablo quiso significar que no existe semejanza alguna entre las cosas creadas y la íntima esencia de Dios 2o". Lo mismo afirma San Dionisio cuando escribe: "Las cosas superiores no pueden ser conocidas por semejanza de las cosas terrenas" (256).

En realidad, las cosas terrenas únicamente pueden proporcionarnos imágenes corpóreas; y jamás lo corpóreo podrá darnos una idea de las realidades incorpóreas. Tanto más cuanto que las imágenes de las cosas deben tener menos materialidad y ser más espirituales que las cosas mismas que representan, como fácilmente puede apreciarse en cualquiera de nuestros conocimientos. Y como es totalmente imposible que una realidad cualquiera creada pueda darnos una semejanza tan pura y espiritual como es el mismo Dios, de ahí que ninguna de las semejanzas humanas pueda llevarnos a un conocimiento perfecto de la esencia divina.

Las cosas creadas, además, están circunscritas y limitadas en su perfección; Dios, en cambio, es infinito. Ninguna de aquéllas puede, pues, darnos una idea de su infinita e ilimitada inmensidad divina. No queda, pues, otro medio de conocer la esencia divina sino que ella, de algún modo, se una con nosotros, elevando de manera misteriosa e inefable nuestra inteligencia hasta hacerla capaz de contemplar la naturaleza de Dios.

Esto lo conseguiremos con la luz de la gloría (). Iluminados con este resplandor, veremos en su luz la luz (Ps 35,10) (257). Los bienaventurados contemplarán a Dios siempre presente. Y con el don divino de esta luz intelectual - el más grande y perfecto de todos los dones celestiales - serán hechos partícipes de la naturaleza divina (2P 1,4) y gozarán de la verdadera y eterna felicidad.

La certeza de que también nosotros hemos de gozar un día esta divina bienaventuranza es tal, que el Símbolo nos obliga a esperarla con toda seguridad, fundados en la benignidad divina: "Espero la resurrección de los muertos y la vida del siglo futuro".

Cierto que la verdad de la bienaventuranza será siempre un misterio para nosotros, por tratarse de una realidad enteramente divina, que ni puede expresarse con palabras ni ser comprendida por el entendimiento. No obstante, podemos vislumbrarla en algunas pálidas imágenes tomadas de las cosas sensibles: pues así como el hierro puesto al fuego se hace ascua y, conservando su propia naturaleza de hierro, nos parece, sin embargo, fuego verdadero, del mismo modo los bienaventurados admitidos a la gloria celestial, inflamados en amor de Dios, de tal manera se transforman, que, sin perder su naturaleza humana, puede decirse con razón se diferencian más de los que aún viven en la tierra que el hierro incandescente del totalmente frío.

Concluyendo: la suprema y perfecta bienaventuranza que llamamos "esencial" consiste en la posesión de Dios. Y ¿qué podrá faltar para ser perfectamente feliz al que posee a Dios, sumo y perfectísimo bien?

B) Bienaventuranza accidental

A esta suprema y perfecta felicidad esencial de los bienaventurados hay que añadir otras perfecciones que, por estar más al alcance de la inteligencia humana, suelen conmover y excitar más vehementemente nuestras almas. A ellas parece aludir San Pablo en su Carta a los Romanos: Gloria, honor y paz para iodo el que hace el bien (Rm 2,10).

Los bienaventurados gozaran, en efecto, no solamente de aquella gloria que hemos declarado ser la bienaventuranza esencial o está íntimamente ligada con ella, sino también de la gloria que les producirá el conocimiento claro y preciso que todos y cada uno han de tener del esplendor v dignidad de los demás bienaventurados. Para todos será inmenso honor el sentirse llamados por Dios no ya siervos, sino amigos, hermanos e hijos (258).

Jesucristo, nuestro divino Salvador, les introducirá en su reino con tan consoladoras y amorosas palabras: Venid, benditos de mi Padre, tomad posesión del reino preparado para vosotros desde la creación del mando (Mt 25,34). Con razón sentirán necesidad de gritar: ¡Cuan sobremanera has honrado a tus amigos, oh Dios! (Ps 138,17). Y el mismo Cristo les alabará delante de su Padre celestial y de sus ángeles y santos (259).

Si a esto añadimos que, por instinto natural, todos deseamos ser estimados y alabados por personajes ilustres en ciencia (), ¿cuan no será el aumento de gloria de los bienaventurados, que tan profunda estima se profesarán los unos a los otros?

