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CAPITULO I "Creo en Dios Padre todopoderoso, creador
del
cielo y de la tierra"
Esta primera
profesión de fe significa exactamente: "Creo con toda certeza y confieso sin
ninguna clase de duda que existe un Dios Padre, primera Persona de la Santísima
Trinidad, que con su omnipotencia sacó de la nada el cielo, la tierra y todo
cuanto hay bajo el cielo y la tierra; y una vez creadas todas las cosas, las
conserva y gobierna (6). Y no solamente creo en Él interiormente y le confieso
externamente, sino que anhelo con sumo afecto y piedad ir hacia Él, como al sumo
y perfectísimo Bien".
Éste es, en síntesis, el significado del primer artículo del Credo. Pero puesto
que cada una de sus palabras encierra grandes misterios, será conveniente
desmenuzarlas cuidadosamente, para que el pueblo fiel pueda acercarse, con temor
y temblor (7), a contemplar la gloria de la divina Majestad en la medida que el
Señor se lo conceda.
Creer no
significa aquí pensar, juzgar, opinar..., sino que, como enseña la Sagrada
Escritura, tiene la fuerza de un asentimiento certísimo, por el que la
inteligencia del hombre se adhiere de una manera segura y constante a Dios, que
revela los misterios.
Cree, por consiguiente - en el sentido que la palabra creer tiene en este lugar
-, quien, sin ninguna clase de duda, tiene certeza absoluta sobre alguna verdad.
Ni debe pensarse que el conocimiento de la fe sea menos seguro por el hecho de
que las realidades que nos propone sean invisibles. La luz divina con que las
conocemos, aunque no dé evidencia a las mismas cosas, no nos permite, sin
embargo, dudar de ellas. Porque el mismo Dios que dijo: Brille la luz en el seno
de la.s tinieblas, es el que ha hecho brillar la luz en nuestros corazones (2Co
4,6), para que la buena nueva del Evangelio no quedara encubierta
para nosotros, como lo está para los fieles que van a la perdición (2Co
4,3).
De lo dicho se desprende que quien posea este divino conocimiento de la fe no
debe perder el tiempo con vanas curiosidades. Cuando Dios nos manda creer, no
nos quiere entretenidos en escudriñar sus juicios divinos o en averiguar su
causa y razón; nos exige un asentimiento inalterable, que hace que el espíritu
descanse en el conocimiento de la verdad eterna.
San Pablo ha escrito: Dios es veraz, y todo hombre falaz (Rm
3,4). Y, no obstante esto, calificaríamos de fatuo e imprudente a
quien no quisiera dar crédito a las afirmaciones de un hombre sensato y sabio,
exigiendo pruebas y testimonios para cada una de sus palabras. ¡Mucho más
temerario, desvergonzado y necio sería quien, escuchando la voz de Dios,
exigiera, para creer, las pruebas de esta doctrina divina!(8).
Y adviertan
los cristianos que el que dice creo no puede conformarse con el asentimiento
íntimo de su espíritu a la verdad revelada (), sino que debe manifestar
externamente la fe que lleva en el corazón, confesándola explícitamente y con
valentía (acto externo de la fe).
Todo discípulo de Cristo debe sentir y poder decir con el profeta: Creí y por
esto hablé (Ps
115,10); y debe poseer el espíritu de los apóstoles cuando
valientemente hablaron ante la autoridad: Porque nosotros no podemos dejar de
decir lo que hemos visto y oído (Ac
4,20); y debe enardecerse ante el ejemplo y las palabras de
Pablo: Pues no me avergüenzo del Evangelio, que es poder de Dios para la salud
de todo el que cree (Rm
1,16). Y como última y más explícita confirmación de esta verdad,
recordemos las palabras del mismo Apóstol: Porque con el corazón se cree para la
justicia y con la boca se confiesa para la salud (Rm
10,10) (9).
Por lo dicho
podremos apreciar ya la sublimidad y excelencia de la Revelación cristiana y
cuan sin medida deba ser nuestra gratitud a la bondad de Dios, que nos ha
concedido poder subir rápidamente por estos peldaños de la fe al conocimiento de
la máxima y suprema realidad apetecible.
En esto estriba precisamente la gran diferencia entre la sabiduría cristiana y
la humana filosofía. Ésta, guiada únicamente por la luz de la razón natural,
partiendo de los efectos y procediendo gradualmente por las cosas sensibles,
sólo a fuerza de muchos y laboriosos esfuerzos llega a vislumbrar las realidades
invisibles de Dios, reconociéndole como Causa primera y Autor de todas las
cosas. Aquélla, en cambio, de tal manera purifica y perfecciona el poder de
nuestra humana inteligencia, que hace posible el penetrar, sin esfuerzo, en la
región de lo sobrenatural; e, iluminada por ese divino resplandor, la mente del
hombre puede llegar a la contemplación de la Fuente misma de la luz, y desde
aquí al conocimiento de cuanto existe bajo ella y por ella, cumpliéndose de esta
manera el dicho del Príncipe de los Apóstoles: Ese alegrarnos profundamente en
nuestro espíritu por haber sido llamados de las tinieblas a la admirable luz (1P
2,9) y ese poder regocijarnos en el gozo inefable de nuestra fe (1P
1,8).
Con razón afirmamos los cristianos, ante todo, creer en aquel Dios cuija
majestad es inefable (Jr
22,19), el único Señor inmortal que habita una luz inaccesible, a
quien ningún hombre vio ni puede ver (1Tm
6,16). El mismo Señor, hablando a Moisés, dice: Mi faz no podrás
verla, porque no puede verla el hombre y vivir (Ex
33,19).
En realidad, para que la inteligencia humana pueda llegar hasta Dios - la más
sublime de todas las realidades - es necesario que se libere totalmente de la
tiranía de les sentidos cosa que en esta vida no nos ha sido dada por
naturaleza).
Pero, aun
siendo esto así, no dejó Dios - en frase de San Pablo - de dar testimonio de sí,
haciendo el bien y dispensando desde el cielo las lluvias y las estaciones
fructíferas, llenando de alimento y alegría nuestros corazones (Ac
14,16-17).
