Primera etapa:

EL DIOS DE LOS PATRIARCAS

 

Al examinar los primeros escritos bíblicos sorprende constatar que Dios no aparece como un poder universal, sino circunscrito a unos límites terrenos estrechos. Es el Dios de la tierra en la que habitan los que lo adoran, y sólo allí desenrolla él sus promesas. Al comienzo pensaban los patriarcas que fuera de su tierra estaban fuera de la mirada y el poder de su Dios.

Nosotros llegamos a Dios quizás a través del Universo, que necesita lógicamente un Creador y un Legislador. El judío primitivo, en cambio, llegaba a Dios a través de encuentros concretos con él en la tierra donde vivía.

Para acercarse a Dios, normalmente el pueblo necesitaba un intermediario, uno de ellos que fuese "elegido" para servir de intermediario entre Dios y su pueblo. Por eso “dijeron a Moisés: habla tú con nosotros que podemos entenderte, pero que no nos hable Dios, no sea que muramos” (Ex 20,19). Acercarse a Dios exigía condiciones especiales de “sacralidad”, que no tenían nada que ver directamente con la moral.

Veamos las huellas de Dios que según la tradición bíblica se fueron imprimiendo en aquellos primeros personajes, hombres y mujeres, en los inicios de la formación del pueblo de Israel.

 

 

1. ABRAHÁN Y SARA:

    El Dios capaz de cumplir sus promesas

 

Antes de Abrahán, Dios se había revelado ya a otras personas y a otros pueblos. El Vaticano II afirma que toda cultura tiene en su seno “semillas del Verbo”. Pero Dios quiso desarrollar una revelación modélica, para utilidad de todas las generaciones futuras, de forma que tuviéramos como un espejo donde confrontar nuestro caminar hacia él. Por eso Dios quiso formar un pueblo especial, su pueblo, al que dio inicio a partir de una pareja: Abrahán y Sara.

Dios, como buen pedagogo que es, exige pasos progresivos en cada “grado” de formación de su pueblo, que curiosamente no son los mismos que nosotros impartimos normalmente en nuestras catequesis actuales. Hay facetas de su personalidad que Dios tardó siglos en mostrarlas, mientras hay otras que las hizo experimentar desde un comienzo.

Lo primero que pide Dios en el proceso de formación de su pueblo es una confianza absoluta en que él es capaz de cumplir sus promesas. Ésta es la puerta de entrada en el proceso bíblico. Lo que promete a Abrahán y Sara, aquellos dos ancianos considerados como malditos porque no han podido tener hijos, es justamente la bendición de una descendencia numerosa, de la que se formará un pueblo bendito. Para ello Dios les pide precisamente que abandonen a su familia y su tierra, para ir a una región que no conocen. La única garantía que Dios les da es su promesa.

Dice la Biblia que Abrahán tenía 75 años cuando Dios le prometió la bendición de hijos y tierra (Gén 12,4). Pero pasaron más de 20 años caminando, sin conseguir ni hijos ni posesión alguna (Gén 17,1). Y Dios sigue insistiendo en su promesa: “Mira las estrellas del cielo y la arena del mar…: más numerosa será tu descendencia” (Gén 15,5). Dios los llama para que experimenten su presencia fecunda.

La promesa es doble: no sólo hijos, sino también tierra para que puedan vivir dignamente. Y con eso su existencia será una bendición. A veces la gente que lucha contra la legalización del aborto se olvida de luchar también por una tierra en la que puedan vivir dignamente esos niños que nacen. Se trata de que vengan hijos al mundo, pero no para que sean desgraciados, sino bendición…

Después de larga espera, como no llegaban los hijos, Abrahán piensa en darle una manito a Dios adoptando legalmente a su esclavo Eliezer, para que así los hijos de él puedan convertirse en su descendencia legal (Gén 15,3). Pero Dios le hace ver que ése no es el camino. Ha de ser un hijo salido de sus entrañas.

Entonces a Sara se le ocurre una nueva idea para ayudar a Dios: entregar su esclava Agar a su marido para que tenga de ella el tan esperado hijo (Gén 16). Pero tampoco ése era el camino. La promesa no es sólo para Abrahán, sino para los dos: el hijo ha de ser de la pareja: “Va a ser Sara, tu esposa, quien te dará un hijo” (Gén 17,19).

Dios va aquilatando así la fe de Abrahán y Sara. Si tienen un hijo, no será por sus propias fuerzas, ni por sus trampitas.

Por fin Sara queda embarazada de su marido y da a luz a un hijo. Y el niño crece, con santo orgullo de sus padres (Gén 21). Pero cuando Isaac se acerca a los doce años (casi la mayoría de edad), Dios le pide que se lo sacrifiquen. Y subraya que era su hijo único, el depositario de la promesa (Gén 22).

El mérito de Abrahán una vez más es su confianza total; el "padre de los creyentes" está seguro de que Dios cumplirá su promesa, pase lo que pase. El viejo patriarca no está dispuesto a quedarse sin descendencia…; eso significaría dejar de creer en la promesa. Por eso confía en que Dios proveerá: le impedirá que mate a su hijo, o lo volverá a la vida o él verá qué hace, pero de lo único de lo que está seguro es de que no se quedará sin descendencia. Comenta la carta a los Hebreos: “Por la fe Abrahán fue a sacrificar a Isaac cuando Dios quiso ponerlo a prueba; estaba ofreciendo al hijo único que debía heredar la promesa, y Dios le había dicho: Por Isaac tendrás descendientes que llevarán tu nombre. Abrahán pensó seguramente: Dios es capaz de resucitar a los muertos. Por eso recobró a su hijo…” (Heb 11,17-19).

Aunque tuvo que abandonarlo todo, aunque vivió como extranjero en la tierra prometida, aunque tuvo que ir por hambre a Egipto con el riesgo de perder a su esposa (Gén 12,10), aunque tuvo que separarse de su sobrino Lot y quedarse en soledad, aunque la promesa tardaba en cumplirse, aunque llegara a matar al depositario de las promesas, Abrahán confía siempre en la palabra divina, admite lo incomprensible y se siente seguro ante el futuro.

"Él creyó y esperó contra toda esperanza… No vaciló en su fe, a pesar de que su cuerpo ya no podía dar vida –tenía entonces unos cien años– y a pesar de que su esposa Sara no podía tener hijos. No vaciló, sin embargo, ni desconfió de la promesa de Dios, sino que cobró vigor en la fe y dio gloria a Dios, plenamente convencido de que si él promete, tiene poder para cumplir. Y Dios tomó en cuenta esa fe para hacerlo santo” (Rom 4,18-22).

Ésta es la primera exigencia bíblica de Dios: creer que él cumple siempre sus promesas, por imposibles que parezcan. Y esto es lo primero que deberíamos cultivar en nosotros y en nuestras catequesis: fe en que Dios hace hermosas promesas y es capaz de cumplirlas; promesas que son siempre respuesta a nuestras necesidades. A Abrahán y Sara les promete precisamente lo que más necesitan para su felicidad.

 

El Dios de Abrahán se presenta como alguien que tiene autoridad para ordenar: “Deja…. anda…, ve…”. Y al mismo tiempo tiene poder para prometer: “Haré de ti…, bendeciré…, engrandeceré…, te daré…”. Es un Dios que pide y promete. Dios que llama a cada uno por su nombre, pide despojo de las cosas, envía a cumplir una misión, muestra el camino y da fuerzas para recorrerlo.

Dios que promete, que acompaña, que anima y convence. Saca a Abrahán de su mundo y le da una esperanza con sabor a vida nueva.

Le importa más la generosidad de Abrahán que sus fallos. Le ofrece todo su apoyo, protección y recompensa, a cambio de confianza, que es lo único que pide (15,1). Le exige a Abrahán que se fíe totalmente de él, aun a costa de los mayores sacrificios (22), pues él da las fuerzas necesarias para superar toda clase de dificultades. Él les motiva y les hace sentir que camina a su lado como buen amigo. Y cuando Abrahán y Sara se sienten desanimados, él los anima, les recuerda su promesa y les reconforta. El Dios de Abrahán promete bendiciones sólo a los que se arriesgan: hace alianza con los que, fiándose de él, lo dejan todo (Gén 12,2).

