29.
El Dios "sensato" de JESÚS ben SIRÁ
Jesús ben Sirá debió escribir su libro
alrededor del 190 a.C. Unos 60 años más tarde un nieto suyo lo tradujo al
griego, para que pudieran leerlo los judíos de la diáspora.
Jesús
decide escribir en vista de la profunda invasión cultural que están sufriendo
los creyentes en Yavé, en la que se tambalean la fe, las costumbres y la misma
imagen del ser humano. Los judíos que viven en Egipto están en peligro de
perder su identidad nacional. Aquel venerable sabio vuelve una y otra vez a la
lectura de las Escrituras y en ellas encuentra una propuesta de humanidad, que
sigue siendo válida en su tiempo. Sus reflexiones son morales, ciertamente,
pero son ante todo antropológicas.
Este
libro refleja la sabiduría ortodoxa tradicional, pero cuidando de actualizarla
según la nueva cultura dominante. Jesús ben Sirá es un "conservador
iluminado" por su tendencia a operar en la teología sapiencial tradicional
una adaptación ligera pero adaptada a un modelo "laico". Pero su diálogo
con la cultura profana es todavía muy cauto, pero verdadero.
Son
significativos en este sentido los consejos que da sobre el médico (38,1-8).
Superando el enfoque tradicional de considerar a la enfermedad como un castigo
divino, sin dejar de reconocer el primado de Dios, subraya la importancia del médico
y la medicina. "Respeta al médico,
pues tienes necesidad de sus servicios, y también a él lo creó el Señor.
Porque en realidad del Altísimo viene la mejoría, y la capacidad del médico
le viene de su soberano" (38,1-2). "El Señor ha creado remedios que brotan de la tierra; y el hombre
prudente no los desprecia" (38,4).
Le
interesa aconsejar la caridad para con el pobre y el hambriento (4,1-10) o
advertir sobre los peligros de la presunción y las riquezas (5,1-8). Pero le
interesa sobre todo qué es el hombre, especialmente en los temas de la libertad
(15,11-15) y de la retribución (17,22-24). "¿Qué
es el hombre? ¿Para qué sirve? ¿Cuál es su bien y cuál es su mal?"
(18,8). "El Señor creó al
hombre..., y le dio poder sobre las cosas de la tierra.
Y los revistió de una fuerza como la suya, haciéndolos a su imagen...
Puso en sus mentes su propio ojo interior para que conociera la grandeza de sus
obras... Y les dijo: Guárdense de toda injusticia..." (17,1-14).
Todas las maravillas de la creación son
un rastro de Dios. Pero Dios es diferente. Él es grande por encima de todas sus
obras. Su palabra señorial mantiene el orden cósmico.
La nueva cultura traía otros dioses, más
visibles y atrayentes que el desnudo recuerdo de un Dios sin nombre y sin
rostro. Para Jesús ben Sirá esta constatación se le hace plegaria: "Que te conozcan como nosotros hemos reconocido que no hay Dios
fuera de ti, Señor" (36,4).
La nueva cultura viene también con el
aura de una nueva sabiduría. Pero Jesús la descifra haciendo ver que hay quien
se cree sabio por conocer el arte de entretejer las palabras, pero no conoce el
secreto de la bondad. La verdadera sabiduría da frutos que brotan del corazón
(37,16-26). Él sabe y confiesa que la sabiduría tiene su origen en el mismo
Dios, lo acompaña en la creación y acampa en medio de sus hijos. "Toda
sabiduría viene del Señor" (1,1).
La obra de Ben Sirá, el buen escriba,
parece que no tiene mucho orden. Pero en ella domina el llamado a la fidelidad a
la Ley, especialmente en medio de las pruebas (2,1-18). Se alaba el respeto a
los padres, a los ancianos y a los sacerdotes, la generosidad para con los
pobres, la humildad y el dominio de uno mismo, el valor de confesar los pecados
y de volver a Dios. Se incita a una profunda confianza en Dios, como creador del
orden cósmico y como señor de la historia.