Esto explica que los filósofos no se atrevieran a pensar nada bajo de Dios y que
removieran de Él todo concepto de corporeidad, limitación y composición,
atribuyéndole, en cambio, la esencia perfecta y la plenitud de todos los bienes,
como a fuente perenne e inagotable de bondad y misericordia, de donde proceden
las perfecciones de todas las cosas creadas. Llamáronle Sabio, Autor y Amador de
la verdad, Justo, Bienhechor por excelencia; nombres todos con los que
expresaban el concepto de su suprema y absoluta perfección y notaban que su
infinito e inmenso poder llena todo lugar y abraza todas las cosas.
Todo esto, por lo demás, lo expresa con mayor fuerza y claridad la Sagrada
Escritura: Dios es espíritu (Jn
4,24); Sed, pues, perfectos, como perfecto es vuestro Padre
celestial (Mt
5,48); No hay cosa creada que no sea manifiesta en su presencia;
antes son todas desnudas y manifiestas a los ojos de Aquel a quien hemon de dar
cuenta (He
4,13); ¡Oh profundidad de la riqueza, de la sabiduría y de la
ciencia de Dias! (Rm
11,33); Dios es verdad (Rm
3,4); Yo soy el camino, la verdad y la vida (Jn
14,6); Tu diestra está llena de bondad (Ps
47,11); Abres tu mano y das a todo viviente la grata saciedad (Ps
144,16); ¿Dónde podría alejarme de tu espíritu? ¿Adonde huir de
tu presencia? (Ps
138,7); Si subiera a los cielos, allí estás tú; si bajare a los
abismos, allí estás presente; si, robando las plumas a la aurora, quisiera
habitar al extremo del mar, también allí me cogería tu mano y me tendería tu.
diestra (Ps
138,8-10); Por mucho que uno se oculte en escondrijos, ¿no le
veré yo? Palabra de Yavé. ¿No lleno yo los cielos y la tierra? (Jr
23,24).
Ciertamente
son admirables y magníficas todas estas verdades sobre la naturaleza de Dios,
que los filósofos, en perfecta armonía con la Sagrada Escritura, dedujeron como
conclusiones de la contemplación de las cosas creadas. Pero aun en esto mismo
aparece clara la necesidad de la Revelación, si se tiene en cuenta - como
notábamos antes - que la fe no sólo sirve para que los hombres rudos e
ignorantes lleguen con facilidad y rapidez al conocimiento de las cosas que los
sabios adquirieron después de laboriosos esfuerzos, sino que logra también que
todo este bagaje de conocimientos que nos da la Revelación se fije en nuestra
inteligencia de una manera mucho más segura, límpida y nítida de todo error que
si esas mismas cosas las conociéramos sólo por ciencia humana. ¡Cuánto más
admirable es el conocimiento de Dios que nos facilita la luz de la fe, propia de
los creyentes, que el adquirido por la mera contemplación de las cosas creadas,
común a todos!
Y ésta es la luz que encierran los artículos del Credo cuando nos hablan de la
unidad de la esencia divina, de la distinción de las tres Personas, de Dios
nuestro último fin, en quien hemos de buscar y esperar la posesión de la
bienaventuranza celestial y eterna.
San Pablo nos dice que Dios es remunerador de los que le buscan (He
11,6). Y mucho antes que San Pablo, el profeta Isaías nos hablaba
de la existencia y sublime valor de estos tesoros divinos, totalmente
inaccesibles a la inteligencia humana: Jamás oyeron oídos, jamás vieron ojos, lo
que Dios tiene preparado para los que en Él confían (Is
64,4
1Co 2,9).
De todo lo
dicho se deduce que hemos de confesar que hay un solo Dios, no muchos dioses. Si
atribuímos a Dios la suma bondad y la perfección absoluta, nos resultará
evidente la imposibilidad de que lo infinito y absoluto puedan encontrarse en
más de un sujeto; a quien faltare el más insignificante detalle de perfección,
se convertiría por lo mismo en imperfecto, y en modo alguno podría convenirle la
naturaleza divina.
Numerosos textos de la Sagrada Escritura afirman y prueban esta veidad: Oye,
Israel: Y ave, nuestro Dios, es el solo Y ave (Dt 6,4); No tendrás otro Dios que
a mí (Ex
20,3); Así habla Y ave: Yo soy el primero y el último; y no hay
otro Dios fuera de mí (Is
44,6); Sólo un Señor, una fe, un bautismo (Ep
4,5) (10).
Ni ofrece dificultad alguna el hecho de que en la Biblia se atribuya a veces a
las criaturas el nombre de Dios. Cuando en ella sz llama dioses a los profetas o
a los jueces (ll), no se pretende seguir la costumbre de los paganos, que necia
e impíamente multiplicaban sus divinidades; es un mero modo de decir para
ponderar algunas de sus virtudes excelentes o alguna de las misiones a ellos
encomendadas por Dios.
La fe cristiana cree, pues, y confiesa un solo Dios: único en naturaleza, en
sustancia y en esencia, como se dijo para confirmar esta verdad en el Símbolo
del Concilio de Nicea. Y, elevándose todavía más, la fe de tal manera entiende
esta Unidad, que venera la Unidad en la Trinidad y la Trinidad en la Unidad
(12).
De este misterio trataremos a continuación, siguiendo el orden del Credo,
Y puesto que
la palabra Padre se atribuye a Dios por distintos motivos, declararemos primero
el sentido específico en que aquí la tomamos.
Algunos paganos, cuyas tinieblas no habían sido iluminadas por la luz de la fe,
concibieron a Dios como una sustancia eterna, de la que proceden todas las cosas
y por cuya providencia son gobernadas y conservadas en su respectivo orden y
estado. Utilizando una semejanza humana, llamaron Padre a Dios, a quien
reconocían creador y rector de todas las cosas, lo mismo que llamamos padre a
aquel de quien procede y por quien es dirigida y gobernada una familia.
La Sagrada Escritura utiliza también este nombre al hablar de Dios, creador,
señor y providente de todas las cosas: ¿No es Él el padre que te crió, el que
por sí mismo te hizo y te formó? (Dt 32,6) ; ¿No tenemos todos un padre? ¿No nos
ha creado a todos un Dios? ().
