LA PEREGRINACION EN EL
GRAN JUBILEO DEL AÑO 2000

Documento del Pontificio Consejo de la Pastoral
para los Emigrantes e Itinerantes


 

V
LA PEREGRINACION DE LA HUMANIDAD

24 La peregrinación que desde Abraham se prolonga a lo largo de los siglos es señal de un movimiento de la Humanidad más amplio y universal. De hecho, el hombre aparece a través de su historia secular como como viator, caminante sediento de nuevos horizontes, hambriento de paz y justicia, deseoso de amor, abierto a lo absoluto y lo infinito. La investigación científica, el desarrollo económico y social, el continuo aflorar de tensiones, las migraciones que recorren nuestro planeta, el mismo misterio del mal y los demás enigmas que jalonan el ser interrogan constantemente a la Humanidad encaminándola por los itinerarios trazados por religiones y culturas. También en nuestra época la Humanidad parece, por un lado, encaminada hacia metas positivas de diferente naturaleza: la integración mundial en sistemas globales sin perder de vista la sensibilidad por el pluralismo y el respeto a las distintas identidades históricas y nacionales, el progreso científico y técnico, el diálogo interreligioso, las comunicaciones que se extienden por el areópago del mundo entero mediante instrumentos cada vez más eficaces e inmediatos. Por otra parte, sin embargo, en cada uno de estos caminos se alzan, en formas y modalidades nuevas, obstáculos antiguos y constantes: los ídolos de la explotación económica, de la prevaricación política, de la arrogancia cientifica, del fanatismo religioso. La luz del Evangelio lleva a los cristianos a descubrir en estas manifestaciones de la civilización contemporánea los nuevos «areópagos» en los que se puede anunciar la salvación y descubrir las señales de esa ansiedad que conduce a los corazones a la casa del Padre. No resulta extraño que en medio del torbellino de este cambio continuo, la Humanidad experimente también el cansancio y abrigue el deseo de un Iugar -que podría ser un santuario- en el que descansar; un espacio de libertad que haga posible el diálogo consigo mismo, con los demás y con Dios. La peregrinación del cristiano acompaña esta búsqueda de la Humanidad y le ofrece la seguridad de la meta, la presencia del Señor, «porque ha visitado y redimido a su pueblo» (118).

25 Algunas «peregrinaciones universales» revisten un significado especial. Pensamos en primer lugar en los grandes movimientos de grupos, de masas -a veces de pueblos enteros- que se enfrentan a enormes sacrificios y peligros para huir del hambre, de guerras o catástrofes naturales y para buscar para sí y para los seres queridos mayor seguridad y bienestar. Nadie puede permanecer como mero espectador inerte ante estas gigantescas corrientes que invaden la Humanidad casi a raudales y se extienden sobre la faz de la tierra. Nadie debe sentirse ajeno a las injusticias que frecuentemente están a la raíz de ellas, a los dramas personales y colectivos así como a las esperanzas que allí florecen con vistas a un futuro distinto y a una perspectiva de diálogo y de coexistencia pacifica multirracial. El cristiano, de manera especial, debe transformarse en el buen samaritano que recorría el camino de Jerusalén a Jericó, presto a socorrer y acompañar al hermano a la posada de la caridad fraterna y de la convivencia solidaria. A esta «espiritualidad del camino» pueden conducirnos el conocimiento, la escucha y la compartición de la experiencia de ese particular «pueblo del camino» que son los nómadas, los gitanos, «hijos del viento>.

26 Peregrinos del mundo son también quienes se dirigen a distintas metas por turismo, por exploración científica o por motivos comerciales. Trátase de fenómenos complejos que, por sus enormes dimensiones, son fuente en muchas ocasiones de circunstancias nocivas. Nadie puede ignorar que a menudo son causa de injusticia, de explotación de las personas, de erosión de las culturas o de devastación de la naturaleza. A pesar de ello, conservan en su naturaleza valores de investigación, progreso y promoción de la comprensión recíproca entre los pueblos, merecedores de promoción.

Resulta indispensable hacer que quienes actúan en estos ámbitos puedan conservar una espiritualidad propia y una tensión interna. Es menester también que los operadores turísticos y comerciales no estén dominados únicamente por intereses económicos, sino que sean conscientes de su función humana y social.

27 Vinculada a la anterior y característica de nuestros días, también existe una forma especial de peregrinación de la mente humana, la informática o virtual, que se extiende por las avenidas de la telecomunicación. Estos itinerarios, aun con todos los peligros y deformaciones o desviaciones que acarrean, pueden transmitir el anuncio de la fe y del amor, mensajes positivos, contactos fecundos y eficaces. Por ello resulta importante andar estos caminos evitando la dispersión y la disolución de la comunicación auténtica en el «ruido de fondo» de una miríada babélica de informaciones.

28 Grandes peregrinos laicos son también quienes emprenden itinerarios culturales y deportivos. Las grandes manifestaciones artísticas -especialmente las musicales-, a las que confluyen especialmente los jóvenes; el flujo de visitantes de los museos, que pueden transformarse a menudo en oasis de contemplación; los Juegos Olímpicos y las demás formas de agregación deportiva, son todos ellos fenómenos que tampoco pueden ignorarse por los valores espirituales que encierran, y que deben tutelarse más allá de las tensiones, de la masificación y de los condicionamientos extrínsecos de naturaleza comercial.

