Valoración moral del terrorismo en España,

de sus causas y de sus consecuencias

Instrucción Pastoral

LXXIX Asamblea Plenaria de la

Conferencia Episcopal Española

Madrid, noviembre de 2002

Introducción

Para vivir en libertad, Cristo nos ha liberado (Ga 5, 1)

1. Proclamar el Evangelio a todos los pueblos, sin distinción de lengua, raza o nación (cf. Ap 5, 9), y llevar a todos los hombres y mujeres al encuentro con Cristo, Camino, Verdad y Vida (Jn 14, 6), es la misión de la Iglesia en el mundo. Los cristianos, que saben que en Cristo está la vida y que la vida es la luz de los hombres (cf. Jn 1, 4), sienten como propios los gozos y los sufrimientos de toda persona humana. «Nada hay verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón»[1]. Por eso, cuando la dignidad de la persona queda ultrajada porque se atenta contra su vida, contra su libertad o contra su capacidad para conocer la verdad, los cristianos no pueden callar. Los obispos, como sucesores de los apóstoles, tenemos de modo singular la responsabilidad de ofrecer a todos los hombres, creyentes o no, la luz del Evangelio, anunciando que para vivir en libertad, Cristo nos ha liberado (Ga 5, 1). Liberados por Él del pecado, que divide a los hombres, todos podemos encontrarnos en una convivencia verdadera: Jesucristo es nuestra paz (Ef 2, 14). Desde Él discernimos y enjuiciamos los caminos de la auténtica paz a la vez que la violencia e injusticia que la hacen imposible.

2. En España, el terrorismo de ETA se ha convertido desde hace años en la más grave amenaza contra la paz porque atenta cruelmente contra la vida humana, coarta la libertad de las personas y ciega el conocimiento de la verdad, de los hechos y de nuestra historia. Sobre tan doloroso tema, esta Asamblea Plenaria de la Conferencia Episcopal Española, en comunión con el Santo Padre, Juan Pablo II[2], y en continuidad con las anteriores intervenciones de la propia Conferencia y de diversos miembros del episcopado español[3], ofrece la presente Instrucción Pastoral a los católicos y a todos los que deseen prestarle atención. Damos así cumplimiento a una de las acciones previstas en el Plan Pastoral de la Conferencia Episcopal Española para el cuatrienio 2002-2005[4] y animamos a todos a trabajar sinceramente, según las posibilidades de cada cual, para eliminar la lacra social del terrorismo y consolidar la convivencia en la libertad y el respeto de los derechos humanos[5].

3. El profeta Isaías advierte del peligro del oscurecimiento de la conciencia en su capacidad de discernir el bien: ¡Ay de los que al mal llaman bien, y al bien llaman mal; que de la luz hacen tinieblas, y de las tinieblas luz! (Is 5, 20). El mismo Jesucristo avisa: si la única luz que tienes está oscura, ¡cuánta será la oscuridad! (Mt 6, 23).

Ante un dilema moral, adoptar intencionadamente una actitud ambigua cierra el camino a la determinación de la bondad o de la maldad de una realidad o de una conducta. La Iglesia considera una de sus obligaciones básicas iluminar las conciencias, como maestra y testigo del Evangelio, para que puedan alcanzar con seguridad y sin error la verdad moral capaz de guiar la vida[6].

Al proceder ahora al análisis moral del terrorismo, en particular del de ETA, deseamos prestar este servicio a la Iglesia primero y a la vez a la sociedad. A pesar de las reiteradas condenas que la inmensa mayoría de personas y grupos sociales hacen de la violencia terrorista, a veces se observan ambigüedades que ocultan el enjuiciamiento moral coherente de la asociación terrorista.

4. Presentamos una valoración moral del terrorismo de ETA que va más allá de la condena de los actos terroristas, tratando de descubrir sus causas profundas. Nos lo exige nuestro ministerio pastoral, una de cuyas principales tareas es ayudar a la formación de la conciencia de los cristianos y de todas las personas que buscan en la Iglesia una luz para la vida. Lo esperan con razón quienes se sienten angustiados e indefensos ante el problema más grave de nuestra sociedad.

Analizamos el terrorismo de ETA a la luz de la Revelación y de la Doctrina de la Iglesia, y lo calificamos como una realidad intrínsecamente perversa, nunca justificable, y como un hecho que, por la forma ya consolidada en que se presenta a sí mismo, resulta una estructura de pecado. Emitimos un juicio moral sobre el nacionalismo totalitario que se halla en el trasfondo del terrorismo de ETA, porque no se puede entender el uno sin el otro.

I. El terrorismo, forma específica de violencia armada

5. Entendemos por terrorismo el propósito de matar y destruir indistintamente hombres y bienes, mediante el uso sistemático del terror con una intención ideológica totalitaria. Al hablar de terror nos referimos a la violencia criminal indiscriminada que procura un efecto mucho mayor que el mal directamente causado, mediante una amenaza dirigida a toda la sociedad. Las acciones terroristas no se refieren sólo a un acto o a algunas acciones aisladas, sino a toda una compleja estrategia puesta al servicio de un fin ideológico. Juan Pablo II ha señalado que:

“No se pueden cerrar los ojos a otra dolorosa plaga del mundo actual: el fenómeno del terrorismo, entendido como propósito de matar y destruir indistintamente hombres y bienes, y crear precisamente un clima de terror y de inseguridad, a menudo incluso con la captura de rehenes. Aun cuando se aduce como motivación de esta acción inhumana cualquier ideología o la creación de una sociedad mejor, los actos del terrorismo nunca son justificables“[7].

         Esta aproximación nos permite captar que la maldad del terrorismo es más profunda que la de sus actos criminales, ya de por sí horrendos. Existe una intención inscrita en esos actos que busca un efecto mayor con el fin de aterrorizar a una sociedad y hoy, incluso, al mundo entero. El terrorismo busca una “utilidad” más allá de sus crímenes; intenta que un grupo muy reducido de personas mantenga en tensión a toda la sociedad, obteniendo una amplia repercusión política, potenciada por la publicidad que obtienen sus nefandas acciones. Los terroristas cuentan con que su actividad criminal es “rentable” en términos políticos y, por eso, la justifican como “necesaria” en virtud de sus propios objetivos. No pueden ocultar la naturaleza lamentable de sus acciones, pero tratan de darles un “sentido” político que las haría, en su opinión, legítimas.

         El recurso al terror, junto con el intento de su justificación política ante la sociedad a la que se aterroriza es lo que da un carácter específico a la violencia terrorista que la distingue de otros tipos de violencia.

