34.
PABLO: Experiencia viva de Jesús
La experiencia profunda de Dios que
tienen los autores del Nuevo Testamento se realiza a través de Jesús. Y ello
es especialmente diáfano en Pablo de Tarso, que habla con profusión de su
experiencia cristiana.
El bloque de las cartas paulinas es
anterior a la redacción de los Evangelios. Pablo es el autor más antiguo del
Nuevo Testamento. Es importante tener presente este dato a la hora de evaluar su
tan original experiencia del Dios de Jesús, expresada de una forma tan íntima
y sincera en sus cartas.
Una
nueva relación con Dios
Habíamos dicho que una primera tarea de
Jesús fue reunir en una novedosa síntesis toda la tradición
veterotestamentaria acerca de Dios. Y sobre ella sembró una semilla nueva, de
enorme poder de fecundidad. Pablo inicia su predicación justamente donde
comenzaba la novedad de Jesús. Cuando se refiere a algo anterior es sólo para
mostrar cómo ello ha sido superado en la nueva creación. Los doce primeros capítulos
de la carta a los romanos rebosan por todos lados una impresión maravillosa de
novedad. Hablando a los atenienses, él divide la revelación de Dios en dos
etapas: la que se refiere a Yavé y la que se refiere a Jesús (Hch 17,23-31).
Según Pablo, Jesús asume la revelación
del Padre realizada en el Antiguo Testamento. Por eso se presenta como el Hijo.
Pero a la comunidad cristiana le llevó un tiempo advertir que, con la venida de
Jesús, estaban frente a una nueva y definitiva revelación de lo divino. La
primitiva comunidad cristiana poco a poco se fue dando cuenta de que encontrar a
Jesús era encontrar a “Dios con
nosotros”, esencia de la promesa mesiánica. La comunidad cristiana cree
que las promesas se cumplen en Jesús, con un realismo y una profundidad
inesperadas. En él ligó Dios su destino a nuestra historia. Se volvió
solidario de todos y vulnerable a todos. El lenguaje con que Dios nos hablaba
adquiere, a través de la Palabra encarnada, todo su definitivo realismo. Es un
lenguaje definitivamente comprometido, que brinda al compromiso histórico del
hombre un valor decisivo y absoluto.
La historia debe pasar, según Pablo, de
manos de la evolución natural a las manos del hombre preparado y maduro para
sumirla como tarea. Todo debe ir pasando a ser dominado por el hombre para ser
utilizado en la construcción del Cuerpo Total de Cristo: la construcción histórica
de la humanidad. Todos los elementos del universo deben ser puestos al servicio
de la humanización, despojándolos de lo que tienen de esclavitud.
Es una marcha progresiva hacia la meta,
buscando que el Dios Amor sea todo en todos (1Cor 15,18) y el hombre sea así
plenamente humano (Ef 4,13).
A la nueva relación entre Dios y los
hombres creada en Cristo, Pablo la llama filiación divina (Rm 8,15.23; 9,4; Gál
4,5; Ef 1,5). En Cristo, primogénito entre muchos hermanos (Col 1,15), cada ser
humano es “una nueva creación”
(2Cor 5,17).
La persona que vive en Cristo y por
Cristo vive toda ella orientada a Dios como su Padre, de cuyo amor ya nada ni
nadie puede separarla (Rm 8,35-39).
Pablo está seguro de la victoria final
de Dios en Cristo y de los que son de Cristo. A partir de él la resurrección
es la meta y la consumación última de toda vida humana histórica. Jesucristo
es el principio de vida y de consumación última de todos los hombres, de toda
la creación y de toda la historia (Rm 8,11; 1Cor 15,45; Flp 1,20-23;
3,10s.20s).
Cristo, que vino ya y que todavía está
por venir en gloria, está viniendo continuamente en la historia a través de la
acción humana.
Cuando todos y cada uno de los hombres
encuentren a Cristo resucitado tal cual es, viendo en él a Dios, se verán a sí
mismos, se conocerán a sí mismos conociendo a Dios como son conocidos (1Cor
13,12) y, vivirán para siempre de la vida de Dios mismo.
Cristocentrismo
de Pablo
Según Pablo, la fe cristiana no se
reduce a creer en una serie de “dogmas”, ni a cumplir una serie de leyes, ni
a practicar ritos religiosos especiales. Su fe se centra en una persona: Jesús,
a quien quiere conocer a fondo para poderlo querer de veras y ser capaz así de
seguirlo cada vez más de cerca. Se trata de querer y seguir a alguien que es
plenamente Dios y plenamente hombre, imagen humana de la divinidad, camino nuevo
y vivo para llegar a Dios con confianza y seguridad.
Pablo habla con frecuencia de su conversión.
El cambio radical realizado en su vida humanamente fue impensado e ilógico; fue
Dios quien tomó la iniciativa y quien lo hizo posible (Gál 1,11-24). Por eso
excluye de su vida toda fuente de inspiración que no proviniera de Jesucristo.
La experiencia de Pablo es la experiencia de lo que Dios ha realizado en su
persona a través de Jesucristo. Dios quiso manifestar en él la fuerza de Jesús.
