EL DIÁLOGO FE-CULTURA EN CENTROEUROPA

Discurso inaugural en el encuentro de centros culturales católicos centroeuropeos, celebrado en Munich del 13 al 14 de mayo de 1996.


Mons. Karl LEHMANN
Obispo de Mainz


Esbozo en forma de tesis algunas ideas que pueden servir para abrir la discusión sobre el tema del diálogo fe-cultura en Centroeuropa. No me detengo en puntos particulares, sino que me limito a dar unas pautas generales que abran perspectivas para el diálogo.

1. La relación fe-cultura en Centroeuropa es irreductible a un denominador simple, pues contiene numerosas tensiones y contradicciones que constituyen un escollo para su interpretación. Pero la urgencia de esta interpretación queda acentuada por su misma dificultad.

2. Por cultura entiendo el modo en que el hombre configura la naturaleza a su mundo; y este proceso de dar forma al mundo es al mismo tiempo una autoformación del hombre (le confiere una segunda naturaleza). Con frecuencia se distingue entre cultura subjetiva (la formación y las costumbres) y cultura objetiva (el conjunto de obras y creaciones culturales), aunque se trata de una diferenciación meramente metodológica.

En el ámbito filosófico de habla alemana se distingue entre cultura y civilización. Por civilización se entiende la totalidad de las instituciones que tienen como finalidad aliviar la existencia humana; en cambio, cultura designa más bien los trabajos del hombre que suponen una elevación y una autoexpresión a través del arte, de la religión y de las humanidades; así como las instituciones que sirven a este fin (la escuela, el teatro, las bibliotecas). Pero esta diferencia entre civilización y cultura, además de ser menos neta fuera del ámbito germánico, parece que se va difuminando en la actualidad. En cambio se plantea la cuestión de si sigue siendo significativo el sentido tradicional del término cultura en la civilización técnica de un mundo único, o si la cultura pertenece ya más bien a los fenómenos caducos de la historia.

3. La situación cultural la determina el espíritu del tiempo y de la sociedad. Pero este espíritu muda a menudo la concreción de su rostro. Hoy los cambios se suceden con rapidez. En el ámbito centroeuropeo se podrían caracterizar, en mi opinión, con las claves siguientes:

a) Secularización. Los modos de vida, antes imbuidos de religiosidad, pierden su enraizamiento último en el fundamento trascendente de Dios, así como el hábitat de un contexto eclesial. Es discutible si el proceso supone la extinción de contenidos que eran, en origen, sustancialmente cristianos, o si se trata más bien de una transformación de los mismos, de una evolución o desarrollo de sus virtualidades. Hoy el término de secularización no se refiere tanto a un traspaso al poder del estado de las propiedades (y bienes culturales) de la Iglesia, sino a una transformación de la mentalidad y de la conciencia colectiva, que pasa a comportarse como si Dios no existiera. La tendencia a la secularización está cada vez más presente en la cultura; al menos desde tiempos de la Ilustración, aunque su influjo se inicia con la Edad Moderna. No existen indicios de que sea posible provocar un giro epocal para frenar o corregir de manera decisiva esta dinámica. En este sentido, la dinámica de la secularización parece irreversible. Más adelante consideraremos qué implicaciones tiene esto para la religiosidad en general.

b) Funcionalización. La realidad ya no se comprende desde el mundo en su totalidad o desde el ser en general, sino que se concibe desde los fines u objetivos que corresponden a parcelas sectoriales. Lo que está en primer plano no es tanto el significado propio de la realidad en sí, sino su finalización en aras de un propósito racional. Los distintos ámbitos (como la economía, el deporte, el arte, la religión o la medicina) se independizan y se autoexcluyen según determinaciones precisas. Se reprime vigorosamente —si no llega a eliminarse— la pregunta por la totalidad del mundo. La religión aparece como una parcela sectorial más, que podría servir, por ejemplo, para clarificar algunas situaciones límite del hombre; o bien, como un servicio para satisfacer necesidades religiosas; si es que no se le da un interés social completamente marginal. De este modo, la religión, abandonada a sí misma, pierde su encuentro y su confrontación originaria con el mundo cultural. La misma religión padece de esta funcionalización, y se la considera equivalente e intercambiable con el resto de las manifestaciones culturales.

