34. PABLO: Experiencia viva de Jesús

 

La experiencia profunda de Dios que tienen los autores del Nuevo Testamento se realiza a través de Jesús. Y ello es especialmente diáfano en Pablo de Tarso, que habla con profusión de su experiencia cristiana.

El bloque de las cartas paulinas es anterior a la redacción de los Evangelios. Pablo es el autor más antiguo del Nuevo Testamento. Es importante tener presente este dato a la hora de evaluar su tan original experiencia del Dios de Jesús, expresada de una forma tan íntima y sincera en sus cartas.

 

Una nueva relación con Dios

Habíamos dicho que una primera tarea de Jesús fue reunir en una novedosa síntesis toda la tradición veterotestamentaria acerca de Dios. Y sobre ella sembró una semilla nueva, de enorme poder de fecundidad. Pablo inicia su predicación justamente donde comenzaba la novedad de Jesús. Cuando se refiere a algo anterior es sólo para mostrar cómo ello ha sido superado en la nueva creación. Los doce primeros capítulos de la carta a los romanos rebosan por todos lados una impresión maravillosa de novedad. Hablando a los atenienses, él divide la revelación de Dios en dos etapas: la que se refiere a Yavé y la que se refiere a Jesús (Hch 17,23-31).

Según Pablo, Jesús asume la revelación del Padre realizada en el Antiguo Testamento. Por eso se presenta como el Hijo. Pero a la comunidad cristiana le llevó un tiempo advertir que, con la venida de Jesús, estaban frente a una nueva y definitiva revelación de lo divino. La primitiva comunidad cristiana poco a poco se fue dando cuenta de que encontrar a Jesús era encontrar a “Dios con nosotros”, esencia de la promesa mesiánica. La comunidad cristiana cree que las promesas se cumplen en Jesús, con un realismo y una profundidad inesperadas. En él ligó Dios su destino a nuestra historia. Se volvió solidario de todos y vulnerable a todos. El lenguaje con que Dios nos hablaba adquiere, a través de la Palabra encarnada, todo su definitivo realismo. Es un lenguaje definitivamente comprometido, que brinda al compromiso histórico del hombre un valor decisivo y absoluto.

La historia debe pasar, según Pablo, de manos de la evolución natural a las manos del hombre preparado y maduro para sumirla como tarea. Todo debe ir pasando a ser dominado por el hombre para ser utilizado en la construcción del Cuerpo Total de Cristo: la construcción histórica de la humanidad. Todos los elementos del universo deben ser puestos al servicio de la humanización, despojándolos de lo que tienen de esclavitud.

Es una marcha progresiva hacia la meta, buscando que el Dios Amor sea todo en todos (1Cor 15,18) y el hombre sea así plenamente humano (Ef 4,13).

A la nueva relación entre Dios y los hombres creada en Cristo, Pablo la llama filiación divina (Rm 8,15.23; 9,4; Gál 4,5; Ef 1,5). En Cristo, primogénito entre muchos hermanos (Col 1,15), cada ser humano es “una nueva creación” (2Cor 5,17).

La persona que vive en Cristo y por Cristo vive toda ella orientada a Dios como su Padre, de cuyo amor ya nada ni nadie puede separarla (Rm 8,35-39).

Pablo está seguro de la victoria final de Dios en Cristo y de los que son de Cristo. A partir de él la resurrección es la meta y la consumación última de toda vida humana histórica. Jesucristo es el principio de vida y de consumación última de todos los hombres, de toda la creación y de toda la historia (Rm 8,11; 1Cor 15,45; Flp 1,20-23; 3,10s.20s).

Cristo, que vino ya y que todavía está por venir en gloria, está viniendo continuamente en la historia a través de la acción humana.

Cuando todos y cada uno de los hombres encuentren a Cristo resucitado tal cual es, viendo en él a Dios, se verán a sí mismos, se conocerán a sí mismos conociendo a Dios como son conocidos (1Cor 13,12) y, vivirán para siempre de la vida de Dios mismo.

 

Cristocentrismo de Pablo

Según Pablo, la fe cristiana no se reduce a creer en una serie de “dogmas”, ni a cumplir una serie de leyes, ni a practicar ritos religiosos especiales. Su fe se centra en una persona: Jesús, a quien quiere conocer a fondo para poderlo querer de veras y ser capaz así de seguirlo cada vez más de cerca. Se trata de querer y seguir a alguien que es plenamente Dios y plenamente hombre, imagen humana de la divinidad, camino nuevo y vivo para llegar a Dios con confianza y seguridad.

Pablo habla con frecuencia de su conversión. El cambio radical realizado en su vida humanamente fue impensado e ilógico; fue Dios quien tomó la iniciativa y quien lo hizo posible (Gál 1,11-24). Por eso excluye de su vida toda fuente de inspiración que no proviniera de Jesucristo. La experiencia de Pablo es la experiencia de lo que Dios ha realizado en su persona a través de Jesucristo. Dios quiso manifestar en él la fuerza de Jesús. A partir de entonces Jesús será siempre su único punto de referencia.