6. La naturaleza del terrorismo es, por tanto, diversa de la guerra o de la guerrilla. Esta diferencia ha sido reconocida por diversos organismos internacionales que entienden que incluso en la guerra deben ser perseguidos los actos terroristas[8]. Si las acciones de guerra, nunca deseables, pueden ser reconocidas en algún caso como respuesta legítima, cuando sea proporcionada frente a la agresión injusta, el terrorismo nunca podrá ser considerado como una forma de legítima defensa, precisamente porque no es una respuesta proporcionada, sino el ejercicio indiscriminado de la violencia contra toda clase de personas. Es, por principio, una amenaza para todos, pues todos son, de hecho, considerados como “culpables”, y podrían ser sacrificados en aras de objetivos políticos “superiores”. De ahí que no se pueda aceptar de ningún modo la equiparación del terrorismo a la acción de guerra. Tal equiparación no corresponde a la realidad y no es justa.

7. El terrorismo es, también,  diverso de la simple delincuencia organizada. Las organizaciones terroristas suelen mantener contactos con diversas agrupaciones delictivas. Pero, mientras otros grupos de delincuentes sólo tienen como fin el propio lucro, el terrorismo tiene fundamentalmente una finalidad política que presenta como justificativa de sus acciones, a las que trata de dar la mayor publicidad posible, a diferencia de lo que hace la delincuencia ordinaria.

8. Dentro de la ideología marxista-revolucionaria, a la que se adscriben muchos terrorismos, entre ellos el de  ETA, es normal querer justificar sus acciones violentas como la respuesta necesaria a una supuesta violencia estructural anterior a la suya, ejercida por el Estado. A su juicio, la violencia de Estado sería la  violencia originaria, verdadera culpable de la situación conflictiva, en la medida en que es anterior a todas las demás y puede ser ejercida con más medios. Hay que denunciar sin ambages esta concepción inicua, contraria a la moral cristiana, que pretende equiparar la violencia terrorista con el ejercicio legítimo del poder coactivo que la autoridad ejerce en el desempeño de sus funciones. A la vez se debe manifestar también la inmoralidad de un posible uso de la fuerza por parte del Estado, al margen de la ley moral y sin las garantías legales exigidas por los derechos de las personas.

II. El objeto del juicio moral: terror criminal ideológico

9. Una vez definido el fenómeno del terrorismo, podemos constatar en qué consiste su maldad específica y última, a saber: en atentar contra la vida, la seguridad y la libertad de las personas, de forma alevosa e indiscriminada, con el fin de llegar a imponer su proyecto político, presentando sus actos criminales - el terror -  como justificables por su interpretación ideológica de la realidad. El terrorismo no niega que sus actividades sean violentas y que están cargadas de consecuencias lamentables, pero las justifica como necesarias en virtud de la supuesta grandeza del fin perseguido. Es una explicación ideológica de la violencia criminal en el peor sentido de la palabra “ideológica”, es decir, encubridora de algo injustificable[9].

El terrorismo persigue la extensión del terror para producir una situación de debilidad del orden político legítimo, que le permita imponer sus criterios por la fuerza, a costa del atropello de los derechos humanos más elementales, como son el derecho a la vida y a la libertad. Este fin no puede ser compartido jamás.

10. Por todo ello, es muy importante calificar con precisión a una organización como terrorista. A causa de la relevancia de la ideología presente en toda asociación terrorista, estas agrupaciones se encaminan a hacer plausible una argumentación ideológica mediante la deformación del lenguaje, usando un discurso que, al ser difundido sistemáticamente, dificulta en gran medida el análisis sereno de la realidad del terrorismo y el reconocimiento del objeto moral en cuestión. Es necesario “dar a cada cosa su propio nombre”[10] y hablar con claridad y precisión del terrorismo, como de un problema específico irreductible. Hay que tener una idea clara de lo que el terrorismo es para poder hacerse un juicio adecuado sobre la moralidad del mismo.

III. Juicio moral sobre el terrorismo

11. ¿Soy yo acaso el guardián de mi hermano? (Gn 4, 9). Con esta frase Caín se niega a aceptar la responsabilidad de la suerte de Abel  y esconde la tragedia de un asesinato que quiere ocultar. Si Adán buscó esconderse de Dios después de haber pecado, Caín busca escapar de la responsabilidad ante su crimen. Un elemento fundamental de la actividad terrorista es tratar de eludir el juicio moral de sus acciones justificándolas ideológicamente. Esto se hace, en particular, mediante el método que se denomina de la transferencia de la culpa, que consiste en culpabilizar a quienes se oponen al terrorismo de ser los causantes de la violencia que los terroristas mismos ejercen.

         La Doctrina de la Iglesia nos da luz en este punto y nos permite calificar netamente al terrorismo como una realidad perversa en sí misma, que no admite justificación alguna apelando a otros males sociales, reales o supuestos. Es más, hace posible que apreciemos hasta qué punto el terrorismo es una estructura de pecado generadora ella misma de nuevos y graves males[11].

         a) El terrorismo es intrínsecamente perverso, nunca justificable

12. El Magisterio de la Iglesia es unánime al declarar que el terrorismo, tal como lo hemos definido anteriormente, es intrínsecamente malo, y que, por tanto, no puede ser nunca justificado por ninguna circunstancia ni por ningún resultado[12]. En este sentido, volvemos a repetir la condena que hicimos en 1986, en la Instrucción Pastoral Constructores de la paz:

“El terrorismo es intrínsecamente perverso, porque dispone arbitrariamente de la vida de las personas, atropella los derechos de la población y tiende a imponer violentamente el amedrentamiento, el sometimiento del adversario y, en definitiva, la privación de la libertad social”[13].

El terrorismo merece la misma calificación moral absolutamente negativa que la eliminación directa y voluntaria de un ser humano inocente, prohibida por la ley natural y por el quinto mandamiento del Decálogo: no matarás (Ex 20, 13). Los católicos saben que no pueden negar, o pasar por alto, este juicio sin contradecir su conciencia cristiana y, en consecuencia, sin ir contra la lógica de la comunión de la Iglesia[14].

          Denunciar la inmoralidad del terrorismo forma parte de la misión de la Iglesia como un modo de defender la dignidad de la persona en un asunto de la máxima repercusión social. No se puede aceptar en el caso del terrorismo la posibilidad reconocida por la Doctrina social de la Iglesia de la legitimidad de una revolución violenta cuando se la considera el único medio de defensa ante una injusta opresión sistemática y prolongada[15].