29 Se dan experiencias de peregrinación más especificamente cristianas. No sólo sacerdotes, sino familias enteras y muchos jóvenes se desplazan o aceptan ser enviados a tierras alejadas de la propia para colaborar con misioneros y misioneras, tanto con su labor profesional como con el testimonio o con el anuncio explícito del Evangelio. Se trata de una forma de ser peregrinos que va creciendo cada vez más, como don del Espiritu. A ello se destinan períodos de vacación o descanso o se dedican años enteros de la vida. Imágenes emblemáticas de estos movimientos espaciales -pero por encima de todo espirituales- de nuestro tiempo, son también los grandes encuentros ecuménicos en los que la oración por el don de la unidad auna a los cristianos en un camino común. Igualmente relevantes son los encuentros interreliglosos, a los que concurren en peregrinación hombres y mujeres de cada fe hacia una meta común de esperanza y amor, como acaeció en la oración mundial de las religiones por la paz, convocada en Asís en 1986.

30 Una auténtica red de itinerarios se extiende pues por nuestro planeta. Algunos de ellos son religiosos en el sentido más directo del término, y tienen como meta ciudades y santuarios, monasterios y sedes históricas; en otros casos la búsqueda de los valores espirituales se manifiesta en el movimiento hacia parajes naturales de singular belleza, islas o desiertos, cumbres o simas de los abismos marinos. Esta compleja geografía del movimiento de la Humanidad contiene en sí misma el germen de un anhelo radical de un horizonte trascendente de verdad, justicia y paz, y da fe de una inquietud que tiene en la infinitud de Dios el puerto en el que el hombre puede reponerse de sus angustias (119). El camino de la Humanidad, aun con sus tensiones y contradicciones, participa entonces de la ineludible peregrinación hacia el Reino de Dios que la Iglesia esta comprometida a anunciar y realizar con valentía, lealtad y perseverancia, llamada por su Señor como está a ser sal, levadura, lámpara y ciudad encumbrada en el monte. Sólo de esta manera se abrirán esas sendas por las que «la misericordia y la fidelidad se encuentran, la justicia y la paz se besan» (120).

En este itinerario, la Iglesia se hace peregrina con todos los hombres y con todas las mujeres que buscan con corazón sincero la verdad, la justicia y la paz, e incluso con quienes vagan por otros parajes, pues -como nos recuerda Pablo, citando a Isaias- Dios afirma: «Fui hallado de quienes no me buscaban; me manifesté a quienes no preguntaban por mi» (121).

31 Hacia esta meta del Reino pueden pues orientarse todos los pueblos y todos los hombres, expresando su adhesión también mediante el gesto explícito y emblemático de la peregrinación a las varias «ciudades santas» de la tierra, es decir, a los lugares del espíritu en donde resuena con más fuerza el mensaje de la transcendencia y de la fraternidad. Entre estas ciudades tampoco pueden faltar los lugares profanados por el pecado del hombre y sucesivamente, casi por un instinto'de reparación, consagrados por la peregrinación: pensemos por ejemplo en Auschwitz, lugar emblemático del suplicio del pueblo hebreo en Europa, la Shoá, o en Hiroshima y Nagasaki, tierras devastadas por el horror de la guerra atómica.

Empero, como se ha dicho, y no sólo para los cristianos, sino para todos, dos son las ciudades que adquieren un valor emblemático: Roma, símbolo de la misión universal de la Iglesia, y Jerusalén, lugar sagrado y venerado por todos aquellos que siguen el camino de las religiones de Abraham, ciudad de la que «saldrá la Ley y (...) la palabra de Yahveh» (122). Ella nos indica la meta definitiva de la peregrinación de toda la Humanidad, es decir, «la Ciudad Santa (...), que bajaba del cielo, de junto a Dios» (123). Hacia ella avanzamos en la esperanza cantando: «Somos un pueblo que camina / y juntos caminando queremos alcanzar / una ciudad que no se acaba, / sin pena ni tristeza, ciudad de eternidad» (124). Precisamente, la Iglesia, mientras aprecia la pobreza del monje peregrino budista, el camino contemplativo del Tao, el itinerario sagrado a Benares del hinduismo, el «pilar» de la peregrinación a las fuentes de su fe propio del musulmán y cualquier otro itinerario hacia lo Absoluto y hacia los hermanos, se une a todos aquellos que de manera apasionada y sincera se dedican al servicio de los débiles, de los desplazados, de los exiliados, de los oprimidos, emprendiendo con ellos una «peregrinación de fraternidad».

Tal es el sentido del Jubileo de misericordia que se perfila al horizonte del tercer milenio, meta para la creación de una sociedad humana más justa, en la que las deudas públicas de las naciones en vías de desarrollo sean perdonadas y se lleve a cabo un reparto más justo de los bienes de la tierra, en el espíritu de la prescripción bíblica (125).