A la medida en que Abrahán se va familiarizando con aquel Dios nuevo, él le va revelando cosas cada vez más sorprendentes. Dios se posesiona de Abrahán, lo hace suyo y adopta a sus descendientes.

Se les da a conocer con cercanía y cariño: “No temas, Abrám, yo soy tu escudo protector” (Gén 15,1). Es el Dios-diálogo, que sabe entablar conversación (15,1-18; 18.1). Un Dios que visita, que llega a la casa del amigo para recordarle su promesa (21). Dios que dialoga sobre los problemas reales que viven los que se fían de él. Permite que le hablen de sus inquietudes y sus temores. Escucha sus argumentos, pero aclara que es él quien va a actuar (15,4), a pesar de que el hombre no comprenda y quiera torcer el plan de Dios haciendo las cosas a su manera (16,1.16).

Le comunica su plan progresivamente, en la medida en que es capaz de entenderlo. Explica las dudas hasta convencer (15,2-6). Responde los cuestionamientos (15,8-13). Un Dios que sabe consolar al amigo: No te apenes por el muchacho y su madre; de Isaac saldrá descendencia con tu nombre (21,12).

Es fidelidad plena (18,19). Pero prueba la fe, la confianza, la disponibilidad, la entrega, el desprendimiento, el amor de su amigo (21,1-14). Dios que pone a prueba a sus amigos para que crezcan en su confianza hacia él. Pero nunca le abandona en medio de las dificultades (19,15-21).  Es el Dios totalmente fiel para con los que se fían de él.

Ésta es la puerta de entrada a la larga serie de personajes que van a ir experimentando poco a poco la presencia creativa y amorosa de Dios. Lo primero de todo ha de ser aprender a fiarnos de él, que es capaz de llevarnos a nuestra plena realización, por difícil que parezca. Sólo pide una absoluta confianza en él, confianza que supone desprendimiento y esfuerzo...

 

Texto para dialogar y meditar: Gén 18,1-15 (la visita de Mambré)

1. ¿Qué  imagen de Dios se presenta en este texto?

2. ¿Cómo actúan Abrahán y Sara?

3. ¿Qué promesas nos hace Dios a nosotros y hasta qué punto creemos en ellas?

4. Terminamos rezando juntos el salmo 23.

 

 

2. AGAR, la esclava a la que ayudó Dios

     

Cuando conversamos sobre la mujer en la Biblia, destacamos a las mujeres famosas, como Ester, Judit o María; pero nunca nos acordamos de las mujeres esclavas, como Agar. Y, si lo hacemos, es para colocarlas como modelos negativos de mujer. Agar sería, para la lectura bíblica tradicional, un modelo negativo, porque fue rebelde y no se sometió a su patrona Sara. Al leer los relatos de Sara y Agar, tendemos a identificarnos con Sara, y a rechazar a Agar. Ciertamente ella es símbolo de los más despreciados de la sociedad: es mujer, esclava, extranjera, pagana, concubina, embarazada… Pero Dios muestra sus simpatías por ella, la busca en su desesperación y le ayuda eficazmente.

Agar es una esclava extranjera, al servicio permanente de Sara, su dueña. Además, es pagana, sin duda, politeísta. Y concubina. Está embarazada de Abrahán, esposo de su dueña. Su hijo será de Sara, según el código familiar de esa época. Existía un castigo especial para las esclavas que se querían igualar a las esposas, como se expresa en el código de Hammurabi, que es más o menos de la misma época.

El Señor ha prometido a Abrahán una gran descendencia y paradójicamente su esposa Sara no puede tener hijos. La esterilidad es la mayor vergüenza para una mujer en el mundo oriental. Por eso ella entrega a su esclava Agar como esposa a Abrahán. Era una práctica común para alcanzar descendencia, y en estos casos, los hijos de la esclava eran legalmente hijos de la patrona. El cumplimiento de la promesa de Dios se cumple en el hijo de la esclava. Pero ése no era el ideal, según la mentalidad de entonces. Era la bella esposa legítima Sara la que debería haberle dado el primer hijo, pero no sucedió así.

En el texto se muestran con claridad los perfiles opuestos entre Sara y Agar. Si Sara es libre, Agar es su esclava; si Sara es bella, de la esclava no se dice nada; si la una es hebrea, la otra es egipcia; si Sara tiene voz, Agar calla; si Sara es estéril, Agar es fecunda. Pero ambas comparten la misma ambición: ser la madre del heredero primogénito de Abrahán.

Si esta “historia” fue recogida por la tradición, es porque tiene un profundo sentido: ¡Dios, desde el comienzo, incluye en su salvación a los excluidos y marginados, hasta como primogénitos! Ese planteamiento rompe los esquemas mentales de entonces y de ahora.

Al quedar embarazada, Agar se siente más importante que su dueña Sara, y ésta, al verse despreciada, la maltrata. Entonces Agar huyó de la casa (Gén 16,4-6). Pero un enviado de Dios la busca, la anima a volver y le promete la bendición de una descendencia numerosa: "Multiplicaré de tal manera tu descendencia, que será tan numerosa que no se podrá contar.… Mira que estás embarazada y darás a luz a un hijo, al que pondrás por nombre Ismael, porque Yavé ha escuchado tu aflicción" (16,10-11).

Agar acepta con fe el llamado de Dios: “¡Oh Yavé! Tú eres el Dios que ve. Porque es cierto que yo he visto aquí las huellas de Aquel que me ve!" (16,13). Y bajo la mirada protectora de Dios, volvió a su casa y dio a luz a su hijo Ismael.

Unos años más tarde, cuando milagrosamente nace Isaac, hijo de Sara, ésta teme que Ismael, el hijo de la esclava, suplante a Isaac, e interviene ante Abrahán para que la expulse junto con su hijo. Abrahán se sintió apenado por la decisión, pero de nuevo el mismo Dios sale en apoyo de la esclava y su hijo: “No te apenes por el muchacho ni por tu sirvienta… Pues también del hijo de la sierva yo haré una gran nación, pues también él es descendiente tuyo” (21,12-13).

Agar sale con su hijo y en el desierto teme morir de sed junto con él. "Cuando ya no quedaba más agua en el recipiente de cuero, dejó al niño bajo un matorral y fue a sentarse a corta distancia del lugar, pues pensó: 'No puedo soportar el ver morir a mi hijo'. Apenas se alejó y se sentó, el niño se puso a llorar. Dios oyó los gritos del niño, y el Angel de Dios llamó desde el cielo a Agar y le dijo: '¿Qué te pasa, Agar? No temas, porque Dios ha oído el llanto del niño. Levántate y vete a buscar al niño, tómalo y llévalo bien agarrado, porque yo lo convertiré en un gran pueblo'. Entonces Dios le abrió los ojos y vio un pozo de agua. Llenó el recipiente de cuero y dio de beber al niño. Dios asistió al niño, que creció y vivió en el desierto, llegando a ser un experto tirador de arco". (21,15-20).

Agar va a parar dos veces al desierto y dos veces el Señor la socorre. La primera vez la encontrará embarazada, junto a una fuente (Gén 16,17), y la segunda casi a punto de morir de sed (Gén 21,16). Dios la llama directamente por su nombre, y ella le responde. ¡Es interlocutora en un diálogo con Dios! Dios interpela personalmente a una mujer, esclava, extranjera y pagana; y se realiza una “anunciación”.

La esclava Agar es la única mujer del AT que tiene la experiencia de una teofanía (manifestación de Dios). Las teofanías son siempre experimentadas por varones (Abrahán, Moisés, Isaías). Pero acá vemos, muy al comienzo de la caminata bíblica, que una mujer esclava y extranjera tiene el privilegio de conversar con Dios. Agar experimenta en el desierto a Dios para mostrar cómo los excluidos son también hijos y primogénitos.

