Apéndice I

Documentos papales sobre la Comisión Teológica Internacional

 

1. El sentido de la Comisión Teológica Internacional

A. Anuncio de la creación de la Comisión (Alocución en el Consistorio de 28 de abril de 1969)*

Nos queda por fin anunciar otra importante decisión: hemos instituido la Comisión Teológica, y publicaremos, próximamente, los nombres de sus miembros, a los que acogeremos con gran estima y confianza cordial.

Como bien sabéis, en el estado actual de las cosas, es necesario proveer al incremento de la investigación y de los estudios teológicos especialmente en lo referente a las nuevas cuestiones que el desarrollo de las ciencias y las tendencias de la mentalidad moderna proponen a la recta comprensión de las cosas divinas, y a la mejor exposición de la doctrina católica.

La Sede Apostólica sigue tal estado de cosas con la máxima atención, y para salir al paso de las necesidades de la hora presente en ese campo, hemos cuidado entre otras cosas, según las orientaciones del Concilio Ecuménico Vaticano II, de ajustar mejor la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe a su alto y grave deber. Además de la reforma dispuesta por el Motu Proprio «Integrae servandae», hemos acogido el voto del primer Sínodo de los Obispos, es decir, el de crear junto a esa Sagrada Congregación un equipo de estudiosos, cultivadores eximios de la investigación de las doctrinas sagradas y de la Teología, fieles al magisterio íntegro de la Iglesia docente. Hemos llevado a cabo, por tanto, durante todo este tiempo, una amplia consulta como lo requería la gravedad de la materia; siendo éste el único motivo que ha retrasado el cumplimiento de este proyecto que ahora se hace realidad: además de los teólogos de cuya consulta se sirve la mencionada Congregación para la Doctrina de la Fe y a los cuales expresamos nuestra complacencia por la competencia, dedicación y desinterés que ponen para servir a este importantísimo Dicasterio, en el estudio de las cuestiones corrientes, se añadirá ahora esta nueva Comisión de modo que la Santa Sede podrá tener la colaboración especial de teólogos expertos, escogidos en las diversas partes del mundo y aprovecharse así de un más amplio intercambio y de experiencias más variadas para profundizar y tutelar la fe, es decir, para profundizar y tutelar la genuina verdad revelada y, por consiguiente, también para alimentar la auténtica vida espiritual de todos los órdenes de la Santa Iglesia.

Esto es, venerables hermanos, cuanto nos hemos complacido en comunicaros en esta solemne circunstancia del Consistorio. Continuad asistiéndonos con vuestra prudencia, con vuestra experiencia, en el cumplimiento de nuestro gravoso servicio, ayudándonos especialmente con la oración que a todos nos une en Cristo; por parte nuestra nos gozamos al aseguraros el recuerdo continuo, la benevolencia más grata, la complacencia más sincera mientras que, en prenda de copiosos dones celestiales sobre vuestra actividad, toda ella gastada para bien de la Iglesia, os impartimos de corazón la bendición apostólica.

B. Discurso de los Obispos italianos (11 de abril de 1970)*

Y podemos sacar motivo de consuelo para el ejercicio de nuestro magisterio incluso de algunos hechos concretos y recientes, como la creación de la Pontificia Comisión Teológica, hecho éste, que por sí sólo, demuestra cómo la Iglesia docente estima y promueve los estudios teológicos, cómo acepta alcanzar por sus investigaciones probadas el incremento de su comprensión de la verdad revelada y tanto más de la relativa a la especulación humana, y cómo trata de aprovechar su ciencia para imprimir al lenguaje propio la expresión más adecuada para la comprensión y la difusión de su enseñanza. Auguramos un nuevo y floreciente período para los estudios eclesiásticos, y confiamos que la irradiación de la fe obtenga de él nuevo esplendor.

C. Discurso al Sacro Colegio (23 de junio de 1970)*

Todos los hijos de la Iglesia, cada uno en su puesto, y siguiendo la propia vocación, son responsables de esta obra grandiosa. Éste es, para el Papa, el pensamiento dominante de todo su pontificado, desde el primer momento, en los innumerables ambientes a los que llega la vida de la Iglesia. Para asegurar mejor la renovación querida por el Concilio, hemos deseado adaptar los órganos de la Santa Sede, comenzando por la Sagrada Congregación para la Doctrina de la fe, junto a la cual hemos instituido una Comisión teológica. Esperamos mucho de esta última, al considerar cuán prometedores son sus primeros trabajos. En el campo inmenso de la reflexión teológica se plantean tantos y tan importantes problemas, que es necesario darles aquellas respuestas, en las que el cristiano de hoy encuentra las certezas de las que tiene necesidad(830).

2. Alocución de Pablo VI a la Comisión Teológica Internacional (6 de octubre de 1969)*

Venerables hermanos y amados hijos:

«La gracia de Nuestro Señor Jesucristo, y la caridad de Dios, y la comunión del Espíritu Santo, sea con todos vosotros« (2 Cor 13, 13).

A vosotros, que en la Iglesia de Dios tenéis el alto oficio, y como Nos os lo auguramos, el carisma de «doctores para la consumación de los santos en la obra del ministerio, en la edificación del cuerpo de Cristo» (Ef 4, 12), y que por esta causa conocéis ya todo lo que se refiere a la naturaleza, la importancia, la finalidad de esta Comisión teológica internacional, a cuya composición os hemos llamado, no tenemos otra cosa que deciros que los sentimientos de nuestro espíritu con los que os recibimos y os confiamos el ejercicio de las funciones que de vosotros demanda la nueva institución.

Nuestro primer sentimiento es de satisfacción por haber correspondido al deseo expresado por el Sínodo Episcopal del 27 de octubre de 1967, el cual ha sugerido la oportunidad de crear este nuevo organismo para ayuda de la Santa Sede y especialmente de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe. Deseosos de secundar los anhelos de una voz tan autorizada como es la del Sínodo Episcopal, aprovechamos esta ocasión oportuna que nos ha sido ofrecida para expresar nuestro propósito de llevar a la realización aquello que en el reciente Concilio tiene su primero y verdadero origen y de valernos efectivamente del recto consejo de nuestros hermanos en el Episcopado para imprimir al gobierno de la Iglesia una eficacia siempre mayor.

Otro sentimiento nuestro es la esperanza de que sea ayudado con vuestra colaboración nuestro gravísimo oficio de magisterio, que, a causa de la sucesión apostólica, nos ha sido confiado. Somos Nos los primeros en inclinarnos bajo el peso de la potestad que nos ha sido conferida, los primeros en advertir la debilidad de nuestras fuerzas personales frente a la plenitud de sabiduría y de verdad que el ejercicio de tal potestad de enseñar implica, los primeros en temblar en la humildad y en la oración, cuando el deber de nuestro oficio apostólico nos obliga a ejercer tal potestad, a medir el objeto con la palabra de Dios y a contrastarlo con la fe de la Iglesia, y a confirmar nuestra mente con las investigaciones piadosas y prudentes de los doctos, y a solicitar el consenso de nuestros hermanos en el Episcopado. La autoridad y la seguridad de este magisterio, vosotros lo sabéis, se apoyan en el mismo Cristo, nuestro único y supremo Maestro, y son absolutamente necesarias para el gobierno, para la estabilidad, para la paz y para la unidad de la Iglesia de Dios. Quien lo rechaza o quien lo niega, ataca a la Iglesia única y verdadera, debilita su fuerza apostólica, favorece no ya la instauración de la unidad de todos los cristianos en la verdad y en la caridad, sino más bien la dispersión del rebaño de Cristo, y ofende, por ello, gravemente a las almas que tienen o buscan la fe, y toma sobre sí ante Dios la responsabilidad de este delito.

Más todavía, aunque pudiésemos hacer nuestras las palabras de San Pablo: «Mi palabra y mi predicación no está en las palabras persuasivas de la sabiduría humana...», y también éstas: «Las cosas que hablamos, no en palabras doctas de la sabiduría humana, sino en la doctrina del Espíritu...» (1 Cor 2, 4 y 13), no nos consideramos dispensados del estudio sincero y serio de la palabra de Dios, ni del empleo de todos los recursos competentes para adquirirnos aquella «ciencia de Dios» (cf. Col 1, 10), que forma parte de la llamada pedagogía de la gracia, ni de la investigación de aquella disciplina que capacita para la enseñanza de la doctrina (cf. Rom 12, 7); es decir, no solamente no prescindimos de la reflexión teológica, sino que la consideramos como una función vital, importantísima, connatural, necesaria del magisterio eclesiástico.

Por ello, grande es nuestra esperanza de que vosotros, cultivadores de la ciencia sagrada, que llamamos teología, podréis y querréis prestar una firme ayuda a la misión confiada por Cristo a sus apóstoles con estas palabras: «Ponéos en marcha, pues, y enseñad a todas las gentes» (Mt 28, 19); lo que se hará tanto con la cuidadosa investigación de la fe, como con la búsqueda de todas aquellas nociones con que la fe se comprenda más cuidadosamente, más ampliamente y de modo más acomodado a su divulgación, o en el ofrecimiento de aquellas sugerencias que abran al arte de la enseñanza caminos más fáciles, a saber, que muestren, de modo más apto, qué hay que enseñar y cómo hay que enseñar(831).

Permítasenos mencionar un tercer sentimiento, que tenemos en el corazón en estos instantes, y es el deseo de aseguraros, venerables hermanos e hijos queridísimos, los sentimientos de nuestra estima y de nuestra confianza en vosotros y en la conciencia de vuestra importantísima responsabilidad en orden a la doctrina, que os califica como teólogos en la Iglesia católica. Lo cual equivale a aseguraros de nuestra intención de reconocer las leyes y las exigencias propias de vuestros estudios, es decir, de respetar aquella libertad de expresión que es propia de la ciencia teológica y aquella posibilidad de investigar que reclama el progreso de la ciencia, la cual estima sumamente cada uno de vosotros. A este propósito, desearíamos disipar en vosotros el temor de que el servicio que se os ha reclamado deba por ello condicionar y restringir el ámbito de vuestros estudios hasta el extremo de impedir las legítimas investigaciones o las fórmulas que convengan a la doctrina. No deseamos que se cree indebidamente en vuestros ánimos la sospecha de una emulación entre dos primacías, la primacía de la ciencia y la de la autoridad, cuando en este campo de la doctrina divina sólo existe una primacía, la de la verdad revelada, la de la fe, la cual tanto la teología como el magisterio eclesiástico quieren proteger con deseo unánime, aunque de modo diverso.

Sed, pues, tan fieles al objeto de vuestros estudios, es decir, a la misma fe, como confiados en la posibilidad de desarrollar esas investigaciones según sus propios principios y según vuestro ingenio personal. Esto significa que admitimos gustosos el progreso y la variedad de las ciencias teológicas, es decir, aquel «pluralismo», que parece caracterizar hoy y designar aptamente la cultura y la humanidad de nuestro tiempo; sin embargo, no podemos menos de advertir que es absolutamente necesario, como siempre ha profesado la tradición de la Iglesia, conservar la misma intrínseca verdad de la doctrina católica, «es decir, en el mismo dogma, en el mismo sentido y en la misma sentencia», como todos vosotros sabéis perfectamente(832).

