LXXXIII ASAMBLEA PLENARIA
DE LA CONFERENCIA EPISCOPAL

LA FIDELIDAD DE DIOS DURA SIEMPRE
MIRADA DE FE AL SIGLO XX

Madrid, 26 de noviembre de 1999

Índice

Introducción

I. “Proclama mi alma la grandeza del Señor” (Lc 1, 46)
    Alabanza por los beneficios recibidos

a) El don mismo de la fe
b) El Concilio Vaticano II
c) La Doctrina Social de la Iglesia
d) La paz y la concordia
e) El desarrollo económico y social
f) La construcción de una nueva Europa unida
g) Los Papas del Siglo XX

II. “Dispersa a los soberbios de corazón” (Lc 1, 51)
     Confesión de los pecados y petición de perdón

a) La autosuficiencia del “tiempo moderno”
b) El secularismo
c) Violencias inauditas
d) La miseria letal de poblaciones enteras
e) La cultura de la muerte
f) La crisis de la familia

III. “Como lo había prometido a nuestros padres” (Lc 1, 55)
      Confesión de fe en las promesas de Dios

Conclusión

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Introducción

1. Estamos despidiendo un siglo. Los Obispos de la Iglesia en España, en este momento evocador y de gracia, dirigimos una mirada de fe hacia la centuria que nos ha situado en los umbrales del tercer milenio del cristianismo. Como discípulos de Jesucristo, en quien “el tiempo llega a ser una dimensión de Dios”[1], sabemos bien que todos los tiempos nos hablan, cada cual a su modo, del Señor de la historia.

Siguiendo las huellas del Concilio Vaticano II, deseamos, pues, escrutar hoy “los signos de los tiempos”, de estos tiempos que ahora concluyen según las medidas cronológicas y que llamamos el siglo XX. No pretendemos erigirnos en jueces de la historia. Es imposible una visión definitiva de un acontecer abierto todavía hacia el futuro del que esperamos al Juez justo y salvador. Queremos abrir nuestros ojos con humildad y verdad a algunos de los acontecimientos y situaciones que podemos leer como señales de la presencia activa de Dios en nuestra historia.

Los acontecimientos de los que hablaremos son de distinto signo: unos, señales de vida, otros de muerte; con frecuencia llevan en sí la ambigüedad de las obras del ser humano, la cual es especialmente notoria en nuestro tiempo y hace que a muchos de nuestros contemporáneos, “agitados entre la esperanza y la angustia, les atormente la inquietud, interrogándose sobre la evolución del mundo actual”[2]

En todo caso, nos mueve antes que nada el deseo de dar gracias a Dios y de alabarle, porque, en medio de todo, “su misericordia llega a sus fieles de generación en generación” (Lc 1, 50) (Parte I). Nos sentimos también llamados a la conversión, impulsados a pedir y recibir el perdón de Dios (Parte II) y gozosos de renovar nuestra fe y nuestra esperanza en sus promesas (Parte III).

 

2. Junto con María, proclamamos la admirable grandeza del Señor, que hace posible la vida y la felicidad de los hombres. La Madre del Salvador canta en el Magnificat las grandes obras de Dios en favor de su Pueblo. La mayor de todas ellas es, sin duda ninguna, que el Poderoso haya puesto los ojos en la humillación de su esclava para que el Hijo eterno se haga hombre en las entrañas de la Virgen. El Gran Jubileo del año 2000 de la Encarnación del Verbo alegra a la Iglesia con un gozo sin par, semejante al de María, y la vuelca en “la glorificación de la Trinidad, de la que todo procede y a la que todo se dirige, en el mundo y en la historia”[3]. En este espíritu, entonamos el Magnificat de las Vísperas de un siglo y un milenio nuevo s.

 

I “Proclama mi alma la grandeza del Señor” (Lc 1, 46)
   Alabanza por los beneficios recibidos

3. Son muchos los beneficios que Dios ha hecho a nuestra sociedad y nuestra Iglesia en este siglo que termina. Como los Padres del Concilio Vaticano II, estamos persuadidos de que las conquistas de la Humanidad no se oponen al poder de Dios, sino que, por el contrario, “las victorias del hombre son signos de la grandeza de Dios y consecuencia de su inefable designio”[4]. Movidos por su amor hacia nosotros, le alabamos por sus beneficios, que vemos realizados en algunos logros notables de la Iglesia y de la Humanidad en el siglo XX.