La conversión de Pablo sitúa su vida bajo el influjo absoluto y decisivo de Jesús. Desde entonces se siente totalmente ligado a Jesucristo en todo lo que hace, dice y vive. Su vida es una vida en Cristo, totalmente bajo su influencia, su aliento y su inspiración.

Pablo siente que Jesús le comunica su propia manera de ser. Le quiere hacer parecido a él en su fe, su fidelidad y su generosidad. Se trata de llegar a ser de Cristo (Gál 3,29), viviendo en él (Flp 1,21). Dejar que Cristo viva en él (Gál 2,20), y su Amor se manifiesta a través suyo, formando en comunidad “un solo cuerpo” con él (Rom 12,5). Tener “las actitudes” (Flp 2,5) y “el pensamiento de Cristo” (1Cor 2,16). Ser “una criatura nueva en Cristo” (2Cor 5,17). “Revestirse de Cristo” (Gál 3,27). Dejar “que Cristo se forme en mí” (Gál 4,19). “Que Cristo habite en nuestros corazones por la fe” (Ef 3,17) siguiendo “el camino del amor, a ejemplo suyo” (Ef 5,2). Sentir que lo podemos “todo, en aquél que nos fortalece” (Flp 4,13). Ver a “Cristo en todo y en todos” (Col 3,11). Esta es la Vida que Jesús nos ofrece; el tesoro escondido, por el que vale la pena cualquier esfuerzo con tal de poseerlo.

Jesús es el centro de la existencia de Pablo, el absoluto de su vida. No encuentra inspiración, ni aliento, ni ilusión fuera de Jesucristo. Él es, sencilla y manifiestamente, su vida. La identidad de Jesucristo es para Pablo su identidad más íntima. Por eso puede llegar a pedir que lo imiten a él, “porque imitándome a mí, imitan ustedes a Jesús” (1Cor 11,1).

La predicación de Pablo se centra exclusivamente en Jesucristo, manifestado como fuerza y poder de Dios desde su debilidad. Un “Jesús que fue crucificado en razón de su flaqueza, pero está vivo por la fuerza de Dios” (2Cor 13,3-4). La flaqueza de Jesús que Pablo predica es su propia flaqueza: “cuando me siento débil, entonces es cuando soy fuerte” (2Cor 12,10).

La predicación de Pablo tiene los rasgos de Jesús: es débil en la muerte de cruz, pero es fuerte en el Espíritu. El no predica una doctrina ni una moral, sino a Jesucristo crucificado, rodeado de flaquezas. No predica sólo a un Cristo fuerza, poder, majestad; sino a un Cristo que “se despojó de sí mismo tomando condición de siervo...” (Flp 2,7). “El que habla en mí es Cristo, porque no hablo sólo con la fuerza de la resurrección, sino también con la debilidad de la cruz” (2Cor 13,3-4)

Repasemos algunas citas paulinas al respecto. Para él Cristo es todo:

“Al tener a Cristo consideré todas mis ventajas como cosas negativas. Más aún, todo lo considero al presente como peso muerto, en comparación con eso tan extraordinario que es conocer a Cristo Jesús, mi Señor. A causa de él ya nada tiene valor para mí, y todo lo considero como basura mientras trato de ganar a Cristo. Quiero encontrarme en él… Quiero conocerlo; quiero probar el poder de su resurrección y tener parte en sus sufrimientos; y siendo semejante a él en su muerte, alcanzaré, Dios lo quiera, la resurrección de los muertos” (Flp 3,7-11).

Por eso su deseo principal respecto a sus hermanos se central también en Cristo:

“Pido que tengan ánimo; que se afiancen en el amor para alcanzar todas las riquezas de una plena comprensión y que logren penetrar el secreto de Dios, que es Cristo. Pues en él están encerradas todas las riquezas de la sabiduría y el entendimiento” (Col 2, 2-3).

“Que Cristo habite en sus corazones por la fe, y enraizados y cimentados en el Amor, sean capaces de comprender, con todos los creyentes, la anchura, la longitud, la altura y la profundidad del Amor de Cristo, que supera a todo conocimiento, para que quedemos colmados de toda la plenitud de Dios” (Ef 3, 17-19).

 

“¿Quién nos apartará del amor que Dios nos tiene en Cristo Jesús?”

Las maravillas del Amor que el Padre nos ha manifestado a través de Cristo, dan una esperanza sin límites. Al que ha sentido profundamente, como Pablo, ese “me amó y se entregó por mí” (Gál 2, 20), se le llena el corazón de una confianza total en la fidelidad del Dios que es Amor. Es una certeza firme y arrolladora, que nada ni nadie puede demoler.

“Nos sentimos seguros en Dios, gracias a Cristo Jesús nuestro Señor, por quien fuimos reconciliados” (Rom 5, 11).