A partir de entonces Jesús será siempre su único punto de referencia.
La conversión de Pablo sitúa su vida
bajo el influjo absoluto y decisivo de Jesús. Desde entonces se siente
totalmente ligado a Jesucristo en todo lo que hace, dice y vive. Su vida es una
vida en Cristo, totalmente bajo su influencia, su aliento y su inspiración.
Pablo
siente que Jesús le comunica su propia manera de ser. Le quiere hacer parecido
a él en su fe, su fidelidad y su generosidad. Se trata de llegar a ser de
Cristo (Gál 3,29), viviendo en él (Flp 1,21). Dejar que Cristo viva en él (Gál
2,20), y su Amor se manifiesta a través suyo, formando en comunidad “un
solo cuerpo” con él (Rom 12,5). Tener “las
actitudes” (Flp 2,5) y “el
pensamiento de Cristo” (1Cor 2,16). Ser
“una criatura nueva en Cristo” (2Cor 5,17). “Revestirse
de Cristo” (Gál 3,27). Dejar “que
Cristo se forme en mí” (Gál 4,19). “Que
Cristo habite en nuestros corazones por la fe” (Ef 3,17) siguiendo “el camino del amor, a ejemplo suyo” (Ef 5,2). Sentir que lo
podemos “todo, en aquél que nos
fortalece” (Flp 4,13). Ver a “Cristo
en todo y en todos” (Col 3,11). Esta es la Vida que Jesús nos ofrece; el
tesoro escondido, por el que vale la pena cualquier esfuerzo con tal de
poseerlo.
Jesús
es el centro de la existencia de Pablo, el absoluto de su vida. No encuentra
inspiración, ni aliento, ni ilusión fuera de Jesucristo. Él es, sencilla y
manifiestamente, su vida. La identidad de Jesucristo es para Pablo su identidad
más íntima. Por eso puede llegar a pedir que lo imiten a él, “porque
imitándome a mí, imitan ustedes a Jesús” (1Cor 11,1).
La
predicación de Pablo se centra exclusivamente en Jesucristo, manifestado como
fuerza y poder de Dios desde su debilidad. Un “Jesús que fue crucificado en razón de su flaqueza, pero está vivo
por la fuerza de Dios” (2Cor 13,3-4). La flaqueza de Jesús que Pablo
predica es su propia flaqueza: “cuando
me siento débil, entonces es cuando soy fuerte” (2Cor 12,10).
La
predicación de Pablo tiene los rasgos de Jesús: es débil en la muerte de
cruz, pero es fuerte en el Espíritu. El no predica una doctrina ni una moral,
sino a Jesucristo crucificado, rodeado de flaquezas. No predica sólo a un
Cristo fuerza, poder, majestad; sino a un Cristo que “se despojó de sí mismo tomando condición de siervo...” (Flp
2,7). “El que habla en mí es Cristo,
porque no hablo sólo con la fuerza de la resurrección, sino también con la
debilidad de la cruz” (2Cor 13,3-4)
Repasemos
algunas citas paulinas al respecto. Para él Cristo es todo:
“Al
tener a Cristo consideré todas mis ventajas como cosas negativas. Más aún,
todo lo considero al presente como peso muerto, en comparación con eso tan
extraordinario que es conocer a Cristo Jesús, mi Señor. A causa de él ya nada
tiene valor para mí, y todo lo considero como basura mientras trato de ganar a
Cristo. Quiero encontrarme en él… Quiero conocerlo; quiero probar el poder de
su resurrección y tener parte en sus sufrimientos; y siendo semejante a él en
su muerte, alcanzaré, Dios lo quiera, la resurrección de los muertos” (Flp
3,7-11).
Por
eso su deseo principal respecto a sus hermanos se central también en Cristo:
“Pido
que tengan ánimo; que se afiancen en el amor para alcanzar todas las riquezas
de una plena comprensión y que logren penetrar el secreto de Dios, que es
Cristo. Pues en él están encerradas todas las riquezas de la sabiduría y el
entendimiento” (Col
2, 2-3).
“Que
Cristo habite en sus corazones por la fe, y enraizados y cimentados en el Amor,
sean capaces de comprender, con todos los creyentes, la anchura, la longitud, la
altura y la profundidad del Amor de Cristo, que supera a todo conocimiento, para
que quedemos colmados de toda la plenitud de Dios”
(Ef 3, 17-19).
“¿Quién
nos apartará del amor que Dios nos tiene en Cristo Jesús?”
Las maravillas del Amor que el Padre nos
ha manifestado a través de Cristo, dan una esperanza sin límites. Al que ha
sentido profundamente, como Pablo, ese “me
amó y se entregó por mí” (Gál 2, 20), se le llena el corazón de una
confianza total en la fidelidad del Dios que es Amor. Es una certeza firme y
arrolladora, que nada ni nadie puede demoler.
“Nos
sentimos seguros en Dios, gracias a Cristo Jesús nuestro Señor, por quien
fuimos reconciliados”
(Rom 5, 11).
Pablo sentía esta seguridad en Cristo
respecto a su propia misión apostólica: “Tengo
la certeza de que en esta ocasión, como siempre, Cristo aparecerá más grande
a través de mí, sea que yo viva, sea que yo muera” (Flp 1, 20).