4. a) Antes que nada damos gracias a Dios y le glorificamos por el don mismo de la fe. La fe que recibimos a través de nuestros padres, sacerdotes, educadores y catequistas, sigue viva y renovada en tantas personas, familias y comunidades. En el siglo que termina los ataques sistemáticos a nuestra fe cristiana, que se habían venido fraguando en los siglos anteriores tanto en el mundo de las ideas como en el de los hechos, han alcanzado una gran virulencia. Hasta tal punto que, como ha recordado Juan Pablo II, “al término del segundo milenio, la Iglesia ha vuelto de nuevo a ser Iglesia de mártires”[5]. El testimonio de miles de mártires y santos ha sido más fuerte que las insidias y violencias de los falsos profetas de la irreligios idad y el ateísmo. He ahí el gran milagro de nuestro tiempo. Gracias a Dios, la fe en Jesucristo ha seguido y sigue alimentando la esperanza en el corazón de muchos. De modo que la Iglesia ha podido presentarse ante el mundo como signo renovado de la Salvación.

Las Iglesias de España han sido y son intensamente evangelizadoras. Damos gracias a Dios por la pléyade incontable de misioneros y misioneras que han salido de nuestras familias y de nuestro pueblo cristiano. Anunciar el Evangelio de la gracia de Dios es prueba patente del vigor de una fe que es apreciada como el auténtico tesoro.

5. b) El Concilio Vaticano II (1962-1965), muestra extraordinaria de la cercanía de Dios para con los hombres de nuestro tiempo, ha sido el gran instrumento de renovación de la Iglesia universal que hunde sus raíces en la intensa vida cristiana de las décadas precedentes, en el llamado “despertar de la Iglesia en las almas”: ahí estaban los movimientos bíblico, litúrgico y ecuménico, la Acción Católica, otros movimientos laicales y la vida cristiana seria y fiel de tantos sacerdotes, consagrados y seglares. Todo ello culmina en la luminosa enseñanza del Concilio, en particular, en las cuatro grandes Constituciones sobre la Liturgia, la Iglesia, la Revelación y la Misión de la Iglesia en el mundo de hoy.

Mientras Roma era testigo de aquella magna asamblea, en la que se daban cita dos mil quinientos Obispos de todo el mundo, España se encontraba en un momento crítico de su evolución social, económica y política. La Iglesia Católica hacía en el Concilio una experiencia viva de su universalidad y se rejuvenecía, volviendo a las fuentes de la fe, para un anuncio libre y directo del Evangelio. La vivencia y la doctrina conciliar aportaron a nuestras Iglesias el impulso y la lucidez necesarios para situarse de modo evangélico y creativo en la coyuntura de nuestra sociedad, que demandaba unos planteamientos nuevos y serenos para la reorganización de la convivencia social.

El Concilio trajo consigo una honda renovación interna de la vida de la Iglesia en todos sus aspectos, desde la liturgia hasta la teología, la espiritualidad y la organización eclesial. El Papa ha comparado el espíritu del Vaticano II con un “adviento”, con un tiempo fuerte de revitalización de la fe de la Iglesia, de encuentro renovado con Cristo, ante las circunstancias inéditas del nuevo milenio[6]. Para nosotros fueron en su momento particularmente significativas las nuevas perspectivas que la renovación conciliar abrió en el campo de la relación de la Iglesia con el mundo, con la autoridad civil y sobre la libertad religiosa. Estas perspectivas conciliares propiciaron la aportación de la Iglesia a la transición pacífica a la democracia. Al tiempo que damos gracias a Dios por la poderosa acción del Espíritu Santo que inspiró la obra del Concilio, le pedimos coraje y fidelidad para seguir los caminos que Él nos sigue abriendo a través de la doctrina conciliar y de su fiel interpretación por los Sínodos de los Obispos, en particular el de 1985, que hizo balance de la recepción del Vaticano II y la impulsó con renovada confianza.