Pablo sentía esta seguridad en Cristo respecto a su propia misión apostólica: “Tengo la certeza de que en esta ocasión, como siempre, Cristo aparecerá más grande a través de mí, sea que yo viva, sea que yo muera” (Flp 1, 20).

Una mención muy especial merece el himno de confianza que brota con fuerza en su carta a los romanos:

“Sabemos que Dios dispone todas las cosas para el bien de los que le aman... Y si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros? Dios, que no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos va a conceder con él todas las cosas? ¿Quién acusará a los elegidos de Dios, sabiendo que es él quien los hace justos? ¿Quién los condenará? ¿Acaso será Cristo Jesús, el que murió, o más bien, el que resucitó y está a la derecha de Dios rogando por nosotros? ¿Quién nos separará del Amor de Cristo? ¿Las pruebas o la angustia, la persecución o el hambre, la falta de ropa, los peligros o la espada?... No, en todo esto triunfaremos por la fuerza del que nos amó. Estoy seguro que ni la muerte, ni la vida, ni los ángeles, ni los poderes espirituales, ni el presente, ni el futuro, ni las fuerzas del universo, sean de los cielos, sean de los abismos, ni criatura alguna, podrá apartarnos del Amor de Dios, que encontramos en Cristo Jesús, nuestro Señor” (Rom 8, 28.31-35.37-39).

 Pablo llegó a la cumbre de la esperanza en Jesucristo. Ante la grandeza del Amor de Dios, toda la confianza que tengamos en él será poca. Este canto de fe incondicional al Amor de Dios es como una consecuencia lógica a esa historia de delicadezas y dones divinos, que comenzó con Abrahán y Moisés, pasando por los profetas, y culminó con María en Cristo Jesús, el Señor. Pablo no se excedió al hablar así. El se había encontrado personalmente con Cristo, comprendió la anchura y profundidad de su Amor (Ef. 3, 18) y creyó firmemente que ya nada ni nadie le podría apartar de ese Amor que le tiene el Padre en Jesús. Para decir esto no se apoyaba en sus fuerzas o sus méritos personales, sino en la fuerza y el mérito de su Redentor.

Lo mismo que Pablo, también cada uno de nosotros podemos llegar a tener la misma fe que él en el Amor que Dios nos tiene. Cristo se entregó por cada uno de nosotros en particular. Por eso podemos esperar contra toda desesperanza. Pues no se trata de esperar premio a nuestros méritos personales. Sino de dejarse amar por Cristo; de abrirle nuestras puertas y dejarle actuar en nosotros.

 

Dios, nuestro Padre

Para Pablo, Dios es ante todo el Padre de nuestro Señor Jesucristo (Rom 15,6; 2Cor 1,3...)., que lo exaltó de entre los muertos. Y en él hizo también a los bautizados hijos legítimos suyos.

El encabezamiento de las primeras cartas paulinas expresa que los creyentes en Jesús han adquirido una nueva relación con Dios. Dios es de una forma muy especial el Padre de todos los cristianos. Éstos son, en cuanto hijos de Dios, herederos de la promesa. “Ustedes ahora son hijos, por lo cual Dios ha mandado a nuestros corazones el Espíritu de su propio Hijo que clama al Padre: ¡Abbá! o sea: ¡Papá! De modo que ya no eres esclavo, sino hijo, y siendo hijo, Dios te da la herencia” (Gál 4,6s). E insiste a los romanos: “Todos aquellos a los que guía el Espíritu de Dios son hijos e hijas de Dios. Entonces no vuelvan al miedo; ustedes no recibieron un espíritu de esclavos, sino el espíritu propio de los hijos por adopción, que nos permite gritar: ¡Abbá!, ¡Papito! El Espíritu asegura a nuestro espíritu que somos hijos de Dios. Siendo hijos, son también ustedes herederos; la herencia de Dios será nuestra y la compartiremos con Cristo” (Rm 8,14-17).

En Romanos dice que nosotros, en virtud del espíritu de adopción, exclamamos Abbá; en Gálatas el Espíritu mismo es el que se dirige a Dios como Abbá. A Pablo le encantan estas transposiciones, como, por ejemplo aquello de Cristo en nosotros y nosotros en Cristo, o lo de alcanzar a Cristo siendo así que Cristo ya me ha dado alcance.

Lo importante es que el cristiano llama a Dios Abbá no por sus propios méritos, sino porque el Espíritu le capacita y le faculta para ello.

Los primeros cristianos vivían esta experiencia con una fuerza muy especial. Es Cristo el que ora a su Padre en nosotros. Propiamente sólo él tiene derecho a llamar a Dios Abbá. Pero de tal manera se hermanó con nosotros, que nos dio derecho a todos a tratar también nosotros a Dios como Papá querido. Nuestra filiación divina es una participación de la dignidad de hijo que tiene Cristo. Por eso estamos destinados a ser semejantes a él (Rm 8,29), especialmente en su relación con el Padre.

El Espíritu del que ha resucitado a Cristo vivificará también nuestros cuerpos mortales (Rm 8,11), hasta ser plenamente dignos herederos suyos.