Para Ben Sirá es una misma cosa la búsqueda
de Dios y la búsqueda de la sabiduría. "Quien
busca a Dios recibirá la instrucción, y quien lo busca con ardor recibe
respuesta. El que observa la Ley se saciará con ella, pero el hipócrita
tropezará con ella. Los que temen al Señor hallarán su favor, y sus buenas
acciones brillarán como la luz" (Eclo 32,14-16). La sabiduría es
personificada poéticamente como un puente de comunicación entre Dios, hombre y
cosmos.
El hombre sensato, el sabio, es el que
busca con ardor a Dios y su ley, el que acude a Dios, no sólo en el templo sino
en todos lados; el que vive en una actitud permanente de sumisión a Dios. Los
que temen y aman al Señor buscan su beneplácito, estudiando y meditando la
ley, apropiándosela en su totalidad, hasta quedar colmados de ella, pues la ley
es la expresión concreta de la voluntad de Dios.
"Los que temen al Señor no desobedecen sus mandatos y los que lo aman
observan sus normas. Los que temen al Señor buscan complacerlo, y los que lo
aman se llenan de su Ley" (Eclo 2,15-16). El que busca a Dios, lo
encuentra. Ésta es la esperanza de todo creyente. Así lo subrayará también
Jesús de Nazaret (Mt 7,7-8).
Un tema predilecto del autor es el de la
amistad. "El amigo fiel es refugio
seguro; el que lo encontró ha hallado un tesoro. ¿Qué pagarías por tener un
amigo fiel? No tiene precio. El amigo fiel es remedio saludable, y los que temen
al Señor lo encontrarán" (6,14-16). Se puede ver también 9,10;
22,19-26, y otros muchos textos que forman algo así como un tratado de pedagogía
sobre la amistad.
El Sirácida defiende la cultura
campesina en contraposición del desprecio al trabajo, propio de la cultura
griega. Habla con admiración de la "madre
tierra" (40,1), del "verdor de los campos" (40,22) y de los animales domésticos (7,24). E insiste en la
honra del trabajo agrícola: "No
rechaces el trabajo penoso, ni la labor del campo que creó el Altísimo" (7,15).
Por eso desprecia terriblemente la ociosidad:
"El ocioso es semejante a una bosta; todo el que la toca sacude la
mano" (22,2).
Puesto
que el campesino debe poder vivir dignamente con el fruto de su trabajo, se
ataca seriamente al fraude en el mercadeo de los productos cambiando pesas y
medidas (26,28). "Como la estaca se
fija entre dos piedras juntas, el pecado se introduce entre compra y venta"
(27,2). Hasta se llega a pedir
que el pobre no tenga vergüenza en "comprobar
balanzas y pesas" (42,4).
En
el capítulo 13 se aconseja al
pobre que no se junte con el rico: "No
te hagas amigo de uno que tiene más fuerza y es más rico que tú. ¿Para qué
juntar la olla de barro con la de hierro? Si
ésta le da un golpe, la quiebra" (13,2).
El
Eclesiástico prolonga la enseñanza de los profetas cuando critica los
sacrificios hipócritas realizados en el templo. "No trates de sobornar a Dios con regalos, porque no los aceptará;
no te apoyes en un sacrificio injusto" (35, 14). "Quien
ofrece en sacrificio el fruto de la injusticia, esa ofrenda es impura. Los dones
de los que no toman en cuenta la Ley no son agradables a Dios. Al Altísimo no
le agradan las ofrendas de los impíos, ni por los muchos sacrificios perdona
los pecados. Ofrecer un sacrificio con lo que pertenecía a los pobres es lo
mismo que matar al hijo en presencia del padre" (34, 18-20). Este texto tiene gran importancia en la historia
de América Latina, ya que fue básico en la conversión y vocación de Bartolomé
de las Casas, el gran defensor de los indios al comienzo de la Colonia.
Para
dialogar y orar: Eclo 6,5-19 (la amistad)
1.