VI
LA PEREGRINACION DEL CRISTIANO HOY

32 Todo cristiano está invitado a insertarse y a participar en la gran peregrinación que Cristo, la Iglesia y la Humanidad han realizado y deben seguir realizando en la historia. El santuario hacia el que el cristiano se dirige debe llegar a ser por excelencia «la tienda del encuentro», como la Biblia denomina el tabernáculo de la Alianza (126). En efecto, allí tiene lugar un encuentro fundamental que revela varias dimensiones y presenta distintos aspectos. Precisamente partiendo de esta serie de aspectos podemos delinear una pastoral de la peregrinación.

La peregrinación, vivida como celebración de la propia fe, es para el cristiano una manifestación cultual que debe cumplir fiel a la tradición, con un intenso sentimiento religioso y como realización de su existencia pascual (127). La dinámica propia de la peregrinación revela claramente algunas etapas que el peregrino alcanza y que se transforman en paradigma de toda su vida de fe: la partida manifiesta su decisión de avanzar hasta la meta y alcanzar los objetivos espirituales de su vocación bautismal; el camino lo conduce a la solidaridad con los hermanos y a la preparación necesaria para el encuentro con su Señor; la visita al santuario lo invita a la escucha de la Palabra de Dios y a la celebración sacramental; el regreso, finalmente, le recuerda su misión en el mundo, como testigo de la salvación y constructor de paz. Importa que estas etapas de la peregrinación, vividas en grupo o individualmente, estén marcadas por actos de culto que revelen su dimensión auténtica, utilizando con ese fin los textos que los libros litúrgicos sugieren.

Los aspectos que toda peregrinación debe necesariamente incluir han de coordinarse de manera armónica con el justo respeto a las tradiciones de cada pueblo y con arreglo a las condiciones de los peregrinos. Corresponderá a la Conferencia Episcopal de cada país delinear las lineas pastorales más adecuadas para las diversas situaciones e instituir las estructuras pastorales necesarias para llevarlas a cabo. En la pastoral diocesana de la peregrinación deberá reconocerse un papel destacado a los santuarios. No obstante, tambien las parroquias y los demás grupos eclesiales deberán estar representados en estas estructuras pastorales, pues son protagonistas y puntos de partida del mayor número de peregrinaciones.

La acción pastoral debe permitir que, a través de las características propias de cada peregrinación, el creyente realice un itinerario esencial de la fe (128). Mediante una catequesis oportuna y un atento acompañamiento por parte de los agentes pastorales, la presentación de los aspectos fundamentales de la peregrinación cristiana abrirá nuevas perspectivas para la práctica de la peregrinación en la vida de la Iglesia.

33 La meta hacia la que tiende el itinerario que el peregrino recorre es en primer lugar la tienda del encuentro con Dios. Ya Isaías refería estas palabras de Dios: «Mi Casa será llamada Casa de oración para todos los pueblos» (129). «Al término de la marcha, cuando su corazón plenamente ardiente aspira a ver el rostro de Dios» (130), en el santuario en el que se realiza la promesa divina: «mis ojos y mi corazón estaran [en él] siempre» (131), el peregrino se encuentra con el misterio de Dios, descubriendo su rostro de amor y misericordia. Esta experiencia se realiza de manera especial en la celebración eucarística del misterio pascual, en el que Cristo es «el culmen de la revelación del inescrutable misterio de Dios» (132); allí se contempla a Dios siempre dispuesto a la gracia en Maria, la Madre de Dios (133) y se le glorifica admirable en todos sus santos (134).

En la peregrinación el hombre reconoce que «es invitado al diálogo con Dios desde su nacimiento» (135), y por tanto a través del diálogo es ayudado a descubrir que, para «permanecer en intimidad con Dios», el camino que se le ofrece es Cristo, el Verbo hecho carne. El itinerario del cristiano debe revelar este «punto esencial por el que el cristianismo se diferencia de las otras religiones» (136). La peregrinación en su conjunto debe manifestar «que para el hombre el Creador no es un poder anónimo y lejano: es Padre» (137), y todos somos hijos suyos, hermanos en Cristo Señor. Hay que orientar la labor pastoral para que esta verdad fundamental de la fe cristiana (138) no se vea oscurecida por las culturas y costumbres tradicionales, ni tampoco por las nuevas modas y movimientos espirituales. No obstante, la acción pastoral también se enfocará hacia una constante inculturación del mensaje evangélico en cada cultura y en cada pueblo. Por último, la eficacia de los santuarios se evaluará cada vez más según la capacidad que tengan de responder a la necesidad creciente que experimenta el hombre, en el ritmo frenético de la vida moderna, de un «contacto silencioso y recogido con Dios y consigo mismo» (139). El recorrido y la finalidad de la peregrinación llevarán al florecimiento de la fe y a la intensidad de la comunión con Dios en la oración, mediante lo cual se cumplirá idealmente cuanto anunciaba el profetas Malaquías: «Pues desde el sol levante hasta el poniente, grande es mi Nombre entre las naciones, y en todo lugar se ofrece a mi Nombre un sacrificio de incienso y una oblación pura» (140).