Deseamos, finalmente, expresar el deseo de que la colaboración que vais a prestar al dicasterio de la Santa Sede, destinado a la custodia de la Doctrina de la Fe, llegue a ser sumamente próvida y saludable, no solamente para defender al pueblo de Dios de tantos y tan grandes errores como lo amenazan, los cuales invaden el divino depósito de la verdad revelada por Dios y transmitida con autoridad por la Iglesia católica, sino también para otros dos objetivos de la máxima importancia: el de encontrar en la firmeza de nuestra fe el misterioso camino de un lenguaje persuasivo que sea apto para instituir el diálogo ecuménico, un diálogo orientado a restablecer en la misma fe y en la misma caridad la perfecta y feliz comunión con los hermanos hasta ahora separados de nosotros; y el de corroborar nuestro arte de enseñar, que con palabra griega llaman kerygmático, y nuestra capacidad de presentar el anuncio de la revelación divina y de la humana salvación con aquella fidelidad que supera las fuerzas de nuestro ingenio y también las habilidades de pensar y actuar de los hombres de nuestro tiempo, pero juntamente con la claridad de la palabra, la nitidez del modo de decir, el ardor de la caridad, de modo que la tarea apostólica de la Iglesia en el mundo contemporáneo irradie hoy más que nunca, su luz de verdad, de belleza y de segura constancia.

Para ello no os faltarán -os los aseguramos, hermanos e hijos- nuestro respeto, nuestra plegaria, nuestra bendición apostólica.

3. Alocución de Pablo VI a la Comisión Teológica Internacional (11 de octubre de 1972)*

Nos sentimos feliz al encontrarnos con vosotros, siquiera sea muy brevemente, antes de la clausura de vuestra reunión anual. Deseamos saludamos personalmente a todos, mientras que estáis cumpliendo el cometido que la Iglesia, a través del mandato nuestro, os ha confiado. Este cometido consiste en presentarle las conclusiones de vuestros estudios y de vuestras discusiones sobre los problemas actuales relativos a la fe, lo que es propio de vuestra alta cualificación de teólogos.

Pretendemos, de este modo, reconocer la utilidad y la dignidad de vuestra actividad, que se ejerce en el seno de la Iglesia y de la Curia Romana; pretendemos daros las gracias por vuestra preciosa colaboración y queremos aseguramos nuestra estima, haciéndoos llegar al mismo tiempo, en vuestra labor paciente y sabia, el consuelo de nuestro aliento y de nuestra bendición. Nos alegramos por ver así puesto en honor y confirmado el lazo espiritual y eficiente que os une a esta Sede Apostólica, y saboreamos con vosotros la experiencia vivida de la unidad de la fe y de la caridad, propia de nuestra pertenencia a la Iglesia católica; es precisamente hacia esta unidad hacia la que, mediante la misma diversidad de nuestros ministerios respectivos, y la legítima pluralidad de las expresiones culturales y pastorales contingentes de la teología, todos deben converger para la unificación del Cuerpo de Cristo, como enseña el apóstol San Pablo (cf. Ef 4, 7-13).

Pensáis, y con razón, que tendríamos muchas cosas que decir: en primer lugar, en lo concerniente al ministerio que ejercemos respecto a vosotros, como heredero cualificado, guardián responsable e intérprete autorizado de la fe auténtica que es el centro de vuestros estudios; y después, en lo que respecta a las necesidades particulares que la Iglesia os manifiesta hoy, a vosotros, que sois los especialistas de la ciencia y de la inteligencia de la fe, tal como corresponde precisamente a teólogos católicos. Pero no es éste el momento de extenderse por estos campos inmensos.

Sin embargo, no queremos dejar pasar la oportunidad que se nos ofrece en este breve encuentro de daros una prueba de nuestra confianza, recordándoos plenamente la necesidad que, por otra parte, conocéis perfectamente, de estudiar el problema de la receptividad de la fe por el hombre moderno, cuya capacidad para acoger el mensaje de la fe parece muy debilitada.

Este hombre, en efecto, permanece encerrado en su propia mentalidad, que está totalmente orientada hacia el conocimiento fenomenológico de las cosas, y no está ya educada para la inteligencia metafísica de la Verdad, para la percepción profunda de la palabra de Dios, que lleva al hombre el anuncio de las realidades misteriosas del Reino de Dios.

Corresponde a vosotros, al igual que a los que cultivan el arte de bien pensar, es decir, a los filósofos, el hacer comprender al hombre moderno la necesidad de poseer estos «prolegomena fidei», que son las normas fundamentales del pensamiento, y sin las cuales la acogida de la fe degenera en las formas imperfectas y caducas del nominalismo, del pragmatismo o del sentimentalismo. Es necesario restituir al espíritu del hombre, a su pensamiento y a su corazón, esta aptitud fundamental que hace de él como una pantalla sobre la que puede proyectarse la luz de la fe, dando, de este modo, origen, tanto en la certeza como en la alegría o incluso en la ansiedad de una investigación vigilante, a esta relación original y salvífica, que es propia de nuestra religión, centrada en Cristo, Maestro y Señor.

De momento, dejemos todo lo demás. Esto debería ser suficiente para estimular vuestros esfuerzos en el estudio de los problemas religiosos múltiples y nuevos con los que se enfrenta el hombre de nuestra época, e incluso el fiel de nuestra generación a quienes la Iglesia debe dar una respuesta. Vuestra ayuda en este campo se revela indispensable. Ella merece, por parte de la autoridad misma de nuestro magisterio, gratitud, aliento y bendición.

4. Alocución de Pablo VI a la Comisión Teológica Internacional (11 de octubre de 1973)*

Venerables hermanos y queridos hijos, miembros de la Comisión teológica internacional.

Mientras celebráis la última sesión plenaria de este primer quinquenio, Nos, juntamente con vosotros, damos gracias a Dios por los dones de luz y de sabiduría que os ha concedido en este espacio de tiempo; también os agradecemos la labor a que os entregasteis, y que era más difícil por el hecho de que no existían ejemplos antecedentes y, en consecuencia, necesitabais como una cierta iniciación, unida a un esfuerzo no pequeño, pero también a una voluntad firme.

Que Dios os bendiga por ello. La Comisión Teológica fue creada para que colaborase con la Sede Apostólica -además de otros Institutos ya existentes- en orden a ejercer el oficio que le concierne sobre la doctrina. Por esta misma causa, frecuentemente la llamamos «nuestra» Comisión teológica. Ella corresponde a los deseos del primer Sínodo de los obispos y, en consecuencia, ocupa un lugar privilegiado en la Iglesia docente, pues por ella ha sido instituida y por ella es fomentada con permanente esperanza.

De esta manera, pues, una nueva forma de cooperación, más plena de lo que fue en tiempos pasados, se ha introducido entre los que se dedican a la teología, que guardan los llamados métodos científicos y técnicos, y el mismo Magisterio Pontificio. Así, también, a las escuelas teológicas repartidas en los cinco continentes se les ofrece la posibilidad de proponer su doctrina de modo legítimo o, como dicen, oficial.

Baste lo dicho para afirmar cuánto nos alegramos de ello, y para confirmaros la benevolencia que hemos tenido y seguimos teniendo a vosotros mismos y a vuestro trabajo desde el tiempo en que instituimos la Comisión teológica, es decir, desde el año 1969.

De una forma particular os manifestamos nuestra esperanza y confianza el día 6 de octubre del mismo año al visitarnos con motivo de reuniros en Roma para celebrar vuestra primera sesión plenaria. Entonces os confiamos el ejercicio de las tareas que se os piden por este nuevo Instituto(833).

1. Confesamos ciertamente que Nos movemos ahora por los mismos sentimientos de ánimo; añadiendo nuestro recuerdo agradecido y gran estima hacia el compañero que, en el transcurso de este tiempo, fallecióa y hacia los que, por otras causas, dejaron de ser miembros de vuestra Comisión.

Pero porque ahora estáis reunidos ante el Sucesor del bienaventurado Pedro, no podemos dejar de decir unas breves palabras en torno a la naturaleza de la Comisión y de su destino futuro presumible.

2. En primer lugar, Nos place considerar que los miembros de la Comisión se han movido por la voluntad de servir a la Iglesia al prestar un trabajo común a todos, con la intención de que el «método de trabajo» resulte idóneo y apropiado para estimular y confirmar la diligencia propia de cada uno.

Existen también motivos para alegrarnos del feliz éxito del trabajo realizado por la Comisión en estos cinco años. Basta recordar la ayuda que prestó al Sínodo de los obispos en el año 1971, cuando se trató de describir y de proponer más cuidadosamente la doctrina sobre el sacerdocio ministerial, y recordar igualmente la ayuda tan útil que prestó para ilustrar y resolver varios problemas de máxima importancia.

3. De todo lo que hemos indicado en breves palabras, se concibe la firme esperanza de que la realización del cometido de dicha Comisión se perfeccione todavía más y más y su ministerio eclesial se haga cada día más evidente.

En primer lugar, Nos parece que se puede solicitar y aplicar de modo más amplio y más apto la diligencia de esa Comisión, principalmente con que algunas de las realizaciones que ya consiguió (como ya en parte se ha hecho) sean publicadas juntamente con las conclusiones de las sesiones; pues los trabajos de la misma deben ser honrados y propagados si se juzga que concuerdan con la doctrina de la Iglesia y con las necesidades de estos tiempos. Así, pues, conviene que los mismos trabajos como que salgan del grupo, circunscrito a límites más estrechos, que los realizó, para que estimulen a los cultivadores de las sagradas disciplinas y abran a todos los discípulos del Señor el camino de la alegría y de la paz en la fe (cf. Rom 15, 13).

Estos estudios pueden, además, si es el caso, prestar a la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe la ayuda valiosa de peritos, ya que esta Congregación, por la situación actual, está obligada, y ciertamente de forma cada vez más urgente, a cumplir su oficio por el que debe «defender la doctrina de la fe y de las costumbres en todo el mundo católico»(834).

4. Conviene afirmar también que todos los teólogos, casi por ley de su oficio, participan, si bien con distintos grados de autoridad, en el oficio que es propio de los pastores de la Iglesia sobre este punto; es decir, en el oficio mediante el cual hagan que fructifique la fe y rechacen mediante la vigilancia los errores que se ciernen sobre su grey(835).

El oficio de los pastores, principalmente del Vicario de Jesucristo en la tierra, se ejerce por el Magisterio auténtico, cuyo origen es divino; éste está revestido de un carisma cierto de verdad que no se puede comunicar a otros y que no puede ser sustituido por ningún otro(836). Pero, por ello, no están exentos del esfuerzo de buscar los auxilios apropiados, para investigar la Revelación divina(837). Así, pues, su Magisterio auténtico necesita de la ayuda incluso «técnica» de los teólogos, los cuales, observando las leyes propias de su método, hagan que el juicio de la Iglesia madure más fácilmente(838).