Pero es en el Nuevo Testamento donde con más frecuencia y de manera más propia
se llama a Dios Padre de los cristianos, que no hemos recibido el espíritu de
siervos, para decaer en el temor; antes hemos recibido el espíritu de adopción,
por el que clamamos: ¡Abba, Padre! (Rm
8,15); Ved qué amor nos ha mostrado el Padre, que seamos llamados
hijos de Dios y lo seamos (1Jn
3,1); Y si hijos, también herederos; herederos de Dios,
coherederos de Cristo, que es el Primogénito entre muchos hermanos (Rm
8,17) y no se avergüenza de llamarnos hermanos (He
2,11),
Por consiguiente, ya consideremos el motivo de la creación y de la providencia,
ya nos fijemos en el aspecto especialísimo de la adopción sobrenatural, con toda
razón confesamos los cristianos creer en un Dios Padre.
Esto
supuesto, hemos de procurar los cristianos levantar el alma a la contemplación
de más altos misterios cuando pronunciemos o escuchemos la palabra Padre. Con
ella empieza a descubrirnos la divina Revelación lo más sublime y misterioso,
oculto en aquella luz inaccesible, donde habita Dios; luz que ningún hombre vio
ni puede ver (1Tm
6,16).
Significa la palabra Padre que hemos de reconocer en la única esencia divina no
una sola Persona, sino distinción de Personas. Porque tres son las Personas en
Dios: el Padre, que es ingénito; el Hijo, que es engendrado por el Padre desde
toda la eternidad, y el Espíritu Santo, que eternamente procede del Padre y del
Hijo.
Y es el Padre, en una única esencia divina, la primera Persona, el cual, con su
unigénito Hijo y con el Espíritu Santo, es un solo Dios y un solo Señor; no en
la singularidad de una única Persona, sino en la trinidad de una sola sustancia
(13).
Las tres
divinas Personas se distinguen entre sí únicamente por sus propiedades. Sería
absurdo y herético suponer cualquier diferencia o desigualdad entre ellas.
Es propio del Padre el ser ingénito; del Hijo, el ser engendrado por el Padre, y
del Espíritu Santo, el proceder del Padre y del Hijo.
De esta manera reconocemos tal identidad de esencia y sustancia en las tres
Personas divinas, que, al confesar al verdadero y eterno Dios, creemos debe ser
adorada piadosa y santamente:
1) la propiedad en las Personas;
2) la unidad en la Esencia y
3) la igualdad en la Trinidad.
Y cuando decimos que el Padre es la primera Persona, no queremos afirmar que en
la Trinidad exista el antes y el después, lo más y lo menos; esto constituiría
una verdadera impiedad, contraria a la religión cristiana, que predica una misma
eternidad y una misma majestad de gloria en las tres Personas. Si afirmamos con
propiedad, y sin lugar alguno a duda, que el Padre es la primera Persona, lo
hacemos porque Él es el principio sin principio; y, puesto que Él es la Persona
distinta con la propiedad de Padre, a Él solo determinadamente conviene
engendrar al Hijo desde toda la eternidad.
Cuando en este artículo del Credo pronunciamos juntos los nombres Dios y Padre,
queremos recordar esto: que Él siempre fue, y al mismo tiempo, Dios y Padre.
Tratándose,
por lo demás, del más difícil y sublime mis^ terio de la Revelación, una
excesiva insistencia investigadora o un exagerado afán de explicaciones podría
exponernos a serios peligros de gravísimos errores. Bástenos retener con
religiosa exactitud los vocablos de Esencia y Persona, con los que está
formulado el misterio, y creer que la unidad está en la Esencia, y la distinción
en las Personas.
Ni son necesarias ulteriores y más sutiles aclaraciones acordándonos de la frase
de la Escritura: Quien pretenda escudriñar la Majestad, se verá oprimido por la
gloria (Pr
25,27). Démonos por satisfechos con saber que todo cuanto por la
fe tenemos como cierto y seguro, lo aprendimos del mismo Dios. ¡Sería
incalificable necedad no prestar asentimiento a las palabras de un Dios!
El mismo Jesucristo se dignó revelarnos con toda claridad el misterio: Enseñad a
todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre, y del Hijo, y del
Espíritu Santo (Mt
28,19). Porque tres son los que dan testimonio en el cielo -
añade San Juan -: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, y los tres son uno (1Jn
5,7).
Son muchos
los nombres con que la Sagrada Escritura suele significar el infinito poder y
majestad de Dios, para inculcarnos la idea de veneración y respetuoso
acatamiento debidos a su santísimo nombre. Pero el más frecuente de todos es,
sin duda, el de todopoderoso u omnipotente.
El mismo Dios dice de sí: Yo, Dios omnipotente (Gn
17,1). Jacob, cuando envió sus hijos a José, oraba también de
esta manera: Que el Dios omnipotente os haga hallar gracia ante ese hombre (Gn
43,14). En el Apocalipsis: El Señor Dios todopoderoso, el que
era, el que es y el que vive (Ap
4,8); El día grande del Dios todopoderoso (Ap
16,14). Y con palabras equivalentes se expresa el mismo concepto
en otros muchos pasajes: Porque nada hay imposible para Dios (Lc
1,37); ¿Acaso se ha acortado el brazo de Y ave? (Nb
11,23); Pues, cuando quieres, tienes el poder en la mano (Sg
12,18). Es evidente que todas estas expresiones encierran un
único e idéntico concepto de omnipotencia.
Significamos
con este título que ni existe ni puede pensarse cosa alguna que Dios no pueda
hacer. Cabe bajo su poder no sólo realizar aquello que, aunque inmenso, de
alguna manera entra en el ámbito de nuestra comprensión (), sino también
maravillas infinitamente más grandes, que la mente del hombre no puede pensar ni
aun siquiera imaginar.
Mas de que Dios sea todopoderoso no se deduce que pueda mentir, engañar, ser
engañado, pecar, morir o ignorar cosa alguna. Todos estos actos suponen
naturaleza imperfecta, y es claro que en Dios, cuya naturaleza y actos son
siempre perfectísimos, nada de esto puede tener cabida. Semejante posibilidad
argüiría debilidad e imperfección, no sumo e infinito poder.