34 La peregrinación conduce a la tienda del encuentro con la Palabra de Dios. La experiencia fundamental del peregrino debe ser la de la escucha, pues «de Jerusalén [saldrá] la palabra del Señor» (141). Compromiso primordial del santo viaje es pues la evangelización, que a menudo resulta connatural con los mismos lugares sagrados (142). El anuncio, la lectura y la meditación del Evangelio deben acompañar los pasos del peregrino y su misma estancia en el santuario, para que se realice la afirmación del Salmista: «Para mis pies antorcha es tu palabra, luz para mi sendero» (143). Los momentos de peregrinación, por las circunstancias que los motivan y las metas hacia las que tienden, así como por su proximidad a las necesidades y alegrías de cada día, constituyen un campo bien dispuesto para la acogida de la Palabra de Dios en los corazones (144); así la Palabra se transforma en firmeza de fe, alimento del alma, fuente límpida y perenne de vida espiritual (145).

Toda la acción pastoral al servicio de la peregrinación debe centrar sus esfuerzos en este acercamiento del peregrino a la Palabra de Dios. En primer lugar, hay que preparar un proceso catequético adecuado a las circunstancias de su vida de fe, capaz de expresar su realidad cultural, a través de medios de comunicación realmente accesibles y de eficacia probada. Además, esta presentación catequética, si por un lado debe tener en cuenta los acontecimientos que se celebran en los lugares visitados y la índole peculiar de los mismos, no deberá olvidar ni la jerarquización necesaria en la exposición de las verdades de fe (146), ni una ubicación en el seno del itinerario litúrgico en el que toda la Iglesia participa (147).

35 La peregrinación conduce, además, a la tienda del encuentro con la Iglesia, «asamblea de aquellos a quienes convoca la Palabra de Dios para formar el Pueblo de Dios y que, alimentados con el Cuerpo de Cristo, se convierten ellos mismos en Cuerpo de Cristo» (148). La experiencia de la vida común con los hermanos peregrinos se vuelve también ocasión de redescubrir al Pueblo de Dios en marcha hacia la .lerusalén de la paz, en la alabanza y en el canto, en la única fe y en la unidad del amor de un solo Cuerpo, el Cuerpo de Cristo. El peregrino debe sentirse miembro de la única familia de Dios, rodeado de muchos hermanos en la fe, guiado por el «gran pastor de las ovejas» (149), que nos conduce «por senderos de justicia en gracia de su nombre» (150) bajo la guía visible de los pastores a quienes ha encomendado la misión de conducir a su pueblo. La peregrinación se transforma en signo de la vida eclesial cuando la emprende una comunidad parroquial, un grupo eclesial, una asamblea diocesana o un grupo más amplio (151). En estos casos es posible tomar mayor conciencia de que cada uno de los participantes forma parte de la Iglesia, con arreglo a la propia vocación y ministerio. La presencia de un animador espiritual resulta especialmente significativa. Su misión entra de lleno en el ministerio sacerdotal, en virtud del cual los presbíteros «reúnen (...) a la familia de Dios, como una fraternidad en una sola alma, y la conducen a Dios Padre por Cristo en el Espíritu» (152). Para ejercer su ministerio, deberá poseer una preparación catequética especifica, con vistas a transmitir con fidelidad y claridad la Palabra de Dios, así como una preparación psicológica adecuada para poder acoger y comprender la diversidad de cada peregrino. También le resultará sumamente útil el conocimiento de la historia y del arte, para poder introducir al peregrino en la riqueza catequética que dimana de las obras artísticas, que constituyen testimonios continuados de fe eclesial en los santuarios (153).

En este ministerio, por otra parte, los presbíteros no pueden olvidar de manera alguna la función especifica que les corresponde a los laicos en el contexto vivo de la Iglesia-Comunión (154). Su participación activa en la vida litúrgica (155) y catequética, su responsabilidad especifica en la formación de comunidades eclesiales (156) y su capacidad de representar a la Iglesia en las más diversas necesidades humanas (157), los habilitan para colaborar -tras adecuada preparación- en la animación religiosa de la peregrinación, asistiendo a los hermanos durante su camino común.

La atención pastoral hacia las peregrinaciones requiere un acompañamiento espiritual análogo también para quienes emprenden una peregrinación en pequeños grupos o individualmente. En todo caso, los responsables de la acogida del santuario dispondrán los medios necesarios para que el peregrino tome conciencia de que su camino forma parte de la peregrinación de fe de la Iglesia entera.

El encuentro del peregrino con la Iglesia y su experiencia de formar parte del Cuerpo de Cristo deberán afrontar una renovación de su compromiso bautismal. La peregrinación reproduce de alguna manera el camino de fe que un día lo llevó a la pila bautismal (158), y que ahora expresa de forma renovada en la participación sacramental.

36 El santuario es también, sin embargo, la tienda del encuentro en la reconciliación. De hecho, allí se despierta la conciencia del peregrino; allí confiesa sus pecados, allí es perdonado y perdona, allí se transforma en criatura nueva mediante el sacramento de la reconciliación; allí experimenta la gracia y la misericordia divinas. La peregrinación sigue pues las huellas de la experiencia del hijo pródigo en el pecado, que conoce lo duro de la prueba y de la penitencia, comprometiéndose también en los sacrificios del viaje, en el ayuno, en el sacrificio. Pero conoce también la alegría del abrazo del Padre pródigo en misericordia, que lo reconduce de la muerte a la vida: «Este hijo mio estaba muerto y ha revivido; estaba perdido, y lo hemos encontrado» (159). Por lo tanto, los santuarios deberán ser el lugar en el que el sacramento de la reconciliación se celebra con intensidad, con participación, con una liturgia bien dirigida, con disposición de ministros y tiempo, con oraciones y cantos para que la conversión personal lleve el sello divino y se viva eclesialmente.