5. En lo que concierne a cierta inclinación actual de algunos que están entregados a los estudios teológicos -a la cual dirigimos el espíritu con diligencia- parece conveniente que, sobre algún punto, paternal y humanamente, advirtamos a los que cultivan esta disciplina difícil, pero que inflama los espíritus, y a la que, según el ejemplo de los Padres de la Iglesia Oriental, podemos definir como «divina teología»: a saber, que estudiando según el método histórico, no descuiden la investigación especulativa, para lo que vienen perfectamente estas palabras: «conviene hacer una cosa y no omitir la otra»; y que, al investigar alguna parte peculiar, no olviden la universalidad y toda la amplitud de los capítulos de doctrina, que hay que tener en cuenta al conseguir y perfeccionar más la ciencia de las cosas divinas.

6. Dicho lo cual, es conveniente que estimemos en mucho, alabemos y confirmemos lo que habéis trabajado en este ministerio eclesial. Vuestra presencia es consuelo para Nos, ya que conocemos hasta qué punto la Iglesia necesita de doctrina teológica sólida, sana, adecuada a estos tiempos; y no olvidamos la conveniencia de que los teólogos estén convencidos de su vocación, por la cual deben ser discípulos fieles y apóstoles de la fe, dentro de los límites de la Revelación y de todo lo que el Magisterio de la Iglesia enseña expresamente y con autoridad. Manteniendo este camino, la Comisión teológica será para todos los teólogos, según honradamente confiamos, como guía en el cumplimiento de misión tan grave. Sin duda cumplirá este cometido que le ha sido confiado, si al realizar su labor fija su mirada en «Jesús Apóstol y Pontífice de nuestra confesión» (cf. Heb 3, 1); si el llamado pluralismo de las opiniones que defienden los miembros de la misma Comisión, en lugar de dañar en modo alguno a la unidad de la fe (en cuanto que disminuya aquella razón objetiva, unívoca, concorde, que ha de tener el entendimiento de la fe, lo cual es ciertamente propio de la fe católica), el mismo pluralismo, en realidad, será -decimos- una fuerza impulsora, para una comprensión más amplia y profunda de la misma fe, que siempre se refiere al Evangelio, anunciado por los Apóstoles (cf. Gál 1, 8), y conservado íntegro y constantemente vivo por aquéllos, a quienes dejaron como sucesores, y a los que entregaron el puesto de su magisterio(839).

Deseamos, por tanto, que la Comisión teológica consiga que su presencia en la Iglesia se recomiende por su fuerza y gravedad, más que por su éxito próspero; es decir, que sea presencia de «signo» del oficio salvífico que también en su nivel concierne a los teólogos, que estudian la doctrina sagrada.

Venerables hermanos y queridos hijos, éstos son nuestros deseos, que gustosamente confirmamos con nuestra bendición apostólica.

5. Alocución de Pablo VI a la Comisión Teológica Internacional (16 de diciembre de 1974)*

Se renueva en Nos la alegría al recibimos hoy, distinguidos miembros de la Comisión teológica internacional, en el momento del comienzo de vuestra reunión. Saludamos cortés y benignamente a los teólogos recientemente nombrados para vuestro grupo, o confirmados, los cuales según las prescripciones de vuestros Estatutos, «se distinguen por su ciencia teológica y por su fidelidad al magisterio de la Iglesia»; y que, además, presentan ante nuestros ojos una muestra de las diversas Escuelas teológicas en diversas naciones.

Esta estructura de vuestro grupo muestra claramente que conviene sumamente unir la estrecha relación entre las disciplinas teológicas, que nuestro tiempo tanto exige, tanto más que hoy entra a formar parte de la Comisión un mayor número de expertos de Teología moral que hasta ahora; mientras que la rotación de miembros permite constantemente a nuevos teólogos prestar a la Santa Sede su estimado servicio. Al mismo tiempo, es claro que la presencia de los trece miembros confirmados es garantía de una continuidad que conviene mantener para que de la Comisión se puedan recoger frutos abundantes. Aprovechamos esta circunstancia para no dejar de enviar un saludo con complacencia, recuerdo y felicitación a los que han sido sustituidos, por el insigne trabajo prestado durante los pasados cinco años.

Este año vuestros estudios se centran, como se decidió en 1969, en la investigación de «Las fuentes del conocimiento moral cristiano». Nos alegramos muchísimo de este tema. Como hemos podido ver por la documentación que nos habéis enviado, se trata de concretar la metodología de la moral, y los criterios ciertos para juzgar el acto moral, considerado bajo la óptica de la sabiduría cristiana. Se trata de un tema importante, de un tema serio, de un tema acomodado a las necesidades de Iglesia y de los hombres. pues se refiere a las mismas bases de la teología moral fundamental, conexas con los actos humanos.

Nadie ignora que la moral cristiana ha sido puesta en discusión, incluso en lo que afecta a sus mismos principios. Sin embargo, la Revelación propone un estilo propio y concreto de vida, que el Magisterio de la Iglesia interpreta auténticamente y prolonga y aplica a los nuevos desarrollos de la vida. Pero, a veces, esto se olvida fácilmente. Hoy, además, se discuten los mismos principios del orden moral objetivo(840). De lo cual se deriva que el hombre de hoy se siente desconcertado. No sabe dónde está el bien y dónde el mal, ni en qué criterios puede apoyarse para juzgar rectamente. Un cierto número de cristianos participa de esta duda, por haber perdido la confianza tanto en un concepto de moral natural como en las enseñanzas positivas de la Revelación y del Magisterio. Se ha abandonado una filosofía pragmatista para aceptar los argumentos del relativismo.

Nos, pensamos que una de las causas, y acaso la principal, de esta degeneración de la mentalidad del hombre moderno se debe a la separación radical, más bien que la distinción, de la doctrina y de la práctica moral, de la religión, negando a ésta toda razón de ser y privando a la primera de sus fundamentos ontológicos y de sus finalidades supremas.

La aparición, casi instintiva en amplios y significativos fenómenos de la mentalidad juvenil contemporánea, de ciertas opiniones espirituales orientadas hacia un misticismo necesitado de Absoluto y plenas de algunas voluntarias y laboriosas expresiones religiosas, nos permite ver un subyacente vacío racional excavado por los dogmas negativos del secularismo y de la pseudo-liberación del laicismo intransigente de moda, en el cual nos parece debemos reconocer la peligrosa decadencia moral de todo principio tonificante de la conciencia subjetiva, con la triste difusión de una delincuencia no solamente pasional e individual, sino colectiva y astuta y bajamente calculada, y al mismo tiempo, con el libertinaje hedonístico cohonestado, en el que los sentidos prevalecen sobre el juicio propio de la razón humana o sobre las justas normas sociales.

Séanos permitido intercalar en estas sencillas y breves observaciones una cita, que parece muy apropiada, de un hombre bueno y grande, cuya apología de la «Moral Católica» todavía conserva enseñanzas válidas para nosotros; hablamos de Alejandro Manzoni: «Ciertamente, los hombres tienen, independientemente de la religión, ideas sobre lo justo y lo injusto, las cuales constituyen una ciencia moral. Ahora bien, ¿es completa esta ciencia? ¿Es conforme a la razón estar contento con ella? El ser distinta de la teología, ¿es una condición de la moral o una imperfección de la misma? Éste es el problema; plantearlo es lo mismo que resolverlo. Así pues, esta misma ciencia natural es imperfecta, diversa y, bajo muchos aspectos, oscura; carece también de conocimientos muy importantes sobre Dios y, en consecuencia, sobre el hombre, y sobre la amplitud de la ley moral. Igualmente le faltan conocimientos sobre la razón de la repugnancia que el hombre experimenta con excesiva frecuencia incluso para observar la parte de ella que conoce y reconoce; y sobre los auxilios que necesita para cumplirla plenamente. Ésta es la misma ciencia humana que Jesucristo pretendió rehacer y reformar, cuando prescribió la acción y los motivos, cuando reguló los sentimientos, las palabras y los deseos de los hombres, cuando redujo todo amor y todo odio de los hombres a principios que declaró eternos e infalibles, únicos y universales. El unió entonces la filosofía moral a la teología; ¿corresponde a la Iglesia separarlas?»(841).

Otro punto crucial sobre la doctrina moral de la Iglesia, además de la aludida separación de la moral, de la religión y especialmente del Magisterio de la Iglesia en orden a algunos grandes problemas morales (como la contraconcepción, el aborto, la esterilización, la eutanasia, etc.), proviene sobre todo de la opinión que se difunde según la cual este Magisterio de la Iglesia se ha hecho viejo y desfasado. El proceso histórico de las ideas, la evolución continua de las costumbres, la actualidad del pensamiento de moda darían motivo fundado para rechazar las tesis de la doctrina moral de la Iglesia y para sugerir, más aún para justificar, un cambio de la enseñanza moral católica y para cohonestar un relativismo favorable a las tendencias «amorales» de la vida moderna.

El proclamado derecho a la libertad indiscriminada hace desaparecer el sentido del deber y de la obligación moral incluso en temas evidentemente graves y que obligan tanto en la vida personal como social (así divorcio, homosexualidad, experiencias prematrimoniales, etc.). El equilibrio ético de la persona y de la sociedad queda indudablemente comprometido por la aceptación de dichos criterios contrarios a la racionalidad moral, jurídica, política y mucho más a las normas de la vida cristiana. Si Federico Nietzsche fuese reconocido como el profeta del mundo moderno, ¿dónde quedaría el Evangelio de Cristo y dónde podría ir a terminar este mundo moderno?

Es por ello una decisión egregia el que hayáis escogido el estudio del problema moral bajo el aspecto fundamental de los criterios de la acción.

La Sagrada Escritura, de cuya doctrina los Padres del Concilio Vaticano II(842) han querido que se «alimentase principalmente» la exposición científica de la teología moral, ocupará el primer puesto en vuestros estudios. Os esforzaréis para que avancen los estudios teológicos sobre el uso de la Sagrada Escritura para determinar las normas morales según las exigencias legítimas tanto de la fe como de la exégesis y de la hermenéutica. Pondréis de relieve las supremas directrices de la moral bíblica: participación en el misterio pascual por medio del sacramento del bautismo con las exigencias que de él se derivan (Rom 8); vida conducida en el Espíritu (Gál 5); búsqueda de la justicia del Reino de Dios (Sermón de la Montaña, Mt 5-7); comunión del cristiano con Dios que es vida, amor, luz (1 Jn). Destacaréis la presencia en la Escritura de preceptos expresos sobre las relaciones con Dios y con los hermanos, sobre la caridad, la justicia, la templanza.

El recurso a los puntos firmes de la Revelación bíblica, oportunamente ilustrados, con la ayuda del Magisterio de la Iglesia, en su significado que afecta al hombre en su intimidad, en todas las épocas, es primario e indispensable en toda investigación de las fuentes del conocimiento de la ley moral cristiana. Y el Magisterio mismo considera vital vuestro tema porque -al igual que ha sucedido recientemente sobre el problema dramático del aborto- no puede callar sobre opciones fundamentales del obrar humano, y debe ayudar a los cristianos y a todos los hombres de buena voluntad a comportarse siempre según la recta conciencia de los deberes y obligaciones morales.