6. c) La publicación de la encíclica Rerum novarum, de León XIII, abre uno de los capítulos más notables del pensamiento y de la acción de los católicos en el siglo XX: la Doctrina Social de la Iglesia. Juan Pablo II, al celebrar en 1991 el centenario de aquella carta magna con su encíclica Centesimus annus, ponía de relieve la hondura de unos principios, arraigados en la visión cristiana del ser humano, que se han mostrado capaces de resistir al paso del tiempo y a las dramáticas ilusiones de los totalitarismos de diverso cuño que han lacerado tantas vidas en estos años que terminan.

Sobre los pilares básicos de la dignidad de la persona, como fuente de los inalienables derechos sociales y políticos del ser humano, y del principio de subsidiariedad, como clave de una organización de la vida social tan alejada del colectivismo como del individualismo, destacados líderes sociales y políticos católicos prestaron una contribución impagable a la construcción de la democracia social en la Europa de este siglo. Recordamos a Robert Schuman, seglar y uno de los padres de la Europa comunitaria, hoy camino de los altares. Su obra, como en nuestro país la de Ángel Herrera Oria -cuyo proceso de canonización también está abierto- es representativa de la presencia de la Iglesia en la vida pública, con la actividad socia l, formativa y política encaminada a la organización justa y libre de la sociedad según los principios de la Doctrina Social de la Iglesia. Recordamos también la acción específica de los cristianos en el mundo del trabajo a través de organizaciones sindicales y de apostolado obrero.

No podemos olvidar las muchas obras asistenciales y de servicio abnegado y eficaz en el campo de la enseñanza, la sanidad y la atención de los marginados, iniciadas por tantos fundadores y fundadoras del siglo XIX y principios del XX, que siguen prestando hoy servicios admirables de verdadera caridad. Todos ellos son motivos para reconocer y agradecer con gozo la fidelidad y las obras de Dios en favor de su Pueblo.

7. d) La paz y la concordia entre los hombres han sido vistos siempre por la Iglesia como uno de los grandes dones del Cielo. El siglo XX ha sufrido y sufre todavía guerras y violencias inauditas, hoy sobre todo en el llamado Tercer Mundo, pero ha sido también el siglo de la paz. Después de la Segunda Guerra Mundial Europa ha gozado de un largo periodo de paz como pocas veces en su historia. Los organismos encargados de la cooperación internacional y de la custodia del entendimiento entre los pueblos han sido un logro innegable que hay que saber agradecer. Será necesario avanzar en la consolidación y en la eficacia de estas instituciones al servicio de la dignidad humana.

Todavía más de agradecer para nosotros es la paz disfrutada por nuestro pueblo en la segunda mitad del siglo. Tanto los conflictos externos como los enfrentamientos internos entre distintas ideologías, grupos sociales, regiones o nacionalidades han dado paso a una creciente concordia social que es casi seguro el mejor legado de nuestra historia reciente para el nuevo milenio; no debemos dilapidarlo. La Constitución de 1978 no es perfecta, como toda obra humana, pero la vemos como fruto maduro de una voluntad sincera de entendimiento y como instrumento y primicia de un futuro de convivencia armónica entre todos. Damos gracias de corazón a Dios por el don magnífico de la paz y le rogamos que nos haga a todos cada vez mejores serv idores de ella, recordando que la verdad y la justicia son condición necesaria de la paz.

8. e) El desarrollo económico y social ha sido otro de los logros indudables de este tiempo que nos permite mirar hacia atrás con satisfacción. Aunque, por desgracia, en muchas partes del mundo no sea así, la vida de los hombres y de las mujeres de nuestros pueblos y ciudades es hoy, por lo general, mucho más holgada y menos menesterosa que la de nuestros antepasados de hace cien años. El progreso de la ciencia y de la técnica ha hecho posible la producción de más y mejores bienes y servicios en todos los ámbitos. La alimentación básica, la sanidad y la vivienda están en buena medida aseguradas. Los medios de transporte privados y públicos permiten una movilidad laboral y de ocio antes impensable. Los instrumentos de comunicación c onvencionales y los informáticos ponen cada vez más al alcance de todos tanto las noticias como la información especializada. Y lo que es más importante y ha acompañado constantemente el desarrollo económico y social: en este siglo se ha logrado no sólo la alfabetización de la población, sino que han sido cada vez más los que han tenido acceso a la educación media y superior. No podemos dejar de dar gracias por todo ello al Creador bueno, que nos ha permitido ser testigos de este estupendo desarrollo de las capacidades otorgadas por Él al ser humano, creado a su imagen, para poner a su servicio las riquezas del mundo.