La peregrinación, que conduce al santuario, debe ser camino de conversión sustentado por la firme esperanza de la infinita hondura y fuerza del perdón que Dios ofrece; camino de conversión que «traza la componente más profunda de la peregrinación de todo hombre por la tierra in statu viatoris» ( 160).

37 Meta del viaje ha de ser la tienda del encuentro eucarístico con Cristo. Si la Biblia es por excelencia el libro del peregrino, la Eucaristía es el pan que lo sustenta en el camino, como lo fue para Elías en su subida al Horeb (161). La reconciliación con Dios y con los hermanos halla su meta en la celebración eucarística. Esta acompaña ya las distintas etapas de la peregrinación, que debe reflejar el acontecimiento pascual del Exodo, y por encima de todo el acontecimiento de Cristo que celebra su Pascua en Jerusalén, al término de su largo viaje hacia la cruz y la gloria. Por ello, con arreglo a las indicaciones litúrgicas generales y a las de cada Conferencia Episcopal, «en los santuarios se deben proporcionar abundantemente a los fieles los medios de salvación, predicando con diligencia la Palabra de Dios y fomentando con esmero la vida litúrgica principalmente mediante la celebración de la Eucaristía y de la penitencia, y practicando también otras formas aprobadas de piedad popular» (162).

Una especial atención pastoral habrá de reservarse para aquellos peregrinos que, por sus condiciones ordinarias de vida, acudan al santuario para celebrar ocasiones especiales de escucha de la Palabra de Dios y de celebración eucaristica, para que puedan descubrir en la alegría de ese acontecimiento la llamada a comportarse en la vida diaria como mensajeros y constructores del Reino de Dios, de su justicia y su paz.

38 Se comprende pues cómo la peregrinación sea también la tienda del encuentro con la caridad. Una caridad que es en primer lugar la de Dios, que nos amó el primero enviando al mundo a su Hijo. Este amor no se manifiesta tan sólo en el don de Cristo como victima de expiación por nuestros pecados (163), sino también en los signos milagrosos que sanan y consuelan, como el mismo Cristo hizo durante su peregrinación terrenal y como aún se repite en la historia de los santuarios.

«Si Dios nos amó de esta manera, también nosotros debemos amarnos unos a otros» (164). La caridad debe practicarse durante el mismo camino del peregrino, socorriendo a los necesitados, compartiendo alimento, tiempo y esperanzas, consciente de que de esta forma se hacen nuevos compañeros de camino. Expresión encomiable de esta caridad es la tradición, propia de muchos lugares, según la cual las ofrendas que los fieles presentan como expresión de su devoción consisten en bienes que puedan distribuirse entre los mas pobres. La acción pastoral debe animar talos gestos mediante una catequesis respetuosa siempre con el sentir de los peregrinos y con iniciativas que expresen el objetivo de las ofrendas. En este sentido conviene subrayar la labor -emprendida por algunos santuarios- de apoyo a instituciones caritativas o a proyectos de asistencia en favor de comunidades de paises en vías de desarrollo.

Una caridad especial debe reservarse para los enfermos peregrinos, recordando las palabras del Señor: «Os aseguro que cada vez que lo hicisteis con uno de éstos, mis humildes hermanos, conmigo lo hicisteis» (165). La asistencia a los peregrinos enfermos constituye la expresión más significativa del amor que debe alimentar el corazón del cristiano en marcha hacia el santuario. Especialmente los peregrinos enfermos deben ser acogidos con la mas calurosa hospitalidad. Será pues necesario que las estructuras de acogida, los servicios ofrecidos, las comunicaciones y los transportes se preparen, equipen y gestionen con dignidad, atención y amor.

Por su parte, los enfermos deben dejarse alcanzar por el amor de Cristo, con vistas a vivir la enfermedad como un camino de gracia y de don de si. Su peregrinación a los lugares en los que la gracia de Dios se ha manifestado con «signos» particulares, los ayuda a ser evangelizadores de los demás compañeros de dolor. De esta forma, de «objetos de compasión» se transforman en sujetos de compromiso y acción, auténticos «peregrinos del Señor» por todos los caminos del mundo.

39 Mas la peregrinación conduce también a la tienda del encuentro con la Humanidad. Todas las religiones del mundo, como queda apuntado, tienen también sus itinerarios sagrados y sus ciudades santas. En cada lugar de la tierra Dios mismo sale al encuentro del hombre peregrino y pronuncia una invitación universal a participar plenamente de la alegría de Abraham (166). Especialmente las tres religiones monoteístas están llamadas a recuperar «la tienda del encuentro» en la fe para testimoniar y construir la paz y la justicia mesiánica ante los pueblos para la redención de la historia.

Merece una atención especial por parte de la pastoral el hecho de que bastantes santuarios cristianos sean meta de peregrinaciones de creyentes de otras religiones, bien por tradición secular, bien por la reciente inmigración. Ello insta a la acción pastoral de la Iglesia a responder a este dato con iniciativas de acogida, diálogo, ayuda y fraternidad genuina (167). La acogida reservada a los peregrinos ayudará seguramente a estos a descubrir el sentido profundo de la peregrinación. El santuario ha de ser para ellos lugar de ese respeto que hemos de manifestar prioritariamente mediante la pureza de nuestra fe en Cristo, único salvador del hombre (168).