Agar da un nombre al Dios que experimenta, y lo llama el “Dios que ve”, será una experiencia similar a la que muchos años después tendrá Moisés ante la zarza ardiente (Ex 3,7). El nombre de su hijo será Ismael (“Dios que escucha”). Es decir, es un Dios que ve y que escucha, que cambia la vida, que transforma, abre los ojos y libera. El Dios verdadero es quien siempre suscita y acompaña procesos de liberación.

Sara, la patrona, ve un peligro a su poder en la descendencia de la esclava, al igual que el faraón temerá a los descendientes israelitas. Agar huye en busca de libertad, así como el pueblo de Israel de Egipto. Tanto Agar como el pueblo, experimentan la falta de agua, símbolo de vida, pero Dios se la va a proporcionar.

En Israel, aun cuando las historias estén protagonizadas por personas concretas, se trata de historia del pueblo, de historias colectivas. La historia de Agar, como matriarca, es la historia del pueblo que desciende de ella y de Abrahán (ismaelitas); mientras que la historia de Sara y Abrahán es la de otro pueblo (israelitas).

El relato termina con la oferta de Ismael a una esposa egipcia. Es decir, Agar, luego del encuentro con Dios, no pierde su identidad, ni Dios la priva de ella. En la historia de Agar, una mujer sin aparentes condiciones para acercarse a Dios, recibe la manifestación directa de parte de Dios. Ella, que está en situación de desventaja, es privilegiada. Todo lo que es ella lo recibe de Dios: él la hace madre, la eleva, le habla, la escucha, la salva. Y ella, al ponerle un nombre a Dios –"El que ve"–, se convierte en intérprete de Dios en su propia historia, toma conciencia de lo sucedido y lo expresa verbalmente.

Agar es memoria de universalidad para el pueblo, y su historia, anticipo de una liberación universal.  Ella es pionera del encuentro de los desposeídos con Dios, sin mirar razas ni credos…

 

Texto para dialogar y meditar: Gén 16 y 21,8-21

1. ¿Cómo podemos contribuir a que nuestras relaciones de mujer a mujer sean más respetuosas?.

2. Vemos claramente que Dios opta por los excluidos. ¿Cómo asumo yo esa opción en mi vida y en mi familia?

3. ¿A qué nos compromete la meditación del texto de Agar?

 

 

3. JACOB: Dios fiel, que purifica al "fuerte"

 

Desde Abrahán la bendición se iba abriendo camino, como la semilla en la tierra. Su nieto Jacob no era tierra demasiado buena para hacer crecer bien la semilla de su abuelo. Era querendón y apegado a lo fácil, egoísta, abusador y falso. Se aprovechó del hambre de su hermano para arrebatarle sus derechos de primogenitura (Gén 25,29-34); y engañó a su propio padre para arrancarle su bendición, haciéndole creer que el cuero de un cabrito era la piel de su otro hijo, Esaú (Gén 27,1-40). Él había elegido el camino de métodos basados en el engaño, en la astucia y la avivada. Pero Dios no estaba dispuesto a permitir que sus métodos anularan su bendición, que pasaba por él como descendiente de Abrahán. Por eso Jacob sufriría en su vida las consecuencias de pretender manejar la bendición de Dios con métodos equivocados. Cada tanto Dios bajaría sobre él para limpiar su tierra empobrecida, ararla con humillaciones y reavivar así las semillas de la promesa. El profeta Oseas, muchos años después, criticará los engañosos de Jacob y exaltará la fidelidad de Dios para cumplir su promesa (Os 12,1-7).

Después de la mezquina acción con su padre anciano y ciego, tuvo Jacob que huir lejos de su casa (Gén 27,41-45). En medio de su soledad, acostado en el desierto, con una piedra como almohada (Gén 28,10), Dios le regala su primera experiencia, haciéndole sentir su presencia y reafirmando con él sus viejas promesas de bendición, justo en el momento en que está abandonando aquella tierra: "Yo soy Yavé, el Dios de tu padre Abraham y de Isaac. Te daré a ti y a tus descendientes la tierra en que descansas. Tus descendientes serán tan numerosos como el polvo de la tierra... A través de ti y de tus descendientes serán bendecidas todas las naciones de la tierra. Yo estoy contigo, y te protegeré a donde quiera que vayas” (Gén 28,13-15).

Después de otros veinte años de tretas y engaños sirviendo a su suegro Labán, Jacob tiene que huir nuevamente al desierto. Sus métodos habían nuevamente puesto en peligro el futuro de la bendición. Pero Dios velaba sobre su semilla. Labán persigue a Jacob, pero Dios le ampara y le defiende (Gén 31,22-30).

La tercera experiencia la tiene Jacob, de vuelta ya a la tierra prometida (Canaán), como hombre fuerte, con bastantes riquezas e hijos. Pero viene con miedo a su hermano Esaú, al que había engañado. Le llega el aviso de que Esaú viene a su encuentro con mucha gente. Jacob comienza a perder la fe. Divide a su familia en dos grupos y los hace cruzar el arroyo Yaboc que era el límite norte de la tierra prometida. Jacob no cruza. Se queda a rezar a Dios, pidiéndole que lo haga más fuerte aún, más fuerte que su hermano: el fuerte pide que Dios lo haga más fuerte aún. Le recuerda a Dios la promesa de bendición hecha a Abrahán, y le pide fuerzas para poder vencer a su hermano (Gén 32,5-23).

Entonces se le aparece un ser humano (Dios) que lucha con él, pero no le puede vencer. Parece como si Jacob insistiera tozudamente en que Dios le tenía que hacer más fuerte que su hermano para poder vencerlo por la fuerza. No se deja convencer de que ése no es el camino que quiere Dios. Entonces Dios le da un golpe en la ingle y le disloca la cadera. Jacob insiste en pedir su bendición. Y Dios lo bendice cambiándole el nombre: A partir de entonces no se llamará más Jacob, sino Israel, que quiere decir “fuerza de Dios” (Gén 32,24-31).

Jacob llamó a aquel lugar “cara de Dios”, porque en él había tenido una experiencia nueva de Dios. Éste no le quiso hacer físicamente más fuerte que su hermano Esaú, para poder así vencerlo, sino que lo debilitó, de forma que aprendiera a apoyarse en Dios y no en sí mismo. Comienza a experimentar que los caminos de Dios no son muchas veces los caminos del hombre… Conseguirá la petición que le hacía a Dios, pero por métodos distintos: su hermano dejará de ser un peligro, pero no venciéndolo, sino abrazándolo…

Dios, en lugar de fortalecerlo, lo debilita: Jacob vuelve rengueando, con la cadera dislocada. Lo que ve su familia al llegar él, es todo lo contrario a un hombre fuerte que puede vencer a cualquier enemigo.

El hecho del cambio de nombre significa un cambio en el ser de Jacob. Ahora se llamará fuerza, pero no de Jacob, sino de Dios.

Lo mismo pasa con nosotros: cuando le pedimos a Dios que potencie nuestras cualidades para que seamos más “fuertes” que los otros, Dios a veces nos golpea la ingle… Y cada cual sabrá dónde tiene su "ingle"…

Un caso parecido cuenta Carlos Carretto en su libro: “¿Por qué, Señor?”. Él pensaba servir a Dios escalando cerros y fundando un monasterio en las alturas de los Alpes, y resulta que por una equivocación médica se le secó una pierna. Y en su vejez él agradece aquel accidente que le hizo encontrar su verdadera vocación. A veces necesitamos fracasar para poder triunfar. La pregunta básica no es por qué sufrimos, sino para qué sufrimos…

Jacob, en adelante rengo, no venció a Esaú por las armas, como pensaba hacerlo, sino por las buenas, fraternalmente (Gén 33,4-15). ¿Cuántas veces tendrá Dios que golpear la tozudez de nuestros miopes proyectos, para que nos decidamos a marchar por sus senderos de amplios horizontes, que son los únicos por los que encontraremos la felicidad?