Se trata, por ello, de indicar, en nombre de Cristo, el camino hacia la salvación continuando y haciendo presente toda la labor del Redentor como luz de los hombres y fuente de todas las gracias. Esta labor no contiene sólo razones y principios, es decir, verdades que hay que creer, sino también actitud de vida y contemplación del fin, es decir, verdades según las cuales hay que vivir: «fe que hay que creer y que hay que aplicar a las costumbres», para usar palabras de los Padres del Concilio(843).

En una tema de tal amplitud no os bastará ciertamente el tiempo fijado para esta reunión, sino que será necesario también después dedicaros a vuestros esfuerzos de buscadores de la verdad de Dios. Nos os auguramos un progreso y una marcha serena y constructiva de vuestras deliberaciones ahora, y una creciente iluminación en el futuro, para el progreso de la doctrina. Tenemos la certeza de que la colaboración mutua entre vosotros, respetuosa de las atribuciones de cada uno, al igual que de las finalidades generales de la Comisión teológica, será preciosa para este altísimo objetivo, tan necesario para la Iglesia, sobre todo en un momento en el cual existe una gran necesidad de claridad de ideas y de firmeza de acción. Y deseamos también que sea fecunda y ordenada vuestra colaboración con las Comisiones Episcopales de las distintas Conferencias Episcopales, como igualmente con los Dicasterios de la Santa Sede, con el Sínodo de los Obispos y principalmente -en un modo ciertamente que hay que determinar y desarrollar ulteriormente- con la consulta de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la fe, que es organismo semejante y complementario del vuestro por la universalidad de sus miembros, por la preocupación de la interdisciplinaridad entre ellos, por la erudición de sus peritos, por el servicio magnánimo a la Santa Sede.

Nos imploramos para vosotros la luz y el don del Espíritu Santo y pedimos con oración fervorosa «que vuestra caridad se enriquezca cada vez más en conocimiento y en todo género de discernimiento» (Flp 1,9), mientras que, de corazón, impartimos a vosotros y a vuestros trabajos una particular bendición apostólica.

6. Alocución de Juan Pablo II a la Comisión Teológica Internacional (26 de octubre de 1979)*

Una ayuda eclesial para el conocimiento cada vez más profundo del misterio de Cristo

Venerables hermanos y queridos hijos.

1. Con inmensa alegría os saludamos a vosotros, miembros de la Comisión teológica internacional, y en primer lugar a su presidente, el cardenal Franjo eper, como también al cardenal Joseph Ratzinger, cuando por vez primera os congregáis en el Vaticano ante Nos, como Pastor de la Iglesia universal.

Seguidamente, nos complace afirmar: con gran gusto aprobamos, en grado sumo estimamos y mucho esperamos de vuestra Comisión, instituida por nuestro venerable predecesor Pablo VI el año 1969. Al mismo tiempo, os damos muchísimas gracias por la inmensa obra realizada ya, principalmente en este último quinquenio que se aproxima a su fin.

Responsabilidad de los teólogos

2. No sois solamente investigadores de la disciplina teológica, y ciertamente ilustres, sino que la suprema autoridad de la Iglesia os llamó para que, colaborando de diversas formas en las cuestiones teológicas, ayudarais al magisterio, en primer lugar, al Romano Pontífice y a la Sagrada Congregación para la Doctrina de la fe. Vuestra labor redunda también en beneficio de las Iglesias locales, que, en nuestros tiempos, pueden comunicarse entre sí con mucha mayor facilidad que anteriormente.

De todo esto se deduce la gravedad de vuestro oficio, o «la responsabilidad» que, en cierto modo, compartís con el magisterio de la Iglesia. Decimos «en cierto modo», pues, como ya expresó brillantemente nuestro anteriormente citado predecesor Pablo VI, el magisterio auténtico, cuyo origen es divino, «está revestido de un carisma cierto de verdad, que no se puede comunicar a otros y no puede ser sustituido por ningún otro»(844).

Algunos temas importantes

3. Por otra parte, este ministerio vuestro, que ejercéis en favor del magisterio y de la Iglesia universal, lo habéis demostrado ya brillantemente en estos años, conscientes de que debéis insertaros en la vida eclesial, hoy sometida a innumerables dificultades, y a sentencias diversas y peligrosas. Algunas cosas queremos recordar: con interés laudable y con utilidad no escasa, os habéis ocupado de estudiar el problema del sacerdocio ministerial, del que tanto se ha discutido a lo largo de estos años; mucha importancia ha tenido el tema de la unidad de la fe y del pluralismo teológico; habéis abordado no pocas cuestiones sobre la metodología moral y sobre los criterios del acto honesto; habéis estudiado con diligencia las relaciones entre el magisterio eclesiástico y los teólogos; os habéis ocupado de examinar diligentemente un tema muy actual en los últimos tiempos: nos referimos al tema contenido en la teología de la liberación, el cual suscita muchos estudios, principalmente en ciertas regiones de la Iglesia católica, y puede abrir el camino a conclusiones que, con toda razón, deben ser discutidas; tampoco podemos silenciar el hecho de haber tratado de problemas doctrinales del sacramento del matrimonio, los cuales necesitan realmente de la labor de los teólogos, a fin de que a los hombres de nuestra época, en lo que a esto se refiere, la voluntad de Dios Creador y Salvador se les proponga clara y convincentemente.

Lo que ya habéis realizado reviste gran importancia y por ello lo estimamos en gran medida y os damos las gracias; al mismo tiempo, con el máximo interés os exhortamos a que continuéis alegres la labor ya comenzada, y así, en este mundo tan difícil, pero abierto también a la verdadera esperanza, abráis el camino a todos los discípulos del Señor hacia el gozo y la paz en la fe (cf. Rom 15, 13)(845)

Los estudios cristológicos

4. Sabemos que en esta sesión plenaria vais a discutir cuestiones selectas de la cristología y esperamos que los frutos de vuestro trabajo no serán inferiores a los anteriores. Ya hemos visto una gran abundancia de documentos, tanto relaciones, como estudios históricos y teológicos que pertenecen a esta sesión, y leeremos atentamente las conclusiones a las que llegaréis con vuestra sabiduría. En la cristología, ciertamente, pueden ponerse de relieve nuevos aspectos, los cuales han de investigarse con la máxima atención, pero bajo la luz siempre refulgente de las verdades contenidas en la fuente de la Revelación y enunciadas infaliblemente por el magisterio a lo largo de los siglos.

«Tú eres Cristo, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16, 16); éste es el testimonio que el príncipe de los Apóstoles, iluminado por la gracia y basándose en su propia experiencia, claramente manifestó: «Ni la carne ni la sangre te lo reveló, sino mi Padre que está en los cielos» (Mt 16, 17). En estas palabras se contiene un cierto resumen de toda nuestra fe. Ciertamente, la fe cristológica profesada por la Iglesia católica se basa, con la dirección y el auxilio de la gracia, en la experiencia de Pedro y de los demás Apóstoles y discípulos del Señor, que conversaron con Jesús, y que examinaron detenidamente y palparon con sus manos la palabra de vida (cf. 1 Jn 1, 1). Estos hechos, experimentados de este modo, se interpretaron después a la luz de la Cruz y de la Resurrección, y bajo el impulso del Espíritu Santo. De ahí surgió la primera «síntesis» manifestada en las confesiones y los himnos de las cartas apostólicas. Posteriormente, con la marcha del tiempo, la Iglesia, apelando constantemente a estos testimonios y experimentándolos con su vida, expresó su fe con palabras cada vez más apropiadas en los artículos de los grandes Concilios.

Exigencia de nuevas respuestas

Vosotros, como teólogos de esta Comisión, os habéis dedicado al estudio de estos Concilios y, de forma especial, de los Concilios Niceno y Calcedonense. Las fórmulas de estos Sínodos universales, en efecto, tienen vigencia permanente; tampoco deben descuidarse las circunstancias históricas y las cuestiones que en aquellos tiempos se planteaban en la Iglesia y a las cuales ésta respondía con las definiciones de los Concilios. Sin embargo, los problemas discutidos hoy están conectados con los problemas de los primeros siglos, y las soluciones entonces conseguidas se insertan en las nuevas respuestas; ya que las respuestas actuales presuponen siempre, de alguna manera, los enunciados de la tradición, aunque no puedan reducirse a ellos bajo todos los aspectos.

Esta fuerza permanente de las fórmulas dogmáticas se explica con más facilidad porque se enuncian con palabras sencillas, utilizadas en el uso y en el trato de la vida aun cuando a veces parezcan expresiones de apariencia filosófica. De ahí no se sigue que el magisterio se haya adherido a una escuela peculiar, ya que las mismas expresiones significan solamente cosas que se encuentran en toda experiencia humana. Habéis tratado de descubrir también de qué modo estas fórmulas se refieren a la Revelación del Nuevo Testamento, tal como la entiende la Iglesia.

El Salvador habla al hombre de nuestro tiempo

5. Está claro, pues, que el estudio de los teólogos no debe circunscribirse, por así decirlo, a la sola repetición de las fórmulas dogmáticas, sino conviene que ayude siempre a la Iglesia a tener un conocimiento cada vez más elevado del misterio de Cristo. Pues el Salvador habla también al hombre de nuestro tiempo; advierte así el Concilio Vaticano II: «En realidad, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado». Ciertamente, «Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación. Con su encarnación, el mismo Hijo de Dios se ha unido en cierto modo con todo hombre. El trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de los nuestros, semejante en todo a nosotros, excepto en el pecado»(846).

Con razón, pues, en la carta encíclica que comienza con las palabras «Redemptor Hominis», escribimos: «El hombre... que desee examinarse totalmente... debe dirigirse a Cristo con su ansiedad y duda, con su enfermedad y maldad, con su vida y con su muerte. Debe, como con todo lo que es, entrar en El; debe "aceptar" y asumir para sí toda la verdad de la encarnación y de la redención, para que vuelva a encontrarse»(847).

Dicho esto, es evidente cuán importante es el estudio de los que, según la razón de un conocimiento más elevado, investigan este misterio de Cristo. ¡He aquí vuestra labor, he aquí la importancia de vuestra presencia en la Iglesia! La teología, casi desde los comienzos de la Iglesia, creció al mismo tiempo que el uso pastoral y para el mismo siempre tuvo mucha fuerza y la tiene en la actualidad, como, por ejemplo, para la catequesis.

Esta labor vuestra de investigación puede realizarse por diversos caminos: sabido es que, ya en la antigüedad, existían muchas escuelas teológicas, y también en esta época se conocen diversas y legítimas opiniones y sentencias, hasta el punto de que puede hablarse de un sano pluralismo teológico. Sin embargo, hay que cuidar de que el «depósito de la fe» permanezca íntegro y de que el teólogo rechace las sentencias filosóficas que no pueden armonizarse con la misma fe.

