CAPÍTULO III

ESPIRITUALIDAD Y FORMACIÓN PERMANENTE DEL OBISPO

 

“Ejercítate en la piedad… Procura, en cambio, ser modelo para los fieles en la palabra, en el comportamiento, en la caridad, en la fe, en la pureza…
No descuides el carisma que hay en ti… Vela por ti mismo y por la enseñanza;
persevera en esta disposición
(1 Tm 4,
7.12.16).

 

I. Jesucristo fuente de la Espiritualidad del Obispo

 

33. Jesucristo fuente de la espiritualidad del Obispo.

Con la consagración episcopal el Obispo recibe una especial efusión del Espíritu Santo que lo configura de manera especial a Cristo, Cabeza y Pastor. El mismo Señor, “maestro bueno” (Mt 19, 6), “sumo sacerdote” (Hb 7, 26), “buen Pastor que ofrece la vida por las ovejas” (Jn 10, 11) ha impreso su rostro humano y divino, su semejanza, su poder y su virtud en el Obispo.[1] Él es la única y permanente fuente de la espiritualidad del Obispo. Por tanto, el Obispo, santificado en el Sacramento con el don del Espíritu Santo, es llamado a responder a la gracia recibida mediante la imposición de las manos, santificándose y uniformando su vida personal a Cristo en el ejercicio del ministerio apostólico. La configuración a Cristo permitirá al Obispo corresponder con todo su ser al Espíritu Santo, para armonizar en sí los aspectos de miembro de la Iglesia y, a la vez, de Cabeza y Pastor del pueblo cristiano, de hermano y de padre, de discípulo de Cristo y de maestro de la fe, de hijo de la Iglesia y, en cierto sentido, de padre de la misma, siendo ministro de la regeneración sobrenatural de los cristianos.

 

El Obispo tendrá siempre presente que su santidad personal no queda nunca a un nivel solo subjetivo, sino que en su eficacia redunda en bien de quienes han sido confiados a su cuidado pastoral. El Obispo debe ser alma contemplativa además de hombre de acción, de manera que su apostolado sea un contemplata aliis tradere. El Obispo, bien convencido de que a nada sirve la acción si falta el estar con Cristo, debe ser un enamorado del Señor. No olvidará, además, que el ejercicio del ministerio episcopal, para ser creíble, necesita de la autoridad moral que, conferida por la santidad de vida, sostiene el ejercicio de la potestad jurídica.[2]

34. Espiritualidad típicamente eclesial.

En virtud de los sacramentos del Bautismo y de la Confirmación que lo unen a todos los fieles, y en virtud de la misma consagración sacramental, la espiritualidad del Obispo es típicamente eclesial y se califica esencialmente como una espiritualidad de comunión,[3] vivida con todos los hijos de Dios en la incorporación a Cristo y en su secuela, según las exigencias del Evangelio. La espiritualidad del Obispo tiene también su especificidad: en efecto, en cuanto Pastor, servidor del Evangelio y esposo de la Iglesia, debe revivir, junto con su presbiterio, el amor esponsal de Cristo en relación con la Iglesia su esposa, en la intimidad de la oración y en la donación de sí a los hermanos y hermanas, para amar a la Iglesia con corazón nuevo y mantenerla unida en la caridad mediante su amor. Por eso, el Obispo promoverá incansablemente por todos los medios la santidad de los fieles y se empeñará para que el Pueblo de Dios crezca en la gracia mediante la celebración de los sacramentos.[4]

En virtud de la comunión con Cristo Cabeza, el Obispo tiene la estricta obligación de presentarse como el perfeccionador de los fieles, es decir, maestro, promotor y ejemplo de la perfección cristiana para los clérigos, los consagrados y los laicos, cada uno según su particular vocación. Esto debe llevarlo a unirse a Cristo en el discernimiento de la voluntad del Padre, de manera que “el pensamiento del Señor” (1 Co 2, 16) ocupe enteramente su modo de pensar, de sentir y de comportarse en medio de los hombres. Su meta debe ser una santidad cada vez mayor, para que pueda decir con verdad: “Sed mis imitadores, como yo lo soy de Cristo” (1 Co 11, 1).

 

35. Espiritualidad mariana.

Del perfil mariano de la Iglesia la espiritualidad del Obispo asume una connotación mariana. El icono de la Iglesia naciente que ve a María unida a los Apóstoles y a los discípulos de Jesús, en oración unánime y perseverante, a la espera del Espíritu Santo, expresa el vínculo indisoluble que une a la Virgen con los sucesores de los Apóstoles.[5] Ella en cuanto madre, tanto de los fieles como de los Pastores, modelo y tipo de la Iglesia,[6] sostiene al Obispo en su empeño interior de configuración con Cristo y en su servicio eclesial. En la escuela de María el Obispo aprende la contemplación del rostro de Cristo, encuentra consolación en la realización de su misión eclesial y fuerza para anunciar el Evangelio de la salvación.

 

La intercesión materna de María acompaña la oración confiada del Obispo para penetrar más profundamente en la verdad de la fe y custodiarla íntegra y pura como lo estuvo en el corazón de la Virgen,[7] para reavivar su confiada esperanza, que ya ve realizada en la Madre de Jesús “glorificada ya en los cielos en cuerpo y en alma”,[8] y alimentar su caridad para que el amor materno de María anime toda la misión apostólica del Obispo.

 

En María, que “brilla ante el Pueblo de Dios peregrino en la tierra”,[9] el Obispo contempla lo que la Iglesia es en su misterio,[10] ve ya alcanzada la perfección de la santidad a la que debe tender con todas sus fuerzas y la indica como modelo de íntima unión con Dios a los fieles que le han sido confiados.

 

María “mujer eucarística”[11] enseña al Obispo a ofrecer cotidianamente su vida en la Misa. Sobre el altar hará propio el fiat con el que la Virgen se ofreció a sí misma en el momento gozoso de la Anunciación y en aquel otro doloroso bajo la cruz de su Hijo.

 

Precisamente la Eucaristía, “fuente y culmen de toda la Evangelización”,[12] a la que están estrechamente unidos los Sacramentos,[13] será la que hará que la devoción mariana del Obispo sea ejemplarmente referida a la Liturgia, donde la Virgen tiene una particular presencia en la celebración de los misterios de la salvación y es para toda la Iglesia modelo ejemplar de escucha y de oración, de entrega y de maternidad espiritual.

 

36. La oración.

La fecundidad espiritual del ministerio del Obispo depende de la intensidad de su vida de unión con el Señor. Es de la oración de donde un Obispo debe sacar luz, fuerza y consuelo en su actividad pastoral. La oración es para un Obispo como el bastón en el que apoyarse en su camino de cada día. El Obispo que reza no se desanima ante las dificultades por graves que sean, pues siente a Dios a su lado, y encuentra refugio, serenidad y paz en sus brazos paternos. Abriéndose a Dios con confianza, se abre con mayor generosidad al prójimo haciéndose capaz de construir la historia según el proyecto divino. La conciencia de este deber comporta que el Obispo celebre cada día la Eucaristía y rece la Liturgia de las Horas, se dedique a la adoración de la SS. Eucaristía ante el Tabernáculo, al rezo del Rosario, a la meditación frecuente de la Palabra de Dios y a la lectio divina.[14] Tales medios alimentan su fe y la vida según el Espíritu, necesaria para vivir plenamente la caridad pastoral en la cotidianidad del cumplimiento del ministerio, en la comunión con Dios y en la fidelidad a su misión.

 

II. Las virtudes del Obispo

 

37. Las virtudes teologales.

Es evidente que la santidad a la que es llamado el Obispo exige el ejercicio de las virtudes, en primer lugar las teologales, porque, por su naturaleza, dirigen al hombre directamente a Dios. El Obispo, hombre de fe, esperanza y caridad, regule su vida sobre los consejos evangélicos y sobre las bienaventuranzas (cf. Mt 3, 12), de manera que también él, como fue ordenado a los Apóstoles (cf. Hch 1, 8), pueda ser testimonio de Cristo ante los hombres, documento verdadero y eficaz, fiel y creíble de la gracia divina, de la caridad y de las demás realidades sobrenaturales.

 

38. La caridad pastoral.

La vida del Obispo, gravada por tantos pesos y expuesta al riesgo de la dispersión a causa de la múltiple diversidad de las ocupaciones, encuentra su unidad interior y la fuente de sus energías en la caridad pastoral, la cual, con razón, debe decirse vínculo de la perfección episcopal, y es como el fruto de la gracia y del carácter del sacramento del Episcopado.[15] “San Agustín define la totalidad de este ministerio episcopal como amoris officium. Esto da la seguridad de que en la Iglesia nunca faltará la caridad pastoral de Jesucristo”.[16] La caridad pastoral del Obispo es el alma de su apostolado. “No se trata solamente de una existentia, sino también de una pro-existentia, esto es, de un vivir inspirado en el modelo supremo que es Cristo Señor, y que, por tanto, se entrega totalmente a la adoración del Padre y al servicio de los hermanos”.[17]

Inflamado por esta caridad, el Obispo sea llevado a la pía contemplación e imitación de Jesucristo y de su diseño de salvación. La caridad pastoral une al Obispo con Jesucristo, con la Iglesia, con el mundo que hay que evangelizar, y lo hace idóneo para desempeñarse como embajador de Cristo (cf. 2 Co 5, 20) con decoro y competencia, para gastarse cada día en favor del clero y del pueblo que se le ha confiado, y a ofrecerse como víctima sacrificial en favor de los hermanos.[18] Habiendo aceptado el oficio de Pastor con la perspectiva no de la tranquilidad sino de la fatiga,[19] el Obispo ejercite su autoridad en el Espíritu de servicio y la considere como una vocación a servir a toda la Iglesia con las mismas disposiciones del Señor.[20]

El Obispo deberá dar el máximo ejemplo de caridad fraterna y de sentido colegial amando y ayudando espiritual y materialmente al Obispo Coadjutor, Auxiliar y Emérito; al presbiterio diocesano, a los diáconos y a los fieles, sobre todo a los más pobres y necesitados. Su casa, como su corazón, estará abierta para acoger, aconsejar, exhortar y consolar. La caridad del Obispo se extenderá a los Pastores de las diócesis vecinas, particularmente a los que pertenecen a la misma Provincia eclesiástica y a los Obispos que tengan necesidad.[21]

39. La fe y el Espíritu de fe.

El Obispo es hombre de fe, conforme a cuanto la Sagrada Escritura afirma de Moisés quien, mientas conducía al pueblo de Egipto a la tierra prometida, “se mantuvo firme como si viera al invisible” (Hb 11, 27).

 

El Obispo juzgue, realice, soporte todo a la luz de la fe, e interprete los signos de los tiempos (cf. Mt 16, 4) para descubrir lo que el Espíritu Santo dice a las Iglesias para la salvación eterna (cf. Ap 2, 7). Será capaz de ello si nutre su razón y su corazón “con las palabras de la fe y de la buena doctrina” (1 Tm 4, 6), y cultiva con diligencia sus conocimientos teológicos y los aumenta cada vez más con doctrinas probadas, antiguas y nuevas, en plena sintonía, en materia de fe y de costumbres, con el Romano Pontífice y con el Magisterio de la Iglesia.

 

40. La esperanza en Dios, fiel a sus promesas.

Sostenido por la fe en Dios, que es “garantía de lo que se espera; la prueba de las cosas que no se ven” (Hb 11, 1), el Obispo esperará de Él todo bien y pondrá la máxima confianza en la divina Providencia. Repetirá con san Pablo: “todo lo puedo en aquel que me conforta” (Flp 4, 13), recordando a los santos Apóstoles y a tantos Obispos, que, experimentando aun grandes dificultades y obstáculos de todo tipo, predicaron sin embargo el Evangelio de Dios con toda franqueza (cf. Hch 4, 29-31; 19, 8; 28, 31).

 

La esperanza, que “no falla” (Rm 5, 5), estimula en el Obispo el espíritu misionero, que lo llevará a afrontar las empresas apostólicas con inventiva, a llevarlas adelante con firmeza y a realizarlas con perfección hasta que se concluyan. El Obispo sabe, en efecto, que es enviado por Dios, Señor de la historia (cf. 1 Tm 1, 17), para edificar la Iglesia en el lugar y en el “tiempo y momento que ha fijado el Padre con su autoridad” (Hch 1, 7). De aquí también aquel sano optimismo que el Obispo vivirá personalmente y, por así decir, irradiará en los demás, especialmente en sus colaboradores.

 

41. La prudencia pastoral.

Al apacentar la grey que se le ha confiado, es de gran ayuda al Obispo la virtud de la prudencia, que es sabiduría práctica y arte de buen gobierno, que requiere actos oportunos e idóneos para la realización del plan divino de salvación y para obtener el bien de las almas y de la Iglesia, posponiendo toda consideración puramente humana.

 

Es por eso necesario que el Obispo modele su modo de gobernar tanto según la sabiduría divina, que le enseña a considerar los aspectos eternos de las cosas, como según la prudencia evangélica, que le hace tener siempre presentes, con habilidad de arquitecto (cf. 1 Co 3, 10), las cambiantes exigencias del Cuerpo de Cristo.

 

Como Pastor prudente, el Obispo se muestre dispuesto a asumir las propias responsabilidades y a favorecer el diálogo con los fieles, a hacer valer las propias prerrogativas, pero también a respetar los derechos de los demás en la Iglesia. La prudencia le hará conservar las legítimas tradiciones de su Iglesia particular, pero, al mismo tiempo, lo hará promotor de laudable progreso y celoso buscador de nuevas iniciativas, salvaguardando sin embargo la necesaria unidad. De ese modo, la comunidad diocesana caminará por la vía de una sana continuidad y de una necesaria adaptación a las nuevas y legítimas exigencias.

 

La prudencia pastoral llevará al Obispo a tener presente la imagen pública que da y la que emerge en los medios de comunicación social; a valorar la oportunidad de su presencia en determinados lugares o reuniones sociales. Consciente de su papel, teniendo presentes las expectativas que suscita y el ejemplo que debe dar, el Obispo usará con todos cortesía, educación, cordialidad, afabilidad y dulzura, como signo de su paternidad y fraternidad.

 

42. La fortaleza y la humildad.

Puesto que, como escribe san Bernardo, “la prudencia es madre de la fortalezaFortitudinis matrem esse prudentiam –”,[22] es necesario que el Obispo se ejercite también en ella. Necesita, en efecto, ser paciente al soportar las adversidades por el Reino de Dios, y valiente y firme en las decisiones tomadas según la recta norma. Gracias a esa fortaleza el Obispo no dudará en decir con los Apóstoles “no podemos nosotros dejar de hablar de lo que hemos visto y oído” (Hch 4, 20) y, sin temor alguno de perder el favor de los hombres,[23] no dudará en obrar valientemente en el Señor contra cualquier forma de prevaricación y de prepotencia.

 

La fortaleza debe templarse con la dulzura, según el modelo de quien es “manso y humilde de corazón” (Mt 11, 29). Al guiar a los fieles, el Obispo procure armonizar el ministerio de la misericordia con la autoridad del gobierno, la dulzura con la fuerza, el perdón con la justicia, consciente de que “ciertas situaciones, en efecto, no se superan con la aspereza o la dureza, ni con modales imperiosos, sino más con la educación que con las órdenes, más con la exhortación que con la amenaza”.[24]

Al mismo tiempo, el Obispo debe actuar con la humildad que nace de la conciencia de la propia debilidad, la cual – como afirma San Gregorio Magno – es la primera virtud.[25] En efecto, sabe que tiene necesidad de la compasión de los hermanos, como todos los demás cristianos, y que tiene como ellos la obligación de preocuparse por la propia salvación “con temor y temblor” (Flp 2, 12). Además, la cotidiana cura pastoral, que ofrece al Obispo mayores posibilidades de tomar decisiones según la propia discreción, le presenta también más ocasiones de errar, aunque sea en buena fe: esto le lleva a ser abierto al diálogo con los demás e inclinado a pedir y aceptar sus consejos, dispuesto siempre a aprender.

 

43. La obediencia a la voluntad de Dios.

Cristo, hecho “obediente hasta la muerte y muerte de cruz” (Flp 2, 8), Cristo, cuyo alimento fue la voluntad del Padre (cf. Jn 4, 34), está continuamente ante los ojos del Obispo como el más alto ejemplo de aquella obediencia que fue causa de nuestra justificación (cf. Rm 5, 19).

 

Conformándose a Cristo, el Obispo presta un espléndido servicio a la unidad y a la comunión eclesial y, con su conducta, demuestra que en la Iglesia ninguno puede legítimamente mandar a los demás si primero no se ofrece a sí mismo como ejemplo de obediencia a la Palabra de Dios y a la autoridad de la Iglesia.[26]

44. El celibato y la perfecta continencia.

El celibato, prometido solemnemente antes de recibir las Órdenes sagradas, exige al Obispo vivir la continencia “por amor del reino de los cielos” (Mt 19, 12), siguiendo las huellas de Jesús virgen, mostrando a Dios y a la Iglesia su amor indiviso y su total disponibilidad al servicio, y ofreciendo al mundo un fúlgido testimonio del Reino futuro.[27]

También por este motivo, el Obispo, confiando en la ayuda divina, practique de buen grado la mortificación del corazón y del cuerpo, no sólo como ejercicio de disciplina ascética, sino, todavía más, para llevar en sí mismo “la muerte de Jesús” (2 Co 4, 10). En fin, con su ejemplo y su palabra, con su acción paterna y vigilante, el Obispo no puede ignorar o descuidar el empeño por ofrecer al mundo la verdad de una Iglesia santa y casta, en sus ministros y en sus fieles. En los casos en que se verifiquen situaciones de escándalo, especialmente por parte de los ministros de la Iglesia, el Obispo debe ser fuerte y decidido, justo y sereno en sus intervenciones. En esos deplorables casos, el Obispo tiene la obligación de intervenir enseguida, según las normas canónicas establecidas, tanto por el bien espiritual de las personas implicadas, como para la reparación del escándalo y la protección y ayuda a las víctimas. Actuando de este modo y viviendo en perfecta castidad, el Pastor precede a su grey como Cristo, el Esposo que ha donado su vida por nosotros y que ha dejado a todos el ejemplo de un amor límpido y virginal y, por eso, también fecundo y universal.

 

45. La pobreza afectiva y efectiva.

Para testimoniar el Evangelio ante el mundo y ante la comunidad cristiana, el Obispo con los hechos y con las palabras debe seguir al Pastor eterno, el cual “siendo rico, por vosotros se hizo pobre a fin de que os enriquecierais con su pobreza” (2 Co 8, 9).[28] Por tanto, deberá ser y aparecer pobre, será incansablemente generoso en la limosna y llevará una vida modesta que, sin quitar dignidad a su oficio, tenga sin embargo en cuenta las condiciones socio-económicas de sus hijos. Como exhorta el Concilio, trate de evitar todo lo que pueda de cualquier modo inducir a los pobres a alejarse, y aún más que los otros discípulos del Señor, trate de eliminar en las propias cosas toda sombra de vanidad. Disponga la propia habitación de manera tal que ninguno pueda juzgarla inaccesible, ni deba, incluso si es de humilde condición, encontrarse en ella a disgusto.[29] Simple en su porte, trate de ser afable con todos y no ceda nunca a favoritismos con el pretexto del rango o de la condición social.

 

Se comporte como padre con todos, pero especialmente con las personas de humilde condición: sabe que, como Jesús (cf. Lc 4, 18), ha sido ungido con el Espíritu Santo y enviado principalmente para anunciar el Evangelio a los pobres. “En esta perspectiva de compartir y de sencillez, el Obispo administra los bienes de la Iglesia como el buen padre de familia y vigila para que sean empleados según los fines propios de la Iglesia: el culto de Dios, la manutención de sus ministros, las obras de apostolado y las iniciativas de caridad con los pobres”.[30]

Hará oportunamente testamento, disponiendo que, si le queda algo proveniente del altar, vuelva enteramente al altar.