La cuarta experiencia fuerte de Dios que tuvo Jacob fue ya de anciano cuando, empujado por el hambre, debió abandonar esa su tierra prometida para emigrar con su pueblo a Egipto. También entonces Dios consoló a su ya viejo y desilusionado amigo: “Yo soy Dios, el Dios de tu padre. No temas bajar a Egipto, porque allí te convertiré en una gran nación. Yo te acompañaré a Egipto, y te haré volver de nuevo aquí" (Gén 46,3-4).

Y Jacob partió para morir en tierra extraña, pero confiado siempre en que llegaría a ser una gran nación en esa tierra que por necesidad estaba dejando...

 

Texto para dialogar y meditar: Gén 32 (la lucha de Jacob)

1. ¿Cuáles son nuestras "crestas", que necesitan ser golpeadas por Dios?

2. ¿Hasta qué punto en nuestros proyectos intentamos apoyarnos sólo en nosotros mismos, y por ello fracasamos ruidosamente?

3. ¿Tenemos experiencias de triunfos cuando nos hemos apoyado totalmente en Dios?

 

 

4. MOISÉS: El Dios liberador de los oprimidos

 

Los primeros capítulos del libro del Éxodo constituyen uno de los lugares privilegiados de la Biblia para conocer al Dios bíblico.

En Egipto se creía que los dioses eran los que hacían ricos a los ricos y pobres a los pobres. Lo mismo en Canaán. Según ellos,  su Dios daba la tierra a sus hijos predilectos, que eran precisamente los gobernantes. Y a los demás los destinaba a ser esclavos de los privilegiados.

Los dioses de Egipto ordenaban a los pobres someterse a los ricos. Los rebeldes eran castigados por los mismos dioses a través de un cruel sistema de control desarrollado en nombre suyo. Los pobres creían que los dioses no se preocupaban de sus sufrimientos, sino que, por el contrario, ellos eran quienes se los infligían.

 

El Dios de los oprimidos

En el Éxodo, en cambio, aparece un Dios totalmente nuevo, que afirma: “He visto la humillación de mi pueblo, he oído sus gritos…, conozco los sufrimiento. Y he decidido bajar a liberarlo” (Ex 3,7s). ¡Éste es un Dios diferente a todo lo escuchado hasta entonces!: no está de acuerdo con la opresión de los pobres, sino que se hace presente en medio de sus sufrimientos y quiere su liberación,

Este bajar de Dios hasta la miseria humana no se detendrá ya hasta su solidaridad total a través de Jesús. Baja para liberar y hacer subir a una tierra rica y espaciosa (3,8). Dios desciende a la zarza de la humillación, arbusto deleznable, símbolo de los oprimidos, para hacerlos llegar a la leche y la miel, símbolos de dignificación y prosperidad.

Cuando Moisés le pregunta a Dios ¿cuál es tu nombre?, Dios responde “Yo soy el que existo” (3,14). En aquellas circunstancias era como afirmar: yo soy el que actúo en medio de los oprimidos, los que sufren. No se trata acá de categorías propias de la metafísica occidental. Ser, para un semita, es acción; nunca una realidad estática. Significa estar-ahí, estar-con. ‘Estoy acá como el Dios que quiere ayudarte y establecer contigo una alianza’. Yavé es el único de quien se puede afirmar con toda verdad que es lo que hace y hace lo que es.

La acción solidaria del Dios de Moisés nos invita a todos los que creemos en él a acercarnos con simpatía a los oprimidos, procurando vivir las mismas actitudes hacia ellos que tiene este Dios. El Dios solidario exige solidaridad. Pide actitudes correspondientes a las suyas. Por eso el quinto verbo del capítulo 3º del Éxodo es “Ve, yo te envío” (3,10). Los anteriores habían sido: “He visto … he oído… conozco… he bajado…” Este Dios nuevo invita a tener ante los oprimidos las mismas acciones que él.

Esta primera vez que se refiere la Biblia a los pobres no se habla solamente de necesitados, sino de oprimidos y explotados. Aquí no hay nada de lenguaje romántico acerca de los “pobrecitos”. El lenguaje es duro y directo. Se trata de una explotación organizada. De un trabajo extenuante y una explotación brutal, que han sido siempre los medios usados por los enemigos del pueblo, que a partir de entonces resultan ser también enemigos de este Dios.

Yavé llegará a establecer una alianza con este pueblo oprimido, pero sólo después de que se pusieron en marcha hacia su liberación. Él no se alían con pueblos que aceptan ser esclavo.

 

Los temores del líder

Si para ser padres de un pueblo Dios había elegido a una pareja de ancianos estériles, para ser liberador de oprimidos Dios elige a un prófugo: Moisés. Como en un espejo, fijemos nuestra atención en la persona a quien este Dios le pidió que tomara ante el pueblo sufriente las mismas actitudes que él.

Cuando Moisés siente la presencia de Dios en la zarza ardiendo, está dispuesto a todo: “Aquí estoy” (3,5). Es fácil seguir a un Dios que realiza actos espectaculares. Pero cuando ese mismo Dios le pide comprometerse con sus hermanos oprimidos, a quienes él había abandonado, entonces a Moisés se le oscurece todo. Hay cinco respuestas de Moisés a la llamada de Dios, en las que podemos ver reflejada nuestra actitud esquiva ante los compromisos que nos pide Dios también a nosotros:

1ª excusa: Yo no sirvo. “¿Quién soy yo para ir donde Faraón?” (3, 11). Dios responde: “Yo estoy contigo”. Cierto que Moisés no parecía el más indicado para esta misión, pues era muy conocido en la corte del Faraón y estaba condenado a muerte por haber matado a un guardián. Pero la esperanza no estribaba en sus cualidades humanas, sino en la compañía del mismo Dios.

2ª excusa: Yo no sé nada. No conozco ni siquiera el nombre del Dios que me envía (3,13). Dios le explica su nombre: “Yo soy el que actúo en medio de los oprimidos”.

3ª excusa: “No me van a creer…” (4,1). Moisés piensa, con razón, que su pueblo no va querer ni escucharlo, pues los había abandonado en el momento más crítico y nunca había vuelto. Pero Dios sigue insistiendo.

4ª excusa: “Yo nunca he tenido facilidad para hablar” (4,10). Respuesta de Dios: Yo estaré en tu boca.

5ª excusa: “Por favor, Señor, ¿por qué no mandas a otro” (4,15). Dios: Sí, te doy un compañero, pero vos tenés que ir al frente.

Las excusas de Moisés no son sólo excusas. Él tiene sus razones humanas para no querer comprometerse, pero el apoyo de Dios le capacita para la misión que le encarga.

Moisés había tratado ya de liberar por su propia cuenta a sus hermanos. Para ello usó la violencia (2,11s), y fracasó totalmente. Ni siquiera sus propios hermanos le creyeron. Entonces se sintió traicionado y tuvo que huir lejos, donde se hizo una nueva vida. Pero ahora, lo que Dios le pide es algo totalmente distinto…

 

El Dios de Moisés

El Dios de Moisés se muestra como alguien que ama a sus hijos y sufre al verlos sufrir. Es un Dios que percibe y se conmueve ante el sufrimiento del pueblo que clama de dolor. Se compadece del pueblo humillado y maltratado; quiere liberarlo y le promete un país grande y fértil, una tierra que mana leche y miel (3,7-9). Él quiere ser servido por personas libres y prósperas.

Se trata de un Dios que llama al compromiso ante la realidad de sufrimiento de un pueblo. Y se vale de una persona con problemas para confiarle la liberación del pueblo sufriente. Ante la inseguridad de Moisés (3,11), Dios le asegura su presencia y protección (3,12).

Es un Dios que defiende la vida. Por eso apoya la desobediencia civil de las parteras porque ellas defienden la vida… No soporta las órdenes criminales del faraón (1,22).

Dios que actúa con poder, con mano poderosa, pero un poder siempre en favor de la vida y el bien de sus hijos: capaz de vencer a los dioses de la esclavitud y de la muerte.

Los poderosos no conocen al Dios de Moisés, el Dios de la vida para todos (5,2). Y, como no le conocen, tampoco pueden interpretar su voluntad (5,3-9). Dios endurece el corazón de los que no quieren conocerlo (14,8.17).