Sería también interminable querer enumerar todos los bienes y goces de que estará llena la gloria de los bienaventurados (260); ni aun siquiera podríamos imaginarlos. Baste apuntar que allí poseeremos y gozaremos todos los bienes, todos los goces posibles y apetecibles de esta vida, lo mismo los bienes de la inteligencia que las perfecciones naturales del cuerpo; y esto en tan supremo grado, que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni puede venir a la mente del hombre lo que Dios tiene preparado para los que le aman (1Co 2,9 Is 64,3).

El cuerpo, transformado de terreno en espiritual y de pasible en inmortal, no experimentará allí ninguna de las necesidades de aquí abajo (261).

El alma tendrá la suma felicidad y la plena saciedad en el manjar de la gloria, que Dios irá ofreciendo a todos en su banquete celestial (262).

¿Quién echará allí de menos los vestidos preciosos o los pomposos adornos del cuerpo, inútiles cosas donde todos estarán revestidos de esplendor de inmortalidad (263) y adornados con corona de gloria eterna? (264) O ¿quién suspirará allí por palacios espaciosos y suntuosamente amueblados, cuando será suyo el mismo vastísimo y maravilloso cielo, enteramente iluminado por divino esplendor? Razón tenía el profeta para exclamar cuando contemplaba la belleza de aquella morada del cielo y ardía en deseos de penetrarla: ¡Cuan amables son tus moradas, oh Y ave Sebaot! Anhela mi alma y ardientemente desea los atrios de Y ave. Mi corazón y mi carne saltan de júbilo por el Dios vivo (Ps 88,2-3). ¡Ojalá sea también ésta la súplica constante de todos los cristianos!

IV. MEDIOS PARA ADQUIRIR LA VIDA ETERNA

En la casa del Padre - dice el Señor - hay muchas moradas (Jn 14,2), en las cuales se dará a cada uno según sus obras (Ps 61,13). Porque el que escaso siembra, escaso cosecha; el que siembra con largura, con largura cosechará (2Co 9,6) (265).

No nos quedemos, pues, en un puro e ineficaz deseo de la eterna bienaventuranza. Recordemos constantemente que los medios seguros para llegar a poseerla son la vida de fe y de caridad, la perseverancia en la oración, la frecuencia de los sacramentos y de la práctica constante de las obras de misericordia hacia el prójimo. Sólo así podemos esperar que la benignidad de Dios, que ha preparado para quienes le aman esta gloria bienaventurada, realice un día en nosotros la promesa que nos hizo por el profeta: Mi pueblo habitará en morada de paz, en la habitación de seguridad, en asilo de reposo (Is 32,18).
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NOTAS

(248) Pues por la momentánea y ligera tribulación nos prepara un peso eterno de gloria incalculable (2Co 4,17).

Pues sabemos que, si la tienda de nuestra mansión terrena se deshace, tenemos de Dios una sólida casa, no hecha por mano de hombres, eterna en los cielos (2Co 5,1).

(249) Cf. Mt 25,46 Mc 10,17 Lc 10,25.

(250) Para que todo el que creyere en Él tenga la vida eterna (Jn 3,15).

Ésta es la vida eterna, que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a tu enviado Jesucristo (Jn 17,3).

A los que con perseverancia en el bien obrar buscan la gloría, el honor y la incorrupción, la gloria eterna (Rm 2,7).

Pues la soldada del pecado es la muerte; pero el don de Dios es la vida eterna en nuestro Señor Jesucristo (Rm 6,23).

(251) En los primeros tiempos de la Iglesia, algunos escritores eclesiásticos enseñaron el Milenarismo, doctrina abiertamente herética en algunas de sus manifestaciones, y en todas absolutamente rechazable.

Según los milenaristas, al final de los tiempos, Cristo descenderá glorioso a la tierra y resucitará a la vida a todos los justos para reinar con ellos en este mundo durante mil años antes del juicio final.

Este error parece traer su origen, en parte, de algunas fábulas y libros apócrifos de los judíos.y en parte, de algunas profecías del Apocalipsis (Ap 20,1-8) mal interpretadas.

Ofrece el milenarismo dos formas principales: el craso o material, que presenta un milenio de goces sensuales, y el espiritual o sutil, que se lo imagina a base de vida honesta y goces espirituales.