Al afirmar, pues, nuestra fe en Dios todopoderoso, alejamos de Él todo aquello
que repugna o no se conforma con la suprema perfección de su esencia divina,
De todos los
atributos divinos, solamente se nos propuso en el Credo de nuestra fe el de la
omnipotencia. Y ello no carece de razón, porque al afirmar la omnipotencia de
Dios, implícitamente proclamamos su omnisciencia y su señorío y absoluto dominio
de todas las cosas. Creyendo firmemente que Dios todo lo puede, nos resultará
fácil comprender y reconocer en È1 todas las demás perfecciones; si le faltara
alguna, no entenderíamos cómo es todopoderoso.
Nada mejor, además, ni más eficaz para fortalecer nuestra fe y confirmar nuestra
esperanza como la íntima persuasión de que Dios todo lo puede.
Si hemos logrado asimilar bien el concepto de un Dios todopoderoso, nuestra
razón aceptará, sin ninguna clase de duda, todas las demps verdades que es
necesario creer, por grandes y maravillosas que sean y aunque superen las leye"
ordinarias de la naturaleza. Más aún: creerá con mayor facilidad y gusto cuanto
más sublimes sean las verdades reveladas por Dios.
Y en el campo de la esperanza cristiana, jamás desfallecerá el ánimo ante la
grandiosidad de los bienes que vivamente deseamos y esperamos, antes bien se
enardecerá y fortalecerá pensando que para Dios no hay nada imposible. Por esto
conviene mucho estar bien robustecidos en la creencia de un Dios todopoderoso,
especialmente cuando hemos de emprender alguna obra extraordinaria para bien del
prójimo o cuando deseemos conseguir algo del cielo por medio de la oración. En
el primer caso, acordémonos de las palabras con que Cristo reprendió la
incredulidad de los apóstoles: Si tuviereis fe como un grano de mostaza, diríais
a este monte: Vete de aquí a allá, y se iría, y nada os sería imposible (Mt
17,20). En el segundo, actuemos la frase del apóstol Santiago:
Pero pida con fe, sin vacilar en nada; que quien vacila es semejante a las olas
del mar, movidas por el viento y llevadas de una a otra parte. Hombre semejante
no piense que recibirá nada de Dios ().
Otros muchos e importantes provechos espirituales debe reportarnos la fe en la
omnipotencia divina:
1) Nos formará, ante todo, en humildad y sencillez de espíritu: Humillaos, pues,
bajo la poderosa mano de Dios (1P
5,6).
2) Nos enseñará a no temer a nada ni a nadie, fuera de Dios, bajo cuyo poder
estamos y están todas nuestras cosas: Yo os mostraré a quién habéis de temer;
temed al que, después de haber dado la muerte, tiene poder para echar en la
gehenna (Lc
12,5).
3) Nos ayudará, por último, a reconocer y a agradecer los inmensos beneficios
que Dios nos ha hecho. El verdadero creyente en un Dios todopoderoso no puede
ser desagradecido ni dejar de exclamar muchas veces con la Virgen: Porque ha
hecho en mí maravillas el Todopoderoso (Lc
1,49).
Hemos
proclamado en este artículo todopoderoso al Padre. Pero nadie caiga en el error
de creer que atribuimos este nombre a la primera Persona, como si no fuera
igualmente común al Hijo y al Espíritu Santo. Porque lo mismo que decimos Dios
Padre, Dios Hijo, Dios Espíritu Santo, sin que sean tres Dioses, sino un solo
Dios, así también confesamos todopoderoso al Padre, al Hijo y al Espíritu, sin
que sean tres todopoderosos, sino uno solo.
Es cierto, sin embargo, que este título se le atribuye de manera especial al
Padre, por ser Él la fuente de todo lo que tiene principio, lo mismo que
atribuímos al Hijo la sabiduría, por ser el Verbo eterno del Padre, y al
Espíritu Santo, amor del Padre y del Hijo, la bondad.
Por lo demás, es evidente - según la norma de la fe católica - que estos y otros
nombres semejantes han de aplicarse comúnmente a las tres divinas Personas.
Y al tener
que explicar ahora la creación del universo, comprenderemos cuan necesarias
fueron las anteriores nociones sobre la omnipotencia divina: el milagro de una
obra tan estupenda solamente puede creerse cuando no hay duda alguna del
infinito poder del Creador.
Dios no formó el mundo de una materia preexistente, sino que lo sacó de la nada.
Y esto sin necesidad ni coacción alguna, sino libre y espontáneamente.
La única causa que determinó a Dios a crear fue el deseo de comunicar su bondad
a las cosas por Él creadas. Porque la naturaleza divina, infinitamente
bienaventurada en sí misma, no tiene necesidad de ninguna otra cosa. El profeta
David cantaba de esta manera: Yo digo a Yapé: Mi Señor eres tú, porque no tienes
necesidad de mis bienes (Ps
15,2).
Y así como Dios, movido únicamente por su bondad, hizo cuanto quiso (Ps
113,3), del mismo modo, al crear el universo, no se inspiró en
ningún ejemplar o modelo existente fuera de Él, sino que, existiendo en su mente
divina la idea tipo o ejemplar de todas las cosas, el soberano Artífice las creó
contemplándolas en sí y como reproduciéndolas de sí mismo con la suprema
sabiduría e infinito poder que le son propios. Porque dijo Él, y fue hecho;
mandó, y fue creado (Ps
32,9).
Con las palabras cielo y tierra significamos aquí todo cuanto contienen los
cielos y la tierra. Porque además de los cielos - que el profeta llamó la obra
de sus manos (Ps
8,4) - creó Dios también el esplendor del sol y la belleza de la
luna y de los demás astros. Y para que sirvieran de señales a estaciones, días y
años, puso en el firmamento del cielo lumbreras (Gn
1,14), y estableció que el movimiento de estos astros fuera tan
seguro y constante, que no hay nada más movible que su continua rotación, ni
nada, al mismo tiempo, tan regular y seguro como el movimiento de los mismos.
Creó Dios
también de la nada la naturaleza espiritual y una multitud inmensa de ángeles
para que le sirvieran y asistieran; y les adornó y enriqueció con el admirable
don de la gracia y con sublimes poderes.