Parece que al comienzo los neófitos sólo después del bautismo tenían el derecho de llamar a Dios con la palabra aramea Abbá, santificada por Jesús. A partir de aquel momento la expresión Abbá era la manifestación de su nueva experiencia, madura y responsable, de Dios.

La adopción como hijos en el bautismo representa sólo las primicias (Rm 8,23). Pues aún no podemos ver nuestra gloria futura como hijos (Rm 8,24). El Padre permanece todavía como escondido. No le vemos más que en la imagen filial del Hijo. “Cuando era niño, hablaba como niño, pensaba y razonaba como niño. Pero cuando me hice hombre, dejé de lado las cosas de niño. Así también en el momento presente vemos las cosas como en un mal espejo y hay que adivinarlas, pero entonces las veremos cara a cara. Ahora conozco en parte, pero entonces conoceré como soy conocido” (1Cor 13,11-12).

“Así, pues, ya no son extranjeros ni huéspedes, sino ciudadanos de la ciudad de los santos; ustedes son de la casa de Dios. Están cimentados en el edificio cuyas bases son los apóstoles y profetas, y cuya piedra angular es Cristo Jesús” (Ef 2,19-20).

 

 

 

 

36. La comunidad joánica: Dios es amor

 

Hemos ido señalando los aspectos fundamentales en esta lenta y progresiva revelación de sí mismo que Dios ha ido realizando a través del proceso bíblico. En los escritos joánicos llegamos a la cumbre de este caminar. Se apoyan en la novedad mesiánica de Jesús y descubren en su pascua el principio de una más fuerte apertura hacia el misterio de lo divino.

 

Evangelio: Centralidad total de Jesús

El plan que estructura el Evangelio de Juan es teológico. No es una biografías de Jesús (20.30), ni siquiera un resumen de su vida, sino una interpretación de su persona y obra, hecha por una comunidad a través de su experiencia de fe. Por ello su lenguaje es casi siempre simbólico, y así hay que interpretarlo.

El autor del cuarto Evangelio insiste en que Jesús cumple y realiza todo lo que caracteriza a la fe y a la religión de Israel. Según él todo el judaísmo apunta y se dirige hacia Jesús. En él se manifiesta con toda su plenitud el Dios de Israel. Por eso, según Juan, para llegar a ser cristiano se ha de haber asimilado el judaísmo en su núcleo más profundo. Y justamente su crítica a aquel fariseísmo cerrado y fundamentalista, se da desde Jesús, en cuanto realizador pleno del judaísmo. En el tiempo en que se escribe este evangelio, finales del siglo I, la secta farisea se había apoderado del poder entre los grupos judíos en dispersión y habían rechazado con dureza a los seguidores de Jesús (Jn 9,22).

La comunidad joánica tiene una gran sensibilidad cultural. Aunque su problemática de origen es judía, se dan otros influjos culturales griegos y aun de ciertos enfoques dualistas de tipo oriental.

Su Evangelio revela dos niveles: La vida de la comunidad joánica y la vida histórica de Jesús. En cierto sentido los miembros de aquellas comunidades se sentían contemporáneos de Jesús. Las cosas que dice Jesús están formuladas según el lenguaje del grupo y reflejan el comportamiento del grupo. Toda la comunidad se mira en Jesús como en un espejo. Mira a Jesús desde la tradición judía y se centra totalmente en él. Este evangelio sólo tiene un punto de mira y un centro: Jesús. No hay ningún otro tema que le haga sombra. Por eso Jesús en Juan se presenta a sí mismo: él lo es todo, templo, pan, agua, luz, pastor, camino, puerta, verdad, vida… El lector de este evangelio se siente directa y constantemente frente a Jesús. Se puede afirmar que el autor del evangelio de Juan es Jesús. Su maravillosa presencia eclipsa cualquier otro punto de referencia.

El prólogo nos lleva al umbral de Dios, subrayando que Aquel que es la palabra y se hizo hombre es el mismo que está ahora con nosotros (1,1.14.16). Es la confesión de fe inicial de la comunidad, que se va completando y profundizando a lo largo de todo el escrito, fruto de su experiencia. Es un reflejo de la fe de la comunidad y las objeciones de los judaizantes, y no tanto una narración de la vida terrena de Jesús. No se trata de una crónica, sino de una profesión de fe, profesada como respuesta incisiva a los que negaban la humanidad de Cristo. Se afirma que Dios había asumido en Cristo, “hecho carne”, a toda la realidad humana, incluido el sufrimiento. Dios se había encontrado con el ser humano de una forma indisoluble en su Hijo Jesús, que había compartido todas las limitaciones y dificultades de la humanidad. Por eso para salvarse no era necesario evadir las realidades humanas, sino asumirla a manos llenas.