El problema de las «ciencias humanas» y la Revelación

6. De paso, se aborda aquí el problema de la relación entre «las ciencias humanas» y la Revelación, del que ya discutisteis ampliamente. Algunos, ampliando demasiado el campo propio de estas ciencias, llegan hasta suprimir el misterio de Cristo, como se lamenta San Pablo, y desprecian la necedad de la Cruz al exaltar la sabiduría humana. Por fortuna, sucede que muchos más teólogos, siguiendo el ejemplo de Santo Tomás, están convencidos de que la filosofía debe conducirse a los objetivos de la fe. Pues toda ciencia está fundada en principios propios como en sus raíces; por eso resulta que la teología juzga todos los problemas que debe resolver, en última instancia, a la luz de los principios de la fe. Actuaría contra naturaleza si, adhiriéndose a principios extraños, admitiese conclusiones que no pueden armonizarse con los principios propios.

Magisterio y teólogos

7. A veces surgen también dificultades en lo que se refiere a las relaciones entre el Magisterio y los mismos teólogos. Como ya hemos indicado, tratasteis este tema en una especial sesión vuestra celebrada hace pocos años, subrayando tres aspectos del mismo. Es decir, elementos comunes, lo que pertenece bien al Magisterio bien a la misión de los teólogos, y la diferencia entre el Magisterio y la teología.

De estos tres aspectos deseamos ilustrar el primero, ya que reviste la máxima importancia. Al prestar un servicio a la verdad, el Magisterio y los teólogos están ligados por vínculos comunes, es decir, están obligados por la palabra de Dios, por el «sentido de la fe» que en la Iglesia de los tiempos pasados y de esta época estuvo y está vigente, por los documentos de la tradición con los que se ha propuesto la fe común del pueblo, y finalmente por el cuidado pastoral y misional que ambos deben tener en cuenta.

Si se atiende a todo esto de forma debida, las dificultades que pueden surgir se resuelven fácilmente. Además, los teólogos que imparten la disciplina a los discípulos en las sedes de los estudios superiores, deben acordarse de que no enseñan por su propia autoridad, sino por la fuerza de la misión recibida de la Iglesia, como se advierte en la Constitución Apostólica Sapientia christiana(848).

8. Todas estas cosas que nos hemos limitado a tocar, ilustran bastante la importancia de la teología y, por tanto, de vuestra misión. Haced que también en el futuro enriquezcáis a la Iglesia con los frutos de vuestra investigación y vuestro servicio. Haced esto para que vosotros, en vuestra condición de maestros, forméis a jóvenes de agudo ingenio, como discípulos de vuestra disciplina, de tal suerte que la Iglesia cuente siempre con teólogos verdaderamente expertos, de los que siempre necesita.

Recuerdo de dos miembros desaparecidos

En esta ocasión conviene recordar a dos miembros, Edouard Dhanis y Otto Semmelroth, a quienes la muerte arrebató de en medio de vosotros y cuyas almas ardientemente encomendamos a Dios.

Por último, abrazándoos con sincero amor, por intercesión de la bienaventurada Virgen María, a la que invocamos como trono de la sabiduría, ardientemente pedimos al Señor os ayude siempre, os fortalezca y os premie por vuestros méritos. Confirme estos deseos la bendición apostólica que, con muchísimo gusto, os impartimos.

7. Alocución de Juan Pablo II a la Comisión Teológica Internacional (6 de octubre de 1981)*

1. Me complace vivamente saludaros, miembros de la Comisión teológica internacional, en primer lugar a su Presidente cardenal Franjo eper y a otros oficiales de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la fe. Venís aquí de todos los continentes de la tierra, de varias áreas culturales, de tantas regiones lingüísticas y de numerosas disciplinas de la ciencia teológica. En vosotros, pues, saludo a todos los teólogos católicos que trabajan por el bien espiritual de la Iglesia en todos los puntos de la tierra.

2. Mi venerado predecesor, el Sumo Pontífice Pablo VI, instituyó, el año 1969, la Comisión teológica internacional, después que los padres del Sínodo extraordinario de los Obispos, celebrado dos años antes, expresaran este deseo. El fin de la Comisión es «ayudar a la Santa Sede, y especialmente... a la Sagrada Congregación (para la Doctrina de la Fe) en el estudio de las cuestiones doctrinales de mayor importancia»(849). En estos dos quinquenios pasados la Comisión teológica ha realizado feliz y útilmente este cometido, de muchas y diversas maneras, como consta por los muchos documentos de gran importancia publicados hasta ahora. Sé que habéis prestado gran ayuda no sólo al Romano Pontífice, a la Sagrada Congregación para la Doctrina de la fe y a otros Dicasterios de la Curia Romana, sino también a las Conferencias Episcopales y al progreso de la teología. Este servicio era absolutamente necesario en estos tiempos en que surgen cuestiones difíciles y nuevas y sentencias diversas, y ha ayudado a que la única fe en la única Iglesia se nutra y corrobore. Por lo cual, la misión de la Comisión teológica tiene cada vez más importancia y repito las palabras de mi alocución del día 26 de octubre de 1979 a los miembros de esta Comisión: «con gran gusto aprobamos, en grado sumo estimamos y mucho esperamos de vuestra Comisión»(850).

Servicio al Papa, a la Curia Romana y a las Conferencias Episcopales

3. En esta función debéis servir y ayudar mucho para la buena y fructífera relación entre el Magisterio y la teología. Por lo tanto, permitidme recordar lo que dije, el año pasado, durante el viaje pastoral a Alemania, el 18 de noviembre en Altötting, a los profesores de sagrada teología: «La teología es una ciencia con las posibilidades y potencias del conocimiento humano. Es libre en el uso de sus métodos y análisis. Pero, al mismo tiempo, debe tener en cuenta cuál es la relación con la que se encuentra con la fe de la Iglesia. La fe no es algo que procede de nosotros mismos; más aún, estamos "edificados sobre el fundamento de los Apóstoles y de los Profetas, siendo piedra angular el mismo Cristo Jesús" (Ef 2, 20). También la teología debe presuponer la fe. Puede hacerla más clara y promoverla, pero no puede producirla. También la teología tiene, como fundamento, la fe de los Padres... El amor a la Iglesia concreta, que encierra en sí también la fidelidad al testimonio de la fe y al Magisterio eclesiástico, no libera al teólogo de su tarea, ni resta a éste nada de su necesaria autonomía. Magisterio y teología tienen distintas tareas que cumplir. Por eso, no pueden reducirse ambos a una sola cosa. No obstante, ambos sirven a una sola causa en todo su conjunto. Precisamente por esta estructura, deben permanecer siempre en un constante diálogo»(851). Esto vale de manera especial para las tareas de la Comisión teológica internacional, que comparte tan plenamente las solicitudes del Supremo Pastor de la Iglesia, las de la Curia Romana, así como las de los obispos esparcidos por el mundo.

Problemas actuales de Cristología

4. Sé que también en esta sesión plenaria habéis tratado de nuevo cuestiones selectas de cristología. En la reunión anterior la Comisión teológica internacional elaboró un instrumento valioso para discernir sobre las actuales controversias y para una inteligencia más profunda de la fe de la Iglesia, y espero que la continuación de este trabajo vuestro producirá frutos que sean dignos de los estudios que hasta ahora ha realizado la Comisión. A este propósito acaricio tres deseos que os quisiera exponer muy brevemente:

A. Jesucristo es imagen de Dios; en Él fueron creadas todas las cosas en el cielo y en la tierra (cf. 2 Cor 4, 4; Col 1, 15). En el rostro de Jesucristo resplandece el esplendor de Dios Padre invisible. Por lo tanto, Jesucristo es más que un profeta. Tiene una comunión singular con el Padre. Así, pues, sólo hemos sido redimidos, si Jesucristo puede comunicar en su persona la plena vida divina. Por eso, creemos en el Hijo de Dios, «Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado no creado, de la misma naturaleza del Padre, por quien todo fue hecho». En esta confesión de fe está la médula de la religión cristiana.

B. Esta fe cristiana depende del Nuevo Testamento y de la tradición viva de la Iglesia, como se manifiesta en los Concilios ecuménicos de los primeros siglos. La celebración del Concilio Constantinopolitano I recordaba este año a aquellos que son verdaderamente cristianos, que están unidos por el vínculo de la Sagrada Escritura y por este «consenso pentasecular», como se dice. La actividad teológica ha de ayudar, más que hasta ahora, a ese patrimonio y testamento de la Iglesia primitiva. No descuidéis esta fuerza espiritual en las discusiones actuales, también especialmente en las ecuménicas. Muchas declaraciones y muchos acontecimientos en el curso de esta conmemoración han suscitado gran esperanza de mayor unidad entre los cristianos separados.

C. Finalmente, la reflexión teológica ofrece a Dios trino alabanza y acción de gracias por su bondad infinita, pero contiene también una significación antropológica. Me refiero a la preclara y célebre expresión de la Constitución pastoral «Gaudium et spes»(852). «Cristo el nuevo Adán... manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación». En las Encíclicas «Redemptor hominis» y «Dives in misericordia» he intentado explicar este pensamiento de acuerdo con las angustias y esperanzas de los hombres. Este campo encierra ingentes tareas para la teología de hoy. Por lo cual me he alegrado al oír que en un futuro no lejano trataréis el tema de «La dignidad de la persona humana». ¡Daos cuenta de la íntima coherencia que hay en vuestros estudios!

5. Os doy las gracias por la labor realizada hasta ahora, bajo la guía del Presidente, Eminentísimo cardenal eper y del Secretario General, Protonotario Apostólico, Philippe Delhaye, los cuales con otros muchos de vosotros soportan el peso del trabajo desde hace más de 10 años. Igualmente expreso mi gratitud a vuestro Secretario técnico, Pierre Jarry, por el asiduo cumplimiento de sus tareas. En el tercer quinquenio que ha comenzado ahora os deseo todo bien y prosperidad de Dios. Abrazándoos con caridad sincera, pido instantemente a Dios, por intercesión de la Bienaventurada Virgen María, que os asista siempre con los dones del Espíritu, os fortalezca y os lleve a un conocimiento cada vez más profundo de sus riquezas. Que confirme estos deseos la bendición apostólica que con sumo gusto os imparto a todos vosotros.

8. Alocución de Juan Pablo II a la Comisión Teológica Internacional (5 de diciembre de 1983)*

Teología de los derechos y de la dignidad de la persona humana

Carísimos hermanos:

Diálogo entre el Magisterio y los teólogos

1. Os recibo con gran alegría, pues todo encuentro entre el Supremo Pastor y los miembros de su Comisión teológica internacional es causa de una renovación del entusiasmo de los espíritus y de los corazones, y de un progreso de la fe y de la caridad cristiana. La comunicación entre el Magisterio y los teólogos ­entre los que me es gratísimo recibiros, sobre todo, a vosotros, miembros de la Comisión teológica internacional­ es siempre ocasión para mí y para vosotros de responder mejor a nuestras vocaciones y carismas para gloria de Dios y bien del pueblo cristiano, así como de todos los hombres de buena voluntad.