Es el Dios que busca en todo el bien del pueblo. Por eso le da a conocer las actitudes fundamentales que deben regir sus vidas (20,1-21; 21 - 23). Y exige fidelidad a sus propuestas, pactadas en alianza (19,3-6). Pide coherencia y honestidad a su pueblo (20 - 23).

Es también un Dios que intensifica poco a poco la comunicación con sus amigos (32,1). “Hablaba con Moisés cara a cara, como habla un hombre con su amigo” (33,11).

Dios que transfigura a quien tiene largo contacto con él; por eso deja a Moisés con “cara resplandeciente” (34,35).

Dios que se da a conocer y dialoga, pero a pesar de ello nunca muestra su rostro del todo: “Toda mi bondad va a pasar delante de ti, y yo mismo pronunciaré ante ti el nombre de Yavé… Pero mi cara no la podrás ver, porque no puede verme el hombre y seguir viviendo” (33,19s).

 

El Dios del Sinaí

El Dios de Moisés, Dios que vive en medio del pueblo en proceso de liberación, quiso celebrar una alianza que fijara para siempre su relación con aquel pueblo. Libertados ya de las estructuras opresoras, les propone Dios a los hebreos un pacto de amistad. Dios les propone: "Yo seré el Dios de ustedes. Y ustedes serán mi pueblo". Y ellos aceptan: "Haremos todo cuanto ha dicho el Señor" (Ex 19,8).

Pero a Dios no le gustan los compromisos al aire. Por eso les propone, solemne y oficialmente, el resumen de las obligaciones que tienen que cumplir para poder ser su pueblo, libre y fraterno: "Los Diez Mandamientos" (20,1-17).

Antes de celebrar el pacto, primero se presenta Dios a sí mismo: "Yo soy el Señor tu Dios, que te saqué de la tierra de Egipto, de la casa de la esclavitud" (20,2). No invoca su autoridad de creador, sino que se presenta con el mejor título que tiene ante los ojos de su pueblo: su libertador. Yavé no podía pactar más que con un pueblo libre. Sus "preceptos" no son para esclavos.

Estos "Diez Mandamientos" son la herramienta que Dios entrega al pueblo liberado de la esclavitud para que continúe su marcha hacia la plena libertad y pueda así gozar de la tierra de la lecha y de la miel. Él oyó el clamor del pueblo y escuchó en él muchas angustias. En cada angustia descubrió una causa. Y para cada causa él hizo un Mandamiento. Los Diez juntos combaten  las diversas causas y formas de opresión que hacían llorar y gritar al pueblo oprimido. Por eso, quien no escucha el clamor del pueblo, no puede entender el sentido de la Ley de Dios. El clamor del pueblo es la llave de lectura de los Diez Mandamientos.

El primer Mandamiento es la base de la futura sociedad: "No tendrás otros dioses delante de mí" (20,3). Esta fe en el Dios único es el eje que tiene que dar fuerza y unidad al pueblo elegido. Dios es el centro de la fraternidad. La única fuente que puede producir una verdadera unidad humana.

El origen de todas nuestras esclavitudes está en que ponemos como centro de nuestra vida y de nuestra sociedad cosas que no son el Dios vivo y verdadero. Nada ni nadie tiene derecho a ocupar el puesto de Dios. No hay persona, costumbres, ni riquezas que sean capaces de sustituirlo eficazmente. Dios es el centro de todo. "El único" (Dt 6,4). Y los que se quieren poner en el centro, los egoístas, son los que lo destruyen todo. Dios no soporta que en nombre de él se desprecie o se explote a un hijo suyo. El único Dios verdadero, preocupado realmente por el bien del pueblo, es Yavé; los otros, los del faraón, no pasan de ser meras invenciones humanas para dar cobertura a la opresión del pueblo. El primer Mandamiento no manda "quemar imágenes"; lo que pide es no adorar ni apoyar al sistema que, en nombre de falsos dioses, explota y oprime al pueblo.

Los dos mandamientos siguientes son simplemente una consecuencia del primero.

En el segundo se insiste en que no debemos inventar, ni adorar dioses a la medida de nuestros caprichos (20,4-6). Ni usar inútilmente el nombre de Dios, como algo mágico para conseguir fines egoístas o sucios (20,7).

Según el tercero, tenemos que santificar los días de fiesta, como para que Dios siempre siga siendo el centro de nuestras vidas (20,8-11). De nuevo se busca impedir que la esclavitud vuelva a oprimir al pueblo. Se trata de un día semanal dedicado al descanso del trabajo y al cultivo del espíritu. No hay que esclavizarse al trabajo. El cultivo del amor familiar y el crecimiento en la cultura y en la fe están antes. Si hay que trabajar es precisamente para poder "descansar" con felicidad.

Los otros siete Mandamientos van dirigidos a cada persona, pero mirando a la vida comunitaria. Son como las leyes fundamentales de la vida en común (20,12-17). Su sentido general es que el Pueblo de Dios tiene que ser un pueblo con gente liberada de todo tipo de esclavitudes. Son como un aviso contra la tentación del volver a Egipto, "país de servidumbre". Una lucha contra las tendencias malignas y las debilidades de los hombres que forman el Pueblo de Dios. En ellas se prohibe toda clase de esclavitud: al egoísmo, al odio, a la avaricia, a la sexualidad, a los chismes, a la envidia... Sólo así va a ser posible servir a Dios viviendo como hermanos.

Los Mandamientos son el polo opuesto de las sociedades en las que reina la ley del interés egoísta de los más fuertes. Todo lo contrario a nuestro mundo neoliberal.

El primer fundamento de esta nueva sociedad es la familia (20,12). Los otros fundamentos son:

- respeto a la vida ajena (20,13);

- respeto a la vida matrimonial (20,14);

- respeto a la pequeña propiedad ajena (20,15);

- respeto a la fama del prójimo (20,16), hasta en la profundidad de nuestros pensamientos (20,17).

Después de los Diez Mandamientos viene en el Éxodo lo que se llama " El Código de la Alianza" (20,22 al 23,19), en el que se amplían y aclaran de manera muy humana las leyes fundamentales de la vida en común. A aquel pueblo de esclavos, recién liberado, se le muestra el camino práctico para comenzar a vivir como creyentes en este nuevo Dios, Yavé.

Con ejemplos muy prácticos, sacados de su misma vida, se enseña respeto hacia toda persona humana (21,2-11), respeto a la vida (21,12-32), a la propiedad de cada uno (21,33 al 22,15), a las mujeres (22,15-16), siempre bajando a su realidad, de una manera concreta.

Pero de lo que más largamente habla el Código de la Alianza es del derecho de los pobres (22,20 al 23,13). Manda de una manera insistente que se les ayude. Prohibe cobrar intereses en los préstamos a los necesitados. Enseña que el mínimo vital para poder vivir como Dios quiere está por encima de cualquier otro interés. En resumen, los creyentes en este Dios deben prestarse servicios los unos a los otros con sinceridad, integridad y justicia.

Más tarde todo este espíritu de servicio mutuo se resumirá en aquella célebre frase de: "Ama a tu prójimo como a ti mismo" (Lev 19,34).

Como ampliación de todas estas normas concretas para vivir la fe en Yavé, pueden leerse los siguientes textos:

- Lev caps. 19 y 25

- Deut caps. 5; 6; 10,10-22; 15; 22 al 25; 27; 28 y 30.

 

Texto para dialogar y meditar: Ex 3,1-15

                                     (He visto la humillación de mi pueblo)

1. ¿Creemos nosotros en un Dios que ve, que oye, que simpatiza y se compromete con la liberación de los oprimidos?

2. ¿Qué sentimos si visitamos una zona pobre? ¿Miedo y desconfianza o simpatía y solidaridad?

3. ¿Hasta qué punto hemos sentido nosotros el llamado de Dios a favor de los oprimidos?

4. ¿Sentimos que lo que buscan los Mandamientos es liberarnos de esclavitudes para que podamos ser realmente libres?