También hemos sido testigos en este siglo de una conquista formidable, todavía no concluida: la dignidad de la mujer ha sido mejor reconocida y su presencia en la vida social se ha vuelto más amplia y visible. Todos, mujeres y varones, tenemos una misma vocación divina de la que deriva la igualdad fundamental de nuestra condición humana. Más allá de ciertos extremismos que no dejan lugar para lo específico femenino y masculino, esperamos que se profundice aún más en el reconocimiento de la mujer en la Iglesia y en la sociedad. De ello se derivará sin duda una mayor humanización de las relaciones sociales, basadas no tanto en los intercambios de las cosas cuanto en la mutua aceptación de las personas.

9. f) La construcción de una nueva Europa unida es también un fenómeno del siglo que termina que nos llena de esperanza. No sólo porque supone la superación de ciertas rivalidades nacionales que han ocasionado constantes y graves conflictos. Además, estamos a tiempo de que las bases para la convivencia de los pueblos de Europa, inspiradas en el humanismo cristiano, den lugar a una cultura política verdaderamente respetuosa de los derechos humanos. La caída del “muro de Berlín” en 1989 nos alienta a esperar que en el futuro los enfrentamientos ideológicos y militares den paso a una casa común europea construida sobre los cimientos de la libertad, la justicia y la solidaridad con otros pueblos, en particular con los más ligados a Eur opa por razones geográficas o culturales. La integración de España en este gran proyecto europeo, basado por vez primera en el consenso democrático, ha supuesto el fin de un largo periodo de aislamiento del que esperamos la consolidación de la paz y del bienestar para nuestro pueblo. Damos gracias a la Providencia por estos caminos nuevos que el siglo XX ha abierto para este Viejo Continente de tan hondas raíces cristianas.

10. g) Terminamos esta alabanza de Dios por su fidelidad y sus grandezas para con nosotros agradeciendo al Espíritu Santo que su conducción de la Iglesia a través de los tiempos se haya hecho especialmente patente en la serie tan extraordinaria de los Papas del siglo XX. No podemos dejar de mencionar al menos a los más cercanos a nosotros: Pío XII, Juan XXIII, Pablo VI y Juan Pablo I. El incansable peregrinar de Juan Pablo II a lo largo y ancho del mundo, como heraldo de la fe y de la esperanza, ha hecho del Sucesor de Pedro una figura más cercana para millones de personas, católicos y no católicos, en particular para los jóvenes. Su anuncio de Jesucristo y su defensa de los derechos humanos, también en situaciones difíciles y confli ctivas, han dado frutos concretos de paz y esperanza. Sus visitas a nuestras Iglesias de España son hitos señeros para la nueva evangelización de nuestro pueblo, confiada y vigorosa, que abre el horizonte de una nueva primavera de la Iglesia en el tercer milenio.

 

II “Dispersa a los soberbios de corazón” (Lc 1, 51)
    Confesión de los pecados y petición de perdón

11. El recuerdo de las grandes obras que Dios ha hecho en favor nuestro y el agradecimiento y la alabanza que por ellas le tributamos de corazón nos permiten afrontar sin miedo y con verdad nuestras faltas. Confesamos nuestros pecados, los de los hijos de la Iglesia y los de todos nuestros contemporáneos, ante Dios, que manifiesta “de modo supremo su omnipotencia con el perdón y la misericordia”[7].

Si evocamos ahora algunos acontecimientos y situaciones que aparecen a los ojos de la fe como lesivos de la integridad de la vida del hombre y, por tanto, como pecado contra el Creador bueno, cuyo deseo es que el hombre tenga vida en abundancia, no es para acusar a nadie ni tampoco para justificarnos ante nadie. Dios es quien justifica y libera del pecado. Ante Él, Juez justo y benigno, ponemos nuestros pecados para encontrar la libertad de un nuevo comienzo.