13. La calificación moral del terrorismo, absolutamente negativa, se extiende, en la debida proporción, a las acciones u omisiones de todos aquellos que, sin intervenir directamente en la comisión de atentados los hacen posibles, como quienes forman parte de los comandos informativos o de su organización, encubren a los terroristas o colaboran con ellos; quienes justifican teóricamente sus acciones o verbalmente las aprueban. Debe quedar muy claro que todas estas acciones son objetivamente un pecado gravísimo que clama al cielo (Gn 4, 10)[16].

El llamado “terrorismo de baja intensidad” o “kale borroka” merece igualmente este juicio moral negativo. En primer lugar, porque sus agentes actúan movidos por las mismas intenciones totalitarias del terrorismo propiamente dicho. En segundo lugar, porque las actuaciones de este terrorismo de baja intensidad están frecuentemente coordinadas con las del terrorismo de ETA, ya que en la lucha callejera se preparan sus futuros agentes, como demuestra la experiencia, y con ella se destruye abusivamente el patrimonio común, se perturba la paz de los ciudadanos y se amenaza su seguridad y libertad. Ninguna consideración puede justificar esta forma de violencia, mantenida artificialmente, con el fin de sostener la influencia del terrorismo y extender socialmente sus ideas.       

14. La presencia de razones políticas en las raíces y en la argumentación del terrorismo no puede hacer olvidar a nadie la dimensión moral del problema. Es ésta la que debe guiar e iluminar a la razón política al afrontar el problema del terrorismo. El olvido de la dimensión moral es causa de un grave desorden que tiene consecuencias devastadoras para la vida social. Siempre existirán pretendidas o reales razones políticas que resulten capaces de seducir el juicio de algunos presentando como comprensible e incluso plausible el recurso al terrorismo. Pero lo que es necesario aclarar es que nunca puede existir razón moral alguna para el terrorismo. Quien, rechazando la actuación terrorista, quisiera servirse del fenómeno del terrorismo para sus intereses políticos cometería una gravísima inmoralidad. Esto supondría aceptar una vez más el principio inmoral: “El fin justifica cualquier medio” [17] (cf. Rm 3, 8).

15. Tampoco es admisible el silencio sistemático ante el terrorismo. Esto obliga a todos a expresar responsablemente el rechazo y la condena del terrorismo y de cualquier forma de colaboración con quienes lo ejercitan o lo justifican, particularmente a quienes tienen alguna representación pública o ejercen alguna responsabilidad en la sociedad. No se puede ser “neutral” ante el terrorismo. Querer serlo resulta un modo de aceptación del mismo y un escándalo público. La necesidad moral de las condenas no se mide por su efectividad a corto ni largo plazo, sino por la obligación moral de conservar la propia dignidad personal y la de una sociedad agredida y humillada.

         b) El terrorismo es una estructura de pecado

16. Al emitir el juicio de moralidad sobre el terrorismo, es necesario  precisar – como hemos hecho - que se trata de un acto intrínsecamente perverso. Pero con esta afirmación no está aún suficientemente explicitada la maldad moral del terrorismo.

         La multiplicación y continuidad de acciones criminales, el intento de justificarlas mediante la propaganda política y la transferencia de la culpa, que pretende presentar tales acciones como respuesta a una violencia originaria, dan lugar a una estructura de violencia moralmente perversa. Esta conjunción entre el terror y la ideología va más allá de las acciones criminales concretas que los terroristas perpetran. Además, persigue y, desgraciadamente, consigue con frecuencia, una perversión sistemática de las conciencias. Por tanto, al hablar del terrorismo debemos entenderlo como una estructura de pecado. “Las estructuras de pecado son expresión y efecto de los pecados personales. Inducen a sus víctimas a cometer a su vez el mal. En un sentido analógico constituyen un pecado social[18]. Siguiendo la doctrina de Juan Pablo II, una estructura de pecado es el resultado de una efectiva intención de alcance social que se dirige no sólo a la comisión de actos intrinsecamente malos, sino que busca la deformación generalizada de las conciencias para la extensión de su maldad de modo estable. O, en palabras del propio Papa, estructura de pecado es:

“la suma de factores negativos, que actúan contrariamente a una verdadera conciencia del bien común universal y de la exigencia de favorecerlo, y parece crear, en las personas e instituciones, un obstáculo difícil de superar”[19].  

17. Más en concreto, se pueden aplicar al terrorismo las siguientes afirmaciones de Juan Pablo II, referidas a la “cultura de la muerte”, reiteradamente denunciada por él. La maldad del terrorismo no se circunscribe sólo a los actos que realiza,

“también se cuestiona, en cierto sentido, la “conciencia moral” de la sociedad. Ésta es de algún modo responsable, no sólo porque tolera o favorece comportamientos contrarios a la vida, sino también porque alimenta la “cultura de la muerte”, llegando a crear y consolidar verdaderas y auténticas “estructuras de pecado” contra la vida. La conciencia moral, tanto individual como social, está hoy sometida, a causa también del fuerte influjo de muchos medios de comunicación social, a un peligro gravísimo y mortal, el de la confusión entre el bien y el mal en relación con el mismo derecho fundamental a la vida”[20].

         La presencia del terrorismo difunde en torno suyo una verdadera “cultura de la muerte” en la medida en que desprecia la vida humana, rompe el respeto sagrado a la vida de las personas, cuenta con la muerte injusta y violenta de personas inocentes como un medio provechoso para conseguir unos fines determinados e impulsar de este modo un falso desarrollo de la sociedad. La vida humana queda así degradada a un mero objeto, cuyo valor se calcula en relación con otros bienes supuestamente superiores[21].

         En definitiva, el terrorismo es un rostro cruel de la “cultura de la muerte” que desprecia la vida humana por pretender el poder “a cualquier precio”[22], y que coloniza las conciencias instalándose en ellas como si se tratara de un modo normal y humano de ver las cosas.

c) La extensión del mal: odio y miedo sistemáticos

18. El terrorismo busca dos efectos directos y negativos en la sociedad: el miedo y el odio. El miedo debilita a las personas. Obliga a muchos a abdicar de sus responsabilidades, al convertirse en objeto de posibles acciones violentas. No nos referimos sólo a los asesinatos, sino también a las amenazas, insultos y actos violentos que hacen imposible en la vida cotidiana la convivencia en paz y libertad, hasta el extremo de comprometer la propia legitimidad de los procedimientos democráticos. No pocos son víctimas de una espiral de terror o de extorsión económica, soportadas dolorosamente. Ceder al chantaje de la violencia, por temor, lleva a la sociedad (individuos, grupos, instituciones, partidos políticos) a no enfrentarse con suficiente claridad al terrorismo y a su entorno, de forma que los terroristas monopolizan, con frecuencia, el dinamismo de la vida social y el significado político de algunos acontecimientos. Además, se llega a aceptar como inevitables violencias menores que extienden el clima de crispación y confrontación.