Debe también observarse que, además de las grandes asambleas ecuménicas y de los encuentros interreliglosos, el cristiano debe hacerse aproximarse a todos aquellos que buscan a Dios con corazón sincero recorriendo los caminos del espíritu, «incluso a tientas (...), aunque no esté lejos de ninguno de nosotros» (169). Su misma peregrinación, frecuentemente llevada a cabo en tierra extranjera, los lleva a conocer usos, costumbres y culturas distintas. Debe pues transformarse en ocasión de comunión solidaria con los valores de otros pueblos, hermanos en la Humanidad que a todos nos aúna y en el origen en el único Creador de todos.

La peregrinación es también el momento de la convivencia con personas de diferente edad y distinto nivel de formación. Hay que proceder juntos en el viaje para poder después proceder juntos en la vida eclesial y social. Los jóvenes con sus marchas y las Jornadas mundiales de la Juventud; los ancianos y los enfermos a veces junto con los jóvenes hacia santuarios más tradicionales. Los peregrinos, en su múltiple diversidad, realizan juntos lo que el Salmista auspiciaba: «Reyes y pueblos del orbe, príncipes y jefes del mundo; los jóvenes y también las doncellas, los viejos junto con los niños, alaben el nombre del Señor, el único nombre sublime. Su majestad sobre el cielo y la tierra» (170).

40 La peregrinación también tiene como meta la tienda del encuentro personal con Dios y consigo mismo. Disperso en la multiplicidad de las preocupaciones y de la realidad de cada día, el hombre necesita redescubrirse a si mismo a través de la reflexión, la meditación, la oración, el examen de conciencia, el silencio. En la tienda santa del santuario debe preguntarse cuánta noche del espíritu «le queda», como dice Isaías en el canto del centinela: Se hizo de mañana y también de noche. Si queréis preguntar, volveos, venid» (171). Las grandes preguntas acerca del sentido de la existencia, sobre la vida, la muerte, el destino definitivo del hombre, deben resonar en el corazón del peregrino para que el viaje no sea solo un movimiento del cuerpo, sino también un itinerario del alma. En el silencio interior, Dios se revelará precisamente como un «susurro» (172) que transforma el corazón y la existencia. Sólo de esta manera al regresar a casa no se volverá a precipitar en la distracción y en la superficialidad, sino que se conservará una chispa de la luz recibida en el alma y se sentirá la necesidad de repetir en el futuro esa experiencia de plenitud personal, «al preparar su peregrinación» (173).

Volverá entonces el peregrino a recorrer el itinerario acompañándolo con la oración litúrgica de la Iglesia y con los ejercicios devotos más sencillos, con la oración personal y con los momentos de silencio, con la contemplación que brota del corazón de los más pobres, quienes fijan los ojos «en el Señor Dios nuestro» (174).

41 Mientras se realiza la peregrinación, se tiene igualmente ocasión de entrar en la tienda del encuentro cósmico con Dios. A menudo los santuarios están situados en medio de paisajes extraordinarios, expresan formas artísticas sumamente fascinantes, condensan en si antiguas memorias históricas, son expresiones de culturas elevadas y populares. Es menester pues que la peregrinación no excluya tampoco esta dimensión del espíritu. Ha de comprenderse, sobre todo, que en una mayor disposición a apreciar la naturaleza se revela una valiosa dimensión espiritual de hombre moderno. Esta contemplación debe transformarse en tema de momentos de reflexión y de oración, de forma que el peregrino alabe al Señor por los cielos, que proclaman su gloria (175), y se sienta llamado a ser ministro del mundo en la piedad y en la justicia (176).

Debe también advertirse que, bajo algunos aspectos, toda peregrinación reviste un aspecto de turismo religioso que hay que cuidar no sólo para el enriquecimiento cultural de la persona, sino también para la plenitud del espíritu. La contemplación de la belleza es fuente de espiritualidad. Por ello, «en los santuarios o en lugares adyacentes, conservense visiblemente y custódiense con seguridad los exvotos de arte popular y de piedad» (177). Al peregrino se le enseñan, mediante guias o publicaciones, esos tesoros para que a través de la belleza artística y la espontaneidad de los testimonios seculares de la fe pueda cantar a Dios su alegría y su esperanza «con destreza» (178), y pueda hallar la serenidad en la contemplación de las cosas dignas de admiración y «por la grandeza y hermosura de las criaturas» llegue «por analogia a contemplar su Autor» (179). Análogamente, la acción pastoral deberá considerar a todos aquellos que recorren los caminos de las peregrinaciones por otros motivos, como la cultura o el ocio. La forma de presentar los diferentes lugares y monumentos habrá de manifestar su relación explícita con el camino de los peregrinos, con la meta espiritual a la que conducen y con la experiencia de fe que los originó y los sigue animando. Proporciónense estas informaciones a los organizadores de estos viajes, para que se realicen con el máximo respeto y contribuyan realmente al enriquecimiento cultural de los viajeros y a su progreso espiritual.