12. a) El primer pecado de los hombres del siglo XX ha sido tal vez la autosuficiencia del “tiempo moderno”. Los hijos de la Iglesia hemos participado de esta gran debilidad de nuestros contemporáneos. Las innegables conquistas de la ciencia y de la técnica, los logros alcanzados en la organización de la vida social y en la conciencia de la dignidad de todos los hombres han conducido a muchos a pensar que, por fin, la Humanidad estaba a punto de construir el cielo en la tierra. La palabra “progreso”, convertida en bandera de una confianza ilimitada en las capacidades del ser humano para construir un futuro inexorablemente mejor, ha sido idolatrada como la fuente única del sentido de la vida. De este modo, el autodenominado hombre “a dulto” de este siglo ha mirado con desprecio a los hombres de otras épocas, consideradas con cierta simpleza como infantiles o subdesarrolladas. El progreso ha llegado a ser confundido con la salvación que sólo Dios puede ofrecer. Pero tal desmesura hace tiempo que ha empezado a mostrar su voracidad de la vida de los hombres y de la creación entera. Las consecuencias indeseables de un progreso parcial y de unos pocos, tanto en términos ecológicos como de justicia social, han llevado a muchos a distanciarse de las hinchadas promesas de los tiempos modernos, aunque no siempre de sus raíces en la soberbia de corazón.

Todos los tiempos están igualmente cerca de Dios. Los logros humanos pueden facilitarnos la experiencia de su cercanía; pero si nos vuelven soberbios nos impiden gozar de la presencia divina y acaban por arruinar completamente nuestra vida. Pedimos perdón al Padre de todos los hombres por habernos creído mejores que sus hijos y hermanos nuestros de otros tiempos y por haber maltratado su creación, preciosa herencia suya para todas las generaciones.

13. b) La vida es comunión y comunicación. La soberbia dispersa, aísla y mata. La autosuficiencia del tiempo moderno trae consigo el secularismo, que seca las raíces de la esperanza. El hombre “adulto”, fascinado por su nueva instalación en el mundo, cegó poco a poco las fuentes de la esperanza en la Vida eterna y se fabricó un sucedáneo de ella: las utopías terrenas. Pero éstas no pueden satisfacer el anhelo de vida que anida en el corazón de los hombres. Ofrecen un imaginado futuro del que la muerte separa sin remedio a cada persona y acaban defraudando. Las utopías intramundanas no pueden suscitar una esperanza capaz de vencer el destino frágil y mortal de los humanos. Ha sido un gran pecado del siglo que termina el haber despreci ado con frecuencia el Cielo que Dios nos ofrece, considerándolo altaneramente como un falso consuelo o un sueño infantil. Los cristianos hemos permitido con demasiada frecuencia la secularización más o menos oculta de nuestra fe y nuestra esperanza. Al Dios vivo, que nos ha creado para Él, le pedimos perdón. Sabemos bien que sólo la esperanza de la plena comunión de nuestra vida con la suya sacia el deseo de nuestra alma y nos hace libres.

14. c) Los enfrentamientos atizados por nacionalismos excluyentes e ideologías totalitarias, que pretendían hacer realidad por la fuerza las utopías terrenas, arrastraron al mundo y, en particular a Europa, a violencias inauditas. La paz de la segunda mitad del siglo no llegó sino después de las guerras más devastadoras y totales que ha conocido hasta ahora la historia. A las acciones bélicas destructoras de ciudades y países enteros hay que añadir los intentos de exterminación de pueblos, razas y grupos sociales y religiosos llevados a cabo con frialdad calculada para conseguir determinados objetivos programáticos, carentes, de raíz, del más mínimo respeto al ser humano.

También España se vio arrastrada a la guerra civil más destructiva de su historia. No queremos señalar culpas de nadie en esta trágica ruptura de la convivencia entre los españoles. Deseamos más bien pedir el perdón de Dios para todos los que se vieron implicados en acciones que el Evangelio reprueba, estuvieran en uno u otro lado de los frentes trazados por la guerra. La sangre de tantos conciudadanos nuestros derramada como consecuencia de odios y venganzas, siempre injustificables, y en el caso de muchos hermanos y hermanas como ofrenda martirial de la fe, sigue clamando al Cielo para pedir la reconciliación y la paz. Que esta petición de perdón nos obtenga del Dios de la paz la luz y la fuerza necesarias para saber rechazar siempre la violencia y la muerte como medio de resolución de las diferencias políticas y sociales.

Para quienes ejercen la violencia terrorista pedimos la conversión y el perdón de Dios, que se traduzcan sobre todo en el abandono definitivo de sus acciones violentas.