1) La misma Sagrada Escritura deja entender claramente que Lucifer y los demás
ángeles prevaricadores habían sido adornados en el principio de su creación con
el don de la gracia divina: El diablo es homicida desde el principio y no se
mantuvo en la verdad (Jn
8,44). San Agustín escribe: "Creó Dios los ángeles dotados de
buena voluntad, esto es, animados de un amor puro, que les unía a È1, dándoles
al mismo tiempo el ser y la gracia. Y así hemos de creer que los ángeles buenos
jamás estuvieron sin rectitud en la voluntad o, lo que es lo mismo, sin amor de
Dios"(14).
2) En cuanto a su ciencia, tenemos también el testimonio explícito de la Sagrada
Escritura: Porque mi Señor es sabio, con la sabiduría de un ángel de Dios, para
conocer cuanto pasa en la tierra (2R 14,20).
3) De sus poderes nos habla David: Bendecid a Yave vosotros, sus ángeles, que
sois poderosos y cumplís sus órdenes (Ps
102,20). Y en otros varios lugares de la Sagrada Escritura se les
llama poderes del Señor y ejércitos de Dios (Ps
102,21).
Pero, aunque todos habían sido enriquecidos con estos dones celestiales, gran
parte de ellos se rebelaron contra Dios, su Creador y Padre, y fueron arrojados
del reino de los cielos y precipitados en la tenebrosa cárcel de la tierra,
donde pagan la pena eterna de su soberbia. De ellos escribía el Príncipe de los
Apóstoles: Porque Dios no perdonó a los ángeles que pecaron, sino que,
precipitados en el tártaro, los entregó a las prisiones tenebrosas,
reservándolos para el juicio (2P
2,4).
Más tarde
fundó Dios la tierra sobre sus bases para que nunca después vacilara (Ps
103,5), y se alzaron los montes y se abajaron los valles hasta el
lugar que Él les había señalado (Ps
103,8).
Y para que no fuera anegada la tierra por las fuerzas de las aguas, púsoles un
límite, que no traspasarán, ni volverán a cubrir la tierra (Ps
103,9).
Adornó luego la tierra y la revistió de árboles y de toda clase de plantas y
flores; y la pobló, como antes hiciera con el mar y con el aire, de innumerables
especies de animales.
Por último
formò Dios al hombre del polvo de /a tierra (Gn
2,7), dotándole de un cuerpo capaz de inmortalidad e
impasibilidad, no por exigencia de su naturaleza, sino por gracioso beneficio
divino.
Y creó el alma a su propia imagen y semejanza, dotándola de libre albedrío (15);
y moderó sus instintos y deseos para que en todo estuviesen sometidos al imperio
de la razón. Coronó su obra con el don maravilloso de la justicia origina] y
quiso que el hombre fuera el rey de los vivientes.
Todas estas verdades pueden deducirse y probarse fácilmente de la misma
narración del Génesis.
Esto es en síntesis lo que debe entenderse con las palabras creó Dios el cielo y
la tierra. El profeta lo resumía de esta manera: Tuyos son los cielos, tuya la
tierra; el orbe de la tierra y cuanto lo llena, tú lo formaste (Ps
88,12). Y mucho más brevemente aún lo expresaron los Padres del
Concilio de Nicea, añadiendo al Símbolo aquellas palabras: Las cosas visibles y
las invisibles (16). Porque todas las cosas existentes, que confesamos haber
sido creadas por Dios, o pueden ser percibidas por los sentidos - y entonces las
llamamos sensibles - o sólo son percibidas por la inteligencia, y entonces las
denominamos invisibles
Mas no
concibamos nuestra fe en Dios, creador y autor de todas las cosas, como si
éstas, terminada la acción creadora por parte de Dios, pudieran subsistir por sí
mismas, independientes de su infinito poder. Porque así como sólo por el
absoluto poder, sabiduría y bondad del Creador fueron creadas todas las cosas,
del mismo modo todas volverían instantáneamente a la nada si no estuvieran
asistidas por la divina Providencia, que perpetuamente las conserva en la
existencia con el mismo poder que las hizo existir.
Expresamente lo afirma la Sagrada Escritura: ¿Y cómo podría subsistir nada si tú
no quisieras? O ¿cómo podría conservarse sin ti? (Sg
11,26).
Y esta divina Providencia no solamente conserva y gobierna las cosas que
existen, sino que también impele, can íntima eficacia, al movimiento y a la
acción a todo cuanto en el mundo es capaz de moverse u obrar, no destruyendo,
pero sí previniendo la acción de las causas segundas. Su misterioso poder se
extiende a todas y cada una de las cosas existentes: Se extiende poderosa del
uno al otro extremo y lo gobierna todo con suavidad (Ps
8,1). Por esto exclamaba el Apóstol cuando anunciaba a los
atenienses el Dios desconocido: Él no está lejos de nosotros, porque en Él
vivimos, y nos movemos, y existimos (Ac
17,27-28) (17).
Bastará lo
dicho para entender este primer artículo del Credo. Pero antes de teiminar,
notemos que la obra de la creación es común a todas las Personas de la Santísima
Trinidad. Pues si en este primer artículo, siguiendo la doctrina de los
apóstoles, confesamos nuestra fe en Dios Padre, como creador del cielo y de la
tierra, en la Sagrada Escritura leemos igualmente del Hijo: Todas las cosas
fueron hechas por Él (Jn
1,3); y del Espíritu Santo: El Espíritu de Dios estaba incubando
sobre la superficie de las aguas (Gn
1,2); y en otro lugar: Por la palabra de Y ave fueron hechos los
cielos, y todo su ejército por el Espíritu de su boca (Ps
36,6) ; El Espíritu de Dios me creó ().
___________________
NOTAS
(6) El hecho
de la creación es dogma fundamental en nuestra santa religión. Son muchos los
pasajes de la Sagrada Escritura donde de una manera más o menos explícita se
afirma que Dios creó de la nada el mundo y todas las cosas en él existentes.