Terminamos rezando juntos Ex 15,1-18.

 

 

5. JOSUÉ: El líder que implementa el proyecto de Dios

 

Moisés fue el líder que puso en marcha el primer paso del proyecto de Dios: la liberación del que iba a ser su pueblo. Josué, su discípulo, se encargó de llevar a la práctica la parte positiva del proyecto: la conquista y reparto fraterno de la tierra.

El joven Josué tuvo la suerte de vivir al lado de un hombre grande, soñador de libertades y conductor de pueblos. Junto a él se esforzó en asimilar fielmente sus experiencias y sus ideales. Sintió de cerca la experiencia viva de Dios que tuvo su maestro. Lo acompañó al cerro en el que se le aparecía Dios (Ex 24,13) y en la tienda en la que su maestro hablaba amigablemente con su Dios (Ex 33,11).  Ello le marcó para toda su vida.

Moisés, al sentirse morir, invitó a su joven discípulo a confiar siempre en Yavé, con valentía y firmeza, para poder cumplir la tarea que le encomendaba: “Sé valiente y firme, tú entrarás con este pueblo en la tierra que Yavé, hablando a sus padres, juró darles; y sortearás la parte que le corresponderá a cada uno. Yavé irá delante de ti. Él estará contigo; no te dejará ni te abandonará. No temas, pues, ni te desanimes” (Deut 31,7-8.23). Y el mismo Dios, después de la muerte de Moisés, se encarga de remarcarle a Josué su vocación: “Ha muerto mi servidor Moisés; así que llegó para ti la hora de atravesar el río Jordán, y todo el pueblo pasará contigo a la tierra que yo doy a dar a los hijos de Israel... Mientras vivas nadie te resistirá. Estaré contigo como lo estuve con Moisés; no te dejaré ni te abandonaré. Sé valiente y ten ánimo, porque tú entregarás a este pueblo la tierra que juré dar a sus padres. Por eso, ten ánimo y cumple fielmente toda la Ley que te dio mi servidor Moisés. No te apartes de ella de ninguna manera y tendrás éxito dondequiera que vayas... Yo soy quien te manda; esfuérzate, pues, y sé valiente. No temas ni te asustes, porque contigo está Yavé, tu Dios, adondequiera que vayas” (Jos 1,2.5-9).

Es de destacar la insistencia de Moisés y de Dios en darle ánimo: “Sé valiente y firme... No temas, ni te desanimes... Llegó para ti la hora... Esfuérzate y sé valiente. No temas ni te asustes..." Es que la misión que se le encomendaba era difícil y arriesgada. No sólo tenía que conseguir tierras y repartirlas fraternalmente, sino lograr implantar todo un nuevo sistema de ser pueblo, que asegurara leche y miel para todos. Y para ello no había modelos que copiar. Lo único que tenían por delante era un antimodelo: Egipto. Tenía que poner en marcha una organización que estuviera al servicio de la fraternidad, y no de unos pocos, con una producción autónoma y leyes que defendieran al nuevo sistema igualitario. No querían tener ejército permanente, ni reyes, no sacerdotes poderosos. Su sistema de defensa no tenía que estar apoyado en un ejército estable, sino en la unidad de todos.  Sus sacerdotes tenían que estar al servicio del pueblo y el culto dirigido al servicio del dios de la vida y de la historia.

Josué, siempre fiel a Moisés y a su Dios, fue llevando poco a poco a la práctica, con realismo y valentía, estos proyectos y esperanzas. Su corazón fue valientemente arriesgado para creer, como Moisés, en las promesas de Yavé. Pero su fidelidad no fue cuadriculada, sino libre, espontánea y creativa. Su experiencia de Dios, profunda y personal, le lleva a interpretar su voluntad a partir de las necesidades de su pueblo. La tradición épica de la caída de las murallas de Jericó (Jos 6,1-16) simboliza su fe inquebrantable en que el triunfo llega sólo para los que tienen la osadía de creer  que las promesas de Dios se cumplen aunque parezca imposible. El poderío de la ciudad, que confía en sus murallas, no es nada en comparación con el poder del pueblo que pone su confianza sólo en Yavé.

 

El texto de Josué 18,1-10, como tantísimos otros, es un concentrado, lleno de recuerdos. Aislado, resulta seco. Remojado en su contexto, es sumamente sabroso. Para entenderlo correctamente es necesario apoyarnos en otros que hablan del mismo tema.

A partir del capítulo 13 de Josué, el libro trata del reparto de las tierras. La entrega de la tierra es el cumplimiento de una promesa jurada por Dios (Jos 1,6; 5,6). Es Yavé el que da la tierra (Jos 21,43; 1,15). Comparada con Egipto, donde los israelitas no tenían nada, Canaán es tierra de propiedad y, por consiguiente, de vida (Jos 18, 3).

La tierra prometida es entregada como totalidad al pueblo entero. La propiedad colectiva es el dato primario. El pueblo entero tiene derecho a tener tierra y a vivir de ella. Para realizar este derecho, la tierra se reparte según las divisiones del pueblo: tribus, clanes y familias. Por eso cada propiedad es llamada "lote", porque es participación de un total. Por eso también se ha de evitar en el reparto todo favoritismo y privilegio. Es el Señor el que determina la distribución por medio de "las suertes"; así se evitan favoritismos.

Cada propiedad es llamada también "heredad". Es el terreno en el que se arraiga la familia, y por ello no debe ser vendido. Se transmite de generación en generación, de modo que la heredad se hereda. Continuamente sale la idea de herencia repartida según el número de miembros de cada familia (Núm 33,53-54; 26,52-56).

Por encima de todo queda siempre la idea de que Dios es el dueño absoluto de la tierra. La tierra pertenece a Dios y es promesa de él. El pueblo la puede ocupar porque Dios la ha hecho para cada uno de sus miembros. El reparto de tierras no es sino cumplimiento de la voluntad de Dios. El éxito del reparto está garantizado por la promesa divina, pero depende de la colaboración humana.

Es interesante darnos cuenta de que en este pasaje central (cap. 18) se dice que el reparto se desarrolla a partir de una "asamblea" (18,1). A lo largo de la historia bíblica aparecen diversas asambleas y, curiosamente, en casi todas ellas se trata del reparto de la tierra. En la famosa asamblea de Siquem, el mismo Yavé habla del don de la tierra (Jos 24,13). Miqueas anuncia una "asamblea de Yavé" en la que se medirán las tierras de los latifundistas para repartirlas en justicia (Miq 2,1-5). Y en tiempo de Nehemías, se convoca una asamblea de renovación de la Alianza, en la que después de recordar varias veces el don divino de una "fértil y espaciosa tierra" (Neh 9,35), el pueblo exige el cumplimiento de la antigua institución del año sabático (Neh 10,32) y consigue que los poderosos devuelvan las tierras a sus antiguos propietarios (Neh 5,1-13).

 

Una vez ocupadas y bien repartidas las tierras prometidas por Yavé, Josué completa su obra realizando una magna asamblea en un santuario clásico, Siquén (Jos 24), sede de anteriores experiencias religiosas de Abrahán y de Jacob, padres de aquel pueblo. En recuerdo del pasado, se realizan acuerdos para el presente con vistas al futuro. A partir de entonces han de dejar toda adoración a dioses ajenos, que les arrastrarían a perder el reparto fraterno de la tierra, manifestación palpable de su fe en Yavé.

En Siquén Josué les recuerda la larga lista de favores que aquel pueblo ha recibido de Yavé. Y les incita a decidir consecuentemente según a qué Dios quieren vivir. "Si no quieren servir a Yavé, digan hoy mismo a quiénes servirán..." (Jos 24,15). Servir a los dioses anteriores significaría volver a la esclavitud. Por ello les conmina a que sean conscientes de a qué se comprometen. “¿Serán ustedes capaces de servir a Yavé?" (Jos 24,19). Pero el pueblo, que ya ha luchado y disfrutado de su nueva tierra fraterna, está claro en su opción: “Serviremos a Yavé, nuestro Dios, y atenderemos a su voz” (Jos 24,23). Y antes de marcharse cada familia a su heredad, Josué levanta un monumento de piedra como recuerdo y testimonio de la fidelidad prometida (Jos 24,27).