 

46. Ejemplo de santidad.

La tensión hacia la santidad requiere del Obispo el serio cultivo de la vida interior con los medios de santificación que son útiles y necesarios para todo cristiano, especialmente para un hombre consagrado por el Espíritu Santo para regir la Iglesia y para difundir el Reino de Dios. Tratará ante todo de cumplir fiel e incansablemente los deberes de su ministerio episcopal[31] como camino de su propia vocación a la santidad. El Obispo, como Cabeza y modelo de los presbíteros y de los fieles, reciba ejemplarmente los sacramentos, que, como a todo miembro de la Iglesia, le son necesarios para alimentar su vida espiritual. En particular, el Obispo hará del Sacramento de la Eucaristía, que celebrará cotidianamente prefiriendo la forma comunitaria, el centro y la fuente de su ministerio y de su santificación. Se acercará frecuentemente al Sacramento de la Penitencia para reconciliarse con Dios y ser ministro de reconciliación en el Pueblo de Dios.[32] Si enferma y se encuentra en peligro de muerte, reciba con solicitud la Unción de los enfermos y el santo Viático, con solemnidad y participación de clero y pueblo, para la común edificación.

 

Mensualmente tratará de reservar un congruo tiempo para el retiro espiritual y otro, anualmente, para los ejercicios espirituales.

 

De ese modo, su vida, no obstante los numerosos empeños y actividades, estará sólidamente basada en el Señor y encontrará en el ejercicio mismo del ministerio episcopal la vía de la santificación.

 

47. Las dotes humanas.

En el ejercicio de su potestad sagrada, el Obispo debe mostrarse rico en humanidad, como Jesús, que es perfecto hombre. Por eso, en su comportamiento deben brillar aquellas virtudes y dotes humanas que brotan de la caridad y que son justamente apreciadas en la sociedad. Tales dotes y virtudes humanas ayudan a la prudencia pastoral y hacen que se traduzca continuamente en actos de sabia cura de almas y de buen gobierno.[33]

Entre estas dotes se recuerdan: una rica humanidad, un ánimo bueno y leal, un carácter constante y sincero, una mente abierta y perspicaz, sensible a las alegrías y sufrimientos ajenos, una amplia capacidad de autocontrol, gentileza, paciencia y discreción, una sana propensión al diálogo y a la escucha, una habitual disposición al servicio.[34] El Obispo debe cultivar siempre y hacer crecer constantemente estas cualidades.

 

48. El ejemplo de los Obispos santos.

Durante su ministerio, el Obispo mirará el ejemplo de los Obispos santos cuya vida, doctrina y santidad pueden iluminar y orientar su camino espiritual. Entre los numerosos Pastores santos, tendrá como guía, comenzando por los Apóstoles, a los grandes Obispos de los primeros siglos de la Iglesia, los fundadores de las Iglesias particulares, los testigos de la fe en tiempos de persecución, los grandes reconstructores de las diócesis después de las persecuciones y calamidades, los que se han prodigado con los pobres y los que sufren construyendo hospicios y hospitales, los fundadores de Órdenes y de Congregaciones religiosas, sin olvidar sus predecesores en la sede que han brillado por santidad de vida. Para que se conserve siempre viva la memoria de los Obispos eminentes en el ejercicio de su ministerio, el Obispo con el presbiterio o la Conferencia Episcopal, se ocupará de hacer conocer a los fieles sus figuras mediante biografías actualizadas y, si es el caso, introduciendo su causa de canonización.[35]

III. La formación permanente del Obispo

 

49. El deber de la formación permanente.

El Obispo sentirá como empeño proprio el deber de la formación permanente que acompaña a todos los fieles, en cualquier periodo y condición de su vida, y en todos los niveles de responsabilidad eclesial.[36] El dinamismo del sacramento del Orden, la misma vocación y misión episcopal, así como el deber de seguir atentamente los problemas y las cuestiones concretas de la sociedad que hay que evangelizar, exigen al Obispo crecer cotidianamente hacia la plenitud de la madurez de Cristo (cf. Ef 4, 13), para que también a través del testimonio de la propia madurez humana, espiritual e intelectual en la caridad pastoral, en la que debe centrarse el itinerario formativo del Obispo, resplandezca cada vez más claramente la caridad de Cristo y la misma solicitud de la Iglesia por todos los hombres.

 

50. Formación humana.

En cuanto Pastor del Pueblo de Dios, el Obispo alimentará continuamente su formación humana, estructurando su personalidad episcopal con el don de la gracia, según las virtudes humanas ya recordadas. La maduración de tales virtudes es necesaria para que el Obispo profundice la propia sensibilidad humana, su capacidad de acogida y de escucha, de diálogo y de encuentro, de conocimiento y de participación, de manera que haga su humanidad más rica, más auténtica, simple y transparente de la misma sensibilidad del Buen Pastor. Como Cristo, el Obispo debe saber ofrecer la más genuina y perfecta humanidad para compartir la vida cotidiana de sus fieles y participar en sus momentos de alegría y de sufrimiento.

 

La misma madurez de corazón y de humanidad se pide al Obispo en el ejercicio de su autoridad episcopal que, como la del buen padre, es un auténtico servicio a la unidad y al recto orden de la familia de los hijos de Dios.

 

El ejercicio de la autoridad pastoral exige al Obispo la constante búsqueda de un sano equilibrio de todos los componentes de su personalidad y un sentido realista para saber discernir y decidir serena y libremente, teniendo presente sólo el bien común y el bien de las personas.

 

51. Formación espiritual.

El camino de la formación humana del Obispo va intrínsecamente unido a su maduración espiritual personal. La misión santificadora del Obispo le exige asimilar y vivir la vida nueva de la gracia bautismal y la del ministerio pastoral, al que ha sido llamado por el Espíritu Santo, en la continua conversión y en la participación cada vez más profunda en los sentimientos y actitudes de Jesucristo.

 

La continua formación espiritual permitirá al Obispo animar la pastoral con el auténtico espíritu de santidad, promoviendo la llamada universal a la santidad, de la que debe ser incansable sostenedor.

 

52. Formación intelectual y doctrinal.

El Obispo, consciente de ser en la Iglesia particular el moderador de todo el ministerio de la Palabra[37] y de haber recibido el ministerio de heraldo de la fe, de doctor auténtico y de testigo de la verdad divina y católica, deberá profundizar su preparación intelectual, mediante el estudio personal y una seria y comprometida actualización cultural. El Obispo, en efecto, debe saber entender y valorar las corrientes de pensamiento, las orientaciones antropológicas y científicas de nuestro tiempo, para discernirlas y responder, a la luz de la Palabra de Dios y en la fidelidad a la doctrina y disciplina de la Iglesia, a las nuevas cuestiones que surgen en la sociedad.

 

El Obispo ha de actualizarse teológicamente para profundizar la insondable riqueza del misterio revelado, custodiar y exponer fielmente el depósito de la fe, tener una relación de colaboración respetuosa y fecunda con los teólogos. Tal diálogo permitirá nuevas profundizaciones del misterio cristiano en su verdad más honda, una inteligencia cada vez más viva de la Palabra de Dios, la adquisición de los métodos y lenguajes apropiados para presentarlo al mundo contemporáneo. A través de la puesta al día teológica, el Obispo podrá fundamentar siempre más adecuadamente su función magisterial para iluminar al Pueblo de Dios. Un actualizado conocimiento teológico permitirá también al Obispo vigilar para que las diversas propuestas teológicas que se presenten sean conformes a los contenidos de la Tradición, rechazando las objeciones a la sana doctrina y sus deformaciones.

 

53. Formación pastoral.

La formación permanente del Obispo se refiere también a la dimensión pastoral que se orienta a los otros aspectos de su formación y les confiere contenidos determinados y características precisas. El camino de la Iglesia que vive en el mundo pide al Obispo estar atento a los signos de los tiempos y actualizar los estilos y conductas, de manera que su acción pastoral sea más eficaz y responda a las exigencias de la sociedad.

 

La formación pastoral exige del Obispo el discernimiento evangélico de la situación sociocultural, momentos de escucha, de comunión y de diálogo con el propio presbiterio, sobre todo con los párrocos que, por su misión, pueden advertir con mayor sensibilidad los cambios y exigencias de la evangelización. Será precioso para el Obispo intercambiar con ellos experiencias, verificar métodos y evaluar nuevos recursos pastorales. La contribución y el diálogo con pastoralistas y expertos en las ciencias sociopedagógicas ayudará al Obispo en su formación pastoral, así como también el conocimiento y la profundización de las normas, textos y espíritu litúrgicos.

 

Los cuatro aspectos de la formación permanente, a saber, las dimensiones humana, espiritual, intelectual-doctrinal y pastoral, en su complementariedad, han de ser cultivados unitariamente por el Obispo; en efecto, toda la formación está orientada a un más profundo conocimiento del rostro de Cristo y a una comunión de vida del Obispo con el Buen Pastor, de modo que en su rostro los fieles contemplen las cualidades que son un don de la gracia y que en la proclamación de las Bienaventuranzas equivalen al autorretrato de Cristo: el rostro de la pobreza, de la mansedumbre y de la pasión por la justicia; el rostro misericordioso del Padre y del hombre pacífico y pacificador, constructor de paz; el rostro de la pureza de quien mira constante y únicamente a Dios y vive la compasión de Jesús con los afligidos; el rostro de la fortaleza y del gozo interior de quien es perseguido por causa de la verdad del Evangelio.

 

54. Los medios de la formación permanente.

Como los otros miembros del Pueblo de Dios, son los primeros responsables de la propia formación; del mismo modo el Obispo deberá sentir como propio el deber de ocuparse personalmente de su constante formación integral. Debido a su misión en la Iglesia, deberá dar, sobre todo en este campo, ejemplo a los fieles que lo miran como modelo del discípulo que acoge las enseñanzas de Cristo para seguirlo con cotidiana fidelidad en el camino de la verdad y del amor, plasmando la propia humanidad con la gracia de la comunión divina. Para su formación permanente, el Obispo utilizará los medios que la Iglesia ha sugerido siempre y que son indispensables para caracterizar la espiritualidad del Obispo y, más en general, para confiar en la gracia. La comunión con Dios en la oración cotidiana dará la serenidad de espíritu y la prudente inteligencia que permitirán al Obispo acoger las personas con paterna disponibilidad y valorar con la necesaria ponderación las diversas cuestiones del gobierno pastoral.

 

El ejercicio de una rica humanidad, sabia, equilibrada, gozosa y paciente será facilitado por el necesario reposo. Siguiendo el ejemplo de Jesús que invitaba a los Apóstoles a descansar después de las fatigas del ministerio (cf. Mc 6, 31), no deberán faltar en la jornada del Obispo suficientes horas de descanso, periódicamente un día libre, un tiempo de vacaciones al año, según las normas establecidas por la disciplina de la Iglesia.[38] El Obispo deberá tener presente que la Sagrada Escritura, para indicar la necesidad del descanso, dice que Dios mismo, al término de la obra de la creación, descansó al séptimo día (cf. Gn 2, 2).

Entre los medios para la propia formación permanente, el Obispo deberá privilegiar la profundización en los documentos doctrinales y pastorales del Romano Pontífice, de la Curia Romana, de la Conferencia Episcopal y de los hermanos Obispos, no sólo para estar en comunión con el Sucesor de Pedro y con la Iglesia universal, sino también para obtener orientaciones para su acción pastoral y para saber iluminar a los fieles en las grandes cuestiones que la sociedad contemporánea plantea continuamente a los cristianos. El Obispo deberá seguir, mediante el estudio, el desarrollo de la teología para profundizar en el conocimiento del misterio cristiano, para valorar, discernir y vigilar la pureza y la integridad de la fe. Con la misma dedicación, el Obispo prestará atención a las corrientes culturales y sociales del pensamiento para comprender “los signos de los tiempos” y ponderarlos a la luz de la fe, del patrimonio del pensamiento cristiano y de la filosofía perennemente válida.

 

Con particular diligencia, el Obispo participará, en la medida de lo posible, en los encuentros de formación organizados por las diversas instancias eclesiales: desde el que la Congregación para los Obispos organiza anualmente para los Prelados ordenados en el año, a los organizados por las Conferencias Episcopales Nacionales o Regionales o por los Consejos internacionales de las mismas.

 

Ocasiones para la formación permanente del Obispo son también los encuentros del presbiterio diocesano, que él mismo organiza junto con sus colaboradores en la Iglesia particular, o las otras iniciativas culturales a través de las cuales se siembra la semilla de la verdad en el campo del mundo. Con respecto a algunos temas de gran importancia, el Obispo ha de prever momentos prolongados de escucha y diálogo con personas expertas, en una comunión de experiencias, de métodos, de nuevos recursos pastorales y de vida espiritual.

 

El Obispo no deberá jamás olvidar que la vida de comunión con los otros miembros del Pueblo de Dios, la vida cotidiana de la Iglesia y el contacto con los presbíteros y los fieles representan siempre momentos en los que el Espíritu habla al Obispo, recordándole su vocación y misión, y formando su corazón a través de la vida de la Iglesia. Por esto, el Obispo deberá tener una actitud de escucha de cuanto el Espíritu dice a la Iglesia y en la Iglesia.

 

CAPÍTULO IV

EL MINISTERIO DEL OBISPO EN LA IGLESIA PARTICULAR

 

“Apacentad la grey de Dios que os está encomendada, vigilando, no forzados,
sino voluntariamente
, según Dios; no por mezquino afán de ganancia, sino de corazón; no tiranizando a los que os ha tocado cuidar, sino siendo modelos de la grey. Y cuando aparezca el Mayoral, recibiréis la corona de la gloria que no se marchita(1 P 5,
2-4).

 

I. Principios Generales sobre el Gobierno Pastoral del Obispo

 

55. Algunos principios fundamentales.

En el desarrollo del ministerio episcopal, el Obispo diocesano se dejará guiar por algunos principios fundamentales que caracterizan su modo de actuar e informan su propia vida. Tales principios son válidos más allá de las circunstancias de tiempo y lugar, y son el signo de la preocupación pastoral del Obispo hacia la Iglesia particular que le ha sido confiada y hacia la Iglesia universal de la que es corresponsable, en cuanto miembro del Colegio de los Obispos, cuya cabeza es el Romano Pontífice.

 

56. El principio Trinitario.

El Obispo no olvida que ha sido puesto para regir la Iglesia de Dios en el nombre del Padre, del cual transparenta su imagen; en el nombre de Jesucristo, su Hijo, que le ha constituido maestro, sacerdote y pastor; en el nombre del Espíritu Santo que da vida a la Iglesia.[39] El Espíritu Santo sostiene constantemente su misión pastoral[40] y salvaguarda la única soberanía de Cristo. Haciendo presente al Señor, actualizando su palabra, su gracia, su ley, el ministerio del Obispo es un servicio a los hombres que ayuda a conocer y seguir la voluntad del único Señor de todos.

 

57. El principio de la verdad.

En cuanto maestro y doctor auténtico de la fe, el Obispo hace de la verdad revelada el centro de su acción pastoral y el primer criterio con el que evalúa opiniones y propuestas que emergen tanto en la comunidad cristiana como en la sociedad civil y, al mismo tiempo, con la luz de la verdad ilumina el camino de la comunidad humana, donando esperanza y certezas. La Palabra de Dios y el Magisterio de la tradición viva de la Iglesia son puntos irrenunciables de referencia no sólo para la enseñanza del Obispo sino también para su gobierno pastoral. El buen gobierno exige al Obispo que busque personalmente con todas sus fuerzas la verdad y que se comprometa a perfeccionar su enseñanza y a cuidar no tanto la cantidad sino, más bien, la calidad de sus pronunciamientos. De esta forma, evitará el riesgo de adoptar soluciones pastorales que sean solamente formales y que no respondan a la esencia y a la realidad de los problemas. La pastoral será auténtica en la medida que se apoye en la verdad.

 

58. El principio de la comunión.

En el ejercicio del ministerio pastoral, el Obispo se siente y se comporta como “principio y fundamento visible”[41] de la unidad de su diócesis, pero siempre con el ánimo y acción dirigidos a la unidad de toda la Iglesia católica. Promoverá la unidad de fe, de amor y de disciplina, de modo que la diócesis se sienta parte viva del entero Pueblo de Dios. La promoción y búsqueda de la unidad será propuesta no como estéril uniformidad, sino junto a la legítima variedad, que el Obispo está también llamado a tutelar y promover. La comunión eclesial conducirá al Obispo a buscar siempre el bien común de la diócesis, recordando que éste está subordinado al de la Iglesia universal y que, a su vez, el bien de la diócesis prevalece sobre el de las comunidades particulares. Para no obstaculizar el legítimo bien particular, el Obispo se ha de preocupar de tener un exacto conocimiento del bien común de la Iglesia particular: conocimiento que se debe actualizar continuamente y verificar a través del contacto frecuente con el Pueblo de Dios que se le ha confiado, el conocimiento de las personas, el estudio, las investigaciones socio‑religiosas, los consejos de personas prudentes, el diálogo constante con los fieles, ya que las situaciones en la actualidad son objeto de rápidas transformaciones.

 

59. El principio de la colaboración.

La eclesiología de la comunión compromete al Obispo a promover la participación de todos los miembros del pueblo cristiano en la única misión de la Iglesia; en efecto, todos los cristianos, tanto singularmente como asociados entre ellos, tienen el derecho y el deber de colaborar, cada uno según su propia vocación particular y según los dones recibidos del Espíritu Santo, en la misión que Cristo ha confiado a la Iglesia.[42] Los bautizados gozan de una justa libertad de opinión y de acción en las cosas no necesarias al bien común. En el gobierno de la diócesis, el Obispo reconozca y respete este sano pluralismo de responsabilidad y esta justa libertad de las personas y de las asociaciones particulares. De buena gana infunda en los demás el sentido de la responsabilidad individual y comunitaria, y lo estimule en aquellos que ocupan oficios y encargos eclesiales, manifestándoles toda su confianza: así ellos asumirán conscientemente y cumplirán con celo las tareas que les correspondan por vocación o por disposición de los sagrados cánones.

 

60. El principio del respeto de las competencias.

El Obispo, al conducir la Iglesia particular, actualizará el principio según el cual lo que otros pueden hacer bien el Obispo, ordinariamente, no lo tomará en sus manos; aún más, se muestra respetuoso de las legítimas competencias de los demás, concede a sus colaboradores las oportunas facultades y favorece las justas iniciativas de los fieles tanto individuales como asociadas. El Obispo considere su deber no sólo estimular, alentar e incrementar las fuerzas que operan en la diócesis, sino también coordinarlas, salvando siempre la libertad y los derechos legítimos de los fieles; así se evitan dispersiones dañosas, copias inútiles, discordias letales.

 

Cuando en el propio territorio diocesano se encuentren otras jurisdicciones eclesiásticas de tipo personal, o de rito latino (p. ej. ordinariatos militares, etc.), o de rito oriental, el Obispo diocesano respetará las competencias de las otras autoridades eclesiásticas y mostrará plena disponibilidad para una fecunda coordinación con ellas, en un espíritu de colaboración pastoral y de colegialidad afectiva.

 

61. El principio de la persona justa al puesto justo.

Al conferir los oficios en la diócesis, el Obispo se conduzca únicamente por criterios sobrenaturales y por el solo bien pastoral de la Iglesia particular. Por eso, busque, ante todo, el bien de las almas, respete la dignidad de las personas y utilice sus capacidades, en el modo más idóneo y útil posible, al servicio de la comunidad, asignando siempre la persona justa al puesto justo.

 

62. El principio de justicia y legalidad.

El Obispo, al conducir la diócesis, se atendrá al principio de justicia y legalidad, sabiendo que el respeto de los derechos de todos en la Iglesia exige la sumisión de todos, incluso de él mismo, a las leyes canónicas. Los fieles, en efecto, tienen el derecho de ser guiados teniendo presente los derechos fundamentales de la persona, de los fieles, y la disciplina común de la Iglesia, velando por el bien común y por el de cada uno de los bautizados. Tal ejemplo del Obispo conducirá a los fieles a asumir mejor los deberes de cada uno con respecto a los de los demás y a los de la misma Iglesia. De esta forma, el Obispo evitará gobernar a partir de visiones y esquemas personalistas de la realidad eclesial.