Recordemos, entre ellos, algunos más notables:Al principio creó Dios los cielos
y la tierra (Gn
1,1).El creó todas las cosas (Sg
1,14).El que vive eternamente creó juntamente todas las cosas (Si
18,1).Ruégote, hijo, que mires al cielo y a la tierra y veas
cuanto hay en ellos, y entiendas que de la nada lo hizo todo Dios, y todo el
humano linaje ha venido de igual modo (2 Mac. 7,28).Tal como no la hubo () desde
el principio de la creación que Dios creó (Mc
13,19).Todas las cosas fueron hechas por Él, y sin Él no se hizo
nada de cuanto ha sido hecho (Jn
1,3).Porque en Él fueron creadas todas las cosas del cielo y de
la tierra, las visibles y las invisibles, los tronos, las dominaciones, los
principados, las potestades; todo fue creado por Él y para Él (Col
1,16).Por la fe conocemos que los mundos han sido dispuestos por
la palabra de Dios, de suerte qu& de lo invisible ha tenido origen loi visible (He
11,3).Digno eres, Señor, Dios nuestro, de recibir la gloria, el
honor y el poder, porque tú creaste todas las cosas y por tu voluntad existen y
fueron creadas (Ap
4,11).Son numerosos los falsos sistemas filosóficos y religiosos
que han puesto empeño en negar esta verdad:a) Los materialistas de todos los
tiempos (Demócrito, Epicuro, Lucrecio..., Haeckel, Moleschott...), según los
cuales el mundo existe desde toda la eternidad, sin que nadie lo haya producido
()b) Los panteístas y emanatisias defienden que todas las cosas finitas, tanto
corpóreas como espirituales, han emanado de la substancia divina, o que la
esencia divina, por manifestación y evolución de sí misma, se hace todas las
cosas ().c) El maniquetsmo enseñó la existencia de dos principios iguales, el
bueno y el malo, siempre en lucha continua. Dios () es el autor de las cosas
buenas, y otro ser distinto de Dios sería causa de las cosas que ellos llaman
malas ().Contra todos ellos están, además de los citados testimonios de la
Escritura, las explícitas definiciones de los Concilios de la Iglesia:Firmemente
creemos y simplemente confesamos que uno solo es el verdadero Dios, eterno...:
uno solo principio de todas las cosas, Creador de todas las cosas, de las
visibles y de las invisibles, espirituales y corporales; que por su omnipotente
virtud a la vez desde el principio del tiempo creó de la nada a una y otra
criatura, la espiritual y la corporal ().Si alguno no confiesa que el mundo y
todas las cosas que en él se contienen, espirituales y materiales, han sido
producidas por Dios de la nada según toda su substancia, sea anatema ().
(7) Así, pues, amados míos.,,, con temor y temblor trabajad vuestra salud, pues
Dios es el que obra en vosotros el querer y el obrar según su beneplácito (Ph
2,12
2Co 7,15
Ep 6,5).
(8) "Dependiendo el hombre totalmente de Dios, como de su Creador y Señor, y
estando la razón humana enteramente sujeta a la Verdad increada, cuando Dios
revela, estamos obligados a prestarle por la fe plena obediencia de
entendimiento y de voluntad" ().
(9) Lutero, a quien siguió el protestantismo de la primera época, introdujo en
teología la noción de fe fiducial, llevado no tanto por razones objetivas cuanto
por la necesidad psicológica de dar sosiego a sus dudas y angustias
interiores.La justificación, ese proceso por el que el hombre alcanza o recupera
la amistad divina perdida por el pecado, es para el protestantismo algo
puramente extrínseco; no hay verdadera remisión del pecado ni renovación del
alma. El perdón de Dios, un no querer mirar nuestras miserias, que, "aunque
encubiertas y tapadas por la justicia y santidad de Cristo", en definitiva
permanecen en el alma. El hombre, corrompido y sin libertad, no puede aportar
nada positivo a ese proceso: su actitud es la de un ser inerte que espera
pasivamente. ¿Qué hará entonces? Lo único que le queda es revestirse de esa fe
que Luterò llama "fiducial"; fe que no exige nada en nuestra vida de cristianos;
fe que se reduce a una confianza entregada, meramente pasiva, y en pura actitud
de espera.Frente a esa concepción protestante, el Concilio de Trento enseñó que
el hombre, aunque viciado por el pecado original, aún tiene energías para
cooperar libremente con la gracia. La justificación es una verdadera
transformación; los pecados, al ser perdonados, no dejan ni huella siquiera en
el alma. Por ella el pecador se renueva por completo y se adorna con la misma
amistad divina que tuviera antes del pecado. El hombre, por tanto, puede y debe
cooperar, aunque libremente, en ese proceso de acercamiento a Dios.El primer
acto de la justificación es la profesión de fe; fe que en nuestra doctrina es
ante todo un asentimiento de la razón a la verdad revelada; fe racional, fe
dogmática, como se la llama en teología, en oposición a la fiducial de los
protestantes. Pero además, una fe que no consiste ni puede consistir en la
pasividad de la fe fiducial, inerte y lánguida; para ser verdadera fe ha de ir
acompañada, como dice el Tridentino, de actos de otras virtudes. En otras
palabras: fe viva y operante, corroborada por nuestra vida y obras; fe, en suma,
que tenga un eco constante en nuestra conducta de cristianos.Así lo enseñó San
Pablo en sus Epístolas, especialmente en la dirigida a los fieles de Roma. Ya
entonces no faltó quien falsificara la doctrina del Apóstol, entendiendo una fe
fría y sin aliento vital, porque San Pablo insistía en la fuerza de la fe frente
a las obras de la ley mosaica. Más tarde los protestantes hurgaron en San Pablo
para presentarlo como primer patrón de la justificación por la sola fe sin
obras.Pero la doctrina que se defendió en Trento era ya muy antigua y
tradicional. Tan antigua como el mismo Cristo. El apóstol Santiago, saliendo al
paso de las torcidas interpretaciones a la Carta de los Romanos, escribía hacia
la mitad del siglo I: ¿Qué le aprovecha, hermanos míos, a uno decir: Yo tengo
fe, si no tiene obras? ¿Podrá salvarle la fe? Si el hermano o la hermana están
desnudos y carecen del alimento cotidiano, y alguno de vosotros le dijere: Id en
paz que podáis calentaros y hartaros, pero no le diereis con qué satisfacer la