15. d) El siglo del desarrollo económico y social, que ha hecho posible incluso el inicio de la conquista del espacio extraterrestre, es también el siglo de la miseria más repulsiva y letal de poblaciones enteras. El contraste que representan pueblos desnutridos y sin acceso a la educación ni a la sanidad en las pantallas de los televisores de sociedades del despilfarro y del consumo, muestra con evidencia las estructuras de pecado del mundo que nos deja el siglo XX. No quiere Dios la miseria ni la muerte. Las situaciones humillantes de tantos niños sin pan y sin escuela, sometidos a infames condiciones de vida, ha de golpear las conciencias de quienes tenemos de todo, hasta el capricho.

También entre nosotros persisten condiciones de vida lamentables en el llamado “cuarto mundo” de los barrios de las grandes ciudades y en los ambientes más afectados por el paro y por la drogadicción.

Es verdad que los problemas son complejos, que la buena voluntad ha de ir acompañada de análisis certeros y de soluciones adecuadas y que la historia de este siglo muestra a dónde han conducido determinadas propuestas divergentes de los principios de la Doctrina Social de la Iglesia. Pero ante hechos tan dramáticos es necesario que nos preguntemos con toda seriedad ante Dios qué es lo que hacemos, cuál será nuestra aportación personal y comunitaria en este campo en el siglo que comienza.

16. e) Terrible estructura de pecado del siglo XX es también la cultura de la muerte. El hombre “adulto” se ha sentido autorizado para disponer de su propia vida y de la vida de los demás, pensando encontrar de ese modo solución a determinados problemas. El homicidio ha pasado así a ser considerado, en determinadas circunstancias, como un hecho que debe ser tolerado e incluso regulado por el Estado y como un supuesto derecho de los individuos que debería ser reconocido. Es el caso del crimen del aborto y también de la eutanasia. La Iglesia no quiere dejar de pedir perdón al Señor de la vida por tantas vidas inocentes brutalmente privadas de su derecho a ver la luz, así como por tantos ancianos, enfermos o discapacitados, cuya vida es minusvalorada, amenazada e incluso eliminada en virtud de cálculos de pura eficacia material. El ingente negocio de las drogas siembra también la destrucción y la muerte, con frecuencia entre los más jóvenes. Y ¿qué decir del comercio de las armas, terribles instrumentos de muerte a los que se destinan recursos que son tan necesarios en otros sectores al servicio de la vida? Los hombres del siglo XX han quebrantado de un modo espantoso el precepto natural y divino que prohíbe matar. Ahora es el tiempo de la conversión, del arrepentimiento y del perdón.

17. f) La familia ha sido siempre objeto de la atención y del cuidado de la Iglesia como institución básica para la vida de las personas y de los pueblos. La naturaleza personal del ser humano pide realizarse en el medio social de las relaciones paternofiliales y fraternales. El individualismo y el colectivismo, extremismos ideológicos sufridos por el siglo que termina, han atenazado a la familia dificultando notablemente su desarrollo equilibrado. A esta dificultad se añaden una cierta redefinición de las relaciones entre el varón y la mujer basada en criterios de mera competencia social y también la llamada “revolución sexual”, que tiende a desligar el sexo del amor y el ejercicio personal de la sexualidad de la procreación de las personas. En consecuencia resulta gravemente dañada la “ecología” humana fundamental, es decir el ambiente familiar sostenido por el compromiso matrimonial, en el que se cultivan la vida y los valores de la persona. Incluso la supervivencia del género humano resultaría a la larga amenazada, como ponen de relieve las bajísimas tasas de natalidad de los países más afectados por la crisis de la familia, entre ellos España.

Por este pecado pedimos perdón a Dios, “de quien toma nombre toda familia en el cielo y en la tierra” (Ef 3, 15). Los hijos de la Iglesia hemos caído en él cuando no hemos valorado suficientemente la familia y no hemos trabajado lo necesario por ella o cuando hemos hecho nuestros los criterios que el mundo nos ofrece falsamente como “progreso” y hemos contribuido a la crisis del matrimonio y de la familia cristianos.