Una mención muy especial merece el himno
de confianza que brota con fuerza en su carta a los romanos:
“Sabemos
que Dios dispone todas las cosas para el bien de los que le aman... Y si Dios
está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros? Dios, que no perdonó a su
propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos va a
conceder con él todas las cosas? ¿Quién acusará a los elegidos de Dios,
sabiendo que es él quien los hace justos? ¿Quién los condenará? ¿Acaso será
Cristo Jesús, el que murió, o más bien, el que resucitó y está a la derecha
de Dios rogando por nosotros? ¿Quién nos separará del Amor de Cristo? ¿Las
pruebas o la angustia, la persecución o el hambre, la falta de ropa, los
peligros o la espada?... No, en todo esto triunfaremos por la fuerza del que nos
amó. Estoy seguro que ni la muerte, ni la vida, ni los ángeles, ni los poderes
espirituales, ni el presente, ni el futuro, ni las fuerzas del universo, sean de
los cielos, sean de los abismos, ni criatura alguna, podrá apartarnos del Amor
de Dios, que encontramos en Cristo Jesús, nuestro Señor”
(Rom 8, 28.31-35.37-39).
Pablo
llegó a la cumbre de la esperanza en Jesucristo. Ante la grandeza del Amor de
Dios, toda la confianza que tengamos en él será poca. Este canto de fe
incondicional al Amor de Dios es como una consecuencia lógica a esa historia de
delicadezas y dones divinos, que comenzó con Abrahán y Moisés, pasando por
los profetas, y culminó con María en Cristo Jesús, el Señor. Pablo no se
excedió al hablar así. El se había encontrado personalmente con Cristo,
comprendió la anchura y profundidad de su Amor (Ef. 3, 18) y creyó firmemente
que ya nada ni nadie le podría apartar de ese Amor que le tiene el Padre en Jesús.
Para decir esto no se apoyaba en sus fuerzas o sus méritos personales, sino en
la fuerza y el mérito de su Redentor.
Lo mismo que Pablo, también cada uno de
nosotros podemos llegar a tener la misma fe que él en el Amor que Dios nos
tiene. Cristo se entregó por cada uno de nosotros en particular. Por eso
podemos esperar contra toda desesperanza. Pues no se trata de esperar premio a
nuestros méritos personales. Sino de dejarse amar por Cristo; de abrirle
nuestras puertas y dejarle actuar en nosotros.
Dios,
nuestro Padre
Para Pablo, Dios es ante todo el Padre de
nuestro Señor Jesucristo (Rom 15,6; 2Cor 1,3...)., que lo exaltó de entre los
muertos. Y en él hizo también a los bautizados hijos legítimos suyos.
El encabezamiento de las primeras cartas
paulinas expresa que los creyentes en Jesús han adquirido una nueva relación
con Dios. Dios es de una forma muy especial el Padre de todos los cristianos. Éstos
son, en cuanto hijos de Dios, herederos de la promesa. “Ustedes ahora son hijos, por lo cual Dios ha mandado a nuestros
corazones el Espíritu de su propio Hijo que clama al Padre: ¡Abbá! o sea: ¡Papá!
De modo que ya no eres esclavo, sino hijo, y siendo hijo, Dios te da la
herencia” (Gál 4,6s). E insiste a los romanos: “Todos aquellos a los que guía el Espíritu de Dios son hijos e hijas
de Dios. Entonces no vuelvan al miedo; ustedes no recibieron un espíritu de
esclavos, sino el espíritu propio de los hijos por adopción, que nos permite
gritar: ¡Abbá!, ¡Papito! El Espíritu asegura a nuestro espíritu que somos
hijos de Dios. Siendo hijos, son también ustedes herederos; la herencia de Dios
será nuestra y la compartiremos con Cristo” (Rm 8,14-17).
En Romanos dice que nosotros, en virtud
del espíritu de adopción, exclamamos Abbá; en Gálatas el Espíritu mismo es
el que se dirige a Dios como Abbá. A Pablo le encantan estas transposiciones,
como, por ejemplo aquello de Cristo en nosotros y nosotros en Cristo, o lo de
alcanzar a Cristo siendo así que Cristo ya me ha dado alcance.
Lo importante es que el cristiano llama a
Dios Abbá no por sus propios méritos, sino porque el Espíritu le capacita y
le faculta para ello.
Los primeros cristianos vivían esta
experiencia con una fuerza muy especial. Es Cristo el que ora a su Padre en
nosotros. Propiamente sólo él tiene derecho a llamar a Dios Abbá. Pero de tal
manera se hermanó con nosotros, que nos dio derecho a todos a tratar también
nosotros a Dios como Papá querido. Nuestra filiación divina es una participación
de la dignidad de hijo que tiene Cristo. Por eso estamos destinados a ser
semejantes a él (Rm 8,29), especialmente en su relación con el Padre.
El Espíritu del que ha resucitado a
Cristo vivificará también nuestros cuerpos mortales (Rm 8,11), hasta ser
plenamente dignos herederos suyos.