19. El miedo favorece el silencio. En una sociedad en la que la violencia y su presencia cercana acumulan la tensión, determinados asuntos no pueden abordarse en público por miedo a graves consecuencias. Esto se nota sobre todo en el uso tergiversado del lenguaje. El peor de los silencios es el que se guarda ante la mentira[23], pues tiene un enorme poder de disolver la estructura social. Un cristiano no puede callar ante manipulaciones manifiestas. La cesión permanente ante la mentira comporta la deformación progresiva de las conciencias.        

20. Junto con el miedo, el terrorismo busca intencionadamente provocar y hacer crecer el odio para alimentar una espiral de violencia que facilite sus propósitos[24]. En primer lugar, atiza el odio en su propio entorno, presentando a los oponentes como enemigos peligrosos. Fomenta con insistencia el recuerdo de los agravios sufridos y exagera las posibles injusticias padecidas. Ya se sabe que presentar un enemigo a quien odiar es un medio eficaz para unir fuerzas, por un sentido grupal de defensa en común.

         En este contexto, la legítima represión de los actos de terrorismo por parte del Estado es interpretada como una opresión insufrible de un poder violento o de una potencia extranjera. Por el contrario, la verdad que debemos recordar es que la autoridad legítima debe emplear todos los medios justos y adecuados para la defensa de la convivencia pacífica frente al terrorismo.    

21. Más allá de su propio entorno, los terroristas tratan también de provocar el odio de quienes consideran sus enemigos, con el fin de desencadenar en ellos una reacción inmoderada que les sirva de autojustificación y les permita continuar con su estrategia de extensión del terror y de transferencia de la culpa.

         La espiral del odio y del terror se manifiesta, en particular, en sensibilidades exacerbadas a las que les es difícil hacer un análisis de la realidad. Genera así un clima de crispación en el que cualquier detalle hace surgir una respuesta violenta, también la violencia verbal. La implantación del odio y de la tensión en la vida social es, evidentemente, un triunfo notable del terrorismo. Reaccionar con odio indiscriminado frente a los crímenes de ETA, en la medida en que divide a la sociedad en bandos enfrentados e irreconciliables es favorecer los fines de los terroristas, aceptar sus tesis del conflicto irremediable, preparar y facilitar la aceptación y el reconocimiento de las pretensiones rupturistas.

22. Otra consecuencia perniciosa de la espiral del odio y del miedo que el terrorismo genera es la “politización” perversa de la vida social, es decir, la consideración de la vida social únicamente en función de intereses de poder. De este modo la tensión se extiende a los hechos más nimios de la vida cotidiana: todo resulta relevante para la descalificación de aquéllos cuya opción política no coincida con los planteamienteos auspiciados por los terroristas. Esta presión del día a día juega un papel decisivo en la deformación de las conciencias que conduce a relativizar el juicio moral que el terrorismo merece.

         Un aspecto especialmente importante en el que se evidencia esta perversa “politización” es el olvido que, con frecuencia, sufren las víctimas del terrorismo y su drama humano. Atender a las personas golpeadas por la violencia es un ejercicio de justicia y caridad social y un camino necesario para la paz. Tampoco los presos por terrorismo dejan de ser objeto de una “politización” ideológica que oscurece su problema humano. La Iglesia reconoce sin ambages la legitimidad de las penas justas que se les imponen por sus crímenes, a la vez que defiende, con no menos fuerza, el respeto debido a su dignidad personal inamisible.

23. El terrorismo se muestra como una estructura de pecado, y es una cultura, un modo de pensar, de sentir y de actuar, aun en los aspectos más corrientes del vivir diario, incapaz de valorar al hombre como imagen de Dios (cf. Gn 1, 27; 2, 7). Y cuando esa cultura arraiga en un pueblo, todo parece posible, aun lo más abyecto, porque nada será sagrado para la conciencia.

Al pronunciar nuestro juicio moral queremos mostrar que es posible una valoración neta y definitiva del terrorismo, por encima de las circunstancias coyunturales de un momento histórico.

IV. A ETA hay que enjuiciarla moralmente como “terrorismo”

24. Una primera aproximación a ETA muestra la complejidad del fenómeno. El grupo denominado ETA es una asociación terrorista, de ideología marxista revolucionaria, inserta en el ámbito político-cultural de un determinado nacionalismo totalitario que persigue la independencia del País Vasco por todos los medios. Si se desea acertar en la valoración moral de ETA, será necesario tener en cuenta esta realidad en su totalidad.

25. ETA manifiesta una hiriente crueldad en toda su actividad. En la memoria de todos están los casos de secuestros y de asesinatos a sangre fría y a plazo marcado, así como agresiones y crímenes contra personas de toda índole y condición. No se trata de “errores de cálculo” ni de casos que se les hayan “ido de las manos”. Tampoco podemos admitir que la diversificación de las víctimas suponga que algunas de ellas fueran “justos objetivos militares”, mientras que otras serían tan sólo efectos colaterales indeseados.

La crueldad de ETA sirve siempre a la estrategia terrorista que hemos descrito y calificado más arriba: la implantación del terror al servicio de una ideología en toda la sociedad y la creación de una espiral de muerte, de odio y de miedo reactivo y adormecedor de las conciencias.

         Aplicando a ETA y a otras organizaciones con similares características ideológicas el calificativo moral de “terrorista”, afirmamos que son intrínsecamente perversas en cuanto organización, ya que su modo de juzgar la realidad, la dirección de sus acciones y su estructura interna, están orientados a la provocación y difusión del terror.

V. El nacionalismo totalitario, matriz del terrorismo de ETA

26.    La presente Instrucción Pastoral no pretende ofrecer un juicio de valor sobre el nacionalismo en general. Nos ceñimos al juicio moral del nacionalismo totalitario, en la medida en que constituye el transfondo del terrorismo de ETA. No es posible desenmascarar, en efecto, la malicia de ETA sin ofrecer una clarificación moral sobre el transfondo político-cultural del terrorismo etarra y su incidencia en la convivencia entre los pueblos de España.

27. “La nación – dice Juan Pablo II - es la gran comunidad de los hombres que están unidos por diversos vínculos, pero sobre todo, precisamente, por la cultura”[25]. Ahora bien, las culturas no son nunca de por sí compartimentos estancos, y deben ser capaces de abrirse unas a otras. Están constituidas ya de antemano a base del rico intercambio del diálogo histórico entre ellas. Todas necesitan dejarse impregnar por el Evangelio[26]. 