En este Evangelio desde el principio Jesús es presentado como Dios. Ningún otro escrito del Nuevo Testamento ha sido tan contundente. Las comunidades joánicas habían llegado a un grado notable de madurez. Y son conscientes de que ello es fruto de la acción entre ellos del Espíritu Santo. El don del Espíritu, consejero y maestro, es el que causa la mirada reposada sobre el sentido de la vida de Jesús. “El Consolador que el Padre enviará en mi nombre se lo enseñará todo y les recordará todo lo que yo les he dicho” (14,26).

Este don del Espíritu es imprescindible para creer en Jesús. Y sólo es posible gracias a su glorificación (7,39). Jesús en su muerte “entregó el espíritu” (19,30) para poderlo ofrecer en sus apariciones: “Reciban el Espíritu Santo” (20,22).

Si el don del Espíritu funda y mantiene la comunidad, el Jesús del que habla la comunidad sólo puede ser el Jesús presente, y no simplemente un personaje del pasado. En él el pasado puede llegar a ser presente. El Jesús confesado como presente es el mismo Jesús terreno. La comunidad joánica confiesa, en contraposición a los judíos, que “aquel hombre es Dios”, vivo ahora entre nosotros. La comunidad ha visto, acogido, honrado y amado a Dios en el Jesús presente y actuante.

La lectura de este evangelio ha de realizarse de forma orante, en actitud de acogida agradecida y gratuita. Es Jesús mismo quien habla en Juan, el Jesús presente, que da sentido a todo lo que la comunidad hace y dice.

Generalmente el Jesús de Juan trata a Dios como Padre. Jesús es el revelador del Padre. En este evangelio aparece el nombre de Padre ciento dieciocho veces. Según Juan Dios es Padre porque Jesús, el Hijo, lo ha revelado así. Padre se convierte a partir de él como la designación oficial del Dios de la revelación y del culto cristiano.

Los seres humanos no dejaremos nunca de empeñarnos en buscar a Dios más allá de la bóveda celestial. A los cristianos mismos nos resulta difícil comprender que Dios no puede ya ser conocido más que por medio del comportamiento y las palabras de Jesús. “Si me conocieran a mí, conocerían también a mi Padre” (Jn 8,19). “El que me ve a mí ve al Padre… ¿No crees que yo estoy en el Padre y que el Padre está en mí?” (Jn 14,9s).

Por la unión única que existe entre Jesús y el Padre, Jesús revela realmente al Padre (Jn 1,18): quien ve a Jesús ve al Padre (Jn 14,6-9) y quien cree en Jesús cree también en el Padre (Jn 14,11).

El reto básico del creyente consiste en reconocer a Dios en aquel carpintero de Nazaret, que fue ajusticiado, (Jn 14,1).

Para Juan la vida eterna consiste en que todos conozcan a Dios y a su enviado Jesucristo (Jn 17,3). Sólo por la fe en el Revelador se llega al conocimiento del Padre (Jn 14,7.20; 17,25).

Para Juan la fe es lo mismo que para los sinópticos la conversión. Para los sinópticos la vida eterna es futura; para Juan está ya presente en todo creyente.

El que cree en Jesús no puede menos de amar; y por eso tiene la vida y la da.

 

Cartas: El que ama a Dios, ama a su hermano

Las cartas joánicas, escritas unos años después del Evangelio, nos permiten presenciar cómo aquellas comunidades siguen viviendo la centralidad de Jesús.

Estaba en peligro la cohesión y consistencia de la comunidad. Había un grupo que afirmaba que el Mesías no se había encarnado realmente. Su acción salvífica se había dado sólo a través de su palabra, y no de su vida, pasión y muerte, que serían algo ficticio, por ser cosas impropias de la divinidad. Y por eso la piedad que practicaban era individual e intimista. Para llegar a Dios bastaba con entrar intelectualmente en sus misterios, sin necesidad de amar a los hermanos, y mucho menos a los pobres.

Las cartas insisten en que “Jesucristo ha venido en carne” (2Jn 7), “en el agua y la sangre” (1Jn 5,6), refiriéndose inequívocamente a su realidad humana terrenal. Por eso se afirma con claridad que “todo espíritu que no confiesa a Jesús no es de Dios” (1Jn 4,3).

Jesús es el único paradigma a seguir. Por eso, “quien dice que permanece en Dios debe vivir como vivió Jesús” (1Jn 2,6). No basta con “decir” cosas acerca de Dios. Es necesario “portarse como Jesús”, “dar la vida como la dio Jesús”, ser puros y justos como él. Su manera de vivir ha de ser la nuestra.

Centremos nuestra reflexión en el texto de 1Jn 4,7-21. En él presenciamos una experiencia cumbre de aquellas comunidades, que sienten que Jesucristo es principio, garantía y contenido del amor fraterno.

“Queridos míos, amémonos unos a otros, porque el amor viene de Dios. Todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios” (1Jn 4,7). Amándonos mutuamente nacemos de Dios, y sólo así conocemos lo divino, pues amar al prójimo es amar a Dios.