Sería interesante resumir algunos de los enfoques del Sirácida.
2.
¿Qué experiencia de Dios nos parece que tiene él?
3.
¿Qué temas cristianos debemos nosotros adaptar a la cultura de nuestro tiempo?
Recemos
juntos Eclo 42,15 - 43,33 (¡Qué fascinantes son tus obras!)
30. El Dios de DANIEL, Señor de la Historia
El libro de Daniel es la cumbre de la
apocalíptica veterotestamentaria. Su personaje central, Daniel, no es una
figura real, pero tampoco totalmente ficticia. Esta figura está inspirada en
Ezequiel (Ez 14,14.20; 28,3), del tiempo del destierro. Pero el autor del libro,
de nombre desconocido, escribe durante la persecución de los Seléucidas, un
poco antes del tiempo de los Macabeos, allá por el siglo II a.C.
Este libro sirvió para mantener en alto
la moral del pueblo perseguido. Es un libro de protesta y de resistencia. Se
comienza describiendo la fidelidad de algunos israelitas, que confían intrépida
e incondicionalmente en el Dios que les puede salvar triunfando de sus
opresores.
Ante una política que sitúa los
intereses del estado seléucida por encima del respeto a la fe y a la dignidad
del pueblo judío, el libro de Daniel incita a la fidelidad, a la resistencia y
a la esperanza. El tiránico reino seléucida es duro y fuerte como el hierro,
pero sus pies son de barro... (2,31-42). En cambio, el Reino de Dios, aunque
parezca débil, es el único definitivo (2,44). Está asegurado el triunfo
definitivo y universal del Hijo del Hombre.
La figura de Daniel es símbolo de la
justicia de Dios, que sostiene a los desvalidos y arruina a los prepotentes. Es
el Dios que apuesta por el indefenso, por el deshilachado, por el falsamente
denunciado; el Dios que premia la fidelidad. El Dios de la denuncia radical en
contra de todos los poderes que se aúpan sobre la arrogancia.
Los imperios, los de antes y los de
ahora, puede ser que tengan la cabeza de oro, pero sus pies son de arcilla.
Brillan, cosechan halagos, se constituyen en faros de la cultura, pero sus bases
son endebles e inseguras como el barro de los pantanos. Su esplendor se apoya en
la corrupción y la fragilidad. Como bestias destrozan a su paso la vida y la
libertad (7,4-7; 8,4.7.10). Pero una piedrita certera es capaz de terminar con
su arrogancia y convertirlo en polvo (2,34-35).
El "cuerno
pequeño" de la cuarta bestia, Antíoco IV, "dice palabras insolentes" (7,8), "con las que insulta al Dios Altísimo y persigue a los santos,
tratando de cambiar las fiestas y las leyes" (7,25). Era una "bestia
espantosa y extraordinariamente fuerte; tenía enormes dientes de hierro; comía,
trituraba y lo sobrante lo pisoteaba con las patas" (7,7). Esta
"bestia" saqueó el templo de Jerusalén e instauró en él el culto a
Zeus, "el abominable ídolo del devastador" (11,31). Prohibió
la circuncisión, la celebración del sábado y la abstinencia de carnes
prohibidas por la ley judía. Quería cambiar las creencias y la moral de aquel
pueblo, en nombre del progreso... Pretendía modernizar el país arrancando las
raíces culturales de sus gentes.
Daniel describe a Antíoco como "hombre
despreciable", que "se
apodera del reino a fuerza de intrigas" (11,21), pues "obra
con engaño aprovechando las alianzas hechas con él y así es como se ha hecho
fuerte" (11,23). Su política es la de las prebendas: "distribuye
entre sus amigos despojos, botín y riquezas" (11,24) y la compra de
conciencias: "corrompe con halagos a
los violadores de la Alianza" (11,32). Y a los que "se
mantienen firmes" "los hace caer a espada o quemados, desterrados o
despojados de sus bienes" (11,33).