 

III “Como lo había prometido a nuestros padres” (Lc 1, 55)
     Confesión de fe en las promesas de Dios

18. Al despedir el siglo XX, en el momento en que la Iglesia celebra la fiesta del Gran Jubileo de la Encarnación de Jesucristo, la fe nos recuerda que Dios Padre, el Creador del tiempo, que ha querido compartir personalmente en su Hijo la historia humana, está realmente cerca de todos los hombres en todos las épocas por el Espíritu Santo. También nuestro tiempo está cerca de Dios; ni más ni menos que los siglos pasados y los que la Providencia depare todavía a la Humanidad. “¡Ahora es tiempo favorable, ahora es día de salvación!” (2Cor 6, 2).

Apoyados en esta mirada confiada de la fe a los signos de los tiempos, reconocemos la mano generosa de Dios en tantos beneficios recibidos y no nos dejamos arrebatar la esperanza por tantos pecados cometidos. No confiamos ilusamente en los poderes humanos, pero tampoco desconfiamos de las capacidades del hombre para el bien y para la vida, porque Dios cumple sus promesas y es capaz de sacar bien de nuestros males.

Confesamos que Él nos ha creado para hacernos partícipes de su Vida eterna; nos ha regenerado por la sangre de su querido Hijo y Hermano nuestro; nos ha enviado el Espíritu Santo, Señor y dador de vida, que es la prenda y la primicia de la victoria sobre el mal y sobre la muerte en el corazón de cada creyente y la fuerza que sostiene a la Iglesia en su testimonio y en su peregrinación hacia el día glorioso de Cristo.

19. Hoy no pocos contemporáneos nuestros, decepcionados por el fracaso de tantas promesas falsas y de tantos mesianismos terrenos, parecen haber perdido la esperanza y el verdadero gusto por la vida. Como si ya no se contase con un hacia dónde, con una meta que confiera finalidad y sentido al camino de la Humanidad, son bastantes los que viven entregados al goce efímero y al provecho fácil y con frecuencia injusto. La misma conciencia de la propia dignidad humana se ve de este modo seriamente amenazada y las motivaciones morales para el respeto y la promoción de la dignidad propia y ajena acaban por perder sus raíces en el alma. Ésta es, casi seguro, la mayor amenaza que acecha al sentido humano de la vida en el siglo que comienza.

Al confesar nuestra fe en el Dios de la promesa cumplida en Jesucristo como anticipo de Vida eterna, le damos gracias por esa misma fe, que es manantial perenne de esperanza y de caridad.

20. La esperanza es posible. Son ciertamente muchos los asaltos que sufre de parte de las enfermedades, del sufrimiento, de la falta de sentido y de condiciones dignas de vida, del mal que nos causamos unos a otros. Pero nuestra fe nos da la humilde certeza de que la vocación del ser humano a la esperanza no es absurda, sino razonable y realizable. Jesucristo resucitado es la razón de nuestra esperanza, realizable por el poder y la gracia de Dios “que da vida a los muertos y llama a la existencia a lo que no existe” (Rom 4, 17).

21. La caridad es el amor al que la fe da vida. Es el destino de la historia humana, pues todos estamos llamados a la Gloria, a la participación plena del Amor que Dios es. La Iglesia por medio de Caritas, Manos Unidas y de tantas obras e instituciones de servicio a los pobres y a los necesitados de todo tipo, así como por medio de la caridad de cada uno de los fieles ejerece la compasión del Buen Samaritano, de Cristo mismo. La caridad es el alma de la justicia; no podrán ir disociadas. Ella ha brillado de muchas maneras en la vida cristiana y continuará siendo nuestra meta.

Aunque las circunstancias en las que se han difundido las noticias de la obra de los misioneros y cooperantes de Caritas y otras instituciones hayan sido con frecuencia dramáticas, nos alegra y estimula el que no sólo la Iglesia, sino la sociedad en general haya sentido admiración y esperanza al conocer la entrega sacrificada y perseverante de hermanos y hermanas en la fe. Estamos convencidos de que esta esperanza no defraudará en el futuro, ya que el amor de Dios no cesa de derramarse en los corazones de quienes se abren a él (cf. Rom 5, 5). Este amor es la fuente de semejante generosidad; tales obras abren sin duda caminos a la escucha de la palabra del Evangelio.