Desde el origen bíblico se había insistido en que a Dios no se le puede ver directamente. Al principio, en vez de visión de Dios estaba la presencia de la Palabra. Pero ya desde entonces se había dicho que el ser humano era imagen de Dios (Gén 1,26-27). Ahora, después de la aparición de Jesús, descubren con gozo que no pueden hacerse imágenes de Dios porque el mismo hombre es imagen, sacramento de Dios sobre la tierra. A Dios no se le alcanza a través de ritos, magias o filosofías. Rechazan toda ley o rito que no sea expresión de amor al prójimo. La única presencia actual del Dios ausente es el amor al prójimo. Por eso afirman que conocer a Dios es amarnos.

Aprenden que no existe Dios fuera del amor; pero añaden que el amor no es un invento humano, sino un don del mismo Dios, que nos lo ha dado por medio de su Hijo (1Jn 4,9). Nos sentimos llamados a amar, no para crear el amor, sino para reconocer nuestro origen, pues del Amor hemos nacido. “El que no ama no ha conocido a Dios, pues Dios es amor” (1Jn 4,8). Por eso nuestra capacidad de amar ha de desarrollarse como fidelidad a nuestro propio origen. “En esto está el amor; no es que nosotros hayamos amado a Dios, sino que él nos amó primero y nos envió a su Hijo” (1Jn 4,10).

Sólo quien haya descubierto en su experiencia esta prioridad del amor puede hablar de lo divino. Y sólo a través del amor nos llega la redención. Ya no hacen falta ritos especiales. Es el amor del Hijo, en gratuidad y entrega de sí mismo, el que nos redime. Del amor surgimos y del amor renacemos. Hemos nacido del amor y en amor vamos desplegando nuestra existencia. Podemos amar porque Dios nos ha amado, no de una forma abstracta, sino encarnándose dentro de la historia en Jesús. El amor se ha revelado en concreto en Jesús de Nazaret. Por eso amar al prójimo es amar a Dios. Y creer en Dios es fundar la vida en el amor. “Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene, y hemos creído en él. Dios es amor: el que permanece en el amor, permanece en Dios y Dios en él” (1Jn 4,16).

A Dios nadie le ha visto, pero ya podemos verlo con los ojos del amor que nos ha dado Jesucristo. Porque sabemos que el amor al prójimo es divino y lo hemos experimentado así, podemos reconocer con gozo que “Dios es amor”. No es un amor en la línea de Platón; no es que conocemos primero al amor y después se lo aplicamos a Dios. El amor del que se habla acá es revelación: algo que los creyentes hemos recibido de Cristo. Por eso, “el que permanece en el amor, permanece en Dios y Dios en él” (1Jn 4,16).

Y “cuando el amor alcanza en nosotros su perfección, miramos con confianza al día del juicio. Pues en el amor no hay temor. El amor perfecto echa fuera el temor” (1Jn 4,17-18). Mucha gente, que sólo se mueve a golpe de castigo, vive amargada y esclavizada a complejos, culpas y tabúes. Pero cuando se ha experimentado en serio a Dios como Padre, cesa el temor y la vida se vuelve confianza. Dios se expresa en Cristo como amor que comprende, perdona y da vida.

La conclusión de todo esto es clara: “Amemos, pues, ya que él nos amó primero” (1Jn 4,19). El Mandamiento Nuevo se funda en la revelación del amor de Dios, expresada en Cristo. De la experiencia de Dios en nosotros brota espontáneamente el amor fraterno. Ya no hay dos mandamientos (Mc 12,18-22), pues el amor de Dios no es un mandamiento, sino gracia que Cristo nos ofrece en el Espíritu. El único mandamiento que recibimos de él es que “el que ama a Dios, ame también a su hermano” (1Jn 4,21). Pues la invisibilidad de Dios se vuelve visible en el prójimo; por eso el amor de Dios ha de expresarse en forma humana. Un Dios separado del prójimo no es sino un ídolo.

Estas cartas son como una guía de lectura para profundizar en el Evangelio de Juan. En ellas se profundiza la centralidad de Jesús. Jesús lo es todo para estas comunidades. No tienen ninguna otra fuente de inspiración ni de identidad. Más que a la doctrina de Jesús ellos apelan a su vida, a sus gestos y a su entrega total. Y este su testimonio es de suma utilidad.

 

Para dialogar y orar: 1Jn 4,7-21

1. ¿Soy consciente de que todos mis actos de amor provienen de Dios?

2. ¿Sé darme cuenta de la presencia de Dios cuando veo o recibo un acto de amor?

3. ¿Sé que a Dios sólo se llega a través del amor y soy consecuente con ello?

4. ¿Es Jesús el centro de mi afectividad?

 

 

37. HEBREOS: Jesús sacerdote intercesor

 

Es imposible precisar el autor y el lugar de este original escrito. Parece ser una especie de sermón, escrito quizás alrededor del año 90, dedicado a cristianos antiguos, en el que se quiere precisar la misión de Cristo.

Su tema central es que Jesús, a partir de su humanidad, ha sido constituido sacerdote para siempre y ejerce esta función en su situación actual de Hijo exaltado a la derecha de Dios Padre.