El joven Daniel ve así el futuro
inmediato: "El rey obrará
caprichosamente, se engreirá y se exaltará por encima de todos los dioses, y
dirá insolencias inauditas contra el Dios de los dioses. Prosperará hasta que
se colme la ira... No hará caso de los dioses de sus padres... Sólo a sí
mismo se exaltará por encima de todos... Venerará al dios de las fortalezas;
lo honrará con oro, plata, piedras preciosas y joyas...; y a los que lo adoren
los colmará de honores, dándoles mando sobre muchos y repartiendo la tierra
como recompensa" (11,36-39). Cualquier parecido con gobernantes
actuales no es casualidad... Los tiranos se copian unos a otros. Su crueldad sólo
es superada por su imbecilidad. Todos necesitan repartir halagos y prebendas
para comprar fidelidades, tratando de modernizar al país a golpes de
intolerancia.
Antíoco, como tantos otros dictadores,
murió poco después, aislado y pestilente, lleno de angustia y gusanos (1Mac
6,8-16; 2Mac 9).
El gobierno absoluto que se erige en
rodillo de los pueblos, sólo en la humillación reconoce su debilidad. El
autoendiosamiento se cura bajando a la llanura (Dan 4,22).
Daniel, símbolo de los creyentes que
saben desenmascarar la prepotencia tiene que pagar, como siempre, el costo de
sus denuncias. El que interpela a los tiranos (Dan 2 - 8), ridiculiza a los
jueces corruptos (Dan 13) y descubre las patrañas de los sacerdotes (Dan 14),
tiene que ser perseguido a muerte por los hipócritas de la cultura oficial. Los
profetas siempre son arrojados al foso de los leones (Dan 6).
Daniel y su pueblo rogaron con humildad: "Tenemos
un corazón roto y un espíritu humillado; recíbenos como si fueran una oblación"...(3,39).
"Dios mío, inclina tus oídos y
escucha. Abre tus ojos y mira cómo está arruinada la ciudad sobre la cual ha
sido pronunciado tu Nombre. No nos apoyamos en nuestras buenas obras, sino que
derramamos nuestras súplicas ante ti, confiados en tu gran misericordia. Señor,
escucha; Señor, perdona; Señor, atiende. Obra, Dios mío, no tardes más, por
amor de ti mismo, ya que tu Nombre ha sido invocado sobre tu ciudad y tu
pueblo" (Dan 9,18-19). Sienten necesidad de purificarse para poder
librarse después de sus enemigos.
Y Dios los escuchó. Pero no se impone a
través de la fuerza. Daniel-pueblo posee una energía secreta que proviene de
su contacto fiel con Dios, que le otorga una sabiduría especial. Con ella
triunfa interpretando los sueños de Nabucodonosor (2,24-47; 4,16-24) o la
inscripción misteriosa sobre la pared del palacio de Belsasar (5,18-28),
desenmascarando la corrupción de los jueces (13) o las astucias de los
sacerdotes de Bel (14).
Para el futuro les prometió la venida de
un Salvador muy especial. Después de setenta semanas de años (9,24) ve venir
el triunfo de "un Hijo de
Hombre": "A él se le dio
poder, honor y reino, y todos los pueblos y las naciones de todos los idiomas le
sirvieron. Su poder es poder eterno y que nunca pasará; y su reino jamás será
destruido" (7,14).
Pero las promesas aun llegan más lejos.
Los tiempos estaban ya maduros para que Dios les comunicara que después de la
muerte hay otra vida: "Muchos de los
que duermen en la región del polvo se despertarán, unos para la vida eterna,
otros para el horror y la vergüenza eterna" (12,2). Y en esa vida se
da una importancia especial a los educadores del pueblo: "Los que educaron al pueblo para que fuera justo brillarán como
las estrellas por toda la eternidad" (12,3).