42 Finalmente, la peregrinación es con mucha frecuencia el camino para entrar a la tienda del encuentro con María, la Madre del Señor. Maria, en quien se enlazan la peregrinación del Verbo hacia la Humanidad y la peregrinación de fe de la Humanidad (180), es la que avanza «en la peregrinación de la fe» (181), transformándose en «estrella de la evangelización» (182) para el camino de la Iglesia entera. Los grandes santuarios marianos (como Lourdes, Fátima o Loreto; Czestochowa, Altotting o Mariazell; Guadalupe, Aparecida o Luján), así como los pequeños santuarios, que la devoción popular ha edificado en numero desmesurado en miles y miles de localidades, pueden ser lugares privilegiados para el encuentro con su Hijo, que ella nos ofrece. Su vientre fue el primer santuario, la tienda del encuentro entre divinidad y Humanidad sobre la que descendió el Espíritu Santo y que «la fuerza del Altisimo cubrió con su sombra» (183). El cristiano emprende con Maria el viaje por los caminos del amor, para encontrarse con Isabel, que encarna a las hermanas y los hermanos del mundo con los que quiere establecer un vinculo de fe y alabanza (184). El Magníficat se vuelve entonces no sólo el canto por excelencia de la peregrinatio Mariae, sino también el de nuestra peregrinación en la esperanza (185). El cristiano emprende con Maria el viaje por los caminos del mundo para subir al Calvario y estar unido a ella como el discípulo amado, para que Cristo se la entregue como Madre suya (186). El cristiano emprende con Maria el viaje por los caminos de la fe para llegar al final al Cenáculo, donde junto con ella recibe de su Hijo resucitado el don del Espíritu Santo (187).

La liturgia y la piedad cristiana ofrecen al peregrino numerosos ejemplos de la manera en que recurrir a Maria como compañera de peregrinación. Hágase referencia a ellos, teniendo en cuenta por encima de todo que los ejercicios de piedad concernientes a la Virgen Maria deben expresar claramente la dimensión trinitaria y cristológica que les es intrinseca y esencial (188). Alimentando una genuina devoción mariana (189), los peregrinos enriquecerán su devoción profunda a la Madre de Dios con nuevas formas y manifestaciones de sus sentimientos más íntimos.

CONCLUSION

La peregrinación simboliza la experiencia del homo viator, que, recién salido del vientre materno, emprende el camino del tiempo y del espacio de su existencia; la experiencia fundamental de Israel, en marcha hacia la tierra prometida de la salvación y de la libertad plena; la experiencia de Cristo, que de la tierra de Jerusalén sube al cielo, abriendo el camino hacia el Padre; la experiencia de la Iglesia, que avanza en la historia hacia la Jerusalén celestial; la experiencia de la Humanidad entera, en tensión hacia la esperanza y la plenitud. Todo peregrino debería confesar: «Por gracia de Dios soy hombre y cristiano, gran pecador por mis acciones, por condición un peregrino sin techo de la más humilde especie, que va errante de uno a otro lugar. Mis riquezas son un saco que llevo al hombro con algo de pan y una Sagrada Biblia bajo la camisa. Otra cosa no tengo» (190). La Palabra de Dios y la Eucaristía nos acompañan en esta peregrinación hacia la Jerusalén celestial, de la que los santuarios son signo vivo y visible. Cuando lleguemos a ella, se abrirán las puertas del Reino, abandonaremos la ropa de viaje y el bastón del peregrino y entraremos en nuestra casa definitiva, «y así estaremos siempre con el Señor» (191). Allí estará él con nosotros «como el que sirve» (192) y cenará con nosotros, y nosotros con él (193).

El Sumo Pontífice Juan Pablo II, el 11 de abril de 1998, aprobó la publicación del presente documento.

Ciudad del Vaticano,

Cardenal Giovanai CHELI
Presidente

Arzobispo Francesco GIOIA
Secretario


(118) Lc 1, 68.

(119) Cf. San Agustín, Confesiones 1, 1: CCL 27, 1; PL 32, 661; Xl11, 38, 53: CCL 27, 272 ss.; PL 32, 868.

(120) Sal 85, 11.

(121) Rm 10, 20; cf. Is 65, 1.

(122) Is 2, 3.

(123) Ap 21, 2.

(124) Canto latinoamericano.

(125) Cf. Lv 25.

(126) Cf. Ex 27, 21; 29, 4.10-11.30.32.42.44.

(127) Cf. Congregación para el Culto Divino, Orientaciones y propuestas para la celebración del Año Mariano (3-4-87): Notitiae 23 (1987), págs. 342396.

(128) Cf. Juan Pablo II, Discurso a un grupo de obispos de Norteamérica can ocasión de su visita ad limina (21-9-93): MS 86 (1994), pág. 495.

(129) Is 56, 7.

(130) Juan Pablo II, Discurso a los participantes en el I Congreso mundial de la Pastoral de los Santuarios y de las Peregrinaciones (28-2-92), n. 7: ECCLESIA, núm. 2.572 (1992/1), pág. 437.

(131) 1 R 9, 3.

(132) Juan Pablo II, Dives in misericordia, n. 8: ECCLESIA, núm. 2.011 (1980/11), pág. 1580.