c) Pluralismo. La libertad religiosa, garantizada constitucionalmente en la democracia moderna, engendra un pluralismo religioso e ideológico para el que todas las religiones o ideologías tienen el mismo valor y están una junto a la otra, cada una con su pretensión individual. Se trata de una pluralidad que no equivale a una multiplicidad cualquiera, porque es fundante e inabrogable. La religión aparece como un asunto predominantemente privado, y se reprime —al menos de hecho— su carácter público. Todo lo cual provoca una situación que se acentúa además por el alto grado de subjetivismo e individualismo de la sociedad. De manera que el enfrentamiento no se da sólo entre visiones de la vida o creencias religiosas irreconciliables; a menudo encontramos también tensiones insolubles a nivel del individuo, que tiende hacia el sincretismo, haciendo un bricolaje con una multiplicidad de fragmentos de diversas religiones y cosmovisiones. Se da así incluso una propensión al politeísmo.

Esta divergencia fundamental, esta antinomia, no se percibe como molesta o inoportuna, sino que se valora como una expresión de libertad. El individualismo vacía la convivencia humana de unas normas comunes mínimas, y se manifiesta especialmente en el ámbito de la cultura, sobre todo en el del arte, en el que desaparecen casi todos los criterios: en la práctica, todas las barreras que podía haber impuesto un respeto a la religión, han sido ya transgredidas en nombre de la libertad del arte.

Estos tres elementos fundamentales —secularización, funcionalización y pluralismo— se refuerzan mutuamente y dan lugar, en su conjunto, a una importante crisis de sentido, tanto a nivel individual como social, que, sin embargo, se quiere más bien minimizar.

4. La crisis de sentido afecta al diálogo fe-cultura y lo hace difícil. La Iglesia y la religión aparecen como partes del sistema social, guiadas por sus propios intereses, a las que se les da trato de asociaciones. La celebración de los grandes aniversarios históricos (como por ejemplo los 450 años de la muerte de Lutero) ofrecen a la religión la oportunidad de un reconocimiento; sin embargo, no hay que olvidar que en estos casos no importa demasiado la dimensión espiritual o religiosa auténtica, por lo que esta vía lleva a archivar la religión como una pieza de museo. Aparece así como uno más de los monstruos históricos que irrumpen como cuerpos extraños en nuestro tiempo. Un diálogo auténtico, que admita —al menos hipotéticamente— el problema de una exigencia de sentido para el mundo actual, es posible sólo raras veces.

Antes dijimos que desaparece en gran medida la pregunta por el mundo en su totalidad; pero hay que añadir que, a pesar de la fragmentación de los ámbitos vitales —que difícilmente permite un sistema global— sí existe una cierta comunión de intereses. La política es, en este sentido, uno de los pocos «paréntesis» que tienen una función englobante del sistema, especialmente por lo que respecta a la opinión pública. No nos referimos a la política de los partidos, sino al criterio que determina en la práctica qué es lo relevante para la configuración de la sociedad, el cual está en estrecha relación con la situación política, con los programas de los partidos y con las luchas políticas. Este enfoque domina también el diálogo con la cultura, de manera que, en el fondo, la política impone su dominio sobre la cultura. Los artistas, por ejemplo, están, por desgracia, muy influidos —y son ellos mismos los que se dejan influir— por la política de partidos (como se revela en los apoyos de escritores y artistas durante las campañas electorales), y la consecuencia es una notable pérdida de independencia en la creación artística.

5. Las condiciones actuales de nuestra civilización dificultan así el diálogo fe-cultura en Centroeuropa. Entre otros elementos hay que añadir una brusca ruptura en la transmisión de la herencia cultural, y, por tanto, también en la transmisión de la tradición religiosa. Desde 1968 se ha ido derruyendo progresivamente, en sucesivos embates, la transmisión viva de la tradición entre generaciones, de manera que hoy podemos hablar de una verdadera fractura en la tradición y de una ruptura en su transmisión. Y dado que los personajes y contenidos bíblicos, así como los temas religiosos, determinan de modo decisivo nuestra herencia cultural, esta ruptura ha debilitado enormemente nuestra posibilidad de tomar conciencia de esta herencia, la posibilidad de comprenderla, de conservarla y de preservarla. En cambio, en su lugar han aparecido otro tipo de bienes culturales, como se aprecia, por ejemplo, en la música.