 

Puente entre Dios y los hombres

En los primeros decenios del cristianismo nadie se había atrevido a considerar a Jesús como sacerdote, con lo que el problema del culto quedaba un poco confuso. Jesús históricamente no había sido sacerdote, sino, precisamente, un perseguido por parte de los sacerdotes. Y su muerte como condenado lo había colocado fuera del ámbito sagrado (Gál 3,13).

Pero de alguna manera la acción salvífica de Jesús ya se había expresado en términos rituales: “Cristo… se entregó por nosotros como oblación y suave aroma” (Ef 5,2). “Nuestro Cordero Pascual, Cristo, ha sido inmolado” (1Cor 5,7). La Eucaristía se había colocado en el marco de la celebración ritual de la Pascua. Pero nadie se había atrevido a decir que Jesús era sacerdote. Hebreos, en cambio, lo hace con gran osadía.

El autor comprende que todo sacerdote es un mediador entre Dios y los hombres, y que ésa es precisamente la misión básica de Jesús. Todo cristiano pone su esperanza en que por medio de Jesús tenemos pleno acceso a Dios. “Se nos abre una esperanza muy grande: la de tener acceso a Dios” (Heb 7,19). “Con toda seguridad podemos entrar al santuario, llevados por la sangre de Jesús. Él inauguró para nosotros ese camino nuevo y vivo que atraviesa la cortina, es decir, su sangre… Acerquémonos, pues, con corazón sincero y con plena fe… Sigamos profesando nuestra esperanza…, ya que es digno de confianza Aquel que se comprometió” (10,19-23). “Él es capaz de salvar definitivamente a los que, por su intermedio, se acercan a Dios. Él vive para siempre, para interceder a favor de ellos” (7,24-25). “Se presentó como el Hijo, a quien pertenece la casa, y somos nosotros la gente de la casa, con tal de que sigamos esperando con firmeza y entusiasmo” (3,6).

El cristiano puede rogar y puede ser escuchado porque Jesús ha podido rasgar el velo y ha entrado en la presencia de Dios. “Allí entró Jesús para abrirnos el camino, Jesús hecho Sumo Sacerdote a semejanza de Melquisedec” (6,20). Él ha sido proclamado sacerdote para siempre, pero no según los paradigmas del sacerdocio judío, sino según la antigua tradición de Melquisedec. Como sacerdote ofrece una víctima a Dios; pero la víctima ofrecida es él mismo. Al mismo tiempo es el sacerdote que ofrece y la víctima ofrecida.

Jesús era ya antes el hijo, pero no era sacerdote. Pero ofreciendo su vida mortal realizó el núcleo profundo del sacerdocio. Él nos puede escuchar y entender porque ha vivido como nosotros, ha sido tentado como nosotros, ha padecido y aprendido como lo hemos de hacer nosotros. Y habiendo sido plenamente hombre sigue siendo Dios. Por eso es puente entre los hombres y Dios, porque estriba en los dos extremos. Sólo así podía unirlos de esta forma tan profunda y definitiva.

La condición terrena y mortal de Jesús es la que le capacita para poder dar nueva vida a los hombres. Sin su vida terrena no hubiera podido ser sacerdote, pues no hubiera podido ser puente entre los dos extremos. Pues, según la nueva concepción de Hebreos, todo sacerdote ha de ser capaz de compadecerse, de comprender experimentalmente la debilidad y el sufrimiento humano (2,18; 4,14 - 5,10). “Dios quería introducir en la Gloria a un gran número de hijos, y le pareció bien hacer perfecto por medio del sufrimiento al que se hacía cargo de la salvación de todos; de este modo el que comunicaba la santidad se identificaría con aquellos a los que santificaba. Por eso él no se avergüenza de llamarnos hermanos” (2,10-11).

 

En todo semejante a sus hermanos

Según Hebreos el misterio de la encarnación es clave en la fe cristiana, resumen y plenitud de la revelación de Dios, pero difícil de entender, escándalo para los piadosos fariseos y locura para los sabios griegos (1Cor 1,17-25).

Hasta que no aceptamos el misterio amoroso de la encarnación, persiste en nosotros la tendencia pagana de rechazar al Dios hecho hombre. Preferimos que Dios se quede en su “cielo”, todopoderoso, majestuoso, solitario, perfectamente feliz en sí mismo… Así es más cómodo vivir nosotros egoístamente aislados. Pues acarrea serias consecuencias creer en una persona divina que “trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, actuó con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre” (Vaticano II, GS. 22).

¿Para qué y por qué se hizo Dios tan plenamente humano? Hombre completo, pleno, con todos los pasos normales de crecimiento y las vivencias propias de un humano. Se podría haber hecho hombre sabiéndolo todo, ya crecido, en la era de las comunicaciones masivas, con poderes extraordinarios… Pero no, “se hizo en todo semejante a nosotros”, con nuestra mismas tentaciones, nuestros sufrimientos y nuestros problemas. Mordió en serio la dureza de la vida humana.