Parece que al comienzo los neófitos sólo
después del bautismo tenían el derecho de llamar a Dios con la palabra aramea
Abbá, santificada por Jesús. A partir de aquel momento la expresión Abbá era
la manifestación de su nueva experiencia, madura y responsable, de Dios.
La
adopción como hijos en el bautismo representa sólo las primicias (Rm 8,23).
Pues aún no podemos ver nuestra gloria futura como hijos (Rm 8,24). El Padre
permanece todavía como escondido. No le vemos más que en la imagen filial del
Hijo. “Cuando era niño, hablaba como niño,
pensaba y razonaba como niño. Pero cuando me hice hombre, dejé de lado las
cosas de niño. Así también en el momento presente vemos las cosas como en un
mal espejo y hay que adivinarlas, pero entonces las veremos cara a cara. Ahora
conozco en parte, pero entonces conoceré como soy conocido” (1Cor
13,11-12).
“Así,
pues, ya no son extranjeros ni huéspedes, sino ciudadanos de la ciudad de los
santos; ustedes son de la casa de Dios. Están cimentados en el edificio cuyas
bases son los apóstoles y profetas, y cuya piedra angular es Cristo Jesús”
(Ef 2,19-20).
36.
La comunidad joánica: Dios es amor
Hemos ido señalando los aspectos
fundamentales en esta lenta y progresiva revelación de sí mismo que Dios ha
ido realizando a través del proceso bíblico. En los escritos joánicos
llegamos a la cumbre de este caminar. Se apoyan en la novedad mesiánica de Jesús
y descubren en su pascua el principio de una más fuerte apertura hacia el
misterio de lo divino.
Evangelio:
Centralidad total de Jesús
El plan que estructura el Evangelio de
Juan es teológico. No es una biografías de Jesús (20.30), ni siquiera un
resumen de su vida, sino una interpretación de su persona y obra, hecha por una
comunidad a través de su experiencia de fe. Por ello su lenguaje es casi
siempre simbólico, y así hay que interpretarlo.
El autor del cuarto Evangelio insiste en
que Jesús cumple y realiza todo lo que caracteriza a la fe y a la religión de
Israel. Según él todo el judaísmo apunta y se dirige hacia Jesús. En él se
manifiesta con toda su plenitud el Dios de Israel. Por eso, según Juan, para
llegar a ser cristiano se ha de haber asimilado el judaísmo en su núcleo más
profundo. Y justamente su crítica a aquel fariseísmo cerrado y
fundamentalista, se da desde Jesús, en cuanto realizador pleno del judaísmo.
En el tiempo en que se escribe este evangelio, finales del siglo I, la secta
farisea se había apoderado del poder entre los grupos judíos en dispersión y
habían rechazado con dureza a los seguidores de Jesús (Jn 9,22).
La comunidad joánica tiene una gran
sensibilidad cultural. Aunque su problemática de origen es judía, se dan otros
influjos culturales griegos y aun de ciertos enfoques dualistas de tipo
oriental.
Su Evangelio revela dos niveles: La vida
de la comunidad joánica y la vida histórica de Jesús. En cierto sentido los
miembros de aquellas comunidades se sentían contemporáneos de Jesús. Las
cosas que dice Jesús están formuladas según el lenguaje del grupo y reflejan
el comportamiento del grupo. Toda la comunidad se mira en Jesús como en un
espejo. Mira a Jesús desde la tradición judía y se centra totalmente en él.
Este evangelio sólo tiene un punto de mira y un centro: Jesús. No hay ningún
otro tema que le haga sombra. Por eso Jesús en Juan se presenta a sí mismo: él
lo es todo, templo, pan, agua, luz, pastor, camino, puerta, verdad, vida… El
lector de este evangelio se siente directa y constantemente frente a Jesús. Se
puede afirmar que el autor del evangelio de Juan es Jesús. Su maravillosa
presencia eclipsa cualquier otro punto de referencia.
El prólogo nos lleva al umbral de Dios,
subrayando que Aquel que es la palabra y se hizo hombre es el mismo que está
ahora con nosotros (1,1.14.16). Es la confesión de fe inicial de la comunidad,
que se va completando y profundizando a lo largo de todo el escrito, fruto de su
experiencia. Es un reflejo de la fe de la comunidad y las objeciones de los
judaizantes, y no tanto una narración de la vida terrena de Jesús. No se trata
de una crónica, sino de una profesión de fe, profesada como respuesta incisiva
a los que negaban la humanidad de Cristo. Se afirma que Dios había asumido en
Cristo, “hecho carne”, a toda la realidad humana, incluido el sufrimiento.
Dios se había encontrado con el ser humano de una forma indisoluble en su Hijo
Jesús, que había compartido todas las limitaciones y dificultades de la
humanidad. Por eso para salvarse no era necesario evadir las realidades humanas,
sino asumirla a manos llenas.
En este Evangelio desde el principio Jesús
es presentado como Dios. Ningún otro escrito del Nuevo Testamento ha sido tan
contundente. Las comunidades joánicas habían llegado a un grado notable de
madurez. Y son conscientes de que ello es fruto de la acción entre ellos del
Espíritu Santo. El don del Espíritu, consejero y maestro, es el que causa la
mirada reposada sobre el sentido de la vida de Jesús. “El Consolador que el Padre enviará en mi nombre se lo enseñará
todo y les recordará todo lo que yo les he dicho” (14,26).