 

II. La potestad episcopal

 

63. El Obispo centro de unidad de la Iglesia particular.

A la cura pastoral del Obispo, ayudado por su presbiterio, está confiada la diócesis que preside con la sagrada potestad, cual maestro de doctrina, sacerdote del culto y ministro del gobierno.[43]

El Obispo diocesano,[44] al ejercitar la sagrada potestad, tenga siempre delante de sí el ejemplo de Cristo y asuma el auténtico espíritu de servicio evangélico para atender la porción del Pueblo de Dios que le ha sido confiada.[45]

El Obispo diocesano, al desarrollar su misión, tenga constantemente presente que la comunidad que preside es una comunidad de fe, que necesita ser alimentada por la Palabra de Dios, una comunidad de gracia, que es continuamente edificada por el sacrificio eucarístico y por la celebración de los otros sacramentos, a través de los cuales el pueblo sacerdotal eleva a Dios el sacrificio de la Iglesia y su alabanza. Una comunidad de caridad, espiritual y material, que brota de la fuente de la Eucaristía. Una comunidad de apostolado, en la cual todos los hijos de Dios están llamados a difundir las insondables riquezas de Cristo, tanto de modo individual como asociados en grupos.

 

La diversidad de vocaciones y ministerios, que estructura la Iglesia particular, exige al Obispo ejercitar el ministerio de la comunidad no aisladamente, sino junto a sus colaboradores, presbíteros y diáconos, con la aportación de los miembros de los Institutos de vida consagrada y de las Sociedades de vida apostólica, que enriquecen la Iglesia particular con la fecundidad de los carismas y el testimonio de la santidad, la caridad, la fraternidad y la misión.

 

El Obispo tendrá viva conciencia de ser en la diócesis el fundamento y el principio visible de unidad de la Iglesia particular. Debe promover y tutelar continuamente la comunión eclesial en el presbiterio diocesano, de modo que su ejemplo de dedicación, acogida, bondad, justicia y comunión efectiva y afectiva con el Papa y sus hermanos en el Episcopado, una siempre más los presbíteros entre ellos y con él, y ningún presbítero se sienta excluido de la paternidad, fraternidad y amistad del Obispo. Este espíritu de comunión del Obispo animará a los presbíteros en su solicitud pastoral por conducir a la comunión con Cristo y en la unidad de la Iglesia particular al pueblo confiado a sus desvelos pastorales.

 

Hacia los fieles laicos, el Obispo se hará promotor de comunión, insertándolos en la unidad de la Iglesia particular, según la vocación y misión propias, reconociendo la justa autonomía, escuchando sus consejos y ponderando con atención las legítimas peticiones en orden a los bienes espirituales que necesitan.[46] Acogerá las agrupaciones laicales en la pastoral orgánica de la diócesis, siempre en el respeto de la identidad propia de cada una, teniendo en cuenta los criterios de eclesialidad indicados por la Exhortación Apostólica post-sinodal Christifideles laici,[47] de modo que los miembros de las asociaciones, de los movimientos y de los grupos eclesiales, unidos entre ellos y con el Obispo, colaboren con el presbiterio y con las instancias de la diócesis para la instauración del reino de Dios en la sociedad donde son llamados a introducir la novedad del Evangelio y a orientarla según Dios.

 

64. La potestad episcopal.

El origen divino, la comunión y la misión eclesial caracterizan la potestad episcopal respecto a la ejercitada en cualquier otra sociedad humana. Ella tiene una índole y fin pastoral para promover la unidad de la fe, de los sacramentos y de la disciplina eclesial, así como para ordenar adecuadamente la misma Iglesia particular, según las propias finalidades. Para cumplir su misión, el Obispo diocesano ejercita, en nombre de Cristo, una potestad, la cual, según el derecho, está unida al oficio conferido con la misión canónica. Dicha potestad es propia, ordinaria e inmediata, aun cuando su ejercicio, regulado en definitiva por la suprema autoridad de la Iglesia y, por eso, por el Romano Pontífice, pueda estar circunscrito dentro de ciertos límites para el bien de la Iglesia o de los fieles.[48] En virtud de esta potestad, los Obispos tienen el sagrado derecho, y delante de Dios el deber, de legislar sobre los propios fieles, de emitir juicios y de regular todo cuanto se refiere a la organización del culto y del apostolado.[49] De aquí la distinción entre las funciones legislativa, judicial y ejecutiva de la potestad episcopal.[50]

65. Índole pastoral de la potestad episcopal.

 Las funciones de enseñar, santificar y gobernar están íntimamente unidas y todo el ministerio del Obispo está dirigido, siguiendo el ejemplo del buen Pastor, al servicio de Dios y de los hermanos.[51]

Para cumplir su misión, el Obispo se sirva de la enseñanza, el consejo y la persuasión, pero también de la autoridad y de la sagrada potestad cuando lo pida la edificación de los fieles.[52] En efecto, también el correcto uso de los instrumentos jurídicos es en sí mismo una actividad pastoral, ya que las leyes canónicas en la sociedad eclesial están al servicio de un orden justo, donde el amor, la gracia y los carismas pueden desarrollarse armoniosamente.[53]

Al tratar los problemas y al tomar decisiones, la salvación de las almas es ley suprema y canon inderogable.[54] Coherente, entonces, con este principio, el Obispo ejercite su autoridad de modo que los fieles de su diócesis la acepten como ayuda paterna y no como yugo opresivo: ofrezca a su grey una guía dinámica y al mismo tiempo discreta, que no impone cargas innecesarias e insoportables (cf. Mt 23, 4), sino que exige solamente lo que Cristo y su Iglesia prescriben, y lo que es verdaderamente necesario o muy útil para resguardar los vínculos de la caridad y de la comunión.

 

Como juez prudente, el Obispo juzgará según la sabia equidad canónica que es intrínseca a todo el ordenamiento de la Iglesia, teniendo delante de sus ojos a la persona, que en cada circunstancia ha de ser ayudada para alcanzar su bien sobrenatural, y el bien común de la Iglesia; por esto, con ánimo misericordioso y benigno, pero también firme, estará siempre sobre los intereses personales y, ajeno a cualquier precipitación o espíritu de parte, tratará de escuchar a los interesados antes de juzgar sus conductas.

 

66. Dimensión ministerial de la potestad episcopal.

El Obispo, al ejercitar la potestad episcopal, recuerde que ésta es principalmente un ministerio; en efecto, “este encargo que el Señor confió a los pastores de su pueblo es un verdadero servicio, que la Sagrada Escritura llama con razón diaconía, es decir, ministerio (cf. Hch 1, 17.25; 21, 19; Rm 11, 13; 1 Tm 1, 12)”.[55]

El Obispo consciente de que, además de ser padre y cabeza de la Iglesia particular, es también hermano en Cristo y fiel cristiano, no se comporte como si estuviera sobre la ley, sino se atenga a la misma regla de justicia que impone a los demás.[56] A partir de la dimensión diaconal de su oficio, el Obispo evite las maneras autoritarias en el ejercicio de su potestad y esté disponible a escuchar a los fieles y a buscar colaboración y consejo, a través de los canales y órganos establecidos por la disciplina canónica.

 

Existe, en efecto, una reciprocidad, entre el Obispo y todos los fieles. Éstos, en virtud de su bautismo, son responsables de la edificación del Cuerpo de Cristo y, por eso, del bien de la Iglesia particular,[57] por lo que el Obispo, recogiendo las instancias que surgen de la porción del Pueblo de Dios que le está confiada, propone con su autoridad lo que coopera a la realización de la vocación de cada uno.[58]

El Obispo reconozca y acepte la multiforme diversidad de los fieles, con las diversas vocaciones y carismas, y por ello esté atento a no imponer una forzada uniformidad y evite inútiles constricciones o autoritarismos, lo que no excluye – sino al contrario presupone – el ejercicio de la autoridad, unida al consejo y la exhortación, a fin de que las funciones y las actividades de cada uno sean respetadas por los otros y ordenadas rectamente al bien común.

 

67. Criterios del ejercicio de la función legislativa.

En el ejercicio de la función legislativa, el Obispo diocesano tendrá presente algunos principios basilares:

a) Carácter personal: la potestad legislativa en el ámbito diocesano pertenece exclusivamente al Obispo residencial. Tal grave responsabilidad no impide, al contrario comporta, que el Obispo oiga el consejo y busque la colaboración de los órganos y los Consejos diocesanos antes de emanar normas o directivas generales para la diócesis. El Sínodo diocesano es el instrumento por excelencia para prestar ayuda al Obispo en la determinación del ordenamiento canónico de la Iglesia diocesana.[59]

b) Autonomía: como consecuencia de la naturaleza misma de la Iglesia particular, el significado de la potestad legislativa no se agota en la determinación o aplicación local de las normas emanadas por la Santa Sede o por la Conferencia Episcopal, cuando éstas sean normas jurídicamente vinculantes, sino que se extiende también a la regulación de cualquier materia pastoral de ámbito diocesano que no esté reservada a la suprema o a otra autoridad eclesiástica.[60] La potestad legislativa sea siempre ejercitada con discreción, de modo que las normas respondan siempre a una real necesidad pastoral.

c) Sujeción al derecho superior: el Pastor diocesano sabe bien que su potestad está sujeta a la suprema autoridad de la Iglesia y a las normas del Derecho Canónico. Por esto, al disponer cuanto convenga para el bien de la diócesis, debe siempre asegurar la necesaria armonía entre las disposiciones y orientaciones pastorales locales y la disciplina canónica universal[61] y particular determinada por la Conferencia Episcopal o por el Concilio particular.

d) Cuidado en la redacción de las leyes: el Obispo tendrá cuidado de que los textos legislativos y los textos canónicos sean redactados con precisión y rigor técnico-jurídico, evitando las contradicciones, las repeticiones inútiles o la multiplicación de disposiciones sobre una misma materia; pondrá también atención a la necesaria claridad, a fin de que sea evidente la naturaleza obligatoria u orientativa de las normas y se conozca con certeza cuáles conductas están prescritas o prohibidas. Para este fin, se contará con la competencia de especialistas en Derecho Canónico, que no deberán jamás faltar en la Iglesia particular. Además, para regular adecuadamente un aspecto de la vida diocesana, es condición previa la precisa información sobre la situación de la diócesis y las condiciones de los fieles, ya que tal contexto tiene una influencia no indiferente en el modo de pensar y de actuar de los cristianos.

 

68. Criterios del ejercicio de la función judicial. Al ejercitar la función judicial, el Obispo podrá valerse de los siguientes criterios generales:

a) Siempre que no comporte perjuicio a la justicia, el Obispo debe actuar de modo que los fieles resuelvan de manera pacífica sus controversias y se reconcilien cuanto antes, incluso cuando el proceso canónico hubiera ya comenzado, evitando así las permanentes animosidades que las causas judiciales suelen producir.[62]

b) El Obispo observe y haga observar las normas de procedimiento establecidas para el ejercicio de la potestad judicial, pues bien sabe que tales reglas, lejos de ser un obstáculo meramente formal, son un medio necesario para verificar los hechos y obtener justicia.[63]

c) Si tiene noticias de comportamientos que dañen gravemente el bien común eclesial, el Obispo debe investigar con discreción, solo o por medio de un delegado, los hechos y la responsabilidad de sus autores.[64] Cuando considere que ha recogido pruebas suficientes de los hechos que han dado origen al escándalo, proceda a reprender o amonestar formalmente al interesado.[65] Pero donde esto no bastase para reparar el escándalo, restablecer la justicia y conseguir la enmienda de la persona, el Obispo dé inicio al respectivo procedimiento para la imposición de penas, lo que podrá hacer de dos modos:[66]

– mediante un proceso penal regular, en el caso que, por la gravedad de la pena, la ley canónica lo exija o el Obispo lo considere más prudente;[67]
– mediante un decreto extrajudicial, conforme al procedimiento establecido en la ley canónica.
[68]

d) el Obispo, consciente del hecho que el tribunal de la diócesis ejercita su misma potestad judicial, vigilará a fin de que la acción de su tribunal se desarrolle según los principios de la administración de la justicia en la Iglesia. En particular, teniendo en cuenta la singular importancia y relevancia pastoral de las sentencias que se refieren a la validez o nulidad del matrimonio, dedicará una especial atención a tal sector, en sintonía con las indicaciones de la Santa Sede, y ante la ocurrencia de eventuales abusos, tomará todas las medidas necesarias para que éstos cesen, especialmente aquellos que impliquen el intento de introducir una mentalidad divorcista en la Iglesia. Asumirá también la responsabilidad que le corresponda en los tribunales constituidos para varias diócesis.

 

69. Criterios del ejercicio de la función ejecutiva.

En el ejercicio de la función ejecutiva, el Obispo tendrá presente los siguientes criterios:

a) Hacia los propios fieles, puede realizar actos administrativos también si se encuentra fuera del propio territorio, o si lo están los fieles mismos, a menos que no conste diversamente por la naturaleza de la cosa o por las disposiciones del derecho.[69]

b) Hacia los forasteros, puede realizar actos administrativos, si se encuentran en el territorio de su competencia, en el caso de que se trate de concesión de favores o del acatamiento de leyes, universales o particulares, que se refieran al orden público, determinen la formalidad de los actos, o atañan a inmuebles situados en el territorio.[70]

c) La potestad ejecutiva, no sólo cuando es ordinaria, sino también cuando es delegada para un conjunto de casos, debe ser interpretada en sentido amplio. Cuando es delegada para casos particulares, debe ser interpretada en sentido estricto.[71]

d) Al delegado se entienden concedidas aquellas facultades sin las cuales la misma función no puede ser ejercida.[72]

e) Cuando varios sujetos son competentes para cumplir un acto, el hecho que se dirija a uno de ellos no suspende la potestad de los otros, sea ésta ordinaria o delegada.[73]

f) Cuando un fiel somete un caso a una autoridad superior, el inferior no se debe entrometer en el asunto, excepto por causa grave y urgente. En tal caso debe advertir inmediatamente al superior, para evitar que se verifiquen contradicciones en las decisiones.[74]

g) Cuando se trata de adoptar medidas extraordinarias de gobierno, en casos particulares, el Obispo, antes de cualquiera otra cosa, busque las informaciones y las pruebas necesarias y, sobre todo, en lo posible, se apresure a escuchar a los interesados en la cuestión.[75] A menos que no haya una causa muy grave, la decisión del Obispo deberá ser redactada por escrito y entregada al interesado. En el acto, sin lesionar la buena fama de las personas, deberán explicitarse con precisión los motivos, tanto para justificar la decisión, como para evitar cualquier apariencia de arbitrariedad y, eventualmente, para permitir al interesado recurrir contra la decisión.[76]

h) En los casos de los nombramientos ad tempus, caducado el límite establecido, tanto para la seguridad de las personas como para la certeza jurídica, el Obispo debe proveer con la máxima rapidez o renovando formalmente el nombramiento del titular del mismo oficio, o prorrogándole por un periodo más breve del previsto, o comunicando la cesación del oficio y nombrando al titular para un nuevo encargo.

 

i) La rápida solución de los asuntos es norma de ordinaria administración y también de justicia hacia los fieles.[77] Cuando la ley prescribe que el Obispo tome medidas en una determinada cuestión o si el interesado presenta legítimamente una instancia o un recurso, el decreto debe ser emitido dentro de tres meses.[78]

j) En el uso de sus amplias facultades para dispensar de las leyes eclesiásticas, el Obispo favorezca siempre el bien de los fieles y de la entera comunidad eclesial, sin sombra alguna de arbitrariedad o favoritismo.[79]

III. El Obispo Auxiliar, el Coadjutor y el Administrador Apostólico

 

70. El Obispo Auxiliar.

El Obispo Auxiliar, que es dado para conseguir más eficazmente el bien de las almas en una diócesis demasiado grande o con un elevado número de habitantes, o por otros motivos de apostolado, es el principal colaborador del Obispo diocesano en el gobierno de la diócesis. Por esto, considere éste al Obispo Auxiliar como hermano y lo haga partícipe de sus proyectos pastorales, de las medidas y de todas las iniciativas diocesanas, a fin de que, en el recíproco intercambio de opiniones, procedan en unidad de propósitos y en armonía de empeño. A su vez, el Obispo Auxiliar, consciente de su función en el seno de la diócesis, actuará siempre en plena obediencia al Obispo diocesano, respetando su autoridad.

 

71. Criterios para la petición de un Obispo Auxiliar

a) El Obispo diocesano, que pretende contar con la ayuda de un Obispo Auxiliar, debe presentar una fundamentada petición a la Santa Sede, cuando lo exija la real necesidad de la diócesis. Dicha petición no debe estar motivada por simples razones de honor o prestigio.

 

b) Cuando sea posible proveer adecuadamente a las necesidades de la diócesis con el nombramiento de Vicarios Generales o episcopales, sin carácter episcopal, el Obispo diocesano recurra a ellos, antes que pedir el nombramiento de un Obispo Auxiliar.

 

c) Al pedir la concesión de un Obispo Auxiliar, el Obispo diocesano, debe presentar una descripción detallada de los oficios y de las tareas que pretende confiar al Auxiliar, incluso cuando se trata de substituir a un Obispo Auxiliar transferido o dimisionario, asumiendo personalmente el compromiso de valorizar oportunamente su servicio episcopal para el bien de la entera diócesis. El Obispo diocesano no debe confiar al Obispo Auxiliar la cura de las almas en una parroquia o encargos sólo marginales u ocasionales.

 

d) El Obispo Auxiliar, por norma, será constituido Vicario General,[80] o al menos Vicario Episcopal, de modo que dependa solamente de la autoridad del Obispo diocesano, el cual le confiará preferiblemente el tratamiento de asuntos que, según el derecho, pidan un mandato especial.

 

En circunstancias particularmente graves, también de carácter personal, la Santa Sede puede nombrar un Obispo Auxiliar dotado de facultades especiales.[81]

72. El Obispo Coadjutor.

Cuando sea oportuno, la Santa Sede puede nombrar un Obispo Coadjutor.[82] El Obispo diocesano lo acogerá de buena gana y con espíritu de fe, y promoverá una efectiva comunión en virtud de la común corresponsabilidad episcopal, instaurando auténticos vínculos, que con el Coadjutor deben ser todavía más intensos y fraternos, para el bien de la diócesis.

 

El Obispo diocesano tendrá constantemente presente que el Obispo Coadjutor tiene el derecho de sucesión[83] y, por eso, llevará a cabo las propias iniciativas en pleno acuerdo con él, de modo que quede fácilmente abierta la vía al futuro ejercicio del ministerio pastoral del propio Coadjutor. El Obispo diocesano mostrará también el mismo acuerdo con el Auxiliar dotado de facultades especiales.[84]

73. El Administrador Apostólico “Sede plena”.

 En circunstancias particulares, la Santa Sede puede, de manera extraordinaria, disponer que en una diócesis sea nombrado un Administrador Apostólico sede plena. En tal caso, el Obispo diocesano colabora, en cuanto le compete, al pleno, libre y sereno cumplimiento del mandato del Administrador Apostólico.

 

74. Renuncia al oficio.

Además de observar cuanto está previsto en el Código de Derecho Canónico, para el cumplimiento de los 75 años de edad, el Obispo, cuando por la disminución de sus fuerzas o por una gran dificultad para adaptarse a las nuevas situaciones o por otro motivo, es menos apto para cumplir el propio oficio, presente la renuncia para promover el bien de las almas y de la Iglesia particular.[85]

IV. El Presbiterio

 

75. El Obispo y los sacerdotes de la diócesis.

En el ejercicio de la cura de las almas, la principal responsabilidad recae sobre los presbíteros diocesanos que, por la incardinación o por la dedicación a una Iglesia particular, están consagrados enteramente a su servicio para apacentar una misma porción de la grey del Señor. Los presbíteros diocesanos, en efecto, son los principales e insustituibles colaboradores del orden episcopal, revestidos del único e idéntico sacerdocio ministerial, del que el Obispo posee la plenitud. El Obispo y los presbíteros son constituidos ministros de la misión apostólica; el Obispo los asocia a su solicitud y responsabilidad, de modo que cultiven siempre el sentido de la diócesis, fomentando, al mismo tiempo, el sentido universal de la Iglesia.[86]

Como Jesús manifestó su amor a los Apóstoles, así también el Obispo, padre de la familia presbiteral, por medio del cual el Señor Jesucristo, Supremo Pontífice, está presente entre los creyentes, sabe que es su deber dirigir su amor y su atención particular hacia los sacerdotes y los candidatos al sagrado ministerio.[87]

Guiado por una caridad sincera e indefectible, el Obispo preocúpese de ayudar de todos los modos posibles a sus sacerdotes, para que aprecien la sublime vocación sacerdotal, la vivan con serenidad, la difundan en torno a ellos con gozo, desarrollen fielmente sus tareas y la defiendan con decisión.[88]

76. El Obispo, padre, hermano y amigo de los sacerdotes diocesanos.

La relación entre el Obispo y el presbiterio debe estar inspirada y alimentada por la caridad y por una visión de fe, de modo que los mismos vínculos jurídicos, derivados de la constitución divina de la Iglesia, aparezcan como la natural consecuencia de la comunión espiritual de cada uno con Dios (cf. Jn 13, 35). De este modo, será también más provechoso el trabajo apostólico de los sacerdotes, ya que la unión de voluntad y propósito con el Obispo profundiza la unión con Cristo, que continúa su ministerio de cabeza invisible de la Iglesia por medio de la Jerarquía visible.[89]

En el ejercicio de su ministerio, el Obispo se comporte con sus sacerdotes no tanto como un mero gobernante con los propios súbditos, sino más bien como un padre y amigo.[90] Comprométase totalmente a favorecer un clima de afecto y de confianza, de modo que sus presbíteros respondan con una obediencia convencida, grata y segura.[91] El ejercicio de la obediencia se hace más suave, que no débil, si el Obispo, por cuanto sea posible y salvando siempre la justicia y la caridad, manifiesta a los interesados los motivos de sus disposiciones. Tenga igual cuidado y atención hacia cada uno de los presbíteros, porque todos los sacerdotes, aunque dotados de aptitudes y capacidades distintas, son igualmente ministros al servicio del Señor y miembros del mismo presbiterio.