28. Las naciones, en cuanto ámbitos culturales del desarrollo de las personas, están dotadas de una “soberanía” espiritual propia y, por tanto, no se les puede impedir el ejercicio y cultivo de los valores que conforman su identidad[27]. Esta “soberanía” espiritual de las naciones puede expresarse también en la soberanía política, pero ésta no es una implicación necesaria. Cuando determinadas naciones o realidades nacionales se hallan legítimamente vinculadas por lazos históricos, familiares, religiosos, culturales y políticos a otras naciones dentro de un mismo Estado no puede decirse que dichas naciones gocen necesariamente de un derecho a la soberanía política[28].

29. Las naciones, aisladamente consideradas, no gozan de un derecho absoluto a decidir sobre su propio destino. Esta concepción significaría, en el caso de las personas, un individualismo insolidario. De modo análogo, resulta moralmente inaceptable que las naciones pretendan unilateralmente una configuración política de la propia realidad y, en concreto, la  reclamación de la independencia en virtud de su sola voluntad. La “virtud” política de la solidaridad, o, si se quiere, la caridad social, exige a los pueblos la atención al bien común de la comunidad cultural y política de la que forman parte. La Doctrina Social de la Iglesia reconoce un derecho real y originario de autodeterminación política en el caso de una colonización o de una invasión injusta, pero no en el de una secesión.

30. En consecuencia, no es moral cualquier modo de propugnar la independencia de cualquier grupo y la creación de un nuevo Estado, y en esto la Iglesia siente la obligación de pronunciarse ante los fieles cristianos y los hombres de buena voluntad[29]. Cuando la voluntad de independencia se convierte en principio absoluto de la acción política y es impuesta a toda costa y por cualquier medio, es equiparable a una idolatría de la propia nación que pervierte gravemente el orden moral y la vida social[30]. Tal forma inmoderada de “culto” a la nación es un riesgo especialmente grave cuando se pierde el sentido cristiano de la vida y se alimenta una concepción nihilista de la sociedad y de su articulación política. Dicha forma de “culto” está en relación directa con el nacionalismo totalitario y se encuentra en el transfondo del terrorismo de ETA.

31. Por nacionalismo se entiende una determinada opción política que hace de la defensa y del desarrollo de la identidad de  una nación el eje de sus actividades. La Iglesia, madre y maestra de todos los pueblos[31], acepta las opciones políticas de tipo nacionalista que se ajusten a la norma moral y a las exigencias del bien común. Se trata de una opción que, en ocasiones, puede mostrarse especialmente conveniente. El amor a la propia nación o a la patria, que es necesario cultivar, puede manifestarse como una opción política nacionalista.

La opción nacionalista, sin embargo, como cualquier opción política, no puede ser absoluta. Para ser legítima debe mantenerse en los límites de la moral y de la justicia, y debe evitar un doble peligro: el primero, considerarse a sí misma como la única forma coherente de proponer el amor a la nación; el segundo, defender los propios valores nacionales excluyendo y menospreciando los de otras realidades nacionales o estatales.

         Los nacionalismos, al igual que las demás opciones políticas, deben estar ordenados al bien común de todos los ciudadanos, apoyándose en argumentos verdaderos y teniendo en cuenta los derechos de los demás y los valores nacidos de la convivencia.

32. Cuando las condiciones señaladas no se respetan, el nacionalismo degenera en una ideología y un proyecto político excluyente, incapaz de reconocer y proteger los derechos de los ciudadanos, tentado de las aspiraciones totalitarias que afectan a cualquier opción política que absolutiza sus propios objetivos. De la naturaleza perniciosa de este nacionalismo ha advertido el Magisterio de la Iglesia en numerosas ocasiones[32].

El nacionalismo en que se fundamenta la asociación terrorista ETA no cumple las condiciones requeridas para su legitimidad moral, puesto que necesita absolutizar sus objetivos para justificar sus acciones terroristas; pretende imponer por la fuerza sus propias convicciones políticas atropellando la libertad de los ciudadanos; y llega a eliminar a los que tienen otras legítimas opciones políticas. Por todo ello, el nacionalismo de ETA es un nacionalismo totalitario e idolátrico.

El nacionalismo totalitario de ETA considera un valor absoluto el valor “pueblo independiente, socialista y lingüísticamente euskaldún”, todo ello además interpretado ideológicamente en clave marxista, ideología a la cual ETA somete todos los demás valores humanos, individuales y colectivos, menospreciando la voluntad reiteradamente manifestada por la inmensa mayoría de la población.

33. La organización terrorista ETA enarbola la causa de la libertad y de los derechos del País Vasco, al que presenta como una nación sojuzgada y anexionada a la fuerza por poderes extranjeros de los que sería preciso liberarla. Ésta es la causa que considera como supuestamente justificadora del terror que practica. Sin embargo, el nacionalismo de ETA y de sus colaboradores ignora que todo proyecto político, para merecer un juicio moral positivo, ha de ponerse al servicio de las personas y no a la inversa. Es decir, que la justa ordenación de las naciones y de los Estados nunca puede constreñir ni vulnerar los derechos humanos fundamentales, sino que los tutela y los promueve. De modo que no es moralmente aceptable ninguna concepción para la cual la nación, el Estado o las relaciones entre ambos se pongan por encima del ejercicio integral de los derechos básicos de las personas.

         La pretensión de que a toda nación, por el hecho de serlo, le corresponda el derecho de constituirse en Estado, ignorando las múltiples relaciones históricamente establecidas entre los pueblos y sometiendo los derechos de las personas a proyectos nacionales o estatales impuestos de una u otra manera por la fuerza, dan lugar a un nacionalismo totalitario, que es incompatible con la doctrina católica.

34. Por ser la nación un hecho, en primer lugar, cultural, el Magisterio de la Iglesia lo ha distinguido cuidadosamente del Estado[33]. A diferencia de la nación, el Estado es una realidad primariamente política; pero puede coincidir con una sola nación o bien albergar en su seno varias naciones o entidades nacionales. La configuración propia de cada Estado es normalmente el fruto de largos y complejos procesos históricos. Estos procesos no pueden ser ignorados ni, menos aún, distorsionados o falsificados al servicio de intereses particulares.

35. España es el fruto de uno de estos complejos procesos históricos. Poner en peligro la convivencia de los españoles, negando unilateralmente la soberanía de España, sin valorar las graves consecuencias que esta negación podría acarrear no sería prudente ni moralmente aceptable.