necesidad de su cuerpo, ¿qué provecho le vendría? Así también la fe, si no tiene
obras, es de suyo muerta... Pues como el cuerpo sin el espíritu es muerto, así
también es muerta la fe sin las obras ().Estas palabras del apóstol Santiago, a
la vez que son defensa inconmovible de la verdad católica contra el
protestantismo, constituyen para todos un importante tema de reflexión y
consideración. La Iglesia necesita hombres con obras; hombres que encarnen en su
vida hasta las últimas exigencias de esa fe que pregonan con los labios; sobran
los teorizantes y faltan los convencidos de verdad. Porque el mundo se va
cansando ya de tanta palabrería y de tantos programas, de tantos apóstoles de
oratoria y de tantos profetas jeremíacos, que no se cuidan de confirmar con sus
vidas lo que predican con sus labios o fustigan en los demás. Hoy más que nunca
van sobrando los espíritus sentimentalistas, las almas de cuatro nociones
generales y otros cuatro ritos o devocioncitas mal entendidas y peor
practicadas. Nos urgen espíritus recios, almas vigorosas, cristianos de
auténtico temple, lo mismo dentro que fuera, en casa que en la calle.Como el
árbol se conoce y valora por los frutos, así la intensidad de influencia de
nuestra fe no puede medirse más que por los frutos de vida cristiana con que
respondamos a ella. El Papa se quejaba no hace mucho de este lamentable fallo de
nuestro cristianismo actual, y pedía a las Juventudes Femeninas de Acción
Católica que, como mayor baluarte y defensa del cristianismo, fueran conscientes
de su fe y consecuentes con ella. No olvidemos las palabras de Jesús: No todo el
que dice: ¡Señor, Señor!, entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la
voluntad de mi Padre (Mt
7,21); y aquellas otras: Pues a todo el que me confesare delante
de los hombres, yo también le confesaré delante de mi Padre, que está en los
cielos; pero a todo el que me negare delante de los hombres, yo le negaré
también delante de mi Padre, que está en los cielos (Mt
10,32-33).
(10) El dogma de la existencia de un solo Dios, Creador y Señor de cielos y
tierra, fue siempre la primera y más solemne profesión de fe de todos lols
Símbolos de la Iglesia y una de las verdades más insistentemente definidas en
los Concilios:La santa Iglesia católica, apostólica y romana cree y confiesa que
hay un solo Dios verdadero, creador y señor del cielo y de la tierra,
omnipotente, inmenso, incomprensible, infinito en su entendí* miento y voluntad
y en toda perfección ().Sería igualmente interminable la enumeración de textos
es - criturísticos donde explícitamente se afirma la existencia de un solo y
verdadero Dios ().
(11) Dijo Yavé a Moisés": Mira, te he puesto como dios parael Faraón, y Arón, tu
hermano, será tu profeta (Ex
7,1).Yo dije: Sois dioses, todos vosotros sois hijos del Altísimo
(Ps
82,6).
(12) Prefacio de la Santísima Trinidad ().
(13) Prefacio de la Santísima Trinidad ().
(14) SAN AGUSTÍN, De civitate Dei, 1.12 c.9: ML 41,357.
(15) Niegan esta verdad los fatalistas y deterministas. Con sus pesimistas
teorías filosóficas pretenden destruir la moral y la religión, haciendo del
hombre una máquina automática y un esclavo de las circunstancias y negando que
seamos responsables de nuestras acciones, buenas o malas.Que el hombre está
dotado de libre albedrío, es decir, que goza de plena libertad en el orden
psicológico y moral, es un hecho de palpable evidencia (), una verdad
perfectamente demostrada en sana filosofía y, poi si faltara algo, una tesis
definida por la Iglesia como verdad de fe. En ella radica precisamente el
fundamento de la responsabilidad moral de nuestros actos:"Si alguno dijere que
el libre albedrío del hombre, movido y excitado por Dios, no coopera en nada,
asintiendo a Dios, que le excita y llama para que se disponga y prepare para
obtener la gracia de la justificación, y que no puede discutir, si quiere, sino
que, como un ser inánime, nada absolutamente hace, y se comporta de modo
meramente pasivo, sea anatema"."Si alguno dijere que el libre albedrío del
hombre se perdió y extinguió después del pecado de Adán, o que es cosa de sólo
título o más bien título sin cosa, invención, en fin, introducida por Satanás en
la Iglesia, sea anatema"."Si alguno dijere que no es facultad del hombre hacer
malos sus propios caminos, sino que es Dios el que obra así las malas como las
buenas obras, no sólo permisivamente, sino propiamente y por sí, hasta el punto
de ser propia obra suya no menos la traición de Judas que la vocación de Pablo,
sea anatema" ().Ni son menos explícitos los testimonios de la Sagrada Escritura
a este respecto. Baste como botón de muestra el siguiente:Dios hizo al hombre
desde el principio y le dejó en manos de su libre albedrío.Si tú quieras, puedes
guardar sus mandamientos, y es de sabios hacer su voluntad.Ante ti puso el fuego
y el agua; a lo que tú quieras tenderás la mano.
Ante el hombre están la vida y la muerte; lo que cada uno quiere le será dado (Si
15,14-18).
(16) "Creemos en un solo Dios Padre omnipotente, creador de todas las cosas, de
las visibles y de las invisibles" (C. Nic. I () contra los arríanos: D 54).
(17) La
verdad de la Providencia divina, que ordena todas las cosas a un fin, es un
principio que la sana razón demuestra con absoluta certeza y la fe nos obliga a
retener. Tan primaria y profunda es esta enseñanza, que existe arraigada en el
sentir de todos los pueblos y ha sido defendida en todos los tiempos. Los
errores, siempre en pequeñas minorías, radican casi siempre en la dificultad de
conciliación con otras verdades que, por evidentes, tampoco es posible negar.
Que estas dificultades son serias, es indudable. Es condición de la mente humana
y exigencia de aquellas verdades, que son expresión de una realidad divina. En
ésta se esconde siempre, por su infinita y trascendente grandeza, un algo que
escapa a la mente humana, pequeña y limitada. Es la razón suprema de misterio,
que nos oculta a la divinidad, con la que primordialmente nos une la fe. Mas
ante el misterio no cabe la negación o la duda, sino la aceptación reverente.