No hay que pasar por alto que la cultura se asemeja cada vez más a un mero entretenimiento, y que para muchas personas su relación con los bienes culturales obedece a una conducta consumística. Hay una verdadera «industria de la cultura»: los bienes culturales —especialmente los de moderna creación— se producen y se tiran, se usan y se gastan. Su valor intrínseco es escaso. Además, esta tendencia se ve reforzada por una fortísima trivialización de la cultura, que no sólo persigue un mayor acercamiento de la cultura a la vida cotidiana —que en sí sería loable— sino que cae, con frecuencia, en la banalidad. No es sorprendente que esta banalización vaya a la par con un achatamiento de la profundidad del ser humano y de la misma realidad, y que desaparezca en gran medida la relación con la trascendencia.

Hay que recordar también que la relación con la cultura tiene lugar, en grandísima medida, no en el encuentro inmediato con el patrimonio cultural, sino, más bien, a través de los medios de comunicación. El lugar de la cultura lo ocupa, muchas veces, la televisión, convirtiéndose, para muchos, en el único sucedáneo que la suple. Y aunque la investigación científica todavía no proporciona datos seguros sobre el efecto de estos medios, podemos partir de la base de que —a pesar de la existencia de algunas emisiones de gran valor, que son tremendamente estimulantes desde el punto de vista cultural— los medios de comunicación refuerzan el carácter consumístico de la cultura y una cierta banalización. A esto se añade el claro perjuicio que sufre la función educativa de la televisión (que en Alemania tienen, por ejemplo, las cadenas públicas) debido a su interés por aumentar los índices de audiencia. Por parte de las televisiones privadas, en los últimos años ha crecido mucho la comercialización, y una trivialización de los temas y del estilo. Con lo cual se pierde por desgracia la ocasión de aprovechar el enorme potencial del medio televisivo para una promoción intensiva de la riqueza del patrimonio cultural.

Los temas y las materias que la televisión introduce en el debate social actual son determinantes y constituyen un potente factor de la actual cultura de masas; pero la televisión, por su parte, contribuye muy poco a clarificarlos. Sería ésta la función de ciertas cadenas especializadas de televisión, de emisiones especiales de radio o de ciertas publicaciones escritas. A pesar de la progresiva disminución de los hábitos de lectura —que va creando nuevos analfabetos en las nuevas generaciones, sobre todo (aunque no exclusivamente) entre los hijos de los inmigrantes— no obstante, la importancia del libro y del periódico está destinada a perdurar todavía durante mucho tiempo. Pero el desarrollo vertiginoso de todo el campo de las telecomunicaciones pone de manifiesto que la futura sociedad de la información está amenazando ya desde ahora una genuina cultura de la lectura. Ya hace tiempo que la comercialización creciente ha convertido toda la cultura en mercancía. La mercancía está a merced de la demanda, y es intercambiable con las nuevas mercancías que van apareciendo. Cuando las ventas disminuyen, se la desecha, independientemente del valor intrínseco que pueda tener.

En esta situación global el diálogo fe-cultura se enfrenta con dificultades cada vez mayores. Ello es indudable por lo que respecta a su papel en la vida social y en la política cultural. La constante privatización del fenómeno religioso hace que la religión se vuelva en cierto modo invisible, porque queda completamente reducida al ámbito privado. Es verdad que la religión aparece a veces públicamente cuando sirve a una interpretación o instrumentalización política; pero a costa de perder, por este uso funcional, su alma.

Sin embargo, en medio de este proceso por el que la religión es excluida de la esfera pública, aparece simultáneamente otro fenómeno singular. A la religión no se la quita simplemente de en medio. Más bien vuelve a aparecer en la sociedad, pero en una multiplicidad de formas altamente dudosas. Se manifiesta a menudo en formas individualistas y subjetivistas, a las que antes hicimos referencia con el apelativo de un nuevo sincretismo. La religión se convierte en una mescolanza a la carta según las necesidades personales. Con frecuencia esta religiosidad subjetivista carece de contacto con una comunidad y se distancia de su vínculo natural con una ética. Pierde de este modo el necesario apoyo de una comunidad y de una institución que la sustente, y además padece por la disminución del control social —que en una comunidad grande se da de forma natural— perdiendo en transparencia, razonabilidad y fiabilidad. De este modo la religión se enmohece y se acerca a la superstición. Es impresionante la renovación y difusión de cultos satánicos, de antiguos ritos precristianos y también de símbolos cristianos alterados (como las misas negras). La experiencia nos enseña que estos arrebatos religiosos, que surgen casi siempre en círculos alejados de la Iglesia, tienen una vida breve y no dejan secuelas; sin embargo, como en ellos se suelen mezclar temas de sexo, de dinero o de estructuras autoritarias, contribuyen a sepultar aún más la estima de la sociedad por la religión. Esto se aplica en primer lugar al comportamiento de numerosas sectas.