Recuerdo del Cardenal eper y del Profesor Rózycki

2. Al recibiros hoy gustosamente, no puedo no recordar a dos amigos que hemos perdido después de nuestra reunión del año 1981: el Cardenal eper y el Reverendo Señor Rózycki. El Cardenal eper debe ser considerado casi como fundador de la Comisión con la ayuda benévola de mi Predecesor Pablo VI, de venerada memoria. Teniendo en cuenta el Concilio Ecuménico Vaticano II, quería conseguir la colaboración entre la Sede Apostólica, el Sínodo de los Obispos que acabada de ser instituido y, por otra parte, un grupo selecto de teólogos.

Querría también evocar el recuerdo de mi amigo y maestro Ignacio Rózycki, quien en tiempos dificilísimos luchó por defender la Facultad Teológica Jagellónica de Cracovia. Profesaba una fe sincera sin ninguna incerteza y procuraba con frecuencia ­con un celo casi juvenil­ afrontar las cuestiones teológicas más difíciles.

El celo y la fe del Cardenal eper y del Doctor Rózycki sean para vosotros ejemplo y estímulo.

La teología en el primer período posconciliar

3. En estos últimos años, la Comisión teológica internacional ha trabajado con diligencia. Habéis publicado una segunda serie de cuestiones selectas de Cristología y Antropología bajo la dirección del Profesor, y ahora hermano mío en el Episcopado, Karl Lehmann. El año pasado preparasteis oportunamente una relación teológica y pastoral sobre la Penitencia y la Reconciliación para uso de los Padres del Sínodo.

Estas dos últimas relaciones no pueden hacernos olvidar los años anteriores. La Comisión Teológica Internacional publicó muchos escritos bajo el impulso del Papa Pablo VI. Oportunamente habéis querido reunir en un único volumen, para un uso más fácil de los lectores, los trabajos y las alocuciones pontificias de los diez primeros añosa. Así se ofrece al lector un conjunto de las cuestiones teológicas que señaladamente se han debatido en este primer tiempo después del Concilio. En estos días se hace estrecha y siempre necesaria la colaboración entre el Magisterio y los teólogos. Pues los profesores de teología, apoyados firmemente en la fe cristiana y apostólica, deben investigar las cuestiones nuevas, considerar las necesidades recientes de los pueblos tanto en lo que se refiere al bien del alma como al del cuerpo, elaborar nuevas síntesis sobre el misterio de Cristo, y sobre la naturaleza y el comportamiento moral del hombre.

Los signos de los tiempos

4. Pero conviene ahora que hablemos más bien del tema de esta vuestra sesión plenaria, que es: los derechos y la dignidad de la persona humana.

Como lo habéis advertido, hoy es muy oportuno establecer una reflexión teológica más profunda y más amplia sobre la dignidad de la persona humana. Os impulsan a esta tarea las diversas necesidades y expectativas o, como se dice hoy, los diversos signos de los tiempos.

La doctrina del Vaticano II

5. El primer signo es la enorme necesidad de un estudio más atento de la misma doctrina del Concilio Vaticano II sobre este tema, especialmente de la Constitución pastoral «Gaudium et spes». La historia eclesiástica nos muestra que la acción doctrinal, pastoral y renovadora de cada Concilio se retrasa veinte o treinta años. La novedad impide a algunos ser interiormente fieles oyentes. Por otra parte, algunos reformadores extremistas se equivocan, pues propugnan sus propias opiniones doctrinales y pastorales, más bien que la auténtica doctrina promulgada por el Supremo Pastor y por los Obispos que le están unidos. Sólo en un período temporal posterior, las doctrinas conciliares, tal como son, llegan a ser objeto de un estudio sistemático y se convierten en estimulo de la teología pastoral, de la vida de la Iglesia, de la verdadera reforma. Ya han pasado veinte años desde que el Concilio Vaticano II propuso una síntesis preclara sobre la dignidad de la persona humana, unida en alianza con Cristo Creador y Redentor. Pero quizás podemos lamentar que esta doctrina todavía no ha sido bien insertada en la teología ni ha sido bien aplicada. Es un deber de los teólogos de nuestra época tomar este camino y avanzar en él, estimando con razón que están íntimamente conexas entre sí las gracias de Dios, y los deberes y derechos de las personas humanas.

El hombre

6. Partiendo de aquí aparece el segundo signo de los tiempos: la necesidad de una integración teológica desde la índole personalista del hombre, es decir, la verdadera tutela de los derechos fundamentales que dimanan de esta dignidad.

El Magisterio del Papa estima mucho estos derechos humanos en su enseñanza impartida tanto en Roma como en sus viajes pastorales. El objetivo de este apostolado, al que los profesores de teología deben aportar su concurso, es doble.

En primer lugar se pretende la verdadera conversión evangélica para valorar, cada vez más, las necesidades de la justicia y para tener una percepción más fuerte del pecado personal o de sus consecuencias en el ámbito social. Ciertamente en estos últimos años el sentido moral se ha hecho más agudo en lo que se refiere a las obligaciones de la justicia individual, social, internacional. Pero no pocas veces se consideran estos postulados como si afectaran a otros hombres y no a nosotros mismos. El hombre moderno parece haber perdido el sentido del pecado y busca la causa de los males únicamente en las estructuras ajenas. Los teólogos con sus estudios exegéticos, dogmáticos y morales deben aportar su ayuda a la predicación apostólica. Es necesario que con Cristo y con Pedro hagan recordar el sentido genuino de la justicia y del pecado.

Por otra parte, es una tarea de la Iglesia católica procurar ante las autoridades civiles a través de «Iustitia et Pax» que se observen la justicia y los derechos humanos. Estas autoridades tienen la responsabilidad legítima del bien común y personal. Por lo cual, la Jerarquía, los presbíteros y los fieles pueden y deben prestarles «el suplemento de alma».

Las expectativas del mundo actual

7. El tercer signo de los tiempos es: un afán incansable puesto en que se respeten los derechos humanos y se favorezcan cada vez más según la expectativa de los pueblos. Con respecto a esto observa con razón la Constitución pastoral «Gaudium et spes»: «De la interdependencia cada vez más estrecha y de su paulatina difusión en el mundo entero se sigue que el bien común... se hace cada vez más universal, y por ello implica derechos y obligaciones que miran a todo el género humano»(853).

Esta percepción de los derechos y deberes crece cada vez más en estos últimos años. Pues el estudio de las ciencias. humanas ha excitado la conciencia de una experiencia específica y mostrado la necesidad de reconocer y realizar la promoción de todas las personas. A esta mentalidad, a este deseo universal debe responder el celo de los hijos de Dios por una búsqueda intelectual, moral y social de la dignidad, derechos y deberes de la persona humana.

La auténtica antropología cristiana

8. La reflexión teológica sobre la dignidad de la persona humana en la historia de la salvación contribuye mucho a confirmar los necesarios derechos humanos. En estos últimos años se ha descuidado no poco la auténtica antropología cristiana. Muchos buscaron en otra parte la solución del misterio del hombre. Pero la revelación cristiana puede aportar los necesarios fundamentos de la dignidad de la persona humana a la luz de la historia de la creación y de la historia de la salvación en sus diversas etapas, a saber, de la caida y de la redención.

Ciertamente las acciones divinas así narradas son presentadas de un modo casi trágico. Pero éstas son verdades eternas que frecuentemente, y sobre todo hoy, se dejan caer en un cierto olvido. La voluntad humanista de glorificar al hombre, que en sí es recta, ha querido a voces borrar tanto el origen divino del hombre como su semejanza divina. No se puede negar que después del Concilio han existido intentos de oscurecer el llamado verticalismo y de propagar un falso horizontalismo. De este modo, el hombre ha sido dejado a sus solas fuerzas, sin Padre, sin Providencia, mientras se proclamaba la muerte de Dios y «la muerte del Padre».

La gracia de Cristo

9. Pero el hombre ha sido redimido por la gracia de Cristo, el Hijo encarnado de Dios. ¡La gracia de Cristo! Esta misma expresión debe recordarse también cuando se trata de los derechos y deberes de los hombres. Si los misterios de la creación y del pecado tienen su parte en orden a regir la comunidad humana, y en la economía de los derechos y deberes, esto vale mucho más de la gracia pascual de Cristo.

También en esto se debe atender más diligentemente al Concilio Vaticano II. Recordad estas frases que se refieren a Cristo, Hombre Nuevo(854):

«El misterio del hombre no se ilumina verdaderamente más que en el misterio del Verbo Encarnado» (párr. 1). «El Hijo de Dios por su Encarnación, de alguna manera, se unió con todo hombre» (párr. 2). «El hombre cristiano, hecho conforme a la imagen del Hijo, que es el primogénito entre muchos hermanos, ha recibido las primicias del Espiritu por las que se hace capaz de cumplir la ley nueva del amor» (párr. 4). «Lo cual no vale sólo para los fieles cristianos, sino también para los hombres de buena voluntad, en cuyo corazón la gracia opera de manera invisible» (párr. 5).

Quizás parezca a algunos sorprendente esta conexión entre los derechos del hombre y la caridad de la ley nueva. Desgraciadamente la palabra caridad puede ser despojada de su significación humana por muchos errores, negligencias y opiniones sociológicas erróneas, incluso revestidas de nombre cristiano.

Se ha opuesto la caridad cristiana a la justicia social que proporciona el fundamento a los derechos de las personas humanas. Y realmente si la caridad significa solamente un movimiento del corazón o la ayuda prestada por pura benevolencia, no puede estar en armonía con los derechos humanos. Pero esta interpretación es una deformación del amor de Cristo Redentor.

Cristo no tiene palabras fáciles de consuelo, sino que da su vida y pide de sus discípulos que estén dispuestos al pleno don de si mismos. Aquí se encuentra el verdadero sentido de aquella «proexistencia» cristiana que tantas veces vuestra Comisión ha propuesto como síntesis de la Redención y de la vida cristiana.

Si descubrimos de nuevo el sentido genuino de la caridad «proexistente», los derechos humanos pueden y deben incluirse en ella, casi por el mismo sacrificio pascual de Cristo.

Los derechos de los hombres con respecto a la vida de la familia, el derecho a la vida y a los bienes propios se enseñaban ya en el Antiguo Testamento como mandamientos del decálogo: «No adulterarás, no matarás», etc. El apóstol Pablo abarca éstas y todas las cosas semejantes en la caridad pascual cristiana: «El amor del prójimo no obra el mal, pues el amor es la plenitud de la ley» (Rom 13, 10).

Al concluir esta breve consideración tenida con vosotros, exhorto a la Comisión teológica internacional a que investigue y propague cada vez más los principios humanocéntricos y cristocéntricos de los derechos del hombre. En todo tiempo se enfrentan en lucha el pecado de egoísmo de los hombres y el amor auténtico tanto en la doctrina como en la vida. Sed vosotros testigos del Amor «pro-existente» de Cristo.