La temática central del libro es la
soberanía de Dios sobre la historia. A la luz de su experiencia de Dios Daniel
puede leer e interpretar el pasado, el presente y el futuro de la historia. Por
eso es capaz de desobedecer las órdenes de Nabucodonosor con una fe absoluta, y
sin fanatismo (3,17-18), y con una atención profundamente humana incluso
preocupándose por la suerte de su vigilante (1,8-13). Desconfía de todo tipo
de ídolos, especialmente los políticos, y tiene una confianza inquebrantable
en el Dios que encuentra en la naturaleza y en la historia. “Yo no venero a ídolos hechos por mano del hombre, sino sólo al
Dios vivo que hizo el cielo y la tierra y que tiene poder sobre todo viviente”
(14,5).
Para
dialogar y meditar: Dan 2,31-36; 7,9-14 (la estatua con pies de barro y el hijo
del hombre)
1.
Hagamos un resumen de los mensajes principales que nos ha dado este libro.
2.
¿Cuál es la imagen de Dios que se nos propone?
3.
¿Cuál es nuestra esperanza en los momentos políticos difíciles?
Rezar
el cántico de los tres jóvenes: Dan 3,52-90.
31.
JUDIT: Belleza y valentía de la mujer creyente
Judit es un maravilloso personaje simbólico.
El libro parece escrito a propósito con anacronismos históricos, como para
subrayar que no se trata de una historia real, sino de una novela didáctica. Es
una meditación epopéyica de la creencia de que Dios vela por su pueblo aun en
los momentos de mayor angustia.
Su desconocido autor es un buen teólogo
y un excelente narrador. Sabe mezclar maravillosamente detalles realistas con
simbolismos apocalípticos, ideales y mensajes...
En esta narración simbólica, escrita a
mediados del siglo II, en el ambiente de Daniel y Macabeos, Nabucodonosor
representa al cruel Antíoco IV. Holofernes, el general enemigo, simboliza a las
fuerzas del mal, opuestas al proyecto de Dios: la opresión y la brutalidad, la
arrogancia y el desenfreno; es el poder militar divinizado. Betulia, la ciudad
sitiada, es la casa de Dios, el hogar y la patria, la alegría de las fiestas y
la preocupación por los problemas compartidos. Ajior es el buen pagano, que
secunda, aun sin saberlo, los designios de Dios. Y Judit, "la judía",
simboliza a su pueblo, la comunidad desvalida y fuerte, casta y maternal,
humilde y osada, fiel a Dios y al lamento de sus hermanos. Ella es el ideal de
un lindo pueblo que confía, espera y actúa en medio de una situación muy difícil.
El libro es una calurosa invitación a la resistencia y a la rebelión en contra
de Antíoco IV Epífanes.
La ciudad
de Betulia, rodeada por un poderoso ejército, había perdido la
esperanza. Ya no podían confiar en sus murallas, ni en sus escasas armas. El
largo asedio, el desaliento y la sed han minado sus ánimos. Los jefes dan un
plazo máximo de cinco días de resistencia (Jdt 8,9). Pero Judit, movida por su
fe, se encara con ellos: “Escúchenme,
jefes de Betulia. No están bien las palabras que han pronunciado delante del
pueblo... ¿Quiénes son ustedes para poner a Dios a prueba?... No, hermanos, no
provoquen la cólera del Señor, Dios nuestro... No exijan garantías a los
designios del Señor, nuestro Dios, porque Dios no se somete a las amenazas como
un hombre, ni se le impone decisión alguna, como a hijos de hombres. Más bien
pidámosle que nos socorra mientras esperamos confiadamente que nos salve, y él
escuchará nuestras súplicas, si le agrada hacerlo" (Jdt 8,11-17). "Nosotros
no reconocemos a otro Dios fuera de él, y en esto radica nuestra esperanza de
que no nos mirará con indiferencia, ni a nosotros, ni a ninguno de nuestra
raza" (Jdt 8,20).
Cuando fracasan los medios normales de
salvación, emerge esta mujer providencial, que expone su vida para salvar la
vida de todo el pueblo. Ella pone decididamente al servicio de Dios lo que
tiene: sus encantos de mujer. Y Dios se manifiesta a través de su seductora y
decidida astucia, haciendo así posible la victoria y la libertad de su pueblo.