Es interesante la apostilla final con la que termina el libro: "Israel sirvió a Yavé durante toda la vida de Josué y de los ancianos que vivieron más tiempo que Josué, los cuales habían presenciado todas las maravillas que Yavé hizo en favor de Israel" (Jos 24,31). Éste es el mejor elogio que se puede hacer de aquel hombre que hizo carne propia un proyecto de Dios y lo supo realizar con eficiencia. El Dios que marca caminos se había podido meter muy profundamente dentro de él. Su fiel y valiente búsqueda le mantuvo firmemente en el camino de su Señor.

 

Textos para dialogar y meditar: Números 33,53-54 y Josué 18,1-10                                                                   (reparto de tierras)

1. ¿Qué relación existe entre la primera lectura y la segunda?

2. Darse cuenta de lo que en estos textos hay de esperanza en medio de los problemas. ¿En qué se apoyaba esa esperanza?

3. ¿Qué relación existe entre el ideal propuesto por Dios y el cumplimiento de ese ideal?

4. ¿Qué luz nos dan estas lecturas para los problemas de nuestro tiempo?

Como final se puede leer el núcleo de la asamblea de Siquén: Jos 24,14-28.

 

 

6. DÉBORA: La mujer que se sintió madre de su pueblo

 

Durante la época de los jueces, el rey cananeo Yabín, que "tenía novecientos carros de guerra", "mantenía oprimidos a los israelitas" (Jue 4,3). Pero éstos "clamaron a Yavé" que, compadeciéndose de ellos, llamó a alguien para que de nuevo pusiera en marcha un proceso de liberación. En medio de aquellos sufrimientos, con un pueblo disperso y desanimado por falta de líderes, Yavé se fijó en una mujer: Débora. Era casada, buena conocedora de Dios y de su pueblo. Se trataba de "una profetisa que hacía de juez" (4,4). "Se sentaba bajo la llamada Palmera de Débora", en un cruce de caminos; allí resolvía los pleitos que le presentaban los israelitas" (4,5).

Es una mujer vigorosa y radiante, respetada por todos, cuyo nombre significa "abeja". En ella se fusionan los roles de "juez" y de "profetisa", pues posee la capacidad de leer la historia a la luz de la fe y llevar al pueblo a vivirla. Por eso es serenamente audaz en sus decisiones.

En su cántico posterior de victoria recuerda ella su vocación: "En Israel faltaban los líderes, hasta que me levanté yo, Débora, hasta que me desperté como madre de Israel" (5,7). Ella se siente madre de su pueblo y por eso lo ayuda a darse cuenta de su situación, lo anima y lo organiza para que sea capaz de liberarse de sus enemigos. Como ella misma dice: "Mi corazón está con los líderes de Israel, con los voluntarios de mi pueblo" (5,9).

Es interesante cómo esta valiente mujer, que tanto anima a los demás, es tan humana que en medio de la lucha siente también ella la necesidad de animarse a sí misma: "¡Despierta, Débora, despierta! Despierta, despierta, y entona un canto... ¡Avanza sin miedo, alma mía!" (5,12.21).

También nosotros hoy vivimos una aguda crisis. Se da entre nosotros desaliento, pérdida de esperanza, descrédito profundo de la política y aun de los movimientos populares. Y al mismo tiempo empieza a surgir un liderazgo de mujeres que ponen en marcha nuevas iniciativas. Ellas están sembrando semillas frescas de esperanza. Su intuición de la realidad, su fe, su entrega y su valentía dejen con frecuencia atrás a los varones.

En tiempo de Débora ningún hombre se había animado a reaccionar ante la opresión que sufrían. Ella se sintió llamada a convocar a las tribus de Israel para combatir al opresor (4,6-7). Le dice a un campesino digno, Barac, que, por deseo expreso de Yavé, el Dios Liberador, debe poner en marcha un proceso de organización popular para poderse librar de aquella miseria que sufren. Pero Barac no se atreve a ir a la lucha sin ella. Es consciente de la fuerza de la fe de Débora. Su prestigio y su gran capacidad para influir arrastrarían a otras tribus hacia el compromiso de defenderse. Débora le aclara que, debido a su indecisión, el pueblo será liberado, no por su mano, sino  "a mano de mujer" (4,8-9).

El capítulo 4 está maravillosamente narrado. Se trata de una visión artística de los sucesos, no una crónica puntual. El texto no dice claramente lo que pasó cuando les atacó Sísara, el general del rey Yabín. Parece que aquellos campesinos que defendían sus tierras incitaron a los carros de guerra enemigos a perseguirlos hacia una zona pantanosa. Y sintieron la ayuda de Dios cuando en aquellas circunstancias sobrevino una gran tempestad. El arroyo se desbordó y los pesados carros de hierro quedaron atascados en el lodo, con lo que pudo triunfar la agilidad y la intrepidez israelitas (cf. 5,20-21). Débora así se lo hace ver: "Yavé hoy ha salido delante de ti" (4,14). Cuando el pueblo lucha con las armas de sus enemigos sale perdiendo, pero cuando usa sus propias armas, su solidaridad, su habilidad, su fe y su astucia, sale victorioso. Por eso el texto bíblico insiste en la fuerza del enemigo y en lo maravilloso de la victoria popular (4,9-21;5,7.12.24-27).

El canto de Débora después de la victoria (Jue 5) es uno de los trozos más antiguos de la Biblia. Su viva primitividad y su impresionante crudeza atestiguan su arcaísmo. El amor canta en este poema. Débora canta a Yavé, a los guerreros, a las tribus de Israel, y a sí misma. Canto de mujer, canto de las mujeres. La profetisa cuyo prestigio hacía que el pueblo se confiase a su juicio en tiempo de paz, se muestra, a la hora de la batalla, como "madre de Israel", un formidable temperamento al servicio de una fe.

Junto a ella aparecen otras dos figuras femeninas, opuestas entre sí: sarcasmo contra la madre del tirano (5,28-30), y bendiciones para Yael, la que dio muerte a Sísara (5,24-27), solidarizándose con la causa de los oprimidos.

Débora da honor a los valientes. Canta gloriosamente su bravura, la nobleza de su corazón y el poder de su brazo (5,13-18). Y desprecia a los cobardes, las tribus que no participaron del combate (5,16-17), porque "no vinieron en auxilio de Yavé junto a los héroes" (5,23).

Yavé es un Dios histórico, que está presente en las luchas del pueblo oprimido. Por eso Débora invita a que "se celebren las victorias del Señor, las victorias de los aldeanos de Israel" (5,11). Dios lucha con su pueblo y los triunfos son de los dos juntos. Acción divina y acción humana se encuentran juntas en la lucha por la liberación. "Señor, que los que te aman sean como el sol, cuando se levanta con todo su esplendor" (5,31).

El canto del capítulo 5 transforma el acontecimiento bélico del 4 en una experiencia religiosa que desemboca en un canto de alabanza y esperanza. Como siempre, la salvación viene de Dios de forma imprevisible, incluso a través de la intervención de una mujer extranjera, como era Yael.

Los autores del libro de los Jueces vieron, en esa antigua historia, un ejemplo más para demostrar a sus contemporáneos que Yavé nunca dejará de intervenir para salvar a su pueblo oprimido. Para los judíos del tiempo de Josías este mensaje era una invitación urgente a la esperanza. Israel recuerda siempre esta historia con entusiasmo para aplicarla a cada presente.

 

Para dialogar y meditar: Jue 5,2-13 (cántico de Débora)

1. ¿Qué lecciones sacamos del ejemplo de Débora?

2. ¿Hasta qué punto nos sentimos madres (o padres) de nuestro pueblo? ¿Qué actitudes tenemos frente a los problemas del pueblo?

Recitemos juntos el cántico de Débora.

 

 

7. GEDEÓN: Dios que libera a los pobres a partir de su propia cultura

 

La historia de Gedeón está maravillosamente bordada, llena de simbolismos.