Que la Bendición Apostólica que os imparto a cada uno de vosotros, os consiga las luces y fuerzas divinas, y a la vez que os saludo, os prometo mis oraciones para que vuestras deliberaciones tengan frutos sumamente abundantes.

9. Alocución de Juan Pablo II a la Comisión Teológica Internacional (5 de octubre de 1985)*

Los teólogos deben actuar al servicio del Magisterio

Eminentísimo, Excelentísimos, Reverendos señores:

Hace ya tres quinquenios de la constitución de la Comisión teológica internacional por mi predecesor el Papa Pablo VI, de feliz memoria. Con ello se ofrece al sucesor del Apóstol Pedro una excelente ocasión de saludar, con gozo y con la debida reverencia, al Eminentísimo Presidente, a los Obispos y a los otros miembros de la misma Comisión, de dar gracias a Dios por el trabajo realizado, de hacer votos para el futuro cuarto quinquenio. Parece justo y oportuno recordar las cosas efectuadas y hacer reflexionar sobre esta forma de colaboración entre el Magisterio de la Iglesia y los profesores y cultivadores de la teología.

1. Estudios realizados en los tres quinquenios.

Demos gracias a Dios porque estos quince años de trabajo de la Comisión teológica internacional no fueron infructuosos. «La gracia de Cristo no fue vacía en vosotros». Bajo la guía del Cardenal eper y del Cardenal Ratzinger, los miembros de la Comisión teológica internacional trabajaron en colaboración con diversos Dicasterios de la Curia Romana: Secretaría de Estado, la Congregación para la Doctrina de la fe, el Sínodo de los Obispos, la Pontificia Comisión para la Familia, la Comisión «Iustitia et Pax», etc.

a) A la teología dogmática pertenecen estudios y publicaciones bastante numerosas; nótense los estudios sobre la Apostolicidad de la Iglesia, la Colegialidad, el pluralismo teológico legítimo y el ilegítimo en la Iglesia, las relaciones entre el Magisterio y los teólogos.

Especialmente, prestasteis atención tres veces, con rectitud y éxito, «al centro de nuestra Confesión», Cristo el Señor. Estos estudios de la Comisión son ya conocidos y tenidos en cuenta: Cuestiones selectas de Cristología (el año 1979); Teología, Cristología, Antropología (1981). Ya empezasteis a estudiar la ciencia humana de Jesús, por impulso de mi maestro y amigo Rózycki, al que tanto echamos de menos.

b) A la teología sacramentaria se refieren las cosas que dijisteis sobre el sacerdocio ministerial en sí y en su relación con el sacerdocio común cristiano, ya en el comienzo de los trabajos de la Comisión teológica internacional, en conexión con el Sínodo del año 1971. También en perspectiva sinodal dirigisteis vuestra atención a los aspectos doctrinales y pastorales del Sacramento de la Reconciliación o Penitencia. Cuestiones doctrinales sobre el Matrimonio cristiano fueron, con éxito, objeto de vuestros estudios antes del Sínodo del año 1980.

c) Por lo que se refiere a la teología moral, investigasteis los fundamentos de la praxis cristiana y sus fuentes bíblicas, insistiendo en la permanencia todavía actual de las normas morales del Nuevo Testamento. Mostrasteis que las responsabilidades de los Pastores y de todos los cristianos se refieren a una doble obra, es decir, a la salvación operada por Cristo Jesús y a la promoción humana. Con respecto a esta misma promoción humana, cuidasteis tres publicaciones en estos últimos años: 1) tesis sobre la promoción humana y los derechos humanos; 2) un opúsculo sobre los aspectos actuales de esta cuestión urgentísima, en colaboración con la Pontificia Comisión «Iustitia et Pax»; 3) las relaciones propias de diversos colaboradores en la revista «Gregorianum».

Finalmente, en la última sesión de este año completasteis el estudio de los temas selectos de eclesiología que en este tiempo después del Concilio se han hecho más urgentes, como, por ejemplo, la cuestión de la fundación de la Iglesia por Jesucristo, de la Iglesia como «nuevo pueblo de Dios», y de la Iglesia como «misterio» y «sujeto histórico», la relación entre las Iglesias particulares y la Iglesia universal, la cuestión de la índole escatológica de la Iglesia, o sea, del Reino y de la Iglesia. El Eminentísimo Cardenal Ioseph Ratzinger, Presidente de vuestra Comisión, me ha comunicado que el texto definitivo de este estudio ha sido aprobado y que, por ello, puede ser publicado. Además habéis abordado otro tema de gran importancia en este tiempo, es decir, «Sobre la conciencia humana de Cristo». El texto sobre este tema ha sido aprobado en parte por la Comisióna.

2. Felicitación y aliento

Considerando la situación presente de la laboriosa actividad de todos los miembros, peritos y colaboradores de los tres quinquenios pasados, quiero decir unas palabras de felicitación y aliento. Vuestra vida mental y espiritual se desarrolla íntegramente en el campo teológico, especialmente, de la investigación, de la aplicación de métodos científicos, de la fe que busca entender.

Hay diversidad de gracias, de operaciones, escribió el Apóstol de los Gentiles a los Corintios (1 Cor 12, 4-7), «pero uno mismo es Dios, que obra todas las cosas en todos. Y a cada uno se le otorga la manifestación del Espíritu para común utilidad». En esta enumeración de gracias, de ministerios, de operaciones, me parece que se afirma ya, de alguna manera, la diferencia y la colaboración íntima que debe existir entre el Magisterio y los teólogos.

«Pues a unos puso Dios en la Iglesia primeramente apóstoles». Los sucesores de Pedro y de los otros apóstoles recibieron la responsabilidad pastoral única en la Iglesia. Ciertamente estos oficios deben ejercitarse con espíritu de äéáêovßá, como escribía el Vaticano II, por siervos del Pueblo de Dios, como Cristo el Señor fue Siervo de todos. Pero el mismo Señor proclama también su _îoõóßá (Mt 28, 18), y la comunica a los apóstoles y a sus sucesores como también la responsabilidad y la autoridad de enseñar y regir a los discípulos. Ciertamente hay colaboradores y ayudantes de los Apóstoles, del Romano Pontífice y de los Obispos, como aparecen ya en las cartas paulinas. Frecuentemente, pero no siempre, se llaman ðñåóâýôåñoé. A veces, se hace también mención de los «Doctores» (1 Cor 12, 28). Quizá se preanuncia esta ayuda y esta colaboración de gran valor por parte de los teólogos, cuando en el texto de la Primera Carta a los Corintios Pablo habla de los Doctores.

Con este pensamiento yo, sucesor del Apóstol Pedro, saludo a los äéäáóêÜëoõò, a los doctores de la ciencia teológica. A ellos, y especialmente a la Comisión Teológica Internacional, doy las gracias y los bendigo de todo corazón. Sean también felices y fructuosos vuestros futuros trabajos e investigaciones.

10. Palabras de Juan Pablo II a la Comisión Teológica Internacional antes de la concelebración eucarística (2 de octubre de 1986)*

¡Queridos hermanos de la Comisión teológica internacional!

Estamos reunidos aquí ante el Altar del Señor durante esta vuestra sesión plenaria anual, que por algunos días os hace estar en Roma junto a la Sede de Pedro, provenientes de varias partes del mundo.

Esta celebración eucarística nuestra es muy significativa: representa lo que podríamos llamar «fons et culmen» de toda la investigación y la reflexión teológica, como lo es, según la enseñanza conciliar bien conocida, para toda la vida cristiana.

El trabajo teológico forma parte de nuestra misma vida y de nuestra fe. Es una preparación y un resultado de aquella experiencia de contemplación y de oración, que encuentra su manantial en la celebración del Mysterium fidei.

Hoy la Iglesia celebra a los Ángeles custodios. Queremos, por ello, invocar la ayuda de estas creaturas espirituales que, por voluntad divina, nos acompañan y protegen en nuestra peregrinación hacia la eterna luz.

Pongamos sobre el Altar del Señor nuestras alegrías y nuestras esperanzas, nuestros temores y nuestros sufrimientos. Oremos también para que el Señor bendiga vuestro trabajo teológico, sostenido por la fe. Que sea fruto de la verdad humana y de la verdad divina, conquista de la razón y don del Espíritu.

11. Palabras de Juan Pablo II a la Comisión Teológica Internacional antes de la concelebración eucarística (5 de octubre de 1988)*

Ya que, según la antiquísima afirmación de la Iglesia, la «lex credendi» y la «lex orandi» siempre está unidas, es un acontecimiento sumamente oportuno que vuestra Comisión teológica internacional tome ahora el afortunado punto de partida de sus trabajos y deliberaciones en este rito litúrgico de hoy, que se celebra en torno al mismo humilde sucesor de San Pedro.

En primer lugar, saludamos cortésmente a vuestro presidente el Cardenal Ratzinger y a todos los demás participantes en vuestra reunión. Como argumento de vuestros estudios se propone uno de suma importancia: «la verdadera interpretación de los dogmas».

Por ello, en esta celebración litúrgica debemos suplicar, en primer lugar, la luz y el auxilio divino y la guía del cielo para investigar e interpretar las doctrinas inmutables de la Iglesia, para que la comunidad de Cristo en la tierra pueda siempre de modo sumamente fiel conformarse y obedecer a las revelaciones de Dios omnipotente. A este Creador misericordioso de las cosas queremos encomendar especialmente, con afecto fraterno, al Cardenal electo Hans Urs von Balthasar inesperadamente muerto a esta vida terrena y anteriormente ilustre colega vuestro.

Mientras tanto, interpretando la mente de Cristo, suplicamos un resultado fecundo y fructuoso de vuestras investigaciones, impartiéndoos Nuestra Bendición al final de este rito y celebrando hoy gozosamente con vosotros la sagrada Eucaristía.

12. Palabras de Juan Pablo II a la Comisión Teológica Internacional antes de la concelebración eucarística (5 de diciembre de 1990)*

Nos encontramos ahora reunidos aquí ante el altar de Dios para conmemorar al difunto Reverendo Señor Philippe Delhaye, Secretario General emérito de la Comisión teológica internacional, y a los demás Miembros que han dormido en el Señor. Celebrando este sagrado sacrificio, deseamos implorar debidamente del Dios de las misericordias el auxilio para todos ellos. Quiero además aprovechar esta ocasión para daros gracias por el fin cumplimiento, a lo largo del quinquenio que ya se ha agotado, del grave encargo que se os encomendó.

Que el benignísimo Dios, al que tenemos que estar agradecidos también por este motivo, se digne asistir a esta egregia Comisión teológica internacional de modo que, especialmente en esta época deseosa de luz, pueda ilustrar de modo más apto las verdades teológicas sin las que el hombre parece estar en la incertidumbre.

13. Palabras de Juan Pablo II a la Comisión Teológica Internacional antes de la concelebración eucarística (8 de octubre de 1993)*

¡Muy queridos hermanos en Cristo!

Me alegro de poder concelebrar con vosotros la Eucaristía con ocasión de la semana de estudios que vuestra Comisión teológica internacional está teniendo estos días en Roma.