Mientras los israelitas están
angustiadamente sitiados en Betulia, Judit se hace pasar por una desertora y
promete al general proporcionarle el medio de tomar la ciudad. Hábilmente lo
seduce, espera que se emborrache y se hace invitar en su tienda, donde enseguida
él se duerme bajo los efectos del vino; entonces ella, según lo planeado,
aprovecha para cortarle la cabeza. Al día siguiente, los sitiadores descubren
el cadáver sin cabeza de su jefe y, llenos de pánico, son aplastados por los
israelitas, con lo que salvan su ciudad de la ruina inminente.
Frente a un poder brutal superior triunfa
la maravillosa fe de una mujer. Ella cree con firmeza que Yavé es "el
Dios de los humildes, defensor de los pequeños, apoyo de los débiles,
protector de los abandonados, salvador de los desesperados" (9,11).
Judit es modelo de mujer orante: ella está
siempre en contacto con su Dios. Ora al salir de Betulia para ir al encuentro de
su enemigo (9). Antes de matar a Holofernes (13,4-6). Antes de regresar,
victoriosa, a su ciudad (13,14-16). Y entona al final ante todo el pueblo un
maravilloso himno de acción de gracias (16,1-17).
Apoyada en su oración puede mantenerse
siempre fiel y atrevida, aun en los momentos más difíciles. "No había nadie que hablara la más mínima palabra en su contra,
ya que procuraba agradar a Dios en todo" (8,8). Es siempre fiel a su
Dios, a sus raíces y a su pueblo. La bella Judit sabe adorar al Dios de la
belleza. Ella es mensaje viviente de la redención por la belleza. No ignora los
peligros que le puede acarrear su belleza, pero sabe usarla limpiamente para el
servicio de su pueblo. Por eso aclara ante su pueblo que su belleza seductora no
había sido mancillada (13 y 17).
Judit es el símbolo del pueblo que busca
a Dios en la aflicción y canta su liberación, el símbolo de la comunidad
postrada y fuerte, que se apoya en su astucia y su fe. La mujer, símbolo de
debilidad prevalece contra el guerrero violento. En ella se encierra la
confianza y la osadía, la audacia de los débiles y la celebración de la
belleza y la libertad. “¡Tú eres la
gloria de Jerusalén, el orgullo supremo de Israel, el honor mayor de nuestra
raza!" (15,9).
Texto
para dialogar y meditar: Jdt 16,1-16 (cántico de Judit)
1.
Intentemos recordar y contar la historia de Judit.
2.
¿Conocemos a mujeres que con la valentía de su fe han sacado a los hombres de
situaciones difíciles?
3.
¿Qué nos enseña a nosotros la fe de Judit?
Terminemos
rezando juntos el cántico de Judit (cap. 16).
32.
MACABEOS: Dios que resucita
Estamos en el siglo II a.C. La dominación
de la cultura griega es casi total. Dicen los helenos que traen la universalidad
y el progreso. Pero a partir del emperador sirio Antíoco IV Epífanes la invasión
cultural se vuelve violenta, pues persigue a muerte
toda
creencia y costumbre que no sea griega.
Sólo unos pocos valientes se
resistieron. Entre ellos estaba Matatías, un anciano padre de familia, quien,
en medio de una sumisión general, ante un intento de soborno, "a grandes voces, respondió: Aunque todas las naciones que forman
el reino abandonen la religión de sus padres y se sometan a las órdenes del
rey Antíoco, yo, mis hijos y mis familiares, seguiremos fieles a la Alianza de
nuestros padres... No obedeceremos las órdenes del rey para apartarnos de
nuestra religión, ni a la derecha ni a la izquierda.” (1Mac 2,19-22). Y
con toda su familia se escaparon a refugiarse en las montañas
Le sucedió en aquella rebeldía su hijo
Judas, llamado el Macabeo, joven fuerte y sensato, aguerrido y piadoso, "fuerte como un león"
(1Mac 3,4). Deseaba ardientemente defender la causa de su pueblo apoyado
en la fuerza de su cultura y su fe. Él
siente la relación existente entre opresión e idolatría y, como
contrapartida, la de liberación y fe en Yavé. El rey quería someter al pueblo
judío en nombre de una religión violentamente idolátrica. "Estos
llegan contra nosotros inspirados por su orgullo y su impiedad, con el fin de
apoderarse de nosotros, de nuestras esposas e hijos y quitarnos todo. En cambio
nosotros luchamos por nuestras vidas y nuestras leyes. Dios es el que los
aplastará ante nosotros. No los teman” (1Mac 3,20-21). Así arengaba a su
gente.