Este don del Espíritu es imprescindible
para creer en Jesús. Y sólo es posible gracias a su glorificación (7,39). Jesús
en su muerte “entregó el espíritu”
(19,30) para poderlo ofrecer en sus apariciones: “Reciban
el Espíritu Santo” (20,22).
Si el don del Espíritu funda y mantiene
la comunidad, el Jesús del que habla la comunidad sólo puede ser el Jesús
presente, y no simplemente un personaje del pasado. En él el pasado puede
llegar a ser presente. El Jesús confesado como presente es el mismo Jesús
terreno. La comunidad joánica confiesa, en contraposición a los judíos, que
“aquel hombre es Dios”, vivo ahora entre nosotros. La comunidad ha visto,
acogido, honrado y amado a Dios en el Jesús presente y actuante.
La lectura de este evangelio ha de
realizarse de forma orante, en actitud de acogida agradecida y gratuita. Es Jesús
mismo quien habla en Juan, el Jesús presente, que da sentido a todo lo que la
comunidad hace y dice.
Generalmente el Jesús de Juan trata a
Dios como Padre. Jesús es el revelador del Padre. En este evangelio aparece el
nombre de Padre ciento dieciocho veces. Según Juan Dios es Padre porque Jesús,
el Hijo, lo ha revelado así. Padre se convierte a partir de él como la
designación oficial del Dios de la revelación y del culto cristiano.
Los seres humanos no dejaremos nunca de
empeñarnos en buscar a Dios más allá de la bóveda celestial. A los
cristianos mismos nos resulta difícil comprender que Dios no puede ya ser
conocido más que por medio del comportamiento y las palabras de Jesús. “Si
me conocieran a mí, conocerían también a mi Padre” (Jn 8,19). “El
que me ve a mí ve al Padre… ¿No crees que yo estoy en el Padre y que el
Padre está en mí?” (Jn 14,9s).
Por la unión única que existe entre Jesús
y el Padre, Jesús revela realmente al Padre (Jn 1,18): quien ve a Jesús ve al
Padre (Jn 14,6-9) y quien cree en Jesús cree también en el Padre (Jn 14,11).
El reto básico del creyente consiste en
reconocer a Dios en aquel carpintero de Nazaret, que fue ajusticiado, (Jn 14,1).
Para Juan la vida eterna consiste en que
todos conozcan a Dios y a su enviado Jesucristo (Jn 17,3). Sólo por la fe en el
Revelador se llega al conocimiento del Padre (Jn 14,7.20; 17,25).
Para Juan la fe es lo mismo que para los
sinópticos la conversión. Para los sinópticos la vida eterna es futura; para
Juan está ya presente en todo creyente.
El que cree en Jesús no puede menos de
amar; y por eso tiene la vida y la da.
Cartas:
El que ama a Dios, ama a su hermano
Las cartas joánicas, escritas unos años
después del Evangelio, nos permiten presenciar cómo aquellas comunidades
siguen viviendo la centralidad de Jesús.
Estaba en peligro la cohesión y
consistencia de la comunidad. Había un grupo que afirmaba que el Mesías no se
había encarnado realmente. Su acción salvífica se había dado sólo a través
de su palabra, y no de su vida, pasión y muerte, que serían algo ficticio, por
ser cosas impropias de la divinidad. Y por eso la piedad que practicaban era
individual e intimista. Para llegar a Dios bastaba con entrar intelectualmente
en sus misterios, sin necesidad de amar a los hermanos, y mucho menos a los
pobres.
Las cartas insisten en que “Jesucristo ha venido en carne” (2Jn 7), “en el agua y la sangre” (1Jn 5,6), refiriéndose inequívocamente
a su realidad humana terrenal. Por eso se afirma con claridad que “todo
espíritu que no confiesa a Jesús no es de Dios” (1Jn 4,3).
Jesús es el único paradigma a seguir.
Por eso, “quien dice que permanece en
Dios debe vivir como vivió Jesús” (1Jn 2,6). No basta con “decir”
cosas acerca de Dios. Es necesario “portarse como Jesús”, “dar la vida
como la dio Jesús”, ser puros y justos como él. Su manera de vivir ha de ser
la nuestra.
Centremos nuestra reflexión en el texto
de 1Jn 4,7-21. En él presenciamos una experiencia cumbre de aquellas
comunidades, que sienten que Jesucristo es principio, garantía y contenido del
amor fraterno.
“Queridos
míos, amémonos unos a otros, porque el amor viene de Dios. Todo el que ama ha
nacido de Dios y conoce a Dios” (1Jn 4,7). Amándonos mutuamente
nacemos de Dios, y sólo así conocemos lo divino, pues amar al prójimo es amar
a Dios.