Deseo expresar mi viva gratitud a vuestro Presidente, el muy querido Cardenal Joseph Ratzinger, y a cada uno de vosotros aquí presentes por el significativo trabajo que desarrolláis en servicio de la profundización teológica de las verdades de fe.

La Eucaristía que nos disponemos a celebrar, es el centro y el culmen de toda la vida de la Iglesia. De este «corazón» de la comunidad cristiana es necesario sacar luz y fuerza para que en la investigación bíblica y teológica se mantenga siempre vivo el valor fundamental de la caridad.

Queremos, por ello, durante la celebración de hoy invocar la gracia del Señor a fin de que en la Iglesia la investigación de la verdad no esté nunca separada del esfuerzo por la comunión.

14. Alocución de Juan Pablo II a la Comisión Teológica Internacional con motivo del XXV aniversario de su fundación (2 de diciembre de 1994)*

Señor Cardenal, queridos Hermanos en el Episcopado, queridos amigos.

1. Es para mí una alegría recibiros durante vuestra sesión plenaria anual y celebrar con vosotros el veinticinco aniversario de la creación de la Comisión teológica internacional, de la que sois ahora los miembros. Agradezco al Señor Cardenal Ratzinger que haya trazado su historia.

La idea que ha inspirado la constitución de la Comisión era la de prolongar de manera permanente la estrecha colaboración entre pastores y teólogos que había caracterizado los trabajos del Concilio Vaticano II, convocando a teólogos venidos de diversas partes del mundo. Yo querría repetir hoy la gran estima que tengo de la investigación teológica, convencido de que su ayuda es indispensable al ejercicio del Magisterio del Sucesor de Pedro. Por ello, al comienzo de nuestro encuentro, os doy vivamente las gracias por la contribución que no cesáis de aportar a la Iglesia y a sus pastores. Esta gratitud se extiende al conjunto de vuestros colegas que, antes de vosotros, han participado en los trabajos de la Comisión.

En veinticinco años, como ha sido recordado, la Comisión ha dado prueba de su vitalidad, especialmente elaborando documentos que sirven de referencia a la reflexión teológica de nuestro tiempo. Ella, por su existencia y por el desarrollo de sus trabajos, da un testimonio de gran valor sobre lo que debe ser el ejercicio de la teología en la Iglesia. Venís de diversos horizontes, representáis sensibilidades intelectuales y culturas diferentes a imagen del mismo campo teológico en su complejidad. Gracias a vuestras discusiones francas y rigurosas llegáis o, en todo caso, os esforzáis por llegar a un consenso sobre las cuestiones teológicas abordadas. En efecto, vuestros intercambios están marcados por la escucha atenta del otro y por la convicción de que el diálogo es necesario para hacer progresar el saber sobre puntos frecuentemente delicados. Vuestras sesiones se desarrollan en el clima de gran libertad y de respeto fraterno que requiere una búsqueda auténtica de la verdad.

2. La Comisión teológica internacional no constituye una sección de la Congregación para la Doctrina de la fe. Su misma independencia es la garantía de la autonomía necesaria para su reflexión. Al mismo tiempo, el hecho de que vuestro Presidente es el Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la fe es signo de que la Iglesia os llama a ofrecer a su Magisterio una colaboración fecunda.

Esto supone la confianza recíproca y la estima mutua. Me alegro de expresaros de nuevo, durante este encuentro, la confianza que concedo a los teólogos, como he tenido ocasión de testimoniar recientemente elevando al Cardenalato dos de los antiguos miembros de vuestra Comisión, el Padre Yves Congar y Monseñor Pierre Eyt. Otros miembros los han precedido: vuestro Presidente, creado cardenal por mi predecesor Pablo VI, y los teólogos Henri de Lubac y Hans Urs von Balthasar, designados por mí mismo. La Iglesia sabe que, a cambio, puede contar con vuestra confianza, cuyo fundamento es el amor que le tenéis. En efecto, el amor filial a la Iglesia está en el corazón de la vocación del teólogo; hace libre, pero es también la medida inmanente de sus investigaciones más arduas.

3. Uno de los rasgos característicos del pensamiento moderno es la atención prestada a las cuestiones de epistemología. Es necesario que los teólogos tengan una conciencia clara de la especificidad de su disciplina, tanto más que son conducidos a tener en cuenta la aportación de otras disciplinas científicas.

La teología, intellectus fidei, está enraizada en la fe. Sin la fe no hay teología. Por ello el teólogo debe ser un hombre de fe, en la certeza de que la verdadera fe es siempre aquella que profesa la Iglesia. Por una connaturalidad profunda conciliará su inteligencia con el misterio cristiano. En consecuencia, será, por un título especial, un hombre de oración. La vida espiritual es, en efecto, una condición indispensable de la investigación teológica.

4. Hombre de fe, el teólogo tiene por misión escrutar las riquezas de luz contenidas en el misterio. Hablando de misterio, subrayamos, en efecto, no una cierta opacidad o dificultad del mensaje revelado, sino la desproporción que existe, de una parte, entre aquel «que habita una luz inaccesible» (1 Tim 6, 16) y sin embargo se nos da a conocer, y, de otra parte, los límites de nuestro espíritu creado. La fe hace adherir a aquel que es la Fuente de luz. El teólogo se dedicará a poner en evidencia, con ayuda de la razón, las insondables riquezas recibidas de lo alto.

Conviene aquí poner de relieve una tentación típica de nuestro tiempo, la tentación que podríamos llamar de «estrechez de la razón». Porque, al progresar, el saber se ha diversificado en múltiples disciplinas distintas, se estaría fácilmente inclinado, si no se tiene cuidado de ello, a privilegiar, en detrimento de otros, un tipo particular de racionalidad. Esta actitud que está en el origen de cierto racionalismo provoca una distorsión del pensamiento, especialmente ruinosa para la teología en su vocación de ser sabiduría. El teólogo debe estar dispuesto a recurrir, sin prejuicios ni opinión formada de antemano, a todos los recursos de la razón humana tomada en su integridad, comenzando por sus recursos metafísicos. ¿No sabe que la razón humana es una huella y un reflejo de aquel que es la suprema Razón?

Ciertamente el camino del teólogo tiene algo de paradójico. La raíz de su saber es la luz infalible de la fe; su reflexión está sujeta a las limitaciones y las fragilidades propias de las cosas humanas. Su orgullo está en el servicio de la Luz divina, su modestia está en la conciencia de los límites del pensamiento humano.

5. En virtud de los fines asignados a vuestra Comisión, se os pide un doble esfuerzo. Debéis presentar a nuestros contemporáneos las bellezas del misterio de la salvación y su fuerza de liberación. Estáis también invitados a abordar con valentía las cuestiones nuevas que se plantean a la Iglesia. Dais ejemplo de ello en la presente sesión en la que tratáis de las relaciones del cristianismo y de las religiones no cristianas. Esto quiere decir que la nueva evangelización que debe marcar el alba del tercer milenio deberá mucho a los teólogos.

Permitidme que insista aquí en un solo punto. Entre los peligros que amenazan la cultura contemporánea. el más grave es la crisis del sentido de la verdad, generadora de desviaciones morales y de desesperanza. A vosotros, teólogos, pertenece dar de nuevo a un mundo, que no cesa aspirar oscuramente a ello, el deseo de alcanzar la verdad, o, para tomar de nuevo la expresión tan profunda de San Agustín, el gaudium de veritate, la alegría de la verdad que salva y que libera (cf. Jn 8, 32).

A través de vuestras personas, quiero, al terminar, dirigirme a todos los teólogos para alentarlos a proseguir con valentía y confianza su trabajo tan precioso para la Iglesia y su Magisterio.

Invocando los Santos Doctores de la Iglesia de Oriente y de Occidente, os otorgo de todo corazón la Bendición apostólica.

15. Carta de Juan Pablo II al Cardenal Joseph Ratzinger con ocasión de la Sesión Plenaria de la Comisión Teológica Internacional (4 de octubre de 1996)*

Con gran pena he debido renunciar este año a acoger a los miembros de esa Comisión teológica internacional en mi capilla para la acostumbrada Concelebración eucarística con ocasión de su sesión plenaria. Tal pesar es todavía mayor por el hecho de que se trata de la última sesión del presente quinquenio.

Mientras le ruego, Venerable Hermano, que se haga intérprete de este pesar mío ante los participantes a la Plenaria, deseo aprovechar la ocasión para expresar a cada uno toda mi gratitud por la obra llevada a cabo en estos cinco años. Informado regularmente sobre la marcha de los trabajos, he advertido con alegría la profunda convergencia de propósitos y de itinerario de la Comisión con cuanto he venido exponiendo estos años sobre temas fundamentales en algunas de mis Cartas Encíclicas. ¿Cómo no pensar en la análoga fecunda intención que existía entre el apóstol Pedro y el apóstol Juan, tal como nos la describe en particular el cuarto Evangelio? Simón, la «Piedra», aquel a quien Jesús confió sus ovejas, estaba regularmente flanqueado por el discípulo predilecto, aquel que apoyó la cabeza sobre el pecho del Señor, de modo que el ministerio del uno estaba coadyuvado por el ministerio del otro.

Reflexionando en esta luz sobre el trabajo del quinquenio que se concluye, deseo expresar mi satisfacción ante todo por el documento sobre la Redención, recientemente publicado por esa Comisión. En él encuentro oportunamente profundizado e ilustrado el tema de mi primera Carta Encíclica Redemptor hominis. Igual satisfacción debo expresar por el texto sobre el Cristianismo y las otras Religiones que la Comisión acaba de aprobar durante esta misma sesión. En él se retoma y desarrolla la temática de mi Carta Encíclica Redemptoris missio sobre la permanente validez del mandato misionero.

Análogamente pienso que la Carta Encíclica Dives in misericordia, que de alguna manera ilumina, como desde un centro panorámico, todo el camino de mi pontificado, encuentra un eco singular y un desarrollo original en el documento sobre Dios buena noticia para nosotros, actualmente en estudio de la Comisión, aunque de él hasta ahora sólo me son conocidas las grandes líneas.

He aquí pues que en el breve arco de un quinquenio se ve realizada, aunque en la distinción de los carismas, aquella fecunda colaboración que, experimentada durante el Concilio Vaticano II, se quiso continuar con la creación precisamente de la Comisión teológica internacional. Se trata de un camino valiente en la búsqueda del rostro de Dios, en el cual los discípulos del Señor, no obstante sus diversas personalidades y las específicas vocaciones se sostienen y se ayudan mutuamente.

De todo esto estoy sinceramente agradecido a los miembros de la Comisión y mientras aseguro mi constante recuerdo en la oración, les pido que quieran continuar en este precioso ministerio eclesial, también más allá de su presente actividad en el interior de dicho Organismo, en todo ámbito de la misión de la Iglesia, en que el Señor los llama a anunciar la buena noticia de Cristo resucitado, «esperanza de la gloria» (Col 1, 27).

Con mi afectuosa Bendición.

Del Vaticano, 4 de octubre de 1996.

 

Juan Pablo II