(133) Cf. Ibid., n. 9: ECCLESIA cit, págs. 1580-1581.

(134) Cf. Concilio Vaticano II, Lumen gentium, n. 50. (135) Concilio Vaticano Il, Gaudium et spes, n. 19.

(136) Juan Pablo II, Tertio millennio adveniente, n. 6: ECCLESIA, núm. 2.712 (1994/11), pág. 1776.

(137) Pablo Vl, Evangalii nuntiandi, n. 26: ECCLESIA, num. 1.772 (1976/l), pág. 22.

(138) Cf. Catecismo de la Iglesia católica, n. 240.

(139) Juan Pablo II, Carta al arzobispo de Loreto, con motivo del Vil Centenario del santuario mariano de lo Santa Casa de Loreto (15-8-93), n. 7: ECCLESIA, núm. 2.657 (1993/11), pág. 1637.

(140) Ml 1, 11.

(141) Is 2, 3.

(142) Juan Pablo II, Catechesi tradendae, n. 47: ECCLESIA, núm. 1.957 (1979/11), pág. 1.419.

(143) Sal 119,105.

(144) Cf. Juan Pablo II, Discurso a los directores diocesanos franceses de peregrinaciones (17-10-80): Insegnamenti di Giovanoi Paolo II, lil, 2 (1980), 894-897.

(145) Cf. Concilio Vaticano II, Dei Verbum, n. 21.

(146) Cf. Pablo Vl, Evangelii nuntiandi, n. 26: ECCLESIA, num. 1.772 (1976/1), pág. 21.

(147) Cf. Concilio Vaticano II, Sacrosanotom Concilium, n. 102; Collectio Missarum de beata Maria Virgine, Introductio, n. 6.

(148) Catecismo de la Iglesia católica, n. 777.

(149) Hb 13, 20.

(150) Sa1 23, 3.

(151) Cf. Juan Pablo II, Discurso a los obispos franceses de la región apostólica del sur (4-4-92): ECCLESIA, núm. 2.583 (1992/l), págs. 872-873.

(152) Concilio Vaticano II, Presbyterorum ordinis, n. 6.

(153) Cf. Juan Pablo II, Pastores dabo vobis, no. 71-72: ECCLESIA, núms. 2.577-78 (1992/1) págs. 665-667.

(154) Cf. Juan Pablo II, Christifideles laici, n. 18: ECCLESIA, núms. 2.41011 (1989/1), pág. 195.

(155) Cf. Ibid., n. 23: ECCLESIA, cit, págs. 197-199.

(156) Cf. Ibid., n. 34: ECCLESIA, cit, págs. 205-206.

(157) Cf. Ibid., n. 7: ECCLESIA, cit, pág. 190.

(158) Cf. Juan Pablo II, Homilía en la dedicación de la basílica nacional de Aparecida (Brasil, 4-7-80): ECCLESIA, núm. 1.990 (1980/ll), pág. 889.

(159) Lc 15, 24.

(160) Juan Pablo II, Dives in misericordia, n. 13: ECCLESIA, núm. 2.011 (1980/11), págs. 1583-1584.

(161) Cf. 1 R 19, 4-8.

(162) Código de Derecho Canónico, can. 1234 § 1.

(163)Cf. 1 Jn4, 10.

(164) Ibid., 4, 11.

(165) Mt 25, 40.

(166) Pablo Vl, Gaudete in Domino, c. V: ECCLESIA, núm. 1.741 (1975/l), (167) Juan Pablo II, Redemp- toris missio, n. 37: ECCLESIA, núms. 2.513-13 (1991/1), págs. 198-199.

(168) Cf. 1 Tm 2, 5.

(169) Hch 17, 27.

(170) Sal 148, 11-13.

(1 71 ) Is 21, 1 1 -1 2.

(172) 1 R 19, 12.

(173) Sal 84, 6.

(174) Cf. Sal 123, 2.

(175) Cf. Sal 19, 2.

(176) Cf. Sb 9, 3.

(177) Código de Derecho Canónico, can. 1234 § 2.

(178) Sal 47, 8.

(179) Sb 13, 5; cf. Rm 1,19-20.

(180) Cf Pablo Vl, Marialis cultas, n. 37: ECCLESIA, núm. 1.685 (1974/l), (181) Juan Pablo II, Redemp- toris Mater, n. 25: ECCLESIA, núm. 2.313 (1987/1), pág. 485.

(182) Pablo Vl, Evangaliinuntiandi, n. 82: ECCLESIA, núm. 1.774 (1976/l), (183) LO 1, 35.

(184) Cf. ibid. 1, 39-56.

(185) Cf. Juan Pablo II, Redemptoris Mater n. 37: ECCLESIA, núm. 2.313 (1987/1), págs. 489-490.

(186) Cf. Jn 19, 26-27.

(187) Cf. Hch 1, 14; 2, 1-4.

(188) Cf. Pablo Vl, Marialis cultas, n. 25: ECCLESIA, núm. 1.685 (1974/l),

(189) Cf. Concilio Vaticano II, Lumen gentium, n. 67.

(190) Anónimo, Relatos de un peregrino ruso, c. 1.

(191) 1 Ts 4, 17.

(192) LO 22, 27.

(193) Cf. Ap 3, 20.