En estas circunstancias el diálogo fe-cultura sufre toda una serie de perjuicios extras. La fe cristiana tiene que insistir mucho más que hasta ahora en una crítica ideológica que desenmascare estas realidades por medio de un serio discernimiento de espíritus. El cristianismo tiene que llevar a cabo una profunda crítica religiosa de estos fuegos fatuos, orlados de una religiosidad dudosa, que dormitan bajo capa de una sociedad pretendidamente liberal y secular. Si no se hace así ni siquiera la fe bíblica escapará a la confusión. La Iglesia tiene que cuidar mucho más su propia herencia cultural, reaccionando con mayor dureza contra la cursilería que se ha introducido, por ejemplo, en el folclore o en las peregrinaciones. Nos hace falta una amplia cultura religiosa de masas, para la cual contamos con bastantes buenos puntos de arranque.

7. Los elementos negativos no acaban con las esperanzas para el diálogo fe-cultura. Al contrario; con este retrofondo, el diálogo puede adquirir una cualidad completamente nueva, aunque bajo determinadas condiciones.

Hoy ya no existen muchas instituciones públicas que cuiden del patrimonio cultural de modo efectivo. La Iglesia tendría que entrar en una relación más estrecha con los centros de cultura, y, en particular, con los que se encargan de conservar la cultura. Lo mismo vale para las ciencias culturales de las universidades, tanto a nivel de la docencia como de la investigación. La fe tiene que salir en ayuda del patrimonio cultural con el apoyo social de la Iglesia, para que se tome conciencia de él y se logre evitar su desaparición. A lo largo de los siglos la Iglesia ha sido un transmisor de cultura potente y eficaz, y esta función perdura hasta el día de hoy. Sería necio escatimar recursos en este tema. Partiendo de una cultura de inspiración cristiana es posible todavía instaurar un diálogo que lleve a muchos alejados a un encuentro con la fe. El diálogo no tiene una función de mera custodia.

La Iglesia ha de promover también el diálogo fe-cultura comisionando obras a los creadores de cultura. No sólo para construir iglesias o para decorar artísticamente los espacios interiores, sino también en el campo de las artes plásticas, de la música, del teatro, e incluso del cine. No hay que excluir prácticamente ningún sector. Si la Iglesia se caracterizaba antiguamente por un amplísimo mecenazgo, hoy no puede renunciar —a pesar de contar con medios más modestos— a seguir comisionando obras de arte. Y tiene que tener también el valor de acercarse a artistas reconocidos que quizás en su obra precedente hayan tratado poco, o apenas, los temas cristianos. El diálogo exige vencer la timidez a hacer nuevas experiencias, afrontando los riesgos tal y como son. Por supuesto, hay que saber distinguir entre una provocación auténtica, verdaderamente inteligible, y el simple escándalo sensacionalista. Pero hay muchos ejemplos de cómo expresar eficazmente la novedad básica del cristianismo por medio de formas insólitas.

En este diálogo la Iglesia tiene que mantenerse alerta para no ignorar ciertos puntos de enganche para la fe que hasta ahora han permanecido latentes o apenas utilizados porque parecen contener elementos atrevidos, provocativos o escandalosos. Me viene por ejemplo a la memoria la brutal fuerza expresiva con que a menudo se visualiza en las Iglesias la violencia de la crucifixión. Pero pienso también en cómo afrontar las auténticas preguntas fundamentales de la existencia humana, como el dolor y el sufrimiento, la pérdida de los seres queridos y la muerte. A este respecto, el arte puede suscitar y profundizar en el espacio eclesial la experiencia de lo humano. Si no seguimos el camino de lo humano en las grandes creaciones artísticas e interrumpimos demasiado pronto el diálogo, corremos el riesgo de truncar dimensiones importantes de la existencia humana y privar también al cristianismo de la fuerza que necesita para penetrar en el mundo y en la cultura.