Antiguamente Dios se había mostrado misericordioso, pero siempre desde arriba hacia abajo. Parecía que los dolores humanos no le afectaban directamente. Por eso protestaron con rebeldía Jeremías, Habacuc y Job.

Pero Dios es amor, y el amor acerca a los amados. Desde su grandiosidad, Dios se acercaba todo lo que podía a sus criaturas humanas. Pero los humanos le echaban en cara su lejanía y dudaban de la efectividad de su amor.

Por eso, en reunión de familia, como dice San Ignacio en sus Ejercicios, decidieron que uno de los tres viniera a hacerse de veras hombre para poder así sentir en carne propia las experiencias de los humanos. De este modo la familia divina llegaría a comprenderlos por propia experiencia; y los humanos, a su vez, sentirían a la divinidad cercana y comprensiva. Pero era necesario que la iniciativa se realizara en serio: el Hijo tenía que hacerse realmente hombre, con todas sus consecuencias. Sin dejar de ser Dios, tenía que ser plenamente hombre. Y así fue.

Hebreos aclara las razones de la encarnación en 2,14-18 y 4,15-16. Afirma que Jesús “no se avergüenza de llamarnos hermanos” (2,11), pues “tuvo que hacerse carne y sangre” (2,14), tan débil y frágil como nosotros. Porque vino a servir a seres humanos de carne y hueso (y no a ángeles), hijos de Abrahán llenos de sufrimientos, Jesús tuvo que hacerse igual en todo a sus hermanos: de carne, sangre y sufrimiento. Y esto por necesidad de amor: Si se enamoran dos personas de distinta clase social o cultura, tendrán que buscar igualarse. Caso contrario, el amor mutuo no puede crecer.

Para poder hacer de puente entre lo divino y lo humano “tuvo que hacerse semejante en todo a sus hermanos” (2,17). Fue “probado por medio del sufrimiento”; y “por eso es capaz de ayudar a los que son puestos a prueba” (2,18). Él “no se queda indiferente ante nuestras debilidades, por haber sido sometido a las mismas pruebas que nosotros” (4,15).

“Por lo tanto, acerquémonos con confianza a Dios, dispensador de la gracia; conseguiremos su misericordia y, por su favor, recibiremos ayuda en el momento oportuno” (4,16). Con toda confianza podemos entrar en la intimidad de Dios, porque Jesús, a través de su carne, “inauguró para nosotros un camino nuevo y vivo” (10,19), él que es “digno de toda confianza” (10,23).

Jesús ha padecido la angustia de la muerte, ha llorado, ha rogado con gritos... Por eso ha sido constituido gran sacerdote lleno de misericordia, y podemos acudir a él seguros de ser comprendidos en nuestras miserias y contradicciones (5,7-10). Su vida ilumina todas nuestras posibles situaciones humanas.

Antes era difícil y tortuoso llegar a Dios. Desde la concepción y nacimiento de Jesús, el nuevo puente construido por él nos puede llevar a Dios de forma directa y segura. No podemos quejarnos ya de la lejanía de Dios. Él nos comprende porque ha pasado las mismas pruebas que nosotros. Y, si él las superó, sabrá ayudarnos también a nosotros a superarlas. Con toda confianza le podemos echar el brazo sobre el hombro y llamarlo compañero. Ésta es la gran noticia, siempre nueva y fresca, que trae Jesús. Él estuvo en lo más hondo del pozo, pero triunfó en todo, y eso nos da la esperanza de que también nosotros vamos a triunfar abrazados a él.

Este Jesús, que tanto se acercó a nosotros, superó todos sus sufrimientos, y ahora vive glorioso junto al Padre. Por eso la carta nos invita a tener “fijos los ojos en Jesús, el que inicia y consuma la fe”, el cual soportó sin miedo los mismos sufrimientos que nosotros, y hoy “está sentado a la diestra del trono de Dios” (12,2-3), lleno de poder y gloria (1,2-4), pero siempre solidario. Él es capaz de hacerse cargo de nuestras miserias y hacerlas llegar a Dios... “Allá entró Jesús para abrirnos el camino” (6,20), “y vive para siempre intercediendo a favor nuestro” (7,25).

Podemos terminar con la siguiente exhortación de la carta: “Dejemos, pues, las primeras enseñanzas sobre Cristo y pasemos a cosas más avanzadas” (Heb 6,1). Jesús tiene que dar sentido a todo lo que hacemos, vivimos y somos de una manera adulta, a la altura de nuestra cultura y nuestra formación profesional.

 

Para dialogar y orar: Heb 2,14-18 y 4,15-16

1.        ¿Cómo entendemos esto de que Dios es puente de comunicación entre Dios y los seres humanos?

2.       Hagamos una lista de las cosas en las que creemos que Jesús se hizo semejante a nosotros.

3.       ¿Sentimos a Jesús cercano y compañero en todo lo que nos pasa?