 

El Obispo favorezca el espíritu de iniciativa de sus sacerdotes, evitando que la obediencia sea comprendida de manera pasiva e irresponsable. Haga lo posible a fin de que cada uno dé lo mejor de sí y se entregue con generosidad, poniendo las propias capacidades al servicio de Dios y de la Iglesia, con la madurez de los hijos de Dios.[92]

77. Conocimiento personal de los sacerdotes.

El Obispo considere su sacrosanto deber conocer a los presbíteros diocesanos, su carácter, sus capacidades y aspiraciones, su nivel de vida espiritual, celo e ideales, el estado de salud y las condiciones económicas, sus familias y todo lo que les incumbe. Y conózcalos no sólo en grupo (como por ejemplo en los encuentros con el clero de toda la diócesis o de una vicaría) o en los organismos pastorales, sino también individualmente y, en lo posible, en el lugar de trabajo. A esta finalidad se dirige la visita pastoral, durante la cual se debe dar todo el tiempo necesario a los encuentros personales, más que a las cuestiones de carácter administrativo o burocrático, que se pueden cumplir también por medio de un clérigo delegado por el Obispo.[93]

Con ánimo paterno y con sencilla familiaridad, facilite el diálogo tratando cuanto sea de interés para los sacerdotes, los encargos a ellos confiados, los problemas relativos a la vida diocesana. Para este objetivo, el Obispo facilitará el mutuo conocimiento entre las diversas generaciones de sacerdotes, inculcando en los jóvenes el respeto y la veneración por los sacerdotes ancianos y en los ancianos el acompañamiento y el apoyo a los sacerdotes jóvenes, de manera que todo el presbiterio se sienta unido al Obispo y verdaderamente corresponsable de la Iglesia particular.

 

El Obispo nutra y manifieste públicamente la propia estima por los presbíteros, demostrando confianza y alabándoles si lo merecen; respete y haga respetar sus derechos y defiéndalos de críticas infundadas;[94] dirima prontamente las controversias, para evitar que inquietudes prolongadas puedan ofuscar la fraterna caridad y dañar el ministerio pastoral.

 

78. Orden de las actividades.

La acción de los presbíteros debe estar ordenada mirando, antes que nada, al bien de las almas y a las necesidades de la diócesis, sin olvidar tampoco las diversas aptitudes y legítimas inclinaciones de cada uno, en el respeto de la dignidad humana y sacerdotal. Tal prudencia en el gobernar, entre otros aspectos, se manifiesta:

– en la provisión de los oficios, el Obispo obrará con la máxima prudencia, para evitar la más mínima sospecha de abuso, favoritismo o presión indebida. Para tal fin, pida siempre el parecer a personas prudentes, y pruebe la idoneidad de los candidatos, incluso mediante un examen;[95]

– al conferir los encargos, el Obispo juzgue con equidad la capacidad de cada uno y no sobrecargue a ninguno con tareas que, por número o importancia, podrían superar las posibilidades de los individuos y también dañar la vida interior. No está bien colocar en un ministerio demasiado exigente los presbíteros que apenas hayan terminado la formación en el seminario, sino gradualmente y después de una oportuna preparación y una apropiada experiencia pastoral,[96] confiándoles a párrocos idóneos, a fin de que en los primeros años de sacerdocio puedan ulteriormente desarrollar y reforzar sabiamente la propia identidad;

– el Obispo no olvide recordar a los presbíteros que todo lo que cumplan por mandato del Obispo, incluso lo que no comporte la cura directa de las almas, con razón puede llamarse ministerio pastoral y está revestido de dignidad, mérito sobrenatural y eficacia para el bien de los fieles. También los presbíteros que, con el consenso de la autoridad competente, desarrollan funciones supra diocesanas o trabajan en organismos a nivel nacional (como, por ejemplo, los superiores o los profesores de los seminarios interdiocesanos o de las facultades eclesiásticas y los oficiales de la Conferencia Episcopal), colaboran con los Obispos con una válida actividad pastoral que merece una especial atención de parte de la Iglesia.[97]

Procure, finalmente, que los sacerdotes se dediquen completamente a cuanto es propio de su ministerio,[98] pues son muchas las necesidades de la Iglesia (cf. Mt 9, 37-38).

 

79. Las relaciones de los presbíteros entre ellos.

Todos los presbíteros, en cuanto partícipes del único sacerdocio de Cristo y llamados a cooperar a la misma obra, están entre ellos unidos por particulares vínculos de fraternidad.[99]

Por eso, es oportuno que el Obispo favorezca, en cuanto sea posible, la vida en común de los presbíteros, que responde a la forma colegial del ministerio sacramental[100] y retoma la tradición de la vida apostólica para una mayor fecundidad del ministerio; los ministros se sentirán así apoyados en su compromiso sacerdotal y en el generoso ejercicio del ministerio: este aspecto tiene una especial aplicación en el caso de aquellos que se empeñan en la misma actividad pastoral.[101]

El Obispo promueva asimismo las relaciones entre todos los presbíteros, tanto seculares como religiosos o pertenecientes a las Sociedades de vida apostólica, también con aquéllos incardinados en otras diócesis, pues todos pertenecen al único orden sacerdotal y ejercitan el propio ministerio para el bien de la Iglesia particular. Esto se podrá obtener mediante encuentros periódicos a nivel de vicaría o de agrupaciones análogas de parroquias en las que se encuentre dividida la diócesis, por motivo de estudio, de oración o de gozosa convivencia.[102] Un medio que se ha demostrado idóneo para favorecer los encuentros sacerdotales es la llamada casa del clero.

 

El Obispo apoye y aprecie las asociaciones de presbíteros eventualmente existentes en la diócesis que, sobre la base de estatutos reconocidos por la competente autoridad eclesiástica, por medio de un programa idóneo de vida y ayuda fraterna, sostienen la santificación del clero en el ejercicio del ministerio y refuerzan los vínculos que unen al sacerdote, al Obispo y a la Iglesia particular de la que forman parte.[103]

80. Atención a las necesidades humanas de los presbíteros.

 A los presbíteros no les debe faltar cuanto corresponde a un tenor de vida decoroso y digno, y los fieles de la diócesis deben ser conscientes que a ellos corresponde el deber de atender a tal necesidad.

 

En este aspecto, el Obispo debe ocuparse, en primer lugar, de su retribución, que debe ser adecuada a su condición, considerando tanto la naturaleza del oficio por ellos desarrollado, como las circunstancias de lugar y de tiempo, pero siempre asegurando también que puedan proveer a las propias necesidades y a la justa remuneración de quien presta su servicio.[104]


De este modo, no se verán obligados a buscar una sustentación económica suplementaria, ejerciendo actividades extrañas a su ministerio, lo que puede ofuscar el significado de la propia elección y una reducción de la actividad pastoral y espiritual. Es necesario, además, disponer que puedan beneficiarse de la asistencia social, “mediante la cual se provee adecuadamente a sus necesidades en caso de enfermedad, invalidez o ancianidad”.
[105] Esta justa exigencia de los clérigos podrá ser satisfecha también a través de instituciones interdiocesanas, nacionales[106] e internacionales.

 

El Obispo vigile la correcta manera en el vestir de los presbíteros, también de los religiosos, según la ley universal de la Iglesia y las normas de la Conferencia Episcopal,[107] de modo que sea siempre evidente su condición sacerdotal y sean también, en el vestir, testimonios vivientes de las realidades sobrenaturales que están llamados a comunicar a los hombres.[108]

El Obispo será ejemplo vistiendo fielmente y con dignidad la sotana (con ribetes o simplemente negra), o, en ciertas circunstancias, al menos el clergyman con cuello romano.

 

Con ánimo paterno, el Obispo vigile con discreción la dignidad del alojamiento y el servicio doméstico, ayudando a evitar también la apariencia de abandono, o de extrañeza o negligencia en el tenor de vida personal, lo que provocaría daño a la salud espiritual de los presbíteros. No olvide de exhortarles a utilizar el tiempo libre para sanos entretenimientos y lecturas culturalmente formativas, haciendo uso moderado y prudente de los medios de comunicación social y de los espectáculos. Favorezca, además, que cada año puedan tener un periodo suficiente de vacaciones.[109]

81. Atención a los sacerdotes con dificultad.

El Obispo, también mediante el vicario de zona, trate de prevenir y remediar las dificultades de orden humano y espiritual que puedan aquejar a los presbíteros. Acérquese cálidamente para auxiliar a quien pueda encontrarse en una situación difícil, enfermo, anciano o pobre, a fin de que todos sientan el gozo de su vocación y el agradecimiento hacia los propios pastores. Cuando se enfermen, el Obispo los conforte con su visita o al menos con una carta escrita o una llamada telefónica, y asegúrese que estén bien atendidos tanto en sentido material como espiritual; cuando fallezca algún sacerdote, celebre las exequias personalmente, si es posible, o envíe un representante.

 

Se requiere, además, poner atención en algunos casos específicos:

a) Es necesario prevenir la soledad y el aislamiento de los sacerdotes, sobre todo si son jóvenes y ejercitan el ministerio en localidades pequeñas y poco habitadas. Para resolver las eventuales dificultades, convendrá procurar la ayuda de un sacerdote diligente y experto, y favorecer frecuentes contactos con los hermanos en el sacerdocio,[110] incluso mediante posibles modalidades de vida en común.

b) Se debe prestar atención al peligro de la rutina y del cansancio que los años de trabajo o las dificultades inherentes al ministerio puedan provocar. Según las posibilidades de la diócesis, el Obispo estudie, caso por caso, los modos de una recuperación espiritual, intelectual y física, que ayude a retomar el ministerio con renovada energía. Entre tales formas, se puede considerar también, en algunos casos excepcionales, el periodo llamado sabático.[111]

c) El Obispo prodíguese con paterno afecto hacia los sacerdotes que por agotamiento o por enfermedad se encuentran en una situación de debilidad o cansancio moral, destinándolos a actividades que resulten más atrayentes y fáciles de cumplir en su estado, de modo que se evite el aislamiento en el que pudieran encontrarse, asistiéndolos con comprensión y paciencia para que se sientan humanamente útiles y descubran la eficacia sobrenatural – por la unión con la Cruz de nuestro Señor – de su condición actual.[112]

d) Con ánimo paterno sean tratados también por el Obispo los presbíteros que abandonan el servicio divino,[113] esforzándose para obtener su conversión interior y haciendo que remuevan la causa que los ha conducido al abandono, para que puedan así volver a la vida sacerdotal, o al menos regularicen su situación en la Iglesia.[114] A norma del mismo rescripto de dimisión del estado clerical, los tendrá alejados de las actividades que presupongan un encargo asignado por la jerarquía,[115] evitando así el escándalo entre los fieles y confusión en la diócesis.

 

e) Ante comportamientos escandalosos, el Obispo intervenga con caridad, mas con firmeza y decisión: bien con admoniciones o reprensiones bien procediendo a la remoción o al cambio a un oficio en el que no existan las circunstancias que favorezcan esos comportamientos.[116] Si tales medidas resultasen inútiles o insuficientes, ante la gravedad de la conducta y la contumacia del clérigo, imponga la pena de suspensión según el derecho o, en los casos extremos previstos por la norma canónica, dé inicio al proceso penal para la dimisión del estado clerical.[117]

82. Preocupación por el celibato sacerdotal.

A fin de que los sacerdotes mantengan castamente su compromiso con Dios y la Iglesia, es necesario que el Obispo se preocupe para que el celibato sea presentado en su plena riqueza bíblica, teológica y espiritual.[118] Trabaje para suscitar en todos una profunda vida espiritual, que colme sus corazones de amor a Cristo y atraiga la ayuda divina. El Obispo refuerce los vínculos de fraternidad y de amistad entre los sacerdotes, y no deje de mostrar el sentido positivo que la soledad exterior puede tener para su vida interior y para su madurez humana y sacerdotal, y de presentarse ante ellos como amigo fiel y confidente al cual puedan abrirse en búsqueda de comprensión y consejo.

 

El Obispo es consciente de los obstáculos reales que, hoy más que ayer, se oponen al celibato sacerdotal. Por eso, deberá exhortar a los presbíteros al ejercicio de una prudencia sobrenatural y humana, enseñando que un comportamiento reservado y discreto en el trato con la mujer es conforme a su consagración celibataria y que una inadecuada comprensión de estas relaciones puede degenerar en vínculos sentimentales. Si es necesario, advierta o amoneste a quien pueda encontrarse en una situación de riesgo. Según las circunstancias, convendrá establecer normas concretas que faciliten la observancia de los compromisos asumidos en la Ordenación sacerdotal.[119]

83. Preocupación por la formación permanente del clero.

El Obispo educará a los sacerdotes de todas las edades y condiciones para el cumplimiento de su deber de formación permanente y proveerá a organizarla,[120] a fin de que el entusiasmo por el ministerio no disminuya, sino que, por el contrario, aumente y madure con el transcurrir de los años, haciendo más vivo y eficaz el sublime don recibido (cf. 2 Tm 1, 6).

 

Ya en los años del seminario se ha de inculcar en los futuros sacerdotes la necesidad de continuar y profundizar la formación, incluso después de la ordenación sacerdotal, de manera que el término de los estudios institucionales y de la vida comunitaria no signifique una interrupción de dicha formación. Es, además, necesario favorecer en los sacerdotes más ancianos la juventud de ánimo que se manifiesta en el permanente interés por un crecimiento constante para alcanzar “en plenitud la estatura de Cristo” (Ef 4, 13), ayudándolos a vencer las eventuales resistencias – debidas a la rutina, al cansancio, a un exagerado activismo o excesiva confianza en las propias posibilidades – en relación a los medios de formación permanente que la diócesis les ofrece.[121]

El Obispo ofrezca a sus presbíteros un válido ejemplo, participando activamente, por cuanto le resulte posible, junto a ellos, sus más íntimos colaboradores, en los encuentros formativos.[122]

El Obispo considere, como elemento integrante y primario de la formación permanente del presbiterio, los ejercicios espirituales anuales, organizados de modo tal que sean para cada uno un tiempo de auténtico y personal encuentro con Dios y de revisión de la propia vida personal y ministerial.

 

En los programas e iniciativas para la formación de los sacerdotes, el Obispo no olvide servirse del Directorio para el ministerio y la vida de los presbíteros, que compendia la doctrina y la disciplina eclesial sobre la identidad sacerdotal y la función del sacerdote en la Iglesia, así como el modo de relacionarse con las otras categorías de fieles cristianos. En el mismo Directorio, el Obispo encontrará también indicaciones y orientaciones útiles para la organización y la dirección de los diversos medios de formación permanente.

 

V. El Seminario

 

84. Institución primaria de la diócesis.

Entre todas las instituciones diocesanas, el Obispo considere la primera el seminario y lo haga objeto de las atenciones más intensas y asiduas de su ministerio pastoral, porque del seminario dependen en gran parte la continuidad y la fecundidad del ministerio sacerdotal de la Iglesia.[123]

85. El seminario mayor.

El Obispo insista decididamente y con convicción sobre la necesidad del seminario mayor como instrumento privilegiado para la formación sacerdotal,[124] y trabaje a fin de que la diócesis tenga un seminario mayor propio, como expresión de la pastoral vocacional de la Iglesia particular y, al mismo tiempo, como comunidad eclesial peculiar que forma los futuros presbíteros a imagen de Jesucristo, buen Pastor. La institución del seminario mayor diocesano está condicionada por la posibilidad de la diócesis de ofrecer una profunda formación humana, espiritual, cultural y pastoral a los candidatos al sacerdocio. Para tal objetivo, el Obispo buscará favorecer la formación de los formadores y de los futuros profesores al más alto nivel académico posible.

 

Si la diócesis no está en condiciones de tener un seminario propio, el Obispo una sus fuerzas con las de otras diócesis vecinas para dar vida a un seminario interdiocesano, o envíe a los candidatos al seminario más cercano a la diócesis.[125]

La Santa Sede, una vez verificada la real dificultad para que cada diócesis tenga su seminario mayor, da la aprobación para la erección de un seminario interdiocesano. Aprueba también los estatutos. Los Obispos interesados deberán concordar las normas del reglamento y es responsabilidad de cada uno visitar personalmente a los propios alumnos e interesarse por su formación para conocer, de los superiores, cuanto pueda serle útil para evaluar si existen las condiciones para la admisión al sacerdocio.[126]

La posibilidad de reducir la permanencia prescrita de los seminaristas en el seminario se ha de considerar una excepción para casos específicos.[127]

86. El seminario menor o instituciones análogas.

Además del seminario mayor, el Obispo se preocupará, donde sea posible, de constituir un seminario menor o de sostenerlo donde esté ya presente.[128] Tal seminario ha de ser entendido como una peculiar comunidad de jóvenes donde se cuidan y desarrollan los gérmenes de la vocación sacerdotal. El Obispo diocesano organice el seminario menor según un tenor de vida conveniente a la edad, al desarrollo de los adolescentes, y según las normas de una sana psicología y pedagogía, siempre en el respeto de la libertad de los jóvenes en la elección de vida. El Obispo, además, sea consciente de que este tipo de comunidad necesita de la continua colaboración educativa de la comunidad educativa del seminario, de los padres de los jóvenes y de la escuela.[129]

Por su naturaleza y misión, sería conveniente que el seminario menor llegara a ser en la diócesis un válido punto de referencia de la pastoral vocacional, con oportunas experiencias formativas para los jóvenes que están buscando el sentido de sus vidas, la vocación, o que ya se hayan decidido a tomar el camino del sacerdocio ministerial, pero que no pueden todavía iniciar un verdadero itinerario formativo.