Desde
el origen bíblico se había insistido en que a Dios no se le puede ver
directamente. Al principio, en vez de visión de Dios estaba la presencia de la
Palabra. Pero ya desde entonces se había dicho que el ser humano era imagen de
Dios (Gén 1,26-27). Ahora, después de la aparición de Jesús, descubren con
gozo que no pueden hacerse imágenes de Dios porque el mismo hombre es imagen,
sacramento de Dios sobre la tierra. A Dios no se le alcanza a través de ritos,
magias o filosofías. Rechazan toda ley o rito que no sea expresión de amor al
prójimo. La única presencia actual del Dios ausente es el amor al prójimo.
Por eso afirman que conocer a Dios es amarnos.
Aprenden que no existe Dios fuera del
amor; pero añaden que el amor no es un invento humano, sino un don del mismo
Dios, que nos lo ha dado por medio de su Hijo (1Jn 4,9). Nos sentimos llamados a
amar, no para crear el amor, sino para reconocer nuestro origen, pues del Amor
hemos nacido. “El que no ama no ha
conocido a Dios, pues Dios es amor” (1Jn 4,8). Por eso nuestra capacidad
de amar ha de desarrollarse como fidelidad a nuestro propio origen. “En esto está el amor; no es que nosotros hayamos amado a Dios, sino
que él nos amó primero y nos envió a su Hijo” (1Jn 4,10).
Sólo quien haya descubierto en su
experiencia esta prioridad del amor puede hablar de lo divino. Y sólo a través
del amor nos llega la redención. Ya no hacen falta ritos especiales. Es el amor
del Hijo, en gratuidad y entrega de sí mismo, el que nos redime. Del amor
surgimos y del amor renacemos. Hemos nacido del amor y en amor vamos desplegando
nuestra existencia. Podemos amar porque Dios nos ha amado, no de una forma
abstracta, sino encarnándose dentro de la historia en Jesús. El amor se ha
revelado en concreto en Jesús de Nazaret. Por eso amar al prójimo es amar a
Dios. Y creer en Dios es fundar la vida en el amor. “Nosotros
hemos conocido el amor que Dios nos tiene, y hemos creído en él. Dios es amor:
el que permanece en el amor, permanece en Dios y Dios en él” (1Jn 4,16).
A Dios nadie le ha visto, pero ya podemos
verlo con los ojos del amor que nos ha dado Jesucristo. Porque sabemos que el
amor al prójimo es divino y lo hemos experimentado así, podemos reconocer con
gozo que “Dios es amor”. No es un
amor en la línea de Platón; no es que conocemos primero al amor y después se
lo aplicamos a Dios. El amor del que se habla acá es revelación: algo que los
creyentes hemos recibido de Cristo. Por eso, “el
que permanece en el amor, permanece en Dios y Dios en él” (1Jn 4,16).
Y
“cuando el amor alcanza en nosotros su perfección, miramos con confianza al día
del juicio. Pues en el amor no hay temor. El amor perfecto echa fuera el
temor” (1Jn 4,17-18). Mucha gente, que sólo se mueve a golpe de castigo,
vive amargada y esclavizada a complejos, culpas y tabúes. Pero cuando se ha
experimentado en serio a Dios como Padre, cesa el temor y la vida se vuelve
confianza. Dios se expresa en Cristo como amor que comprende, perdona y da vida.
La conclusión de todo esto es clara: “Amemos,
pues, ya que él nos amó primero” (1Jn 4,19). El Mandamiento Nuevo se
funda en la revelación del amor de Dios, expresada en Cristo. De la experiencia
de Dios en nosotros brota espontáneamente el amor fraterno. Ya no hay dos
mandamientos (Mc 12,18-22), pues el amor de Dios no es un mandamiento, sino
gracia que Cristo nos ofrece en el Espíritu. El único mandamiento que
recibimos de él es que “el que ama a
Dios, ame también a su hermano” (1Jn 4,21). Pues la invisibilidad de Dios
se vuelve visible en el prójimo; por eso el amor de Dios ha de expresarse en
forma humana. Un Dios separado del prójimo no es sino un ídolo.
Estas cartas son como una guía de
lectura para profundizar en el Evangelio de Juan. En ellas se profundiza la
centralidad de Jesús. Jesús lo es todo para estas comunidades. No tienen
ninguna otra fuente de inspiración ni de identidad. Más que a la doctrina de
Jesús ellos apelan a su vida, a sus gestos y a su entrega total. Y este su
testimonio es de suma utilidad.
Para dialogar y orar: 1Jn 4,7-21
1. ¿Soy consciente de que todos mis
actos de amor provienen de Dios?
2. ¿Sé darme cuenta de la presencia de
Dios cuando veo o recibo un acto de amor?
3. ¿Sé que a Dios sólo se llega a través
del amor y soy consecuente con ello?
4. ¿Es Jesús el centro de mi
afectividad?
37.
HEBREOS: Jesús sacerdote intercesor
Es imposible precisar el autor y el lugar
de este original escrito. Parece ser una especie de sermón, escrito quizás
alrededor del año 90, dedicado a cristianos antiguos, en el que se quiere
precisar la misión de Cristo.
Su tema central es que Jesús, a partir
de su humanidad, ha sido constituido sacerdote para siempre y ejerce esta función
en su situación actual de Hijo exaltado a la derecha de Dios Padre.