8. Para este tipo de encuentro, y para un nuevo diálogo, hacen falta algunas estructuras. El cometido del diálogo no se puede dejar simplemente a la improvisación. La Iglesia necesita personas adecuadas, y también —dada una cierta extrañeidad entre fe y cultura— una mediación estable con unos foros públicos en los que llevar a cabo el diálogo. Por ello, en Centroeuropa han ido surgiendo en las décadas pasadas, a pesar de muchas dificultades, una serie de instituciones, que hoy son imprescindibles para el anhelado encuentro fe-cultura.

a) En primer lugar están las academias católicas, que gracias a su libertad representan un puente de especialísima importancia para el diálogo con la cultura moderna, por lo que su trascendencia no se puede sobrevalorar. Éste sería de por sí el tema de toda una ponencia, aunque seguramente saldrá a lo largo del encuentro, dado que estamos reunidos precisamente en una academia que ha realizado este diálogo de forma ejemplar desde hace cuatro siglos.

b) La formación de adultos tiene —en conexión con muchas instituciones, como museos capitulares, archivos, visitas a talleres artísticos, etc.— muchas posibilidades de promover este importante diálogo.

c) Una casa editorial independiente, de inspiración cristiana, tendría una importancia fundamental, de lo cual falta —o se ha perdido— una justa valoración y toma de conciencia por parte de la Iglesia.

d) En muchas diócesis hay a lo largo del año ocasiones para este diálogo que se repiten periódicamente; por ejemplo, el «miércoles de ceniza para los artistas». En las casas de formación de Centroeuropa hay también exposiciones periódicas, con las correspondientes visitas guiadas y simposios.

e) Para la Iglesia es irrenunciable procurarse expertos —profesionales u honorarios— que sean de utilidad en estos ámbitos, así como proveer a su formación, tanto inicial como permanente.

9. Muchos son los aspectos que quedan por tratar. Mi exposición no ha querido ser sino un incentivo para el diálogo. En el actual diálogo fe-cultura hay que saber reconocer con cautela las dificultades existentes, pero es claro que no hay ningún motivo para caer en la resignación. Tal y como corresponde a la naturaleza de la fe y a la naturaleza del arte, el ámbito del diálogo entre ambos ofrece siempre nuevas sorpresas. Por ello es bueno que exista un Consejo Pontificio de la Cultura, que suscite y aliente este diálogo, y que recuerde cómo este intercambio no pertenece sólo al pasado, sino que forma parte —también hoy, y con vistas al futuro— de la misión fundamental de la Iglesia. Una Iglesia falta de cultura, o ajena a ella, se autodestruiría. La fe no puede prescindir nunca de una inculturación que proteja todo lo que es digno de ser conservado, y que lo reproponga de nuevo en toda su frescura, que se atreva a experimentar lo nuevo y a transmitirlo: nova et vetera.

(Français)

Mgr Karl Lehmann relève que la crise du sens qui affecte le dialogue foi-culture en Europe Centrale est due à trois facteurs: une sécularisation qui paraît irréversible, une «fonctionalisation» qui présente la religion comme une approche supplémentaire, un pluralisme qui renvoie la religion dans la sphère privée. S'ajoutent une brusque rupture dans la transmission de l'héritage culturel, une banalisation et une mercantilisation de la culture, et l'apparition de nouvelles formes syncrétistes de religiosité. Aussi l'Eglise doit-elle défendre le patrimoine culturel, développer un discernement critique des succédanées de religiosité, et utiliser les points de rencontre avec la foi, comme l'expression artistique, trop souvent ignorés.

(English)

Bishop Karl Lehmann argues that the dialogue between faith and culture in Central Europe is affected by a crisis of meaning brought on by three factors: an apparently irreversible process of secularization, a sort of functionalization which makes religion appear to be just one among many sectors of existence, and a pluralism which consigns religion to the purely private realm. In addition, an abrupt halt in the transmission of the cultural heritage, a banalization of culture, and the appearance of new syncretistic forms of spirituality are all contributing to the decline of religion. In this context, the Church must come to the aid of cultural heritage, implement a serious discernment of pseudo-religions, and be open to using points of contact with faith, like artistic expression, rarely tapped.