 

El Obispo promueva una intensa colaboración entre la comunidad educativa del seminario mayor y la del seminario menor, de modo que no haya discontinuidad en las líneas de fondo de la formación y éste último ofrezca una adecuada y sólida base a aquellos que deberán continuar el camino vocacional en el seminario mayor.[130]

Será necesario que el seminario menor ofrezca a los alumnos un curso de estudios equivalente al previsto por el curriculum estatal, reconocido en lo posible por el mismo Estado.[131]

87. Las vocaciones adultas.

Análogamente a la atención que el Obispo deberá prestar a los gérmenes de la vocación en los adolescentes y en los jóvenes, deberá también proveer a la formación de las vocaciones adultas, disponiendo para tal fin adecuados institutos o un programa formativo acorde a la edad y a la condición de vida del candidato al sacerdocio.[132]

88. El Obispo primer responsable de la formación sacerdotal.

La actual y problemática situación del universo juvenil exige especialmente del Obispo que desarrolle un atento discernimiento de los candidatos al momento de su admisión en el seminario. En algunos casos difíciles, será oportuno, en la selección de los candidatos para la admisión en el seminario, someter a los jóvenes a test psicológicos, pero solamente si casus ferat,[133] porque el recurso a tales medios no se puede generalizar y se debe hacer con gran prudencia, para no violar el derecho de la persona a conservar su propia intimidad.[134] En este contexto, se debe también prestar gran atención a la admisión en el seminario de candidatos al sacerdocio provenientes de otros seminarios o familias religiosas. En estos casos, la obligación del Obispo es la de aplicar escrupulosamente las normas previstas por la disciplina de la Iglesia[135] acerca de la admisión en el seminario de los ex seminaristas y ex religiosos y miembros de las Sociedades de vida apostólica. Como manifestación de su primaria responsabilidad en la formación de los candidatos al sacerdocio, el Obispo visite frecuentemente el seminario, o a los alumnos de la propia diócesis que residan en el seminario interdiocesano o en otro seminario, compartiendo cordialmente con ellos de modo que éstos puedan estar con él. El Obispo considerará tal visita como uno de los momentos importantes de su misión episcopal, en cuanto que su presencia en el seminario ayuda a insertar esta peculiar comunidad en la Iglesia particular, la anima a conseguir la finalidad pastoral de la formación y a dar el sentido de Iglesia a los jóvenes candidatos al sacerdocio.[136]

En tal visita, el Obispo tratará de tener un encuentro directo e informal con los alumnos para conocerlos personalmente, alimentando el sentido de la familiaridad y amistad con ellos para poder ponderar las inclinaciones, actitudes, dotes humanas e intelectuales de cada uno y también los aspectos de su personalidad que necesitan de una mayor atención educativa. Esta relación familiar permitirá al Obispo poder evaluar mejor la idoneidad de los candidatos al sacerdocio y confrontar su juicio con el de los superiores del seminario, que está a la base de la promoción al sacramento del orden. En efecto, sobre el Obispo recae la última responsabilidad de la admisión de los candidatos a las órdenes sagradas. Su idoneidad le debe resultar probada con argumentos positivos; por eso, si por determinadas razones tiene dudas acerca de un candidato, no lo admita a la ordenación.[137]

El Obispo preocúpese de enviar presbíteros intelectualmente dotados a continuar los estudios en las universidades eclesiásticas, para asegurar a la diócesis un clero académicamente formado y una enseñanza teológica de calidad, y poder disponer además de personas bien preparadas para el ejercicio de los ministerios que exigen una particular competencia. Para obtener mayor fruto de su experiencia de estudios, puede resultar en principio conveniente que estos sacerdotes realicen antes un periodo de ejercicio del ministerio.[138]

89. El Obispo y la comunidad educativa del seminario.

El Obispo elija con particular atención al Rector, al Director Espiritual, a los Superiores y a los Confesores del seminario, los cuales deben ser los mejores entre los sacerdotes de la diócesis, destacar por devoción y sana doctrina, conveniente experiencia pastoral, celo por las almas y especial actitud formativa y pedagógica; y si no dispone de ellos, pídalos a otras diócesis mejor provistas. Es oportuno que los formadores gocen de cierta estabilidad y tengan residencia habitual en la comunidad del seminario. Al Obispo corresponde también una atención y preocupación particular por su especial preparación, que sea verdaderamente técnica, pedagógica, espiritual, humana y teológica.[139]

Mientras se avanza en el itinerario formativo, el Obispo solicite a los superiores del seminario informaciones precisas acerca de la situación y el aprovechamiento de los alumnos. Con prudente anticipación, asegúrese mediante escrutinios de que cada uno de los candidatos sea idóneo para las sagradas órdenes y esté plenamente decidido a vivir las exigencias del sacerdocio católico. No actúe jamás con precipitación en una materia tan delicada y, en los casos de duda, más bien difiera su aprobación hasta que no se haya disipado toda sombra de falta de idoneidad. En el caso de que el candidato no sea considerado idóneo para recibir las sagradas órdenes, comuníquesele con tiempo el juicio de no idoneidad.[140]

Son asimismo responsables de la formación integral al sacerdocio todos los profesores del seminario, también quien se ocupa de materias no directamente teológicas, y para tal encargo deben ser nombrados solamente aquellos que se distingan por una segura doctrina y tengan suficiente preparación académica y capacidad pedagógica. El Obispo vigile atentamente a fin de que cumplan con diligencia su tarea, y si alguno se separa de la doctrina de la Iglesia o da mal ejemplo a los alumnos, lo aleje con decisión del seminario.[141]

En casos particulares, y según la naturaleza de la disciplina científica, el encargo de profesor del seminario puede ser confiado también a laicos que sean competentes y den ejemplo de auténtica vida cristiana.[142]

Con los responsables del seminario, el Obispo mantenga frecuentes contactos personales, como signo de confianza, para animarlos en su acción y permitir que entre ellos reine un espíritu de plena armonía, comunión y colaboración.

 

90. La formación de los seminaristas.

Es competencia del Obispo aprobar el Proyecto Formativo del seminario y el Reglamento.

 

Tal proyecto deberá estar articulado según los principios establecidos por la Ratio Fundamentalis Institutionis Sacerdotalis dada por la Congregación para la Educación Católica, por los otros documentos de la Santa Sede y por la Ratio Institutionis Sacerdotalis dada por la Conferencia Episcopal, así como por las necesidades concretas de la Iglesia particular.[143]

El objetivo fundamental del proyecto formativo tendrá como núcleo central la configuración de los seminaristas con Cristo cabeza y pastor, en el ejercicio de la caridad pastoral. Tal objetivo se obtendrá mediante:

a) la formación humana a través de la educación en las virtudes, que consientan a los seminaristas desarrollar una personalidad armónica y aumentar la propia eficacia apostólica;

b) la formación espiritual, que disponga a los alumnos para conseguir la santidad cristiana a través del ministerio sacerdotal, ejercitado con fe viva y amor por las almas;[144]

c) la formación doctrinal, de modo que los alumnos logren un conocimiento integral de la doctrina cristiana que sostenga su vida espiritual y los ayude en el ministerio de la enseñanza.[145] Para tal fin, el Obispo deberá vigilar sobre la recta doctrina de los profesores, así como sobre los manuales y los demás libros utilizados en el seminario;

d) la formación pastoral, con la cual se busque introducir a los seminaristas en las distintas actividades apostólicas de la diócesis y en la experiencia pastoral directa, a través de modalidades concretas determinadas por el Obispo. Esta formación ha de tener una natural continuidad especialmente durante los primeros años de ejercicio del ministerio presbiteral, en conformidad con cuanto disponga el plan de formación sacerdotal nacional;[146]

e) la formación misionera, que se exige por la naturaleza universal del ministerio sagrado,[147] hace que los seminaristas sientan preocupación no sólo por la propia Iglesia particular, sino también por la Iglesia universal y estén dispuestos a ofrecer el proprio trabajo a aquellas Iglesias particulares que se encuentren en grave necesidad. Los seminaristas que manifiesten el deseo de ejercitar su ministerio en otras Iglesias, sean animados y reciban una formación especial.[148]

91. La pastoral vocacional y la obra diocesana de las vocaciones.

La pastoral vocacional, vinculada estrechamente a la pastoral juvenil, encuentra su núcleo y órgano específico en la obra diocesana de las vocaciones. Por consiguiente, convendrá constituir en la diócesis, bajo la guía de un sacerdote, un servicio común para todas las vocaciones, para coordinar las diversas iniciativas, respetando siempre la autonomía propia de cada institución eclesial.[149] Si puede resultar útil, el Obispo cree proyectos operativos diocesanos a corto y largo plazo.

 

Particularmente, es deber prioritario de los Obispos proveer para que haya un número suficiente de sagrados ministros, sosteniendo las obras ya existentes con tal finalidad y promoviendo otras iniciativas.[150] El Obispo considere algo fundamental instruir a todos los fieles acerca de la importancia del sagrado ministerio, enseñándoles la responsabilidad de suscitar vocaciones para el servicio de los hermanos y la edificación del Pueblo de Dios. Siempre ha sido una tarea necesaria, pero hoy se ha convertido en un deber más grave y urgente.

 

El Obispo no olvide fomentar en los sacerdotes el empeño por dar continuidad a su misión divina, como natural consecuencia del espíritu apostólico y del amor a la Iglesia. Sobre todo los párrocos juegan un papel especial en la promoción de las vocaciones al ministerio sagrado; por eso, deberán atentamente acompañar a los niños y jóvenes que demuestren una particular aptitud para el servicio del altar, dándoles una guía espiritual conforme a la edad, y visitando también a sus padres.[151]

VI. Los Diáconos permanentes

 

92. El ministerio diaconal.

El Concilio Vaticano II, según la venerable tradición eclesial, ha definido el diaconado un “ministerio de la liturgia, de la palabra y de la caridad”.[152] El diácono, por tanto, participa según un modo propio de las tres funciones de enseñar, santificar y gobernar, que corresponden a los miembros de la Jerarquía. Proclama e ilustra la Palabra de Dios; administra el Bautismo, la Comunión y los Sacramentales; anima la comunidad cristiana, principalmente en lo que se refiere al ejercicio de la caridad y a la administración de los bienes.

 

El ministerio de estos clérigos, en sus diferentes aspectos, está impregnado del sentido del servicio que da nombre al orden diaconal. Como en el caso de cualquier otro ministro sagrado, el servicio diaconal se dirige en primer lugar a Dios y, en nombre de Dios, a los hermanos; pero la diaconía es también servicio al episcopado y al presbiterado, a los cuales el orden diaconal está unido por vínculos de obediencia y comunión, según las modalidades establecidas por la disciplina canónica. De este modo, todo el ministerio diaconal constituye una unidad al servicio del plan divino de redención, cuyos distintos ámbitos están fuertemente unidos entre sí: el ministerio de la palabra conduce al ministerio del altar, el cual, a su vez, comporta el ejercicio de la caridad.

 

Por tanto, el Obispo debe empeñarse a fin de que todos los fieles, y en particular los presbíteros, aprecien y estimen el ministerio de los diáconos, por el servicio que ejercitan (litúrgico, catequético, socio-caritativo, pastoral, administrativo, etc.) para la edificación de la Iglesia, y porque suplen la eventual escasez de sacerdotes.

 

93. Funciones y encargos confiados al diácono permanente.

Es muy importante disponer las cosas de modo que los diáconos puedan, en la medida de las propias posibilidades, desarrollar plenamente su ministerio: predicación, liturgia, caridad.[153]

Los diáconos deben comprender que sus diferentes encargos no son un conjunto de actividades diversas, sino que están estrechamente unidos gracias al sacramento recibido, y que tales tareas, si bien algunas puedan ser ejecutadas también por laicos, son siempre diaconales, pues es un diácono el que las realiza, en nombre de la Iglesia, sostenido por la gracia del sacramento.[154]

Por este motivo, cualquier encargo de suplencia de la presencia del presbítero se debe confiar preferiblemente a un diácono antes que a un laico, sobre todo cuando se trata de colaborar establemente en la guía de una comunidad cristiana privada de sacerdote, o de asistir, en nombre del Obispo o del párroco, a grupos dispersos de cristianos.[155] Pero, al mismo tiempo, hay que procurar que los diáconos ejerciten las actividades que les son propias, sin que queden relegados únicamente a la función de suplencia de los presbíteros.

 

94. Relaciones de los diáconos entre ellos.

Como los Obispos y los presbíteros, los diáconos constituyen un orden de fieles unidos por vínculos de solidaridad en el ejercicio de una actividad común. Por eso, el Obispo debe favorecer las relaciones humanas y espirituales entre los diáconos, de manera que les lleven a gustar una especial fraternidad sacramental. Lo podrá realizar utilizando los medios de formación permanente de los diáconos y también mediante reuniones periódicas, convocadas por el Obispo para evaluar el ejercicio del ministerio, intercambiar experiencias y recibir una ayuda para perseverar en la llamada recibida.

 

Los diáconos, como los otros fieles y clérigos, tienen el derecho de asociarse con otros fieles y clérigos para acrecentar la propia vida espiritual y llevar a cabo obras de caridad o de apostolado conformes al estado clerical y no contrarias al cumplimiento de sus propios deberes.[156] Pero tal derecho de asociación no debe acabar en un corporativismo para tutelar los intereses comunes, pues se trataría de una imitación impropia de los modelos civiles, inconciliable con los vínculos sacramentales que unen a los diáconos entre sí, con el Obispo y con los demás miembros del Orden sagrado.[157]

95. Los diáconos que ejercitan una profesión o una ocupación secular.

El ministerio diaconal es compatible con el ejercicio de una profesión o de un trabajo civil. Según las circunstancias de lugar y según el ministerio confiado al diácono concreto, es deseable que tenga su propio trabajo y profesión, de manera que pueda tener lo necesario para vivir.[158] Pero el ejercicio de las tareas seculares no transforma al diácono en laico.

 

Los diáconos que ejercitan una profesión deben saber dar a todos un ejemplo de honestidad y de espíritu de servicio y tomar pie de las relaciones profesionales y humanas para acercar a las personas a Dios y a la Iglesia. Deberán empeñarse en que sus acciones estén de acuerdo con las normas de la moral individual y social, por lo que no dejarán de consultar al propio Pastor cuando el ejercicio de la profesión sea más un obstáculo que un medio de santificación.[159]

Los diáconos pueden desempeñar cualquier profesión o actividad honesta con tal de que no se lo impidan, por principio, las prohibiciones que la disciplina canónica establece para los demás clérigos.[160] Pero sería oportuno procurar que los diáconos ejerzan aquellas actividades profesionales que están más estrechamente vinculadas con la transmisión de la verdad evangélica y el servicio a los hermanos: como la enseñanza – principalmente de la religión –, los diversos servicios sociales, los medios de comunicación social, algunos sectores de investigación y aplicación de la medicina, etc.

 

96. Los diáconos casados.

El diácono casado da testimonio de fidelidad a la Iglesia y de su vocación de servicio también con la vida familiar. De ahí se sigue que resulta necesario el consentimiento de la mujer para la ordenación del marido[161] y que es necesario reservar una particular atención pastoral a la familia del diácono, de manera que pueda vivir con alegría el empeño del marido y del padre, y sostenerlo en su ministerio. Pero no se confían a la consorte o a los hijos del diácono funciones y actividades propias del ministerio, porque la condición diaconal es propia y exclusiva de la persona; esto, naturalmente, no impide que los familiares presten ayuda al diácono en el ejercicio de sus tareas.

 

Por lo demás, la experiencia de vida familiar confiere a los diáconos casados una especial idoneidad para la pastoral familiar, diocesana y parroquial, para la que deben estar convenientemente preparados.

 

97. La formación de los diáconos permanentes.

La formación de los diáconos, tanto la inicial como la permanente, tiene una considerable importancia para su vida y ministerio. Para determinar cuanto se refiere a la formación de los aspirantes al diaconado permanente, es necesario observar las normas emanadas por la Santa Sede y la Conferencia Episcopal. Es bueno que los diáconos permanentes no sean demasiado jóvenes, sino que posean ya madurez humana además de la espiritual, y que se hayan formado durante tres años en una comunidad apropiada, a no ser que en algún caso concreto graves motivos aconsejen proceder diversamente.[162]

Tal formación comprende los mismos ámbitos que la de los presbíteros, con algunas particularidades:

– la formación espiritual del diácono[163] tiende a favorecer la santidad cristiana de estos ministros, y debe ser realizada poniendo de particular relieve cuanto distingue su ministerio, es decir el espíritu de servicio. Evitando, por tanto, toda sospecha de mentalidad “burocrática” o una fractura entre vocación y acción, es necesario inculcar en el diácono el anhelo de conformar su entera existencia a Cristo, que a todos ama y sirve;

– el ejercicio del ministerio, en particular en lo que se refiere a la predicación y a la enseñanza de la Palabra de Dios, supone una continua formación doctrinal, impartida con la debida competencia;

– hay que prestar especial atención a la ayuda personalizada a cada diácono, de manera que pueda afrontar sus peculiares condiciones de vida: sus relaciones con los demás miembros del Pueblo de Dios, su trabajo profesional, sus lazos familiares, etc.


VII. La Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica

 

98. La Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica en la comunidad diocesana.

El Obispo, como padre y pastor de la Iglesia particular en todos sus componentes, acoge las diversas manifestaciones de la vida consagrada como una gracia. Será, por lo tanto, empeño suyo sostener a las personas consagradas, de modo que éstas, permaneciendo fieles a la inspiración fundacional, se abran a una cada vez más fructuosa colaboración espiritual y pastoral que corresponda a las exigencias de la diócesis.[164] De este modo, los Institutos de vida consagrada, las Sociedades de vida apostólica, así como los Eremitas y las Vírgenes consagradas, forman parte con pleno título de la familia diocesana, porque tienen en ella su residencia y, con el testimonio ejemplar de la propia vida y del proprio trabajo apostólico, le prestan una ayuda inestimable. Los sacerdotes deben ser considerados parte del presbiterio de la diócesis, con cuyo Pastor colaboran en la cura de almas.[165]

El Obispo diocesano considere al estado consagrado como un don divino que, “aunque no pertenece a la estructura jerárquica de la Iglesia, pertenece, sin embargo, de manera indiscutible, a su vida y santidad”,[166] y aprecie la especificidad de su modo de ser en la Iglesia y la gran energía misionera y evangelizadora que del mismo deriva para la diócesis. Por estas razones, el Obispo lo acoge con profundo sentimiento de gratitud, lo sostiene y aprecia sus carismas poniéndolo al servicio de la Iglesia particular.[167]

99. Adecuada inserción en la vida diocesana.

 Como natural consecuencia de los vínculos que unen a los fieles consagrados con los otros hijos de la Iglesia, el Obispo se empeñe para que:

a) los miembros de los Institutos de vida consagrada y de las Sociedades de vida apostólica se sientan parte viva de la comunidad diocesana, dispuestos a prestar a los Pastores la mayor colaboración posible.[168] Para tal fin, trate de conocer bien el carisma de cada Instituto y Sociedad descrito en sus Constituciones, encuéntrese personalmente con los Superiores y las comunidades, verificando su estado, sus preocupaciones y sus esperanzas apostólicas;

b) el Obispo procure que la vida consagrada sea conocida y apreciada por los fieles y, en particular, provea para que el clero y los seminaristas, mediante los respectivos medios de formación, sean instruidos en la teología y la espiritualidad de la vida consagrada[169] y lleguen a apreciar sinceramente a las personas consagradas, no sólo por la colaboración que pueden ofrecer a la pastoral diocesana, sino sobre todo por la fuerza de su testimonio de vida consagrada, y por la riqueza que su vocación y estilo de vida aportan a la Iglesia, universal y particular;

c) las relaciones entre el clero diocesano y los clérigos de los Institutos de vida consagrada y de las Sociedades de vida apostólica se caractericen por un espíritu de fraterna colaboración.[170] El Obispo promueva la participación de los presbíteros religiosos en las reuniones de los clérigos de la diócesis, por ejemplo, en las que se tienen a nivel de vicaría, para que puedan así conocerse, aumentar la recíproca estima y dar a los fieles ejemplo de unidad y de caridad. Procure también, si es conveniente para ellos, que participen en los medios de formación del clero de la diócesis;

d) los organismos consultivos diocesanos reflejen adecuadamente la presencia de la vida consagrada en la diócesis, en la variedad de sus carismas,[171] dando normas oportunas al respecto: disponiendo, por ejemplo, que los miembros de los Institutos participen según la actividad apostólica que cada uno lleva a cabo, asegurando al mismo tiempo una presencia de los diversos carismas. En el caso del Consejo Presbiteral, se consiente a los sacerdotes electores (religiosos y seculares) elegir libremente miembros de Institutos para que los representen.