Puente
entre Dios y los hombres
En los primeros decenios del cristianismo
nadie se había atrevido a considerar a Jesús como sacerdote, con lo que el
problema del culto quedaba un poco confuso. Jesús históricamente no había
sido sacerdote, sino, precisamente, un perseguido por parte de los sacerdotes. Y
su muerte como condenado lo había colocado fuera del ámbito sagrado (Gál
3,13).
Pero de alguna manera la acción salvífica
de Jesús ya se había expresado en términos rituales: “Cristo…
se entregó por nosotros como oblación y suave aroma” (Ef 5,2). “Nuestro
Cordero Pascual, Cristo, ha sido inmolado” (1Cor 5,7). La Eucaristía se
había colocado en el marco de la celebración ritual de la Pascua. Pero nadie
se había atrevido a decir que Jesús era sacerdote. Hebreos, en cambio, lo hace
con gran osadía.
El autor comprende que todo sacerdote es
un mediador entre Dios y los hombres, y que ésa es precisamente la misión básica
de Jesús. Todo cristiano pone su esperanza en que por medio de Jesús tenemos
pleno acceso a Dios. “Se nos abre una
esperanza muy grande: la de tener acceso a Dios” (Heb 7,19). “Con
toda seguridad podemos entrar al santuario, llevados por la sangre de Jesús. Él
inauguró para nosotros ese camino nuevo y vivo que atraviesa la cortina, es
decir, su sangre… Acerquémonos, pues, con corazón sincero y con plena fe…
Sigamos profesando nuestra esperanza…, ya que es digno de confianza Aquel que
se comprometió” (10,19-23). “Él
es capaz de salvar definitivamente a los que, por su intermedio, se acercan a
Dios. Él vive para siempre, para interceder a favor de ellos” (7,24-25). “Se presentó como el Hijo, a quien pertenece la casa, y somos
nosotros la gente de la casa, con tal de que sigamos esperando con firmeza y
entusiasmo” (3,6).
El cristiano puede rogar y puede ser
escuchado porque Jesús ha podido rasgar el velo y ha entrado en la presencia de
Dios. “Allí entró Jesús para abrirnos
el camino, Jesús hecho Sumo Sacerdote a semejanza de Melquisedec” (6,20).
Él ha sido proclamado sacerdote para siempre, pero no según los paradigmas del
sacerdocio judío, sino según la antigua tradición de Melquisedec. Como
sacerdote ofrece una víctima a Dios; pero la víctima ofrecida es él mismo. Al
mismo tiempo es el sacerdote que ofrece y la víctima ofrecida.
Jesús era ya antes el hijo, pero no era
sacerdote. Pero ofreciendo su vida mortal realizó el núcleo profundo del
sacerdocio. Él nos puede escuchar y entender porque ha vivido como nosotros, ha
sido tentado como nosotros, ha padecido y aprendido como lo hemos de hacer
nosotros. Y habiendo sido plenamente hombre sigue siendo Dios. Por eso es puente
entre los hombres y Dios, porque estriba en los dos extremos. Sólo así podía
unirlos de esta forma tan profunda y definitiva.
La condición terrena y mortal de Jesús
es la que le capacita para poder dar nueva vida a los hombres. Sin su vida
terrena no hubiera podido ser sacerdote, pues no hubiera podido ser puente entre
los dos extremos. Pues, según la nueva concepción de Hebreos, todo sacerdote
ha de ser capaz de compadecerse, de comprender experimentalmente la debilidad y
el sufrimiento humano (2,18; 4,14 - 5,10). “Dios
quería introducir en la Gloria a un gran número de hijos, y le pareció bien
hacer perfecto por medio del sufrimiento al que se hacía cargo de la salvación
de todos; de este modo el que comunicaba la santidad se identificaría con
aquellos a los que santificaba. Por eso él no se avergüenza de llamarnos
hermanos” (2,10-11).
En
todo semejante a sus hermanos
Según Hebreos el misterio de la
encarnación es clave en la fe cristiana, resumen y plenitud de la revelación
de Dios, pero difícil de entender, escándalo para los piadosos fariseos y
locura para los sabios griegos (1Cor 1,17-25).
Hasta que no aceptamos el misterio
amoroso de la encarnación, persiste en nosotros la tendencia pagana de rechazar
al Dios hecho hombre. Preferimos que Dios se quede en su “cielo”,
todopoderoso, majestuoso, solitario, perfectamente feliz en sí mismo… Así es
más cómodo vivir nosotros egoístamente aislados. Pues acarrea serias
consecuencias creer en una persona divina que “trabajó con manos de hombre,
pensó con inteligencia de hombre, actuó con voluntad de hombre, amó con corazón
de hombre” (Vaticano II, GS. 22).
¿Para qué y por qué se hizo Dios tan
plenamente humano? Hombre completo, pleno, con todos los pasos normales de
crecimiento y las vivencias propias de un humano. Se podría haber hecho hombre
sabiéndolo todo, ya crecido, en la era de las comunicaciones masivas, con
poderes extraordinarios… Pero no, “se
hizo en todo semejante a nosotros”, con nuestra mismas tentaciones,
nuestros sufrimientos y nuestros problemas. Mordió en serio la dureza de la
vida humana.