El primero es francamente herético (se opone a Mt 22,30 1Co 15,50 Rm 14,17), y fue defendido por Cerinto, los marcionitas, apolinaristas y otros herejes. El segundo fue enseñado incluso por algunos Santos Padres (Ireneo, Justino..., etcétera), pero fue combatido por todos los demás y ha sido rechazado por la Iglesia, incluso en sus formas más modernas (cf. la respuesta de la Sagrada Congregación del Santo Oficio en AAS 36 (1944) 212). (P.ROYO, O.P., o.c, p.598).

(252) Y si tu ojo te escandaliza, sácatelo; mejor te es entrar tuerto en el reino de Dios que con ambos ojos ser arro/acfo en la gehenna (Mc 9,47).

¿No sabéis que los injustos no poseerán el reino de Dios? No os engañéis: ni los fornicarios, ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los afeminados, ni los sodomitas, ni los ladrones, ni los avaros, ni los ebrios, ni los maldicientes, ni los rapaces poseerán el reino de Dios (1Co 6,9-10).

Pues habéis de saber que ningún fornicario, o impuro, o avaro, que es como adorador de ídolos, tendrá parte en la heredad del reino de Cristo y de Dios (Ep 5,5).

Por lo cual, hermanos, tanto más procurad asegurar vuestra vocación y elección cuanto que, haciendo así, jamás tropezaréis y tendréis ancha entrada al reino eterno de nuestro Señor y Salvador Jesucristo (2P 1,10-11).

No iodo el que dice: ¡Señor, Señor! entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre, que está en los cielos (Mt 7,21).

Él le dijo: En verdad te digo, hoy serás conmigo en el paraíso (Lc 23,43).

Al vencedor yo le haré columna en el templo de mi Dios, y no saldrá ya jamás fuera de él, y sobre él escribiré el nombre de Dios y el nombre de la ciudad, de mi Dios, de la nueva Je - rusalén, la que desciende del cielo de mi Dios y mi nombre nuevo (Ap 3,12).

En la casa de mi Padre hay muchas moradas; si no fuera así, os lo diría, porque voy a prepararos el lugar (Jn 14,2).

(253) Cf. SAN AGUSTÍN, 1.22 De civitate Dei, c.30: ML 41.801.

(254) SAN AGUSTÍN, Sevm. 64, De Verbo Dotnini: ML 39,1868.

(255) SAN AGUSTÍN, 1.15 De Trinítate, c.9: ML 43,1068-1069.

(256) SAN DIONISIO, c.l De divinis nominibus: ML 122,1113-1119.

(257) Al hablar del conocimiento de Dios en teología, se plantea el problema de la posibilidad de un conocimiento intuid tivo de la esencia divina, en el orden sobrenatural claro está, pues todo conocimiento natural es siempre analógico y mediato, a través de las criaturas. Conocimiento intuitivo quiere decir conocimiento inmediato, claro y distinto de la esencia divina.

La Iglesia, frente a los errores de los neoplatónicos, de los palamitas del siglo xiv y de Rosmini en el siglo pasado, afirmó claramente la posibilidad y existencia del conocimiento intuitivo de Dios (cf. constitución de Benedicto XII: D 530; C. Florentino Pro Graecis: D 693; la condenación de Rosmini: D 1891ss.). El texto clásico de la Escritura en esta cuestión es aquel de San Pablo en que afirma que cuando todo haya desaparecido: la ciencia, el don de lenguas, la profecía, etc., la caridad aún continuará, y en toda su plenitud. Ahora vemos por un espejo y obscuramente - dice el Apóstol-; entonces veremos cara a cara. Al presente conozco sólo en parte, entonces conoceré como soy conocido (intuitivamente, pues así nos conoce Dios) (1Co 13,8-12).

Los teólogos se entretienen luego en desentrañar la naturaleza de ese conocimiento intuitivo de Dios. Partiendo de las nociones de especie impresa y expresa que, por parte del objeto, son indispensables para nuestros conocimientos creaturales, se preguntan si en el conocimiento de Dios se dan tales especies. Responden que no, porque es imposible que pueda haber una reproducción creada - eso sería la especie - de la esencia divina, que es el mismo Ser subsistente.

Pasando luego a examinar la cuestión desde el ángulo de la potencia cognoscitiva, niegan que Dios pueda ser conocido intuitivamente por medio de las potencias sensitivas (ojos..., etc.). Luego sólo queda la potencia intelectual.