 

100. La potestad del Obispo en relación con la vida consagrada.

Las personas consagradas, junto con los otros miembros del Pueblo de Dios, están sujetas a la autoridad pastoral del Obispo en cuanto maestro de la fe y responsable de la observancia de la disciplina eclesiástica universal, custodio de la vida litúrgica y moderador de todo el ministerio de la palabra.[172]

El Obispo, mientras tutela con gran celo – también en relación con los mismos consagrados – la disciplina común,[173] respete y haga respetar la justa autonomía de los Institutos de vida consagrada y de las Sociedades de vida apostólica,[174] sin interferir en su vida y en su gobierno y sin hacerse intérprete autorizado de su carisma fundacional. Refuerce en todos los consagrados el espíritu de santidad, reavivando en ellos la obligación que tienen, también si están inmersos en el apostolado externo, de estar impregnados del espíritu del propio carisma y de permanecer fieles a la observancia de su regla y a la sumisión a los Superiores,[175] ya que su contribución específica a la evangelización consiste principalmente “en el testimonio de una vida completamente dedicada a Dios y a los hermanos”.[176] Por eso, es su deber llamar la atención de los Superiores cuando observe abusos en las obras dirigidas por los Institutos o en el tenor personal de vida de algún consagrado.[177]

El Obispo recordará a las personas consagradas el deber y la gracia gozosa que les compete, como exigencia de la propia vocación, de dar ejemplo de adhesión al Magisterio pontificio y episcopal. Cual maestro de la verdad católica en su diócesis, preocúpese en particular:

a) de exigir con humilde firmeza los propios derechos en el campo de las publicaciones, mediante oportunos contactos con los Superiores,[178] de modo que se asegure la armonía con el Magisterio eclesial;

b) de asegurar que las escuelas dirigidas por los diversos Institutos impartan una formación plenamente concorde con su identidad católica, visitándolas de vez en cuando personalmente o mediante un representante suyo.[179]

El Obispo, según la norma del derecho, reconozca la exención de los Institutos, por la que el Romano Pontífice, en virtud de su primado sobre la Iglesia universal, puede eximir a cualquier Instituto de perfección de la jurisdicción de los Ordinarios del lugar y someterlos a su sola autoridad o a otra autoridad eclesiástica.[180] Tal exención no anula, sin embargo, la sumisión de todos los consagrados a la potestad del Obispo (además de la debida a los propios Superiores) en lo que se refiere a la cura de almas, el ejercicio público del culto divino y las obras de apostolado.[181] En tales aspectos, es necesario que los consagrados, realizando siempre el propio carisma, den ejemplo de comunión y de sintonía con el Obispo, en razón de su autoridad pastoral y de la necesaria unidad y concordia en el trabajo apostólico.[182]

101. Diversas formas de cooperación apostólica y pastoral de los consagrados con la diócesis.

Para comprender adecuadamente el régimen de cada obra apostólica servida por los Institutos o por sus miembros, es necesario distinguir:

a) Las obras propias, que los Institutos constituyen según el propio carisma y que son dirigidas por los respectivos Superiores. Es necesario poner estas obras en el cuadro general de la pastoral diocesana, por lo que su creación no debe ser decidida autónomamente, sino en base a un acuerdo entre el Obispo y los Superiores, entre los que debe darse un diálogo constante en la dirección de tales obras, sin detrimento de los derechos que a cada uno confiere la disciplina canónica.[183]

Los Institutos religiosos y las Sociedades de vida apostólica necesitan el consentimiento escrito del Obispo diocesano en los siguientes casos: para la erección de una casa en la diócesis, para destinar una casa a obras apostólicas diversas de aquellas para las que fue constituida, para construir y abrir una iglesia pública y para establecer escuelas según el propio carisma.[184] El Obispo debe ser consultado también para el cierre, por parte del Moderador supremo, de una casa religiosa abierta legítimamente.[185]

b) Las obras diocesanas y las parroquias confiadas a Institutos religiosos o Sociedades de vida apostólica, siguen estando bajo la autoridad y la dirección del Obispo, aunque el responsable consagrado mantiene la fidelidad a la disciplina del propio Instituto y la sumisión a los propios Superiores. El Obispo se preocupe de estipular un acuerdo con el Instituto o la Sociedad, para determinar claramente todo lo que se refiere al trabajo que hay que realizar, a las personas que se dedicarán a él y al aspecto económico.[186]

c) Además, para confiar un oficio diocesano a un religioso, según la norma canónica,[187] deben intervenir tanto el Obispo como los Superiores religiosos. El Obispo evite pedir colaboraciones que resulten difícilmente compatibles con las exigencias de la vida religiosa (por ejemplo, cuando pueden constituir un obstáculo para la vida común) y recuerde a esas personas que, cualquiera sea la actividad que desarrollen, su primer apostolado consiste en el testimonio de su propia vida consagrada.[188]

La colaboración entre la diócesis y los Institutos o sus miembros se puede interrumpir por iniciativa de una de las partes interesadas, teniendo presentes los derechos y las obligaciones establecidas por las normas o las convenciones.[189] Pero, en tal caso, hay que asegurar la oportuna información de la otra parte (Obispo o Instituto), evitando ponerla ante los hechos consumados. De este modo, se podrán tomar las medidas necesarias para el bien de los fieles, como, por ejemplo, pedir a otra institución o persona que se haga cargo del trabajo o del encargo y estudiar también, con la debida atención, los aspectos humanos y económicos que el abandono de una obra puede acarrear.

 

102. Coordinamiento de los Institutos.

Al Obispo, padre y pastor de la entera Iglesia particular, compete promover la comunión y el coordinamiento en el ejercicio de los diversos legítimos carismas en el respeto de su identidad.[190] Por su parte, los Institutos, cada uno según su peculiar naturaleza, “están llamados a manifestar una fraternidad ejemplar, que sirva de estímulo a los otros componentes eclesiales en el compromiso cotidiano de dar testimonio del Evangelio”.[191]

Para obtener un mejor coordinamiento de las diversas obras y programas apostólicos en el contexto pastoral de la diócesis, así como un adecuado conocimiento y una recíproca estima, conviene que el Obispo convoque periódicamente a los Superiores de los Institutos. Dichos encuentros constituirán una óptima ocasión para individuar, gracias al intercambio de experiencias, objetivos evangelizadores y modalidades idóneas para remediar las necesidades de los fieles, de manera que los Institutos puedan proyectar nuevas actividades apostólicas y mejorar las ya existentes.[192] Del mismo modo, cuidará de convocar periódicamente a los responsables de las delegaciones diocesanas de la Conferencia de los Superiores y/o Superioras Mayores.

 

A fin de facilitar las relaciones del Obispo con las diversas comunidades, en muchos lugares será oportuno constituir un Vicario episcopal para la vida consagrada, dotado de potestad ordinaria ejecutiva, que haga las veces del Obispo en relación con los Institutos y sus miembros. El Vicario cuidará también de mantener a los Superiores debidamente informados sobre la vida y la pastoral diocesana. Dadas las múltiples y puntuales competencias del Obispo en relación con los Institutos – diversificadas, además, según la naturaleza propia de cada Instituto convendrá que el Vicario sea un consagrado o, al menos, un buen conocedor de la vida consagrada.

 

103. La vida contemplativa.

Tanto en los países de sólida tradición católica como en los territorios de misión, habrá que favorecer grandemente los Institutos de vida contemplativa;[193] en efecto, estos Institutos, especialmente en nuestros días, constituyen un espléndido testimonio de la trascendencia del Reino de Dios por encima de cualquier otra realidad terrena y transitoria, que los hace dignos de la particular estima del Obispo, del clero y del pueblo cristiano.

 

El Obispo implique a los religiosos y religiosas de vida contemplativa en la misión de la Iglesia, universal y particular, también con el contacto directo, confortándolos, por ejemplo, con visitas personales durante las cuales los empujará a perseverar en la fidelidad a su vocación, informándoles de las iniciativas diocesanas y universales, y encomiando el profundo valor de su escondido apostolado de oración y de penitencia por la difusión del Reino de Dios.

El Obispo procure también que los fieles de la diócesis puedan beneficiarse de esta escuela de oración que son los monasterios y, si fuese conforme a sus normas particulares, manteniendo las exigencias de la clausura, procure favorecer la participación en las celebraciones litúrgicas de estas comunidades.

 

104. Las mujeres consagradas.

Múltiple y preciosa es la ayuda que la mujer consagrada en los Institutos religiosos,[194] en las Sociedades de vida apostólica, en los Institutos seculares[195] y en el Orden de las Vírgenes,[196] está prestando a las diócesis, y será todavía mayor la que podrá dar en el futuro. Por eso, el Obispo preocúpese de modo especial de procurar idóneos y, en la medida de lo posible, abundantes subsidios para su vida espiritual y para su instrucción cristiana, así como para su progreso cultural. Una particular solicitud deberá tener el Obispo para con el Orden de las Vírgenes, que se han consagrado a Dios a través de sus manos y se confían a su cuidado pastoral, estando dedicadas al servicio de la Iglesia.

 

Consciente de las actuales necesidades formativas de las mujeres consagradas, no inferiores a las de los hombres, les asigne capellanes y confesores de entre los mejores sacerdotes, buenos conocedores de la vida consagrada y que se distingan por piedad, sana doctrina y espíritu misionero y ecuménico.[197]

El Obispo vigile también a fin de que se dé a las mujeres consagradas adecuados espacios de participación en las diversas instancias diocesanas, como los Consejos pastorales diocesano y parroquial, allí donde existan; las diversas comisiones y delegaciones diocesanas; la dirección de iniciativas apostólicas y educativas de la diócesis, y estén también presentes en los procesos de elaboración de las decisiones, sobre todo en lo que se refiere a ellas, de modo que se pueda poner al servicio del Pueblo de Dios su particular sensibilidad y su fervor misionero, su experiencia y competencia.[198]

105. Los monasterios autónomos y las casas de Institutos religiosos de derecho diocesano.

El Obispo mostrará particular solicitud por los monasterios autónomos confiados a él y por las comunidades de los Institutos religiosos de derecho diocesano que tienen casa en el territorio de la diócesis, practicando su derecho-deber de la visita canónica, también por lo que se refiere a la disciplina religiosa, y examinando su balance económico.[199]

106. Los eremitas.

El Obispo debe seguir con especial cuidado pastoral a los eremitas, especialmente aquéllos reconocidos como tales por el derecho, porque profesan públicamente en sus manos los tres consejos evangélicos o han sido confirmados con los votos u otros vínculos sagrados. Observen, bajo su guía, la forma de vida que les es propia, dedicando la existencia a la alabanza de Dios y a la salvación de la humanidad, en la separación del mundo, en el silencio, en la soledad, con la oración asidua y la penitencia. El Obispo debe también vigilar para prevenir posibles abusos e inconvenientes.[200]

107. Nuevos carismas de la vida consagrada.

Corresponde al Obispo discernir los nuevos carismas que nazcan en la diócesis, para acoger con agradecimiento y alegría los que sean auténticos, y evitar que surjan Institutos superfluos y carentes de vigor.[201] Deberá, por tanto, cuidar y valorar los frutos de su trabajo (cf. Mt 7, 16), lo que le consentirá vislumbrar la acción del Espíritu Santo en las personas. Examine concretamente “el testimonio de vida y la ortodoxia de los fundadores y de las fundadoras de dichas comunidades, su espiritualidad, la sensibilidad eclesial al cumplir su misión, los métodos de formación y las formas de agregación a la comunidad”.[202] Para la aprobación no será, en cambio, suficiente una teórica utilidad operativa de las actividades o, mucho menos, ciertos fenómenos que puedan darse de devoción, en sí mismo ambiguos.

 

Para comprobar la cualidad humana, religiosa y eclesial de un grupo de fieles, que desean constituirse en una forma de vida consagrada, conviene que comience por integrarlos en la diócesis como Asociación pública de fieles, y sólo después de un periodo de experiencia y una vez consultado y obtenido el visto bueno de la Santa Sede, podrá proceder a su erección formal como Instituto de derecho diocesano, poniéndolo así bajo su especial cuidado.[203]

VIII. Los Fieles Laicos

 

108. Los fieles laicos en la Iglesia y en la diócesis.

La edificación del Cuerpo de Cristo es tarea del entero Pueblo de Dios; por eso, el cristiano tiene el derecho y el deber de colaborar bajo la guía de los Pastores a la misión de la Iglesia, cada uno según la propia vocación y los dones recibidos del Espíritu Santo.[204] Es, por tanto, deber de todos los ministros despertar en los fieles laicos el sentido de su vocación cristiana y de su plena pertenencia a la Iglesia, evitando que puedan sentirse en algún aspecto cristianos de segunda categoría. Tanto personalmente como por medio de los sacerdotes, se preocupe el Obispo de hacer que los laicos sean conscientes de su misión eclesial y los anime a realizarla con sentido de responsabilidad, mirando siempre al bien común.[205]

El Obispo acepte de buen grado el parecer de los laicos sobre las cuestiones diocesanas, en función de su competencia, sabiduría y fidelidad, y lo tenga en la debida consideración.[206] Tenga presente también las opiniones sobre los problemas religiosos o eclesiales en general, manifestadas por los laicos a través de los medios de comunicación: periódicos, revistas, círculos culturales, etc. Respete, además, la libertad de opinión y de acción que les es propia en la esfera secular, pero siempre en fidelidad a la doctrina de la Iglesia.[207]

109. La misión de los fieles laicos.

La vocación universal a la santidad, proclamada por el Concilio Vaticano II,[208] está estrechamente unida a la vocación universal a la misión apostólica.[209] Recae, por tanto, sobre los laicos el peso y el honor de difundir el mensaje cristiano, con el ejemplo y la palabra, en los diversos ámbitos y relaciones humanas en que se desenvuelve su vida: la familia, las relaciones de amistad y de trabajo, el variado mundo asociativo secular, la cultura, la política, etc. Esta misión laical no es sólo una cuestión de eficacia apostólica, sino un deber y un derecho fundado en la dignidad bautismal.[210]

El mismo Concilio ha señalado la característica peculiar de vida que distingue a los fieles laicos, sin separarlos de los sacerdotes y de los religiosos: la secularidad,[211] que se expresa en el “tratar de obtener el reino de Dios gestionando los asuntos temporales y ordenándolos según Dios”,[212] de modo tal que las actividades seculares sean ámbito de ejercicio de la misión cristiana y medio de santificación.[213] El Obispo promueva la colaboración entre los fieles laicos a fin de que juntos inscriban la ley divina en la construcción de la ciudad terrena. Para alcanzar este ideal de santidad y de apostolado, los fieles laicos deben saber desempeñar sus ocupaciones temporales con competencia, honestidad y espíritu cristiano.

 

110. El papel de los fieles laicos en la evangelización de la cultura.

Hoy se abren grandes horizontes al apostolado propio de los laicos, tanto para la difusión de la Buena Nueva de Cristo como para la construcción del orden temporal según el orden querido por Dios.[214] Los fieles laicos, inmersos como están en todas las actividades seculares, tienen un papel importante en la evangelización de la cultura desde dentro, recomponiendo así la fractura, que se advierte en nuestros días, entre cultura y Evangelio.[215]

Entre los sectores que tienen mayormente necesidad de la sensibilidad del Obispo para con la específica contribución de los laicos, emergen:

a) La promoción del justo orden social que ponga en práctica los principios de la doctrina social de la Iglesia. Especialmente quienes se ocupan de modo profesional de dicho ámbito deben ser capaces de dar una respuesta cristiana a los problemas más íntimamente ligados al bien de la persona, como: las cuestiones de bioética (respeto de la vida del embrión y del moribundo); la defensa del matrimonio y de la familia, de cuya salud depende la misma humanización del hombre y de la sociedad; la libertad educativa y cultural; la vida económica y las relaciones de trabajo, que deben estar siempre caracterizadas por el respeto al hombre y a la creación, así como por la solidaridad y la atención a los menos afortunados; la educación para la paz y la promoción de una ordenada participación democrática.[216]

b) La participación en la política, a la que los laicos renuncian a veces, movidos quizás por el desprecio del arribismo, la idolatría del poder, la corrupción de determinados personajes políticos o la extendida opinión de que la política es un lugar de inevitable peligro moral.[217] Esta es, en cambio, un servicio primario e importante a la sociedad, al propio país y a la Iglesia, y es una forma eminente de caridad para con el prójimo. En esta noble tarea, sin embargo, los laicos deben tener presente que la aplicación de los principios a los casos concretos puede revestir modalidades diversas, por lo que se debe evitar la tentación de presentar las propias soluciones como si fueran doctrina de la Iglesia.[218] Cuando la acción política se confronta con principios morales fundamentales que no admiten derogación, excepción o compromiso alguno, el empeño de los católicos resulta más evidente y pleno de responsabilidad, porque ante tales exigencias éticas fundamentales e irrenunciables está en juego la esencia del orden moral, que atañe al bien integral de la persona. Es el caso de las leyes civiles en materia de aborto, de eutanasia, de protección del embrión humano, de promoción y tutela de la familia fundada sobre el matrimonio monógamo entre personas de sexo diverso y protegida en su estabilidad y unidad, en la libertad de educación de los hijos por parte de los padres, de las leyes que tutelan socialmente a los menores y liberan a las personas de las modernas formas de esclavitud, así como las leyes que promueven una economía al servicio de la persona, la paz y la libertad religiosa individual y colectiva. En estos casos, los católicos tienen el derecho y el deber de intervenir para recordar el sentido más profundo de la vida y la responsabilidad de todos por ella, y para tutelar la existencia y el porvenir de los pueblos en la formación de la cultura y de los comportamientos sociales. Los católicos empeñados en las Asambleas legislativas tienen la concreta obligación de oponerse a cualquier ley que atente contra la vida humana. Sin embargo, cuando, por ejemplo, la oposición al aborto fuese clara y conocida por todos, podrían prestar su “apoyo a propuestas encaminadas a limitar los daños de una tal ley y a disminuir sus efectos negativos en el plano de la cultura y de la moralidad pública”.[219]

c) Corresponde también a los laicos la evangelización de los centros de difusión cultural, como escuelas y universidades, los ambientes de investigación científica y técnica, los lugares de creación artística y de reflexión humanística, y los instrumentos de comunicación social, que hay que dirigir rectamente, de modo que contribuyan al mejoramiento de la misma cultura.[220]

d) Comportándose como ciudadanos a todos los efectos, los laicos deben saber defender la libertad de la Iglesia en el cumplimiento de su propio fin, no sólo como enunciado teórico, sino también respetando y apreciando la gran ayuda que ella presta al justo orden social.[221] Esto comporta, en particular, la libertad de asociación y la defensa del derecho a impartir la enseñanza según los principios católicos.

 

111. Colaboración de los laicos con la Jerarquía eclesiástica.

En el seno de la comunidad eclesial, los laicos prestan una preciosa colaboración a los Pastores, y sin ésta el apostolado jerárquico no puede tener su plena eficacia.[222] Tal aporte laical en las actividades eclesiales ha sido siempre importante y hoy resulta una necesidad fuertemente sentida.

 

Los laicos, según la propia condición, pueden ser llamados a colaborar con los Pastores en varios ámbitos:

– en el ejercicio de las funciones litúrgicas;[223]

– en la participación en las estructuras diocesanas y en las actividades pastorales;[224]
– en la incorporación a las asociaciones erigidas por la autoridad eclesiástica;
[225]

– y, singularmente, en la actividad catequética diocesana y parroquial.[226]

Todas estas formas de participación laical no son sólo posibles, sino también necesarias. Sin embargo, hay que evitar que los fieles tengan un interés poco razonable por los servicios y las tareas eclesiales, salvo las vocaciones especiales, que los podría alejar del ámbito secular: profesional, social, económico, cultural y político, ya que son éstos los campos de su responsabilidad específica, en los que su acción apostólica es insustituible.[227]

La colaboración de los laicos tendrá, en general, la impronta de la gratuidad. Para algunas situaciones específicas, el Obispo hará que se asigne una justa retribución económica a los laicos que colaboran con su trabajo profesional en actividades eclesiales, como, por ejemplo, los docentes de religión en las escuelas, los administradores de bienes eclesiásticos, los responsables de actividades socio-caritativas, los que trabajan en los medios de comunicación social de la Iglesia, etc. La misma regla de justicia debe observarse cuando se trate de valerse temporalmente de los servicios profesionales de los laicos.

 

112. Las actividades de suplencia.

En situaciones de carencia de sacerdotes y diáconos, el Obispo podrá solicitar a los laicos particularmente preparados que ejerzan de manera supletoria algunas tareas propias de los ministros sagrados. Estas son: el ejercicio del ministerio de la predicación (nunca, sin embargo, predicar la homilía),[228] la presidencia de las celebraciones dominicales en ausencia del sacerdote,[229] el ministerio extraordinario de la administración de la comunión,[230] la asistencia a los matrimonios,[231] la administración del Bautismo,[232] la presidencia de las celebraciones de las exequias[233] y otras.[234] Estas tareas deberán realizarse según los ritos prescritos y según las normas de la ley universal y particular.