Por otra parte, como veremos, las dificultades tienen solución plena en la
teología católica y en la razón.La Providencia es la ordenación que existe en la
mente divina de todas las cosas al fin. Supone, pues, un acto de la mente en
Dios por el que conoce el fin y los medios, y otro en la voluntad, por el que
intenta el fin y exige los medios que a él conducen.El C. Vaticano () definió
solemnemente la verdad de la Providencia divina: "Dios con su providencia
conserva y gobierna cuanto creó, alcanzando de un confín a otro poderosamente y
disponiéndolo todo suavemente" (Sg 8,1). Porque todo está patente y desnudo ante
sus ojos (He 4,13), aun lo que ha de acontecer por libre acción de las
criaturas" (D 1784).Ya anteriormente había sido enseñada la misma verdad por el
C. Bracarense, contra el fatalismo priscilianista (D 239); e Inocencio II en la
profesión de fe propuesta a los valdenses (421) exigía admitir como
perteneciente a la fe la existen - cía de la providencia universal.En la Sagrada
Escritura y en la Tradición abundan igualmente textos explícitos y
terminantes:Dios es el que cubre el cielo de nubes, el que prepara la lluvia
para la tierra, el que hace que broten hierba los montes para pasto de los que
sirven al hombre... (Ps 147,8).Y del vestido, ¿por qué preocuparos? Mirad a los
lirios del campo cómo ciccen: no se fatigan ni hilan. Y yo os digo que ni
Salomón en toda su gloria se vistió como uno de ellos. Pues si a la hierba del
campo, que hoy es y mañana se arroja al fuego, Dios así la viste, ¿no hará mucho
más con vosotros, hombres de poca fe? (Mt 6,28-30).La gran dificultad contra la
Providencia es la existencia del mal en el mundo. Si Dios se acuerda de sus
criaturas y se preocupa de ellas, ¿por qué permite el mal en el mundo? Siendo
como es bueno y omnipotente, ¿por qué deja Dios que prosperen los malos,
mientras tantos virtuosos y aun santos se ven afligidos por injusticias y
Isujetos a mil miserias? Reconocemos la arduidad del problema. Sería jactancia
ridicula el querer resolverlo de un simple plumazo. Nos encontramos ante un
verdadero misterio: ¿Qué hombre podrá conocer los consejos de Dios y quién podrá
atinar con lo que Él quiere? (Sg 9,13),Condenamos desde luego como absurdas las
soluciones inventadas por religiones y filosofías extrañas. No resuelven el
problema ni el dualismo maniqueo de Persia, con su doble principio, bueno y
malo, siempre en lucha continua; ni el pesimismo fundamental de Schopenhauer,
que declaró ser el mundo demasiado malo para haber salido de las manos de Dios;
ni el optimismo metafisico de Leibniíz, según el cual este mundo es el mejor (?)
de todos los mundos posibles; ni la fútil e ingenua explicación del dios
"finito", que nos aligera la carga del mal, llevando Él parte de lo que no puede
aniquilar.Para solucionar la dificultad, tengamos presentes los siguientes
principios: 1) la distinción entre providencia general y particular. Aunque en
Dios, unidad simplicísima, no cabe distinción en su obrar, podemos aplicarle,
según nuestro modo de concebir, doble actuación de una misma providencia; como
provisor general, ordena todas las cosas a un fin común: la gloria divina,
prescindiendo de las circunstancias concretas de cada cosa; como provisor
particular, dirige a cada una a su fin propio, que es la perfección de su ser,
en cuya consecución realiza el fin supremo.2) El mal, que no es simple carencia
de bien, sino privación de un bien que debía existir, puede ser físico y
moral.3) La voluntad se puede determinar a un objeto aceptán dolo con un acto
positivo de quererlo, puede permitirlo o puede rechazarlo positivamente.Esto
supuesto, podrá ya nuestra pobre razón, siempre iluminada por la fe, arrojar
alguna luz sobre el misterioso problema:a) El mal físico repugnaría en Dios como
provisor particular, porque no estaría de acuerdo con su santidad ni sabiduría
querer ese mal para una criatura, considerada en concreto y sin ninguna relación
a otro fin.Pero no repugna, y hasta puede quererlo positivamente, como provisor
general, ordenándolo a un fin superior, que en este caso puede ser el mismo bien
moral de la criatura. El martirio, mal físico por excelencia, es el mayor bien
que se le puede conceder a una criatura en el orden moral.b) El mal moral
encierra mayor dificultad, porque no se ve cómo lo pueda ordenar Dios a otro
fin. Conviene distinguir lo que en el pecado - mal moral - hay de entidad física
() de lo que tiene de desviación de una norma de moralidad ().El mal moral sólo
puede darse en los seres racionales, dotados, por tanto, de libertad.Según esto,
el primer aspecto del mal moral (), Dios no puede rechazarlo, lo quiere. El
segundo aspecto, es decir, aquella desviación que dice a una regla, Dios ni lo
quiere ni puede quererlo; simplemente lo permite, respetando el don más precioso
del hombre, la libertad, que, aunque concedida a éste para su perfección, a
veces, abusando de él, lo utiliza para ofenderle.Ahora bien: ¿se puede explicar
la permisión del mal moral? Es decir, ¿existe alguna causa que dé tazón -
cohoneste, podemos decir - esta divina permisión? Sí, y son éstas:a) la suavidad
de la Providencia divina, que se acomoda a la naturaleza de todos los seres. Y
es propio de los seres libres poder obrar conforme a una norma establecida por
Dios, o separarse de ella;b) la natural defectibilidad de las cosas creadas, por
su propia limitación;c) la plena manifestación de todas las perfecciones
divinas: su justicia en el castigo del mal y su bondad en el premio de los
buenos.d) el mal puede ser ordenado al bien. Dios, como provisor general, ordena
infaliblemente todo al fin común; como provisor particular, ordena todas las
cosas a su fin concreto; mas, respetando su propia naturaleza, permite que
puedan no conseguirlo.