         La Constitución es hoy el marco jurídico ineludible de referencia para la convivencia. Recientemente, los obispos españoles afirmábamos: “La Constitución de 1978 no es perfecta, como toda obra humana, pero la vemos como el fruto maduro de una voluntad sincera de entendimiento y como instrumento y primicia de un futuro de convivencia armónica entre todos”[34]. Se trata, por tanto, de una norma modificable, pero todo proceso de cambio debe hacerse según lo previsto en el ordenamiento jurídico.

Pretender unilateralmente alterar este ordenamiento jurídico en función de una determinada voluntad de poder, local o de cualquier otro tipo, es inadmisible. Es necesario respetar y tutelar el bien común de una sociedad pluricentenaria.

Conclusión

La esperanza no defrauda (Rm 5, 5)

36. Hemos de obedecer a Dios antes que a los hombres (Hch 4,19). Con esta libertad hablaban los primeros cristianos ante los jueces que les imponían silencio. Actuaban como personas realmente liberadas por Cristo del pecado, y por eso no se sentían atemorizados por nadie ni por nada: ni por los poderosos, ni siquiera por la muerte. Hemos querido escribir esta Instrucción con esa misma libertad. Deseamos animar así a todos los cristianos a ejercer la libertad para la que Cristo nos ha liberado (cf . Ga 5, 1).

37. En el mundo tendréis tribulaciones. Pero, ¡ánimo!, yo he vencido al mundo (Jn 16,33). Las dificultades para acabar con el terrorismo y construir la paz son grandes. Los poderes que se hallan implicados en este grave problema, así como los sentimientos de rencor y confrontación que siguen provocando hacen de la solución del mismo un asunto tan arduo como urgente. Ante los signos persistentes de tensión social y de dificultad de convivencia, la Iglesia propone una verdad moral insoslayable. No será fácilmente comprendida por algunos. Pero sin la verdad no será posible la paz. Además, es necesario que todos nos comprometamos en la construcción de la paz. Construir la paz es tarea de todos y de cada uno[35]. Hacemos un llamamiento especial a los educadores (padres, catequistas, profesores y maestros) para que pongan todo su empeño en la noble tarea de formar a las generaciones más jóvenes, advirtiéndoles de la maldad del terrorismo y animándoles a construir una sociedad donde se vivan los principios morales que garanticen el respeto sagrado a la persona.

38. La primera responsabilidad de la Iglesia es anunciar que sólo en Jesucristo encuentra el hombre la salvación plena. Educar para la paz que nace del encuentro con el Señor y con la Iglesia es una tarea urgente, especialmente entre los más jóvenes. Así como donde anida la semilla de la ideología terrorista se esteriliza la vida cristiana, donde, en cambio, crece y madura la pertenencia a la Iglesia de Jesucristo prevalece el amor a los demás, el deseo sincero de paz y de reconciliación. La pertenencia a la Iglesia y la educación en la fe no son maduras mientras no se expresen en un discernimiento moral acertado de situaciones tan graves como la del terrorismo. Este discernimiento es una muestra del vigor y coherencia de la fe profesada.

39. Ante el terrorismo de ETA la Iglesia proclama de nuevo la necesidad de la conversión de los corazones como el único camino para la verdadera paz[36]. La valoración moral que hemos propuesto se ha de comprender dentro de esta llamada explícita a la conversión, que es sólo posible una vez reconocida la maldad intrínseca del terrorismo y una vez gestada la voluntad expresa de reparar los perniciosos efectos que causa su actividad.

40. Ante cualquier problema entre personas o grupos humanos, la Iglesia subraya el valor del diálogo respetuoso, leal y libre como la forma más digna y recomendable, para superar las dificultades surgidas en la convivencia. Al hablar del diálogo no nos referimos a ETA, que no puede ser considerada como interlocutor político de un Estado legítimo, ni representa políticamente a nadie, sino al necesario diálogo y colaboración entre las diferentes instituciones sociales y políticas para eliminar la presencia del terrorismo, garantizar firmemente los legítimos derechos de los ciudadanos y perfeccionar, en lo que sea necesario, las formas de organizar la convivencia en libertad y justicia.

41. La Iglesia en España, reconociendo y agradeciendo el esfuerzo de todos los que trabajan por una mejor convivencia, ofrece su contribución a esta tarea llevando a cabo las acciones específicas de su misión pastoral. En cuanto depositaria y administradora de los bienes de la salvación, que ha recibido de su Señor, corresponde a la Iglesia sanar las enfermedades morales que provoca el fenómeno terrorista. En el sacramento de la Eucaristía, de modo especial, los cristianos se encuentran con Cristo, quien los introduce en su comunión, escuela de caridad sin fronteras, de paz inquebrantable y de reconcialición de los hombres entre sí y con Dios. Las comunidades cristianas, encontrando su fuerza en la Eucaristía, deben ofrecerse como centros de comunión de las personas, donde se rechace sin equívocos el terrorismo, y donde se comparta la fe capaz de abrir a quienes la profesan a la fraternidad entre los hombres y entre los pueblos, con una cercanía, ayuda y solidaridad especial con las víctimas del terrorismo.

42. Entre las primera obligaciones de los cristianos y de sus comunidades se encuentra este acompañamiento y atención pastoral de las víctimas del terrorismo. Es una exigencia de justicia y de caridad estar a su lado y atender las necesidades y justas reclamaciones de las personas y de las familias que han sufrido el zarpazo del terrorismo. Sentimos como propia la preocupación de los que viven en un estado constante de amenaza o de presión violenta, conscientes de que ignorar la realidad de las ofensas padecidas es pretender un proceso ilusorio, incapaz de construir una convivencia en paz.

43. La Iglesia, además, guiada por el Espíritu de Jesucristo, se sabe necesitada siempre de la gracia, y acude constantemente a la fuente de la misericordia y del perdón, que es Dios. Al mismo tiempo, invita continuamente a ofrecer y recibir el perdón, consciente de que «no hay paz sin justicia, no hay justicia sin perdón»[37]. El perdón no se contrapone a la justicia, porque no consiste en inhibirse ante las legítimas exigencias de reparación del orden violado. Por el contrario, el perdón conduce a la plenitud de una justicia que pretende la curación de la heridas abiertas[38]. El perdón que puede alcanzar la paz verdadera es un don de Dios, por eso se ha de pedir en la oración:

«La oración por la paz no es un elemento que “viene después” del compromiso por la paz. Al contrario, está en el corazón mismo del esfuerzo por la edificación de una paz en el orden, en la justicia y en la libertad. Orar por la paz significa abrir el corazón humano a la irrupción del poder renovador de Dios»[39].

         No puede haber una pastoral de la paz sin momentos fuertes de oración, personales y comunitarios.