 

Tal fenómeno, si por una parte es motivo de preocupación porque es consecuencia de un insuficiente número de ministros sagrados, de otra, evidencia la generosa disponibilidad de los laicos, dignos por ello de encomio. Vigile el Obispo para que dichos encargos no creen confusión entre los fieles en relación con la naturaleza y el carácter insustituible del sacerdocio ministerial, esencialmente distinto del sacerdocio común de los fieles. Por lo tanto, será necesario evitar que se establezca de hecho “una estructura eclesial de servicio paralela a aquella fundada en el sacramento del Orden”[235] o se atribuyan a los laicos términos o categorías que corresponden únicamente a los clérigos, como capellán, pastor, ministro, etc.[236] Con esta finalidad, vigile atentamente el Obispo “para que se evite un fácil y abusivo recurso a presuntas ‘situaciones de emergencia’, allí donde objetivamente no existen o donde es posible obviarlas con una programación pastoral más racional”.[237]

Para el ejercicio de tales funciones, se requiere un mandato extraordinario, conferido temporalmente, según la norma del derecho.[238] Antes de concederlo, el Obispo deberá asegurarse, personalmente o mediante un delegado, de que los candidatos tengan las condiciones idóneas. Ponga gran cuidado en la formación de estas personas, a fin de que ejerzan tales tareas con el adecuado conocimiento y con plena conciencia de la propia dignidad. Provea, además, para que sean apoyados por ministros sagrados responsables de la cura de almas.[239]

113. Los ministerios de lector y de acólito.

El Obispo promueva los ministerios de lector y de acólito, a los que pueden ser admitidos los laicos varones mediante el respectivo rito litúrgico, teniendo en cuenta las disposiciones de las diversas Conferencias Episcopales.[240] Con tales ministerios instituidos se expresa la consciente y activa participación de los fieles laicos en las celebraciones litúrgicas, de modo que su desarrollo manifieste la Iglesia como asamblea constituida en sus diversos órdenes y ministerios. En particular, el Obispo confíe al lector, además de la lectura de la Palabra de Dios en la asamblea litúrgica, la tarea de preparar a los otros fieles para la proclamación de la Palabra de Dios, así como su instrucción para que participen dignamente en las celebraciones sacramentales y sean introducidos en la comprensión de la Sagrada Escritura mediante encuentros especiales.

 

La tarea del acólito es servir al altar ayudando al diácono y a los sacerdotes en las acciones litúrgicas. Como ministro extraordinario de la comunión eucarística, puede distribuirla en casos de necesidad; además, puede exponer el SS. Sacramento para la adoración de los fieles, sin impartir la bendición. Tendrá cuidado de preparar a quienes sirven al altar.

 

No deje el Obispo de ofrecer a los lectores y a los acólitos una apropiada formación espiritual, teológica y litúrgica, a fin de que puedan participar en la vida sacramental de la Iglesia con una conciencia cada vez más profunda.

 

114. Las asociaciones laicales.

“La nueva época asociativa de los fieles laicos”[241] que hoy se registra, sobre todo gracias al fenómeno de los movimientos eclesiales y de las nuevas comunidades, es motivo de gratitud a la providencia de Dios, que no cesa de llevar a los propios hijos a un creciente y siempre actual empeño en la misión de la Iglesia. El Obispo, reconociendo el derecho de asociación de los fieles, en cuanto fundado en la naturaleza humana y en la condición bautismal del fiel cristiano, anime con espíritu paterno el desarrollo asociativo acogiendo con cordialidad los movimientos eclesiales y las nuevas comunidades, para dar vigor a la vida cristiana y a la evangelización. El Obispo ofrezca el servicio de su paterno acompañamiento a las nuevas realidades asociativas de los fieles laicos, para que se inserten con humildad en la vida de las Iglesias locales y en sus estructuras diocesanas y parroquiales; vigile además para que sean aprobados sus estatutos como signo del reconocimiento eclesial de las realidades asociativas laicales,[242] y para que las diferentes obras de apostolado asociativo presentes en la diócesis sean coordinadas bajo la propia dirección, de manera adecuada en cada caso.[243]

El estrecho contacto con los dirigentes de cada agregación laical ofrecerá al Obispo la ocasión de conocer y comprender su espíritu y objetivos. Como padre de la familia diocesana, promoverá relaciones de cordial colaboración entre los diversos movimientos asociativos laicales, evitando divergencias o sospechas que a veces podrían darse.[244]

El Obispo es consciente de que el juicio sobre la autenticidad de particulares carismas laicales y sobre su ejercicio armónico en la comunidad eclesial, compete a los Pastores de la Iglesia, a los que corresponde “no extinguir el Espíritu, sino examinar todo y quedarse con lo bueno” (1 Ts 5, 12.19-21).[245] El Obispo tenga presente el reconocimiento o la erección de asociaciones internacionales por parte de la Santa Sede para la Iglesia universal.

 

115. Asistencia ministerial a las obras laicales.

Provea el Obispo a fin de que en las iniciativas apostólicas de los laicos no falte nunca una prudente y asidua asistencia ministerial, adecuada a las singulares características de cada iniciativa. Para una tarea tan importante, elija con atención clérigos verdaderamente idóneos por carácter y capacidad de adaptación al ambiente en el que deben ejercitar esta actividad, después de haber escuchado a los mismos laicos interesados. Estos clérigos, en la medida de lo posible, sean exonerados de otros encargos que resulten difícilmente compatibles con tal oficio y se provea a su oportuno sustentamiento.

 

Los asistentes eclesiásticos, en el respeto de los carismas y/o finalidad reconocida y de la justa autonomía que corresponde a la naturaleza de la asociación u obra laical, y a la responsabilidad que los fieles laicos asumen en ellas, también como moderadores, deben saber instruir y ayudar a los laicos a que sigan el Evangelio y la doctrina de la Iglesia como norma suprema del propio pensamiento y de la propia acción apostólica, y exigir con amabilidad y firmeza que mantengan las propias iniciativas en conformidad con la fe y la espiritualidad cristiana.[246] Deben, además, transmitir fielmente las directivas y el pensamiento del Obispo, al que representan, y favorecer, por lo tanto, las buenas relaciones recíprocas. El Obispo promueva encuentros entre los asistentes eclesiales, para estrechar los vínculos de comunión y colaboración entre éstos y el Pastor de la diócesis y estudiar los medios más idóneos para su ministerio.

 

Es particularmente importante que sacerdotes especialmente preparados ofrezcan su pronta asistencia a los jóvenes, a las familias, a los fieles laicos que asumen importantes responsabilidades públicas, a aquellos que llevan a cabo significativas obras de caridad y a aquellos que dan testimonio del Evangelio en ambientes muy secularizados o en condiciones de particular dificultad.

 

116. La formación de los fieles laicos.

De la importancia que hoy tiene la acción de los laicos surge la necesidad de proveer en amplia medida a su formación, la que debe ser una de las prioridades de los proyectos y programas diocesanos de acción pastoral.[247] El Obispo sabrá proveer generosamente a este gran desafío, apreciando adecuadamente las autónomas iniciativas de otras instituciones jerárquicas de la Iglesia, de los Institutos de vida consagrada, de las asociaciones, movimientos y otras realidades eclesiales, así como promoviéndolas directamente, solicitando la colaboración de sacerdotes, consagrados, miembros de Sociedades de vida apostólica y laicos bien preparados en cada área, de modo que todas las instancias diocesanas y los ambientes formativos trabajen con generosidad y se pueda llegar capilarmente a un gran número de fieles: parroquias, instituciones educativas y culturales católicas, asociaciones, grupos y movimientos.

 

Se ha de preocupar, en primer lugar, de la formación espiritual de los laicos, con medios antiguos y nuevos (ejercicios y retiros espirituales, encuentros de espiritualidad, etc.) que los conduzcan a considerar las actividades de la vida ordinaria como ocasión de unión con Dios y del cumplimiento de su voluntad, y también como servicio a los hombres, llevándolos a la comunión con Dios en Cristo. A través de cursos y conferencias se les dé una suficiente formación doctrinal, que les brinde una visión, lo más amplia y profunda posible, del misterio de Dios y del hombre, sabiendo insertar en aquel horizonte la formación moral, que comprenda la ética profesional y la doctrina social de la Iglesia. En fin, no se pierda de vista la formación en los valores y en las virtudes humanas, sin las cuales no puede darse una auténtica vida cristiana, que son prueba ante los hombres del carácter salvífico de la fe cristiana. Todos estos aspectos de la formación de los laicos deben estar orientados a despertar en ellos un profundo sentido apostólico, que los lleve a transmitir la fe cristiana con el propio testimonio espontáneo, con franqueza y entusiasmo.[248]

117. El Obispo y las autoridades públicas.

El ministerio pastoral y también el bien común de la sociedad exigen normalmente que el Obispo mantenga relaciones directas o indirectas con las autoridades civiles, políticas, socio-económicas, militares, etc.

 

El Obispo ha de cumplir dicha tarea de modo siempre respetuoso y cortés, pero sin jamás comprometer la propia misión espiritual. Mientras nutre personalmente y transmite a los fieles un gran aprecio por la función pública y ora por los representantes de la autoridad pública (cf. 1 P 2, 13-17), no consienta restricciones a la propia libertad apostólica de anunciar abiertamente el Evangelio y los principios morales y religiosos, aun en materia social. Dispuesto a alabar el esfuerzo y los auténticos logros sociales, lo esté igualmente para condenar toda ofensa pública a la ley de Dios y a la dignidad humana, obrando siempre de modo que no dé a la comunidad ni la mínima impresión de entrometerse en esferas que no le competen o de aprobar intereses particulares.

 

Los presbíteros, los consagrados y los miembros de las Sociedades de vida apostólica deben recibir del Obispo ejemplo de conducta apostólica, para poder también ellos mantener la misma libertad en el propio ministerio o tarea apostólica.


[1] Pablo VI, Homilía en Bogotá, 22 de agosto de 1968.

[2] Juan Pablo II, Exhortación Apostólica postsinodal Pastores Gregis, 11.

[3] Juan Pablo II, Exhortación Apostólica postsinodal Pastores Gregis, 13.

[4] Codex Iuris Canonici, can. 387.

[5] Juan Pablo II, Exhortación Apostólica postsinodal Pastores Gregis, 14.

[6] Conc. Ecum. Vat. II, Constitución dogmática Lumen Gentium, 63.

[7] Conc. Ecum. Vat. II, Constitución dogmática Lumen Gentium, 67; 64.

[8] Conc. Ecum. Vat. II, Constitución dogmática Lumen Gentium, 68.

[9] Catecismo de la Iglesia Católica, 972.

[10] Juan Pablo II, Carta encíclica Ecclesia de Eucharistia, 53-58.

[11] Conc. Ecum. Vat. II, Decreto Presbyterorum Ordinis, 5.

[12] Conc. Ecum. Vat. II, Decreto Presbyterorum Ordinis, 5.

[13] Conc. Ecum. Vat. II, Decreto Presbyterorum Ordinis, 5.

[14] Juan Pablo II, Exhortación Apostólica postsinodal Pastores Gregis, 15-17

[15] Conc. Ecum. Vat. II, Constitución dogmática Lumen Gentium, 21.

[16] Juan Pablo II, Exhortación Apostólica postsinodal Pastores Gregis, 9; cf. ibidem, 42.

[17] Juan Pablo II, Exhortación Apostólica postsinodal Pastores Gregis, 13.

[18] Conc. Ecum. Vat. II, Decreto Presbyterorum Ordinis, 14.

[19] San Gregorio Magno, Epist. II, 2, 3.

[20] Orígenes, Is. Hom. IV, 1.

[21] Conc. Ecum. Vat. II, Constitución dogmática Lumen Gentium, 23.

[22] San Bernardo, De Consideratione, 1, 8.

[23] San Gregorio Magno, Regula Pastoralis, II, 4.

[24] San Agustín, Epist. I, 22.

[25] San Gregorio Magno, Epist. VII, 5.

[26] Conc. Ecum. Vat. II, Constitución dogmática Dei Verbum, 10; Juan Pablo II, Exhortación Apostólica postsinodal Pastores Gregis, 19.

[27] Juan Pablo II, Exhortación Apostólica postsinodal Pastores Gregis, 21.

[28] Juan Pablo II, Exhortación Apostólica postsinodal Pastores Gregis, 20.

[29] Conc. Ecum. Vat. II, Decreto Presbyterorum Ordinis, 17.

[30] Juan Pablo II, Exhortación Apostólica postsinodal Pastores Gregis, 20.

[31] Codex Iuris Canonici, can. 276 § 2; Juan Pablo II, Exhortación Apostólica postsinodal Pastores Gregis, 11.

[32] Juan Pablo II, Exhortación Apostólica postsinodal Pastores Gregis, 13.

[33] Conc. Ecum. Vat. II, Constitución dogmática Lumen Gentium, 24-27; Decreto Christus Dominus 13; 16; 28.

[34] Conc. Ecum. Vat. II, Decreto Presbyterorum Ordinis, 3.

[35] Juan Pablo II, Exhortación Apostólica postsinodal Pastores Gregis, 25.

[36] Juan Pablo II, Exhortación Apostólica postsinodal Pastores Dabo Vobis, 76; Exhortación Apostólica postsinodal Pastores Gregis, 24.

[37] Codex Iuris Canonici, can. 756 § 2.

[38] Codex Iuris Canonici, can. 395 § 2.

[39] Juan Pablo II, Exhortación Apostólica postsinodal Pastores Gregis, 7.

[40] Pontificale Romanum. De Ordinatione Episcopi, 35.

[41] Conc. Ecum. Vat. II, Constitución dogmática Lumen Gentium, 23.

[42] Conc. Ecum. Vat. II, Constitución dogmática Lumen Gentium, 30; 33; Decreto Apostolicam Actuositatem, 2-3; Codex Iuris Canonici, cans. 208; 211; 216; 225 §§ 1-2.

[43] Conc. Ecum. Vat. II, Constitución dogmática Lumen Gentium, 20.

[44] Cuanto se afirma para el Obispo diocesano vale también para aquellos que, según el Derecho, se le equiparan y dirigen circunscripciones eclesiásticas asimiladas a la diócesis, cf. Codex Iuris Canonici, cans. 368; 370-371.

[45] Juan Pablo II, Exhortación Apostólica postsinodal Pastores Gregis, 42-43.

[46] Codex Iuris Canonici, can. 212 §§ 2-3.

[47] Juan Pablo II, Exhortación Apostólica postsinodal Christifideles laici, 30.

[48] Conc. Ecum. Vat. II, Constitución dogmática Lumen Gentium, 27; Codex Iuris Canonici, cans. 131 § 1; 381 § 1; Juan Pablo II, Exhortación Apostólica postsinodal Pastores Gregis, 43.

[49] Conc. Ecum. Vat. II, Constitución dogmática Lumen Gentium, 27.

[50] Codex Iuris Canonici, can. 391 § 1.

[51] Conc. Ecum. Vat. II, Decreto Christus Dominus, 16; Juan Pablo II, Exhortación Apostólica postsinodal Pastores Gregis, 43.

[52] Conc. Ecum. Vat. II, Constitución dogmática Lumen Gentium, 27.

[53] Juan Pablo II, Constitución Apostólica Sacrae Disciplinae Leges, XI.

[54] Codex Iuris Canonici, can. 1752.

[55] Conc. Ecum. Vat. II, Constitución dogmática Lumen Gentium, 24; cf. Juan Pablo II, Exhortación Apostólica postsinodal Pastores Gregis, 42.

[56] San Gregorio Magno, Epist. II, 18.

[57] Codex Iuris Canonici, cans. 208; 204 § 1.

[58] Juan Pablo II, Exhortación Apostólica postsinodal Pastores Gregis, 10; 44.

[59] Codex Iuris Canonici, can. 460; Congregación para los Obispos y Congregación para la Evangelización de los Pueblos, Instrucción sobre los Sínodos diocesanos, Apéndice.

[60] Codex Iuris Canonici, can. 381 § 1.

[61] Codex Iuris Canonici, can. 135 § 2.

[62] Codex Iuris Canonici, can. 1446.

[63] Codex Iuris Canonici, cans. 135 § 3 y 391.

[64] Codex Iuris Canonici, can. 1717.

[65] Codex Iuris Canonici, cans. 1339-1340.

[66] Codex Iuris Canonici, cans. 1341 y 1718.

[67] Codex Iuris Canonici, can. 1721.

[68] Codex Iuris Canonici, can. 1720.

[69] Codex Iuris Canonici, can. 136.

[70] Codex Iuris Canonici, cans. 136; 13 § 2, 2°.

[71] Codex Iuris Canonici, can. 138.

[72] Codex Iuris Canonici, can. 138.

[73] Codex Iuris Canonici, can. 139 § 1.

[74] Codex Iuris Canonici, can. 139 § 2.

[75] Codex Iuris Canonici, can. 50.

[76] Codex Iuris Canonici, cans. 51 y 220. Acerca de los recursos contra las decisiones del Obispo, cf. sobre todo los cans. 1734 y 1737.

[77] Codex Iuris Canonici, can. 221 § 1.

[78] Codex Iuris Canonici, can. 57.

[79] Codex Iuris Canonici, cans. 87; 88 y 90.

[80] Codex Iuris Canonici, can. 406 § 1-2.

[81] Codex Iuris Canonici, can. 406 § 1-2.

[82] Codex Iuris Canonici, can. 403 § 3.

[83] Codex Iuris Canonici, can. 403 § 3.

[84] Codex Iuris Canonici, can. 403 § 2.

[85] Codex Iuris Canonici, can. 401 § 1.

[86] Conc. Ecum. Vat. II, Decreto Presbyterorum Ordinis, 2, 7; Constitución dogmática Lumen Gentium, 28; Decreto Christus Dominus, 15; Juan Pablo II, Exhortación Apostólica postsinodal Pastores Gregis, 47.

[87] Conc. Ecum. Vat. II, Decreto Presbyterorum Ordinis, 7; Codex Iuris Canonici, can. 384.

[88] Conc. Ecum. Vat. II, Decreto Christus Dominus, 28; Decreto Presbyterorum Ordinis, 10; Codex Iuris Canonici, can. 384; Sínodo de los Obispos, Ultimis Temporibus, Pars altera, II, 1.

[89] Conc. Ecum. Vat. II, Decreto Presbyterorum Ordinis, 14-15.

[90] Conc. Ecum. Vat. II, Constitución dogmática Lumen Gentium, 28; Juan Pablo II, Exhortación Apostólica postsinodal Pastores Gregis, 47.

[91] Conc. Ecum. Vat. II, Decreto Presbyterorum Ordinis, 15.

[92] Conc. Ecum. Vat. II, Decreto Presbyterorum Ordinis, 15.

[93] Codex Iuris Canonici, can. 396; Juan Pablo II, Exhortación Apostólica postsinodal Pastores Gregis, 46.

[94] Codex Iuris Canonici, can. 396.

[95] Codex Iuris Canonici, can. 521 § 3.

[96] Codex Iuris Canonici, can. 521.

[97] Conc. Ecum. Vat. II, Decreto Christus Dominus, 29.

[98] Codex Iuris Canonici, can. 285.

[99] Conc. Ecum. Vat. II, Constitución dogmática Lumen Gentium, 28; Codex Iuris Canonici, can. 275 § 1.

[100] Codex Iuris Canonici, can. 280.

[101] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decreto Christus Dominus, 30; Juan Pablo II, Exhortación Apostólica postsinodal Pastores Dabo Vobis, 74 y 81; Congregación para el Clero, Directorio para el ministerio y la vida de los presbíteros, 49; Congregación para el Clero, El presbítero maestro de la Palabra, ministro de los sacramentos y guía de la comunidad en vista del tercer milenio cristiano, 79.

[102] Conc. Ecum. Vat. II, Decreto Christus Dominus, 16; Decreto Presbyterorum Ordinis, 8; Codex Iuris Canonici, can. 275 § 1; Congregación para el Clero, Directorio para el ministerio y la vida de los presbíteros, 29.