En la época de los jueces, alrededor del siglo XII a.C., el pueblo iba consiguiendo tierras propias, según las promesas realizadas por Dios a Abrahán y Moisés. Ya cultivaban sus propiedades, fraternamente repartidas, pero había quienes les robaban el fruto de sus trabajos. Un pueblo colocado al otro lado del Jordán, los madianitas, los asaltaban al final de las cosechas y se las robaban. Cuenta el libro de los jueces que las incursiones de los madianitas llegaron a dejar a los israelitas en la miseria y atemorizados, encerrados en cuevas (Jue 6,1-6). Pero clamaron a Yavé y éste les escuchó, suscitando de entre ellos un libertador.

El elegido por Dios para este oficio era un joven acomplejado, llamado Gedeón. Y lo llamó justamente en un mal momento: cuando absurdamente estaba limpiando el trigo en la cueva, obscura y húmeda, donde se exprimían las uvas y se fermentaba después el vino: el lagar. Lo normal era limpiar el trigo en la “hera”, un lugar alto empedrado, donde se aventaba para separar el grano y la paja. Pero Gedeón hace las cosas al revés: avienta el trigo en el lagar, húmedo y sin viento, con el fin de que no lo vieran los madianitas.

En estas circunstancias, sintiéndose absurdo y sucio, experimenta la llamada de Dios: “Dios está contigo, valiente guerrero” (Jue 6,12). Gedeón, molesto, contesta con incredulidad: “Si Yavé está con nosotros, ¿por qué nos va tan mal?… ¿Por qué nos abandona y nos entrega en manos de los madianitas?” (6,13). En su desesperación, hace a Dios responsable de todas sus desgracias. “Con tu valor salvarás a tu pueblo”, insiste Dios, aunque Gedeón está cobardemente escondido. La misión que le encarga es liberar a su pueblo de las manos de los madianitas. Pero Gedeón se siente inútil y responde que él no es nada: “Soy lo último”.

Yavé insiste en lo mismo de siempre: “Yo estaré contigo”. Quiere realizar la liberación de aquel pueblo acobardado y escondido en cuevas. Pero no va a hacer un “milagro” desde arriba, él solo; es Gedeón el que debe cumplir la misión, con la ayuda de Dios.

Gedeón sigue desconfiado y le pide una prueba. Y encima, le hace esperar a Dios, que se deja probar pacientemente (6,17-21).

Dios le da la prueba. Pero el joven, al darse cuenta que verdaderamente es Dios el que le habla, en vez de animarse, siente aun más miedo. Dios, como siempre, lo tranquiliza asegurándole que no va a morir. Gedeón acepta, y da nombre al lugar: Yavé-Paz.

Pobres de nosotros cuando le empezamos a pedir a Dios y el nos da. Porque a continuación es Dios el que empieza a pedir:

Lo primero que le pide es destruir los ídolos de su familia. No hay posibilidad de creer al mismo tiempo en Yavé y en Baal. O Yavé, o Baal. Se trata de echar abajo todas las concepciones de Dios que suponen otro proyecto de sociedad, en la que se justifica la marginación y la resignación. Dios no se pone en este momento a discutir sobre si hay otros dioses o no. Sencillamente obliga a elegir. ¿A qué Dios quiere de veras servir? Yavé no admite competencia.

Gedeón, con un grupo de amigos, destruye los ídolos familiares. Pero, como siempre que se derriban ídolos, se produce un gran alboroto. El pueblo lo quiere matar. Se salva por los pelos (6,25-32). Lo cual lo deja de nuevo indeciso. Por ello quiere probar una vez más si verdaderamente es Dios el que le empuja hacia acciones tan comprometidas. De forma caprichosa pide que Dios se le manifieste de nuevo, y Dios accede a sus caprichos: que si un puñado de lana queda de noche mojado o seco… (6,36-40).

Pacientemente Dios le fue sacando su falta de fe, su complejo de inferioridad, sus miedos e idolatrías. Cuando llega a sentir la fuerza del Espíritu (6,34), emprende su compromiso de abrir los ojos a sus hermanos y organizarlos para la defensa.

Y realmente tiene éxito. Llega a reunir a mucha gente: 32.000 personas (7,1.3). Pero su esperanza se apoya demasiado en aquella multitud y poco en Yavé. Entonces Dios le hace retirar a los miedosos (7,2s). Cumplir una misión liberadora es cosa de gente decidida.

Según Yavé, aún son demasiados. Nueva selección de Yavé: Los comodones no sirven. Sólo los que tienen conciencia de la urgencia. Quedan nada más que trescientos (7,4-7).

Deben elegir las armas; y no eligen las mismas armas de sus enemigos, sino que cada uno toma un cántaro, una antorcha y un cuerno, símbolos de su cultura popular (7,8).

Con este tipo de instrumentos, el pobre Gedeón tiene miedo de nuevo, pues desde los cerros donde se imaginan que los madianitas, acampados a sus faldas, son “numerosos como langostas” (7,12).

Dios le aconseja que baje a espiar cerca de las líneas enemigas. Allá escucha el sueño de un centinela madianita, que le dice a su compañero que había visto cómo un pan grande de cebada había rodado desde el cerro y al llegar al campamento había derribado las tiendas de campaña de su ejército (7,9-14). El pan de cebada es el alimento de los pobres (los otros lo hacen de trigo). Los pobres organizados, como pan compacto, cuando se ponen a rodar, echan abajo a los que les roban sus productos.

Gedeón comprendió la metodología de Yavé: Se postró y le dio gracias. Y vuelve al campamento a poner en marcha la sabiduría popular, la “sabiduría del monte”. Eligen astutamente el momento. Y con esa sabiduría, sabiduría de Dios, y con su ayuda, vencen a los madianitas. Gritos, ruido fuerte de los jarrones al romperse, cuernos sonando y antorchas agitándose, son las armas. Sus enemigos se asustan y huyen (7,15-22). Gedeón aprendió así que el pueblo de Dios no puede vencer a sus enemigos con las mismas armas que usan ellos: los caminos de Dios no son nuestros caminos.

Así acabó el problema de los madianitas por muchos años. Y vivieron felices, pudiendo comer de nuevo pan de trigo, pues ya no había quién le robara sus cosechas.

Tanto en Abrahán, como en Moisés y Gedeón, Dios aparece como un Dios que desinstala. Los tres vivían tranquilos, conformes con su situación. Dios tiene que sacarlos de su comodidad para que emprendan su misión y puedan hacerse padres de un pueblo de hermanos.

En la experiencia de Gedeón, se subrayan los mismos rasgos del rostro de Dios que ya habían experimentado Abrahán, Jacob y Moisés. La experiencia de Dios que tiene Gedeón es como un resumen de todas las anteriores. Es el Dios de Abrahán, capaz de cumplir sus promesas, por difíciles que parezcan; el Dios de Jacob, que desinstala del poder de los violentos; el Dios de Moisés, siempre a favor de los oprimidos, que exige un compromiso de liberación. En Gedeón se subraya que Dios es capaz de realizar todo esto a partir de un jovencito acomplejado que se siente el último y con métodos populares sumamente sencillos.

La forma de tener hoy experiencias de Dios al estilo de Gedeón pienso que puede ser a través de lo que llamamos acciones directas no violentas. Cuando los oprimidos luchan contra sus opresores con las armas de los opresores, a la larga son vencidos. Pero cuando luchan con las armas de su propia cultura, son invencibles. Así lo experimentaron Luter King, Ghandi, y tantos otros. En Paraguay lo sentimos en la época de las Ligas Agrarias…

 

Texto para dialogar y meditar: Jue 6,11-40 (vocación de Gedeón)

1. ¿Cuáles son las cualidades del Dios de Gedeón?

2. ¿Qué pasos tiene que dar Gedeón para cumplir la misión que Dios le había encargado?

3. ¿Nos parecemos nosotros en algo a Gedeón?

Terminemos leyendo lentamente la reflexión de Jueces: 2,11-19.