La idolatría aparece como una
profundización y legitimación de la dominación política (1Mac 1,57-66). Y en
aquel contexto el pueblo oprimido confesó su fe en Yavé como Dios único:
entregó su vida por defenderla y luchó contra aquel sistema político-religioso
destructor. “Debemos luchar contra los paganos para defender nuestras vidas y
nuestras costumbres...” (1Mac 2,40). Durante treinta años el pueblo luchó
contra la dominación idolátrica y así afianzó su fe en la libertad que les
traía su Dios. Ante aquellas circunstancias extremas pensaban que "mejor
es morir combatiendo que contemplar las calamidades de nuestro pueblo"
(1Mac 3,59). "Así todas las naciones
reconocerán que hay alguien que libera y salva a Israel" (1Mac 4,11).
Sin esta fe, aquella sublevación hubiera sido impensable.
Judas Macabeo aparece como un hombre que
sabe orar y poner totalmente su confianza en Dios, a partir de las necesidades
de su pueblo. Por eso, una vez liberado el templo de Jerusalén, lo limpiaron y
purificaron con esmero (1Mac 4,36-55). Él sabe pedir siempre la ayuda de su
Dios y agradecérsela cuando llega (1Mac 4,30-33; 7,41-42; 2Mac 15,22-24).
Combatía, consciente de que la suerte de su pueblo dependía de su brazo; y
oraba, sabiendo que su fuerza estaba en las manos del Señor. Y en sus triunfos,
que fueron muchos, reconocía siempre que "la
victoria es de Dios" (2Mac 13,15).
En una ocasión descubrieron después de
una derrota que muchos de los guerreros muertos guardaban bajo sus túnicas
amuletos idolátricos. Ante esta desgracia Judas realizó una colecta para
enviarla a Jerusalén para que allá realizaran un sacrificio de expiación por
los muertos. Y el libro sagrado recalca: "Todo
esto lo hicieron muy bien inspirados por la creencia de la resurrección, pues
si no hubieran creído que los compañeros caídos iban a resucitar, habría
sido cosa inútil y estúpida orar por ellos" (2Mac 12,43-44). Es la
primera vez que aparece con claridad la fe del pueblo en la resurrección de los
muertos.
Al morir Judas, le fueron sucediendo
varios hermanos suyos, todos valientes defensores de su fe y sus costumbres. El
pueblo lo recordaría siempre como "el
valiente salvador de Israel" (1Mac 9,20). "Se había consagrado por entero al bien de sus conciudadanos y
nunca había vacilado en el cariño que les tenía" (2Mac 15,30). Él,
ayudado por Dios, había sacado a su pueblo de una cruel tiranía... Su pueblo
había resucitado, no solamente en esta vida, sino también, por primera vez, en
la esperanza para después de la muerte...