[103] Conc. Ecum. Vat. II, Decreto Presbyterorum Ordinis, 8; Codex Iuris Canonici, can. 278; Juan Pablo II, Exhortación Apostólica postsinodal Pastores Dabo Vobis, 31; Sínodo de los Obispos, Ultimis temporibus, Pars altera, II, 2; Congregación para el Clero, Directorio para el ministerio y la vida de los presbíteros, 66.

[104] Conc. Ecum. Vat. II, Decreto Christus Dominus, 16; Decreto Presbyterorum Ordinis, 20-21; Codex Iuris Canonici, can. 281 § 1.

[105] Codex Iuris Canonici, can. 281 § 2.

[106] Codex Iuris Canonici, cans. 1274 y 538 § 3.

[107] Codex Iuris Canonici, can. 284.

[108] Juan Pablo II, Carta al Cardenal Vicario de Roma, 8 de septiembre de 1982.

[109] Codex Iuris Canonici, can. 283 § 2.

[110] Juan Pablo II, Exhortación Apostólica postsinodal Pastores Dabo Vobis, 74.

[111] Congregación para el Clero, Directorio para el ministerio y la vida de los presbíteros, 83.

[112] Juan Pablo II, Exhortación Apostólica postsinodal Pastores Dabo Vobis, 81.

[113] Juan Pablo II, Exhortación Apostólica postsinodal Pastores Gregis, 47.

[114] Sínodo de los Obispos, Ultimis temporibus, Pars altera, I, 4d.

[115] Codex Iuris Canonici, can. 292.

[116] Codex Iuris Canonici, cans. 1339-1340; 190 y 192-193.

[117] Codex Iuris Canonici, cans. 1333; 290; Juan Pablo II, Motu Proprio Sacramentorum sanctitatis tutela; Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta a los Obispos de la Iglesia Católica De delictis gravioribus.

[118] Juan Pablo II, Exhortación Apostólica postsinodal Ecclesia en Europa, 35.

[119] Codex Iuris Canonici, can. 277 §§ 2-3.

[120] Codex Iuris Canonici, can. 279 § 2; Juan Pablo II, Exhortación Apostólica postsinodal Pastores Dabo Vobis, 76; Congregación para el Clero, Directorio para el ministerio y la vida de los presbíteros, 87-89.

[121] Juan Pablo II, Exhortación Apostólica postsinodal Pastores Dabo Vobis, 71, 76-77.

[122] Juan Pablo II, Exhortación Apostólica postsinodal Pastores Dabo Vobis, cap. III.

[123] Juan Pablo II, Exhortación Apostólica postsinodal Pastores Gregis, 48.

[124] Conc. Ecum. Vat. II, Decreto Optatam Totius, 4; Juan Pablo II, Exhortación Apostólica postsinodal Pastores Dabo Vobis, 60-61.

[125] Codex Iuris Canonici, can. 237 §§ 1-2.

[126] Juan Pablo II, Exhortación Apostólica postsinodal Pastores Dabo Vobis, 65.

[127] Codex Iuris Canonici, can. 235.

[128] Codex Iuris Canonici, can. 234 § 1.

[129] Juan Pablo II, Exhortación Apostólica postsinodal Pastores Dabo Vobis, 63.

[130] Juan Pablo II, Exhortación Apostólica postsinodal Pastores Dabo Vobis, 63.

[131] Codex Iuris Canonici, can. 234 § 2.

[132] Conc. Ecum. Vat. II, Decreto Optatam Totius, 3; Codex Iuris Canonici, can. 233 § 2; Juan Pablo II, Exhortación Apostólica postsinodal Pastores Dabo Vobis, 64; Congregación para la Educación Católica, Carta circular a los Presidentes de las Conferencias Episcopales, 14 de julio de 1976; Ratio Fundamentalis Institutionis Sacerdotalis, 19.

[133] Codex Iuris Canonici, can. 220.

[134] Congregación para la Educación Católica, Ratio Fundamentalis Institutionis Sacerdotalis, 39.

[135] Codex Iuris Canonici, can. 241 § 3; Congregación para la Educación Católica, Carta circular Ci permettiamo (1986); Instrucción Con la presente.

[136] Juan Pablo II, Exhortación Apostólica postsinodal Pastores Dabo Vobis, 65-66.

[137] Codex Iuris Canonici, can. 1052 §§ 1 y 3.

[138] Conc. Ecum. Vat. II, Decreto Optatam Totius, 18; Congregación para la Educación Católica, Ratio Fundamentalis Institutionis Sacerdotalis, 82-85.

[139] Juan Pablo II, Exhortación Apostólica postsinodal Pastores Dabo Vobis, 66; Exhortación Apostólica postsinodal Pastores Gregis, 48; Congregación para la Educación Católica, Directivas sobre la preparación de los educadores en los seminarios, 73-75.

[140] Congregación para la Educación Católica, Ratio Fundamentalis Institutionis Sacerdotalis, 40-41.

[141] Codex Iuris Canonici, can. 259 § 2; Juan Pablo II, Exhortación Apostólica postsinodal Pastores Dabo Vobis, 67.

[142] Codex Iuris Canonici, can. 259 § 2; Juan Pablo II, Exhortación Apostólica postsinodal Pastores Dabo Vobis, 66.

[143] Codex Iuris Canonici, cans. 242; 243.

[144] Codex Iuris Canonici, can. 245.

[145] Codex Iuris Canonici, can. 252; Juan Pablo II, Exhortación Apostólica postsinodal Pastores Dabo Vobis, 51-56.

[146] Codex Iuris Canonici, cans. 258 y 1032; Juan Pablo II, Exhortación Apostólica postsinodal Pastores Dabo Vobis, 57-59.

[147] Conc. Ecum. Vat. II, Decreto Presbyterorum Ordinis, 10.

[148] Conc. Ecum. Vat. II, Decreto Presbyterorum Ordinis, 10; Codex Iuris Canonici, can. 257.

[149] Conc. Ecum. Vat. II, Decreto Christus Dominus, 15; Decreto Optatam Totius, 2-3; Decreto Perfectae Caritatis, 24; Decreto Presbyterorum Ordinis, 5; Codex Iuris Canonici, can. 385. Sobre las vocaciones a la vida consagrada, cf. Juan Pablo II, Exhortación Apostólica postsinodal Vita Consecrata, 64; Exhortación Apostólica postsinodal Pastores Dabo Vobis, 39-41;Exhortación Apostólica postsinodal Pastores Gregis, 54.

[150] Conc. Ecum. Vat. II, Decreto Christus Dominus, 15; Decreto Optatam Totius, 2; Decreto Ad Gentes, 38; Codex Iuris Canonici, can. 233 § 1.

[151] Codex Iuris Canonici, can. 233 § 1.

[152] Conc. Ecum. Vat. II, Constitución dogmática Lumen Gentium, 29.

[153] Juan Pablo II, Exhortación Apostólica postsinodal Pastores Gregis, 49.

[154] Conc. Ecum. Vat. II, Decreto Ad Gentes, 16.

[155] Codex Iuris Canonici, cans. 517 §§ 1-2 y 519; Pablo VI, Motu Proprio Sacrum Diaconatus Ordinem, V, 22, 10; Congregación para el Clero, Directorio para el ministerio y la vida de los diáconos permanentes, 11.

[156] Codex Iuris Canonici, can. 278.

[157] Congregación para el Clero, Declaración Quidam Episcopi, IV; Directorio para el ministerio y la vida de los diáconos permanentes, 7; 11.

[158] Para todo lo que se refiere a la retribución del diácono, cf. Codex Iuris Canonici, can. 281 y Congregación para el Clero, Directorio para el ministerio y la vida de los diáconos permanentes, 15-20.

[159] Congregación para el Clero, Directorio para el ministerio y la vida de los diáconos permanentes, 12.

[160] Codex Iuris Canonici, cans. 288 y 285 §§ 3-4.

[161] Codex Iuris Canonici, can. 1031 § 2.

[162] Codex Iuris Canonici, can. 236; Congregación para la Educación Católica, Ratio fundamentalis institutionis diaconorum permanentium.

[163] Congregación para el Clero, Directorio para el ministerio y la vida de los diáconos permanentes, p. III-IV.

[164] Juan Pablo II, Exhortación Apostólica postsinodal Vita Consecrata, 49; Exhortación Apostólica postsinodal Pastores Gregis, 50.

[165] Juan Pablo II, Exhortación Apostólica postsinodal, Pastores Dabo Vobis, 31.

[166] Conc. Ecum. Vat. II, Constitución dogmática Lumen Gentium, 44; cf. Codex Iuris Canonici, cans. 207 § 2 y 574 § 1; Juan Pablo II, Exhortación Apostólica postsinodal Vita Consecrata, 29.

[167] Juan Pablo II, Exhortación Apostólica postsinodal Vida Consecrata, 48.

[168] Conc. Ecum. Vat. II, Decreto Christus Dominus, 35; Juan Pablo II, Exhortación Apostólica postsinodal Pastores Gregis, 50.

[169] Juan Pablo II, Exhortación Apostólica postsinodal Vita Consecrata, 50.

[170] Conc. Ecum. Vat. II, Decreto Christus Dominus, 35; Codex Iuris Canonici, can. 679.

[171] Sínodo de los Obispos, Ultimis Temporibus, Pars altera, II, 2.

[172] Codex Iuris Canonici, cans. 392; 756 § 2; 772 § 1 y 835.

[173] Juan Pablo II, Exhortación Apostólica postsinodal Pastores Gregis, 50.

[174] Codex Iuris Canonici, cann. 586 y 732; Juan Pablo II, Exhortación Apostólica postsinodal Vita Consecrata, 48.

[175] Conc. Ecum. Vat. II, Decreto Christus Dominus, 35; Juan Pablo II, Exhortación Apostólica postsinodal Vita Consecrata, 35-37.

[176] Codex Iuris Canonici, can. 679; cf. Juan Pablo II, Exhortación Apostólica postsinodal Vita Consecrata, 76.

[177] Juan Pablo II, Exhortación Apostólica postsinodal Vita Consecrata, 76.

[178] Codex Iuris Canonici, cans. 823; 824; 826; 827; Congregación para la Doctrina de la Fe, Instrucción sobre algunos aspectos de los instrumentos de las comunicaciones sociales en la promoción de la Doctrina de la Fe, 8 § 2; 16 § 6; 17 § 4; 18; Juan Pablo II, Exhortación Apostólica postsinodal Vita Consecrata, 46; Congregación para los Institutos de vida consagrada y las Sociedades de vida apostólica, Instrucción Caminar desde Cristo, 32.

[179] Codex Iuris Canonici, can. 806 § 1.

[180] Conc. Ecum. Vat. II, Constitución dogmática Lumen Gentium, 45; cf. Decreto Christus Dominus, 35; Codex Iuris Canonici, cans. 591 y 732.

[181] Conc. Ecum. Vat. II, Decreto Christus Dominus, 35; Codex Iuris Canonici, cans. 678 y 738 § 2.

[182] Conc. Ecum. Vat. II, Constitución dogmática Lumen Gentium, 54; Decreto Christus Dominus, 35; Juan Pablo II, Exhortación Apostólica postsinodal Vita Consecrata, 49.

[183] Conc. Ecum. Vat. II, Decreto Christus Dominus, 35; Codex Iuris Canonici, cans. 678 y 738 § 2.

[184] Codex Iuris Canonici, cans. 609; 612; 801 y 1215 § 3. Sobre las Casas de las Sociedades de vida apostólica, cf. Codex Iuris Canonici, can. 733 § 1.

[185] Codex Iuris Canonici, can. 616 § 1.

[186] Codex Iuris Canonici, cans. 521 y 681.

[187] Codex Iuris Canonici, cans. 682 y 738 § 2.

[188] Conc. Ecum. Vat. II, Decreto Christus Dominus, 35; Codex Iuris Canonici, can. 673; Juan Pablo II, Exhortación Apostólica postsinodal Vita Consecrata, 32-49.

[189] Codex Iuris Canonici, cans. 682 § 2 y 616; Pontificia Comisión para la Interpretación de los Decretos del Concilio Vaticano II, Responsum del 25.VI.1979, I.

[190] Juan Pablo II, Exhortación Apostólica postsinodal Vita Consecrata, 49.

[191] Juan Pablo II, Exhortación Apostólica postsinodal Vita Consecrata, 52.

[192] Codex Iuris Canonici, can. 680.

[193] Conc. Ecum. Vat. II, Decreto Ad Gentes, 40; Juan Pablo II, Exhortación Apostólica postsinodal Vita Consecrata, 59.

[194] Codex Iuris Canonici, can. 607 §§ 1-3.

[195] Codex Iuris Canonici, can. 713 § 2.

[196] Codex Iuris Canonici, can. 604 § 1.

[197] Conc. Ecum. Vat. II, Decreto Optatam Totius, 19; Decreto Presbyterorum Ordinis, 6; Codex Iuris Canonici, cans. 567 § 1 y 630 § 3; Juan Pablo II, Exhortación Apostólica postsinodal Vita Consecrata, 58.

[198] Juan Pablo II, Exhortación Apostólica postsinodal Vita Consecrata, 62.

[199] Codex Iuris Canonici, cans. 628 § 2 y 637.

[200] Codex Iuris Canonici, can. 603 §§ 1-2.

[201] Conc. Ecum. Vat. II, Constitución dogmática Lumen Gentium, 12; Decreto Perfectae Caritatis, 19.

[202] Codex Iuris Canonici, can. 605; cf. Juan Pablo II, Exhortación Apostólica postsinodal Vita Consecrata, 62.

[203] Codex Iuris Canonici, cans. 579; 594 y 732.

[204] Conc. Ecum. Vat. II, Constitución dogmática Lumen Gentium, 30 y 33; Decreto Apostolicam Actuositatem, 2-3; Codex Iuris Canonici, cans. 204 § 1 y 208.

[205] Conc. Ecum. Vat. II, Constitución dogmática Lumen Gentium, 37.

[206] Conc. Ecum. Vat. II, Decreto Apostolicam Actuositatem, 26; Codex Iuris Canonici, can. 212 § 3.

[207] Codex Iuris Canonici, can. 227.

[208] Conc. Ecum. Vat. II, Constitución dogmática Lumen Gentium, 40.

[209] Juan Pablo II, Carta Encíclica Redemptoris Missio, 90.

[210] Conc. Ecum. Vat. II, Decreto Apostolicam Actuositatem, 16ss; Juan Pablo II, Exhortación Apostólica post-sinodal Christifideles laici, 14; Carta Encíclica Redemptoris Missio, 71; Exhortación Apostólica postsinodal Pastores Gregis, 51; Codex Iuris Canonici, cans. 225-227.

[211] Conc. Ecum. Vat. II, Constitución dogmática Lumen Gentium, 32.

[212] Conc. Ecum. Vat. II, Constitución dogmática Lumen Gentium, 31.

[213] Juan Pablo II, Exhortación Apostólica postsinodal Christifideles laici, 15

[214] Conc. Ecum. Vat. II, Decreto Apostolicam Actuositatem, 16; Codex Iuris Canonici, can. 225.

[215] Conc. Ecum. Vat. II, Constitución dogmática Lumen Gentium, 31; Codex Iuris Canonici, can. 225 § 2; Juan Pablo II, Exhortación Apostólica postsinodal Christifideles laici, 34; Carta Encíclica Redemptoris Missio, 71; Pablo VI, Exhortación Apostólica postsinodal Evangelii Nuntiandi, 20.

[216] Juan Pablo II, Exhortación Apostólica postsinodal Christifideles laici, 38, 40 y 43.

[217] Juan Pablo II, Exhortación Apostólica postsinodal Christifideles laici, 42.

[218] Codex Iuris Canonici, can. 227.

[219] Congregación para la Doctrina de la Fe, Nota doctrinal sobre algunas cuestiones relativas al empeño y el comportamiento de los católicos en la vida política, 4; cf. Juan Pablo II, Carta Encíclica Evangelium Vitae, 73.

[220] Juan Pablo II, Carta Encíclica Redemptoris Missio, 37; Exhortación Apostólica postsinodal Christifidelis laici, 44; Pablo VI, Exhortación Apostólica postsinodal Evangelii Nuntiandi, 20.

[221] Juan Pablo II, Exhortación Apostólica postsinodal Christifideles laici, 39.

[222] Conc. Ecum. Vat. II, Constitución dogmática Lumen Gentium, 33; Decreto Apostolicam Actuositatem, 10.

[223] Conc. Ecum. Vat. II, Constitución Sacrosanctum Concilium, 28; Codex Iuris Canonici, can. 230.

[224] Codex Iuris Canonici, cans. 228; 229 § 3; 317 § 3; 463 § 1 n. 5; 483; 494; 537; 759; 776; 784; 785; 1282; 1421 § 2; 1424; 1428 § 2; 1435; etc.

[225] Codex Iuris Canonici, can. 304.

[226] Juan Pablo II, Exhortación Apostólica postsinodal Christifideles laici, 35.

[227] Juan Pablo II, Exhortación Apostólica postsinodal Christifideles laici, 44.

[228] Codex Iuris Canonici, cans. 766 y 777. Se debe tener presente que los laicos no pueden hacer la homilía. Esta norma no es dispensable por el Obispo diocesano.

[229] Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, Directorio para las celebraciones dominicales sin presbítero.

[230] Según el Responsum del Pontificio Consejo para la Interpretación de los Textos Legislativos, del 1.VI.1988, el ministro extraordinario de la Eucaristía no debe administrar la comunión cuando en el lugar de la celebración haya un ministro sagrado que puede hacerlo. Cf. Juan Pablo II, Carta Apostólica Dominicae Coenae.

[231] Codex Iuris Canonici, can. 1112.

[232] Codex Iuris Canonici, can. 861; Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, Ritual Romano, Ordo Baptismi parvulorum, Praenotanda, 16-17.

[233] Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, Ritual Romano, Ordo exequiarum, Praenotanda, 19.

[234] Codex Iuris Canonici, cans. 230 § 3; 517 § 2; 943.

[235] Juan Pablo II, Exhortación Apostólica postsinodal Christifideles laici, 23.

[236] Sobre el significado de la suplencia laical, la relación con el sacramento del Orden y la correcta interpretación de algunas disposiciones del Codex Iuris Canonici, cf. la Instrucción Ecclesiae de Mysterio de algunas Congregaciones de la Curia Romana.

[237] Juan Pablo II, Exhortación Apostólica postsinodal Christifideles laici, 23; cf. Carta Encíclica Ecclesia de Eucharistia, 29-33; Congregación para el Clero, Carta circular El presbítero maestro de la Palabra, ministro de los sacramentos y guía de la comunidad en vista del tercer milenio cristiano.

[238] Cf. Juan Pablo II, Exhortación Apostólica postsinodal Christifideles laici, 23.

[239] Juan Pablo II, Exhortación Apostólica postsinodal Christifideles laici, 23.

[240] Codex Iuris Canonici, can. 330; Pablo VI, Motu Proprio Ministeria quaedam, III, VII, XII.

[241] Juan Pablo II, Exhortación Apostólica postsinodal Christifideles laici, 29.

[242] Conc. Ecum. Vat. II, Decreto Apostolicam Actuositatem, 18 y 19; Codex Iuris Canonici, cans. 215; 299 § 3; 305 y 314; Juan Pablo II, Exhortación Apostólica postsinodal Christifideles laici, 29 y 31; Carta Encíclica Redemptoris Missio, 72.

[243] Codex Iuris Canonici, can. 394 § 1.

[244] Juan Pablo II, Exhortación Apostólica postsinodal Christifideles laici, 31.

[245] Sobre los criterios de eclesialidad para garantizar la autenticidad de los nuevos carismas y el recto ejercicio del derecho de asociación en la Iglesia, cf. Conc. Ecum. Vat. II, Constitución dogmática Lumen Gentium, 12 y Juan Pablo II, Exhortación Apostólica postsinodal Christifideles laici, 30.

[246] Conc. Ecum. Vat. II, Decreto Apostolicam Actuositatem, 19-20; 24-25.

[247] Codex Iuris Canonici, cans. 217-218; 329; Juan Pablo II, Exhortación Apostólica postsinodal Christifideles laici, 57.

[248] Conc. Ecum. Vat. II, Decreto Apostolicam Actuositatem, 4; 28-32; Juan Pablo II, Exhortación Apostólica postsinodal Christifideles Laici, 17, 60, 62; Carta Encíclica Redemptoris Missio, 42-45; Exhortación Apostólica postsinodal Pastores Gregis, 51.