44. La esperanza no defrauda (Rom 5,5). Ésta es la convicción que mueve a la Iglesia. Nuestra esperanza descansa en la misericordia de Dios, único capaz de tocar el corazón de los hombres, infundiéndoles sentimientos de paz. «La esperanza que sostiene a la Iglesia es que el mundo, donde el poder del mal parece predominar, se transforme realmente, con la gracia de Dios en un mundo en el que puedan colmarse las aspiraciones más nobles del corazón humano; un mundo en el que prevalezca la verdadera paz»[40].

         Convocamos, una vez más, a los que han recibido el don de la fe a la oración pública y privada por la paz; a la oración por las víctimas del terrorismo y por sus familiares, y por los propios terroristas; a la oración para que Dios otorgue sabiduría y fortaleza a los gobernantes en sus decisiones y acciones; a la oración por la conversión de los corazones.

Que se eleve desde el corazón de cada creyente, de manera más intensa, la oración por todas las víctimas del terrorismo, por sus familias afectadas trágicamente y por todos los pueblos a los que el terrorismo y la guerra continúan agraviando e inquietando. Que no queden fuera de nuestra oración aquellos mismos que ofenden gravemente a Dios y al hombre con estos actos sin piedad: que se les conceda recapacitar sobre sus actos y darse cuenta del mal que ocasionan, de modo que se sientan impulsados a abandonar todo propósito de violencia y buscar el perdón. Que la humanidad, en estos tiempos azarosos, pueda encontrar paz verdadera y duradera, aquella paz que sólo puede nacer del encuentro de la justicia con la misericordia [41].

         En este “Año del Rosario”, ponemos nuestra oración, con filial devoción, en las manos de la Virgen María, Madre de Jesús y Madre nuestra, invocándola como Reina de la paz, para que Ella nos conceda pródigamente los dones de su materna bondad y nos ayude a ser una sola familia, en la solidaridad y en la paz.


[1] Concilio Vaticano II, Constitución Gaudium et spes, 1.

[2] Ya Pablo VI (Audiencia General del 27.9.1975) había condenado expresamente el terrorismo en España. Juan Pablo II lo ha hecho repetida y enfáticamente: antes de su Visita pastoral de 1982, dos veces durante aquel viaje – primero en Toledo (4. 11.1982) y luego en Loyola (6.11.1982) -  y, entre otros muchos momentos, con ocasión del Encuentro de Oración por la Paz de Vitoria-Gasteiz (13.1.2001).

[3] Recordamos sólo algunas de estas intervenciones: de la Asamblea Plenaria, Ante el momento presente (1974), “La Verdad os hará libres” (Jn 8,32) (1990), Moral y sociedad democrática (1996) y La fidelidad de Dios dura siempre. Mirada de fe al siglo XX (1999). De la Comisión Permanente, Reconciliación, repudio a la violencia e Iglesia sociedad-civil (1975), Nota sobre algunas situaciones que vive el país (1975), Nota ante la actual situación española (1977), La responsabilidad moral del voto (1979), Comunicado por causa de los “atentados terroristas que se repiten casi a diario entre nosotros” (1979),  Ante el terrorismo y la crisis del país (1981), Constructores de la Paz (1986) e Impulsar una nueva evangelización (1990). Son importantes también las intervenciones de los Presidentes de la Conferencia Episcopal en sus discursos inaugurales de diversas Asamblea Plenarias, como las siguientes: XXX (1978), XXXII (1979), XXXIV (1981), LIII (1990), LXIII (1995); LXXIV y LXXV (2000), LXXVI y LXXVII (2001), LXXVIII (2002). Se pueden encontrar también otras intervenciones sobre este tema en: J. F. Serrano Oceja (Ed.), La Iglesia frente al terrorismo de ETA, Presentación del Cardenal A. Mª Rouco Varela y Epílogo de Monseñor  F. Sebastián Aguilar, B. A. C., Madrid 2001, XXXIV + 823 páginas.

[4] Cf. Conferencia Episcopal  Española, Una Iglesia esperanzada. ¡Mar adentro! (Lc 5, 4), Plan Pastoral 2002-2005, 58. 78, Edice, Madrid 2001.

[5] Cf. Nota de Prensa Final de la CLXXXIX Reunión de la Comisión Permanente de la Conferencia Episcopal Española (19.6.2002).

[6] Juan Pablo II recuerda en su Carta Encíclica Veritatis splendor que la determinación de la moralidad de los actos por su objeto es uno de los servicios específicos que la Iglesia presta al mundo. No hay otro camino para evitar la gran confusión que lleva consigo la mentalidad utilitarista o consecuencialista, cuando justifica fácilmente como mal menor cualquier efecto que conduzca al fin deseado; cf. Carta Encíclica Veritatis splendor,  83.

[7]  Juan Pablo II, Carta Encíclica Sollicitudo rei socialis,  24; cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 2297.

[8] Ya el 16 de noviembre de 1937 por la Convención de Ginebra y por la ONU con la Declaración del 18 de diciembre de 1972.

[9] Cf. Juan Pablo II, Carta Encíclica Sollicitudo rei socialis, 24.

[10] Cf. San Jerónimo, Epístola, 82,3 (Madrid 1993, BAC 530,872).

[11] Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 2297; Juan Pablo II, Mensaje en el aniversario del 11-S, (14.9.2002).

[12] Cf. Juan Pablo II, Mensaje en el aniversario del 11- S, (14.9.2002); cf. Catecismo de la Iglesia Católica 2297.

[13] Comisión Permanente de la Conferencia Episcopal Española, Instrucción Pastoral Constructores de la paz, 96, BOCEE 9 (1986) 18; cf. Juan Pablo II, Homilía en Drogheda (Irlanda), (29.9.1979).

[14] Cf. Juan Pablo II, Carta Encíclica. Evangelium vitae,  57, afirmación que goza de la calificación de doctrina de fe divina y católica; Congregación para la Doctrina de la Fe, Nota doctrinal aclaratoria de la fórmula conclusiva de la profesión de fe (29.VI.1998), 5 y 11: cf. Ecclesia 2.902 (18. VII. 1998) 1086-1089.

[15] Cf. Pablo VI, Carta Encíclica Populorum progressio 31; Congregación para la Doctrina de la Fe, Instrucción Libertatis conscientiae, 79.

[16] Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1867.

[17] Cf. Juan Pablo II,  Carta Encíclica Veritatis Splendor, 80.

[18] Catecismo de la Iglesia Católica, 1869.

[19] Juan Pablo II, Carta  Encíclica,  Sollicitudo rei socialis, 36; Exhortación Apostólica Reconciliatio et Poenitentia , 16.