Pero surge de nuevo el problema: ¿Cómo conoce intuitivamente a Dios el entendimiento humano? ¿Con sus solas fuerzas? ¿Elevado sobrenaturalmente? Los beguardos y beguinos en el siglo xiv, Bayo en el xvi, y los ontologistas en el xix sostuvieron que el conocimiento intuitivo de Dios es accesible al entendimiento humano por sus propias fuerzas. Todos fueron condenados; el Concilio Viennense lo hizo con los beguardos y y beguinos (D 475), Pío V con Bayo (D 1021), y el Santo Oficio con los errores de los ontologistas (D 1659ss.). Y por si etso fuera poco, el C. Vaticano reaiirmó las condenaciones indirectamente al implantar, frente al racionalismo del siglo xix, las inconmovibles verdades de la fe y la razón, sus esferas distintas, la imposibilidad por parte de la razón de conocer el orden sobrenatuial, etc. (cf. D 1795-1796 1808 1816 1786).

La razón última está en que todo conocimiento supone una verdadera fusión del objeto conocido y el sujeto cognoscente. Y esta fusión no puede realizarse si entre ambos términos no existe proporción adecuada. Y como en este caso la esencia divina (objeto conocido) dista infinitamente de nuestro entendimiento (sujeto cognoscente), sigúese que, aunque la razón tenga poder radical para conocer intuitivamente a Dios, no lo tiene poi sus propias fuerzas; lo tiene en cuanto que es elevada y robustecida por un auxilio especial, que llaman los teólogos lumen gloriae. Como un toco potentísimo por el que la luz de nuestra razón se eleva a un grado infinito, y así el hombre se capacita para poder conocer intuitivamente a Dios.

Discuten los teólogos sobre la naturaleza de ese lumen gloriae - cuestión menos trascendental-, pero su existencia no puede ponerse en duda. Contra las pretensiones de beguardos y beguinos, la definió Ulemente V en el Concilio de Viena, a.1311-12, condenando la siguiente proposición: "Cualquier naturaleza intelectual es en sí misma naturalmente bienaventurada, y el alma no necesita de la luz de gloria (lumen gloriae) que la eleve para ver a Dios y gozarle bienaventuradamente" (D 475).

(258) yosofrOs sois mis amigos si hacéis lo que os mando (Jn 15,14). Porque todos, así el que santifica como los santificados, de uno sólo vienen, y, por tanto, no se avergüenza de llamarlos hermanos (He 2,11).

Mas a cuantos le recibieron dióles poder de venir a ser hijos de Dios (Jn 1,12).

Porque los que son movidos por el Espíritu de Dios, ésos son hijos de Dios (Rm 8,14).

(259) pues a todo el que me confesare delante de los hombres, yo también le confesaré delante de mi Padre, que está en los cielos (Mt 10,32).

(260) Sácianse de la abundancia de tu casa, u los abrevas en el torrente de tus delicias. Porque en ti está la fuente de la vida y en tu luz vemos la luz (Ps 35,9-10).

(261) Pues así en la resurrección de los muertos. Se siembra en corrupción, y resucita en incorrupción. Se siembra en ignominia, y se levanta en qloria. Se siembra en flaqueza, y se levanta en poder (1Co 15,42-43).

(262) Dichosos los siervos aquellos a Quienes el amo hallare en vela; en verdad os diao que se ceñirá, y los sentará a la mesa, y se prestará a servirles (Lc 12,37).

(263) Porqae es preciso que lo corruptible se revista de incorrupción y que este ser mortal se revista de inmortalidad (1Co 15,53).

Después de esto miré y vi una muchedumbre grande, que nadie podía contar, de toda nación, tribu, pueblo y lengua, que estaban delante del trono y del Cordero, vestidos de túnicas blancas y con palmas en sus manos (Ap 7,9).

(264) Y quien se prepara para la lucha, de todo se abstiene, y eso para alcanzar una corona corruptible; mas nosotros para alcanzar una incorruptible (1Co 9,25).

Porque la gimnasia corporal es de poco provecho; pero la piedad es útil para todo y tiene promesas para la vida presente y para la futura (2Tm 4,8).

(265) Ellos reedificarán las ruinas antiguas y levantarán los asolamientos del pasado. Restaurarán las ciudades asoladas, los escombros de muchas generaciones (Is 61,4-5).

Y todo el que dejare hermanos o hermanas, o padre o madre, o hijos o campos, por amor de mi nombre, recibirá el céntuplo y heredará la vida eterna (Mt 19,29).