Antiguamente Dios se había mostrado
misericordioso, pero siempre desde arriba hacia abajo. Parecía que los dolores
humanos no le afectaban directamente. Por eso protestaron con rebeldía Jeremías,
Habacuc y Job.
Pero Dios es amor, y el amor acerca a los
amados. Desde su grandiosidad, Dios se acercaba todo lo que podía a sus
criaturas humanas. Pero los humanos le echaban en cara su lejanía y dudaban de
la efectividad de su amor.
Por eso, en reunión de familia, como
dice San Ignacio en sus Ejercicios, decidieron que uno de los tres viniera a
hacerse de veras hombre para poder así sentir en carne propia las experiencias
de los humanos. De este modo la familia divina llegaría a comprenderlos por
propia experiencia; y los humanos, a su vez, sentirían a la divinidad cercana y
comprensiva. Pero era necesario que la iniciativa se realizara en serio: el Hijo
tenía que hacerse realmente hombre, con todas sus consecuencias. Sin dejar de
ser Dios, tenía que ser plenamente hombre. Y así fue.
Hebreos aclara las razones de la
encarnación en 2,14-18 y 4,15-16. Afirma que Jesús “no
se avergüenza de llamarnos hermanos” (2,11), pues “tuvo que hacerse carne y sangre” (2,14), tan débil y frágil
como nosotros. Porque vino a servir a seres humanos de carne y hueso (y no a ángeles),
hijos de Abrahán llenos de sufrimientos, Jesús tuvo que hacerse igual en todo
a sus hermanos: de carne, sangre y sufrimiento. Y esto por necesidad de amor: Si
se enamoran dos personas de distinta clase social o cultura, tendrán que buscar
igualarse. Caso contrario, el amor mutuo no puede crecer.
Para poder hacer de puente entre lo
divino y lo humano “tuvo que hacerse
semejante en todo a sus hermanos” (2,17). Fue “probado
por medio del sufrimiento”; y “por
eso es capaz de ayudar a los que son puestos a prueba” (2,18). Él “no
se queda indiferente ante nuestras debilidades, por haber sido sometido a las
mismas pruebas que nosotros” (4,15).
“Por
lo tanto, acerquémonos con confianza a Dios, dispensador de la gracia;
conseguiremos su misericordia y, por su favor, recibiremos ayuda en el momento
oportuno” (4,16). Con toda confianza podemos entrar en la
intimidad de Dios, porque Jesús, a través de su carne, “inauguró
para nosotros un camino nuevo y vivo” (10,19), él que es “digno
de toda confianza” (10,23).
Jesús ha padecido la angustia de la
muerte, ha llorado, ha rogado con gritos... Por eso ha sido constituido gran
sacerdote lleno de misericordia, y podemos acudir a él seguros de ser
comprendidos en nuestras miserias y contradicciones (5,7-10). Su vida ilumina
todas nuestras posibles situaciones humanas.
Antes era difícil y tortuoso llegar a
Dios. Desde la concepción y nacimiento de Jesús, el nuevo puente construido
por él nos puede llevar a Dios de forma directa y segura. No podemos quejarnos
ya de la lejanía de Dios. Él nos comprende porque ha pasado las mismas pruebas
que nosotros. Y, si él las superó, sabrá ayudarnos también a nosotros a
superarlas. Con toda confianza le podemos echar el brazo sobre el hombro y
llamarlo compañero. Ésta es la gran noticia, siempre nueva y fresca, que trae
Jesús. Él estuvo en lo más hondo del pozo, pero triunfó en todo, y eso nos
da la esperanza de que también nosotros vamos a triunfar abrazados a él.
Este Jesús, que tanto se acercó a
nosotros, superó todos sus sufrimientos, y ahora vive glorioso junto al Padre.
Por eso la carta nos invita a tener “fijos
los ojos en Jesús, el que inicia y consuma la fe”, el cual soportó sin
miedo los mismos sufrimientos que nosotros, y hoy “está
sentado a la diestra del trono de Dios” (12,2-3), lleno de poder y gloria
(1,2-4), pero siempre solidario. Él es capaz de hacerse cargo de nuestras
miserias y hacerlas llegar a Dios... “Allá
entró Jesús para abrirnos el camino” (6,20), “y vive para siempre intercediendo a favor nuestro” (7,25).
Podemos terminar con la siguiente
exhortación de la carta: “Dejemos,
pues, las primeras enseñanzas sobre Cristo y pasemos a cosas más avanzadas” (Heb
6,1). Jesús tiene que dar sentido a todo lo que hacemos, vivimos y somos de una
manera adulta, a la altura de nuestra cultura y nuestra formación profesional.
Para dialogar y orar: Heb 2,14-18 y
4,15-16
1. ¿Cómo entendemos esto de que Dios es puente de comunicación entre Dios y los seres humanos?
2. Hagamos una lista de las cosas en las que creemos que Jesús se hizo semejante a nosotros.
3. ¿Sentimos a Jesús cercano y compañero en todo lo que nos pasa?