Esta fe no es sólo de Judas, sino de una
buena parte de su pueblo. El segundo libro de los Macabeos trae ejemplos
heroicos de ello, como el del anciano Eleazar (2Mac 6,18-30), y el de siete
hermanos y su madre (2Mac 7,1-41), que dejaron "ejemplo
de nobleza y un monumento de virtud y fortaleza, no solamente a los jóvenes
sino a toda la nación" (2Mac 6,31). Estos jóvenes, uno tras otro, van
profesando heroicamente su fe en medio de los más crueles suplicios. Todos están
convencidos de la fidelidad de Dios, que les ha dado los miembros y la vida
(2Mac 7,11). Impresiona la claridad con que desvelan el misterio de la verdad a
un rey que la desprecia (2Mac 7,18-19). Sus valientes palabras son un testimonio
de reivindicación de la dignidad y la fe de su pueblo (2Mac 7,30-38). Y no
dudan en esperar de Dios la devolución de sus miembros mutilados y su vida
cercenada. El segundo hermano le dice al rey: “Asesino, nos quitas la presente vida, pero el Rey del mundo nos
resucitará. Nos dará una vida eterna a nosotros que morimos por sus leyes” (2Mac
7,9). Y el cuarto: “Más vale morir a
manos de los hombres y aguardar las promesas de Dios que nos resucitará; tú,
en cambio, no tendrás parte en la resurrección para la vida” (2Mac
7,14). Y su madre, símbolo formidable de todas las madres creyentes, confiesa: “No
me explico cómo nacieron de mí; no fui yo la que les dio el aliento y la vida;
no fui yo la que les ordenó los elementos de su cuerpo. Por eso, el Creador del
mundo, que formó al hombre en el comienzo y dispuso las propiedades de cada
naturaleza, les devolverá en su misericordia el aliento y la vida, ya que
ustedes los desprecian ahora por amor a sus leyes” (2Mac 7,22-23).
Es hermoso
constatar cómo esta familia enfrenta el martirio sin la más pequeña huella de
exaltación fanática. Saben que vale la pena entregar la propia vida por Dios y
por su ley, y que ello no es posible sin una ayuda especial de Dios. Y ellos
solicitan esta ayuda, la esperan y la atribuyen precisamente a la bondad de
Dios. "El Señor Dios nos ve desde
arriba y realmente nos da aliento..." (2Mac 7,6).
Especial mención merece la figura de la
madre, realista, viva, creyente ante todo. Estimula
"con ardor varonil sus reflexiones de mujer" (2Mac 7,21).
Su primera intervención (2Mac 7,21-23)
subraya la trascendencia de la vida como don de Dios. Ella se siente feliz de
ser un instrumento de Dios. Y cree que, gracias a Dios, la vida tiene su
continuidad después de la muerte. Aquel doloroso episodio es esporádico y
transitorio. Más allá del dolor les espera la misericordia activa de Dios.
En su segunda intervención la madre le
pide sorprendentemente al hijo que sea fiel a Dios por amor a ella. “Hijo
mío, ten compasión de mí, que durante nueve meses te llevé en mi seno y te
he amamantado durante tres años, te crié y te eduqué hasta el día de hoy. Te
pido, hijo mío, que mirando al cielo y a la tierra y a cuanto hay en ella,
conozcas que de la nada hizo Dios todo esto y también el género humano fue
hecho así. No temas a ese verdugo, sino que, haciéndote digno de tus hermanos,
recibe la muerte para que vuelva yo a encontrarte con tus hermanos en el tiempo
de la misericordia” (2Mac 7,27-29). La fe de la madre hace cuerpo con su
sentimiento. Ella está convencida de que el Creador quiere y sabe realizar el
bien verdadero de todos; y que recibiendo y amando todo lo que Dios quiere es
como el ser humano realiza lo mejor para él.
El pueblo de Israel había tardado muchos
siglos en atisbar la posibilidad de la resurrección. Pero en estos momentos de
crisis radical, brota con una fuerza terrible la doble vertiente de la
resurrección, la que ya empieza en esta vida (un pueblo que recupera su
identidad) y la que traspasa las barreras de la muerte.
Texto
para dialogar y meditar: 2Mac 7 (martirio de los siete hermanos)
1.
¿Cómo aquellas personas defendieron su fe y su cultura?
2.
¿Por qué su defensa fue heroica?
3.
¿Por qué surgió, por primera vez, la creencia en la resurrección?
Escuchemos
las promesas de Daniel: Dan 12,2-3.8-10.