[20]  Juan Pablo II, Carta Encíclica  Evangelium vitae, 24.

[21] El Papa Juan Pablo II ha recordado cómo del olvido de Dios se sigue el desprecio de la vida humana (Carta Encíclica Evangelium vitae, 22): “... cuando se pierde el sentido de Dios, también el sentido del hombre queda amenazado y contaminado, como afirma lapidariamente el concilio Vaticano II: «La criatura sin el Creador desaparece... Más aún, por el olvido de Dios la propia criatura queda oscurecida» [Constitución Pastoral Gaudium et Spes, 36]. El hombre no puede ya entenderse como «misteriosamente otro» respecto a las demás criaturas terrenas; se considera como uno de tantos seres vivientes, como un organismo que, a lo sumo, ha alcanzado un estadio de perfección muy elevado. Encerrado en el restringido horizonte de su materialidad, se reduce de este modo a «una cosa», y ya no percibe el carácter trascendente de su «existir como hombre». No considera ya la vida como un don espléndido de Dios, una realidad «sagrada» confiada a su responsabilidad y, por tanto, a su custodia amorosa, a su «veneración». La vida llega a ser simplemente «una cosa», que el hombre reivindica como su propiedad exclusiva, totalmente dominable y manipulable”.

[22] Cf. Juan Pablo II, Carta Encíclica  Sollicitudo rei socialis, 37.

[23] Cf. Juan Pablo II, Carta Encíclica Veritatis splendor, 1.

[24] Juan Pablo II, Discurso al Cuerpo Diplomático (12.1.1979): “vencer el virus de la violencia manifestado en formas de terrorismo y represalias invitan a desterrar el odio”.

[25] Juan Pablo II, Discurso en la Sede de la UNESCO (2-VI-1980),  14.

[26] Cf. Juan Pablo II, Carta Encíclica Redemptoris missio, 37

[27] Cf. Juan Pablo II, Discurso a la Asamblea General de las Naciones Unidas (5-X-1995),  8: “El derecho a la propia lengua y cultura, mediante las cuales un pueblo expresa y promueve lo que llamaría su originaria “soberanía” espiritual. … Toda nación tiene también consiguientemente derecho a modelar su vida según las propias tradiciones, excluyendo, naturalmente, toda violación de los derechos humanos fundamentales, y, en particular, la opresión de las minorías. Cada nación tiene el derecho de construir el propio futuro proporcionando a las generaciones más jóvenes una educación adecuada”.

[28] Cf. Juan Pablo II, Discurso al Cuerpo Diplomático (14-I-1984), 3-4: “En cambio, países soberanos que hace mucho tiempo que son independientes, o que lo son desde hace poco, se ven amenazados alguna vez en su integridad por la contestación interior de una parte que hasta llega a considerar o bien a pedir una secesión. Los casos son complejos y muy diversos y cada uno de ellos pediría un juicio diferente, según una ética que tenga en cuenta a la vez los derechos de las naciones, fundados en la cultura homogénea de los pueblos, y los derechos de los Estados a su integridad y soberanía. Deseamos que más allá de las pasiones –y de todas maneras evitando la violencia-, se llegue a formas políticas bien articuladas y equilibradas que sepan respetar las particularidades culturales, étnicas, religiosas y, en general los derechos de las minorías”. Cf. también Catecismo de la Iglesia Católica, 2239.

[29] Basta recordar en este sentido la intervención de Juan Pablo II y de la Conferencia Episcopal Italiana expresando su estima por la unidad del Estado italiano y criticando las actitudes que disgregan la unidad social; cf. Lettera ai vescovi italiani circa le responsabilità dei cattolici di fronte alle sfide dell´attuale momento storico (6 de enero de 1994). Cf. Comunicato della Presidenza della CEI, 30-VI-1992. Noticiario CEI 5/1992, pp. 183-186; cf. Juan Pablo II, Discurso ante el Parlamento de Italia (14.11.2002).

[30] Pio XI, Carta Encíclica Mit brennender Sorge, 12: “Si la raza o el pueblo, si el Estado o una forma determinada del mismo, si los representantes del poder estatal u otros elementos fundamentales de la sociedad humana tienen en el orden natural un puesto esencial y digno de respeto, con todo, quien los arranca de esta escala de valores terrenales elevándolos a suprema norma de todo, aun de los valores religiosos, y, divinizándolos con culto idolátrico, pervierte y falsifica el orden creado e impuesto por Dios, está lejos de la verdadera fe y de una concepción de la vida conforme a ésta”.

[31] Cf. Juan XXIII, Carta Encíclica Mater et Magistra, 262.

[32] Empezando por Pío XI en el ambiente prebélico: cf. Pío XI, Carta Encíclica Ubi arcano (23.12.1922), 12; Discurso a la Curia Romana (24-XII-1930); A los alumnos de Propaganda fide (21-8.1938).

[33] Cf. Pío XII, Radiomensaje al Pueblo helvético (21.IX.1949): “En nuestra época, en la que el concepto de nacionalidad del Estado, exagerado a menudo hasta la confusión, hasta la identificación de las dos nociones, tiende a imponerse como dogma”; cf. también: Juan Pablo II, Discurso en la Sede de la UNESCO (2-VI-1980), n. 14; e Idem, Discurso a la Asamblea General de las Naciones Unidas (5-X-1995), 8: “teniendo en cuenta la dificultad de definir el concepto mismo de “nación”, que no se identifica a priori y necesariamente con el de Estado”.

[34] LXXIII Asamblea Plenaria de la Conferencia Episcopal Española, La fidelidad de Dios dura siempre. Mirada de fe al siglo XX (26.11.1999), 7. Comunicado de la XXXIV Asamblea Plenaria de la Conferencia Episcopal Española (28.2.1981), Amenaza a la normalidad constitucional. Llamada a la esperanza, 2: “Es de todo punto necesario recuperar la conciencia ciudadana y la confianza en las instituciones, todo ello en el respeto de los cauces y principios que el pueblo ha sancionado en la Constitución”.

[35] Cf. Juan Pablo II,  Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz de 1998, 7.

[36] Cf. Juan Pablo II, Carta Encíclica Sollicitudo Rei Socialis, 38.

[37] Cf. Juan Pablo II,  Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz de 2002

[38] Cf. Juan Pablo II,  Ibid., 3.

[39] Cf. Juan Pablo II, Ibid., 14.

[40] Juan Pablo II, Ibid., 1.

[41] Juan Pablo II, Ibid., 15; cf. también las invitaciones del Papa en los Mensajes anuales con ocasión de la Jornada mundial de la Paz.