22. El Espíritu Santo, prometido por el Señor, mueve a la Iglesia a una nueva evangelización del mundo y la dota para ello de nuevas energías y carismas que le permiten sobreponerse a las dificultades. La acción del Espíritu vivificador no sólo ha alumbrado en los últimos decenios nuevos movimientos y comunidades a través de los cuales muchos han encontrado o reavivado la fe, también va renovando oportunamente los movimientos apostólicos nacidos en otras circunstancias socioculturales y eclesiales para convertirlos en instrumentos eficaces de evangelización. Apreciamos así mismo la renovación y adaptación de las parroquias, lugar y medio habitual por el que la Iglesia está cercana a todos, desde las zonas rurales más despobladas hast a los barrios más saturados de nuestras ciudades. La vida religiosa, sin olvidar a los monjes y monjas que, dedicados en exclusiva a la oración, están en el corazón de la Iglesia, recibe también nuevos impulsos del Espíritu para la renovación de su ser y de su rica misión eclesial. La constatación de que por todas partes hay seglares que participan intensamente en la vida y en el apostolado de la Iglesia nos asegura de que también aquí estamos ante una promesa ya cumplida y abierta todavía a nuevos horizontes.

La transmisión de la fe y de los valores cristianos a las generaciones jóvenes constituye uno de los desafíos más fundamentales que nos encontramos en esta coyuntura histórica. Confiados en el Señor, que no cesa de abrir por medio de su Espíritu puertas para el Evangelio, asumimos con decisión este desafío como tarea fundamental.

23. Seguiremos confiando en las promesas de Dios e invitando a todos a la esperanza. Los avatares de la vida de cada ser humano y los de la Humanidad entera no son fruto ni de los meros poderes de cálculo y de previsión de los hombres, ni de un azar ciego y sin sentido. Si así fuera no tendríamos razones sólidas para la esperanza. Pero no, es Dios quien conduce la historia hacia la patria del Cielo. El Creador todopoderoso en quien creemos no es indiferente ante el destino de su creación. Él es el Amor que mueve el mundo desde un Corazón humano atravesado en la Cruz. Sólo el Amor creador ha podido también rescatarnos así de nuestros pecados. El tiempo ha sido redimido de su malicia y rejuvenece para la eternidad por medio de la Igles ia, el Universal Pueblo de Dios y Cuerpo de Cristo, que, por la fuerza del Espíritu Santo, hace presente en la historia para cada generación la persona viva del Redentor.

 

Conclusión

24. La alabanza de Dios por sus beneficios, la confesión de los pecados ante Él y la renovación de nuestra profesión de fe en su Providencia que hacemos en los umbrales de un nuevo milenio tienen un único sentido: purificada nuestra memoria ante el Dios misericordioso que ha hecho y hace tanto por nosotros, nos animamos y animamos a todos a caminar confiadamente hacia el futuro. Confiamos en el hombre porque confiamos en Dios. Nos mantendremos vigilantes frente a los ídolos, que nos ofrecerán el cielo en la tierra, pero que acabarán entregándonos al desaliento y a la muerte. La confianza en Dios nos permite aprender del pasado, incluso de nuestros errores y pecados, y nos acostumbra a mirar hacia un futuro del que verdaderamente pode mos esperar lo mejor.

Los católicos saldrán sin duda fortalecidos en la fe de la celebración del Jubileo y mejor capacitados para ser sal de la tierra. Es grande, hermanos, nuestra misión y el servicio al que el Maestro nos envía de nuevo hoy. A quienes se han alejado de la fe les invitamos a escuchar otra vez la llamada y la promesa del Señor, la que no defrauda. A todos os deseamos de corazón la paz y la gracia de Jesucristo, de quien son el tiempo y la eternidad. Es Él quien nos dice de nuevo:

“No temas: Yo soy el primero y el último, yo soy el que vive. Estaba muerto, y ya ves, vivo por los siglos de los siglos.” (Ap 1, 17-18)

Madrid, 26 de noviembre de 1999


[1] Juan Pablo II, Carta Apost. Tertio millennio adveniente, 10.

[2] Concilio Vaticano II, Const. Gaudium et spes, 4.

[3] Juan Pablo II, Carta Apost. Tertio millennio adveniente, 55.

[4] Concilio Vaticano II, Const. Gaudium et spes, 34.

[5] Carta Apost. Tertio millennio adveniente, 37.

[6] Cf. Carta Apost. Tertio millennio adveniente, 20.

[7] Misal Romano, Oración colecta del XXVI Domingo del Tiempo Ordinario.